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LA CONQUISTA

Fernando Kosiak

La planta carnívora siente placer milésimas de segundo antes de cerrar sus fauces sobre la mosca. La hiena se regodea al atacar el animal herido. El
extraterrestre no duda en conquistar nuestro planeta.

Cuando los aliens llegaron en sus cientos de naves espaciales, platea- das y cuadradas, los humanos los esperábamos.

Desde que la gran baldosa se había detenido sobre la Casa Blanca dos meses atrás, sabíamos que nada bueno se podía esperar. No hubo intentos de
comunicación por parte de los extranjeros, aunque de parte de nosotros se intentó todo lo posible: desde mensajes, a través de todo tipo de tecnología,
hasta pequeños disparos de gente que no sabía cómo reaccionar, se enviaron a la nave. Nada. Pronto las plantas y el césped que rodeaban el edificio
comenzaron a morir a causa de la sombra de la nave. El presidente había sido evacuado por túneles subterráneos, con demasiada urgencia, segundos
después de la detención de la nave. Por dos meses no se movieron. No sabíamos, siquiera, si la nave estaba tripulada.

A los dos meses los informes televisivos que hacían una monótona re- visión de las pasadas semanas se vieron interrumpidos por móviles que
transmitían en vivo cómo las naves espaciales llegaban a Washington.

Quizás alguien me pueda explicar, algún día, por qué las alienígenas tienen esa fascinación con la Casa Blanca. En las películas sobre extraterrestres no
hay uno que no se detenga sobre ese edificio. Parecen turistas. La premisa oculta sería: “Señor alien, si quiere dominar nuestro planeta no se olvide que
tiene que situar su nave sobre la White House y, si puede, destruirla. Si el barrio no le gusta pruebe con la Torre Eiffel”. En las nove- las de Wells, en
cambio, los vecinos planetarios llegaban a Inglaterra, y si uno viajaba en el tiempo lo hacía sin salir de Londres. En fin.

Llegaron más naves. No hacía falta que las escondieran o que las camuflaran. Minutos más tarde hablaron por primera vez: “No venimos por paz, sino
por conquistas”. Simple. Cortito y al pie. Después de dos meses se despacharon con el mensaje (aunque en el fondo nosotros ya lo sabíamos): no
podíamos esperar nada bueno. El mensaje no soportaba malas traducciones, no tenía dobles sentidos ni se lo podía interpretar erróneamente. Acto
seguido (finalmente) hicieron volar la Casa Blanca, que desde hacía dos meses había sido evacuada porque trabajar ahí era un riesgo y porque el
presidente fue mandando agentes especiales, por los mismos túneles por los que lo habían evacuado, a sacar del edificio las cosas de valor. La histeria
colectiva comenzó y la gente corría desaforada por las calles, aunque las naves estaban perfectamente quietas.

Al día siguiente se movían entre nosotros. Sin ser feos, incomodaban. Subías al colectivo para ir al trabajo y los tenías sentados ahí, en el asiento
reservado para las embarazadas o para las viejas. En los ómnibus duraron poco porque los molestaban los ruidos de los frenos, los chirridos del aparato
donde los pasajeros insertaban sus tarjetas o la cumbia que alguien, del compacto grupo del fondo (nos sentábamos lo más lejos posible de es- tas
criaturas), reproducía con su celular.

Comenzaron a manejar autos y fueron el centro de cualquier embotellamiento.

De más está decir que, después de la destrucción de la casa de gobierno yanqui, les lanzaron a las naves una serie de misiles y bombas. Obvio que no
les pasó nada. Les disparaban cuando iban manejando sus coches y ellos ni se mosqueaban. Les acercaban gente con todas las enfermedades posibles
(habían leído a Wells o al menos habían visto la película con Tom Cruise) y nada los afectaba.

Después de un mes desde la llegada de las demás naves que formaban como una especie de gran cielo embaldosado, comenzó la conquista. Los grandes
cuadrados plateados partieron desde Washington (no se habían movido desde su arribo) a distintas ciudades del mundo (las mismas de siempre: Tokio,
París, El Cairo, Río de Janeiro) y desde allí comenzaron su ataque. Hay que reconocerles que fueron originales. Seguro que cualquier otro invasor nos
disparaba rayos de fuego, nos contaminaba el agua o nos fumigaba el aire. Ellos no, ellos eligieron la tierra. Las transmisiones televisivas solo pudieron
mostrar el inicio de la ofensiva porque después se pudrió todo. Si hay algo que hay que rescatar de los europeos, cuando conquistaron América, es que,
más allá de que nos saquearon íntegros, no se zarparon tanto como estos muchachitos.

Convirtieron, en un parpadear, a toda la tierra del mundo en agua, al mismo tiempo y al unísono inequívoco. Los edificios se fueron a pique. Los
animales nadaron un rato, pero al final el cansancio les ganó y las aguas se los tragaron. Muchos humanos murieron, pero los que teníamos a mano una
ayuda para flotar nos aferramos a cualquier cosa. A mí me salvó una biblioteca que casi se hundió por el peso de los libros. Arrojé los volúmenes al
agua y ocupé el espacio vacío. Usando un diccionario como remo comencé a pasear entre las aguas pobladas de árboles que flotaban a medias,
cargados de pájaros que descansaban entre sus vuelos desorientados. Cuando veía algo para comer juntaba y guardaba. El problema, aunque irónico,
era que no había agua para beber. De donde antes había estado el supermercado, pude rescatar unos paquetes de galletitas y dos botellas de Coca Cola
que apenas asomaban el cuello. Mucha gente pasaba remando sobre muebles, puertas e, incluso, sobre pequeñas embarcaciones. Dos días después me
rescató un yate cargado de personas que hablaban diferentes idiomas. De las naves extraterrestres no tuvimos noticias hasta una semana después.
Vimos pasar una volando sobre nuestro barco y horas más tarde sucedió la última etapa de su plan maquiavélico (aunque seguro ellos tenían otro
adjetivo no tan terrícola). El color blanco avanzaba hacia nosotros desde el horizonte. El yate se detuvo. El agua se cristalizó. El blanco siguió
avanzando más allá del yate, hacia nuevos horizontes. El mundo ahora se congeló. Quizás escribo como un escape al aburrimiento del encierro. No me
gusta lo que dijo un gallego, hoy, en el salón de fiestas: “La tierra es ahora un gran frízer”.

Autor: Fernando Kosiak nació en Libertador San Martín, Entre Ríos, y vive en Paraná, donde trabaja
como docente, periodista, fotógrafo y editor. Publicó los libros de cuentos Soy tu monstruo,
Sentido raro, Tuit, El crimen es una fiesta, así como libros de poesía y la obra teatral La bondad
de los extraños, ganadora del Premio Fray Mocho 2016.

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