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Lujo, hambre y rebelión en el granero del

mundo

"De un lado se han encendido los fuegos del


lujo, del oropel y de la codicia desmedidos, y
por el otro las miserias del pobre reciben,
como esperanzas, como promesas, sin ver si se
acomodan a su ser y a su medio, doctrinas
utópicas o explotaciones hipócritas."

Juan Bialet Massé

Nos han enseñado, con particular empeño, el


concepto “granero del mundo” para que lo
aceptemos y asimilemos como algo positivo,
como la referencia a una edad de oro de
nuestro país a la que siempre sería deseable
volver. En realidad se trata de la mejor
definición de la condena–decretada por el
mercado mundial y aceptada con gusto y
beneficio por nuestras oligarquías locales– a
ser proveedores de materias primas y
compradores de productos elaborados, muchas
veces con nuestros mismos productos
primarios.

Un granero es un depósito, un lugar


inanimado. Allí no hay trabajo, valor agregado
en términos económicos, sino para unos
pocos. El trabajo, los puestos de empleo, los
exportábamos junto con nuestras vacas, ovejas
y trigos a Inglaterra. Allí se transformaban en
sweaters, zapatos y carne congelada, que eran
exportados al mundo y a la propia Argentina,
con enormes ganancias.

Aquí quedaba la riqueza concentrada y la


miseria repartida. La “Argentina rica” lo era
para unos pocos, muy pocos.

Nunca pensaron los dueños del granero que,


junto con el ejército de desocupados y la mano
de obra barata, estaban importando la
rebelión.

Su soberbia no les dejaba pensar que no se


podía prometer a los hambrientos de Europa, a
los desheredados de toda herencia, la
felicidad, el pedazo de tierra, el trabajo que les
permitiera mantener a su familia, para luego
someterlos a las peores condiciones de miseria
y humillación.

Así fueron llegando cargados de hambre,


hijos, ilusiones, pero también de ideas, los
inmigrantes. Fueron recibidos con el desprecio
de quien espera un cargamento de esclavos,
olvidándose de que los esclavos al ver la mesa
del amo llena de manjares, mientras él y su
familia padecen las más indecibles
privaciones, suelen rebelarse.

Mientras los Anchorena tiraban su vajilla de


oro al mar en su viaje a Europa, los cruzaban
literalmente en sentido contrario quienes
viajaban en tercera clase o en la cubierta de
los barcos hacia al país próspero y libre, al que
los dueños de la Argentina llamaban “la tierra
de la gran promesa”. Lo que no aclaraban es
que no pensaban cumplirla.

De austeros a obscenos

Los dueños del país, y por lo tanto de su


historia, nos han dejado una visión idílica de
sus abuelos pintándolos como gente austera,
ajena a la ostentación y al lujo. La realidad es
bastante diferente. En la medida en que sus
riquezas pasaron de ser abundantes a
fabulosas, nuestra oligarquía fue abandonando
la sencillez campestre y se dedicó al lujo más
desenfrenado. En vez de invertir en
actividades productivas, de diversificar sus
inversiones hacia las industrias, nuestras
familias patricias decidieron que como
estaban, estaban muy bien, así que para qué
complicarse.

Buenos Aires se fue poblando de “palacios”


como el Ortiz Basualdo, la actual embajada
francesa, frente a la plazoleta Carlos
Pellegrini; el palacio Pereda, también en la
plazoleta Carlos Pellegrini, con los techos
decorados por el catalán José María Sert, hoy
embajada del Brasil; el palacio de Federico
Alvear, en la avenida del Libertador, actual
embajada de Italia; el palacio Errázuriz, una
réplica de Versalles en Libertador y Pereyra
Lucena, actual Museo de Arte Decorativo; y
por supuesto, en la Plaza San Martín, el
palacio Paz: su construcción se inspiró en el
Louvre de París y costó 4 millones y medio de
pesos de 1908, cuando el sueldo de un obrero
no llegaba a los 100 pesos por mes. Hoy es la
sede nada menos que del Círculo Militar. El
palacio Anchorena fue construido por el
notable arquitecto Christophersen en 1909 y
hoy es una de las sedes de la Cancillería.

En 1883, para describir las andanzas de


nuestros patricios en Europa, Sarmiento
escribió: “Nuestra colonia argentina en París
es notable por la belleza de las damas y
señoritas que la forman, llamando mucho la
atención de los parisienses la distinción de su
raza. Distínguense los varones por la elegancia
de sus modales que llevan de América, su
afecto a la ópera, en cuyos escenarios
encuentran a los mismos héroes y primas
donnas que aplaudieron en el Colón un año
antes, lo que les da el derecho, tan caro a los
parisienses boulevarderos, de penetrar tras de
bastidores al boudoir de tal o cual artista,
antiguamente conocida en Buenos Aires. Los
dandys argentinos toman así posesión de
París”.

Don Domingo advertía sobre una tradición de


nuestra clase dirigente, la fuga de capitales
hacia el exterior: “Lo que más distingue a
nuestra colonia en París son los cientos de
millones de francos que representa, llevándole
a la Francia no sólo el alimento de sus teatros,
grandes hoteles, joyería y modistos, sino
verdaderos capitales que emigran, adultos y
barbados, a establecerse y a enriquecer a
Francia. En este punto aventajan las colonias
americanas en París a las colonias francesas en
Buenos Aires. Éstas vienen a hacer su magot,
mientras que las nuestras llevan millones allá”
(...).

Los habitantes de nuestro país han sido


robados, saqueados, se les ha hecho matar por
miles. Se ha proclamado la igualdad y ha
reinado la desigualdad más espantosa; se ha
gritado libertad y ella sólo ha existido para un
cierto número; se han dictado leyes y éstas
sólo han protegido al poderoso. Para el pobre
no hay leyes, ni justicia, ni derechos
individuales, sino violencia y persecuciones
injustas. Para los poderosos de este país, el
pueblo ha estado siempre fuera de la ley.

Esteban Echeverría

El que profiere estos términos, tan panfletarios


dirían hoy los adoradores del Dios del
pensamiento único, no es un miembro de una
agrupación piquetera del 2005; es don Esteban
Echeverría y lo hace en 1851, poco antes de
morir, en una carta a su amigo Félix Frías.

El autor de Dogma socialista recorría en este


interesante documento la trayectoria de los
gobiernos argentinos de Mayo a Rosas y
expresaba la distancia que separaba al
pensamiento liberal de la verdadera libertad de
aquel pueblo idealizado al que decían querer
elevar a los niveles de “la Inglaterra o la
Francia”. Unas décadas más tarde, otro liberal,
Juan Bautista Alberdi, teniendo a la vista los
gobiernos de Mitre, Sarmiento y Avellaneda,
decía: “Los liberales argentinos son amantes
platónicos de una deidad que no han visto ni
conocen. Ser libre, para ellos, no consiste en
gobernarse a sí mismos sino en gobernar a los
otros. La posesión del gobierno: he ahí toda su
libertad. El monopolio del gobierno: he ahí
todo su liberalismo. El liberalismo como
hábito de respetar el disentimiento de los otros
es algo que no cabe en la cabeza de un liberal
argentino. El disidente es enemigo; la
disidencia de opinión es guerra, hostilidad,
que autoriza la represión y la muerte”.

Ambos pensadores, quizá los exponentes más


lúcidos del liberalismo criollo del siglo 19,
ponían el dedo en una llaga nunca cicatrizada:
la dicotomía existente entre una práctica
política conservadora y una proclamada
ideología liberal que sólo se expresaba en
algunos aspectos económicos. Ni siquiera en
todos, porque la crítica liberal que planteaba la
no intervención estatal no funcionó nunca en
nuestro país si se trataba de apoyar con fondos
estatales la realización de obras públicas por
contratistas privados cercanos al poder, o del
salvataje de bancos privados, como viene
ocurriendo desde 1890 hasta la fecha. Para los
autodenominados “liberales argentinos” estas
intervenciones estatales en la economía no
eran ni son visualizadas como tales. Pero
estuvieron y están prestos a calificar como
“gasto público” a lo que los propios teóricos
del Estado liberal denominan sus funciones
específicas, como la salud, la educación, la
Justicia y la seguridad. Si el Estado no cumple
con estas funciones básicas, decía John Locke
(1632-1704) –uno de los padres fundadores
del liberalismo–, el pacto social entre
gobernantes y gobernados se rompe y los
ciudadanos tienen derecho a la rebelión.

Las revoluciones burguesas europeas


producidas entre 1789 y 1848 dieron lugar a
un nuevo tipo de Estado que los historiadores
denominan “liberal”. La ideología que
sustentaba estos regímenes es el denominado
“liberalismo”, que a mediados del siglo 19
presentaba un doble aspecto: político y
económico.

El liberalismo económico significaba respeto a


las libertades ciudadanas e individuales
(libertad de expresión, asociación, reunión),
existencia de una constitución inviolable que
determinase los derechos y deberes de
ciudadanos y gobernantes; separación de
poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) para
evitar cualquier tiranía; y el derecho al voto,
muchas veces limitado a minorías.

Junto a este liberalismo político, el Estado


burgués del siglo 19 estaba también asentado
en el liberalismo económico: un conjunto de
teorías y de prácticas al servicio de la alta
burguesía y que, en gran medida, eran
consecuencia de la Revolución Industrial.

Desde el punto de vista práctico, el


liberalismo económico significó la no
intervención del Estado en las cuestiones
sociales, financieras y empresariales. En el
nivel técnico supuso un intento de explicar y
justificar el fenómeno de la industrialización y
sus más inmediatas consecuencias: el gran
capitalismo y las penurias de las clases
trabajadoras.

La alta burguesía europea veía con


preocupación cómo alrededor de las ciudades
industriales iba surgiendo una masa de
trabajadores. Necesitaba, por lo tanto, una
doctrina que explicase este hecho como
inevitable y, en consecuencia, sirviese para
tranquilizar su propia inquietud.

Tal doctrina fue desarrollada por dos


pensadores británicos: el escocés Adam Smith
(1723-1790) y el inglés Thomas Malthus
(1766-1834).

Smith pensaba que todo el sistema económico


debía basarse en la ley de la oferta y la
demanda. Para que un país prosperase, los
gobiernos debían abstenerse de intervenir en
el funcionamiento de esa ley “natural”: los
precios y los salarios se regularían por sí
solos, sin intervención alguna del Estado y
ello, entendía Smith, no podía ser de otra
manera, por cuanto si se lo dejaba en absoluta
libertad económica, cada hombre, al actuar
buscando su propio beneficio, provocaría el
enriquecimiento de la sociedad en su
conjunto; algo así como la teoría del derrame.

Malthus partía del supuesto de que, mientras


el aumento de la población seguía una
proporción geométrica, la generación de
riquezas y alimentos sólo crecía
aritméticamente. De ello resultaba inevitable
que, de no encontrarse un remedio, el mundo
se hundiría en la pobreza. Para Malthus, la
solución estaría dada por el control de la
natalidad en los obreros, y que éstos quedasen
abandonados a su suerte para que así
disminuyese su número.

Tanto Malthus como Smith pedían la


inhibición de los gobernantes en cuestiones
sociales y económicas. Sus consejos fueron
escuchados.

La trayectoria del autodenominado


“liberalismo argentino” ha sido por demás
sinuosa. El credo liberal no les ha impedido
formar parte de todos los gabinetes de los
gobiernos de facto de la historia argentina.

En un reportaje, uno de los “referentes” del


liberalismo vernáculo me decía sobre los
“liberales del 1880”:

–Se podría decir que se produce una


divergencia entre lo que es la libertad
económica, que es la que hace progresar al
país y lo que son las prácticas políticas, que
hay que mirarlas a la luz de la situación actual.
No se puede decir que los gobernantes de
aquella época hayan sido liberales o
democráticos en el sentido que les conocemos
actualmente. Más vale era una aristocracia
ilustrada que tenía todas las riendas del poder
público, pero para realizar políticas
constructivas del país, no para aplastar al país.

–¿A usted le parece que estas prácticas eran


liberales, democráticas?

–No estoy defendiendo el grado de


autoritarismo existente entonces, que era más
vale un autoritarismo de tipo familiar, donde
las familias y los grupos se sostenían unos a
otros y se iban sucediendo unos a otros, pero
esto le dio continuidad al país.

–Esto fue muy grave porque demoró y disoció


a la organización política de la organización
económica.

–Efectivamente vivimos una dicotomía entre


una falta de verdadera organización política y
por otro lado, una buena organización
económica que hacía progresar al país.

Desde 1955 a la fecha han sido los principales


responsables de la ¿evolución? de la economía
nacional. De los casi 60 ministros de
Economía que ejercieron el cargo en estos 50
años, sólo siete pueden considerarse no
liberales y administraron el Estado durante
apenas seis años.

Lo curioso es que los responsables del actual


desastre se siguen quejando del estatismo, de
los males de la burocracia y de los problemas
estructurales que ellos mismos ayudaron a
consolidar en complicidad con los poderes
económicos de turno y las fundaciones
económicas privadas, siempre prestas a
subsidiar las ideas antipopulares y a denostar a
un Estado a expensas del cual han hecho sus
fortunas.

Felipe Pigna, en la entrevista que el diario La


Voz, titula'Lujo, hambre y rebelión en el
granero del mundo', plantea algunas
características contradictorias del modelo
agroexportador. una etapa tradicionalmente
caracterizada con la inmigración y el
desarrollo de nuestro país.

¿Cuáles son esas características


dicotómicas (contradictorias)?

Participar en el foro, expresando su opinión


personal.

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