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OPINIÓN

JUNIO 2021

¿Qué fue de la izquierda judía?

Facundo Milman

Las tradiciones de la izquierda judía parecen haber entrado en


un ocaso. A la crisis y la desaparición de la vieja tradición
bundista se suma la de la izquierda sionista en Israel, que
apostaba por los dos Estados con los palestinos y por un modelo
más igualitario entre los propios judíos israelíes.
El judaísmo es más que una fuerza del pasado o una curiosidad del presente: para
nosotros es la meta de todo futuro posible. Franz Rosenzweig

Aquí estoy habitando lo que queda del judaísmo y somos tan pocos, pero aquí
estamos. Jacques Derrida

Discutir la pervivencia o la desaparición de una «izquierda judía» presupone un


modo de entender ya no solo la izquierda, sino el propio judaísmo. ¿Se trata
meramente de una religión, de un conjunto de ritos y normas asociados con la
trascendencia espiritual? ¿Es una cultura? ¿Es un conglomerado de sentidos
mutables a lo largo de la historia? La respuesta a esta pregunta sin respuesta –el
judaísmo es, finalmente, un conglomerado amplio que se asocia a todos esos
componentes– ha habilitado históricamente el enlazamiento entre judaísmos y
tendencias políticas específicas.
Si el antecedente bíblico constituye el primer llamado a los desposeídos, la palabra
indica que el judaísmo puede ser entendido, a la vez, como una religión, una ley, una
guía, una forma de leer el mundo o, simplemente, una ética. La palabra hebrea musar
designa esta relación: ética, instrucción y disciplina. Si el judaísmo inaugura un tipo
de «disciplina moral» –distinta de la de otros pueblos, la cuestión consiste en saber
en qué se distingue esta. La comunicación de Dios es clara al respecto. El vínculo
llamado musar expresa un pacto no solo entre Dios y los hombres y mujeres, sino
entre la humanidad misma. En Deuteronomio 10:19, la Biblia dice: «Habéis, pues, de
amar al extranjero, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto».
Moisés y los profetas (Abraham, Itzjak y Yaakov) no se preocupaban por la
supervivencia del alma, sino por los desposeídos: la viuda, el pobre, el huérfano y el
extranjero.

Desde este tipo de lectura se ha desprendido históricamente una vinculación entre


las categorías políticas de la izquierda y el anclaje ético-profético del judaísmo. La
transformación de este vínculo en una tradición múltiple entre judaísmo e izquierdas
pareció así habilitada desde un inicio. No es extraño que, avanzados en el tiempo,
con el nacimiento de la Ilustración y de los humanismos (incluidos los seculares), el
judaísmo (religioso o secular) contribuyese decisivamente a fortalecer este vínculo.

El Bund: judaísmo y patria

Las relaciones entre los judaísmos y las izquierdas manifestaron una fuerte
intensidad desde el surgimiento mismo de las teorías socialistas. Asociados al
marxismo –heredero, en buena medida, de una tradición judía secular–, pero
también de otros espacios de reflexión y política socialista, los judíos europeos
pertenecientes al bloque compuesto por las «fuerzas de trabajadores» fueron
asumiendo una posición nítida: la defensa de su identidad judía y la búsqueda de la
transformación de aquellos Estados en los que se encontraban afincados. En tal
sentido, afirmaban que la «nación judía» podía reconocerse en los términos de la
«clase oprimida». Clase y nación se hermanaban. La integración de parte de la
población trabajadora judía afincada en Europa en organizaciones socialistas y
socialdemócratas tenía, además, otra razón de ser: estas fuerzas políticas
rechazaban –aunque muchos tenían sus contradicciones– el antisemitismo que
profesaban las derechas, particularmente las nacionalistas. En tal sentido, operaban
de cobijo para una población desperdigada por todo el continente.

El desarrollo del socialismo leninista precipitado por la Revolución Rusa supuso un


nuevo proceso político para el judaísmo de izquierdas. Tanto en Rusia como en
Ucrania, Letonia, Polonia y otros países de Europa del Este y el Báltico, numerosos
judíos habían integrado el Bund (la Unión General de Trabajadores Judíos), una
organización socialista de corte antisionista y de tendencias centralistas asociadas al
bolchevismo. El antisionismo del Bund no debía entenderse como una negación de la
nación judía, sino como una respuesta anticolonialista frente a quienes deseaban
conquistar por la fuerza el «territorio histórico». Por el contrario, el Bund concebía a
la nación judía y a la clase obrera como elementos entrelazados, pero su concepto de
nacionalismo era «no territorializado». Aspiraba, en definitiva, a que el judaísmo de la
diáspora (galut) de Europa oriental diera tránsito a una izquierda internacionalista
que se hiciera cargo, no ya de la vocación de tener un Estado, sino de la propia
«errancia» del pueblo judío. En ese contexto, el bundismo promovía, además, el uso
del yiddish frente al hebreo (defendido por el sionismo, que lo consideraba símbolo
nacional). El yiddish era una lengua de la diáspora que unía lo común y lo diverso: los
bundistas consideraban que la patria no era el viejo territorio, sino el lugar que
habitaban, pero a la vez querían distinguirse con una lengua común. El Bund se
encontraba anclado a la tierra. En uno de sus carteles más famosos se puede leer una
leyenda: «Dondequiera que vivamos, esa es nuestra patria».

El bundismo no constituyó la única experiencia de la izquierda judía no sionista. Al


Bund en Europa del Este y a las numerosas organizaciones judías que se integraron
en los partidos socialdemócratas del margen occidental de Europa, se sumaron el
Óblast Autónomo Judío, con su capital Birobiyán, durante los tiempos soviéticos –
que fue luego liquidado por el antisemitismo estalinista–.

El creciente antisemitismo en Europa y, finalmente, la Shoá –la gran tragedia del


siglo XX, del pueblo judío y de la humanidad– volvieron inviables las tesis bundistas.
La consideración de que era necesario un Estado judío para los judíos comenzó a ser
hegemónica entre un pueblo que había sufrido una de las mayores atrocidades de la
historia. Tanto izquierdas como derechas coincidieron en la necesidad de un Estado.
Pero no en sus características, sus maneras y sus formas.

La izquierda sionista: la autodeterminación

El sionismo socialista, la otra posición dentro de las izquierdas judías, había


planteado históricamente la necesidad de retornar a la tierra de Israel y otorgarle al
naciente Estado un «carácter socialista». Dov Ber Borojov, ex-miembro del partido
de izquierda Poale Zion y comandante de las Brigadas Judías del Ejército Rojo
durante la Revolución Bolchevique, había sido uno de sus principales impulsores. El
socialista Borojov compartía con Theodor Herzl –considerado el padre
«intelectual» del moderno Estado de Israel–, la necesidad del retorno, pero no
anclaba el futuro de Israel en las clases medias, sino en las clases trabajadoras. Si
para Herzl los problemas se resolverían con un Estado judío, para Borojov, tal como
él lo señaló en la plataforma de Poale Zion, el problema judío se resolvería «con el
sionismo» y «el problema social a través del socialismo». Sus ideas –al igual que las
de otros sionistas socialistas– fueron pregnantes entre las organizaciones judías de
izquierda del antiguo Protectorado de Palestina y en el Histadrut (Federación
General de Trabajadores de la Tierra de Israel).

Tras la Shoá, la fundación del Estado de Israel se convirtió, para buena parte del
judaísmo, en un imperativo ético y en una necesidad política. Ya no se trataba solo de
desarrollar un Estado basado en la idea de retorno a la tierra de origen, sino de
construir una patria en la que la población judía pudiese sentirse a salvo de un
antisemitismo que había tenido su huella indeleble en la Shoá. Tras el fin del
nazismo, David Ben-Gurión, líder sionista que presidía el Partido de los Trabajadores
de la Tierra de Israel (Mapai) –identificado con el socialismo democrático–, supo leer
de forma rápida los sucesos históricos. La salida de Gran Bretaña del hasta entonces
Protectorado de Palestina habilitó la creación del Estado de Israel, tras un acuerdo
entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

Aun con un sionismo en ascenso y un bundismo internacionalista y socialista que se


diluía, los debates sobre el carácter del Estado no dejaron de manifestarse. ¿Qué tipo
de Estado debía ser ese que se llamaba a sí mismo un «Estado judío»? ¿Qué tipo de
perspectiva prevalecería en él? ¿Una meramente nacionalista, que excluiría al resto
de actores que vivían allí donde fue emplazado, o una universalista, cuya idea de
judeidad sería la de los mandatos ético-sociales que habían inspirado a generaciones
de judíos a defender, a la vez, la causa de la nación junto con una ética social amplia,
integradora y respetuosa?  Y, si se elegía esta última opción, ¿cómo cumplirla frente
a un espacio geográfico-político en el que no pocos rechazaban la presencia de
judíos en tanto judíos?

El Estado de Israel nacía con problemas irresueltos. Por un lado, había una destacada
presencia de ideas socialistas expresadas en la lógica de los kibutz, las comunas y las
empresas agrícolas. Pero esas políticas coexistían con el proceso de ocupación y con
un nacionalismo que, progresivamente, iba adoptando características cada vez más
excluyentes. Si una parte de la izquierda israelí apelaba a estrechar lazos y vínculos
de paz con la población árabe, no sucedía lo mismo con otra.

Durante los primeros años de construcción del Estado, los partidos de izquierda
israelíes con mayor caudal electoral eran el Mapai (socialistas democráticos) y el
Mapam (asociado al marxismo). El Mapai era, de hecho, el partido gobernante del
Estado dirigido por David Ben-Gurión. En 1949, el año de la fundación del Estado,
contaba con 46 representantes de los 120 que integraban la Knesset (el Parlamento
israelí) y manifestaba una vocación socialdemócrata tradicional, formando parte de
la Internacional Socialista. Su posición respecto del pueblo palestino era,
formalmente, la del apoyo a un Estado hermano en convivencia con el Estado de
Israel. Pese a ello, era también el Mapai el partido que creaba los asentamientos
palestinos –si bien sería la derecha la que luego instalaría allí la población–. El Mapai,
que en 1968 pasó a ser el Partido Laborista, fue el partido más potente del espacio
progresista y aquel que, durante años, supo adaptarse a las cambiantes condiciones
de la política israelí. Sin lugar a dudas, el Mapai logró convertirse en un movimiento y
un partido político que iba más allá de la clase trabajadora. Por su parte, el Mapam –
constituido tras la fusión de Ahdut Ha’avoda y Hashomer Hatzair– sostenía
posiciones diversas respecto al conflicto israelí-palestino. Mientras los miembros de
la organización marxista Hashomer Hatzair consideraban que debía avanzarse en la
creación de un Estado binacional palestino-israelí, los del socialdemócrata Ahdut
Ha’avoda favorecían el establecimiento de un Estado judío en toda Palestina (y
terminaron integrándose al Partido Laborista en 1968).

Frente a estas izquierdas, sin embargo, aparecieron otras. Algo que quedó claro
cuando el 22 de septiembre de 1967 –tras la Guerra de los Seis Días– en el diario
Haaretz fueron publicadas dos solicitadas que marcaban bien la división dentro del
Estado. Una, firmada por decenas de intelectuales que defendían la política adoptada
frente a los árabes y el pueblo palestino, decía: «La Tierra de Israel está ahora en
manos del pueblo judío, y así como no se nos permite renunciar al Estado de Israel,
también se nos ordena mantener lo que hemos recibido de él: la Tierra de Israel. Por
la presente estamos comprometidos fielmente con la totalidad de nuestra tierra, con
respecto al pasado del pueblo judío y a su futuro por igual, y ningún gobierno de
Israel renunciará jamás a esta totalidad». La otra solicitada estaba firmada por 12
intelectuales de izquierda, algunos de ellos vinculados al socialismo democrático,
otros al sionismo de izquierda y otros al Matzpen, una fuerza asociada a posiciones
trotskistas. Allí decían: «Nuestro derecho a defendernos contra la aniquilación no
nos otorga el derecho a oprimir a otros». «La ocupación trae consigo el dominio
extranjero. El dominio extranjero trae como consecuencia la resistencia. La
resistencia trae consigo la opresión. La opresión trae como consecuencia el
terrorismo y la lucha contra el terrorismo. Las víctimas del terrorismo suelen ser
personas inocentes. Aferrarnos a los territorios nos convertirá en una nación de
asesinos y víctimas de asesinatos. Dejemos ahora los territorios ocupados».

Sin dejar de considerar valiosa la existencia del Estado de Israel, esa izquierda
emergente se diferenciaba de las oficiales. Por un lado, defendía la
autodeterminación del pueblo judío y su derecho a defenderse de los ataques, pero
también reivindicaba la necesidad de retirarse de los territorios ocupados. A
diferencia de la vieja tradición bundista, esta tradición de izquierda reconocía el
Estado en vínculo con la patria, pero negaba o rechazaba el carácter de ocupante
que ese Estado había tomado.

El proceso político, sin embargo, avanzó por otros cauces. Las numerosas crisis de
las décadas de 1980 y 1990 llevaron a una vertiginosa derechización de Israel. El
asesinato del primer ministro Isaac Rabin en 1995 por parte de un extremista de
derecha contrario al proceso de paz con Palestina y a la creación de un Estado para
esa nación comenzó a minar el proceso de acercamiento impulsado por el laborismo.
Posteriormente, el abandono de la hoja de ruta marcada por los Acuerdos de Oslo
minó aún más el proceso de paz. La Cumbre de Camp David del año 2000 entre el
líder de la Autoridad Nacional Palestina, Yasser Arafat, y el entonces primer ministro
israelí, el laborista Ehud Barak, resultó un fracaso. Los palestinos consideraron
insuficiente la propuesta territorial israelí y Barak declaró: «Israel no tiene socios
para la paz del lado palestino». Esto ayudó a que la derecha israelí recompusiera su
terreno sobre la propia premisa planteada por Barak, asumiendo así que si la
centroizquierda consideraba que no había interlocutores válidos entre los palestinos,
Israel debía reforzarse en sus características de ocupación.

Con un Partido Laborista que, en parte por sus propios virajes, iba perdiendo
posiciones frente a la derecha, el espacio de la izquierda progresista «oficial»
empezaba a mermar. Grupos más pequeños intentaban, sin embargo, ocupar ese
espacio, sin conseguirlo por completo. La derechización de la sociedad y de la
política iba asentándose cada vez más. A los fallidos procesos mencionados
precedentemente se sumaba otra situación que abroquelaría al grueso de la sociedad
en posiciones contrarias al diálogo con Palestina: la de la violencia de la Segunda
Intifada, producida entre 2000 y 2005. El ascenso de líderes como Ariel Sharon y
Benjamin Netanyahu, que gobierna desde 2009 –y ya lo había hecho entre 1996 y
1999– expresaron ese crecimiento de las perspectivas derechistas de distinta índole.
El dato es claro: desde hace 20 años, ninguna fuerza progresista ha gobernado Israel.

Hoy, el Partido Laborista y la organización política Meretz –asociada al progresismo


y al pacifismo– suman juntas un total de 13 diputados en un Parlamento de 120
bancas. La situación de esta última fuerza reviste características trágicas, dado que,
a inicios de la década de 1990, había cobrado una fuerte relevancia en el mapa
progresista. En su primera elección en 1992 había conseguido 12 asientos propios en
la Knesset, logrando colocar ministras y ministros en el gabinete de Rabin e
impulsando el proceso de paz. Hoy, esos tiempos en los que Rabin, el hombre que
habiendo comandado las Fuerzas Armadas durante la Guerra de los Seis Días había
ido progresivamente adoptando una postura en favor de la paz y la solución
binacional, parecen haber quedado lejos. Como también quedaron lejos aquellos años
en que Meretez, Ratz (el Movimiento por los Derechos Civiles y la Paz de tendencia
socialdemócrata) y los comunistas y ecosocialistas de Hadash tenían, además de un
considerable número de bancas, cierta pregnancia en el discurso y en la opinión
pública.

Sin embargo, no todo está perdido. Luego de los trágicos sucesos del último mes, el
debilitamiento de Netanyahu parece cada vez mayor. Aunque no representa a una
fuerza de izquierda, el centrista Yair Lapid podría abrir paso a un nuevo marco
político que las izquierdas deberían aprovechar. No está claro si algo de eso
sucederá, pero las ya minoritarias fuerzas progresistas deberían aprovechar un
nuevo escenario e, incluso, intentar forzarlo.

En Un largo sábado (2016), el destacado ensayista judío George Steiner dice:


«Durante miles y miles de años, más o menos a partir de la destrucción del Gran
Templo de Jerusalén, los judíos no han tenido el poder necesario para maltratar,
torturar o expropiar a nadie en el mundo. Para mí se trata de la más noble
aristocracia que existe. Cuando me presentan a un duque inglés, me digo en silencio:
'La mayor nobleza es la de haber pertenecido a un pueblo que nunca ha humillado a
otro'. Ni torturado a otro. Ahora bien, en la actualidad Israel debe necesariamente
(subrayaría y repetiría el término 20 veces si pudiera), necesariamente, pues,
inevitablemente, ineluctablemente, matar y torturar para poder sobrevivir; Israel
debe comportarse como el resto de la humanidad supuestamente normal. Pues bien,
soy de un esnobismo ético sin fin, de una arrogancia ética total; convirtiéndose en
un pueblo como los demás, me han quitado el título de nobleza que les atribuía».
Con ánimo de polemizar, Steiner postula que Israel se ha añadido a una lógica de la
estatalidad que el pueblo judío había negado en sus características actuales. Este es,
para él, el gran meollo: que si bien parte de la izquierda sionista anhelaba lo mejor
para con los palestinos -aun teniendo la insuperable buena fe al respecto-, su
proyecto quedaba trunco por las necesidades propias del Estado. Steiner se apegaba
así a la tesis esbozada por Walter Benjamin en Para una crítica de la violencia (1921),
según la cual para crear un Estado o para instaurar las leyes, la violencia fundadora
se vuelve necesaria. El problema, sin embargo, estriba en que la violencia fundadora
se ha convertido, además, en permanente: en un modo de asegurar la existencia,
pero también de excluir a otro.

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