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Caridad Brader, hija de Joseph Sebastián Brader y de María Carolina Zahner, nació el 14 de
agosto de 1860 en Kaltbrunn, St. Gallen (Suiza). Fue bautizada al día siguiente con el nombre
de María Josefa Carolina.
Dotada de una inteligencia poco común y guiada por las sendas del saber y la virtud por una
madre tierna y solícita, la pequeña Carolina moldeaba su corazón mediante una sólida
formación cristiana, un intenso amor a Jesucristo y una tierna devoción a la Virgen María.
Conocedora del talento y aptitudes de su hija, su madre procuró darle una esmerada educación.
En la esc uela de Kaltbrunn hizo, con gran aprovechamiento, los estudios de la enseñanza
primaria; y en el instituto de María Hilf de Altstätten, dirigido por una comunidad de religiosas
de la Tercera Orden Regular de san Francisco, los de enseñanza media.
Cuando el mundo se abría ante ella atrayéndola con todos sus halagos, la voz de Cristo
empezó a hacer eco en su corazón y decidió abrazar la vida consagrada. Esta elección de vida,
como era previsible, provocó en primera instancia la oposición de su madre, dado que ésta era
viuda y Carolina su única hija.
Abierta la posibilidad para que las religiosas de clausura pudieran dejar el monasterio y
colaborar en la extensión del Reino de Dios, los obispos misioneros, a finales del siglo XIX, se
acercaron a los conventos en busca de monjas dispuestas a trabajar en los territorios de
misión.
Monseñor Pedro Schumacher, celoso misionero de san Vicente de Paúl y Obispo de Portoviejo
(Ecuador) escribió una carta a las religiosas de María Hilf, pidiendo voluntarias para trabajar
como misioneras en su diócesis.
Las religiosas respondieron con entusiasmo a esta invitación. Una de las más entusiastas para
marchar a las misiones era la Madre Caridad Brader. La beata María Bernarda Bütler,
superiora del convento que encabezará el grupo de las seis misioneras, la eligió entre las
voluntarias diciendo: «A la fundación misionera va la madre Caridad, generosa en sumo
grado, que no retrocede ante ningún sacrificio y, con su extraordinario don de gentes y su
pedagogía podrá prestar a la misión grandes servicios».
Allí desplegó su ardor misionero: amaba a los indígenas y no escatimaba esfuerzo alguno para
llegar hasta ellos, desafiando las embravecidas olas del océano, las intrincadas selvas y el frío
intenso de los páramos. Su celo no conocía descanso. Le preocupaban sobre todo los más
pobres, los marginados, los que no conocían todavía el evangelio.
Ante la urgente necesidad de encontrar más misioneras para tan vasto campo de apostolado,
apoyada por el padre alemán Reinaldo Herbrand, fundó en 1894 la Congregación de
Franciscanas de María Inmaculada. La Congregación se surtió al inicio de jóvenes suizas que,
llevadas por el celo misionero, seguían el ejemplo de la Madre Caridad. A ellas se unieron
pronto las vocaciones autóctonas, sobre todo de Colombia, que engrosaron las filas de la
naciente Congregación y se extendieron por varios países.
Alma eucarística por excelencia, halló en Jesús Sacramentado los valores espirituales que
dieron calor y sentido a su vida. Llevada por ese amor a Jesús Eucaristía, puso todo su empeño
en obtener el privilegio de la Adoración Perpetua diurna y nocturna, que dejó como el
patrimonio más estimado a su comunidad, junto con el amor y veneración a los sacerdotes
como ministro de Dios.
Amante de la vida interior, vivía en continua presencia de Dios. Por eso veía en todos los
acontecimientos su mano providente y misericordiosa y exhortaba a los demás a «Ver en todo
la permisión de Dios, y por amor a Él, cumplir gustosamente su voluntad». De ahí su lema:
«Él lo quiere», que fue el programa de su vida.
Como superiora general, fue la guía espiritual de su Congregación desde 1893 hasta el 1919 y
de 1928 hasta el 1940, año en el que manifestó, en forma irrevocable, su decisión de no
aceptar una nueva reelección. A la superiora general elegida le prometió filial obediencia y
veneración. En 1933 tuvo la alegría de recibir la aprobación pontificia de su Congregación.
A los 82 años de vida, presintiendo su muerte, exhortaba a sus hijas: «Me voy; no dejen las
buenas obras que tiene entre manos la Congregación, la limosna y mucha caridad con los
pobres, grandísima caridad entre las Hermanas, la adhesión a los obispos y sacerdotes».
El 27 de febrero de 1943, sin que se sospechara que era el último día de su vida, dijo a la
enfermera: «Jesús, ...Me muero». Fueron las últimas palabras con las que entregó su alma al
Señor.
Apenas se divulgó la noticia de su fallecimiento, comenzó a pasar ante sus restos mortales una
interminable procesión de devotos que pedían reliquias y se encomendaban a su intercesión.
Después de su muerte, su tumba ha sido meta constante de devotos que la invocan en sus
necesidades.
Las virtudes que practicó se conjugan admirablemente con las características que su Santidad
Juan Pablo II destaca en su Encíclica «Redemptoris Missio» y que deben identificar al
auténtico misionero. Entre ellas, como decía Jesús a sus apóstoles: «la pobreza, la
mansedumbre y la aceptación de los sufrimientos».
La Madre Caridad practicó la pobreza según el espíritu de san Francisco y mantuvo durante
toda la vida un desprendimiento total. Como misionera en Chone, experimentó el consuelo de
sentirse auténticamente pobre, al nivel de la gente que había ido a instruir y evangelizar. Entre
los valores evangélicos que como fundadora se esforzó por mantener en la Congregación, la
pobreza ocupaba un lugar destacado.
La aceptación de los sufrimientos, según el Papa, son un distintivo del verdadero misionero. !
Qué bien encontramos realizado este aspecto en la vida espiritual de la Madre Caridad! Su
vida se deslizó día tras día bajo la austera sombra de la cruz. El sufrimiento fue su inseparable
compañero y lo soportó con admirable paciencia hasta la muerte.
Otro aspecto de la vida misionera que destaca el Papa es la alegría interior que nace de la fe.
También la Madre Caridad vivió intensamente esa alegría en medio de su vida austera. Era
alegre de ánimo y quería que todas su hijas estuvieran contentas y confiaran en el Señor.
Estas y muchas otras virtudes fueron reconocidas por la Congregación de las Causas de los
Santos y aprobadas como primer paso para llegar a la Beatificación. Se diría que Dios ha
querido ratificar la santidad de la Madre Caridad con un admirable milagro concedido por su
intercesión en favor de la niña Johana Mercedes Melo Díaz. Una encefalitis aguda había
producido un daño cerebral que le impedía el habla y la deambulación. Al término de una
novena que hizo su madre con fe viva y profunda devoción, la niña pronunció las primeras
palabras llamando a su madre y comenzó a caminar espontáneamente, adquiriendo en poco
tiempo la normalidad. Hoy, está aquí para agradecer a la Madre Caridad en su solemne
Beatificación.