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ANTOLOGÍA LITERARIA….

EXPERIENCIA DE LECTURA…

ANTOLOGÍA LITERARIA

Estudiante:_____________________________________________

GRADO OCTAVO ______

_______________________________________
Docente orientadora

Institución educativa Técnica Modelia


Lengua castellana: experiencia de lectura
Ibagué Tolima

NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 1


ANTOLOGÍA LITERARIA…. EXPERIENCIA DE LECTURA… CASTEYOLI’S…

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

Gran poeta español (andaluz) a quien se le conoce por su infinita delicadeza. Hablar de Platero
y yo, ese borriquillo de ojos grandes como escarabajos y de pelo suave como el algodón, es
hablar de Juan Ramón Jiménez. En su poesía, a la que se dedicó desde muy joven, se describen
sentimientos, paisajes e íntimas inquietudes. El ánimo del poeta queda plasmado a través de
su poesía, cuando se siente melancólico o se siente inclinado al ensueño, a la tristeza o al
gozo. Es así, cuando describe sentimientos y paisajes, sus atardeceres llenos de la luz
cambiante del mar, nubes rosadas, blancas, azules y granas con una belleza única y especial.
Entre sus más bellos poemas se encuentra:

DE “JARDINES DOLIENTES” y yo me sonreiré

Tú me mirarás llorando para decirte: “No es nada”.

será el tiempo de las flores

tú me miras llorando,

y yo te diré: “No llores”.

Mi corazón lentamente

se irá durmiendo…Tu mano

acariciará la frente

sudorosa de tu hermano…

Tú me mirarás sufriendo,

yo sólo tendré tu pena

tú me mirarás sufriendo,

tú, hermana, que eres tan buena.

Y tú me dirás: ¿Qué tienes?

y yo miraré hacia el suelo

y tú me dirás ¿Qué tienes?

y yo miraré hacia el cielo.

Y yo me sonreiré

_y tú estarás asustada_,

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En este tierno poema, el poeta presenta una escena familiar. ¿Podrías decir entre quiénes surge
esta conversación? ¿Qué sentimientos predominan a través de todo el poema? ¿Cómo crees
tú que es la relación entre los dos hermanos? ¿Qué versos te lo indican? Ejemplos:

• Tu mano acariciará la frente sudorosa de tu hermano


• Tú, hermana, que eres tan buena
• Tú me mirarás sufriendo
• Y yo me sonreiré para decirte: No es nada
• Tú, me mirarás llorando, y yo te diré: “no llores”
En tu cuaderno de Creación Literaria “_________________________________________”
describe en un párrafo corto las relaciones que tienes con tu hermana o hermano. O bien,
puedes escribirle unos versos.

ANTONIO MACHADO

Antonio Machado, aunque nació en Sevilla, es considerado como un poeta castellano, ya que
vivió muchos años en Castilla. De ahí, su gran amor a sus paisajes y a sus hombres. Su poesía
motiva a la meditación, al estremecimiento, nos deleita y a la vez nos turba. Una poesía que
es profunda, cálida y sencilla. Es tal vez, uno de los poetas que más influencia ha tenido en la
juventud española. La vida de Machado fue triste, solitaria y rodeada de pobreza. Humilde,
pobre y sencillo, careció de casi todo. Sólo le acompañó su anciana madre, quien murió unos
días después de su muerte en un humilde hotel del sur de Francia. De este hombre único y
ejemplar, bueno y orgullo del pueblo español, conozcamos uno de sus más bellos poemas:

PROVERBIOS Y CANTARES

Caminante, son tus huellas

el camino y nada más;

Caminante, no hay camino,

se hace camino al andar.

Al andar se hace camino,

y al volver la vista atrás

se ve la senda que nunca

se ha de volver a pisar.

Caminante, no hay camino

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sino estelas en el mar.

es esa persona? ¿Qué le dice? ¿Crees tú que podemos corregir los errores del pasado? De ser
así, ¿volverías a hacer lo que hiciste? ¿Crees tú que debemos seguir los pasos de otra persona
o crear nuestro propio camino? ¿Qué dos palabras se repiten en el poema? Lee el primer verso
y el último verso:

Caminante, son tus huellas

Sino estelas en el mar

¿Cuál es la diferencia entre huellas y estelas? ¿En qué se parecen o se diferencian estas dos
palabras? ¿Qué otra palabra darías a la palabra camino? En tu cuaderno de Creación
Literaria”_____________________________________________” Ilustra este hermoso
poema en forma de afiche (póster) donde aparezcan los versos que más te gustan.

GABRIELA MISTRAL

Consagrada poeta chilena y maestra desde los quince años en las escuelas rurales de Chile.
Sus canciones de cuna arrullan y le cantan al niño/a que hubiera deseado tener. Su gran deseo
de hacer el bien y sus instintos maternales, aunque nunca tuvo hijos, quedan plasmados en
sus poemas infantiles. Veamos uno de sus hermosos poemas:

OBRERITO

(Fragmento)

Madre, cuando sea grande con las frutas perfumadas:


¡ay! Qué mozo el que tendrás. pura miel y suavidad.
Te levantaré en mis brazos O mejor te haré tapices
como el viento hace al trigal. y la juncia he de trenzar;
¡Qué hermosa casa he de hacerte o mejor tendré un molino
tu niñito, tu titán! el que canta y hace el pan.
¡Y qué sombra tan amante ¡Ay! Qué hermoso niño el tuyo
el alero te va a dar! que jugando te pondrá
Yo te regaré una huerta en lo alto de las parras
y tu falta he de colmar, en las olas del trigal.

 Amiguitos y amiguitas lean y escriban los versos que indican lo que hará el niño para su
mamá cuando sea grande:
 Escribe varias oraciones sobre lo que harás cuando seas grande.

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Vanka
[Cuento. Texto completo.]

Anton Chejov

Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en
casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.

Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la misa
del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada,
y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.

Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada en la que se pintaba el temor de ser
sorprendido, miró el icono oscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.

El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.

«Querido abuelo Constantino Makarich -escribió-: Soy yo quien te escribe. Te felicito con
motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá;
sólo te tengo a ti...

Vanka miró a la oscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba la bujía, y se imaginó a su


abuelo Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los
señores Chivarev. Era un viejecito enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de bebedor. Tenía
sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina o bromeaba con los cocineros, y por
la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca, y golpeaba de vez
en cuando con un bastoncillo una pequeña plancha cuadrada, para dar fe de que no dormía y
atemorizar a los ladrones. Lo acompañaban dos perros: Canelo y Serpiente. Este último se
merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre parecía ocultar malas
intenciones; aunque miraba a todo el mundo con ojos acariciadores, no le inspiraba a nadie
confianza. Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño, una perfidia jesuítica.

Le gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y morderla en las pantorrillas.
Con frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le pegaban grandes palizas; dos
veces había estado a punto de morir ahorcado; pero siempre salía con vida de los más apurados
trances y resucitaba cuando lo tenían ya por muerto.

En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las ventanas
iluminadas de la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas, frotándose las manos para
calentarse. Riendo con risita senil les daría vaya a las mujeres.

-¿Quiere usted un polvito? -les preguntaría, acercándoles la tabaquera a la nariz.

Las mujeres estornudarían. El viejo, regocijadísimo, prorrumpiría en carcajadas y se apretaría


con ambas manos los ijares.
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Luego les ofrecería un polvito a los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la cabeza, y, con
el gesto huraño de un señor ofendido en su dignidad, se marcharía. El Serpiente, hipócrita,
ocultando siempre sus verdaderos sentimientos, no estornudaría y menearía el rabo.

El tiempo sería soberbio. Habría una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca. A pesar de
la oscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados blancos, el humo de las
chimeneas, los árboles plateados por la escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles de
estrellas parecerían hacerle alegres guiños a la Tierra. La Vía Láctea se distinguiría muy bien,
como si, con motivo de la fiesta, la hubieran lavado y frotado con nieve...

Vanka, imaginándose todo esto, suspiraba.

Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo:

«Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por
haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una sardina,
y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra cogió la sardina
y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican,
me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la maestra, que, cuando se
entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un mendrugo
de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro mendrugo de pan. Nunca me
dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y paso mucho frío; además,
tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con sus gritos... Abuelito: sé bueno, sácame
de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te saludo con mucho respeto y te prometo pedirle
siempre a Dios por ti. Si no me sacas de aquí me moriré.»

Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.

«Te seré todo lo útil que pueda -continuó momentos después-. Rogaré por ti, y si no estás
contento conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo, guardaré el rebaño.
Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no quieres que me muera. Yo escaparía y me iría
a la aldea contigo; pero no tengo botas, y hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando sea
mayor te mantendré con mi trabajo y no permitiré que nadie te ofenda. Y cuando te mueras,
le rogaré a Dios por el descanso de tu alma, como le ruego ahora por el alma de mi madre.

«Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una oveja.
También hay perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi no ladran. He visto
en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso que se podrían pescar con ella
los peces más grandes. Se venden también en las tiendas escopetas de primer orden, como la
de tu señor. Deben costar muy caras, lo menos cien rublos cada una. En las carnicerías venden
perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde los cazan.

«Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una
nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la señorita Olga
Ignatievna; dile que es para Vanka. Verás cómo te la da.»

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Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en
vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba él al
bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío le ponía rojas las mejillas; pero a él no
le importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol escogido, encendía la pipa y decía algunas
chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, parecían,
en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía descargar la mano del
abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve, aparecía una liebre en
precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran agitación y, agachándose,
gritaba:

-¡Cógela, cógela! ¡Ah, diablo!

Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos lo trasladaban a la casa señorial. Allí, el
árbol era preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor entusiasmo que
nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en casa de
los señores, Olga Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a contar de
uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka pasó a formar parte
de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a casa del zapatero
Alajin, para que aprendiese el oficio...

«¡Ven, abuelito, ven! -continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho-. En
nombre de Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito
huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y, además, siempre tengo
hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me dio
un pescozón tan fuerte que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es vivir; los
perros viven mejor que yo... Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a todos
nuestros amigos de la aldea. Mi acordeón guárdalo bien y no se lo dejes a nadie. Sin más,
sabes que te quiere tu nieto

VANKA CHUKOV

Ven en seguida, abuelito.»

Vanka plegó en cuatro dobleces la hoja de papel y la metió en un sobre que había comprado
el día anterior. Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la siguiente dirección:

«En la aldea, a mi abuelo.»

Tras una nueva meditación, añadió:

«Constantino Makarich.»

Congratulándose de haber escrito la carta sin que nadie lo estorbase, se puso la gorra, y, sin
otro abrigo, corrió a la calle.

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El dependiente de la carnicería, a quien aquella tarde le había preguntado, le había dicho que
las cartas debían echarse a los buzones, de donde las recogían para llevarlas en troika a través
del mundo entero.

Vanka echó su preciosa epístola en el buzón más próximo...

Una hora después dormía, mecido por dulces esperanzas.

Vio en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las cocineras la
carta de Vanka. El perro Serpiente se paseaba en torno de la estufa y meneaba el rabo...

FIN

LA TRISTEZA
[Cuento. Texto completo.]

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Anton Chejov

La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos
copos, gira alrededor de los faroles encendidos, extiende su capa fina y blanda sobre los
tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.

El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo,
encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que
ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.

Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su
cuerpo, por la tiesura de palo de sus patas, aun mirado de cerca parece un caballo de dulce de
los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un
hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran
ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es
demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y
angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes
de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.

Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante.
El ruido aumenta.

-¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!

Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con


impermeable.

-¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?

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Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en
el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo
también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.

-¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la
derecha!

-¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!

Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el
caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos
sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de
despertar de un sueño profundo.

-¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice en tono irónico
el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera
conspiración!

Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como
paralizados y no puede pronunciar una palabra.

El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:

-¿Qué hay?

Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:

-Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...

-¿De veras?... ¿Y de qué murió?

Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:

-No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre...
Dios que lo ha querido.

-¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!

-¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale
algún latigazo al caballo!

Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado,
agita el látigo.

Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha
cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.

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Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea.
Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado
en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un
blanco cendal caballo y trineo.

Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!

Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos,
delgados; el tercero, bajo y jorobado.

-¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!

Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante,
acepta; lo que a él le importa es tener clientes.

Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como solo hay dos asientos,
discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el
jorobado.

-¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro
llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar
un gorro más feo...

-¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...

-¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas
más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.

-Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de
Dukmasov cuatro botellas de caña.

-¡Eso no es verdad! -responde el otro-. Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.

-¡Palabra de honor!

-¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.

Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe
atipladamente.

-¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!

-¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme
a tu caballo perezoso. ¡Qué diablo!

Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no
está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran,
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hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia
los clientes y dice:

-Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...

-¡Todos nos hemos de morir! -contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es
insoportable! Prefiero ir a pie.

-Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.

-¿Oye, viejo, estás enfermo? -grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.

Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.

-¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!

-Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.

-¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Solo me espera la
sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar
de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.

Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el
jorobado, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:

-¡Por fin, hemos llegado!

Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Los sigue con los ojos hasta
que desaparecen en un portal.

Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su
fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles
de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse
en él.

Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho
inundaría al mundo entero.

Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él
conversación.

-¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.

-Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de
la puerta.

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Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha


convencido de que es inútil dirigirse a la gente.

Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.

-No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.

El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso
trote.

Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde,
acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada,
irrespirable. Suenan ronquidos.

Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por
eso -piensa- se siente tan desgraciado.

En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la
mirada.

-¿Quieres beber? -le pregunta Yona.

-Sí.

-Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital...
¡Qué desgracia!

Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto
a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.

Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su


desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún
ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente,
contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las
palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su
difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas
cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo,
sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería
contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso,
y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.

Yona decide ir a ver a su caballo.

Se viste y sale a la cuadra.

El caballo, inmóvil, come heno.

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-¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho?
Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya
demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me
hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos.
Desgraciadamente, ha muerto...

Tras una corta pausa, Yona continúa:

-Sí, amigo... ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera...


Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...

El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.

Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.

FIN

CÓMO EL PADRE SE CASÓ CON LA HIJA


Y CÓMO EL HIJO SE CASÓ CON LA MADRE
[Cuento. Texto completo.]

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Anónimo hindú (Siglo XI dne)

Vivía en el Deján un príncipe llamado Dharma, jefe de distrito, que encabezaba a los hombres
de bien; por desgracia tenía demasiados parientes. Su mujer, que se llamaba Candravati y que
era oriunda del Malaya, era el adorno de las mujeres más hermosas y procedía de una gran
familia. De aquella unión nació una hija a la que llamaron Lavanyavati, nombre que le
cuadraba muy bien.

Cuando la hija hubo alcanzado la edad de casarse, el rey fue destronado por sus parientes que
se habían conjurado para repartirse el reino. El rey tuvo que huir y abandono el país una noche
con su mujer y su hija llevándose todas las joyas que pudo. Decidió dirigirse al Malava donde
vivía su suegro, y aquella misma noche llegó a la selva de los montes Vindhyas acompañado
por la mujer y la hija.

La noche, que lo había escoltado, quedó atrás cuando el rey penetró en la selva. Parecía que
ésta llorara con las gotas de roció que dejaba caer al suelo. El sol había escalado la montaña
del Oriente y proyectaba sus rayos, cual dedos, como para disuadir al príncipe de penetrar en
aquella selva poblada de forajidos. Sin embargo, el rey prosiguió su marcha con la mujer y la
hija, mientras las espinas de kusha les herían los pies. Llegaron así a una aldea fortificada de
los bhillas. Era aquella una aldea de bandidos que quitan a los forasteros sus bienes y hasta la
vida; la gente virtuosa la evita como la ciudad misma de la muerte.

Cuando aquellos hombres descubrieron desde lejos al rey con sus vestimentas y adornos
reales, enviaron a una cuadrilla de shabaras armados para que le arrebataran sus bienes. Al
verlos, el rey Dharma dijo a su mujer y a su hija:

-Entren en la selva antes de que estos bárbaros se apoderen de ustedes.

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Obedeciendo la orden del rey, la reina Candravati se internó en el bosque, llena de ansiedad,
con su hija Lavanyavati; el rey, armado con una espada y una coraza, hizo frente como un
héroe a los asaltantes. Dio muerte a muchos de aquellos shabaras que le enviaban lluvias de
flechas. Pero el jefe de los bandidos, recurriendo a todos los hombres de la aldea, se precipitó
sobre el rey que luchaba solo; entre todos le perforaron la coraza y le dieron muerte. La
cuadrilla de salvajes se apoderó de los ornamentos reales y desapareció. La reina Candravati,
oculta detrás de un arbusto, había visto cómo daban muerte a su marido. Desesperada por la
aflicción emprendió la fuga con su hija y llegó a otra profunda selva, que se extendía a buena
distancia de aquel lugar A mediodía, la sombra se retraía, como los mismos viajeros, hacia el
pie de los árboles, donde se sentía mayor frescura, como si el ardor del sol le hiciera daño. La
reina y su hija se sentaron bajo un árbol ashoka que crecía a orillas de una laguna de lotos.
Agotada y enferma de pena, la reina no cesaba de llorar.

En aquel momento un varón importante de los alrededores pasaba, montado a caballo en


compañía de su hijo con el fin de entregarse a la caza en aquel bosque. Se llamaba el caballero
Candasimha y su hijo llevaba el nombre de Simhaparakrama. Al ver las dos hileras de huellas
impresas en la arena, el caballero dijo a su hijo:

-Sigamos estos pasos tan bien dibujados, que parecen de buen augurio. Si encontrarnos a las
dos mujeres a los que pertenecen, tomarás a la que más te guste.

El joven Simhaparakrama dijo entonces:

-La que me gustará por mujer es la que tiene los pies pequeños; con seguridad es joven, y a
mi juicio es la que me conviene. La que tiene los pies grandes debe de ser de mayor edad y
será apropiada para ti.

Al oír estas palabras, Candasimha exclamó:

-¿Qué estás diciendo? No hace mucho que tu madre se ha ido al cielo. Habiendo perdido a tan
buena esposa, ¿podría desear otra?

-No digas eso -replicó el hijo-. La casa del jefe de una familia está vacía cuando en ella no
hay una mujer. ¿No conoces esta estrofa de Muladeva?

Una casa en la que no hay una mujer amada,

de caderas y pechos poderosos y que mire al camino,

es una cárcel sin cadenas. ¿Quién querría entrar en ella

de no estar loco?

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ANTOLOGÍA LITERARIA…. EXPERIENCIA DE LECTURA… CASTEYOLI’S…

"Tendrás la pena de verme morir, padre, si no tomas por esposa a la mujer que acompaña a la
que yo elegí."

Candasimha consintió por fin y fue siguiendo lentamente las huellas. Así llegaron junto a la
laguna donde vieron a la reina Candravati y a su hija Lavanyavati. La reina era de tez oscura
y, con las numerosas perlas del más bello oriente que la adornaban, resplandecía como el cielo
nocturno en pleno día, cielo que iluminaba a hija semejante a un brillante claro de luna. La
reina descansaba a la sombra de un árbol. Lleno de curiosidad, Candasimha se le acercó en
compañía de su hijo. Al verlo y temiendo que fuera un ladrón, la reina se puso en pie toda
temblorosa.

-No tengas miedo -le dijo la hija- éstos no son ladrones. Tienen aspecto amable y van bien
vestidos. Sin duda vinieron aquí para cazar.

La reina aún vacilaba. Entonces, apeándose del caballo, Candasimha dijo a ambas mujeres:

-¿Por qué se turban? Hemos llegado hasta aquí por inclinación hacia ustedes. Tengan
confianza y dígannos sin temor quiénes son. Se parecen a la Voluptuosidad y a la Alegría
como si se hubieran refugiado en esta selva para llorar al dios Amor, quemado por el fuego
que lanzaba el ojo de Shiva. ¿Cómo han llegado a esta selva desierta? Sus personas son dignas
de morar en un palacio guarnecido de piedras preciosas. ¿Cómo han podido hollar este suelo
lleno de espinas sus pies que merecen ser cuidados por hermosas criadas? Esto nos
desconcierta. ¡Oh maravilla! Este polvo que, levantado por el viento, ha venido a dar en el
rostro de ustedes arrebata su brillo al nuestro. Y este intenso calor del astro de resplandor
violento, esos rayos que juguetean sobre sus delicados cuerpos... ¡a nosotros mismos nos
consume! Dígannos, pues, lo que les ha ocurrido. Tenemos el corazón afligido. No podríamos
dejarlas permanecer en esta selva llena de animales feroces.

Después de oír estas palabras, la reina lanzó un suspiro y con lentitud se puso a contar su
historia, afligida por la vergüenza y el dolor. Comprendiendo Candasimha que ambas mujeres
estaban desprovistas de todo protector, trató de tranquilizarlas y por fin con sus suaves
palabras les ganó el corazón; luego las hizo montar en su caballo y en el de su hijo y las
condujo a su rica residencia de Vittapuri. Como carecía de todo recurso, la reina se sometió a
la voluntad del caballero y fue como si hubiera cambiado de existencia. ¿Qué puede hacer
una mujer sin protección cuando cae en el infortunio en un país extranjero?

Simhaparakrama, hijo de Candasimha, tomó por esposa a la reina Candravati, porque ésta era
la que tenía los pies pequeños: Candasimha se casó con la hija, Lavanyavati, porque tenía los
pies grandes. Así lo habían convenido padre e hijo antes, cuando examinaron las dos clases
de huellas, una de pies pequeños y a otra de pies algo mayores. ¿Puede violarse semejante
compromiso?

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De manera que, a causa del error en que incurrieron tocante a los pies, el padre se casó con la
hija y el hijo se casó con la madre, de suerte que la madre vino a ser la nuera de su hija y la
hija vino a ser la suegra de su madre. Con el tiempo, las dos mujeres tuvieron con sus dos
maridos hijos e hijas, los cuales a su vez engendraron otros hijos. Y así vivieron largo tiempo
Candasimha y Simhaparakrama, con sus esposas Lavanyavati y Candravati.

FIN

LA NARIZ

[Cuento. Texto completo.]

Ryunosuke Akutagawa

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No hay nadie, en todo Ike-no-wo, que no conozca la nariz de Zenchi Naigu. Medirá unos 16
centímetros, y es como un colgajo que desciende hasta más abajo del mentón. Es de grosor
parejo desde el comienzo al fin; en una palabra, una cosa larga, con aspecto de embutido, que
le cae desde el centro de la cara.

Naigu tiene más de 50 años, y desde sus tiempos de novicio, y aun encontrándose al frente de
los seminarios de la corte, ha vivido constantemente preocupado por su nariz. Por cierto que
simula la mayor indiferencia, no ya porque su condición de sacerdote "que aspira a la
salvación en la Tierra Pura del Oeste" le impida abstraerse en tales problemas, sino más bien
porque le disgusta que los demás piensen que a él le preocupa. Naigu teme la aparición de la
palabra nariz en las conversaciones cotidianas.

Existen dos razones para que a Naigu le moleste su nariz. La primera de ellas: la gran
incomodidad que provoca su tamaño. Esto no le permitió nunca comer solo, pues la nariz se
le hundía en las comidas. Entonces Naigu hacía sentar mesa por medio a un discípulo, a quien
le ordenaba sostener la nariz con una tablilla de unos cuatro centímetros de ancho y sesenta y
seis centímetros de largo mientras duraba la comida. Pero comer en esas condiciones no era
tarea fácil ni para el uno ni para el otro. Cierta vez, un ayudante que reemplazaba a ese
discípulo estornudó, y al perder el pulso, la nariz que sostenía se precipitó dentro de la sopa
de arroz; la noticia se propaló hasta llegar a Kyoto. Pero no eran esas pequeñeces la verdadera
causa del pesar de Naigu. Le mortificaba sentirse herido en su orgullo a causa de la nariz.

La gente del pueblo opinaba que Naigu debía de sentirse feliz, ya que al no poder casarse, se
beneficiaba como sacerdote; pensaban que con esa nariz ninguna mujer aceptaría unirse a él.
También se decía, maliciosamente, que él había decidido su vocación justamente a raíz de esa
desgracia. Pero ni el mismo Naigu pensó jamás que el tomar los hábitos le aliviara esa
preocupación. Empero, la dignidad de Naigu no podía ser turbada por un hecho tan accesorio
como podía ser el de tomar una mujer. De ahí que tratara, activa o pasivamente, de restaurar
su orgullo mal herido.

En primer lugar, pensó en encontrar algún modo de que la nariz aparentara ser más corta.
Cuando se encontraba solo, frente al espejo, estudiaba su cara detenidamente desde diversos

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ángulos. Otras veces, no satisfecho con cambiar de posiciones, ensayaba pacientemente


apoyar la cara entre las manos, o sostener con un dedo el centro del mentón. Pero
lamentablemente, no hubo una sola vez en que la nariz se viera satisfactoriamente más corta
de lo que era. Ocurría, además, que cuando más se empeñaba, más larga la veía cada vez.
Entonces guardaba el espejo y, suspirando hondamente, volvía descorazonado a la mesa de
oraciones. De allí en adelante mantuvo fija su atención en la nariz de los demás.

En el templo de lke-no-wo funcionaban frecuentemente seminarios para los sacerdotes; en el


interior del templo existen numerosas habitaciones destinadas a alojamiento, y las salas de
baños se habilitan en forma permanente. De modo que allí el movimiento de sacerdotes era
continuo. Naigu escrutaba pacientemente la cara de todos ellos con la esperanza de encontrar
siquiera una persona que tuviera una nariz semejante a la suya. Nada le importaban los lujosos
hábitos que vestían, sobre todo porque estaba habituado a verlos. Naigu no miraba a la gente,
miraba las narices. Pero aunque las había aguileñas, no encontraba ninguna como la suya; y
cada vez que comprobaba esto, su mal humor iba creciendo. Si al hablar con alguien
inconscientemente se tocaba el extremo de su enorme nariz y se le veía enrojecer de vergüenza
a pesar de su edad, ello denunciaba su mal humor.

Recurrió entonces a los textos budistas en busca de alguna hipertrofia. Pero para desconsuelo
de Naigu, nada le decía si el famoso sacerdote japonés Nichiren, o Sãriputra, uno de los diez
discípulos de Buda, habían tenido narices largas. Seguramente tanto Nãgãrjuna, el conocido
filósofo budista del siglo II, como Bamei, otro ilustre sacerdote, tenían una nariz normal.
Cuando Naigu supo que Ryugentoku, personaje legendario del país Shu, de China, había
tenido grandes orejas, pensó cuánto lo habría consolado si, en lugar de esas orejas, se hubiese
tratado de la nariz.

Pero no es de extrañar que, a pesar de estos lamentos, Naigu intentara en toda forma reducir
el tamaño de su nariz. Hizo cuanto le fue dado hacer, desde beber una cocción de uñas de
cuervo hasta frotar la nariz con orina de ratón. Pero nada. La nariz seguía colgando
lánguidamente.

Hasta que un otoño, un discípulo enviado en una misión a Kyoto, reveló que había aprendido
de un médico su tratamiento para acortar narices. Sin embargo, Naigu, dando a entender que
no le importaba tener esa nariz, se negó a poner en práctica el tratamiento de ese médico de
origen chino, si bien, por otra parte, esperaba que el discípulo insistiera en ello, y a la hora de
las comidas decía ante todos, intencionalmente, que no deseaba molestar al discípulo por
semejante tontería. El discípulo, advirtiendo la maniobra, sintió más compasión que
desagrado, y tal como Naigu lo esperaba, volvió a insistir para que ensayara el método.
Naturalmente, Naigu accedió.

El método era muy simple, y consistía en hervir la nariz y pisotearla después. El discípulo
trajo del baño un balde de agua tan caliente que no podía introducirse en ella el dedo. Como

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había peligro de quemarse con el vapor, el discípulo abrió un agujero en una tabla redonda, y
tapando con ella el balde hizo a Naigu introducir su nariz en el orificio. La nariz no
experimentó ninguna sensación al sumergirse en el agua caliente. Pasado un momento dijo el
discípulo:

-Creo que ya ha hervido.

Naigu sonrió amargamente; oyendo sólo estas palabras nadie hubiera imaginado que lo que
se estaba hirviendo era su nariz. Le picaba intensamente. El discípulo la recogió del balde y
empezó a pisotear el promontorio humeante. Acostado y con la nariz sobre una tabla, Naigu
observaba cómo los pies del discípulo subían y bajaban delante de sus ojos. Mirando la cabeza
calva del maestro aquél le decía de vez en cuando, apesadumbrado:

-¿No te duele? ¿Sabes?... el médico me dijo que


pisara con fuerza. Pero, ¿no te duele?

En verdad, no sentía ni el más mínimo dolor, puesto


que le aliviaba la picazón en el lugar exacto.

Al cabo de un momento unos granitos empezaron a


formarse en la nariz. Era como si se hubiera asado
un pájaro desplumado. Al ver esto, el discípulo dejó
de pisar y dijo como si hablara consigo mismo: "El
médico dijo que había que sacar los granos con una
pinza".

Expresando en el rostro su disconformidad con el


trato que le daba el discípulo, Naigu callaba. No
dejaba de valorar la amabilidad de éste. Pero tampoco podía tolerar que tratase su nariz como
una cosa cualquiera. Como el paciente que duda de la eficacia de un tratamiento, Naigu miraba
con desconfianza cómo el discípulo arrancaba los granos de su nariz.

Al término de esta operación, el discípulo le anunció con cierto alivio:

-Tendrás que hervirla de nuevo.

La segunda vez comprobaron que se había acortado mucho más que antes. Acariciándola aún,
Naigu se miró avergonzado en el espejo que le tendía el discípulo. La nariz, que antes le
llegara a la mandíbula, se había reducido hasta quedar sólo a la altura del labio superior.
Estaba, naturalmente, enrojecida a consecuencia del pisoteo.

"En adelante ya nadie podrá burlarse de mi nariz". El rostro reflejado en el espejo contemplaba
satisfecho a Naigu.

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ANTOLOGÍA LITERARIA…. EXPERIENCIA DE LECTURA… CASTEYOLI’S…

Pasó el resto del día con el temor de que la nariz recuperara su tamaño anterior. Mientras leía
los sutras, o durante las comidas, en fin, en todo momento, se tanteaba la nariz para poder
desechar sus dudas. Pero la nariz se mantenía respetuosamente en su nuevo estado. Cuando
despertó al día siguiente, de nuevo se llevó la mano a la nariz, y comprobó que no había vuelto
a sufrir ningún cambio. Naigu experimentó un alivio y una satisfacción sólo comparables a
los que sentía cada vez que terminaba de copiar los sutras.

Pero después de dos o tres días comprobó que algo extraño ocurría. Un conocido samurai que
de visita al templo lo había entrevistado, no había hecho otra cosa que mirar su nariz y,
conteniendo la risa, apenas le había hablado. Y para colmo, el ayudante que había hecho caer
la nariz dentro de la sopa de arroz, al cruzarse con Naigu fuera del recinto de lectura, había
bajado la cabeza, pero luego, sin poder contenerse más, se había reído abiertamente. Los
practicantes que recibían de él alguna orden lo escuchaban ceremoniosamente, pero una vez
que él se alejaba rompían a reír. Eso no ocurrió ni una ni dos veces. Al principio Naigu lo
interpretó como una consecuencia natural del cambio de su fisonomía. Pero esta explicación
no era suficiente; aunque el motivo fuera ése, el modo de burlarse era "diferente" al de antes,
cuando ostentaba su larga nariz. Si en Naigu la nariz corta resultaba más cómica que la
anterior, ésa era otra cuestión; al parecer, ahí había algo más que eso...

"Pero si antes no se reían tan abiertamente..." Así cavilaba Naigu, dejando de leer el sutra e
inclinando su cabeza calva. Contemplando la pintura de Samantabliadra, recordó su larga
nariz de días atrás, y se quedó meditando como "aquel ser repudiado y desterrado que recuerda
tristemente su glorioso pasado". Naigu no poseía, lamentablemente, la inteligencia suficiente
para responder a este problema.

En el hombre conviven dos sentimientos opuestos. No hay nadie, por ejemplo, que ante la
desgracia del prójimo, no sienta compasión. Pero si esa misma persona consigue superar esa
desgracia ya no nos emociona mayormente. Exagerando, nos tienta a hacerla caer de nuevo
en su anterior estado. Y sin darnos cuenta sentimos cierta hostilidad hacia ella. Lo que Naigu
sintió en la actitud de todos ellos fue, aunque él no lo supiera con exactitud, precisamente ese
egoísmo del observador ajeno ante la desgracia del prójimo.

Día a día Naigu se volvía más irritable e irascible. Se enfadaba por cualquier insignificancia.
El mismo discípulo que le había practicado la cura con la mejor voluntad, empezó a decir que
Naigu recibiría el castigo de Buda. Lo que enfureció particularmente a Naigu fue que, cierto
día, escuchó agudos ladridos y al asomarse para ver qué ocurría, se encontró con que el
ayudante perseguía a un perro de pelos largos con una tabla de unos setenta centímetros de
largo, gritando: "La nariz, te pegaré en la nariz".

Naigu le arrebató el palo y le pegó en la cidra al ayudante. Era la misma tabla que había
servido antes para sostener su nariz cuando comía.

Naigu lamentó lo sucedido, y se arrepintió más que nunca de haber acortado su nariz.
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Una noche soplaba el viento y se escuchaba el tañido de la campana del templo. El anciano
Naigu trataba de dormir, pero el frío que comenzaba a llegar se lo impedía. Daba vueltas en
el lecho tratando de conciliar el sueño, cuando sintió una picazón en la nariz. Al pasarse la
mano la notó algo hinchada e incluso afiebrada.

-Debo haber enfermado por el tratamiento.

En actitud de elevar una ofrenda, ceremoniosamente, sujetó la nariz con ambas manos. A la
mañana. siguiente, al levantarse temprano como de costumbre, vio el jardín del templo
cubierto por las hojas muertas de las breneas y los castaños, caídas en la noche anterior. El
jardín brillaba como si fuera de oro por las hojas amarillentas. El sol empezaba a asomarse.
Naigu salió a la galería que daba al jardín y aspiró profundamente.

En ese momento, sintió retornar una sensación que había estado a punto de olvidar.
Instintivamente se llevó las manos a la nariz. ¡Era la nariz de antes, con sus 16 centímetros!
Naigu volvió a sentirse tan lleno de júbilo como cuando comprobó su reducción.

-Desde ahora nadie volverá a burlarse de mí.

Así murmuró para sí mismo, haciendo oscilar con delicia la larga nariz en la brisa matinal del
otoño.

FIN

LA MADRE QUE LO PARIÓ


(Crónica Periodística)
Autora: Laura San José
Tomado de: https://cronicasperiodisticas.wordpress.com/ Publicado: 13 octubre 2015

Alicia Soria abre la puerta de su departamento, con cara de sueño y diciendo “me quedé
dormida”, descalza, despeinada y preguntándome por una beba que no tengo.

—Pasa, pasa, ¿era hoy?, ¿estas segura?, te esperaba a la tarde. Sentate acá que me voy a
cambiar- dice mientras atravesamos el pasillo de cerámica y vamos llegando al comedor.

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Al entrar ya se va viendo una casa que solo le puede caber algo más: aire.

El departamento está atiborrado. Entre latas de bombones vacías, caracoles y flores de plástico
reinan cuatro poet y un cocodrilo inflado arriba de un mueble. Después el torbellino del caos
de cosas: libros, tazas, tarros, tres equipos de música viejos. La artificialidad reinante: papeles,
fotos, relojes, una cafetera de hierro azul, trofeos de fútbol y el olor a humedad y a cigarrillo
que ya está instalado.

La mesa del comedor da a un gran ventanal y el ventanal a un pequeño patiecito. Afuera el


día está hermoso y acá dentro, en una hora, hará un frio que escarchará la sangre. Pero eso
será después, todavía no se siente.

Alicia aparece por el pasillito que da a los cuartos, ya tiene puesto el prendedor. Pasa por al
lado de la mesa y se mete en la cocina a preparar café. Habla todo el tiempo del tema mientras
pone masitas y posillos sobre la mesa. Va y viene a la cocina, sin sentirme, sin verme.

Tiene puesto un sweter y agarrado a la lana está el prendedor. Ahí está todo: su presente, su
pasado, lo que hizo y lo que fue y aquello que cambió la dirección de su devenir y lo trasformó
en un grito, el asesinato de su hijo.

—Yo le decía cuando era chico, andá a tomar solcito- comenta mientras se sienta en la
computadora y deja el café haciéndose. Empieza a abrir carpetas de archivos que contienen
imágenes y dice: “él no podía ir a cualquier cementerio”.

Ella quería un lugar donde le diera el sol y se acordó, entonces, de Los Cipreses, ya habían
estado allí, una tarde de domingo con los chicos y sus bicicletas; Rodrigo, sin saberlo, le dijo

—Ay, mamá, qué hermosura que es esto -ese sería su cementerio.

Alicia pasa una, y otra foto. El lugar tiene patos, gansos, una cascada y una capilla de Páez
Vilaró, que se llama Capilla Multicultos. Pasa una imagen donde se ven los rayos de sol justo
sobre la tumba de cemento frío, calentándolo, mientras el día permanece nublado, igual que
cuando lo enterraron.

—En el momento que están bajando el cajón, se abrió el cielo y se vieron los rayos de Dios
Misericordioso-dice.

Más adelante contará que en el velatorio había tres coronas. Estaba el cajón, con Rodrigo
adentro y la cabeza vendada, estaban los amigos. Había olor a perfume, dirá la madre, no
había olor a muerto.

De esas coronas que colgaban aquel día, cayeron pétalos de rosas, solamente de las coronas
que estaban del lado izquierdo, el lado de la herida. “Todo el mundo sabe que las flores frescas
no se deshojan”, dijo el hijo del florista que estaba ahí viéndolo todo.

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A Rodrigo le tuvieron que hacer una autopsia por eso no pudieron donar sus órganos.

Al principio ella decía “que se salve, que se salve”, pero después pensó “menos mal que no
se salvó”.

A Rodrigo lo tuvieron que operar apenas entró en la guardia, no para salvarlo sino para
descomprimirle la cabeza.

El tiro fue hecho con una bala de punta hueca. La bala de punta hueca no agujerea, no hace
un recorrido ni se queda alojada en alguna fibra, no sale por ningún lado. La bala de punta
hueca se abre dentro del cuerpo, y va rompiendo y explotando. La bala de punta hueca gira y
con la velocidad que toma se abre como una flor, sin serlo. El agujero en la cabeza de Rodrigo
parecía un lunar, pero adentro ya estaba hecho el surco.

El ojo izquierdo, un ojo que vio colores y movimientos. Ahora opaco, estático.

El ojo izquierdo le quedó del tamaño de una taza.

Le tuvieron que hacer la toilette quirúrgica, para vaciárselo.

Si Rodrigo hubiese vivido habría quedado cuadripléjico, con un hueco oscuro en su rostro y
en estado vegetativo.

—La doctora me dice “no le pida que viva”. Ahí él me mueve una pierna, una sola, la pierna
izquierda, la del corazón. ¿Sabés que sentí? Un parto al revés.

Alicia dice que se siente como un dolor que sube desde la pelvis y queda atragantado en la
garganta, como un grito quebrado que quiere salir pero no puede.

—Vos sentís … – dice Alicia y pone una mano en el centro de su pelvis, la sacude y la palabra
“despariste” se empieza a arrastrar entre los dientes- vos sentís que te despariste.

Dice también que “Las madres del dolor” tendrían que llamarse “Las desparidas”, pero que
eso no se puede.

Un mar de gente velaba por Rodrigo con llamas prendidas en sus velas y oraciones de fe en
sus bocas. Musulmanes, católicos, amigos de la Luz Violeta, todos aquellos que pudieran
iluminar con el pensamiento. Mientras Alicia habla, el gato, ese peluche blanco, molesto,
mamero, se sentará al lado de ella y maullará.

—Anda a despertar a Juanpi- le dice y el gato nada, sigue con los ojos clavados en ella. Juanpi
es uno de los hijos que vive ahí todavía, pero la puerta de su dormitorio no se abrirá en las
seis horas que estemos charlando allí.

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El gato sigue ahí y ella lo ignora, porque está contando la historia, su historia. A partir de ese
momento, el momento en que Rodrigo murió, ella está diciendo que se psicotizó, que dejó la
cabeza por un lado y el cuerpo por el otro.

—Me dejaba los dedos dentro de los cajones. Estaba suspendida la cabeza del cuerpo. Eso sí,
la cabeza era una máquina. Yo me programaba. Porque primero no podía perder el tiempo:
teníamos que salir por televisión ante millones de personas, donde estaban los futuros jueces
y contar lo que pasó, pedir justicia. Entonces yo me dije “no voy a desaprovechar haciendo
papelones, si esto es una cosa que nunca voy a superar”; de eso tuve la absoluta convicción
siempre.

“Mauro al mediodía”; “El periscopio”, con la conducción de Graciela Alfano; CVN Noticias,
fueron algunos de los programas en los que participó Alicia Soria.

—Te aviso que no me vas a ver llorar, yo lloro en casa y en el baño para que los chicos no me
vean- dice Alicia ubicando la misma cara que puso cuando le habló a Graciela Alfano fuera
de cámara: los ojos bien abiertos y la mano suspendida en el aire sellando el dedo índice y el
pulgar, como quién advierte.

Pero ese día sí lloró. En el estudio de filmación estaba ella, impávida, con la mirada perdida
y los ojos hinchados. Atrás, todos parados, sus hijos, vecinos y amigos de Rodrigo, con
carteles, con pelos largos y con desconcierto. Alicia le habla a cámara pero no mira a cámara,
y dice “esto es para que ninguna mamá vea a su hijo como lo tuve que ver yo, en el hospital,
peleando. Tres días por cada hermano, pero no pudo”. Mientras sucede eso uno piensa llora,
llora, llora. Pero no. En cuanto Alfano manda al corte, en cuanto la cortina del programa se
va metiendo en la escena de aire, en cuanto los títulos empiezan a deslizarse, se ve y se escucha
una madre que rompe en llanto, un llanto seco, trabado, un llanto de bronca. Y después, la
tanda comercial.

De esa Alicia que se ve en televisión no queda mucho. Hoy tiene un cuerpo de manzana, las
piernas son finas y no muy largas. Su cara esta lavada, sin facciones que sobresalgan con
delicadeza, sus manos no son dulces, su pelo no es ni lacio ni enrulado, sus dientes no están
claros. Alicia no es un estandarte de belleza, pero sí de rudeza. Tiene el pelo castaño, ojos
oscuros y la piel en un gris humo. Tiene las cejas finas como un dibujo y una papada que no
le deja terminar la línea de la pera.

Esa Alicia que se ve en televisión no se parece mucho a la mujer que sonríe en una foto, feliz,
junto a sus hijos. Con la mirada descansada, la sonrisa amplia y no forzada, los ojos centrados
y no desorbitados. Esa Alicia sí pudo estar en pareja, criar a sus hijos, todos iguales, sin hacer
diferencia entre los vivos, entre los muertos.

Esta Alicia, no la que sale en televisión, ni la que está en la fotografía, sino la que está sentada
en la mesa del comedor solo puede hablar de una cosa.

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—Le pedí a mis vecinos que me grabaran los programas- dice.

Hoy tiene hecho un solo video con las mejores partes de cada uno en donde participó, porque
estuvo pasando los VHS a DVD, y entonces aprovechó. El primero que pasó fue el del juicio.
Después siguió con el del cumpleaños de 15 de su hija Maia, que ahora tiene 30 años. Pasó
también el video en que se lo ve a su hijo Juan Patricio cantando en “Cantaniño” pero ahora
ya no es un niño y tiene 23; pasó algunos de Emanuel que tiene 31 y, por supuesto, hay varios
de Rodrigo, que hoy hubiera cumplido 40 años.

Rodrigo cumplía el 16 de junio. El 11, cinco días antes de su cumpleaños, falleció en el


Hospital Municipal de Vicente López. Era un martes. Después de enumerar estas dos fechas
Alicia tratará de hacer memoria con respeto a un fin de semana largo que había, que la gente
se fue, que no había mucha plata, pero igual se iban, a la costa, algunos tenían casa afuera,
algunos se quedaron.

—Bueno la cuestión es que…, yo me ramifico, pero no te preocupes que vuelvo- dice y dirá
a lo largo de toda la entrevista.

Prende un cigarrillo, lo termina, y enciende otro. Pita con fuerza, agarrándose de esa boquilla
como quién se sostiene de la roca ante el precipicio. La madre de Rodrigo tiene la voz ronca
y gastada como la de un león que ya ha rugido bastante.

Empieza a hacer frío allí dentro, ella se para y amablemente va a buscar una estufa eléctrica.
La pone cerca de mis piernas, pero el frío no se va. Ella se saca el sweter rojo y amarillo,
donde lleva el prendedor, el mismo que la acompaña a hacer las compras, el mismo elemento
al que ella le habla cuando hay días de sol, como si Rodrigo estuviera ahí, tan quietito como
la imágen. Se queda solo con una remera negra manga larga, yo no me podré sacar el saco en
toda la tarde.

—¿Si te cruzaras con el asesino qué le dirías?

—Lo vivo invitando para encontrarnos, para mostrarle el álbum de fotos de mi hijo desde que
nació hasta dos días antes que él lo mató, y no quiso juntarse conmigo. Quiero realmente que
me diga si él cree que merece estar en libertad.

Alicia se enteró de esto un año después de que el tipo ya caminaba las calles. Porque era
concejal, porque alguien que sin conocerla, fue a pedirle trabajo, ese alguien había participado
de las marchas y la reconoció, porque la cuñada de Morales hacia la limpieza en una
inmobiliaria, porque este alguien estaba haciendo una changa de electricidad ahí, porque ese
día la mujer llegó contenta diciendo que su cuñado estaba libre, porque el destino lo quiso y
buscó la forma, Alicia se enteró. También, por obra macabra de las causalidades, con la
risotada de la ironía sonando en el medio, el día que le firmaron la libertad a Morales, era el
cumpleaños de Rodrigo.

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Desde ese momento, Alicia, lo midió a la distancia.

Hubo una vez, una mañana de sol cálido que salió de un supermercado, agitada, con pasos
rápidos, creyendo haberlo visto. Se metió en el kiosco de al lado y por la ventanilla,
comprando un alfajor, apareció él. Quiso gritar: “¡Es el asesino de mi hijo!”, pero la voz no
le salió.

Morales vivía a la vuelta de aquel kiosco y ella en cuanto supo la dirección fue hasta su casa,
esperó que saliera, agazapada detrás de un cartel, lo siguió, se paró junto a él en una parada
de colectivo, le mandó un mensaje a su hija, que no la espere, que llegaría tarde. Pero él no la
vió, ni se percató: tal vez por su campera con capucha, tal vez por sus anteojos negros o
simplemente porque no era una cara que le importara recordar.

El expediente de la causa podría decir algo así: Rodrigo Sebastián Susevich Raze, de 22 años,
fue baleado el 8 de junio de 1997, por Isidro Adolfo Morales, un sereno de una garita de
vigilancia privada que no estaba habilitada. Rodrigo junto a dos amigos había salido de un
recital en la Sociedad de Fomento Drysdale, Carapachay, y fueron a preguntarle al garita por
una parada de colectivo.

De no haber sido porque Morales, en vez de indicarles el camino, los trató mal y los echó. De
no haber sido porque los chicos le dijeron “garitero mala onda”, tal vez Rodrigo estaría vivo.

Morales los siguió dos cuadras y desde la sombra les disparó. Salieron dos tiros y se le trabó
el arma. Pero eso bastó: Rodrigo ya estaba en el piso.

—Yo estoy segura que, en su cabeza de sorete, lo que lo puso loco fue que los chicos le dijeran
“garitero mala onda”. Garitero es despectivo. El garitero es el que está en la garita como el
perro que está en la casilla.

Alicia vuelve a pararse, esta vez para ir hasta el mueble que está detrás de ella y tomar la única
foto que hay de Rodrigo en el comedor, esta con un grupo de amigos. Me la deja en las mano
y se vuelve a la cocina que está separada por un desayunador, desde allí habla, habla sin parar.

El departamento es chico, pero hay mucho: el gato -hay una heladera llena de imanes- el gato
que mira- muebles llenos de cosas- mira y se duerme- , un juego de mesa que dice “cultura
general”- calentito ensimismado- la mesa redonda con un mantel de puntillas, – el gato esta
sobre la mesa- tazas antiguas –esta como empollando algo- y platitos.

—Cuando lo matan tenía puesto un rosario que le regaló un amigo de la virgen de San Nicolás.
Y las rosas rosa son de la virgen de San Nicolás- dice en voz más alta, sacudiendo un cigarrillo
por los aires desde la cocina.

Alicia está hablando del velorio, de las coronas que se desojaron, de que por suerte lo vio todo
el mundo.

NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 28


ANTOLOGÍA LITERARIA…. EXPERIENCIA DE LECTURA… CASTEYOLI’S…

—Tengo testigos, ¡Hasta periodistas! Víctor Sueiro quiso hacer un testimonial y al final se
murió antes…- grita.

Dicen que en una operación importante se cortó la luz y Rodrigo la devolvió. Todos los
amigos le piden a Rodrigo cuando pasa algo.

El gato se baja de la mesa, maulla y camina sin hacer nada de ruido hasta el sillón de cuerina
marrón que está debajo del ventanal. Ahí se endereza, se sienta, se lame una pata y se vuelve
para mirarme de costado.

—Yo creo que las cosas quedan, la energía- dice Alicia mientras sirve el café – Y esto que te
cuento pasó estando dentro de lo que dicen los metafísicos, que a los 55 días el alma todavía
está, le cuesta mucho entender que se tiene que ir, porque es una confusión que se le produce.

Alicia empezó a meterse en la metafísica antes de la muerte de su hijo. Empezó a leer


interesada, empezó a asistir a charlas de la “Luz violeta”, aprendió a hacer Reiki e imposición
de manos. Empezó con todo esto dos años antes de que muriera Rodrigo, justo después de
que su hijo volvió de Israel.

—El padre quería que se quedara a vivir allá, que haga el ejército. Porque el ejército es muy
bien pago. Y a los argentinos los quieren para aviadores. Y yo soy anti guerra, anti belicista.

Rodrigo terminó la secundaria allá, hizo el bachillerato agrario en los Kibutz- una comuna
agrícola israelí- y con diecisiete años, en el colegio israelí, le enseñaron a manejar armas; y
lo hacía muy bien, hasta le dieron un premio por ser el mejor en tiro al blanco. Le gustaba la
idea de hacer el servicio militar, decía que era bien pago, pero para eso debía nacionalizarse.

—Se había salvado del servicio militar por ser número bajo, así que cuando me dijo eso dije
“ni loca”. Y después me lo matan acá…

En el departamento de Alicia hace mucho frío; cualquiera castañearía los dientes, menos ella.
La estufa eléctrica se regula sola, y después de un tiempo determinado se apaga. Por eso se
respira hielo. Pero la madre de Rodrigo no lo siente. Prende otro cigarrillo y mastica algo que
ella misma hizo: unos cuadraditos rellenos de naranja. Pocas cosas son tan amargas.

Durante la charla con ella, en su casa, nada es fácil pero fluirá, menos el relato de aquella
noche, la que fue cruel. En cada línea se abrirá un paréntesis gigante, como si planeara su
huida, y en ese paréntesis dará detalles de cosas insignificantes, como la campera que se
compró uno de los amigos o que el hijo más chico tenía que ir a un partido al mediodía.
Después seguirá contando lo sucedido, solo un poco, pero su inconsciente la traicionará y
volverá a detenerse en algo que no es importante. Es muy visible. Es muy notable. Cómo no
quiere, no puede, pasar por este punto de la historia: la noche en que su hijo Rodrigo empezó
a irse para siempre.

NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 29


ANTOLOGÍA LITERARIA…. EXPERIENCIA DE LECTURA… CASTEYOLI’S…

—Lo más terrible fue el teléfono, cuando la policía me llama.

Acá ya empieza a jugar la memoria. Porque a ella no la llamó la policía, primero sonó el
teléfono a las cinco de la mañana con la voz de su madre del otro lado gritándole que habían
llamado a su casa, que dejaron un teléfono, que se comunique.

Cuando Alicia llama a la comisaría de Carapachay, la atiende un comisario que le dice que su
hijo Rodrigo tuvo un accidente. Después de preguntar “¿qué?”, “¿cómo?”, “¿por qué?”, “¿qué
es bien lo que pasó?”, el comisario le revela que le pegaron un tiro y desde ese momento las
rodillas se le aflojaron, la vista se le nubló y se quedó afónica. No recuperó nunca más el
equilibrio, ni la claridad, ni la voz.

Llegó al Hospital de Vicente López, loca. En la guardia se chocó con Juan, el amigo de
Rodrigo, le pidió que lo abrace pero ella no abrazó a nadie, porque no entendía nada, porque
no tenía ganas. Recuerda también, que la hicieron dar vueltas por todos los pisos del Hospital.
Fue para que no se cruzara con el asesino de su hijo mientras la policía lo inspeccionaba para
determinar que él no estaba herido, por si se le ocurría decir que alguien lo había querido
atacar. Esa noche no lo vio, pero sí se lo cruzaría cuatro meses después.

Ella la criatura más viva.

Ella la madre más madre

Al término de esa noche habría perdido a su hijo.

Reiki y Johrei, practica Alicia. Johrei es una forma de imposición de manos y para Alicia, en
su relato, es importante hablar de ello. Para Alicia, en su relato, todo es importante: desde la
enfermera que la tomó de las manos en el Hospital y le dijo que no se arraigue, su propia
expresión en los ojos porque ella siempre es muy expresiva con su rostro como cuando fue al
programa de Alfano y sus ojos eran tristes, y “que respeto, cómo nos trataron”. Pero claro,
estábamos hablando del Johrei. Vuelve. Vuelve con “la cuestión era que…”. La luz violeta,
el creador, la naturaleza, la historia del templo, qué es la luz violeta y después dice “vas a ver
como se relaciona esto con lo que te estoy contando”. Y tiene razón, las cosas se tocan, se
rozan o simplemente ella encuentra la conexión causal.

Un día, después de una sesión en el templo, pidiendo para que Morales- el asesino de Rodrigo-
se presentara a declarar llega a su casa y el abogado defensor de su causa había dejado grabado
en el contestador “Lici, mañana tenes que presentarte a las 7.30 de la mañana porque el reo
pidió declarar”.

A Alicia Soria, a lo largo de toda la charla, se le cortará la voz en un llanto silencioso dos
veces: una cuando cuente este mensaje que le dejó su abogado en el contestador, y la otra
cuando cuente que Néstor Kirchner acarició el retrato de su hijo. Pero para la segunda, falta.

NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 30


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Después, Alicia se para y con las sillas del comedor arma la escena de lo que vendrá: la
primera vez que vio a Morales, en su declaración, cuatro meses después de la muerte de
Rodrigo.

La sentaron detrás de él, a escasos metros. Ella veía su espalda, una espalda encorvada por el
peso de la muerte ajena, una nuca que suda, una voz que aún no tenía cara, una cabellera con
ganas de ser tironeada. El privilegio de la vista tenía la madre porque le habían prohibido
hablar. Alicia se mantuvo con los brazos cruzados, tomando agua, y más agua, para regar la
garganta que le quemaba y le daba tos.

Algunas palabras, ciertos movimientos, adquieren una importancia desmesurada.

—Morales me dijo “yo le quiero pedir perdón a la mamá…”- ahí ella se confunde o se olvida
y se corrige- a la señora dijo, a la señora.

Cuando relata se acuerda de los diálogos exactos en las situaciones, lo que le dijo al médico,
lo que le respondió la enfermera, lo que le contó la vecina, lo que ella le comentó al abogado.
Cuando avance la tarde se verá que no recuerda, que a veces inventa para llenar el hueco del
recuerdo imperfecto.

Como en este caso, cuando relata el momento justo en que Morales terminó de declarar:

—La abogada de él le dice “ahí la tiene a la mamá, atrás suyo” Morales se da vuelta y me dice
“yo le quiero pedir perdón”. Ahí me levanto- hace el gesto y cambia la voz, como imitando
ese momento, con la furia contenida en la boca del estómago y sigue- le pongo el retrato de
mi hijo, los ojos de mi hijo a la altura de los suyos, y le digo “yo no lo perdono. Si Dios quiere
perdonarlo lo perdonará y si mi hijo quiere, acá lo tiene, pídaselo a él”.

Y después de la actuación, la urgencia del baño: Alicia sale corriendo hacia la última puerta
del pasillo.

¿Cuántas veces habrá pasado por esta escena? ¿Qué partes quedaron del original?

Ese comedor es: sobre dos pilas de libros, el equipo viejo; sobre el equipo, dos cajas; sobre
las cajas, un cucú; sobre el cucú, el juego de mesa. Detrás de todo eso, apoyado en la pared,
cinco cuadros que no fueron colgados. Todo está al lado de un mueble con tres estantes que
tiene libros, fotos, frascos, mugre, cds.

Pienso en Israel y en la foto que le mando Rodrigo sentado arriba de un tanque. “El vino loco
de Israel, con las armas”, había dicho Alicia hacía un rato. También había contado que ni un
revolver de juguete tuvo, porque para ella eso no era ni siquiera un juguete, y él le decía “vos
no querías comprarme un revolver, todos mis amigos tenían y yo no. Pero eso está acá ma” y
se señalaba la cabeza, como que las armas estaban en la mente, igual que la bala que lo mató.

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Adolfo Morales tenía 55 años y andaba sin permiso para portar armas, pero las tenía igual.
Por eso, el abogado de la familia Soria pidió dieciocho años de encierro: le dieron doce y salió
en nueve.

Cuando Alicia vuelva terminando de arreglarse las calzas en el camino, le preguntaré si lo


perdonó.

– No. ¿Por qué lo voy a perdonar? ¿Qué le hizo mi hijo para que le hiciera eso? Es un gusano.
Es un gusano que mata mariposas- será su respuesta final.

A veces las noches son largas. Más que la noche, la espera de que la luz salga, de que amanse
la oscuridad. Los silencios, los pasos del viento en las habitaciones dormidas, las sombras,
que no son otra cosa que los mismos miedos proyectados en la pared o en las baldosa de
cerámica.

A veces las noches son largas. Más que una noche, cinco meses vividos al revés del sol.
Porque durante cinco meses, la madre de Rodrigo, simplemente, no pudo dormir y usaba las
noches y parte de los días para trabajar en una ley.

En esa mesa grande del comedor, donde ahora hay platitos y tacitas, cosas dulces y amargas
y una gran cafetera, Alicia desplegaba papeles y de a poco fue juntando los cinco proyectos
que ya había sobre el tema – que eran de distintos bloques políticos, pero no llegaban a un
acuerdo- para reglamentar las casillas de seguridad. Los juntó, armó uno solo, lo llevó al
Congreso y se aprobó.

Fue varios años después del asesinato, que impulsó la ley provincial N° 12297/98 que regula
la seguridad privada bonaerense, y la ordenanza municipal 16.313/00 que regula las casillas
en la comuna.

La ley dice: que no podrán desempeñarse en el ámbito de la seguridad privada las personas
que hayan sido excluidos de las fuerzas armadas, de seguridad, policiales, del servicio
penitenciario u organismos de inteligencia por delitos y quienes posean antecedentes. Además
dice que los prestadores deberán portar una credencial habilitante cuando estuviese autorizado
a portar armas, que deberán contar con la capacitación necesaria, y que el usuario debe exigir
al prestador que acredite encontrarse habilitado por la autoridad de aplicación.

Pero antes de todo esto, el presidente de la nación quiso verla. Cuando lo cuenta, Alicia por
segunda y última vez en la tarde solloza.

—Néstor Kirchner quiso reunirse conmigo y con otros padres de casos que habían quedado
impunes. El día de la reunión nos avisaron que no dejaban entrar a nadie con carteles ni
pancartas. Yo dije: “yo voy a ir con el cartel de mi hijo, le guste o no le guste”.

NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 32


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El cartel tenía de un lado la foto de Rodrigo y del otro, un pedido de justicia. Cuando la Alicia
entra al despacho mira a Kirchner directamente a los ojos y le dice señalando las letras “yo
vine por esto”. Él vuelve a girar el cartel, acaricia la imagen del rostro de Rodrigo y dice “qué
lindo pibe”.

De aquel encuentro con Néstor Kirchner nació el Programa Nacional de Lucha Contra la
Impunidad (PRONALCI). Aquí miles de familias denuncian y reclaman justicia. Son casos
que tienen sus orígenes en la violencia institucional, en el incumplimiento del proceso legal,
en los papeles que se pierden y extravían, en los juzgados vacíos o con mucha gente, en los
pasillos sórdidos e interminables.

Doce padres formaron la comisión directiva y Alicia fue uno de ellos. Un tiempo después
sería parte, también, de la Secretaría Nacional de Derechos Humanos, donde desempeñaba
algunas tareas como viajar por las diferentes provincias del país para ayudar a armar
comisiones de padres, pidiendo justicia.

La tarde está cayendo rápidamente y cada vez se siente más el frio. El gato molesta para entrar
y ella le abre mientras cuenta que todos los 5 de mayo llama al trabajo de Morales, pide hablar
con él y le dice a quién sostenga el tubo: “Habla Alicia Soria, la mamá del chico que asesinó
Morales”. Es que los 5 de mayo es su cumpleaños y por eso también le regala escraches: un
año hizo fotocopias y las repartió por todo el barrio donde él vive. Los papeles decían:
“Morales, asesino, no te queremos de vecino”, y su dirección.

Para el próximo cumpleaños tiene pensado poner una pantalla pasando fotos y videos, en la
esquina de su casa, y hacer que todos los colectiveros de la línea 184 que pasan por la puerta
toquen bocina.

—Mirá que es exclusivo esto. No lo avises porque se va a ir.

Pero más allá de todo esto que ella hace con esmero, Morales vuelve a conseguir trabajo de
garitero. Cuando le preguntan por sus antecedentes contesta “lo que pasa que una vez maté a
un chorrito que era hijo de una concejal”.

A Rodrigo lo mataron en 1997, y en esa época ella ni pensaba que iba a tener una función
política.

Cuando arranca el mes de junio, para Alicia, arranca el mes de Rodrigo: organiza marchas,
sube videos a youtube y la llaman de algún canal de televisión para hacer alguna que otra
entrevista. Sus tres hijos siempre estuvieron cerca, ahora ya hacen sus vidas, tiene sus hijos,
y sus propios cumpleaños.

Alicia se ha levantado muchas veces a calentar el café que termina siempre por enfriarse en
las tazas, porque la charla no lo deja ser absorbido. De todas formas ella arremete con
entusiasmo de buena anfitriona y me ofrece calentarlo una vez más. Pero le digo que no, que

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esta charla está llegando a su fin. La estufa se ha vuelto a apagar, y ahí, no se puede más de
frio.

—No hay duelo con la muerte de un hijo- reconoce en palabras y sigue- El duelo se produce
cuando uno queda en paz.

Y la madre de Rodrigo no la tiene, ni la busca ni la encuentra. No hay justicia que valga.


Porque todo el tiempo hay una pregunta que no ha sido contestada: “¿por qué?”. Es un final
abierto, una llaga, son dos palabras golpeando contra la pared, produciendo ese eco que se
hace cuando nadie responde.

En la mitad del juicio por el asesinato de su hijo le escribió una carta a Morales. La carta dice:
“Nunca hubiera imaginado que un día le escribiría al asesino de mi hijo”. Luego, hace visible
ese lazo que indefectiblemente los une: “siga caminando sobre este débil hilo que se tiende
entre quien tuvo la dicha de parir a Rodrigo Sebastián y quien cumplió con el triste destino
de segar su vida. Ya ve… somos dos puntas opuestas”.

Y casi llegando al final, a modo de despedida, se lee como en un susurro donde falta el aire:
“A mí me hizo las primeras preguntas de su curiosidad infantil; a usted la final: ¿por qué?”.

La balanza de la justicia, para Alicia, nunca estará balanceada. No hay nada que compense.
El hueco queda abierto, el mismo que hace una bala en una cabeza.

Dice que Rodrigo era alto y todavía lo siente, lo siente por detrás en un abrazo; lo ve.

—¿Dónde creés que está ahora?

—Yo creo que está donde quiere estar. Él siempre me decía “yo si pudiera ser mosquito y
estar en todos lados”.

Y un mosquito pasa frente a nuestras narices. Ella no se da cuenta. Y el gato – que estuvo
toda la tarde inquieto- comienza a maullar, parecido a un bebé llorón, que pide por su madre.
Después se sienta mirando a un punto fijo en la pared. La madre de Rodrigo se para y le
pregunta qué quiere, “¿salir?”; “¿querés comer?” y le da un tarrito con leche.

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LA PERFECCIÓN SE ESCONDE TRAS UN PLATO DEL PUJOL

(Crónica Periodística)

Autor: Aníbal Santiago

Tomado de: https://cronicasperiodisticas.wordpress.com/category/anibal-santiago/


Publicado: 1 enero 2014

Don Chope no tiene reloj. Pero cuando su gallo canta por primera vez sabe que son las 3:30
de la madrugada. En el sosiego del canal de Tezhuilo –si acaso agitado por los chapuzones de
las tilapias que saltan sobre el agua–, el campesino vuelve a sumergirse en un sueño
silencioso. Durará así hasta las cinco, cuando su gallo cante otras dos veces, como si quisiera
que su dueño ya se estirara. Y ahora sí, el hombre tiene claro que a su reposo le queda poco:
“Cuando mi gallo empieza cantar duro es porque ya dieron las seis”.

El sol aún no despunta en el sur de la Ciudad de México cuando Anastasio Santana –“don
Chope” para los pobladores de los canales de Xochimilco–, sentado en la cama se pone sus
botas de hule, el sombrero de palma y camina hasta la orilla de su hogar, la popular Isla de
las Muñecas, donde vive con sus dos sobrinos. Aborda su chalupón verde, saca su remo y jala
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ANTOLOGÍA LITERARIA…. EXPERIENCIA DE LECTURA… CASTEYOLI’S…

con fuerza el agua hasta llegar a un amplísima chinampa, fértil, tapizada por lechugas italianas
–jugosas, consistentes, verdes, frondosas– que en cinco horas más deberán estar en la colonia
Polanco, en el restaurante Pujol, el mejor de México y el número 17 del mundo, según la lista
The World’s 50 Best Restaurants que hace un mes publicó la marca italiana de agua mineral
San Pellegrino.

“Nunca en mi vida he ido a Polanco”, dice don Chope, que ya se adentra en el campo. Sus
manos, como dos animales hambrientos, se hunden en la vegetación para desyerbar. Sus
gruesos y cuarteados dedos arrancan las plantas silvestres que amenazan a sus lechugas, pero
son cuidadosos: el chicalote, una planta de preciosa flor amarilla, podría hacerle daño si se
clavan en la piel sus gruesas espinas. “Y también estoy atento al oído, seguido hay víboras de
cascabel”.

Con el sol que asoma, don Chope raja de un navajazo la base de las lechugas que ya están
bien abiertas. El agricultor no se aguanta, agarra una hoja, la hace taquito, se la mete de golpe
a la boca, mastica con gusto como para extraerle su agua y me entrega otra hoja para que haga
lo mismo.

Cuando acaba, avanza hasta un terrenito aledaño. “Ahí tienes las verdolagas”, señala mientras
se agacha para empuñar unos 10, 12 tallos a los que arranca con facilidad. Les da tres o cuatro
golpes a las raíces para quitarles la tierra y con tiras de tules secos amarra los manojos.

Ahora sí, su huacal ha quedado lleno. Ya son cerca de las nueve cuando la canoa toma el canal
de Apampilco y entre ahuejotes y sabinos da vuelta en el canal de Aguardientecalpa. Vemos
aves gallaretas, patos golondrinos y una garza blanca que dormita sobre una chalupa.

Se acerca la hora en que tiene que llegar al embarcadero del Infiernito para subirse a un
bicitaxi que lo conduzca hasta el mercado de Xochimilco. Ahí entregará a Juanita Mateos el
pedido del Pujol. Don Chope rema veloz junto a una chinampa en cuya radio canta José
Alfredo: Soy marino, vivo errante / cruzo por los siete mares / y como soy navegante vivo
entre las tempestades…

Lo arruga

El reloj marca las nueve de la mañana, al salón principal del restaurante Pujol lo atenazan la
soledad, el silencio y la penumbra. La mesera Eréndira Díaz se inclina frente al filo de una
mesa y cierra el ojo izquierdo: como un jugador de billar que calcula la alineación entre bolas
y troneras para que el golpe del palo sea exacto, la joven, vestida toda de negro, se cerciora
de que la veintena de copas Riedel ubicadas en una misma fila de siete mesas estén alineadas
con exactitud matemática. “Ninguna puede estar atrás o adelante”, aclara, y su docta mirada
descubre una copa rebelde. La arregla y verifica otra vez. Ahora sí, prosigue con el rito del
“misionero”, como Pujol llama al empleado que entra al restaurante antes que nadie, en una
suerte de avanzada, para intercambiar con la empresa Lavaltec manteles limpios y sucios,

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ANTOLOGÍA LITERARIA…. EXPERIENCIA DE LECTURA… CASTEYOLI’S…

vaciar agua en los floreros con girasoles, llenar saleros y concluir el montaje con servilletas,
vasos y platos de barro bruñido de Coyoacán donde servirán el primero de los 12 tiempos del
menú de degustación: una infusión de quintonil con pimienta, menta, chile mixe, cebolla
tostada y sal de Colima.

Ayer, en el momento en que los últimos clientes se fueron, Eréndira cumplió el epílogo del
tácito manual de obligaciones. Ya de madrugada, sacó una plancha casera, se acercó a cada
una de las 13 mesas y repasó con el vapor los manteles blancos, auxiliada por otro mesero
que estiraba la tela. Al cerrar las puertas de Pujol, el calor de la plancha había distendido las
uniones entre las cadenas moleculares de polímero de todos los manteles de algodón: el salón
estaba intachable. Por eso, esta mañana la mesera cuida con actitud severa que las sillas grises
queden acomodadas a un par de centímetros del mantel: “Si la silla toca al mantel, lo arruga”.
En un escondrijo trapea con esmero una mujer vestida toda de blanco, con mandil, gorra,
camisola y guantes de cirujano. Eloísa Reyes, de 54 años y cinco hijos, es la única persona
autorizada a barrer la vereda, limpiar el área administrativa, el salón y la oficina del
propietario del restaurante, el chef Enrique Olvera, que debe estar pulcra cuando él llegue.

Por todas partes estalla un perfume intenso.

—¿A qué huele?

—Es menta, sienta el aroma –Eloísa respira como catando un vino, o un limpiador de pisos–
. ¿Vio? Huele rico, como Fabuloso.

—¿Cómo es el chef respecto a la limpieza?

Eloísa se la piensa. Sonríe pícara como si fuera a develar un secreto y suelta:

—Me dice: que todo huela bonito. Y es muy ordenado.

—¿Qué tiene de complicado hacer la limpieza en Pujol?

—El primer día que llegué me dijeron: no puedes romper ni una copa. En ocho años no he
roto una sola.

La mujer está a punto de concluir su faena. Tomará el Metro Polanco, transbordará en


Tacubaya, bajará en Chabacano y ahí subirá al pesero que, por calzada de Tlalpan, la dejará
en el centro de Xochimilco. Ahí abordará una micro hasta su pueblo, San Andrés. Cuatro
horas de transporte cada día. “¿Vale la pena?”, le pregunto. “Estoy contenta, no me importa
la distancia: este sí es un restaurante de lujo”.

Muchas florecitas

En el mercado de Xochimilco la mañana del martes se despereza, extenuada tras una noche
de aguaceros. Los comerciantes bajan de sus carretillas las hortalizas y las acomodan en sus

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puestos con calma provinciana. Pero hay una excepción: Juanita Mateos, mujer de 35 años a
la que no le dan tregua las revoluciones que agitan su cuerpo pequeñito. Ordena a su esposo
Frontino: “¡Ve a traer los huacales para llenarlos de verdura!”, pesa berenjenas en su balanza,
junta bolsas con quelites y verdolagas, recibe a don Chope y a una decena más de chinamperos
que al amanecer han cruzado en canoa los canales con hoja santa, acelga, brócoli y otras
verduras; vende cilantro a una clienta y desliza su índice por la hoja de pedido del Pujol para
checar que la lista se vaya completando. Cansa ver trabajar a Juanita.

En su local al aire libre –aromatizado por la hierba del pápalo– esta madre de tres niños labora
a contrarreloj. En una hora, en punto de las 10, debe dejar listos los cajones que viajarán a
Polanco hasta el restaurante del chef Olvera.

Los huacales retacados de productos de las chinampas se van apilando en una vereda de la
calle Guadalupe Ramírez, por donde avanzan aceleradas columnas de habitantes de los barrios
de “Xochi” que se dispersarán en peseros por todo el Distrito Federal.

Un joven de aires intelectuales –cincelada barba de candado, camisa de vestir, zapatos


lustrados y lentes– observa el trajín de Juanita. Hace dos años, Juan Carlos Solís, publicista
convertido en empresario gastronómico, cerró un trato con Pujol. Productos de la Chinampa
–la compañía que dirige con su esposa y suegros– acordó surtir al restaurante más célebre de
México con vegetales frescos de Xochimilco, es decir, sacados de esos bloques fértiles que
hace cientos de años, antes de la Conquista, los indígenas crearon con tierra mezclada con
cáscaras, pastos, hojas secas, y que son contenidos por bardas de ahuejotes.

Así, Pujol obtiene desde 2011 verduras y legumbres sin agroquímicos recogidas incluso la
madrugada previa. “Las chinampas dan mejor sabor, color y textura. Por ejemplo, la lechuga
es de hoja gruesa, sabe intensa y su olor es único: a agua”, dice Juan Carlos simulando que en
sus manos hay una lechuga, y aspira profundo.

Apenas ayer lunes a las siete de la noche, su Blackberry emitió un pitido, como ocurre cada
día. Gerardo Alarcón, “Jerry”, chef de almacén del Pujol, le enviaba en un correo la lista de
los productos que necesitarían a la mañana siguiente: arúgula, lechuga, verdolaga, col,
epazote; chiles serrano, guajillo y manzano; albahaca, manzanilla. Pero había un pedido
inusual. Para un nuevo plato, el chef Olvera requería una menta con tallo de hasta 40
centímetros de largo.

Juan Carlos llamó a Juanita, le dictó la lista del día y le preguntó sobre esa hierba: la menta
poleo. Ella prometió averiguar entre los agricultores de San Andrés Ahuayucan, San Gregorio
Atlapulco y San Francisco Tlalnepantla, quienes la surten con las hortalizas para el
restaurante. Juan Carlos y Juanita son paramédicos de la gastronomía: un día Pujol les dijo
“necesitamos diferentes lechugas para adornar”, y en un par de horas contactaron a
chinamperos que recolectaron escarola, maple, francesa, comanche, romana, orejona, sangría,
malva. Hace unos meses, el subchef Erik Guerrero los llamó de emergencia a las 11 de la
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noche: necesitaba raíces de chayote para caramelizar, y ellos lograron que los agricultores las
cosecharan en minutos. En otra ocasión, Pujol llamó para decirles que “en un rato” debían
enviarle 100 nopales gigantes para un evento masivo, y Juanita logró que de las nopaleras
salieran rápido excelentes hojas de cactus.

El tiempo es para Pujol un monstruo devorador que intimida y empuja a toda su cadena
humana a dar respuestas inmediatas. Pero la calidad no se negocia. Semanas atrás, Olvera vio
a Juan Carlos entrar al restaurante con manojos de manzanilla. “No me gustan”, exclamó el
chef. Desde entonces, los criterios son fijos. “La manzanilla se las escojo con muchas
florecitas y los pétalos bien blancos”, cuenta Juanita y muestra un ramo del que elimina
hierbas poco floreadas. “No es fácil la exigencia”, admite Juan Carlos.

Chingones los elotitos

Pasan de las 10 de la mañana y los seis huacales que irán a Pujol ya están llenos. Juanita toma
un cuaderno y dicta cantidades a su marido, que teclea en una calculadora. La cuenta
concluye: “mil 250 pesos”. Juan Carlos paga y abre la cajuela de su Jeep, hacia donde Frontino
lleva un par de cajas de madera: “Cuidado con las coliflores”, le pide su esposa, siempre
verificando de reojo que todo se haga con cuidado. Cuando Juan Carlos saca las llaves para
irse, Juanita lo detiene: “Ya sé cuál menta dice: la de una hoja grande. Mañana se la traemos”.

Con los huacales crujiendo, Juan Carlos arranca a las 10:30. Maneja despacio, frenado por
tamaleros, cargadores, vendedores de plantas que se cruzan en el camino. El barullo exterior
muere con su estéreo: Art Blakey & The Jazz Messengers envuelven la camioneta con sus
trompetas ligeras, mezclándose con un soplo húmedo de verduras impregnadas con olor a
tierra. Al auto lo invade un delicioso perfume sedante.

—Todos los días hasta Polanco. Está pesado…

—Bendito segundo piso –responde Juan Carlos–, a lo mucho hago media hora.

Pero el Periférico oye al empresario y le juega una broma: atestado, hace larguísima la espera.
Al fin, huyendo por Chivatito, llegamos al número 254 de la calle Petrarca. En total, una hora
de trayecto. Martín, conserje del edificio en cuyos dos primeros pisos opera Pujol, sale a
nuestro paso: “Tantito más para abajo”, grita y acomoda el vehículo.

La cajuela se abre y Martín, sin pedir permiso, se pone dos huacales sobre el pecho y Juan
Carlos lo imita. Suben a prisa por una escalerita, esquivan cajas de vinos Malleolus, Libis y
Sendero y entran en el almacén aclimatado. Ahí, Jerry, el chef de almacén, los está esperando.
“Lechugas, epazotes, coliflores…”, enumera. Revisa los huacales y pasa las manzanillas a
Andrea, su ayudante, que al instante las sumerge en un florero para que no pierdan sus
atributos. El depósito es de una prolijidad que parece montada para una sesión de fotos. Abajo,

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dentro de un anaquel blanco, filitas de piñas miel reposan limpias, sin mácula. Decenas de
botellas de aceite Oleico miran con sus etiquetas hacia el mismo lado. Botellas de agua San
Pellegrino formadas en una hilera destellan con su vidrio verde, como si las lustraran antes de
ser guardadas. Jerry dice a Juan Carlos: “Chingones los elotitos que trajiste ayer. Dulces”. Al
fondo, a unos metros, se oyen cuchillos sobre tablas, cucharones que golpean ollas y voces
discretas que se dan instrucciones: la cocina ya trabaja sin pausa.

Está apelmazado

En la Cocina de Servicio, un pequeño espacio frente al salón principal con estufas,


refrigeradores y mesas, cinco cocineros trabajan en un silencio vehemente, tenso. Más que el
sitio donde se dan toques finales a los platillos, parece un aséptico quirófano con cirujanos
que en vez de batas portan filipinas, zapatos antiderrapantes y mandiles. El joven Filogonio
corta nopales en cubos con la exactitud de una máquina, para integrarlos a una ensalada con
frijoles rojos. El cocinero peruano Segundo Barturén clava un anillo filoso sobre rodajas de
rábano para crear monedas que irán sobre el tártar; los aros sobrantes, “la merma”, los mete
en una bolsa para comida del personal. Y Carlos, de barbita rala, confita unos plátanos
dominicos ultra maduros con mantequilla clarificada, macadamia rayada y crema: “Entre más
negra la cáscara, más dulces: sencillo y rico”, comenta. Le pregunto cómo es trabajar en Pujol.
“Aquí cualquiera puede crear un plato y presentarlo bien justificado a Enrique –asegura al
tiempo que me toca el hombro para que camine tres pasos hasta una covachita–. Mira, él es
alguien sorprendente: el chef repostero”.

Jorge Vivanco, “Coko”, el cerebro postrero de Pujol, resiste el calor del cuarto que comparte
con Carlita y Gina, sus ayudantes. Grandote y rubio, empuña un soplete Turner como si fuera
un plomero. La flama va moldeando unas bombillas transparentes. “Son piñatas: esferas de
azúcar Isomalt hechas con técnica de vidrio soplado. Las relleno con crema de guayaba,
helado de caramelo, suprema de naranja o merengue de lima –dice, hurgando mi reacción ante
cada manjar–. El cliente las rompe como una piñata”.

Coko, egresado de la escuela de postres catalana EspaiSucre, a sus 25 años forma una gran
mancuerna con Olvera. En promedio, inventa un postre cada dos meses bajo una premisa que
aplica a todos los platos, salados o dulces, que invente aquí cualquier cocinero: usar
ingredientes y técnicas mexicanas. Ya después el líder aprobará, rechazará o pedirá cambios.

“Para mañana quiero un postre con aguacate”, le pidió Enrique a Coko hace unos meses. El
repostero le preparó al chef un mousse de aguacate con queso de Ocosingo, helado y gel de
coco, con rayadura de macadamia. Todo caramelizado con sal. Olvera lo probó.
—Me dijo: “¡Está chingón!, se queda en la carta” –relata Coko entre risas.

Pujol es una sociedad con un jefe máximo pero democrático. Salgo del cuarto y veo a un
muchacho alto, de rasgos finos y barba recortada, freír en un sartencito. Un vaho de
mantequilla salta hasta nuestras narices desde el tagliatelle de nopal con tallos de verdolaga y
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ANTOLOGÍA LITERARIA…. EXPERIENCIA DE LECTURA… CASTEYOLI’S…

queso pecorino queretano de oveja. “Es una prueba”, me aclara el joven cocinero Pepe Meza,
que nervioso echa el resultado en un platito, sale y encuentra a su maestro. Olvera hunde el
tenedor, mastica, saborea, guarda silencio y sentencia: “Sobrecocido, apelmazado. Déjalo más
crudo”. Cuando Pepe está a punto de dar la media vuelta compungido, Enrique lo serena con
ese saludito de manos que se deslizan y chocan de frente con puños cerrados.

Madre mole

La Cocina de Preproducción, la principal del Pujol, es una procesión de 22 personas que baten,
agitan, cortan, pican, rallan, revuelven, muelen, mezclan y, sobre todo, limpian: artefactos,
refris, espátulas, repisas, cucharones, espumaderas… todo está radiante, tanto como los trapos
blanquísimos con los que los miembros de este ejército arrasan manchas y restos.

Quizá en cualquier otro restaurante, tantos cocineros en un mismo espacio –de unos 100
metros cuadrados– serían una romería de gritos, bromas, albures, órdenes. Pero en esta suerte
de laboratorio culinario hay un ajetreo que guarda las formas, como si dirigirse al otro se
justificara siempre y cuando represente un engranaje más de la producción en cadena. Sólo
que aquí no hay maquila sino arte, plasmado en un menú cambiante. En un rincón, un chico
inclina la mirada sobre una plancha negra, como un débil visual que intenta seguir una lectura.
Al acercarme, noto que su función es cortar, a unos ramos de albahaca tiernos y diminutos,
las hojas más chiquitas y radiantes, que servirán como adorno de platillos. Fijo la mirada en
las hojitas, con diámetros de máximo cinco milímetros, pero soy incapaz de detectar esos
rasgos: “Observa –Alan me acerca una hojita–: está manchada, por eso no la selecciono”.

Junto a él está Luis Arellano, un chef de 27 años que Olvera se “pirateó” hace ocho meses del
restaurante Casa Oaxaca de esa ciudad. Moreno, fornido, con brazos portentosos y rasgos
indígenas, Luis revuelve con una pala una majestuosa olla con litros y litros que hierven y
producen muchísimo vapor. Me asomo a ver qué hay dentro de ese caldero de bruja: tres
chilacayotas gigantes como pelotas de básquetbol desgajadas se cocinan, giran y dan vuelcos
a borbotones entre ajos enormes. Por alguna razón, Olvera le dijo a Luis hace unos días:
“Quiero un caldo que tenga verduras con textura de carne”. Su discípulo pensó en la
gastronomía de su estado y pidió a proveedores oaxaqueños frutos de esta planta pariente de
la calabaza. Durante una noche las nixtamalizó con cal para que en la cocción no se batieran,
y hoy las puso a cocinar con azúcar, canela, chiles mixe y pasilla, hierbas de olor y cebollas.

Luis ha sido designado por Olvera para una doble tarea. La primera, ser geógrafo: “Me
encargo de algo que es propio de Pujol: tener productos de todo el país. Aquí hay cerdo pelón
de Yucatán, chilhuacle de Oaxaca, robalo de Veracruz”. La segunda misión es fungir como
un ilustrado “chef creativo” que vigila que se respeten las recetas de Enrique y que incluso
las refina. Si no fuera porque Pujol cumplió 13 años, 12 de los cuales prescindió de Luis, uno
especularía que el oaxaqueño es el cerebro detrás del trono. Pero no. Sistemáticamente,
impulsados por un menú que se reinventa cada siete días, Enrique, Luis y el subchef Erik

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Guerrero se sientan a imaginar, discutir, criticar, innovar, analizar ingredientes, recetas, ideas,
estrategias, como tres filósofos que se hacen preguntas aunque no siempre obtengan
respuestas. “A veces las cosas salen, a veces no”, reconoce Luis. Los virtuosos pueden
aceptarse imperfectos.

Quizá porque Pujol empieza a estar más allá del bien y del mal, hace casi 100 días que en un
rincón del restaurante hay una olla donde se cocina un “madre mole”: chilhuaje, tomate de
riñón y cebolla mezclados con mole negro. Lo hierven mañana, tarde y noche, lo dejan reposar
y el sommelier Pablo Mata, día a día, siente el añejamiento que muta el sabor. ¿El experimento
acabará en algo bueno?

—Nunca antes se ha hecho –confiesa Luis–. Como dice Enrique: “Aunque tarde dos años, tú
deja que el mole se siga cocinando”. Ya veremos.

Yo bato los huevos

A unos pasos de la cocina principal existe un espacio ajeno al arte culinario pero sin el cual
sus sabrosas intenciones morirían.

“You Don’t Have To Be Crazy To Work Here. We’ll Train You”, dice un cartoncito colocado
en la entrada de la oficina administrativa para todo aquel que se espante del aire espeso y
caluroso. No hay un toque de glamour en este cuarto estrecho “optimizado” por una mampara
que divide el espacio en cuadrantes. En cada uno trabaja sentada una persona. Sus escritorios,
atestados de flores, cajas, papeles, fólders, carpetas, sobres, pañuelos desechables, fotos y post
its, engalanan una oficina que no le pide nada a la de cualquier despacho contable. A lo lejos,
sentada junto a una pared que casi la aprisiona, Pilar Figueras, mamá de Enrique Olvera y jefa
de Tesorería del Pujol, acepta la entrevista pero me pide: “Déjame meter este pago y ahí voy”.

Finalmente llega y me saluda: “Soy la responsable de que los dineros estén completos; estudié
para auxiliar de contabilidad, secretaria bilingüe y maestra de inglés”. Me presenta a sus tres
compañeros. “Ella es Monse, de Costos; él, Alfonso, hermano de Enrique y jefe de Finanzas,
y Mariana, jefa de Operaciones”. Ante cada mención, uno a uno desde su asiento ellos
levantan la mano y sonríen, o algo parecido, y bajan la cabeza para seguir en lo suyo. Cuenta
que al principio “compraba en Costco, atendía la caja y hasta fui lavalozas. Pero esto creció
y creció. Ya deberíamos tener otra oficina”. Le pido que me cuente cómo era su hijo.

—¿Qué es lo que más le gustaba comer a Enrique de chico?

—El pozole tradicional con maíz, de pollo o puerco, verde, rojo o blanco.

—¿Y ya se le veía vocación de chef?

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—Quería ayudar en todo desde los cuatro años. Batía los huevos, le gustaba poner la mesa y
hasta la cebolla quería picar. Pero empezó a cocinar cuando iban a casa sus amigos de la prepa
del Tec. Les hacía sus milanesas con chipotle y quesito.

—¿Algún plato de Pujol en el que usted influenciara?

—El puchero, que es inspiración de cocina de Tabasco, de donde es mi mamá. Y el


entomatado, el preferido de Enrique. Pero a él no le doy mis recetas.

—¿Por?

—Me las mejora y me da mucho coraje –se ríe.

—¿Usted interviene en el menú?

—Me pide opinión. Si hay platos tradicionales de mi casa, como frijol con puerco, me llama:
¿está bien?, ¿le sobró orégano?

—¿Y cómo ve el crecimiento de Pujol? –Sólo sé que quiero acompañar a mi hijo en su sueño,
para que el día que yo no esté, esto quede bien organizado.

El paso de la muerte

Cada uno de los platos que se sirven en Pujol es un acto creativo, pero también acrobático.
Las cocinas de Preproducción y Servicio se conectan mediante una escalera de unos tres
metros, ideal para un pintor de brocha gorda que renueva una fachada, pero no para un
cocinero que debe sujetarse con la mano izquierda para no caer tres metros entre un piso y
otro, mientras que con la derecha sujeta un plato de meticulosa preparación y decorado.
“¡Aguas! –advierte Filogonio cuando bajo–. Varios ya se cayeron: es el paso de la muerte”.

Pujol, hasta para ir de una cocina a otra, es un deporte extremo.

Es casi la una y media, faltan minutos para abrir el restaurante y aún hay pendientes. Erik
exhala seriedad. Ceño fruncido, actitud adusta y fornido, levanta un plato blanco y lo ve contra
la luz como a un diamante para confirmar su limpieza, calienta agua, prueba un caldo y gira
instrucciones a los seis cocineros que lo rodean con movimientos de ceja y monosílabos que
todos comprenden, como en un dialecto local. “¡Migajitas!”, dice al aire mirando un recoveco
de piso para que alguien barra –me agacho para ver a qué se refiere y detecto cuatro boronas–
, mete una bolsa de basura en un bote con un sacudón fuerte como un puñetazo, levanta ágil
un garrafón de 20 litros como una taza y lo vacía en una olla.

En uno de los extremos de la cocina descubro una pequeña ventanita. Salgo y toco a una
puerta que daría acceso al espacio de esa mirilla casi clandestina. El que me abre es Enrique
Olvera, quien desde su oficina observa sin que lo vean todo lo que ahí pasa. En su búnker, un
pasillo estrecho e incómodo, hay una Mac, un dibujo de su hijo mayor donde ambos vuelan

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un papalote, libros, documentos, tres maquinitas de tarjetas de crédito, un bote de chile piquín
en polvo para sus jícamas. “Este lugar es el confesionario”, define riéndose. Afuera lo espera
Esther –una fan que lo mira fascinada, le pide sacarse una foto y que le firme un libro–, un
reportero al que le responderá en la mesa 17 –la más escondida– con sencillez y sin ínfulas
preguntas atípicas, como “¿Le darías de comer a Pinochet?”, y un fotógrafo que lo captará
con ropa sport negra y al que explicará los tatuajes de sus brazos: “Son los apodos de mis
hijos: Mosca, Rábano y Pato; sus fechas de nacimiento en maya y el símbolo de Gaia, la
madre tierra, como se llama mi hija”. Cuando paso frente él, me pregunta sonriente, “¿la gente
te dice la verdad o puras mentiras?”, luego me saluda con choque de puños y sugiere: “¿Ya
entrevistaste a Miguel Ángel?”.

Nos nos presionamos tanto

Miguel Ángel González es un catrín. Impecable traje negro, abundante cabellera relamida y
colonia. El encargado general del Pujol es un maestro de la operación que certifica la
excelencia de cada área del restaurante mañana, tarde y noche, un director de orquesta de trato
suave, sonrisa fija y buenos modos: en cuanto se da cuenta de que lo estoy esperando va a al
bar y le pide a Bonfilio, el encargado, un agua de sandía con infusión de manzanilla y me la
trae: “Verás qué rica”, anuncia. En la entrada, bajo un retrato de Enrique Figueras, abuelo del
chef Olvera, Miguel hace del software de reservación de mesas Open Table una extensión de
su cerebro. “Estaría confirmando para el lunes 27 de mayo”, dice a un cliente que le llama por
teléfono 14 días antes de esa fecha mientras teclea en la computadora. Desde que la afamada
lista The World’s 50 Best Restaurants colocó a Pujol como el restaurante número 17 del
mundo, no hay modo de que pueda ofrecer una mesa en un lapso menor, pese a que el menú
de degustación de siete tiempos cuesta 695 pesos por persona y el de 12 tiempos 995 pesos,
sin incluir bebidas. Sobre su cabeza, en un enorme librero, reposa una veintena de libros, entre
cuyos lomos alcanzo a leer El gourmet extraterrestre, de Andoni Luis Aduriz. En lo más alto,
en la cumbre del mueble, yacen decenas de ejemplares de dos libros, En la milpa y Uno,
escritos por Enrique.

Cierto: el chef que sólo esta semana dio entrevistas a Carlos Loret de Mola, Brozo y Joaquín
López Dóriga, y a una veintena de diarios y revistas, ha devenido superstar, pero detrás de
ese gran hombre hay otro gran hombre: Miguel, quien cultiva un engañoso bajo perfil, porque
sin él Pujol no existiría. A fines de los noventa trabajaba en el restaurante Maxim’s de París,
del hotel Presidente, donde fue lavaloza, cantinero, mesero, garrotero. Por esos días llegó
como practicante de cocina un chavo de poco más de 20 años.

—Con Enrique nos entendimos muy bien y nos hicimos cuates, pero se fue a Nueva York a
estudiar (al Culinary Institute of America). Regresó en el 2000, me llamó y me dijo: “Estoy
listo, abramos un restaurante” –relata Miguel.

—¿Qué sienten ante esta locura?

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—Nunca lo imaginamos, y ahora que lo estamos logrando no queremos transmitirle esa


presión al equipo. Aunque son de ellos las victorias. Quiero que todos estemos tranquilos y
de buen humor.

—¿Cómo festejan los triunfos?

—A veces acaba el servicio y con Enrique nos sentamos a beber una chela, pero otras veces
sólo queremos llegar a la cama a dormir.

Son las 14:30 y el primer cliente entra a Pujol. Miguel debe ir a atenderlo. “Buenas tardes –
dice desde su casi 1.90 de altura–, ¿el nombre de su reservación?”.

Diez minutos

En el salón principal, Eréndira toma la orden de una mesa de cuatro sin apuntar nada (en Pujol
los meseros memoriosos no tienen permitido usar pluma). De pronto, yergue su cuerpo, abre
la mano izquierda y la posa en su hombro derecho. Con ese gesto, como los señaleros de las
pistas aéreas, le dice a Alberto Tiro, su mesero ayudante –los tres meseros cuentan con el
suyo– que lo auxilie llevando cubiertos y estando alerta ante cualquier necesidad que surja.
“Al cliente no le puede faltar una gota de agua y está prohibido que levante la mano para que
vayas: si lo hace, te pueden llamar la atención”, dice Eréndira. Los meseros dominan un
lenguaje mímico que evita alzar la voz. Por eso, durante todo el servicio, el ayudante no desvía
la mirada del compañero al que asiste.

Eréndira retira las cartas, camina brevemente y se acerca a la Línea de Paso, el gran hueco
que conecta al salón principal con la cocina. Ahí, le instruye: “cuatro degustaciones” al
mesero cantante –enlace entre cocina y salón– Félix Barragán, “Guiri”, quien a su vez canta
“¡cuatro degustaciones!” a los cocineros.

Sobre una hoja, Guiri escribe a qué hora la mesa nueve pidió sus primeros platos. A partir de
este momento, la cocina tiene 10 minutos para que estén listos la infusión de quintonil y los
elotes tatemados con mayonesa de café y hormiga chicatana. Si el tiempo límite se aproxima,
Félix le dirá al subchef Erik que la espera es riesgosa y él presionará a la cocina. ¿El plato no
salió? “Félix pasa un reporte por computadora que Enrique lee –revela Eréndira– y puede
haber consecuencias”.

Calma. La Cocina de Servicio de Pujol es en este instante una máquina que avanza a toda
velocidad. Concentración, rigor, silencio. Las miradas indican que la menor distracción
causaría una tragedia.

“¿Ya las pasas, ya está listo, ya está caliente?”. “¿Ya, ya, ya?”, repite el subchef, pluma sobre
la oreja, gotita sobre la frente y andar inquieto de un extremo a otro para verificar que Pepe
ya esté terminando las láminas de aguacate sobre hoja de chía que formarán el aguachile, que
Filogonio se está apurando en perforar las infladas de masa para rellenarlas con escamoles,

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que Barturen ya está echando la mayonesa de chipotle sobre las flautas de pulpo, camarón,
cebolla, chile, cilantro y limón.

Son las 14:00 en punto y los platos ya viajan a la mesa nueve en el mismo instante en que el
mesero Óscar Teuffer termina de memorizar la orden de la segunda mesa que se ha ocupado
en Pujol.

Y otra vez, dentro de la cocina, el cronómetro está en marcha.

POR QUÉ SE SUICIDÓ GABRIELA

(Crónica periodística)

Autora: Gabriela García

Tomado de: https://cronicasperiodisticas.wordpress.com/category/gabriela-


garcia/Publicado: 11 noviembre 2013 en

Juan Marín Mejías (24) había hecho una promesa después de la reciente muerte de su hermana
Gabriela: no llorar. Pero el 12 de octubre, solo en el living de su casa en San Fernando (VI
Región), no pudo mantener su palabra. Sacó de su billetera una hoja de cuaderno doblada en
cuatro: una carta que Gabriela escribió poco antes de suicidarse. “Perdóname. Solo eso. Por
no ser la hermana fuerte. No pude ser. Te pido que esto no se quede así. Haz que paguen”, se
lee en el papel escrito con lápiz negro y letra redonda y clara.

Fuera, ladra Aquiles, el perro de Juan. “Nos cagaron la vida”, dice y se seca las lágrimas.
Gabriela era su única hermana, un año menor, su yunta.

El 7 de agosto comenzó la tragedia que terminó con la vida de la parvularia. A las nueve y
media de la noche, salió de un cíber café, cuando un extraño la llevó amenazada hasta la línea
férrea en el paseo peatonal de Tres Montes. El tipo silbó. Otros dos sujetos aparecieron y
comenzaron a arrancarle la ropa, el pelo y golpearle la cabeza con piedras tomadas desde los
rieles.

Las mismas que luego introdujeron en su vagina antes de perderse en la noche, después de
abusar sexualmente de ella. La joven, semi desnuda, logró pedir ayuda. Carabineros detuvo a

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tres veinteañeros que ella reconoció como culpables; dos de ellos tenían antecedentes penales.
Al día siguiente el tribunal decretó ilegal la detención y los sujetos identificados con las
iniciales B.R.D., C.B.B y Y.P.C quedaron libres. Gabriela quedó desolada. Comenzó a sentir
miedo de encontrarse con sus agresores a la vuelta de la esquina. Sufrió pesadillas e ideación
suicida. Fue al hospital donde recibió atención, pero los médicos no advirtieron la gravedad
de su estado. Un mes después, el 6 de septiembre, se ahorcó en el segundo piso de la vivienda
de Juan. Tenía dos hijos: Sofía de 5 años y Nicolás, de 2. Y la ilusión de que su hermano
llevara adelante lo que ella no pudo: enviar a los culpables a la cárcel.

Juan trabaja como bodeguero, y sagradamente pasa sus horas de almuerzo en el cementerio
Parque San Fernando, junto a la tumba de Gabriela. Pronto será padre por segunda vez y
llamará Gabriel a su hijo, en honor a ella. “He buscado pruebas como un loco, pero ya no sé
a quién más recurrir. Siento que el caso se está transformando en una misión perdida”, dice
Juan, cabizbajo.

Los errores

Casos como el de Gabriela son complejos de resolver. De las 10.722 denuncias por delitos
sexuales que la Fiscalía Nacional registra en el primer trimestre de 2012, solo 7% han recibido
sentencia condenatoria, mientras que 55,2%, fue archivado provisionalmente por falta de
pruebas.

“Los niños saben que la mamá está en el cielo, pero el otro día pillamos a la Sofi (5) diciendo
que se quería morir y al Nico (2) tratando de abrazar el cuadro de Gabriela”, cuenta LLoana,
la suegra de la parvularia.

En la VI Región los delitos sexuales son atípicos. Según la Fiscalía Regional de O’Higgins,
de un promedio de 68 mil denuncias que investigaron en 2011, solo 2% correspondió a
crímenes de esta índole. Sin embargo, las primeras diligencias que realizaron Carabineros y
el Ministerio Público, no estuvieron al nivel de un delito de connotación pública como el de
ella.

Para empezar, el fiscal jefe de San Fernando, Néstor Gómez, no se constituyó en el sitio del
suceso la noche del ultraje, como tampoco consta en el parte policial que haya instruido las
pericias telefónicamente. La rueda de reconocimiento se realizó sin su supervisión.
Procedimiento que los tribunales, al día siguiente, decretaron ilegal en la audiencia de control
de detención. La Fiscalía (encargada de representar a Gabriela) no pidió la prisión preventiva
de los imputados ni tampoco apeló. En la región que tienen el archivo provisional más bajo
de Chile (29%), el abuso sexual agravado que padeció Gabriela aún no es sancionado.
“¿Cómo puede ser que a un tipo que roba un celular le den prisión preventiva y los

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sospechosos de torturar a mi hermana no queden con ninguna medida cautelar?”, reclama


Juan.

El caso de Gabriela pudo haberse archivado. Pero su trágico final puso a toda la cadena de
persecución penal en el ojo mediático. Se supo así que a la audiencia del 8 de agosto tampoco
asistió el fiscal jefe sino otro fiscal, Carlos López. Y que este tomó la carpeta de investigación
solo cinco minutos antes de entrar. “Yo entiendo que pueda pensarse que pasarse carpetas
entre fiscales rápidamente sea una práctica común, pero no es así. Aquí hubo una serie de
errores que no nos permitieron proveer de pruebas a los tribunales”, señala el fiscal regional
Luis Toledo.

La Fiscalía Regional de O’Higgins y Carabineros tuvieron que abrir un sumario


administrativo y hacer reestructuraciones. Por el momento, Néstor Gómez dejó de ser fiscal
jefe de San Fernando y pasó a funcionario adjunto en Santa Cruz. Y Carlos López, fue
suspendido de la investigación de Gabriela y removido a Rengo. Que la agresión de la
parvularia no quede impune depende ahora de la fiscal Fabiola Echeverría y la PDI, quienes
tienen un plazo de dos años para darle término judicial. “Son casos bien terribles, porque
muchas veces el testimonio de la víctima es lo único que se tiene y en este caso la perdimos,
pero no hay que perder la esperanza” dice María Cecilia Ramírez, jefa de la Unidad de Delitos
Sexuales de la Fiscalía Nacional que monitorea el trabajo.

La Defensoría Penal Pública (encargada de representar a los acusados) sigue apelando a un


procedimiento mal hecho para sostener la inocencia de los imputados. Por ejemplo, a que en
la rueda de reconocimiento a Gabriela solo se le hayan presentado a tres detenidos y no a
varios sujetos como exige la norma. “Según el parte policial, Carabineros le dijo que había
encontrado a los culpables antes de que ella los identificara. ¿Qué pasa en la mente de una
chica sometida a un trauma como ese? Le cree a la policía obviamente”, explica el abogado
de los acusados, Cristián de la Jara.

Los detenidos de esa noche están libres, pero no pueden salir de sus casas. En San Fernando
la gente ha tomado la justicia por sus propias manos y los ha golpeado y amenazado de muerte.
“Violadores maricones”, escribió alguien en la línea férrea donde Gabriela fue violentada.
Según De la Jara, “cuando el procedimiento policial está absolutamente cuestionado, ocurre
esto: pagan justos por pecadores”.

¿Es mejor tener un culpable en las calles que a un inocente preso? Alberto Ortega, defensor
regional, piensa que sí. Porque solo en la VI Región, 30 personas pasaron por la medida
cautelar preventiva en 2011, sin tener participación alguna en el delito por falta de rigurosidad
en los procedimientos. “Si la Fiscalía tuviera otros antecedentes sería otro el debate, pero aquí
hubo teléfonos que se encontraron en el sitio del suceso y que Carabineros, en lugar de
analizar, se los devolvió a la víctima. Por otro lado, son los propios imputados los que ofrecen

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sus ropas voluntariamente un mes después. ¿Pudieron haberlas lavado? Sí. Pero nosotros no
estamos para subsidiar los errores del Ministerio Público”, agrega Ortega.

La falta de prolijidad en la investigación de Gabriela dejó en evidencia otro problema. Si bien


se estima que un fiscal puede soportar 1.250 causas anuales, los 26 funcionarios con que
cuentan las 7 fiscalías de la Región de O’Higgins atienden más del doble. “Está claro que
necesitamos ser fortalecidos, pero también los servicios de salud. Si el Hospital de San
Fernando hace la constatación de lesiones con médicos legistas que solo atienden a las marcas
genitales, y en su informe no aparece si le revisaron las uñas a la víctima, por ejemplo,
enfrentamos un problema estructural. Tampoco facilita la investigación que el examen de
ADN tenga que mandarse a Santiago porque aquí no se tienen los equipos”, señala Luis
Toledo.

Carabineros fue contactado en reiteradas ocasiones por revista Paula, pero no quiso referirse
al caso.

El alma de la familia

En la casa de Lloana Pavez, la suegra de Gabriela, en El Tambo, sus deudos culpan a la famosa
puerta giratoria. Como una forma de hacer justicia, colgaron las fotos ampliadas de la
parvularia en casi todas las paredes y levantaron un pequeño altar. A su vez, Juan imprimió
su imagen en folletos para distribuirlos en velatones que organiza al menos una vez a la
semana en la Plaza de San Fernando. Allí, no hay árbol que no mencione a su hermana. Para
una comunidad que no supera los 63.732 mil habitantes, Gabriela es una mártir. “En la última
velatón llegó muy poca gente. Es que el tiempo pasa y todos vuelven a sus cosas”, se lamenta
la mamá de la joven, Inés Mejías.

Seis días después del ultraje, a Gabriela la dieron de alta en el hospital. El siquiatra Guillermo
Gálvez la consideró estabilizada y recomendó atención ambulatoria y antidepresivos. El 4 de
septiembre, durante una sesión con la sicóloga, Gabriela pidió hacerse una cura de sueño. Le
dijeron que no había camas. Dos días después, se quitó la vida.

Para la madre el mundo se detuvo. Desde que veló a Gabriela en esa misma casa donde hoy
acurruca a Nicolás, el menor de los hijos de Gabriela, los insomnios son largos como su pena.
Es viernes por la noche y el pequeño de casi dos años llora en sus brazos, mientras Sofía, la
hija mayor de Gabriela que tiene cinco años, se pasea en bicicleta con un celular que tiene
puesta la canción de Karen Paola a todo volumen. Nadie se atreve a quitárselo porque esta y
otras canciones infantiles eran las que enseñaba Gabriela en el jardín El Tambito, en que
trabajaba y donde también era apoderada. “La sicóloga de la Unidad de Apoyo a Víctimas
dijo que les iban a dar rabietas”, cuenta Inés.

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Sofía y Nicolás viven con Lloana, la suegra de Gabriela. De esta forma, su papá Antonio
puede verlos cada noche, cuando regresa de Viña del Mar, donde trabaja poniendo máquinas
de ejercicios en plazas. “Los niños saben que la mamá está en el cielo, pero el otro día pillamos
a la Sofi diciendo que se quería morir y al Nico tratando de abrazar el cuadro de la Gaby”,
cuenta Lloana con la mirada perpleja.

Gabriela era el alma de la familia. Le gustaban las rancheras, bailaba cueca en un conjunto
folclórico, tocaba la guitarra, y le gustaba subir sus fotos a facebook. “Hasta el final fuimos
al karaoke. Es raro. A mí siempre me trató de demostrar que estaba bien”, cuenta Antonio, la
pareja de Gabriela.

Llevaban siete años juntos. En una salsoteca de San Fernando, en 2005, comenzaron a
pololear. Últimamente juntaban dinero para casarse, pero la agresión del 7 de agosto cambió
los planes. “Sé que estarás enojado conmigo, pero te juro amor que no me quedaron fuerzas
para seguir con esto que me hicieron. Por nuestros hijos, deje el alcohol y constrúyales una
casita”, le escribió en una carta antes de su suicidio.

Antonio intenta seguir el encargo de Gabriela al pie de la letra. “A veces me da tanta rabia,
que quisiera pescar una pistola y matarlos para estar tranquilo, pero no lo hago por los niños”.
Inés Mejías, la madre de Gabriela, revuelve una taza de té. Recuerda que días después del
ataque a su hija visitó el lugar donde fue atacada, en la línea férrea. “Se supone que la Labocar
(Laboratorio de Criminalística de Carabineros) había levantado las pruebas pero yo encontré
mucho cabello de mi hija ahí. Si la policía hace mal la pega, ¿qué le queda a uno?”, susurra.

La madre cuenta con tristeza que la vida de Gabriela siempre fue dura. No fue reconocida por
su padre, de niña estuvo junto a su hermano Juan en un hogar de menores, cuando el sueldo
de Inés, que trabajaba como temporera, no alcanzó para sostenerlos; la madre, sin embargo,
nunca perdió contacto con sus hijos. “Nuestra vida fue súper difícil. Pero la Gaby siempre
soñó con algo mejor; anhelaba llegar a tener su casa propia y darles a la Sofi y al Nico lo que
nosotros no tuvimos”, dice Juan.

En 2009 estuvo cerca de lograrlo. Tras vivir algunos años con Antonio en la casa de su suegra,
la pareja arrendó una vivienda en San Vicente de Tagua-Tagua donde Sofía tuvo una
habitación parecida a la de una princesa. “Entonces a mí me despidieron de la minera donde
trabajaba, y tuvimos que volver a vivir al alero de otros”, dice Antonio. Desde 2011
convivieron principalmente con la mamá de la Gaby en una casa a no más de cuatro cuadras
de la línea férrea donde fue abusada ese 7 de agosto. “Un mes después fui a pedir una
mediagua para que se instalara en el patio trasero de su suegro. Pero cuando llegué a darle la
sorpresa ya era demasiado tarde”, dice la madre, Inés.

Las señales

NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 50


ANTOLOGÍA LITERARIA…. EXPERIENCIA DE LECTURA… CASTEYOLI’S…

Es 11 de agosto de 2012, tres días después del ultraje. La noticia se ha expandido entre los
vecinos y Gabriela se niega a ducharse. No quiere verse los moretones que le quedaron del
ataque. Se siente sucia. “Me tomé las pastillas que toma el tío para la diabetes”, le murmuró
a su madre antes de desvanecerse e ingresar al Hospital de San Fernando por una sobredosis.
El mismo establecimiento donde tres días antes había constatado lesiones.

“Las víctimas se sienten estigmatizadas. Y en pueblos chicos esto se incrementa. Además, la


probabilidad de encuentro con quienes la atacaron es mucho mayor, y potencia su estado de
desolación. Por eso es tan importante que las instituciones funcionen”, explica María de los
Ángeles Aliste, sicóloga y coordinadora técnica del Área Reparación Adultos del Centro de
Asistencia a Víctimas de Atentados Sexuales (CAVAS), dependiente del Instituto de
Criminología de la PDI.

El hospital aplicó los protocolos estándar con Gabriela.

Amarrada a una camisa de fuerza durante los 7 días que estuvo hospitalizada, recibió, además,
a Labocar que le hizo pruebas de saliva y pelo. “Todos esos trámites a destiempo la tenían
pésimo. Y también el hecho de exponerse una y otra vez a la calle para asistir a las citas con
Unidad de Víctimas del Ministerio Público. Estaba aterrada. Dormía en posición fetal. Quería
que le cuidaran el sueño porque tenía pesadillas”, cuenta Juan.

Los detenidos de esa noche están libres, pero no pueden salir de sus casas. En San Fernando
la gente ha tomado la justicia por sus propias manos y los ha golpeado y amenazado de muerte.
“Violadores maricones”, escribió alguien en la línea férrea donde Gabriela fue violentada.

Días después, dopada en el hospital, Gabriela le decía a su mejor amiga, Claudia: “Le regalé
mis hijos a la tía Lloana”.Según la sicóloga del CAVAS, no es extraño que en las víctimas de
agresiones violentas fantaseen con la muerte. “Algunas encuentran en los hijos un motivo de
vida, pero otras están tan desesperadas que sienten que la crianza es una exigencia que
sobrepasa su capacidad de respuesta. Piensan que si el mundo se ha convertido en un peligro,
ya no los pueden proteger”, afirma.

Gabriela fue dada de alta el 17 de agosto. El siquiatra Guillermo Gálvez, la consideró


estabilizada y recomendó atención ambulatoria y antidepresivos. El 4 de septiembre, durante
una sesión con la sicóloga Macarena Gallegos, la paciente pidió hacerse una cura de sueño.
Le dijeron que no había camas. El hospital lo desmiente. “Desde la Unidad de Salud Mental
no emitieron ninguna orden de hospitalización”, afirma el director del establecimiento, el
doctor Carlos Herrera.

Para que Gabriela pudiera ser internada nuevamente tendría que haber llegado al servicio de
urgencia tal como llega cualquiera que se ha doblado el tobillo. “Pudimos haber indagado
más. Pero existen 1.300 pacientes con patologías mentales severas que atender al año y hay
que sistematizar. Si me dedicara a seguir todos los casos me volvería loco”, dice Herrera.

NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 51


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El Hospital de San Fernando está catalogado como de Alta Complejidad, pero no tiene una
unidad de siquiatría con hospitalización. La única opción es la Unidad de Corta Estadía en
Rancagua, pero el siquiatra al descartar su riesgo suicida, la desestimó. “Lo otro sería que la
hubieran llevado a Santiago o a una clínica privada. Pero uno puede querer muchas cosas y
otra distinta es a lo que puedes acceder”, agrega Herrera.

Ese 4 de septiembre, Gabriela también buscó al doctor Gálvez y le pidió una licencia para que
su mamá pudiera presentarla en la casa particular donde trabaja como empleada. “Le tomó las
manos y le dijo, con su carita llena de pena, si le podía hacer ese favor para que yo pudiera
cuidarla pero él dijo que no podía. Nos vinimos con la cabeza gacha. Todo nos salía mal. A
la Gaby más encima le tenían las licencias retenidas y no tenía un peso”, recuerda Inés. Su
suegra, Lloana, accedió a quedarse con sus hijos desde entonces para que Gabriela pudiera
irse a la casa de su hermano Juan. No volvió a ver a los niños.

Intentos desesperados

Cuando Juan se enteró de la sobredosis de Gabriela sintió que lo quemaban vivo.


Desesperado, advirtió al Ministerio Público que había cámaras en la vía pública que
seguramente habían registrado lo ocurrido la noche que Gabriela fue atacada y podían arrojar
luces de los autores. Pero no encontró respuesta. “No sé dónde están. Las pedimos, pero no
han aparecido. Si las tuviéramos, obviamente las habríamos ocupado como una prueba”, dice
el fiscal regional, Luis Toledo.

La siguiente puerta que golpeó Juan fue la del Sernam. Aunque la institución solo puede asistir
a juicios sobre violencia intrafamiliar, un abogado de la institución, Claudio Díaz, consiguió
una autorización excepcional para patrocinar el caso ad honórem. El 22 de agosto, quince días
después del ultraje, el abogado y Gabriela redactaron una querella por violación que fue
presentada en el Tribunal de Garantía. “Ese día me comprometí a encontrar a los culpables.
Era tan evidente lo afectada que estaba, no sé cómo el servicio de salud no fue capaz de verlo”,
dice Díaz.

Hasta ahora el abogado no ha podido cumplir su promesa. Los análisis de ADN que se
aplicaron a la ropa interior de los tres sospechosos no arrojaron nada. Y solo las piedras que
se encontraron en su zona genital y que tiene Labocar en Santiago, podrían dar alguna luz.
Semanas antes, el abogado que defiende a los acusados, Cristián de la Jara, sin saber que los
resultados de esas prendas favorecerían a sus clientes, planteaba la duda: “¿Qué importancia
va a tener esa prueba si la ha analizado un servicio que ha hecho mal el trabajo desde un
principio?”.

La despedida

NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 52


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El sol cae sobre el cementerio Parque San Fernando. Juan, Inés y Lloana hermosean la tumba
mientras Sofía y Nicolás juegan. “Estaba fumando harto la Gaby al final”, comentan mientras
un cigarrillo se consume sobre su lápida.

La última cajetilla se la compró Juan el 6 de septiembre, el mismo día que ella se suicidó.
Según recuerda, habían compartido juntos un plato de charquicán al almuerzo. Y su hermana,
le pidió el celular. Fue en ese momento que escribió en su facebook: Adiós a todos. “Cuando
una tía del jardín infantil donde la Gaby trabajaba me llamó para advertirme de eso, fui
corriendo a verla. Pero Gabriela me explicó que lo había escrito porque iba a cerrar el sitio.
¿Te sientes bien hija?, le pregunté. Y con una risa extraña, me empezó a contar que se había
bañado. Empecé a llorar. Yo andaba tan mal como ella”, revela la madre.

“Antes que te vayas, abrázame”, le pidió Gabriela. Y encorvada como un caracol en sus brazos
comenzó a besarle la cara. La madre se culpa de no haber notado que se estaba despidiendo.
Cuando Juan fue buscar a Gabriela para decirle que había conseguido una licencia para la
mamá, el perro Aquiles no ladró. Estaba mirando el cuerpo de la joven que colgaba desde el
segundo piso hacia fuera, amarrado a una sábana. “La impotencia más grande es que mi
hermana se tuvo que suicidar para que las falencias de un sistema completo que no fue capaz
de contenerla salieran a la luz”, dice Juan acariciando la última carta de Gabriela.

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LA HIERBA MORTAL
[Cuento. Texto completo.]
Agatha Christie
Tomado de: www.bibliotecadigitalciudadseva.com

Ahora usted, señora B -dijo don Henry Clithering. La señora Bantry, su anfitriona, lo miró
con aire de reproche.

-Le he dicho muchas veces que no me gusta que me llame señora B. Es una falta de respeto.

-Scherezade, entonces...

-¡Y menos aún Sch... cómo se llame! Nunca fui capaz de contar una historia con propiedad.
Pregúntele a Arthur si no me cree.

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-Eres bastante buena relatando los hechos, Dolly -exclamó el coronel Bantry-, pero no sabes
adornarlos.

-Eso es -respondió la señora Bantry, hojeando el catálogo de bulbos que tenía ante ella-. Les
he estado escuchando a todos y no sé cómo lo hacen. "Él dijo, ella dijo, yo me pregunté, ellos
pensaron, todos supieron..." Bueno, pues ¡yo no sé! Y además no tengo ninguna historia
interesante que contar.

-No podemos creerlo, señora Bantry -dijo el doctor Lloyd meneando su cabeza de grises
cabellos con incredulidad.

La anciana señorita Marple dijo con su dulce voz:

-Seguramente, querida...

La señora Bantry continuó insistiendo obstinadamente.

-Ustedes no saben lo monótona que es mi vida. Entre las dificultades del servicio, ir a la
ciudad de compras, al dentista y a Ascot (lo que por cierto odia Arthur), y luego el jardín...

-¡Ah! -dijo el doctor Lloyd-. El jardín. Ya sabemos todos dónde tiene usted puesto su corazón,
señora Bantry.

-Debe de ser muy bonito tener un jardín -dijo Jane Helier, la hermosa y joven actriz-. Es decir,
cuando no hay que cavar y ensuciarse las manos. ¡Me gustan tanto las flores!

-El jardín -exclamó don Henry-. ¿No podríamos tomarlo como punto de partida? Vamos,
señora. ¡El bulbo envenenado, los narcisos de la muerte, la hierba mortal!

-Es curioso que haya dicho eso -observó la señora Bantry-. Acabo de recordar una cosa.
Arthur, ¿te acuerdas de aquel caso que se presentó ante el juzgado de Clodderham? Ya sabes.
El del viejo don Ambrose Bercy. ¿Recuerdas que lo considerábamos un anciano cortés y
encantador?

-Vaya, pues es verdad. Sí, fue un caso extraño. Adelante, Dolly.

-Sería mejor que lo contaras tú, querido.

-Tonterías, adelante. Eres muy capaz de dirigir tu propio barco. Yo ya he cumplido con mi
parte.

La señora Bantry inhaló profundamente y, entrelazando las manos y con rostro angustiado,
empezó a hablar muy deprisa.

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-Bueno, en realidad no hay mucho que contar. La hierba mortal es lo que me lo ha hecho
recordar, aunque yo lo llamo salvia y dedalera.

-¿Salvia y dedalera? -preguntó el doctor Lloyd.

La señora Bantry asintió.

-Así es como sucedió. Arthur y yo estábamos en casa de don Ambrose Bercy, en Clodderham
Court, y un día, por error (un error que siempre consideré muy estúpido), cogieron un montón
de hojas de dedalera entre la salvia. Aquella noche cenamos pato relleno con salvia y todos
se sintieron mal, y una pobre muchacha, la pupila de don Ambrose, murió.

Se detuvo.

-Vaya, vaya -dijo la señorita Marple-, qué tragedia.

-¿Verdad?

-Bien -replicó don Henry-, ¿y qué pasó luego?

-Pues nada más -contestó la señora Bantry-, eso es todo.

Todos se quedaron sorprendidos. Aunque ya habían sido advertidos, no esperaban una


brevedad semejante.

-Pero, mi querida señora -insistió don Henry-, tiene que haber algo más. Lo que usted acaba
de contarnos es un caso trágico, pero no tiene nada de problema.

-Bueno, claro que hay algo más -dijo la señora Bantry-. Pero si se lo dijera, ya sabrían de qué
se trata.

Y mirando desafiadoramente a los reunidos les dijo con sencillez:

-Ya les dije que yo no sabía adornar las cosas y convertirlas en una verdadera historia.

-¡Aja! -exclamó don Henry ajustándose las gafas-. ¿Sabe, Scherezade, que es muy ingenioso
su modo de desafiar nuestro ingenio? No estoy seguro de que no lo haya hecho a propósito
para estimular nuestra curiosidad. Propongo una ronda de preguntas. Señorita Marple, ¿quiere
usted empezar?

-Me gustaría saber algo de la cocinera -dijo la señorita Marple-. Debía de ser una mujer muy
tonta o muy inexperta.

-Era muy tonta -replicó la señora Bantry-. Después se lamentaba un montón y decía que le
habían llevado las hojas como si fueran de salvia, ¿y cómo iba ella a saber que no lo eran?

-Cualquiera lo hubiera visto -dijo la señorita Marple.

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-¿Probablemente era una mujer mayor y buena cocinera?

-Excelente -contestó la señora Bantry.

-Ahora le toca a usted, señorita Helier -dijo don Henry.

-¡Oh! ¿Se refiere a que me toca preguntar? -hubo una pausa mientras Jane reflexionaba y al
fin dijo-: La verdad es que no sé qué preguntar.

Sus hermosos ojos miraron suplicantes a don Henry.

-¿Por qué no pregunta por los personajes del drama? -le sugirió con una sonrisa.

Jane seguía mirándolo desorientada.

-Que haga la presentación de los personajes por orden de aparición -continuó don Henry en
tono amable.

-¡Ah, sí! -exclamó Jane-. Es una buena idea.

La señora Bantry empezó a contarlos con los dedos.

-Don Ambrose, Sylvia Keene (la joven que murió), una amiga suya que pasaba unos días allí
llamada Maud Wye, una de esas muchachas morenas y feas que no sé cómo se las arreglan
para resultar atractivas, nunca he sabido cómo lo consiguen. Luego un tal señor Curie, que
había ido a discutir acerca de algunos libros con don Ambrose, libros raros con títulos en latín,
todos ellos mohosos pergaminos. Jerry Lorimer, una especie de vecino. Su finca, Firlies,
lindaba con la de don Ambrose. Y una tal señora Carpenter, una de esas gatas de mediana
edad que siempre se las arreglan para instalarse cómodamente en cualquier parte. Supongo
que en cierto modo hacía de dame de compagnie de Sylvia.

-Ahora me toca a mí -dijo don Henry-, puesto que estoy sentado junto a la señorita Helier. Y
quiero saber muchas cosas. Quiero que nos haga una breve descripción, señora Bantry, de
todos los personajes.

-¡Oh! -la señora Bantry vacilaba.

-Empiece por don Ambrose -continuó don Henry-. ¿Qué tal era?

-¡Oh! Era un anciano de aspecto distinguido y en realidad no muy viejo, supongo que no
tendría más de sesenta años. Pero estaba muy delicado, tenía el corazón muy débil y no podía
subir la escalera. Tuvieron que ponerle ascensor y por eso parecía mayor de lo que era en
realidad. De modales refinados... cortés, sí, creo que ésa es la palabra que mejor lo definiría.
Nunca se enfadaba o se mostraba molesto. Tenía unos hermosos cabellos blancos y una voz
particularmente agradable.

NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 57


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-Bien -dijo don Henry-. Ya conozco a don Ambrose. Ahora pasemos a Sylvia. ¿Cómo dijo
que se llamaba?

-Sylvia Keene. Era muy bonita, mucho. Rubia y con un cutis precioso. Tal vez no muy
inteligente, mejor dicho, bastante estúpida.

-¡Oh, vamos, Dolly! -protestó su esposo.

-Es natural que Arthur no piense así -dijo la señora Bantry en tono seco-. Pero era estúpida.
En realidad nunca decía nada que valiera la pena escuchar.

-Era una de las criaturas más agraciadas que he visto nunca -dijo el coronel Bantry
acaloradamente-. Si la hubiesen visto jugando al tenis: encantadora, realmente encantadora.
Y rebosaba simpatía. Era divertidísima y muy bonita. Apuesto a que todos los jóvenes
pensaban así.

-Ahí es donde te equivocas -dijo la señora Bantry-. Las jóvenes así no tienen encanto para los
muchachos de hoy en día. Sólo a los viejos chapados a la antigua como tú, Arthur, les gustan
las chicas jóvenes.

-Ser joven no lo es todo -intervino Jane-. Hay que tener C.S.

-¿Qué es C.S.? -quiso saber exactamente la señorita Marple.

-Carisma sexual -replicó Jane.

-¡Ah, sí! -dijo la señorita Marple-. Lo que en mis tiempos se llamaba "encanto".

-No es mala descripción -comentó don Henry-. Creo haber entendido que ha descrito usted a
la dama de compañía como una gata, señora Bantry.

-No me refería a una gata, sino a algo muy distinto -exclamó la señora Bantry-. Adelaida
Carpenter era una persona muy dulce.

-¿Qué edad tendría?

-¡Oh! Yo diría que unos cuarenta años. Llevaba algún tiempo en la casa, creo que desde que
Sylvia tenía once años. Era una persona de mucho tacto. Una de esas viudas que quedan en
una situación económica delicada, con muchos parientes aristócratas, pero sin dinero. A mí
no me gustaba mucho, pues nunca me han gustado las personas de manos blancas y largas, ni
tampoco los gatos.

-¿Y el señor Curie?

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-¡Oh! Era uno de esos ancianos encorvados. Hay tantos como él, que apenas se distinguen
unos de otros. Demostraba gran entusiasmo cuando se hablaba de sus librejos, pero ninguno
por otras cosas. No creo que don Ambrose lo conociera muy bien.

-¿Y Jerry, el vecino?

-Era un muchacho realmente encantador y estaba prometido a Sylvia. Por eso fue tan triste.

-Quisiera saber... -empezó a decir la señorita Marple, y luego se calló.

-¿Qué?

-Nada, querida.

Don Henry contempló a la anciana con curiosidad y al cabo dijo pensativo:

-De modo que esa joven pareja estaba prometida. ¿Hacía mucho tiempo que eran novios?

-Cosa de un año. Don Ambrose se había opuesto a su noviazgo pretextando que Sylvia era
demasiado joven. Pero tras un año de relaciones se prometieron y la boda debía haberse
celebrado muy pronto.

-¡Ah! ¿Tenía alguna propiedad esa joven?

-Casi nada, sólo unas cien o doscientas libras al año.

-Ahí no hay gato encerrado, Clithering -dijo el coronel Bantry riendo.

-Ahora le toca preguntar al doctor -dijo don Henry-. Yo me reservo por ahora.

-Mi curiosidad es principalmente profesional -dijo el doctor Lloyd-. Quisiera saber el informe
médico que se presentó en la encuesta oficial, es decir, si nuestra anfitriona lo recuerda o lo
sabe.

-Creo que lo recuerdo, más o menos -replicó la señora Bantry-. Dijeron que la muerte fue
debida a envenenamiento por digitalina. ¿Lo digo bien?

El doctor Lloyd asintió.

-El principio activo de la dedalera, la digitalina, actúa sobre el corazón. Por cierto, que es una
droga muy valiosa para ciertas afecciones cardíacas. Es un caso muy curioso. Nunca hubiera
pensado que tomar una infusión de hojas de dedalera pudiera resultar fatal. Se han exagerado
mucho los daños producidos por comer hojas venenosas y bayas. Muy pocas personas
comprenden que el principio vital o alcaloide ha de ser extraído con mucho cuidado y
elaboración.

NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 59


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-La señora McArthur envió el otro día unos bulbos especiales a la señora Toomie -explicó la
señorita Marple-. La cocinera los tomó por cebollas y, al comerlos, toda la familia se puso
enferma.

-Pero no murió nadie -dijo convencido el doctor Lloyd

-No, no se murió nadie -admitió la señorita Marple.

-Una amiga mía murió envenenada por alimentos en mal estado -dijo Jane Helier.

-Debemos continuar con nuestro crimen -intervino don Henry.

-¿Crimen? -exclamó Jane sobresaltada-. Creía que se trataba de un accidente.

-Si fuera un accidente -respondió don Henry en tono amable-, no creo que la señora Bantry
nos hubiera contado esta historia. No, por lo que deduzco, fue accidente sólo en apariencia,
detrás se escondía algo más siniestro. Recuerdo un caso: varios invitados a una fiesta
charlaban después de cenar. Las paredes estaban adornadas con toda clase de armas antiguas.
Bromeando, uno de los reunidos cogió una vieja pistola y apuntó a otro simulando disparar.
La pistola estaba cargada, se disparó y mató al otro hombre. Tuvimos que averiguar primero
quién había preparado secretamente la pistola y, segundo, quién había dirigido la
conversación para obtener el resultado final, pues el hombre que había disparado el arma era
completamente inocente.

"Me parece que en este caso se nos presenta el mismo problema. Esas hojas de dedalera fueron
mezcladas deliberadamente con las de salvia sabiendo cuál sería el resultado. Puesto que
descartamos a la cocinera... la descartamos, ¿verdad...?, la pregunta es: '¿Quién cogió las hojas
y las llevó a la cocina?'."

-Eso es fácil de responder -dijo la señora Bantry-. Por lo menos la última parte de la pregunta.
Fue la propia Sylvia quien las llevó a la cocina. Formaba parte de sus ocupaciones diarias
recoger la ensalada, las hierbas, los manojos de zanahorias, todas esas cosas que los jardineros
nunca escogen bien. No les gusta coger nada tierno, esperan hasta que maduran demasiado.
Sylvia y la señora Carpenter solían ir a buscarlas ellas mismas, y había una mata de dedalera
entre las de salvia en una esquina y por ello la equivocación era bastante natural.

-Pero ¿las cogió la propia Sylvia?

-Eso nadie lo sabe, se dio por supuesto.

-Las suposiciones son siempre muy peligrosas -comentó don Henry.

-Pero sé que no fue la señora Carpenter -replicó la señora Bantry-, porque dio la casualidad
de que estuvo toda la mañana paseando conmigo por la terraza. Salimos después de desayunar.

NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 60


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Hacía un día extraordinariamente cálido y espléndido para estar tan a principios de primavera.
Sylvia bajó sola al jardín, pero más tarde la vi paseando del brazo de Maud Wye.

-De modo que eran grandes amigas, ¿verdad? -preguntó la señorita Marple.

-Sí -contestó la señora Bantry y pareció querer añadir algo más, pero no lo hizo.

-¿Llevaba muchos días en la casa? -quiso saber la señorita Marple.

-Unos quince días -dijo la señora Bantry con voz preocupada.

-¿No le gustaba la señorita Wye? -insinuó don Henry.

-Sí, eso es lo malo, que sí.

La preocupación de su voz se trocó en disgusto.

-Usted nos oculta algo, señora Bantry -dijo don Henry en tono acusador.

-Sí, hace un momento también yo he querido preguntarle algo -dijo la señorita Marple-, pero
he preferido callar.

-¿El qué?

-Cuando usted dijo que esa joven pareja se había prometido y que por eso resultaba tan triste.
Su voz no me sonó del todo convencida cuando lo dijo, no sé si me comprende.

-Qué temible es usted -replicó la señora Bantry-. Parece que siempre sabe las cosas. Sí,
pensaba en algo, pero en realidad no sé si debo decirlo o no.

-Tiene que decirlo, déjese de escrúpulos de una vez -intervino don Henry.

-Bien, pues era sólo esto -continuó la señora Bantry-. Una noche, precisamente la anterior a
la tragedia, salí a la terraza antes de cenar. La ventana del salón estaba abierta y por casualidad
vi a Jerry Lorimer y a Maud Wye. Él... bueno, la estaba besando. Claro que yo ignoraba si se
trataba de un flirteo sin importancia, o si... bueno, quiero decir que nunca se sabe. Yo sabía
que a don Ambrose nunca le había gustado Jerry Lorimer, tal vez porque sabía que era de ese
estilo. Pero de una cosa estoy segura: esa chica, Maud Wye, estaba realmente interesada por
él. Sólo había que ver cómo lo miraba cuando no se creía observada. Y, además, hacían mejor
pareja que él y Sylvia.

-Voy a hacerle rápidamente una pregunta antes de que se me adelante la señorita Marple -dijo
don Henry-. Quiero saber si, después de la tragedia, Jerry Lorimer se casó con Maud Wye.

-Sí -dijo la señora Bantry-, seis meses después.

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-¡Oh! Scherezade, Scherezade -dijo don Henry-. ¡Y pensar en cómo nos presentó su historia
al principio! Nos dio los huesos pelados y hay que ver la carne que vamos encontrando ahora
en ellos.

-No hable usted así, no sea tan macabro -dijo la señora Bantry-. Y no emplee la palabra carne.
Los vegetarianos siempre lo hacen. Dicen "yo nunca como carne" de un modo que le quitan
a uno las ganas de comerse la chuleta que tiene delante. El señor Curie era vegetariano y solía
desayunar una especie de mejunje parecido al salvado. Los ancianos encorvados que llevan
barba suelen tener muchas manías y llevan ropa interior muy particular.

-¿Qué sabes tú de la ropa interior que llevaba el señor Curie? -preguntó su marido.

-Nada -replicó la señora Bantry muy digna-. Sólo lo imagino.

-Voy a rectificar mi declaración -dijo don Henry-. Debo reconocer que los personajes de este
drama son muy interesantes. Empiezo a conocerlos a todos. ¿Verdad, señorita Marple?

-La naturaleza humana es siempre interesante, don Henry. Y es curioso ver cómo cierto tipo
de personas tiende a actuar siempre del mismo modo.

-Dos mujeres y un hombre -dijo don Henry-. El eterno triángulo. ¿Es ésa la base de nuestro
problema? Yo creo que sí.

El doctor Lloyd se aclaró la garganta.

-He estado pensando -empezó con bastante dificultad-. ¿Dice usted, señora Bantry, que usted
también se sintió indispuesta?

-¡Por supuesto! ¡Y Arthur! ¡Y todos!

-Eso es, todos -dijo el médico-. ¿Comprenden lo que quiero decir? En la historia que don
Henry acaba de contarnos, un hombre disparó contra otro, pero no contra todos los que se
encontraban reunidos en la habitación.

-No comprendo -replicó Jane-. ¿Quién disparó contra quién?

-Lo que quiero decir es que quienquiera que planease el crimen lo hizo de un modo muy
particular. O bien con una fe ciega en la casualidad o con un desprecio absoluto de la vida
humana. Apenas puedo creer que exista un hombre capaz de envenenar deliberadamente a
ocho personas con el objeto de suprimir a una de ellas.

-Ya veo por dónde va -dijo don Henry pensativo-. Confieso que debiera haber pensado en
esto.

-¿Y no pudo haberse envenenado él también? -preguntó Jane.

NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 62


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-¿Faltó alguien a la mesa aquella noche? -quiso saber la señorita Marple.

La señora Bantry meneó la cabeza.

-Excepto el señor Lorimer, supongo, querida. Él no vivía en la casa, ¿no es cierto?

-No, pero aquella noche cenaba con nosotros -respondió la señora Bantry.

-¡Oh! -exclamó la señorita Marple-. Eso cambia mucho las cosas.

Y agregó frunciendo el entrecejo y como para sus adentros:

-He sido una tonta.

-Confieso que sus palabras me han desconcertado, Lloyd -dijo don Henry-. ¿Cómo asegurarse
de que la muchacha y sólo ella tomase la dosis fatal?

-No era posible -replicó el doctor-. Eso nos plantea otra cuestión. Supongamos que la joven
no fuera la víctima pretendida.

-¿Qué?

-En todos los casos de envenenamiento por vía oral el resultado es muy incierto. Varias
personas se sirven del mismo plato, ¿y qué ocurre? Una o dos enferman ligeramente, otras
dos, digamos, de gravedad, y otra fallece. Así es como ocurre siempre, no es posible tener
plena seguridad. Pero hay casos en los que puede intervenir otro factor. La digitalina es una
droga que afecta directamente al corazón, y como les he dicho se receta en ciertos casos.
Ahora bien, en la casa había una persona que sufría del corazón. Supongamos que fuese la
víctima escogida. Lo que no sería fatal para el resto, lo iba a ser para él, o eso es lo que pudo
suponer el asesino. Que todo resultara distinto es sólo una prueba de lo que acabo de decirles:
la incertidumbre y relatividad de los efectos de las drogas en los seres humanos.

-¿Cree usted que la víctima tenía que haber sido don Ambrose? -preguntó don Henry.

-Sí, sí, y la muerte de la joven fue un error.

-¿Quién heredó su dinero después de su muerte? -preguntó Jane.

-Una pregunta muy sensata, señorita Helier. Una de las primeras que hacía siempre en mi
antigua profesión -dijo don Henry.

-Don Ambrose tenía un hijo -replicó lentamente la señora Bantry-. Se había peleado con él
durante muchos años anteriormente. Creo que era muy rebelde. No obstante, no estaba en
manos de don Ambrose poder desheredarlo ya que Clodderham Court pasaba de padres a
hijos. Martin Bercy heredó el título y la hacienda. Sin embargo, don Ambrose tenía bastantes
propiedades más que podía dejar a quien quisiera y que dejó a su pupila Sylvia. Sé que don

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Ambrose falleció al cabo de medio año de haber sucedido lo que les estoy contando y no se
tomó la molestia de hacer nuevo testamento después de la muerte de Sylvia. Creo que el
dinero pasó a la Corona, o tal vez a su hijo como pariente más cercano, no lo recuerdo
exactamente.

-De modo que los únicos que podían realmente beneficiarse de la muerte de don Ambrose
eran un hijo que no estaba allí y la muchacha que falleció -resumió don Henry, pensativo-.
No resulta muy prometedor.

-¿La otra mujer no heredó nada? -preguntó Jane-. Ésa que la señora Bantry califica de "gata".

-En el testamento no constaba su nombre -dijo la señora Bantry.

-Señorita Marple, no nos escucha usted -le dijo don Henry-, parece estar muy lejos.

-Estaba pensando en el anciano señor Badger, el farmacéutico -contestó la aludida-. Tenía un


ama de llaves muy joven, lo suficiente no sólo para ser su hija, sino para ser su nieta. No dijo
una palabra a nadie, y su familia y un montón de sobrinos abrigaban la esperanza de heredarlo.
Y cuando falleció, ¿quieren ustedes creerlo?, llevaba dos años casado con ella en secreto.
Claro que el señor Badger era farmacéutico y también un hombre muy rudo y vulgar, y don
Ambrose Bercy un caballero muy fino, según dice la señora Bantry, pero en conjunto la
naturaleza humana es la misma en todas partes.

Hubo una pausa, durante la cual don Henry miró fijamente a la señorita Marple, quien no
apartó sus ojos azules e inteligentes hasta que Jane Helier rompió el silencio con una pregunta.

-¿La señora Carpenter era bien parecida? -preguntó.

-Sí, pero sencilla, nada llamativa.

-Tenía una voz muy agradable -dijo el coronel Bantry.

-Ronroneante, así es como yo la llamo -intervino la señora Bantry-. ¡Ronroneante!

-A ti también van a llamarte "gata" cualquier día de estos, Dolly.

-Me gusta serlo en mi casa -replicó ella-. De todas formas, ya sabes que no me gustan mucho
las mujeres. Sólo los hombres y las flores.

-Un gusto excelente -exclamó don Henry-. Especialmente por haber nombrado a los hombres
en primer lugar.

-Eso fue por delicadeza -respondió la señora Bantry-. Bueno, ¿qué me dicen de mi
problemita? Me parece que he jugado limpio, Arthur. ¿No crees que he jugado muy limpio?

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-Sí, querida. Pero no creo que haya una investigación sobre la limpieza de la carrera por los
comisarios del Jockey Club.

-Usted primero -dijo la señora Bantry señalando a don Henry.

-Tal vez me extienda excesivamente en mis deducciones, ya que no tengo ninguna seguridad
en este caso. Primero consideremos a don Ambrose. No creo que empleara un método tan
original para suicidarse, y por otro lado no ganaba nada con la muerte de su pupila. Descartado
don Ambrose. Ahora el señor Curie. No tenía motivos para matar a la joven. De haber sido
don Ambrose su presunta víctima, posiblemente hubiera robado un par de manuscritos raros
que nadie hubiera echado de menos. Es una teoría muy cogida por los pelos y poco probable.
De modo que considero que, a pesar de las sospechas de la señora Bantry en cuanto a su ropa
interior, el señor Curie queda eliminado. La señorita Wye. ¿Motivos para matar a don
Ambrose? Ninguno. ¿Motivos para matar a Sylvia? Poderosos. Ella quería al prometido de
Sylvia con locura, según dice la señora Bantry. Aquella mañana estuvo en el jardín con Sylvia,
de modo que tuvo oportunidad de coger las hojas. No, no podemos descartar a la señorita Wye
así como así y tampoco al joven Lorimer. Existen motivos en ambos casos. Si se deshace de
su novia puede casarse con la otra. No obstante, me parece excesivo asesinarla. ¿Qué significa
hoy en día la ruptura de un compromiso? Si muere don Ambrose, se casará con una mujer
rica en vez de con una pobre. Eso puede tener importancia o no, depende de su situación
económica. Si descubro que sus propiedades estaban hipotecadas y la señora Bantry nos ha
ocultado deliberadamente este detalle, no habrá sido juego limpio. Ahora la señora Carpenter.
Sospecho de la señora Carpenter. Esas manos tan blancas y su magnífica coartada en el
momento en que fueron cogidas las hojas. Siempre desconfío de las coartadas. Y tengo otra
razón para sospechar de ella, que me reservo. No obstante, a grosso modo, si tuviera que
acusar a alguien sería a la señorita Maud Wye ya que tenemos más pruebas contra ella que
contra nadie.

-Ahora usted -dijo la señora Bantry señalando al doctor Lloyd.

-Creo que se equivoca usted, Clithering, al aferrarse a la teoría de que la muerte de la joven
fuese intencionada. Estoy convencido de que el asesino intentaba deshacerse de don Ambrose.
No creo que el joven Lorimer tuviera los conocimientos necesarios y me siento inclinado a
creer que la culpa fue de la señora Carpenter. Llevaba mucho tiempo en la casa, conocía el
estado de salud de don Ambrose y pudo disponer con facilidad que esa joven Sylvia (que
usted misma dice que era bastante estúpida) cogiera las hojas adecuadas. Confieso que no veo
qué motivos pudo tener, pero me aventuro a suponer que, en otro tiempo, don Ambrose hizo
un testamento en que era mencionada. Es lo mejor que se me ocurre.

La señora Bantry pasó a señalar a Jane Helier.

-Yo no sé qué decir -dijo Jane-, excepto esto: ¿Por qué no pudo haberlo hecho la propia
muchacha? Después de todo, ella llevó las hojas a la cocina. Y usted dice que don Ambrose
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se había opuesto al noviazgo. Al morir él, conseguiría el dinero para poder casarse en seguida.
Debía conocer el estado de salud de don Ambrose tan bien como la señora Carpenter.

El índice de la señora Bantry señaló a la señorita Marple.

-Ahora usted, la profesora -le dijo.

-Don Henry lo ha expresado todo claramente, muy claramente -dijo la señorita Marple-. Y el
doctor Lloyd también tuvo razón en lo que dijo. Entre los dos lo han dejado todo bien claro.
Sólo que no creo que el doctor Lloyd haya comprendido lo que implica algo que él mismo ha
dicho. Veamos, al no ser el médico habitual de don Ambrose, no podía saber exactamente qué
clase de afección cardiaca padecía, ¿no les parece?

-No acabo de comprender lo que quiere usted decir, señorita Marple -dijo el doctor Lloyd.

-Usted supone que don Ambrose tenía un corazón al que le afectaría la digitalina, pero no hay
nada que lo pruebe. Pudo ser todo lo contrario.

-¿Lo contrario?

-Sí, usted dijo que a menudo se receta digitalina para ciertas afecciones del corazón.

-Aunque así sea, señorita Marple, no veo adónde quiere usted ir a parar.

-Pues significaría que podía tener digitalina en su poder con toda naturalidad, sin dar
explicaciones. Lo que trato de decir (siempre me expreso tan mal), es esto: Supongamos que
usted deseara envenenar a alguien con una dosis mortal de digitalina. ¿No sería lo más sencillo
y el medio más fácil procurar que todos sufrieran un envenenamiento producido por hojas de
dedalera, que contienen digitalina? No sería fatal para ninguno de los otros, pero nadie se
sorprendería de que hubiera una víctima ya que, como ha dicho el doctor Lloyd, estas cosas
son muy imprecisas. Nadie se molestaría en averiguar si la joven había tomado ya previamente
una dosis fatal de digitalina. Pudo ponérsela en un combinado, en el café o incluso hacérselo
beber simplemente como un tónico.

-¿Quiere usted decir que don Ambrose envenenó a su pupila, la encantadora joven a la que
tanto apreciaba?

-Exactamente -replicó la señorita Marple-. Igual que el señor Badge y su joven ama de llaves.
No me digan que es absurdo que un hombre de sesenta años se enamore de una joven de
veinte. Sucede cada día, y me atrevo a decir que un autócrata como don Ambrose pudo
tomárselo muy a pecho. Esas cosas a veces se convierten en una obsesión. No podía soportar
la idea de verla casada. Hizo cuanto pudo por evitarlo y fracasó. Sus celos crecieron de tal
modo que prefirió matarla antes de dejar que se casara con el joven Lorimer. Debía haberlo

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planeado bastante antes, ya que las semillas de dedalera tuvieron que ser sembradas entre la
salvia. Cuando llegó la ocasión, él mismo las cogió y envió a Sylvia con ellas a la cocina. Es
horrible pensarlo, pero supongo que debemos juzgarle con toda la benevolencia que podamos.
Los hombres de edad son algunas veces muy suyos en lo que se refiere a las chicas jovencitas.
Nuestro último organista... pero no hablemos más de los escándalos.

-Señora Bantry -preguntó don Henry-. ¿Fue así?

La señora Bantry asintió.

-Sí, yo no tenía la menor idea, nunca pensé que pudiera tratarse de otra cosa más que de un
accidente. Luego, después de la muerte de don Ambrose, recibí una carta. Había dejado
instrucciones para que me fuera enviada y en ella me contaba la verdad. No sé por qué, pero
él y yo siempre nos habíamos llevado muy bien.

Durante el momentáneo silencio percibió una crítica callada y se apresuró a agregar:

-Ustedes creen que estoy traicionando una confidencia, pero no es así. He cambiado todos los
nombres. En realidad, no se llamaba don Ambrose Bercy. ¿No se dieron cuenta de la extrañeza
con que me miró Arthur cuando dije el nombre por primera vez? Al principio no me entendía.
Lo he cambiado todo. Como dicen en las revistas y al principio de las novelas: "Todos los
personajes que aparecen en esta historia son puramente imaginarios". Nunca sabrán ustedes
quiénes fueron en realidad. FIN

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POBRES GENTES
[Cuento. Texto completo.]
León Tolstoi

En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando
una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa... La noche es
fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es
templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa sigue
encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca,
duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido
por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el
aullar del viento, y tiene miedo.

Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once... Juana se sume en
reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella
trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para comer. Los
niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos;
no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte
NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 68
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el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. "Gracias a Dios, los niños están sanos.
No puedo quejarme", piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad. "¿Dónde estará
ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él", dice, persignándose.

Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la
cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo,
si hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca
el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la
víspera había querido visitar a la vecina enferma. "No tiene quien la cuide", piensa, mientras
llama a la puerta. Escucha... Nadie contesta.

"A lo mejor le ha pasado algo", piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de par en par.
Juana entra.

En la choza reinan el frío y la humedad. Juana alza la linterna para ver dónde está la enferma.
Lo primero que aparece ante su vista es la cama, que está frente a la puerta. La vecina yace
boca arriba, con la inmovilidad de los muertos. Juana acerca la linterna. Sí, es ella. Tiene la
cabeza echada hacia atrás; su rostro lívido muestra la inmovilidad de la muerte. Su pálida
mano, sin vida, como si la hubiese extendido para buscar algo, se ha resbalado del colchón de
paja, y cuelga en el vacío. Un poco más lejos, al lado de la difunta, dos niños, de caras
regordetas y rubios cabellos rizados, duermen en una camita acurrucados y cubiertos con un
vestido viejo.

Se ve que la madre, al morir, les ha envuelto las piernecitas en su mantón y les ha echado por
encima su vestido. La respiración de los niños es tranquila, uniforme; duermen con un sueño
dulce y profundo.

Juana coge la cuna con los niños; y, cubriéndolos con su mantón, se los lleva a su casa. El
corazón le late con violencia; ni ella misma sabe por qué hace esto; lo único que le consta es
que no puede proceder de otra manera.

Una vez en su choza, instala a los niños dormidos en la cama, junto a los suyos; y echa la
cortina. Está pálida e inquieta. Es como si le remordiera la conciencia. "¿Qué me dirá? Como
si le dieran pocos desvelos nuestros cinco niños... ¿Es él? No, no... ¿Para qué los habré
cogido? Me pegará. Me lo tengo merecido... Ahí viene... ¡No! Menos mal..."

La puerta chirría, como si alguien entrase. Juana se estremece y se pone en pie.

"No. No es nadie. ¡Señor! ¿Por qué habré hecho eso? ¿Cómo lo voy a mirar a la cara ahora?"
Y Juana permanece largo rato sentada junto a la cama, sumida en reflexiones.

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ANTOLOGÍA LITERARIA…. EXPERIENCIA DE LECTURA… CASTEYOLI’S…

La lluvia ha cesado; el cielo se ha despejado; pero el viento sigue azotando y el mar ruge, lo
mismo que antes.

De pronto, la puerta se abre de par en par. Irrumpe en la choza una ráfaga de frío aire marino;
y un hombre, alto y moreno, entra, arrastrando tras de sí unas redes rotas, empapadas de agua.

-¡Ya estoy aquí, Juana! -exclama.


-¡Ah! ¿Eres tú? -replica la mujer; y se interrumpe, sin atreverse a levantar la vista.
-¡Vaya nochecita!
-Es verdad. ¡Qué tiempo tan espantoso! ¿Qué tal se te ha dado la pesca?

-Es horrible, no he pescado nada. Lo único que he sacado en limpio ha sido destrozar las
redes. Esto es horrible, horrible... No puedes imaginarte el tiempo que ha hecho. No recuerdo
una noche igual en toda mi vida. No hablemos de pescar; doy gracias a Dios por haber podido
volver a casa. Y tú, ¿qué has hecho sin mí?

Después de decir esto, el pescador arrastra la redes tras de sí por la habitación; y se sienta
junto a la estufa.

-¿Yo? -exclama Juana, palideciendo-. Pues nada de particular. Ha hecho un viento tan fuerte
que me daba miedo. Estaba preocupada por ti.

-Sí, sí -masculla el hombre-. Hace un tiempo de mil demonios, pero... ¿qué podemos hacer?

Ambos guardan silencio.

-¿Sabes que nuestra vecina Simona ha muerto?

-¿Qué me dices?

-No sé cuándo; me figuro que ayer. Su muerte ha debido ser triste. Seguramente se le
desgarraba el corazón al ver a sus hijos. Tiene dos niños muy pequeños... Uno ni siquiera sabe
hablar y el otro empieza a andar a gatas...

Juana calla. El pescador frunce el ceño; su rostro adquiere una expresión seria y preocupada.

-¡Vaya situación! -exclama, rascándose la nuca-. Pero, ¡qué le hemos de hacer! No tenemos
más remedio que traerlos aquí. Porque si no, ¿qué van a hacer solos con la difunta? Ya
saldremos adelante como sea. Anda, corre a traerlos.

Juana no se mueve.

-¿Qué te pasa? ¿No quieres? ¿Qué te pasa, Juana?

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-Están aquí ya -replica la mujer descorriendo la cortina.

FIN

EL CUENTO DEL NIÑO MALO


[Cuento. Texto completo.]
Mark Twain

Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los
libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se
llaman James. Era extraño que este se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era.

Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa
y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor
que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería
duro y frío con él.

La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá
enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan con su voz dulce y lastimera
para que se duerman; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la
cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba
Jim y su mamá no estaba enferma ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo.

Al contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim.
Decía que si se partía la nuca no se perdería gran cosa. Solo conseguía acostarlo a punta de
cachetadas y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le
jalaba las orejas.

Este niño malo se robó una vez las llaves de la despensa, se metió a hurtadillas en ella, se
comió la mermelada y llenó el frasco de brea para que su madre no se diera cuenta de lo que
había hecho; pero acto seguido... no se sintió mal ni oyó una vocecilla susurrarle al oído: “¿Te
parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No es acaso pecado? ¿Adónde van los niños malos que
se engullen la mermelada de su santa madre?”, ni tampoco, ahí solito, se hincó de rodillas y
prometió no volver a hacer fechorías, ni se levantó, con el corazón liviano, pletórico de dicha,
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ANTOLOGÍA LITERARIA…. EXPERIENCIA DE LECTURA… CASTEYOLI’S…

ni fue a contarle a su madre cuanto había hecho y a pedirle perdón, ni recibió su bendición
acompañada de lágrimas de orgullo y de gratitud en los ojos. No; este tipo de cosas les sucede
a los niños malos de los libros; pero a Jim le pasó algo muy diferente: se devoró la mermelada,
y dijo, con su modo de expresarse, tan pérfido y vulgar, que estaba “deliciosa”; metió la brea,
y dijo que esta también estaría deliciosa, y muerto de la risa pensó que cuando la vieja se
levantara y descubriera su artimaña, iba a llorar de la rabia. Y cuando, en efecto, la descubrió,
aunque se hizo el que nada sabía, ella le pegó tremendos correazos, y fue él quien lloró.

Una vez se encaramó a un árbol de manzana del granjero Acorn para robar manzanas, y la
rama no se quebró, ni se cayó él, ni se quebró el brazo, ni el enorme perro del granjero le
destrozó la ropa, ni languideció en su lecho de enfermo durante varias semanas, ni se
arrepintió, ni se volvió bueno. Oh, no; robó todas las manzanas que quiso y descendió sano y
salvo; se quedó esperando al cachorro, y cuando este lo atacó, le pegó un ladrillazo. Qué raro...
nada así acontece en esos libros sentimentales, de lomos jaspeados e ilustraciones de hombres
en levitas, sombrero de copa y pantalones muy cortos, y de mujeres con vestidos que tienen
la cintura debajo de los brazos y que no se ponen aros en el miriñaque. Nada parecido a lo
que sucede en los libros de las clases de religión.

Una vez le robó el cortaplumas al profesor, y temiendo ser descubierto y castigado, se lo metió
en la gorra a George Wilson... el pobre hijo de la viuda Wilson, el niño sanote, el niñito bueno
del pueblo, el que siempre obedecía a su madre, el que jamás decía una mentira, al que le
encantaba estudiar y le fascinaban las clases de religión de los domingos. Y cuando se le cayó
la navaja de la gorra, y el pobre George agachó la cabeza y se sonrojó, como sintiéndose
culpable, y el maestro ofendido lo acusó del robo, y ya iba a dejar caer la vara de castigo sobre
sus hombros temblorosos, no apareció de pronto un juez de paz de peluca blanca, para pasmo
de todos, que dijera indignado:

-No castigue usted a este noble muchacho... ¡Aquel es el solapado culpable!: pasaba yo junto
a la puerta del colegio en el recreo, y aunque nadie me vio, yo sí fui testigo del robo.

Y, así, a Jim no lo reprendieron, ni el venerable juez les leyó un sermón a los compungidos
colegiales, ni se llevó a George de la mano y dijo que tal muchacho merecía un premio, ni le
pidió después que se fuera a vivir con él para que le barriera el despacho, le encendiera el
fuego, hiciera sus recados, picara leña, estudiara leyes, le ayudara a su esposa con las labores
hogareñas, empleara el resto del tiempo jugando, se ganara cuarenta centavos mensuales y
fuera feliz. No; en los libros habría sucedido así, pero eso no le pasó a Jim. Ningún
entrometido vejete de juez pasó ni armó un lío, de manera que George, el niño modelo, recibió
su buena zurra y Jim se regocijó porque, como bien lo saben ustedes, detestaba a los
muchachos sanos, y decía que este era un imbécil. Tal era el grosero lenguaje de este
muchacho malo y negligente.

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Pero lo más extraño que le sucediera jamás a Jim fue que un domingo salió en un bote y no
se ahogó; y otra vez, atrapado en una tormenta cuando pescaba, también en domingo, no le
cayó un rayo. Vaya, vaya; podría uno ponerse a buscar en todos los libros de moral, desde
este momento hasta las próximas Navidades, y jamás hallaría algo así. Oh, no; descubriría
que indefectiblemente cuanto muchacho malo sale a pasear en bote un domingo se ahoga: y
a cuantos los atrapa una tempestad cuando pescan los domingos infaliblemente les cae un
rayo. Los botes que llevan muchachos malos siempre se vuelcan en domingo, y siempre hay
tormentas cuando los muchachos malos salen a pescar en sábado. No logro comprender cómo
diablos se escapó este Jim. ¿Será que estaba hechizado? Sí... esa debe ser la razón.

La vida de Jim era encantadora, así de sencillo. Nada le hacía daño. Llegó al extremo de darle
un taco de tabaco al elefante del zoológico y este no le tumbó la cabeza con la trompa. En la
despensa buscó esencia de hierbabuena, y no se equivoco ni se tomó el ácido muriático. Robó
el arma de su padre y salió a cazar el sábado, y no se voló tres o cuatro dedos. Se enojó y le
pegó un puñetazo a su hermanita en la sien, y ella no quedó enferma, ni sufriendo durante
muchos y muy largos días de verano, ni murió con tiernas palabras de perdón en los labios,
que redoblaran la angustia del corazón roto del niño. Oh, no; la niña recuperó su salud.

Al cabo del tiempo, Jim escapó y se hizo a la mar, y al volver no se encontró solo y triste en
este mundo porque todos sus seres amados reposaran ya en el cementerio, y el hogar de su
juventud estuviera en decadencia, cubierto de hiedra y todo destartalado. Oh, no; volvió a
casa borracho como una cuba y lo primero que le tocó hacer fue presentarse a la comisaría.

Con el paso del tiempo se hizo mayor y se casó, tuvo una familia numerosa; una noche los
mató a todos con un hacha, y se volvió rico a punta de estafas y fraudes. Hoy en día es el
canalla más pérfido de su pueblo natal, es universalmente respetado y es miembro del Concejo
Municipal. Fácil es ver que en los libros de religión jamás hubo un James malo con tan buena
estrella como la de este pecador de Jim con su vida encantadora.

FIN "The Story of the Bad Little Boy", 1875

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UNA HISTORIA DE FANTASMAS


[Cuento. Texto completo.]
Mark Twain

Alquilé una gran habitación lejos de Broadway, en un edificio grande y viejo cuyos pisos
superiores habían estado vacíos por años... hasta que yo llegué. El lugar había sido ganado
hacía tiempo por el polvo y las telarañas, por la soledad y el silencio. La primera noche que
subí a mis aposentos me pareció estar a tientas entre tumbas e invadiendo la privacidad de los
muertos. Por primera vez en mi vida me dio un pavor supersticioso; y como si una invisible
tela de araña hubiera rozado mi rostro con su textura, me estremecí como alguien que se
encuentra con un fantasma.

Una vez que llegué a mi cuarto me sentí feliz, y expulsé la oscuridad. Un alegre fuego ardía
en la chimenea, y me senté frente al mismo con reconfortante sensación de alivio. Estuve así
durante dos horas, pensando en los buenos viejos tiempos; recordando escenas e invocando
rostros medio olvidados a través de las nieblas del pasado; escuchando, en mi fantasía, voces
que tiempo ha fueron silenciadas para siempre, y canciones una vez familiares que hoy en día
ya nadie canta. Y cuando mi ensueño se atenuó hasta un mustio patetismo, el alarido del viento
fuera se convirtió en un gemido, el furioso latido de la lluvia contra las ventanas se acalló y
uno a uno los ruidos en la calle se comenzaron a silenciar, hasta que los apresurados pasos del
último paseante rezagado murieron en la distancia y ya ningún sonido se hizo audible. El
fuego se estaba extinguiendo. Una sensación de soledad se cebó en mí. Me levanté y me
desvestí moviéndome en puntillas por la habitación, haciendo todo a hurtadillas, como si
estuviera rodeado por enemigos dormidos cuyos descansos fuera fatal suspender. Me acosté
y me tendí a escuchar la lluvia y el viento y los distantes sonidos de las persianas, hasta que
me adormecí.

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Me dormí profundamente, pero no sé por cuánto tiempo. De repente, me desperté,


estremecido. Todo estaba en calma. Todo, a excepción de mi corazón: podía escuchar mi
propio latido. En ese momento las frazadas y colchas comenzaron a deslizarse lentamente
hacia los pies de la cama, ¡cómo si alguien estuviera halándolas! No podía moverme, no podía
hablar. Los cobertores se habían deslizado hasta que mi pecho quedó al descubierto. Entonces,
con un gran esfuerzo, los aferré y los subí nuevamente hasta mi cabeza. Esperé, escuché,
esperé. Una vez más comenzó el firme halón. Al final arrebaté los cobertores nuevamente a
su lugar, y los así con fuerza. Esperé. Luego sentí nuevos tirones, y la cosa renovó sus fuerzas.
El tirón se afianzó con firme tensión; a cada momento se hacía más fuerte. Mi fuerza cesó, y
por tercera vez las frazadas se alejaron. Gemí. ¡Y un gemido de respuesta vino desde los pies
de la cama! Gruesas gotas de sudor comenzaron a poblar mis sienes. Estaba más muerto que
vivo. Escuché unos fuertes pasos en el cuarto -como si fuera el paso de un elefante, eso me
pareció- y no era nada humano. Pero era como si se alejara de mí. Lo escuché aproximándose
a la puerta, traspasándola sin mover cerrojo o cerradura, y deambular por los tétricos pasillos,
tensando el piso de madera y haciendo crujir las vigas a su paso. Luego de eso, el silencio
reinó una vez más.

Cuando mi excitación se calmó, me dije a mí mismo: "Esto ha sido un sueño, simplemente un


horrendo sueño." Y me quedé pensando eso hasta que me convencí que había sido solo una
pesadilla, y entonces me relajé lo suficiente como para reír un poco y estuve feliz de nuevo.
Me levanté y encendí una luz; y cuando revisé la puerta, vi que la cerradura y el cerrojo
estaban como los había dejado. Otra serena sonrisa fluyó desde mi corazón y se ondeó en mis
labios. Tomé mi pipa y la encendí, y cuando estaba ya sentado frente al fuego, ¡la pipa se me
cayó de entre los dedos, la sangre se fue de mis mejillas, y mi plácida respiración se detuvo y
quedé sin aliento! Entre las cenizas del fuego, a un costado de mi propias huellas, había otra,
tan vasta en comparación que las mías parecían las de un infante. Entonces, había habido un
visitante, y las pisadas del elefante quedaban demostradas.

Apagué la luz y regresé a la cama, paralítico de miedo. Me recosté un largo rato, mirando
fijamente en la oscuridad, y escuchando. Percibí un rechinido más arriba, como si alguien
estuviera arrastrando un cuerpo pesado por el piso; entonces escuché que lanzaban el cuerpo,
y el chasquido de mis ventanas fue la respuesta del golpe. En otras partes del edificio escuché
portazos. A intervalos, también oí sigilosos pasos, por aquí y por allá, a través de los
corredores, y subiendo y bajando las escaleras. Algunas veces esos ruidos se acercaban a mi
puerta, dubitaban y luego retrocedían. Escuché, desde pasillos lejanos, el débil sonido de
cadenas, los que se iban acercando paulatinamente a la par que ascendían las escaleras,
marcando cada movimiento con un matraqueo metálico. Escuché palabras murmurantes;
gritos a medias que parecían ser violentamente sofocados; y el crujido de prendas invisibles.
En ese momento fui conciente de que mi habitación estaba siendo invadida, y de que no estaba
solo. Escuché suspiros y alientos alrededor de mi cama, y misteriosos murmullos. Tres
pequeñas esferas de suave fosforescencia aparecieron en el techo, directamente sobre mi

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cabeza, brillando durante un instante, para luego dejarse caer... dos de ellas sobre mi cara, y
una sobre la almohada. Me salpicaron con algo líquido y cálido. La intuición me dijo que
podría ser sangre; no necesitaba luz para darme cuenta de ello. Entonces vi rostros pálidos,
levemente luminosos, y manos blancas, flotando en el aire, como sin cuerpos; flotando en un
momento, para luego desaparecer. El murmullo cesó, lo mismo que las voces y los sonidos, y
una solemne calma siguió. Esperé y escuché. Sentí que tenía que encender una luz o moriría.
Estaba debilitado por el temor. Lentamente me alcé hasta sentarme, ¡y mi rostro entró en
contacto con una mano viscosa! Todas mis fuerzas me abandonaron de repente, y me caí como
si fuera un inválido. Entonces escuché el susurro de una tela; pareció como si hubiera pasado
la puerta y salido.

Cuando todo se calmó una vez más, salí de la cama, enfermo y enclenque, y encendí la luz de
gas con una mano tan trémula como si fuera de una persona de cien años. La luz le dio algo
de alegría a mi espíritu. Me senté y quedé contemplando las grandes huellas en las cenizas.
Las miré mientras la llama del gas se ponía mustia. En ese mismo momento volví a escuchar
el paso elefantino. Noté su aproximación, cada vez más cerca, por el vestíbulo, mientras la
luz se iba extinguiendo poco a poco. Los ruidos llegaron hasta mi puerta e hicieron una pausa;
la luz ya había menguado hasta convertirse en una mórbida llama azul, y todas las cosas a mi
alrededor tenían un aspecto espectral. La puerta no se abrió; sin embargo, sentí en el rostro
una leve bocanada de aire. En ese momento fui conciente que una presencia enorme y gris
estaba frente a mí. Miré con ojos fascinados. Había una luminosidad pálida sobre la Cosa;
gradualmente sus pliegues oscuros comenzaron a tomar forma; apareció una mano, luego unas
piernas, un cuerpo, y al final una gran cara de tristeza surgió del vapor. ¡Limpio de su
cobertura, desnudo, muscular y bello, el majestuoso Gigante de Cardiff apareció ante mí!

Todo mi miseria desapareció, ya que de niño sabía que ningún daño podría esperar de tan
benigno semblante. Mi alegría regresó una vez más a mi espíritu, y en simpatía con esta, la
llama de gas resplandeció nuevamente. Nunca un solitario exiliado fue tan feliz en recibir
compañía como yo al saludar al amigable gigante. Dije:

-¿Nada más que tú? ¿Sabes que me he pegado un susto de muerte durante las últimas dos o
tres horas? Estoy más que feliz de verte. Desearía tener una silla, aquí, aquí. ¡No trates de
sentarte en esa cosa!

Pero ya era tarde. Se había sentado antes que pudiera detenerlo; nunca vi una silla
estremecerse así en toda mi vida.

-Detente, detente o arruinarás todo.

De nuevo muy tarde. Hubo otro destrozo, y otra silla fue reducida a sus elementos originales.

NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 76


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-¡Al infierno! ¿Es que no tienes juicio? ¿Deseas arruinar todo el mobiliario de este lugar?
Aquí, aquí, tonto petrificado.

Pero fue inútil, antes que pudiera detenerlo, ya se había sentado en la cama, y esta era ya una
melancólica ruina.

-¿Qué clase de conducta es esta? Primero vienes pesadamente aquí trayendo una legión de
fantasmas vagabundos para intranquilizarme, y luego tengo que pasar por alto tal falta de
delicadeza que no sería tolerada por ninguna persona de cultura elevada excepto en un teatro
respetable, y no contento con la desnudez de tu sexo, me compensas destrozando todo el
mobiliario mientras buscas lugar dónde sentarte. Tú te dañas a ti mismo tanto como a mí. Te
has lastimado el final de tu columna vertebral, y has dejado el piso sembrado de astillas de
tus destrozos. Deberías estar avergonzado, ya eres bastante grande como para saber las cosas.

-Está bien, no romperé más muebles. Pero ¿qué puedo hacer? No he tenido la oportunidad de
sentarme desde hace cien años.

Y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos.

-Pobre diablo -dije- no debería haber sido tan rudo contigo. Eres un huérfano, sin duda. Pero
siéntate en el piso, aquí, ninguna otra cosa aguantará tu peso.

Así que se sentó en el piso y encendí una pipa que me dio, le di una de mis mantas y se la
puso sobre los hombros, le puse mi bañera invertida en la cabeza, a modo de casco, y lo puse
a sentir confortable. Entonces él cruzó las piernas mientras yo avivé el fuego y acerqué las
prodigiosas formas de sus pies al calor.

-¿Qué pasa con las plantas de tus pies y la parte anterior de tus piernas, que parecen
cinceladas?

-¡Sabañones infernales! Los agarré estando en la granja Newell. Amo ese lugar como si fuera
mi viejo hogar. No hay para mí nada como la tranquilidad que siento cuando estoy ahí.

Hablamos durante media hora, y luego noté que se veía cansado, y se lo dije.

-¿Cansado? -dijo-. Bueno, debería estarlo. Y ahora te diré todo, ya que me has tratado tan
bien. Soy el espíritu del Hombre Petrificado que yace sobre la calle que va al museo. Soy el
fantasma del Gigante de Cardiff. No puedo tener descanso, no puedo tener paz, hasta que
alguien dé a mi pobre cuerpo una sepultura. ¿Qué es lo más natural que puedo hacer para que
los hombres satisfagan ese deseo? ¡Aterrorizarlos, encantar el lugar donde descansan! Así que
embrujé el museo noche tras noche. Hasta tuve la ayuda de otros espectros. Pero no hice bien,
porque nadie se atrevía luego a ir al museo a medianoche. Entonces se me ocurrió acechar un
poco este lugar. Sentí que si escuchaba gritos, tendría éxito, así que recluté a las más eficientes
almas que la perdición pudiera proveer. Noche tras noche estuvimos estremeciendo estas

NO HAY MEJOR NAVE PARA VOLAR, QUE UN LIBRO 77


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enmohecidas recámaras, arrastrando cadenas, gruñendo, murmurando, deambulando,


subiendo y bajando escaleras, hasta que, para decir la verdad, me cansé de hacerlo. Pero
cuando vi una luz en tu cuarto esta noche, recuperé mis energías nuevamente y salí con la
frescura original. Pero estoy cansado, enteramente agotado. ¡Dame, te imploro, dame alguna
esperanza!

Encendido por un estallido de excitación, exclamé:

-¡Esto sobrepasa todo, todo lo ocurrido! ¿Por qué tú, pobre fósil antiguo, te tomas tantas
preocupaciones por nada? ¡Has estado acechando una efigie de yeso de ti mismo, ya que el
verdadero Gigante de Cardiff está en Albany! ¡Demonios! ¿No sabes en dónde están tus
propios restos?

Nunca vi tan elocuente mirada de vergüenza, de lastimera humillación. El Hombre Petrificado


se levantó lentamente y dijo:

-Honestamente, ¿es eso cierto?

-Tan cierto como que estoy aquí sentado.

Sacó la pipa de su boca y la dejó en el mantel, luego se irguió dubitativamente (de manera
inconsciente, por algún viejo hábito, llevó sus manos hasta donde los bolsillos de sus
pantalones deberían haber estado, y de forma meditativa dejó caer su barbilla en su pecho) y
finalmente dijo:

-Bien, nunca antes me sentí tan absurdo. ¡El Hombre Petrificado ha sido vendido a alguien
más, y ahora el peor fraude ha terminado vendiendo su propio fantasma! Hijo mío, si alguna
caridad queda en tu corazón por un pobre fantasma sin amigos como yo, por favor no dejes
que esto se sepa. Piensa cómo te sentirías si te hubieras puesto tú mismo en ridículo también.

Escuché esto, y el bribón se fue retirando lentamente, paso a paso bajó las escaleras y salió a
la calle desierta; me sentí triste de que se hubiera ido, pobre tipo, y también porque se llevó
mi manta y mi bañera.

FIN "A Ghost Story", 1875

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