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Erant autem appropinquantes ei publicani et peccatores, ut audirent illum.
Los publicanos y los pecadores se paraban cerca de Jesucristo para escucharlo
(Luc. 15, 1).
I. Todo es atractivo y reconfortante en la conducta que la misericordia de Dios
tiene con respecto a los pecadores: los espera, los invita y los recibe en la
penitencia. "Dios, nos dice el profeta Isaías, espera al pecador, y esto, por un puro
efecto de su bondad, porque el pecador, tan pronto como cae en falta, merece
ser castigado". Nada es más debido al pecado que el castigo. Tan pronto como ese
miserable pecador se rebeló contra su Dios, todas las criaturas piden venganza por
su rebelión. Señor, ellas le dicen, como los servidores del padre de familia, permite
que vayamos a arrancar del campo de tu Iglesia esa cizaña que estropea y
deshonra al buen grano. ¿Quieres, le dice el mar, que lo engulla en mis abismos? La
tierra: ¿qué me abra para hacerlo descender vivo en los infiernos? El aire: ¿qué lo
sofoque? El fuego: ¿qué lo queme? El agua: ¿ qué lo ahogue? ¿Pero qué responde
el Padre de las misericordias? No, no, dice, esa cizaña puede hacerse un buen
grano; ese pecador puede convertirse. Que ese pecador se extravié, no dice nada.
Que se aleje de él, que corra a su pérdida, lo trasiega." ¡Oh Señor! ¡oh Dios de las
misericordias! todavía pecador me alejaba todos los días cada vez más, dice san
Agustín; todos mis pasos y todos mis esfuerzos eran tantas caídas en nuevos
precipicios, mis pasiones más se encendían siempre; sin embargo tu tenías
paciencia. ¡Oh paciencia infinita de mi Dios! ¡hace tantos años que te ofendo, y tu
todavía no me castigas! ¿De donde viene pues esto? ¡Ah! lo se ahora; el caso es que
tu querías que me convirtiera y que retornase a ti en la penitencia."
¿Quiere, este Dios de misericordia, castigar a los hombres en el tiempo del diluvio a
causa de los crímenes horribles de los que habían sido culpables? lo hace sólo a
disgusto, dice la Escritura. Este arrepentimiento que Dios demuestra, dice san
Ambrosio, nos muestra la enormidad de los crímenes con que los hombres habían
manchado la tierra. Sin embargo, se contenta con decir: "los destruiré" (Gen. 7, 7).
¿Por qué habla como de una cosa que viene? ¿ Acaso su sabiduría no contaba con
los medios? No, sin duda; pero habla de este castigo como cosa que viene, con el
fin de darles a los culpables el tiempo de desarmar su cólera. Les advierte de la
desgracia con que los amenaza ciento veinte años antes de que llegue, con el fin
de darles el tiempo de desviarlo por la penitencia. El les envía a Noé para
recomendarles esta penitencia; para asegurarles que si cambian de vida, él mismo
va a cambiar de resolución. El santo patriarca queda cien años en edificar esta
arca; con el fin de que los hombres, viendo este nuevo edificio, le pregunten la razón
y vuelvan en sí mismos. ¡Cuántos retrasos! ¡cuántas rebajas! Dios espera su
penitencia. Por fin cansan su paciencia. Así es como Dios todavía espera hoy a la
penitencia de ese miserable pecador, que sin cesar ve morir delante de sus ojos un
número infinito con las muertes más horrorosas. Unos son precipitados a las aguas,
otros fulminados por el rayo del cielo; otros, capturados en la flor de su edad; otros,
arrancados de en medio de los placeres y de una fortuna floreciente. Este Dios de
bondad y de ternura, que desea la conversión del pecador con celo, permite que
esos rumores se difundan en diferentes partes del mundo, como una trompeta que
anuncia a todos los pecadores que estén preparados, que pronto llegará su turno, y
que si ellos no sacan provecho de estos ejemplos para volver en si mismos, ¡por
desgracia! ¡ Posiblemente, ¡por desgracia! van a servir pocos de ejemplo a otros.
Pero estos miserables pecadores son semejantes a estos hombres de quienes habla
la Escritura, los que no fueron movidos de ninguna manera por las amenazas que
Dios les hacía por la boca del santo patriarca Noé (Luc. 17, 27; 1 Pe. 3, 20).
"¡Ah! pecador, exclama san Pedro, ¿por qué no atiendes a la voz de tu Dios que te
llama? te tiende la mano para arrancarte de ese abismo donde tus pecados te
precipitaron; vuelve, te promete tu perdón." ¡Oh que es triste, hijos míos, no conocer
su estado deplorable! Vayamos pues a la voz del que nos llama para curarnos estos
dolores por los que nuestra pobre alma es desfigurada.
Decimos que Dios mismo invita al pecador a la penitencia. "Oh Jerusalén, has sido
infiel, te prostituiste al amor impuro de las criaturas; sin embargo, vuelve a mi y te
recibiré (Jer. 3, 1). " Así hablaba el Señor, por la boca del profeta Jeremías, a una
pecadora del Antiguo Testamento. Escuchemos lo que todavía nos dice este divino
Salvador: "Pecadores, ustedes están cansados de la voz de la iniquidad, sin
embargo, vengan a mi y los aliviaré. Vengan a probar y sentir cuán dulce es el
Señor, cuán ligero es su yugo, cuán amables son sus mandamientos (Sab 5, 7; Mt. 11,
2830)." ¡Oh el buen Pastor de nuestras almas! no contento con recordar a sus ovejas
descarriadas, va a buscarlas. Véalo, agobiado por el cansancio cerca del pozo de
Jacob, persiguiendo una de sus ovejas, en la persona de la Samaritana (Jn. 4). Véalo
en la casa de Simón el leproso, persiguiéndola en la persona de Magdalena porque
ella si vino para encontrar al Salvador en la casa de ese fariseo, fue sólo por una
atracción de la gracia que tocó su corazón y condujo sus pasos (Luc. 7). Véalo en
Jericó, haciendo de un Zaqueo, de un pecador público, un perfecto penitente (ibid.
19). Todavía vean sus entrañas emocionadas sobre todos los pecadores en general."
Quiero misericordia y no sacrificio, dice; vine para llamar al pecador y no al justo
(Mt. 9, 13)." "Oh cuántas veces, exclama, oh ingrata Jerusalén, quise reunir a tus
pequeños bajo las alas de mi misericordia, como una gallina reúne a sus pequeños
pollitos bajo las alas, y no quisiste (ibid. 23, 37)." ¿No es todavía la misma gracia, que,
cada día, apremia y solicita al pecador a convertirse?
3° Yo digo que si el pecador es bastante afortunado de regresar a Dios, lo recibirá en
la penitencia y lo perdonará sin demora. Sí, hijos míos, si ese pecador deja sus
crímenes e iniquidades y vuelve sinceramente a Dios, Dios está totalmente dispuesto
a perdonarle. Lo veamos en los más consoladores de todos los ejemplos que el
Evangelio nos propone, que es el del hijo pródigo. Había disipado todo su bienes
viviendo como un libertino y un disoluto. Su mala vida lo redujo a una miseria muy
grande y estaba contento de alimentarse de los restos de los cerdos; sin embargo
nadie se los daba. Por fin, profundamente conmovido por su miseria, dirige los ojos
sobre su pobre condición: toma la resolución de regresar a la casa de su padre,
donde el último de los esclavos estaba mucho mejor que él. Aquí es cuando se
marcha. Esta todavía muy alejado cuando su padre lo ve. Al verlo, es conmovido
por la compasión, olvida su edad avanzada, corre al encuentro de él, se echa en su
cuello y lo besa. "¡Ah! mi padre, ¿qué hace? Pequé contra el cielo y contra ti, ya no
merezco ser llamado tu hijo, ponme solamente entre sus esclavos. No, no, mi hijo, le
dice este buen padre, olvido todo el pasado. Qué le traigan un vestido de fiesta
para vestirlo, qué le pongan un anillo en el dedo y sandalias en sus pies; qué se mate
al ternero, qué se regocijen; mi hijo estaba muerto, ha resucitado; estuvo perdido, es
encontrado (Luc. 15)." Esa es la figura y aquí esta la realidad. Tan pronto como el
pecador toma la resolución de regresar a Dios y de convertirse, a su primer paso, la
misericordia es tocada por la compasión; corre adelante de él, advirtiéndole por su
gracia, lo besa, favoreciéndolo de sus consuelos espirituales, lo restablece en su
primer estado, perdonándole todos sus desarreglos pasados.
"Pero, dirá este pecador convertido, Señor, disipé todo los bienes que tu me habías
dado, me serví de eso sólo para ofenderte. No importa, dirá este buen Padre,
quiero olvidar todo el pasado. Qué se le devuelva a este pecador convertido su
primer vestido revistiéndole de Jesucristo, de su gracia, de sus virtudes, de sus
méritos." Aquí esta, hijos míos, la manera en la que la justicia de Dios trata al
pecador. Con qué confianza y con cuánta diligencia no debemos regresar a Dios,
cuando tuvimos la desgracia de abandonarlo siguiendo los deseos corrompidos de
nuestro corazón. ¿Podemos temer ser rechazados, después de tantas muestras de
ternura y de amor para los más grandes pecadores?
No, hijos míos, no tardemos más en regresar a Dios; los tiempos presentes y por venir
deben asustarnos.
Primero, el tiempo presente: si desgraciadamente estamos en estado de pecado
mortal, estamos en un peligro inminente de morir así. El Espíritu Santo nos dice:"El que
se expone al peligro perecerá allí (Ecl. 3, 27)". Así, viviendo en el odio de Dios,
teníamos razón de temer que la muerte nos sorprenda allí. Ya que Dios les ofrece
hoy su gracia, ¿por qué no sacan provecho de eso? Decir que no hay prisa, que
ustedes tienen tiempo ¿no es, hijos míos, razonar como insensatos? Vean, ¿de qué
son capaces cuando están enfermos? ¡Por desgracia! de nada en absoluto; ustedes
ni siquiera pueden hacer como es debido un acto de contrición, porque están tan
absorbidos por sus sufrimientos, que no piensan de ninguna manera en sus salvación.
Pues bien, hijos míos, no somos demasiado desgraciados de esperar a la muerte
para convertirnos? Hagan por lo menos para su pobre alma lo que ustedes hacen
para su cuerpo que es sin embargo sólo un montón de podredumbre y que, dentro
de algunos momentos, será el alimento de los animales más viles. ¿Cuando son
peligrosamente heridos, esperan seis meses o un año para aplicar los remedios que
ustedes creen son necesarios para curarse? ¿Cuando son atacados por una bestia
feroz, esperan ser medio devorados para pedir socorro? ¿No imploran, de
inmediato, el socorro de sus vecinos? ¿Por qué, hijos míos, no actúan igual cuando
ustedes ven su pobre alma manchada y desfigurada por el pecado, reducida bajo
la tiranía de los demonios? ¿Por qué no emplean en seguida la asistencia del cielo y
no recurren a la penitencia?
Sí, hijos míos, por grandes pecadores que sean, ustedes no quieren morir en el
pecado. ¡Pues bien! ya que desean dejar el pecado un día, ¿por qué no lo dejan
hoy, ya que Dios les da el tiempo y las gracias para esto? ¿Creen que, de inmediato,
Dios estará más dispuesto a perdonarles, y que sus malas costumbres serán menos
difíciles de romper? No, no, hijos míos, cuanto más difieran su vuelta a Dios, más difícil
será su conversión. El tiempo, que debilita todo, sólo fortifica nuestras malas
inclinaciones.
Posiblemente ustedes se tranquilizan sobre el tiempo venidero. ¡Por desgracia! hijos
míos, no se equivoquen así: los juicios de Dios son tan temibles que ustedes no puede
diferir su conversión un solo minuto, sin exponerse a estar perdidos para siempre. El
Espíritu Santo nos dice, por la boca del Sabio, "que el Señor sorprenderá al pecador
en su cólera (Ecl. 5, 9)". Jesucristo mismo nos dice "que vendrá como un ladrón de
noche, que llega en el momento menos pensado (Mt. 24, 50)". El nos repite también
estas palabras: "Velen y recen continuamente, por temor de que cuando yo venga,
no los encuentre dormidos (Mc. 13, 36)". Jesucristo quiere mostrarnos con estas
palabras que debemos velar constantemente para que nuestra alma no se
encuentre nunca más en estado de pecado, cuando la muerte nos golpee.
Hagamos, hijos míos, como las vírgenes prudentes, que hicieron sus provisiones de
aceite para esperar la llegada del esposo, con el fin de estar dispuestas a irse
cuando él les llame. Lo mismo, hagamos provisión de buenas obras, antes de que
Dios nos llame ante su tribunal. No imitemos a esas vírgenes imprudentes, que
esperaron la llegada del esposo para ir a buscar el aceite; cuando estuvieron de
regreso, la puerta estaba cerrada; tuvieron a bien rogar al esposo les abriera; él les
respondió que no las conocía (Mt. 25). Triste figura, pero muy sensible, hijos míos, del
pecador que aplaza su retorno a Dios día tras día. Llegando a la muerte, todavía les
gustaría disfrutar de ese momento, pero es demasiado tarde, no hay remedio.
Sí, hijos míos, la sola incertidumbre del momento en que Dios nos cite a comparecer
delante de él, nos debería asustar y comprometernos a no perder un solo instante
para asegurar nuestra salvación. Por otra parte, hijos míos, ¿sabemos el número de
pecados que Dios quiere sufrir de nosotros, la medida de las gracias que quiere
concedernos, y por fin, hasta dónde debe ir su paciencia? ¡No debemos temer que
el primer pecado que cometamos ponga el sello a nuestra reprobación! Ya que
queremos salvarnos, ¿por qué diferir más tiempo? ¡Cuántos ángeles y millones de
hombres, qué cometieron sólo un pecado mortal! Sin embargo, ese solo pecado
será la causa por la que sufrirán durante toda la eternidad. No, hijos míos, los
ladrones no son castigados igualmente; unos envejecen en el bandolerismo; otros, al
primer crimen, son sorprendidos y castigados. ¿No debemos temer que la misma
cosa nos suceda? Es verdad que ustedes se tranquilizan sobre lo que Dios no les
castiga, aunque le ofendan continuamente. Pero así, posiblemente puede ser el
primer pecado que ustedes cometan, que les esté esperando para golpearlos y
precipitarlos en los abismos. Vean a un ciego que marcha hacia un precipicio, el
último paso que hace no es más grande que el primero; sin embargo, es esto lo que
lo echa en el precipicio. No, hijos míos, para caer en el infierno, no es necesario
cometer grandes crímenes, basta con continuar viviendo en el alejamiento de los
sacramentos para estar perdido para siempre. Vayamos, hijos míos, no cansemos
más la paciencia de Dios, apresurémonos a corresponder a su bondad, que quiere
sólo nuestra felicidad. Pero veamos, de manera todavía más particular, lo que
debemos hacer para corresponder a las intenciones que la misericordia de Dios
tiene sobre nosotros.
II. Decimos que si la misericordia de Dios espera al pecador a la penitencia, no hay
que cansar su paciencia; nos llama, nos invita, debemos ir a la delantera de ella; nos
recibe y nos perdona, debemos permanecerle fieles . Estos son los deberes de
reconocimiento que pide de nosotros. Sí, Dios espera y sufre al pecador. Pero, ¡por
desgracia! ¿cuántos pecadores que, en lugar de sacar provecho de su paciencia,
para volver en si mismos, añaden pecado sobre pecado? Hace diez, veinte años,
que Dios espera a este miserable pecador a la penitencia; pero que tiemble, no hay
más que una pequeña red por la cual la misericordia suspende la ejecución de sus
venganzas. ¡Ah! miserable pecador, ¿despreciará siempre las riquezas de su
paciencia, de su bondad y de su extensa tolerancia? ¿Esto es porque Dios le espera
a la penitencia, que jamás lo hará? ¿No es , al contrario, dice el santo Apóstol, esta
bondad divina que debe comprometerle en no demorar más?". Sin embargo, dice,
por la dureza y la impenitencia de su corazón, amontona tesoros de cólera para el
día de la manifestación del Señor (Rom. 2, 45)". En efecto, ¿qué dureza igual a la de
un hombre quién no es ablandado en nada por la dulzura y la ternura de un Dios
que, desde hace tantos años, le espera a la penitencia? Es pues solo el pecador
quien es causa de su pérdida. Sí, Dios hizo todo lo que debía hacer para su
salvación, le dio la gracia de conocerlo, le enseñó a discernir el bien del mal, le
manifestó las riquezas de su corazón para atraerlo hacia Él, hasta lo amenazó de
rigores en su juicio para empeñarle en convertirse; pues si el pecador muere en la
impenitencia, sólo puede culparse a sí mismo. Saquemos provecho, hijos míos, con la
misericordia Dios empieza a esperarnos en la penitencia. ¡Ah! No cansemos más su
paciencia por retrasos continuos en la conversión.
2° decimos que cuando la misericordia de Dios nos llama, hace falta que vayamos a
la delantera de ella. "Dios, dice san Ambrosio, se compromete en perdonarnos; pero
hace falta que nuestra voluntad se una a la de Dios; Él quiere salvarnos, hace falta
que lo queramos también, porque una de estas voluntades tiene su efecto sólo
conjuntamente unida con la otra: la de Dios comienza la obra, la conduce y la
consume; y la del hombre debe concurrir al cumplimiento de sus intenciones.
Debemos estar en la misma disposición que san Pablo a principios de su conversión,
así como nos dice en su epístola a los Gálatas. "Ustedes han oído hablar de mi
conducta y de mis acciones totalmente criminales. Antes de que Dios me hubiera
hecho la gracia de convertirme, perseguía a la Iglesia de Dios de manera tan cruel
que me horrorizo cada vez que pienso en eso; ¿quien hubiera creído que la
misericordia divina había escogido ese momento para llamarme? (Gal. I, 13). Fue
cuando me vi totalmente rodeado de una luz brillante, y que oí una voz que me
decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Soy tu Salvador y tu Dios, contra el que
diriges tu rabia y tus persecuciones (He. 22, 67)". Sí, hijos míos, podemos decir que lo
que sucedió una vez, de manera tan sorprendente a san Pablo, todavía sucede
todos los días en favor del pecador. Su gracia lo busca y lo persigue, hasta cuando
ese miserable le ofende. Si quiere reconocer la verdad, será forzado a admitir que
cada vez que está dispuesto a hacer el mal, la voz de Dios se hace oír en el fondo
de su corazón, para oponerse a sus intenciones criminales. ¿Que debe hacer este
pecador? Debe obedecer a la voz del cielo, y decir como el santo varón Job:
"Señor, tu has contado mis pasos en mis extravíos; pero ahora vengo a ti, dígnate
hacerme misericordia (Job. 16, 16)."
Acabamos de ver cuán grande es la misericordia de Dios; así, por muy pecadores
que seamos, jamás desesperemos de nuestra salvación, porque la bondad de Dios
sobrepasa infinitamente nuestra malicia. Pero también no abusar de ella; "porque,
dice el Profeta, la misericordia divina es para los que la temen y no para los que la
desprecian (Salm. 102, 17)". El justo debe esperar en la misericordia de Dios; pero
debe perseverar, con el fin de que ella recupere en él sus derechos en recompensa
de sus méritos. El pecador debe de la misma manera confiar en la misericordia de
Dios; pero, qué haga penitencia. Con el fin de que nuestra conversión sea sincera,
debemos unir la esperanza a la penitencia: porque hacer penitencia sin confiar, es
la división de los demonios, y confiar sin hacer penitencia, la presunción del libertino.
¡Felices, hijos míos, si correspondemos a los cuidados, a la diligencia y a las gracias
que Dios no deja de prodigarnos para hacernos alcanzar nuestra salvación! Es lo que
les deseo.
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