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FUENTES DE LA ORACIÓN
EL CAMINO DE LA ORACIÓN
MAESTROS DE ORACIÓN
Los santos son para los cristianos modelos de oración, y a ellos les pedimos
también que intercedan, ante la Santísima Trinidad, por nosotros y por el
mundo entero; su intercesión es el más alto servicio que prestan al designio
de Dios. En la comunión de los santos, a lo largo de la historia de la Iglesia,
se han desarrollado diversos tipos de espiritualidad, que enseñan a vivir y a
practicar la oración.
La familia cristiana constituye el primer ámbito de educación a la oración.
Hay que recomendar de manera particular la oración cotidiana en familia,
pues es el primer testimonio de vida de oración de la Iglesia. La catequesis,
los grupos de oración, la «dirección espiritual» son una escuela y una ayuda
para la oración.
Se puede orar en cualquier sitio, pero elegir bien el lugar tiene importancia
para la oración. El templo es el lugar propio de la oración litúrgica y de la
adoración eucarística; también otros lugares ayudan a orar, como «un
rincón de oración» en la casa familiar, un monasterio, un santuario.
CAPÍTULO TERCERO LA VIDA DE ORACIÓN
Todos los momentos son indicados para la oración, pero la Iglesia propone
a los fieles ritmos destinados a alimentar la oración continua: oración de la
mañana y del atardecer, antes y después de las comidas, la Liturgia de la
Horas, la Eucaristía dominical, el Santo Rosario, las fiestas del año
litúrgico. «Es necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar»
(San Gregorio Nacianceno).
La tradición cristiana ha conservado tres modos principales de expresar y
vivir la oración:
1. la oración vocal,
2. la meditación
3. y la oración contemplativa.
Su rasgo común es el recogimiento del corazón.
La oración del Señor contiene siete peticiones a Dios Padre. Las tres
primeras, más teologales, nos atraen hacia Él, para su gloria, pues lo propio
del amor es pensar primeramente en Aquel que amamos. Estas tres súplicas
sugieren lo que, en particular, debemos pedirle: la santificación de su
Nombre, la venida de su Reino y la realización de su voluntad. Las cuatro
últimas peticiones presentan al Padre de misericordia nuestras miserias y
nuestras esperanzas: le piden que nos alimente, que nos perdone, que nos
defienda ante la tentación y nos libre del Maligno.
Santificar el Nombre de Dios es, ante todo, una alabanza que reconoce a
Dios como Santo. En efecto, Dios ha revelado su santo Nombre a Moisés, y
ha querido que su pueblo le fuese consagrado como una nación santa en la
que Él habita.
Santificar el Nombre de Dios, que «nos llama a la santidad» (1Ts 4, 7), es
desear que la consagración bautismal vivifique toda nuestra vida.
Asimismo, es pedir que, con nuestra vida y nuestra oración, el Nombre de
Dios sea conocido y bendecido por todos los hombres.
La Iglesia invoca la venida final del Reino de Dios, mediante el retorno de
Cristo en la gloria. Pero la Iglesia ora también para que el Reino de Dios
crezca aquí ya desde ahora, gracias a la santificación de los hombres en el
Espíritu y al compromiso de éstos al servicio de la justicia y de la paz,
según las Bienaventuranzas. Esta petición es el grito del Espíritu y de la
Esposa: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22, 20).
La voluntad del Padre es que «todos los hombres se salven» (1Tm 2, 4).
Para esto ha venido Jesús: para cumplir perfectamente la Voluntad salvífica
del Padre. Nosotros pedimos a Dios Padre que una nuestra voluntad a la de
su Hijo, a ejemplo de María Santísima y de los santos. Le pedimos que su
benevolente designio se realice plenamente sobre la tierra, como se ha
realizado en el cielo. Por la oración, podemos «distinguir cuál es la
voluntad de Dios» (Rm 12, 2), y obtener «constancia para cumplirla» (Hb
10, 36).
Al pedir a Dios, con el confiado abandono de los hijos, el alimento
cotidiano necesario a cada cual, para su subsistencia, reconocemos hasta
qué punto Dios Padre es bueno, más allá de toda bondad. Le pedimos
también la gracia de saber obrar, de modo que la justicia y la solidaridad
permitan que la abundancia de los unos cubra las necesidades de los otros.
Puesto que «no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la
boca de Dios» (Mt 4, 4), la petición sobre el pan cotidiano se refiere
igualmente al hambre de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo,
recibido en la Eucaristía, así como al hambre del Espíritu Santo. Lo
pedimos, con una confianza absoluta, para hoy, el hoy de Dios: y esto se
nos concede, sobre todo, en la Eucaristía, que anticipa el banquete del
Reino venidero.
Al pedir a Dios Padre que nos perdone, nos reconocemos ante Él
pecadores; pero confesamos, al mismo tiempo, su misericordia, porque, en
su Hijo y mediante los sacramentos, «obtenemos la redención, la remisión
de nuestros pecados» (Col 1, 14). Ahora bien, nuestra petición será
atendida a condición de que nosotros, antes, hayamos, por nuestra parte,
perdonado.
La misericordia penetra en nuestros corazones solamente si también
nosotros sabemos perdonar, incluso a nuestros enemigos. Aunque para el
hombre parece imposible cumplir con esta exigencia, el corazón que se
entrega al Espíritu Santo puede, a ejemplo de Cristo, amar hasta el extremo
de la caridad, cambiar la herida en compasión, transformar la ofensa en
intercesión. El perdón participa de la misericordia divina, y es una cumbre
de la oración cristiana.
Pedimos a Dios Padre que no nos deje solos y a merced de la tentación.
Pedimos al Espíritu saber discernir, por una parte, entre la prueba, que nos
hace crecer en el bien, y la tentación, que conduce al pecado y a la muerte;
y, por otra parte, entre ser tentado y consentir en la tentación. Esta petición
nos une a Jesús, que ha vencido la tentación con su oración. Pedimos la
gracia de la vigilancia y de la perseverancia final.
El mal designa la persona de Satanás, que se opone a Dios y que es «el
seductor del mundo entero» (Ap 12, 9). La victoria sobre el diablo ya fue
alcanzada por Cristo; pero nosotros oramos a fin de que la familia humana
sea liberada de Satanás y de sus obras. Pedimos también el don precioso de
la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo, que nos
librará definitivamente del Maligno.
«Después, terminada la oración, dices: Amén, refrendando por medio de
este Amén, que significa “Así sea”, lo que contiene la oración que Dios nos
enseñó» (San Cirilo de Jerusalén).
Doctrina Social de la Iglesia y sus principios
La doctrina social católica se fundamenta en el amor de Dios para cada uno
de sus hijos. Este amor ha sido revelado por Jesucristo quien, con su muerte
y resurrección, nos abrió la puerta de la salvación y de la vida eterna; y que
con su vida y ejemplo nos señaló el camino a seguir para llegar al umbral
de esa puerta. Todas las enseñanzas sociales de la Iglesia se fundamentan
por lo tanto en el Evangelio y en una concepción del hombre que lo sitúa en
este mundo como un constructor de la sociedad, pero siempre mirando a su
destino final trascendente.
Así visto, el hombre, creado por Dios y que volverá a Él, sólo puede
manifestar su amor al Creador, amando a su prójimo y realizando su
particular y único aporte a la construcción de una sociedad más próspera,
justa, solidaria y plenamente humana. Es por esto, que, si el ser humano no
experimenta primero un encuentro personal con Jesucristo, transformando
su vida, iluminando su mente y llenando de amor su corazón, difícilmente
podrá perseverar en su propósito de seguir los principios e imperativos
morales contenidos en la Doctrina Social. La Caridad de Cristo nos
apremia. (2Cor 5,14)
3. Destino Universal de los Bienes. Los bienes están destinados para uso
de todos los hombres, son la herencia común de todos los habitantes
pasados, presentes y futuros. Los bienes incluyen tanto los materiales
(propiedades, económicos, etc.), como los intelectuales (conocimientos,
tecnologías, propiedad industrial, etc.) y espirituales. La propiedad privada
es un derecho y una responsabilidad que por su misma naturaleza tiene una
hipoteca social ya su función es contribuir al sostenimiento y desarrollo del
propietario y de sus prójimos. De igual manera, cada persona tiene la
obligación de velar por la sustentabilidad y expansión de los bienes que
tiene a su cuidado.
Son esencialmente:
a) la verdad, buscada continuamente, respetada y atestiguada
responsablemente;
b) la libertad, signo de la sublime dignidad de cada persona humana,
ejercida responsablemente y enfocada a la contribución de todos al bien
común;
c) la justicia, constante y firme voluntad de dar a cada uno lo que le es
debido y abierta al horizonte de la solidaridad y del amor; y
d) el amor fraterno, del cual brotan, se nutren y desarrollan la verdad, la
libertad y la justicia.
El tema del trabajo como motor del desarrollo integral invita a entender la
empresa como un grupo humano; no sólo como una entidad generadora de
economía, trabajo, producción y transformación de bienes y servicios; sino
como una comunidad de personas que tienen en sus manos la posibilidad
de construir propuestas innovadoras que sirvan a las comunidades a las
cuales se dirige.
Bajo esta visión concebimos la empresa como una comunidad que aúna
voluntades, inteligencias y talentos para llevar a cabo acciones que
individualmente sería imposible hacerlas.
La primera responsabilidad de la empresa es el mismo hombre y su
dignidad. En efecto, ni los bienes de producción, ni la clase social, ni el
Estado, ni ideología alguna, ni el progreso por el progreso son fines últimos
de la actividad del hombre en el mundo, sino que el mismo hombre y su
irreductible dignidad. Allí encuentra toda la acción del hombre su eje
central, su espina dorsal, su razón de ser. Por lo tanto, sería contradictorio
realizar una actividad que va en contra del hombre, que lo denigre, que lo
humille o lo menoscabe física, moral o espiritualmente.
13. Excelencia: En este punto nos hacemos eco de las palabras de SS Juan
Pablo II: Las causas morales de la prosperidad son bien conocidas a lo
largo de la historia.
Ellas residen en una constelación de virtudes: laboriosidad, competencia,
orden, honestidad, iniciativa, frugalidad, ahorro, espíritu de servicio,
cumplimiento de la palabra empeñada, audacia; en suma, amor al trabajo
bien hecho.
Así, en nuestras empresas estamos llamados a alcanzar objetivos
económicos y sociales basados en el respeto de la dignidad humana,
destino universal de los bienes, la solidaridad, subsidiaridad y el bien
común; pero también, a construir la justicia social. La empresa es entendida
entonces, como fuente de generación de riqueza y de trabajo, que, en
condiciones de justicia y equidad, actúa como motor del desarrollo de las
sociedades, de la persona humana y vehículo de superación de la pobreza.