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MANUEL MEJIA VALLEJO EN EL

TALLER DE LA PILOTO
RUBEN LOPEZ

A pesar de venir desde su finca llamada "Ziruma", que en guajiro


significa "cerca del cielo", Manuel Mejía Vallejo llegaba los miércoles
al taller de la Piloto bien trajeado, con su aire campechano y su porte
de patriarca (al igual que Carrasquilla era un maestro montañero y
oloroso a enjalma) y compartía con nosotros los talleristas su
experiencia literaria. En esas tardes, de cuatro y media a seis, nos
regalaba su visión sobre la literatura: «Si no se conocen las reglas de
la literatura es difícil escribir bien»... «Las frases bonitas no hacen
literatura»... «No hay nada nuevo bajo el sol, casi todo ha sido dicho y
lo que hay que encontrar es una nueva manera de decir»... «La
literatura es irresponsable: todo lo puede decir, no hay temas
prohibidos»... Y aconsejaba ponerse en guardia contra el adoptar una
postura moralista hacia la literatura.

Los talleristas nos reuníamos en su generosidad y su vocación


literaria absoluta. Pero atención que el camino sin espinas ni abrojos
de su generosidad tenía una fronteras delimitadas por su implacable
sentido crítico. Escoltado con sentencias como las de que «nadie
tiene derecho a molestar al lector con chambonadas», «no hay que
tomarse muy en serio», o «hay que desconfiar siempre de lo que uno
escribe», a quienes le llevaban al taller escritos sin mayor valor les
decía que mejor se dedicaran a vender empanadas y morcilla, a
sembrar yuca y papa o a otra cosa que no fuera la literatura.

Héroe de mil batallas, afrontaba cualquier discusión por bochornosa


que fuera armado con una crítica con peso de aplanadora y a veces
un tanto desbocada por la desinhibición provocada por el vaso de ron
con Coca-Cola que ingería en la hora y media que duraba el taller.
Ante los petulantes pavos reales que aparecían a la Piloto
ocasionalmente y le lanzaban dardos envenenados a su persona o a
su escritura, y de inmediato se marchaban para seguir su camino
tapizado de hojarasca, tenía una posición reflexiva y suficientemente
curtida por los muchos años de experiencia, como la de que la
rebeldía viene desde lejos y no por la vanidad del decir siempre "no",
del rechazarlo todo. Ironizaba a quienes se creían unos genios
incomprendidos o a quienes pensaban que «Yo no fui genio porque mi
tía no me dejó», pues no eran más que unos globos inflados como los
oradores de nuestro pueblo (no de nuestra nación porque no
tenemos). Y cuando uno de esos rebeldes sin causa reaccionaba
bruscamente ante su dura crítica, él apaciguaba los ánimos
levantando la palma de la mano a la par que decía: "¡Calma pueblo!".

Tampoco faltaban quienes querían disfrutar bien pronto del flash de


la fama. A ellos les sostenía que querer sobresalir de inmediato era la
mejor manera de no sobresalir. Había que saber esperar, ahondar en
las cosas. Y recomendaba dejar reposar un escrito durante un tiempo
para que madure y luego volver sobre él a decantarlo, a eliminarle el
ripio: «El tiempo decanta mucho más que la impaciencia», decía.

Muchos de los que eran o fueron integrantes del taller habían ganado
concursos literarios. Pero él, que hizo parte del jurado de muchos de
ellos, era tan escéptico con tales concursos como ante un camino tan
trillado como el amor en la poesía. Opinaba que los concursos
literarios eran una lotería y no garantizaban la calidad del ganador.
Además podían hacer mucho daño pues el incienso se le subía a la
cabeza de muchos ganadores y eso los mareaba, mejor dicho, los
embobaba.

En el taller literario cuestionaba donde tenía que cuestionar y


reconocía donde tenía que reconocer. Un «trabájelo más», traducía
que siempre era menester caminar un kilómetro más. Un «está bien
escrito», significaba que redactar bien era un deber. Un «tiene cosas
buenas», comportaba el sentido de que existía la posibilidad de que
el escrito llegara a ser bueno. Un «¡eso está muy bonito!», significaba
la poesía en vuelo. Y ello con ciertos rasgos academicistas por la
calificación de uno a cinco que le ponía a los escritos que desde
semanas atrás le habían entregado los talleristas y él los leía en su
finca "Ziruma".

Con todo, su sencillez daba clara cuenta de que no era de esos


profesores académicos vanagloriados por un saber sordo, muerto,
disecado en una urna de cristal, como una crisálida en su capullo y
divorciado de la muy crítica realidad nacional. Aunque escribir sobre
la violencia colombiana no es una obligación para el escritor.

Una noche después del taller compartí con él unos tragos en Bolero
Bar, en compañía de otras personas. Me llamó la atención su silencio
permanente que nada tenía que ver con la indiferencia ante los
cantantes de tango que intervenían esa noche en el lugar. Y pensé
que efectivamente, como dice Sábato, los escritores deberían
practicar el idioma de las nubes: mantener un enigmático silencio y al
escribir tronar. La suya era, por cierto, una actitud contraria a la
tertulia de la tarde en el taller, en la que relataba anécdotas de su
vida familiar y personal, como su amistad con Miguel Ángel Asturias
cuando Manuel vivió en Guatemala.
Los trucos y técnicas literarias algunas veces los anunciaba en clave y
siempre a cuentagotas, o diríase que estratégicamente para quien los
agarrara al vuelo en el momento de dar su apreciación sobre el
escrito de un tallerista. Podía ser, y era lo más frecuente, que lo
presentado por el tallerista aún estuviera muy crudo y entonces él le
preguntaba a quiénes había leído y lo remitía a las fuentes
universales de los grandes escritores según el género de que se
tratase: novela, cuento, ensayo, relato, poesía.

Era impresionante el conocimiento que tenía sobre escritores y


corrientes literarias. Recalcaba en leer mucho a los poetas para
mejorar en la prosa y darle una mayor belleza literaria. Y a propósito
de los poetas, leía en el camino de su memoria poemas enteros de
José Asunción Silva, Guillermo Valencia, Gabriela Mistral, Aurelio
Arturo, Carlos Castro Saavedra, Barba Jacob (a quien más admiraba
de todos ellos) o León de Greiff, del que mostraba una gran
preferencia por un fragmento de unos de sus poemas:

Juego mi vida, cambio mi vida,

De todos modos la llevo perdida.

Así demostraba su reconocimiento por las calidades de algunos de


nuestros poetas. Pero ningún poeta lo sacudía tanto como el peruano
Cesar Vallejo.

Iba de lo más profundo (ejemplo: «Yo no creo en la verdad literaria»)


hasta la más elemental, como el ser más original con los títulos de los
escritos o que siempre había que evitar el verso o la prosa rimada a la
manera de los trovadores. Así se mostraba radicalmente contrario al
adjetivo pues califica al sustantivo y este trabajo debía hacerlo el
lector.

No creía en la inspiración o, para mejor decir, no creía en el cuento de


la inspiración poética, en "el alma visitada por lo divino", según
Platón. Y era natural que no creyera en ella, ajeno como era al camino
facilista de esperar que llegue la musa para poder escribir. Porque el
hecho de esperar las musas servía de pretexto para no trabajar con
constancia. Y un escritor debía escribir a diario.

Por otra parte, había que evitar el tono lastimero, melcochudo, que
confunde la ternura con la sensiblería, especialmente en el caso de
los diminutivos utilizados en cuentos para niños. Mejía Vallejo
recomendaba la naturalidad en la escritura, contrario como era a la
forma artificiosa, azucarada, forzada, que se le escucha hasta el
pujido, de quienes se mueven en el camino oscuro de lo no
vivenciado.

Eran sentencias sencillas donde estaba implícito el caminar al paso


del otro, sentir con el otro, y sin perder de vista que la literatura es
una cuestión de detalles. Pues sus indicaciones, al igual que los
manuales de redacción y ortografía, ayudaban pero no eran
suficientes. Además, eran bien difícil dar normas para escribir bien.
«Lo que sí hay que evitar es que lo propio se parezca mucho a lo de
los demás», dijo una tarde invadida por el esplendor mitigado y
agradable de la luz.

Sabía muy bien que para captar la realidad se requiere de una buena
imaginación, como lo decía Rulfo, a quien conoció personalmente en
Centroamérica. A menudo comenzaba el taller con la pregunta de si
teníamos una idea nueva y siendo consciente de lo difícil de ello: «El
que cree una idea nueva en literatura está salvado. Desarrollarla es
fácil».

El arte de escribir consistía en reducir como el escultor talla la piedra.


Corregir un texto cuantas veces fuera necesario se constituía en una
obligatoriedad, máxime cuando había escritores como Shakespeare
que corregían interiormente antes de escribir. Con la consciencia de
que entre lo correctamente escrito y lo muy bien escrito existía una
gran diferencia.

Un aspecto interesante del carácter de Manuel Mejía Vallejo era el


estar desprovisto del irresistible orgullo intelectual. No obstante su
importancia como escritor, no vacilaba en extender su mano
generosa a cualquiera. Incluso personas que llegaban por vez primera
(no existía requisito alguno para ser admitido en el taller) podían ser
escuchadas y opinadas. Todo esto constituía un enorme estímulo para
quienes ingresábamos en el bosque de la creación literaria.

Su refinada cultura no excluía el creer que tenía que haber un orden


superior que dirigía toda la navegación celeste (se entendía que un
Dios). Mas no concebía la existencia de un "Más allá" y afirmaba con
su humor fino que el cielo o el Paraíso le parecía muy aburridor,
mientras que en el infierno estaría feliz tomando ron con Briggitte
Bardot, Sofía Loren y Marylin.

Su narcisismo (condición ineludible para que exista un artista) se


dejaba seducir al recibir la copa rebosante de adulación. Asimismo
era palpable su idealización hacia la mujer ∼ tan común en los
escritores∼ cuando en forma reiterada se refería a las novias que
había tenido en Centroamérica laborando como periodista.

Sin duda, el escribir implica una fase previa: la subjetivación, es decir,


haber experimentado o hecho parte de sí lo que se escribe. Y en
efecto, ¿cómo podré escribir sobre París, Londres o Madrid si no he
conocido ninguna de esas ciudades? Para dar un ejemplo, en
Centroamérica Mejía Vallejo enfermó y le diagnosticaron cáncer. De
regreso a Colombia, y al pasar por Panamá, escribió un cuento con un
título adolorido: "Miedo". O este otro ejemplo que se ciñe a su
personalidad: «Es imposible pintar a un rebelde si no hay una
inmensa rebeldía dentro de uno mismo».

De unas cuarenta personas que asistíamos constantemente al taller


(otros iban y venían como aves migratorias) por lo menos la mitad
eran gomosos de la literatura que leían con fruición. Los demás
trataban de escribir y escasamente dos o tres se perfilaban como
verdaderos escritores, ya que poseían pies para caminar cualificados
kilómetros. Por ello afirmo que el taller de escritores era (es porque
todavía continúa, ahora dirigido por Jairo Morales) en realidad un
taller de literatura. Y todo porque cuando alguien se siente escritor
alza vuelo para comenzar a definir su propio estilo y si quiere ser un
ave de alto vuelo renuncia a los talleres definitivamente, evitando así
identificarse con los vicios y manías de quienes los coordinan. (La
gran mayoría de quienes asistían al taller de Mejía Vallejo, al menos
en los años en que estuve, se quedaban simplemente admirándolo). Y
sobre todo porque, como él decía para no crear falsas ilusiones: «Aquí
no se le enseña a escribir a nadie». Y en verdad nadie puede
señalarnos el camino que debemos recorrer ya que cada cual es
único, distinto, diferente, tiene su propio mundo, y esto lo hago
extensivo a todos los aspectos de la vida.

Ese aire sosegado y campechano suyo mezclado con el bullicio


citadino, pero sobre todo su amor por el campo y su paisaje complejo,
lo llevaron una tarde de taller a que se leyera "Que pase el
aserrador", del escritor antioqueño Jesús del Corral, y a afirmar que
era el mejor cuento de América, criterio que no comparto y que a lo
mejor estuvo influenciado por el regionalismo. Y anotaba que entre
más sentidos intervengan mucho mejor, que una producción literaria
debía tener olor, sabor, color, música y tacto.

Leí los maravillosos Cuentos de zona tórrida ∼ varios de ellos


confeccionados magníficamente en Centroamérica∼ y Otras historias
de Balandú, y me percaté que Mejía Vallejo era preciso como una
balanza y aplicaba a carta cabal aquello que siempre pregonó en el
taller literario: «El cuento es como un puño cerrado», «una serpiente
mordiéndose la cola», «no le falta ni le sobra nada» y «como su
nombre lo dice, hay que contar algo». Pero contar algo que interese y
no aceptaba los regueros de tinta en los que nada pasaba, como
ocurría cuando se trataba de un anecdotario.

¿Era entonces la lectura de los clásicos y la práctica constante de la


escritura la que hacía el estilo? Se aprende a escribir escribiendo,
como se aprende a nadar tirándose al charco, y asimismo detallando
cómo escriben los clásicos. La lectura atenta también servía para
adquirir una buena ortografía.
Cierta vez le preguntaron si el escritor nace o se hace. Respondió que
ni lo uno ni lo otro. Todo dependía de un talento que era heredado,
además de la práctica de la escritura ayudada con un saber sobre
trucos y técnicas literarias. Sin esto último no había talento que
valiera. O sea: al talento innato había que añadirle la formación
adquirida como escritor. Esto equivalía a afirmar que el escritor nace
pero también se hace. La droga, por ejemplo, no hace escritores. Una
de las cosas en que más insistía era que la droga ni el licor dan
talento, mención que iba dirigida a quienes creían que fumando
marihuana se hacían poetas.

Su noción sobre el estilo era que éste es inimitable si se trata de un


estilo auténtico. Los estilos evolucionan así como los idiomas
evolucionan, pues no están vigentes ni el idioma de Cervantes ni el
de Shakespeare. El error de los imitadores es que tales estilos ∼ como
el del verso o la prosa rimada en poesía∼ no tienen vigencia. De ahí
que en su ubicación diáfana ante el estilo Mejía Vallejo se molestara
cuando alguien empleaba expresiones como "el cual", "la cual",
"vinóse", "rióse", "acercóse". «El estilo literario es el principal
personaje de un escritor», decía.

Era inocultable su admiración por Fernando González, para quien el


secreto del estilo literario está en la música. «Esa frescura de su
estilo», decía de él. Ese estilo metafórico y preciosista de Fernando
González (quien elogió su primera novela La tierra éramos nosotros)
era del gusto refinado del maestro, ya que estaba fuera de lo actual y
nunca con o contra lo actual. «Así debe ser el maestro», decía Mejía
Vallejo. Ahí su debate con el estilo que en su concepto no debía ser
emperifollado, antielegante, sin mera palabrería o demasiado
florilegio para expresar algo. «El estilo es el hombre», insistía como
Buffon, de quien Lacan tomó su idea.

Mejía Vallejo le apostaba a la escritura confeccionada con sencillez


(pero no con simpleza), sin palabras rebuscadas, evitando la oratoria
y la retórica pero perdonando esta última a sus poetas preferidos por
la hondura de su pensamiento. Y, ciertamente, el mero hecho de
escribir no dice mayor cosa, porque ¿qué se escribe? y, sobretodo,
¿cómo se escribe? «La autenticidad sola no sirve para un carajo. Un
loco o un bobo son auténticos, pero adquieren su valor con un
lenguaje literario», dijo una tarde.

Recomendaba la ilación sujeto más verbo más complemento porque


le daba una mayor belleza literaria a los escritos, permitía las frases
más poéticas pues las complejidades generan problemas. Su escritura
es consecuente con su valoración por la forma de escribir clásica, sin
rodeos, yendo al grano. De hecho las palabras escritas por su mano
conservan esa manera de escribir clásica y popular.
Evoqué todos estos recuerdos apilados sin pretender convertirlos en
la concepción amplia y universal que el maestro Manuel Mejía Vallejo
tenía sobre la literatura. Quienes nos reuníamos en el taller fuimos
privilegiados y mucho más si podemos dar testimonio de ello. Es un
privilegio que compartiremos en lo que resta por venir y que el
camino de la vida con sus piedras incrustadas ya no podrá quitarnos.

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