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Pero la magia se ha ido evaporando poco a poco juntamente con mis romanticismos

trovadorescos de agua de azúcar. A medida que los fuertes y nobles idea les

de la vida se iban alojando en mi alma y dando nacimiento al culto de las ideas, se

iba volatilizando ese otro culto a las formas etéreas con que gusta arroparse lujosamente,

al igual de las mujeres mundanas y sin corazón, el falso idealismo de los

histriones del arte por el arte. Creo que lo que me ha pasado a mí con Guillermo

Valencia le ha ocurrido a casi toda una generación intelectual hispanoamericana.

Aquel poeta fue un príncipe de la moda literaria que brilló y reinó un instante en

los precisos momentos en que el modernismo artístico libraba batallas triunfales

contra los clásicos y los neorrománticos de la última mitad de siglo pasado.

Era el momento álgido en que bajo el influjo del movimiento literario ultramodernista

francés surgían por reflejo en el escenario intelectual de América cinco

o seis grandes figuras de vigorosos relieves personales destinadas a hacer sentir

su influencia en la literatura castellana.

Darío, Lugones, Amado Nervo, Alberto Ghiraldo, Julio Herrera y Reisig y el

mismo Guillermo Valencia fueron los pontífices magnos, los heresiarcas de este

movimiento y lo hicieron con tal eficacia, que sus catecúmenos no tardaron en

llenar España y nuestro continente. Todos los jóvenes éramos iconoclastas entonces,

y los que estábamos imbuidos de ideales revolucionarios en estética y en

sociología teníamos el férvido convencimiento de que el arte sería el mágico instrumento

de la ansiada palingenesia social y que los modernos artistas formarían

la gran columna de fuego incorporándose a la vanguardia de la humanidad, al

lado de los héroes, los apóstoles y los genios, para ser los primeros que fueran a

golpear con su estro profético las puertas del futuro. Si el poeta es un producto

biológico de selección humana, ¿cómo no habíamos de tener fe en él, para que

fuese no solo el resonante corazón de la humanidad, sino también el oráculo de

sus ideales y el heraldo anunciador de sus reivindicaciones?


Pero pasó el fragor de la batalla como esas tormentas eléctricas que suelen

desencadenarse más allá de las nubes sobre las cimas de las montañas, sin rayos

mortíferos ni lluvias fertilizadoras, para resultar, a la postre, que lo que creíamos

una revolución de pensamiento no había sido sino una revolución de palabras.

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