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A los 29 años Ana fue madre por primera vez.

Esta experiencia le ha cambiado la vida


para siempre y de una forma que nunca había imaginado. Ella me dijo que en el día que
su hijo nació, se sintió la mujer más feliz del mundo y, al mismo tiempo, la más
asustada. Ese niño había sido planeado y muy deseado, pero cuando lo miró por primera
vez se enteró de la enorme responsabilidad que tenía en sus manos. Antes era una
persona despreocupada y relajada. Su felicidad y bienestar eran su prioridad. Ahora la
vida de otra persona dependía de ella y solo de ella. Todavía su hijo no había nacido, ya
le había cambiado su forma de vivir. Ana pasó a tener mucha atención a su alimentación
y, claro, a su salud. Tenía citas regulares con su médica, a pesar de odiar los hospitales,
hacía clases de gimnasia para embarazadas, dejó de trabajar por unos tiempos, tuvo que
cambiar su ropa porque todo le quedó apretado y comprar ropa y juguetes para el bebé
se convirtió en su pasatiempo favorito.
Después del nacimiento, nada volvió a ser igual. La vida de Ana depende
exclusivamente de su hijo, que tanto quiere, a pesar de las horas de sueño que este le
quita. Además, el hecho de haber dado origen a otro ser vivo le ha aportado más
confianza y valor.

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