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"EL TESORO DEL VIRREY PEZUELA"

De Alberto Bisso Sánchez (1992)


Corría el año 1820 y el virrey del Perú se estremecía ante la amenaza del ejército
libertador que mandaba el general San Martín, el redentor de Chile. La escuadra de lord
Cochrane disponíase a bloquear el puerto del Callao en la primavera de aquel año,
mientras las fuerzas del general Arenales derrotaban a los realistas, abriendo las puertas
de Lima, la rica y orgullosa Ciudad de los Reyes, a los libertadores.
El espanto cundió en la ciudad de Santa Rosa. Profundamente alarmado el virrey Pezuela
ordenó a los comerciantes y vecinos ricos que entregaran todos sus caudales en oro y
plata, con el objeto de remitirlos a España.
Obedecieron la orden que castigaba a los que no la cumplieran en el acto. Los españoles
enriquecidos en Perú vaciaron sus arcas en las cajas de seguridad de la aduana del
virreinato, constituyendo un tesoro que parecía salido de un relato de “Las mil y una
noches”. Cientos de millones en oro, plata y pedrerías, reunidos durante tres siglos de
dominación colonial y ocultos en el Perú a la codicia de los reyes de España…
Para mayor seguridad el virrey Pezuela dispuso que este fabuloso tesoro fuera enviado al
pueblo de Huaura, a fin de que pueda ser depositado en la Casa de la aduana del
virreynato, que funcionaba en el palacio del duque de San Carlos, precisamente en la casa
que formaba esta esquina, bajo el histórico balcón donde al año siguiente, el 12 de febrero
de 1821, San Martín juró cumplir y defender la primera constitución del Perú libertado.
Allí se reunieron inmensos caudales. Se inventariaron escrupulosamente y se guardó en
bóveda subterránea que formaba parte de una galería para que no pudiera caer en poder
de los Libertadores.
El propósito del virrey era enviar el tesoro a España a bordo de una fragata que todos los
años llegaba al Callao para llevar el “situado”, es decir, el importe anual de los diezmos e
impuestos que el trono imponía a la más rica de sus colonias americanas.
Pero en el año 1820 España ya había dejado de ser la reina de los mares; y además, la
Escuadra libertadora, mandaba primero por el almirante chileno-argentino Blanco
Encalada, y luego por el citado lord Cochrane, dominaba la costa del Pacífico, desde
Valdivia hasta Paita.
Embarcar el tesoro en esos momentos era como entregarlo a los almirantes y corsarios
americanos. Fue en esas circunstancias que el virrey dispuso que el fabuloso tesoro
peruano fuese ocultado en la mencionada bóveda subterránea, hasta que pudiera ser
conducido en sigilo por la galería secreta que, partiendo del palacio del duque de San
Carlos, en el pueblo de Huaura, llegaba hasta el cerro “Centinela”, frente a la ensenada de
Végueta. Para que pudiera ser embarcado sin que los “insurgentes” se enterasen de su
destino.
Tales eran los propósitos de Pezuela. Pero el Virrey del Perú no había contado con el
inesperado desembarco del general San Martín en Huacho, el 10 de noviembre de 1820,
con el grueso de su ejército.
Aterrados los realistas ante el peligro que cayera en manos del Libertador el cuantioso
caudal del tesoro amasado durante siglos, decidieron que antes que San Martín se
instalara en la otra orilla del río Huaura, el hermoso valle donde estableció después su
cuartel general, sobre la misma bóveda subterránea en que se hallaba oculto el tesoro,
éste fuese trasladado, sin pérdida de tiempo por la galería secreta, hasta la capilla de la
hacienda “El Ingenio”, donde vivía en esa época don Manuel del Villar, contador de las
arcas reales del virreinato, casado con la duquesa de Monteblanco, dueña de la hacienda.
El tesoro fue dividido en tres partes, y escondido de nuevo en tres lugares diferentes,
dentro de la galería subterránea que, partiendo del palacio del duque de San Carlos,
llegaba hasta la mencionada capilla, a dos kilómetros de distancia.
Luego de ocultar cuidadosamente el dividido tesoro y de determinar su ubicación exacta
en un croquis acompañado de un acta, operaciones que fueron dirigidas personalmente
por el contador del Villar, se procedió a construir las entradas de acceso a la galería y
borrar todos los rastros.
No habrían transcurrido muchos días, cuando el General San Martín recibió visita de un
zambo, que le reveló la existencia del tesoro. En cambio de una recompensa, le prometió
indicarle los misteriosos lugares donde estaba oculto.
El libertador ordenó a uno de sus asistentes que al día siguiente fuese en busca del
zambo, verificara la realidad de su denuncia y le entregara la suma solicitada. Pero esa
misma noche, en una callejuela, el zambo era cosido a puñaladas por una mano
misteriosa y vengadora.
Pasó el tiempo. Todos los contemporáneos murieron hasta el mismo San Martín, que
sobrevivió treinta años a su entrada triunfal a Lima. Hombres de varias generaciones se
dedicaron con afán a la búsqueda del fabuloso tesoro del virrey Pezuela. En vano
zapadores e ingenieros trataron de precisar sus misteriosos escondrijos, durante años y
años. La tierra hermética continuaba guardando su secreto, como guardó hasta hoy. Y lo
hará hasta la eternidad.
Los tesoros de Atahualpa, escondidos por indios al saber la muerte del Inca; como los que
enterraron los jesuitas cuando fueron expulsados de sus misiones; como los del mariscal
Francisco Solano López que mandó despeñar en la cataratas de Marayacú, antes que
cayeran en poder de los enemigos victoriosos. Todos quedan en el misterio.
Historiadores peruanos, entre ellos Felipe de la Barra han afirmado que es evidente la
existencia del tesoro de Pezuela, y hace dieciocho años, en 1931, dos caballeros llamados
Rosendo Mesones y Hans Cheches, de Lima, obtuvieron autorización del gobierno para
buscarlos.
Después de arduas investigaciones y trabajos que duraron hasta 1932, se halló la entrada
de la galería, pero no se encontraron vestigios del tesoro.
Ahora, cumplidos ciento diecinueve años, existen personas que alucinadas por la fabulosa
riqueza perdida, siguen buscándola, cavando hasta los cimientos del ruinoso palacio
colonial del duque de San Carlos. Igual que los sevillanos buscan los tesoros que hace
varios siglos Samuel Levy escondió en el subsuelo del barrio morisco, para que no
cayeran en las manos ávidas del rey don Pedro, que humedeció con la sangre del
prudente y obsecado israelita.
Lo más probable es que nadie puede dar jamás con el tesoro del Virrey del Perú. Que el
general San Martín no pudo encontrar.
Por: Héctor Pedro Blomberg. Tomado de una revista argentina.

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