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ELTIT Y SU RED LOCAL/GLOBAL DE CITAS 171

POÉTICAS DE ALIENACIÓN Y MUERTE


EN MANO DE OBRA1

Fernando A. Blanco
The Ohio State University

En los últimos años la noción de trabajo ha cambiado su po-


sición en relación con la definición de sujeto obrero. En particular,
en nuestro continente donde las últimas manifestaciones sociales
acaecidas nos hablan de una resignificación de las movilizaciones
colectivas articuladas alrededor del ethos democrático del activismo
internacional. Al mismo tiempo este fenómeno denuncia las fractu-
ras de la estabilidad de los regímenes asalariados dentro del estado
transnacional. Las antiguas certezas alrededor de las cuales se organi-
zaba el sujeto político colectivo son reemplazadas por la hegemonía
del liberalismo económico por sobre otras maneras de concebir la
participación ciudadana en el ágora democrática. Reducida ésta (la
política de participación ciudadana) al consumo de las ofertas de in-
tegración al mercado hechas por el estado, catalizador del capital, los
trabajadores caen en la desesperanza y la violencia urbana que la crisis
de empleos y garantías desata en nuestras economías postcoloniales.
De este modo, la resistencia social eclosiona nuevamente en nuestro
continente levantando problemáticas que tienen relación con la ley
y la jurisprudencia internacionales, los movimientos minoritarios
transnacionales y las políticas económicas globales. Las moviliza-
ciones de los piqueteros en la Argentina, los indígenas en Chiapas y
Bolivia, los estudiantes en Chile aunque en medio de una tendencia

1
Las ideas principales de este trabajo corresponden a discusiones sostenidas en
un Seminario dictado por la profesora Ileana Rodríguez en Ohio State Uni-
versity. Agradezco también las sugerencias hechas por Abril Trigo con relación
a la definición de conciencia obrera.
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mayor de desaparición de los movimientos sindicalizados obreros


expresan una vuelta esperanzadora hacia una redemocratización de
los procesos de participación ciudadana en la esfera pública bajo
coordenadas demográficas (migraciones internas, por ejemplo en el
Ecuador dolarizado), sociales en el caso de los grupos indígenas, etc.
Pareciera ser, siguiendo a Zygmunt Bauman que la política, a pesar de
lo que muchos de los académicos en las Humanidades creen, continúa
presentándosenos esencialmente como un “proceso abierto, autocrí-
tico y autotrascendente, activado, puesto en marcha y mantenido en
funcionamiento por el anhelo de justicia.”(Bauman 76), agregaría yo
que reclaman los movimientos sociales por sobre grupos partidistas.
Este mecanismo de cambio reside todavía y se alimenta, precisamente,
de la inequidad social y del disenso, elementos claves para cualquier
pensamiento democrático. Los paraísos artificiales propuestos por las
democracias liberales, en los que es posible pensar la ciudadanía y el
acceso a la participación garantizados por las formas de distribución
económica y política se encuentran radicalmente alterados ante las
nuevas formas de trabajo y soberanía que imperan alrededor del globo.
Los trabajadores entendidos como víctimas funcionales al sistema
del estado totalitario –noción ya revisada por la anterior novela de
Eltit–2 no solo enfrentan la influencia omnípoda del aparato estatal
que coopta su autonomía y la libertad individuales, sino que también
los reubica en un espacio social donde las formas de articular los pac-
tos sociales se median por una cultura del consumo que les entrega
compensatoriamente un espejo de identificaciones colectivo que les
devuelve momentáneamente, lo que el estado les ha arrebatado: su
individualidad. Al mismo tiempo las nuevas formas de administración
de la soberanía, la decisión sobre quién debe vivir o morir agrega un
nuevo componente a este escenario: los ciudadanos son desechables
al igual que la política. La sustituibilidad unida a la incertidumbre
salarial constituyen los vectores sobre los cuales se arman las nuevas
formas de socialización y vinculación intersubjetiva obrera.

2
Los trabajadores de la muerte. Santiago: Planeta. 1998.
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Si en la mirada que nos daba Hegel la función del trabajo era


contribuir a la identificación material del sujeto con los objetos
naturales reunidos en su subjetividad, en otras palabras, entenderlo
como un elemento central para mediar su humanización, la reflexión
literaria de Diamela Eltit nos sitúa en una posición diferente. Para ella
en la novela que nos interesa aquí Mano de Obra (2002) el objetivo
central es explorar el cese de la relación del sujeto obrero asalariado
con los otros, hablamos del colapso del sujeto político colectivo,
debido mayormente a la supremacía de ciertas funciones económicas
identitarias por sobre la capacidad discursiva: pero por sobretodo
debido a la posibilidad de plantearnos un mundo orgánico y estable,
regulado por las leyes del mercado en el que ninguna aspiración por
la justicia social puede ser ya ni objetivo ni logro en tanto el ideal de
la política ha sido alcanzado por el capitalismo, en donde uno puede
“comprar” los mejores servicios también al Estado, produce sujetos
alienados sin capacidad de integración. Utilizando la metáfora del
supermercado como modelo político y de integración y distribución
de identidades, marcado por la amenaza de la incertidumbre salarial,
eje regulador de las experiencias, con clientes transformados en los
poseedores reconocidos y permanentes de necesidades inmediatas re-
sueltas por el consumo y con trabajadores ya no liberados por la fuerza
de trabajo que producen sino sometidos a satisfacer las necesidades
múltiples y cambiantes de muchos otros, Eltit observa y nos entrega
la cosmovisión social en la cual “la deshumanización de la vida del
trabajador está inevitablemente enlazada con la progresividad de las
fuerzas productivas” (Lukács 329). Esta mirada exploratoria sobre los
mundos obreros nos entrega una aguda interpretación del colapso de
las formas de socializacion de los sujetos integrados a la dinámica del
capitalismo abstracto y tecnologizado postfordista.

La novela Mano de Obra gira sobre dos rostros: el de la cara


demonizada de la pobreza como “pauperización” y su tematización,
donde la experiencia de desagregación discursiva, social y de alie-
nación psíquica de las clases explotadas en Chile se convierte en el
protagonista principal del texto. La crisis de los valores humanistas
tradicionales en aquellos sujetos sociales, en particular los de la
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solidaridad y lealtad personales y colectivos, es abordada en su pro-


yecto literario para resignificarla en función de constituir una crítica
social diacrónica del modelo capitalista y la subjetividad modernas.
Desde este punto de vista, el trabajo de la literatura en Eltit funcio-
na como dispositivo que rearticula las relaciones entre los modelos
culturales y los modelos sociales (económicos) y necesariamente debe
reexplorarse y tenerse en cuenta, al situar críticamente sus textos
mediados siempre por referentes extratextuales. En particular dos
de ellos: la condición del estado liberal entendido desde la noción
“de la excepción o la emergencia” impresa en las nuevas formas de
administración de la soberanía cuyo índice mayor de autoritarismo fue
marcado por la dictadura militar chilena en los ámbitos económico
y jurídico-moral. Desde esta mirada histórica, la reorganización del
“caos comunista” que amenazaba a la noción del estado hobbesiano
en el que los cuerpos militares cautelaban la vida civil de los estados
nacionales puso el énfasis en la sutura de la fractura de esta relación
histórica de equilibrio necesaria para la reproducción del estado-mer-
cado. La crisis asociada a la reproducción del capital y la noción de
estado-nación, tal y como había sido entendida hasta ese momento,
más precisamente, desde el punto de vista de la estabilidad regional
e internacional, justificó institucional y estratégicamente para los
capitales extranjeros el Golpe en el país. El entendimiento de la vida
social desde la perspectiva teocrática militarizada cuya agencia técnico
comunicativa se expresó en los modos con los que se impuso una serie
de modelos de identificación e individuación ciudadanos afines con
la expansión del mercado trasnacionalizado, marcó la respuesta de los
grupos intelectuales más críticos empeñados en la redemocratización
de la esfera pública, fuertemente articulados en torno a posiciones
deconstructivistas, el feminismo y otras fuerzas intelectuales y so-
ciales. Estos grupos, filiados también a organizaciones de base como
el Colectivo de Arte, conocido como el grupo CADA, la Revista de
Crítica Cultural, la radio Tierra y la Casa La Morada emprenderían el
proceso de democratización de la esfera pública y privada por medio
de la recirculación de los discursos de la memoria y la lucha legal por
el reconocimiento de los derechos humanos, civiles e identitarios. Esto
significó el despliegue de una serie de horizontes de inteligibilidad
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llevado adelante por la imaginación política organizada en la narración


social y simbólica de múltiples historias fragmentadas e incompletas
de violencias cuya recursividad en distintas coyunturas políticas había
marcado el siglo para los diferentes sectores obreros oprimidos3. La
crítica más persistente dentro de esta tendencia durante el lapso post
autoritario materializado por los gobiernos de la transición, ha sido
la constatación del mantenimiento de violencias reeditadas desde el
pasado, no sólo en la esfera pública –la lógica de guerra– sino también
en la privada desacralizando, más bien refundando valóricamente la
nación por medio de la sistemática violación de derechos y espacios
ciudadanos salvaguardados en el pasado. En especial el territorio
simbólico ocupado por la iglesia y sus reparticiones y la familia. Esto
no solo se dió en la violación material de estos lugares “sagrados”
sino también en el soporte sociosexual de la modernidad autoritaria
característica de estos gobiernos por medio de la insistencia valórica
programática hetero-conservadora de los gobiernos demócrata cristia-
nos4 en el paradigma de la llamada “familia natural” y la instauración
del hogar como su morada apropiada. Volcando de este modo al
identificar al creyente con el ciudadano, la política hacia el ámbito de
lo particular privado tal y como lo dicta la doctrina de fe implícita en
su agenda política. Por medio de introducción combinada de lo que
Foucault definía como represión disciplinaria y de control el gobierno
dictatorial primero y, más tarde los tres gobiernos concertacionistas
proveyeron a la ciudadanía con un “locus amoenus” representado por
el núcleo familiar católico garante del estado neoliberal, asegurándose

3
La afinidad estético-política de la obra poética de Diamela Eltit es evidente
con la producción de Carlos Droguett desde su primera publicación Los asesi-
natos del Seguro Obrero y su novela de 1953 Sesenta muertos en la escalera, Eloy
(1960) y Patas de perro (1965) como las coincidencias estético-literarias con
José Donoso y ciertas estéticas populares como la de Alfredo Gómez Morel
o Armando Méndez Carrasco. Todos ellos de una u otra manera discuten
por medio de poderosos sujetos- personajes presentes en sus narrativas tanto
las condiciones materiales ligada a la supervivencia en los márgenes como la
reflexión social de fenómenos que presagian trágicos devenires minoritarios.
4
Patricio Alwyn 1990-1994 y Eduardo Frei Ruiz-Tagle 1994-1998.
176 FERNANDO A. BLANCO

que el debate mediático institucionalizara en la cultura popular, el


sistema educativo, la clase política y sus agendas, el discurso moral
necesario para el proyecto consensuado de refundación democrática.
Esta tendencia de normalización histórica acompasada con lo que
ocurre en el Occidente capitalista, aparece ya reelaborada crítica-
mente por Diamela Eltit en las novelas El Cuarto Mundo (1988) y
Los Vigilantes(1991)

Ahora bien, en el presente trabajo, sin embargo, la exploración


va dirigida a otro núcleo de problemas tratados por la poética de
Eltit. Aún cuando la familia como fuente de conflictos individuales
y sociales sigue en el ojo de su interés, la conciencia de los sujetos
sociales aparecidos en estas nuevas circunstancias se agrega a su
agenda poética. Sin dudar de las condiciones metacríticas que su
obra contiene, tratadas por Daniel Noemí en extenso, Eltit establece
con esta novela un pacto social con la “nostalgia obrera”.5 La novela
de manera evidente en la combinación de sus materiales poéticos, la
memoria presente en la prensa obrera de principios de siglo veinte
y la función de la novela social –la función crítica de sus relatos– o
más bien del realismo social,6 produce un modelo interpretativo
que marca la existencia de estos mundos obreros, ghettos urbanos
en los cuales el desempleo, la cesantía y la incertidumbre laboral
constituyen factores necesarios de ser pensados para entender cómo

5
La nostalgia obrera se refiere al imaginario presente en los llamados inter-
textuales que los diarios obreros convocan. Particularmente me refiero a
la re-presentación del trabajo asalariado en función de los antiguos pactos
sociales que conectaban trabajo y capital en las sociedades industriales y su
crisis posterior. El arrojo de los empleados a formas abstractas e ilegales de
asociabilidad laboral.
6
El que por una parte exalta la necesidad de reconocer la situación de opresión y
riesgo en la que vive el sujeto proletario marcado por la incertidumbre salarial
y, por otra abarca toda una serie de problemas planteados por la experiencia-
mundo de la sociedad global en los sectores socialmente más amenazados, con
la consiguiente explosión de la conciencia obrera de la fase de industrialización
capitalista transformada ahora en una mirada desintegrada cognitivamente
alimentada por las formas productivas privatizadas y globales.
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es posible vivir en estas condiciones en una sociedad que ha pasado


de un régimen de eficiencia en la producción a uno combinado con
el consumo. La inmersión total de “los cuerpos y las mentes” en los
procesos productivos, la tensión existente entre los modos de domi-
nación definidos por el autoritarismo programático del neoliberalis-
mo y las diversas “barbaries” con las que reaccionan los incipientes
y atomizados movimientos sindicales en Chile, hace que, como
respuesta, observemos la neutralización de los discursos imaginarios
alineados tras el intento de reordenar las fuerzas laborales dispersas
e inconsistentes atrapadas en la falacia de “empoderamiento”que el
sentimiento autovalorativo, a juicio de Negri y Hardt debiera haber
provocado, sustentado en la hipótesis, discutible, de que la acción
conjunta de las fuerzas laborales no es controlable y, por lo tanto,
fuente de disrupción y cambio (324 y 327). Eltit, por su parte, y a
contrapelo de la lectura de Negri y Hardt, ha creado un texto en el
que se entremezclan la memoria y post memoria obrera cuyo acto
reinterpretativo, jugado en los tiempo-espacio de la imaginación nos
permite observar cómo el sujeto político obrero industrial ha desapa-
recido y en su lugar surge una precaria comunidad de individuos cuyo
máximo horizonte de expectativas está dado por la incertidumbre y
la intercambiabilidad de cara al salario improbable y el empleo in-
cierto. Las formas de intercambio lingüístico, sus comportamientos
físicos y síquicos , la transitoriedad de sus biografías son parte de
los elementos que la etnografía político/poética de Eltit pone en
evidencia en este texto.

“Salimos temblando del súper con cada uno de los productos aún
impresos en nuestras pupilas, salimos traspasados por un hielo
que provenía de una reserva pétrea instalada en nuestro propio
interior. Vencidos, sí, victimizados por un arma que nosotros
mismos habíamos construido. De esa manera, agrupados como
banda indigente caminamos de manera penosa por las calles que
tanto despreciábamos (y temíamos) y que ahora empezaban a
resultarnos insoportablemente familiares. Caminamos sin tregua
para entrar, por; ultima vez, a la casa y erradicar los restos de
nuestros enseres. Nuestra casa ya carecía de sentido. No era. No
nos contenía.” (170)
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Ciertamente, es un texto apocalíptico para la capital proletaria


y suburbana, donde la identidad de cambio surgiría de los reagrupa-
mientos comunitarios alternativos a la fábrica y al sindicato, en este
caso en particular, gracias a la sempiterna “familia desnaturalizada” de
Diamela Eltit, la que acontece como parte del currículo oculto de la
narración que del mundo de la incertidumbre asalariada nos hace la
autora. Esta forma de agruparse representa una variante de la familia
extendida rural pero desarticulada en sus redes de autoprotección
y autarquía endogámicas. Sin el trabajo como eje regulador sólo
nos queda el resabio pervertido de las relaciones endógenas tribales
siempre asfixiantes en su autorreferencialidad. El sentido comunitario
natural en este nuevo tipo de asociaciones se arma alrededor de la pro-
tección y la sobrevivencia, sin olvidar la satisfacción de las necesidades
básicas de manutención y vivienda, tanto como la regulación de los
impulsos más primarios, entre los que la sexualidad y la redirección
y curso de la violencia ocupan un lugar preponderante en la novela
estudiada. Unidos por lazos comunes de cesantía y desabastecimiento
estos sujetos postindustriales se reagrupan en familias pervertidas,
funcionales en su corruptibilidad y deslealtad cuya manera de apro-
piarse del espacio urbano genera nuevas fronteras para las violencias
citaditas. En esta economía de subsistencia resultante del completo
desmantelamiento de los antiguos cordones industriales cuya con-
formación ideológico-política era fuente de amenaza permanente,
inicialmente para el segundo período de la dictadura (1977-1982)
como posteriormente para los gobiernos transicionales, los cuales
significaban el trabajo como la más importante, sino la única fuente
de inteligibilidad social e intersubjetiva. Desactivadas las industrias
por el “Estatismo progresista”(Bengoa 201) las conciencias identitarias
y las formas de constitución de lazo social alteradas de forma radical
se reorientaron hacia los modelos competitivos de la modernización
económica en la que estos personajes escapan de la memoria de sus
padres y abuelos hacia el llamado cuarto mundo caracterizado por
Manuel Castells como uno que presenta “costs of labour becoming
less and less important as a competitive factor... many countries
and regions face a process of rapad deterioration that could lead to
destructive reactions” (Castells en Hoogvelt 92).
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De este modo, observamos cómo se transita desde los espacios


signados por las relaciones de trabajo normales –eficientes– en las
que la congruencia entre el trabajo y el capital constituyen la forma
biográfica privilegiada de esta clase hacia formas precarias, inorgánicas
y abstractas en las que la cesantía provoca una desagregación subjetiva
y social frente al consumo como única alternativa de reconocimiento
social. Como consecuencia en estas agrupaciones transitorias el espa-
cio privado y las relaciones afectivas toman el lugar de las relaciones
laborales, produciendo una reorganización profesional del hogar que
termina por reproducir la vinculación en términos de metas y logros,
totalmente alejados del colectivo representado antes por la oficina
o la fábrica. Por supuesto la teleología subyacente al hacer carrera u
otras formas de llamar al ascenso social se combina con la ausencia de
sus dos soportes simbólicos fundamentales: el sindicato y la familia.
El resultado es que este sentido del trabajo moderno funciona sólo
para aquellos que tienen éxito en esta nueva manera individuada y
autoobservada de trabajar, mientras que para los otros, como nos
muestra Eltit, sólo reserva depredación.

“Ella, entonces, decidió permanecer en la casa. Se ocuparía de


limpiar, cocinar, ordenar, lavar, planchar, coser, comprar, realizar
nuestros trámites. No logramos oponernos, Fue necesario efectuar
un ordenamiento. Naturalmente Gloria debía dejar su cuarto y
empezar a dormir en la minúscula pieza del fondo. Eso formaba
parte del arreglo. Tenía que dormir alejada de nosotros y dejarnos
sus frazadas, sus sábanas, la cubrecama. Debía también perma-
necer en nuestro baño la toalla, su tubo de pasta de dientes, el
jabón, su desodorante, la colonia. Su tijera.[...] Después de un
tiempo empezaron las carreras nocturnas a la pieza de Gloria. Se
multiplicaban los ruidos que conmocionaban el pasillo. Gloria
se dejaba hacer sin el menor entusiasmo. Dijo que normalmente
pensaba en otras cosas, enfatizó que, en esos momentos se le venía
a la cabeza la enorme cantidad de trabajo que tenía por hacer.
‘Cuando se me montan encima pienso en lo que voy hacer de
comer mañana.’ ” (85-86)

En este punto me pregunto, ¿Cuál es el mundo que estamos


180 FERNANDO A. BLANCO

reproduciendo cuando los personajes de Eltit trabajan? Los mundos


vigilados impuestos por la dictadura en Chile dan paso a mundos
autorregulados por la conciencia que tienen las generaciones adultas
de los 90 de ser los herederos de los perdedores. El mito de su origen
viene dado por la negación absoluta de lo que hicieron sus padres,
en esta suerte de naturalismo invertido, su precariedad actual está
enraizada por negación con el fracaso de la generación anterior. Sin
la posibilidad de apelar a un trabajo sostenido para la construcción
del hogar y de la propia figuración cultural, un ser, un alguien, una
función productiva pues la antigua formación de la fábrica o la in-
dustria ha sido reemplazada por la dinámica de la subcontratación
de mano de obra intercambiable, estos sujetos no- obreros van
desalojando sistemáticamente de sus conciencias los contenidos que
los nucleaban en el pasado como pertenecientes a un plano urba-
nístico –“la toma” devenida población y luego hogar– o ideológico
como obrero capacitado, organizado, beligerante y conciente de sus
derechos. En su lugar, estas nuevas formas de colectivos se verán
obligadas a generar solidaridades por medio de otros recursos como
la identificación autodenigratoria cuyo correlato arquitectónico
queda representado en la matemática promiscua de los proyectos
sociales llamados bloques. Hallarán también en las formas verbales
medios de identificación cuyo sentido de abyección y humillación
les proveerán con los sentidos de pertenencia e identificación que
la globalización y las nuevas formas de relaciones intersubjetivas
asociadas a ella les han arrebatado. Aunque quizá sea mejor utili-
zar aquí la palabra transformada. Las identidades ciertamente son
mutables e intercambiables de acuerdo con las representaciones que
la cultura genera para sus sujetos en cada momento histórico. Sin
contradecir lo anterior, el lenguaje juega un rol central en esta novela
para la posesión de una identidad. Pero volvamos al punto anterior.
Los mundos representados en Eltit tienen que ver con un modo de
entender la ecuación existencialista de la vida para la muerte, como
una relación en la cual está completamente ausente el lenguaje como
fuente de emancipación. Tampoco el cuerpo, transformado ya no en
fuerza de trabajo sino en encierro domesticado por un simulacro de
consumo que le provee con los signos necesarios para su significación
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social operando como un catalizador de encuentros, reciprocidad e


interpelación abstractas. Perdido el lenguaje (y con él la conciencia
y los discursos), desaparecido el espacio como posibilidad de control
–material o simbólico–, eliminadas las movilizaciones populares,
las reivindicaciones sociales, circunscrita la administración de la
expansión del capital a las oligarquías nacionales e internacionales
(transando cuerpos) el escenario post colonial no se distancia mucho
de las descripciones decimonónicas de las sociedades esclavistas. La
diferencia está en que las tradicionales formas optativas de sociabilidad
y comunidad se hayan cooptadas por una “cultura global homoge-
neizante” anulando la existencia de redes de protección identitaria
moderna para las cuales en el pasado, el modelo y las modulaciones
que la familia proveía cumplían un rol central.

Contra la ilustración en que ha caído nuestro campo artístico e


intelectual al reformularse teóricamente en los últimos veinte años
presionado por la falacia del fin de la historia y la promesa de la
realización de la utopía en la economía de libremercado, la narrativa
de Eltit reclama desde su historización un lugar para reprocesar,
desde un tiempo y un espacio diferenciados, los efectos traumáticos
–materiales y simbólicos– heredados por las generaciones postgol-
pe. Sin duda, no sólo los registros testimoniales o documentados
legalmente tienen un lugar en la esfera pública para ser discutidos.
Hablar del pasado entonces, no sólo de los setenta sino también de
los épicos treinta, cambia de curso en este texto, abriendo caminos
exploratorios que redefinen el vínculo entre voz y narración, entre
voz y cuerpo. Por supuesto, el hecho más trascendente es el tipo de
experiencia de la que da cuenta este texto de Eltit: donde la verdad
de la experiencia se nombra desde estos espacios posmodernos con
desconfianza radical.

El mundo-obrero y el mundo-mercado

Los mundos obreros, si se les puede llamar aún así a las comu-
nidades violentamente pauperizadas no sólo económicamente sino
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físicamente, representadas en el texto que este trabajo discute, com-


parten varios rasgos en común que resultan de las actuales condiciones
de organización social colectiva e intersubjetiva dadas al interior de las
formaciones liberales económicas y políticas en Latinoamérica. Suje-
tos expoliados por el trabajo trasnacional, identidades estigmatizadas
por la opresión del estado patriarcal, ciudadanos masacrados por el
terrorismo gubernamental se ven enfrentados día a día a la lógica de
la violenta exclusión que las formas contemporáneas de explotación
traen consigo. Estos sujetos mínimos terminan, las más de las veces,
por convocar su propio exterminio, registrado post mortem por las
formas populares de identificación mediática: crónica roja de los
periódicos, notas policiales en televisión, obituarios acumulados en
páginas que terminarán como mortajas de vasos o piezas de porcelana
o su criminalización prefigurada en el juicio condenatorio embebido
de darwinismo social de quienes informan. Estas formas seculares de
la comunicación masiva representan de este modo a sectores de la
población que han quedado confinados en trayectorias vitales sujetas a
la conciencia de muerte como prefiguración. Una condena de la clase
obrera que brega exactamente en el sentido opuesto de los objetivos
vitalistas de la dinámica de la modernidad, infringiéndole a estos
sectores un daño enorme ejercido directamente sobre sus cuerpos en
los que se inscriben brutal y tanáticamente las consecuencias mate-
riales del ejercicio de una soberanía más preocupada de definir cómo
y quién debe morir. Como plantea Achilles Mbembe “To exercise
sovereignity is to exercise control over mortality and to define life as
the deployment and manifestation of power”(12).

Mano de Obra

La tremenda lectora que es Diamela Eltit abre ésta, su última


novela con un epígrafe de la poeta argentina Sandra Cornejo: “Algunas
veces, por un instante, la historia debería sentir compasión y alertar-
nos.” Con él nos advierte de la necesidad de recordar el pasado en
cada momento del presente. Sin memorias, más bien sin los testigos
directos de esas memorias, la autora postula no solo la desaparición
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de los cuerpos sino también la transformación de las voces de la


memoria obrera de principios de siglo en Chile para documentar
una nueva traición cuyo escenario estará situado en las postrimerías
de la misma centuria. En algo menos de doscientas páginas Eltit
reflexiona en las dos partes en las que se divide la novela, sobre la
alienación contemporánea del sujeto obrero representada a través del
monólogo de un reponedor de supermercado carente de conciencia
en tanto agente social de cambio. Alejado de las utopías de los 60’
que reconocían la existencia de una clase trabajadora organizada y
medianamente sindicalizada; desalojado del paisaje de las pulperías en
el norte de Chile, los almacenes de barrio y las botillerías, carnicerías,
panaderías, zapaterías, ferreterías, boticas y talleres cuya presencia
en los imaginarios urbanos proyectada en la arquitectura social del
conventillo, el pasaje, los callejones, le otorgaba densidad represen-
tacional vinculando los oficios obreros a espacios afectivizables; el
reponedor contempla el pathos del mercado: la irrupción de esta
forma de sujeción trasnacional lo sitúa por medio de la imprevisible
cesantía, en un incómodo y precario acontecer dentro de la promesa
de un “país moderno.”

“Me muerdo la lengua. La controlo, la castigo, hasta el límite de la


herida. Muerdo el dolor y ordeno el ojo. Pongo en marcha el ojo.
Este ojo mío, dispuesto como un gran angular, sigue el orden de
las luces. Entre la bruma provocada por el exceso de luz, advierto
que una aglomeración humana se me viene en contra con una
decisión y una exactitud exasperante.” (16)

Eltit concuerda aquí con la idea de que la explotación planteada


medio siglo antes por el ideario de Recabarren “sólo había aumentado
en cien años de vida republicana”( 57-58) y que ahora se encuentra
reeditada en su versión autorregulada por las leyes del mercado. La
crisis de la ingeniería social moderna lo es también de las concien-
cias colectivas. El sujeto se entiende en este nuevo marco bifronte
como un individuo sustraído por la modernidad a los arbitrios
imprevisibles de la vida social no regulada. La razón instrumental
mercantil constituye el centro de regulación abstracta cuya dimen-
sión pragmática sigue siendo, por lo menos en la crítica de Eltit, el
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modelo de la fábrica fordista. Claro está que la incorporación de la


dimensión autorregulativa que emana de las relaciones horizontales
entre empleados, llamados los unos y los otros a redituar(se) y negociar
permanentemente sus propias condiciones de producción y los réditos
asociados a ellas, marca en esta novela el eco de las nuevas relaciones
de poder en la contemporaneidad capitalista. Como plantea Bauman
siguiendo a Boltanski y Chiapello esta escisión “comporta el fin de la
seguridad que solía asociarse al status, la jerarquía y la burocracia, así
como al hecho de hacer una determinada carrera y asegurarse una po-
sición,” (49) mientras las formas diarias de dominación condicionan
su microcosmos social y la precariedad de los equilibrios económicos
instala la condición de incertidumbre como su horizonte laboral, a
la vez, que existencial.

Recién el primer centenario independiente alumbraba la his-


toria nacional y las voces de Mc Iver y Encina hablaban ya entonces
de inferioridad y fracaso. El desencanto era total. Precisamente el
desencanto había surgido en las condiciones provistas por el modelo
de desarrollo decimonónico del crecimiento hacia fuera. Centrados
en las exportaciones de materias primas, sin el fortalecimiento de
un mercado interior o una industria nacional los protagonistas de
la segunda parte de la novela de Eltit ya existían en el relato de las
condiciones de las masas obreras descritas por Rafael Rivera cuando
evaluaba a fines del siglo XIX el desigual acceso a la educación con
estas palabras: “se anima un pueblo sucio y miserable, contrastando
de un modo muy pronunciado y odioso, especialmente en país
republicano, los grandes señores con los grandes miserables ... el
lujo extraordinario y también la miseria” (Pinto 11). Al igual que
el ángel de Benjamin atrapado entre la memoria de lo ya vivido y
la incertidumbre del futuro que no cesa de asechar, Mano de Obra
aparece en medio de la voracidad de un presente que amenaza con
devorarlo todo reafirmando la posibilidad de lo imaginario como
mecanismo de reconstrucción de la continuidad histórica. En esta
novela, los límites mismos de la naturaleza y el sujeto –primordial-
mente connatural a ella misma– son devastados una y otra vez por
la expansión de los capitales trasnacionales en los que la obscura
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fantasía del edén que la cultura y el progreso pueden restituirle al


hombre, se nos presentan como fallida utopía omnipresente frente a
los mecanismos regulatorios con los que su versión contemporánea,
el mercado, pareciera prometérnoslo reformulado hoy en la promesa
renovada del (fair) trade. Sin duda, la alegoría del supermercado,
despojada de la nostalgia del relato bíblico, tratada en detalle por
Debord, Hollebeucq o Baudrillard, resuena en este texto como fondo
de ojo, pero con un acento diferente. No es la tradicional narración
en la que suspendidos los marcos de naturalización y verosimilitud
del pacto lector que la regula, el lector acepta la imaginería alegórica
como fuente de significados, sino una que desde la historia misma
apela a la potencia poética para contar el horror. No creo que esta
novela como otras de Eltit7 oculte protectoramente su circulación
tras el parapeto de la oscuridad y la clave narrativas como se ha dicho
insistentemente de las literaturas post dictatoriales. Por el contrario,
me parece más bien que la narrativa de Eltit se construye con y
desde esta concepción del trabajo literario como una actividad que
a pesar de su inscripción mimética entendida como la figuración
individual de un punto de vista que ordena y justifica lo narrado, a
la vez que subjetiviza tiempo y espacio acabando con la fantasía de
universalidad, también nos proporciona un material que como los
adherentes a la poética de la novela social, expone el desorden social
en un marco-tesis que lo reorganiza y significa Esta estrategia en El-
tit deviene una paranaturaleza realista. Una que como nos recuerda
Todorov al definir esta regla de composición “est un type de discours
dont l’etre el le paraitre ne coincident pas.”(9) La cultura/escritura,
es aquí naturaleza muerta. Suspendidos el tiempo y su acontecer,
anulados el espacio público y sus ocupantes, el cuadro naturalista de
este texto recoge objetos cuya humanidad ha sido desalojada en la
composición donde figuras y signos se convierten en “emblema de
la muerte y la decadencia, una manera de relatar una historia que ya

7
Pienso particularmente en las novelas producidas durante la década de los
90.
186 FERNANDO A. BLANCO

no puede ser concebida como una totalidad positiva” (Avelar 222).


El cúmulo de posibilidades de consumo, la miríada geométrica de
bienes apretados en anaqueles y estantes que abarrotan los pasillos
del supermercado son expresión abrillantada de la corrupción que
la sobresaturación de la producción vuelta oferta producen. Los bie-
nes han copado la política y reconfigurado al sujeto generando una
cultura de la producción que ha alienado la dimensión de la acción
política ciudadana. Esta es exactamente la tesis de la novela de Eltit:
Presentarnos una disección de las formas de dominación al interior
del campo obrero/asalariado en las que apunta a las zonas de exclusión
de la subjetividad neoliberal. Consigue llevar a cabo su proyecto por
medio de dos formas de entender la narración de la experiencia del
costo social pagado por la clase obrera en los últimos treinta años:
por un lado, las citas de los diarios obreros le otorgan a la novela una
perspectiva de análisis interpretativo de corte historicista articulado
por la institucionalización imaginaria de los discursos obreros de las
primeras tres décadas del siglo pasado. Paralelamente, por medio del
propio discurso del texto éste se inserta en la línea crítica deconstruc-
tivista de la reconfiguración poética de la historia llevada a cabo por
la rearticulación violenta del lenguaje. Esta novela, quizás mejor que
ninguna otra anterior de la autora, postule los dos grandes modos
del hacer hermenéutico en el país frente a las nuevas condiciones de
dominación inauguradas en esta fase de expansión de los modos de
organización social capitalistas. Un centro urbano que no es sólo el
imago mundi social identificado con el supermercado como forma
económica, sino discutido en relación con las implicaciones exis-
tentes entre el sujeto alienado, su relación negativa con el trabajo y
la inscripción de su subjetividad en un escenario cultural marcado
ya no por las leyes de la oferta y la demanda sino por el peculiar
investimiento del mercado como un suplente. Frente al declinio del
poder soberano del estado –nación– el mercado transforma no sólo
las relaciones de producción sino las relaciones intersubjetivas– refor-
mulando las relaciones societales. Este último elemento, la revisión de
la formación de nuevas identidades sociales surgidas a posteriori del
régimen autoritario militar en el Chile de la última década del siglo
XX, ha dado lugar a producciones como Mano de Obra.
POÉTICAS DE ALIENACIÓN Y MUERTE 187

La novela está dividida formalmente en dos partes enmarcadas


por dos ejes discursivos que operan intertextualmente. El primero
de ellos El despertar de los trabajadores se compone de ocho secciones
introducidas por los títulos de los diarios obreros chilenos publicados
durante el primer tercio del siglo XX. Cada uno de ellos remite a
los discursos emancipatorios que la prensa obrera circulaba entre
los trabajadores sindicalizados de las salitreras, las portuarias, los
mercados de la carne y el agro. Reunidos por la común aspiración
de constituirse como clase para poder disputar la hegemonía. Estos
fragmentos aportan una memoria que se desprende de la documen-
tación histórica para entrar en la reconstrucción imaginaria que Eltit
opera como dispositivo de lectura trans-generacional. La política de
su reposicionamiento obedece a la conciencia poética y programática
de la autora para quien la literatura es “plural y no inocente. Cuando
tomas una escritura asumes una posición política con la letra” (Eltit
18). El hilo conductor entre estas ocho situaciones es la voz humana.
El soliloquio angustiado de un reponedor nos pone de frente a una
reflexión sobre las relaciones entre los sujetos y el espacio situados al
interior de un supermercado. Cuidadosamente nos vemos enfrentados
a las diferentes categorizaciones que el reponedor hace de los clientes,
del ambiente en el que reside una cantidad variable de horas diarias,
de sí mismo y de sus definiciones de sujeto en el mundo laboral.

En la segunda parte de la novela la narración comienza con las


palabras “Puro Chile” y una fecha, 1970. La fijación de este año
que marca la instauración del primer gobierno socialista elegido de-
mocráticamente en Chile, conocido como el gobierno de la Unidad
Popular, antecedido por las primeras voces del Himno nacional, nos
habla de un marco histórico que ha recogido la utopía libertaria
de los trabajadores de la primera parte de la novela. También es el
nombre del diario obrero más popular, órgano oficial del gobierno
socialista destinado a funcionar como el ágora democrática de en-
cuentro de los trabajadores. Sin embargo, ambos deícticos temporales
se hayan fuera de la historia, por lo menos, fuera de la épica glorio-
sa del movimiento obrero. En cambio, la novela en esta segunda
parte se inflama con las voces de una familia urbana proletaria. Un
188 FERNANDO A. BLANCO

grupo de hombres y mujeres que deciden compartir el techo y los


alimentos en una solidaridad obligada por las precarias condiciones
en las que su trabajo los ha puesto. Todos ellos son empleados del
mismo supermercado y realizan labores menores de mantenimiento,
despacho, control de calidad, contables y de pagos. La convivencia
diaria los lleva a experimentar una serie de violentos incidentes que
acabarán con la traición de algunos de ellos a su clase. La alegoría
funciona no sólo directamente con la historia chilena reciente como
se prefigura en la primera parte del texto, sino también dentro del
sistema de pensamiento del Occidente cristiano resemantizando el
cuerpo crístico en el signo del cuerpo asalariado alcanzando al Chile
coyuntural de 1990-2002. Este nos es representado como un país
inmerso en un transitivo plural hecho de instantaneidad al que le han
quitado la capacidad de asombro. Un Estado preocupado obsesiva-
mente de establecer un estatuto jurídico legal para el peso del pasado
que pueda ajustar la verdad testimonial a la veracidad histórica del
consenso y una población civil embelesada con el mundo artificial
creado por el mercado, la sociedad chilena sumergida en la coyuntura
ético-política coronada por los éxitos administrativos del régimen
de administración neoliberal, se resiste en la lectura negativa de esta
coyuntura hecha por Eltit.

La novela nos propone una idea de la historia y del presente en


los que la objetividad del dato tejido febrilmente en relatos redentores
dirigidos a reemplazar la experiencia del sujeto, se une a la entrega
total del individuo para suplir esa falta de trascendencia con trabajo.
Esta dinámica reacontece en medio de una sociedad para la que las
tecnologías de la información constituyen el marco epistemológico en
el que van a desplegarse las historias mínimas de un grupo de hombres
y mujeres asalariados en las postrimerías del siglo XX para quienes la
religión, el amor y la política han sido abortados como posibilidades
de reconciliación. Agobiados por las formas modernas de producción
económica, de negar la vida, angustiados en la supresión de lo vivido y
la suplantación mercantil de lo por vivir, reducen la vida y también la
muerte a su acontecer meramente biológico. Conforman estos sujetos
de esta manera una comunidad a/crítica de trabajadores/consumidores
POÉTICAS DE ALIENACIÓN Y MUERTE 189

cuyas formas de identificación pasan por rituales verbales en los que


unos a otros se degradan por medio de la violencia discursiva inar-
ticulada, último resabio de humanidad, pero imprenta feroz de la
animalización lingüística de los individuos. Bajo estas coordenadas
implantadas por el autoritarismo mercantil desde los 80’ repensar
las formas políticas con las que dotamos de significado día a día la
experiencia es el objetivo que Diamela Eltit expone en todo su pro-
yecto narrativo y, en esta novela especialmente en el cosmos obrero.
Armada, como hemos dicho, con la cotidianeidad de un grupo de
asalariados chilenos insertos en la maquinaria de producción de los
supermercados estos retazos deshumanizados también forman parte
del redimido tejido social nacional, hablándonos del costo material– la
violencia de la negatividad encarnada en el trabajo como redención
y su alienación en lo animal que las subjetividades obreras y otras
minorías urbanas y rurales han tenido que pagar como precio por la
modernización del país frente a la “internacional division of labour
in a capitalist world economy,” como afirma Hoogvelt (15).

Cada una de las secciones de Mano de Obra da cuenta del cambio


experimentado por el sujeto de dicha conciencia de exterminio. Un
sujeto que percibe cómo han cambiado las condiciones de adminis-
tración de la autoridad en el país representado por la novela como
un instrumento de denuncia y crítica social en el escenario global de
la industria editorial trasnacionalizada. En este campo de acción que
ella quiere político Eltit operará con el mismo espesor crítico pero
consciente de los modos de circulación y recepción de su trabajo.
Quiero decir, atenta al problema de producir, circular y sostener una
crítica social literaria que pueda dar cuenta de las transformaciones
del espacio urbano frente a la expansión del referente económico; la
redefinición de la esfera pública y la privatización de la misma por
el trabajo; los procesos de exclusión y deterioro de subjetividades
resultantes de los procesos de internacionalización del capital; el
cambio en los imaginarios sociales y en los modos de construir los
contratos sociales ( la familia y el estado); en suma de cómo deberá vi-
virse la historia global que tenemos frente a nuestros ojos en la sociedad
chilena postdictadura. Esta conciencia de la transformación histórica
190 FERNANDO A. BLANCO

de las subjetividades y de los espacios que habitan los sujetos, de


los discursos políticos y cognitivos con los que se puedan armar los
sentidos de pertenencia y segregación, como también los circuitos de
circulación comercial y crítica de su quehacer la llevarán a concebir
estrategias de resistencia que intervendrán en la propia concepción
poética de sus textos.

Reunida junto con la producción narrativa de los 90’ Eltit y


esa generación conforman lo que podríamos llamar contemporá-
neamente, para nuestro país, una red de resistencia y denuncia de la
penetración en la vida diaria de los poderes y saberes organizados del
neo capitalismo trasnacional y la imposición de sus lógicas culturales.
La transformación de la sociedad en hedonista y neoconservadora, el
acceso al placer como principio cultural de organización y regulación,
la preservación de privilegios sociales, la segmentación de consumos
de acuerdo con pautas identitarias, la anulación de la disidencia en
beneficio de acuerdos programáticos inmovilizantes, el espectáculo
mediático consensuado de las minorías, el control absoluto de los
medios de comunicación a través de pautas valóricas conservadoras, la
higiene social como respuesta natural a los embates modernizadores:
en suma la agenda de depredación neoliberal del Estado y la sociedad
civil. Como dice Jean Franco, la sociedad chilena “en veinte años ha
pasado de una sociedad disciplinaria a una sociedad reglamentada
por lo que Foucault llama el biopoder, o sea, un poder activado desde
el interior de cada individuo y que administra la vida” (Franco 11).
Sin un dejo de duda, Chile representa este paradigma, aquello que
Diamela Eltit describe angustiadamente en una entrevista reciente
“como pasar después de diecisiete años de dictadura, como salida,
a la instalación de una cuestión liberal acrítica donde todo estaba
lleno de signos sociales dramáticos en ese momento. Lo que veía lo
encontraba peligroso, dramático... ... se instalaba el mercado, el retiro,
la exclusión, la diferencia, la soledad” ( Eltit 51).
POÉTICAS DE ALIENACIÓN Y MUERTE 191

Conciencia, sujeto obrero y muerte

Heidegger definía la conciencia de muerte como el dasein, el


ser-para-un –fin. Esta condición humana única le permite al sujeto,
gracias a la autorreflexividad provista por la doble articulación del
lenguaje humano, “vivir” la muerte tantas veces como sea posible
pensarla. La manera contemporánea de aproximarse a esta experiencia
en el contexto latinoamericano sería proponernos pensar que esta
posibilidad de anticipar a la muerte – propia del sujeto e imposible
en el animal– habría cambiado su estatuto. En nuestros espacios
públicos y privados la mutación habría derivado en que, tanto el
animal como el sujeto habrían comenzado a compartir el acto final
de “cesar de vivir” y, que este último habría como epígono de los
tiempos que vivimos y de su estética olvidado el morir.

La falta de otras posibilidades de individuación respecto del mo-


delo de trabajador propuesto por el ultracapitalismo y, por lo tanto,
el cese del trabajo entendido como un mecanismo de consolidación
subjetiva unidos a lo que para Benjamín era el problema fundamental
de la falta de experiencia en la modernidad radicado en la incapacidad
de contar historias que pudieran desde la subjetividad recuperar el
sentido global de lo vivido, se unen en Eltit en una escritura que nos
propone cómo mostrar la íntima relación que en el sujeto existe entre
la experiencia de nombrar y la experiencia del morir. Esta vinculación
podría encontrarse en el hecho de que así como es imposible pensar
el lenguaje sin la voz, de igual modo es improbable pensar la muerte
sin el lenguaje. Ambas experiencias resultan ser una y la misma cosa,
en tanto toda vez que nombramos la muerte esta aparece como su
negación más radical pues su natural ámbito es el silencio. De esta
manera, si la muerte es siempre reconocida desde el más puro silen-
cio, la palabra coincide exactamente con el reclamo por la inevitable
ciudadanía que estos sujetos piden para ella. Este es el reclamo que
surge de la más profunda intemperie, del abandono más radical, que
se inscribe en la palabra desaparecido. Pues lo que nadie ha entendido
hasta ahora es que el horror de este signo reside en la asunción en el
lenguaje “de la posibilidad más propia e insuperable del individuo”
192 FERNANDO A. BLANCO

(Agambem 98): la de expresar su propia negatividad. Quiero decir


con esto que ya desde la Segunda Guerra Mundial esta palabra im-
plicaba pensar en la muerte de un modo aún más auténtico que su
función pragmática definida por la estrategia legal de evitar el cuerpo
para sostener un juicio. Es justamente la figura del habeas corpus la
que engaña, pues en su comparecer sólo revela la muerte biológica,
como el testimonio legal ha querido consagrar. Sin embargo, la otra,
la radicalmente humana, ésa que es posible vivir como un fantasma
en el evanescente rostro amado de los poetas provenzales o en la
completa vulnerabilidad de la naturaleza de Hölderlin es expuesta en
la ficcionalización de la memoria obrera pre y postgolpe de Eltit.

De un modo más trágico, quizás es posible entender esta relación


en el sentido de poder observar a estos sujetos obreros como parte
de narrativas sin ecos. Relatos de los cuales el ser se encuentra en
completa ausencia. La memorabilia, el recuento forense, la lista de
nombres centrada en la estadística de la cifra, los informes médicos,
los discursos públicos devienen tecnologías comunicativas, meros
suplementos de la Voz, pero también con violencia extrema ocurre
esta suplantación de conciencias. En esta novela acontece por medio
de los discursos de la denigración verbal. Las llamadas “malas palabras”
no sólo marcan los contextos locales o si se quiere la reverberación
de otros textos de la tradición literaria, sino que sirven para exaltar la
pérdida de la palabra como portadora ideológica. Vamos entonces, al
encuentro de aquella residencia del sujeto que no podemos recordar
nunca más, la que primero cae de la historia, ese hilo sonoro del que
sólo podemos recordar unido a una identidad civil.
Los intentos por narrar la Muerte, por mostrar(la) y significar(la)
enfatizan la manera en que el lenguaje en Occidente ha sido conce-
bido y también nos descubren su ontología. De acuerdo nuevamente
con la tesis heideggeriana “tener la experiencia de la muerte como
muerte significa, en efecto, tener la experiencia de quitarse de la voz
y del comparecer en su lugar, de otra Voz... ...una que nos hace ser
capaces de morir y no simplemente fallecer” (140). Lo que hay en
esta Voz es el comparecer de la profunda ética presente en Aristóteles
que subyace al lenguaje en su propia presentación de lo inconveniente
POÉTICAS DE ALIENACIÓN Y MUERTE 193

y lo conveniente, lo justo y lo injusto y no solo como signo del dolor


o del placer como acontece frente a la biología.

Pero las voces de Mano de Obra no construyen dibujos lim-


pios en los que la línea perfilada del relato significado interpela o
reproduce, sino que, por el contrario, introduce clarooscuros, som-
bras, pues la conciencia humana no puede limitarse a la letra o a la
caligráfica saussuriana. Eltit elabora la pérdida de los límites de la
individualidad, la entrada en la sinrazón del puro apasionarse que
se estrella contra la conformación prístina de los empleados higié-
nicos y recortados del supermercado. Los obreros de Eltit aunque
mutilados en la vida encuentran en los garabatos formas apropiadas
de pertenencia colectiva. Este lenguaje suplementario les permite
exponerse y exponer a los otros en un espacio público al que les está
vedada la entrada. Transformados en un grupo de riesgo, es decir,
de constitución precaria e inestable pero amenazante su situación
los vuelve víctimas preferenciales de la violencia psicológica que el
sistema descarga permanentemente sobre ellos. Ciertamente esta no-
vela se organiza alrededor de lo oculto. De las formas ocultas en que
los personajes van interiorizando día a día el maltrato recibido hasta
llegar a conformar un patrón de acción que los identifica. Puestos
en el lugar de la abyección verbal violenta terminarán por aprobarla.
Sin embargo, de una manera previsible la explicación última de estos
comportamientos, su sentido reconocible y localizable, será aquel que
exculpa en la “desnaturalización de los perpetradores” al resto de la
sociedad.8 Pero qué es lo que ocurre en una sociedad cuando quien se
revela como responsable es el propio estado. Esa entelequia a la cual
la comunidad le ha otorgado la soberanía sobre el bien común, pero
que al igual que el lenguaje contiene en la ley que se da el poder para
defender la posibilidad de su anulación disciplinaria, tal y como nos
plantea Foucault al exponer su teoría sobre la soberanía:

8
Tal y como ha ocurrido, por ejemplo, con el caso del tratamiento mediático
de “Las Muertas de Juárez.”
194 FERNANDO A. BLANCO

l’organisation de un code juridique centré sur elle ont permis de


superposer aux mécanismes de la discipline un system de droit
qui en masquait les procedés... ...en fin , qui garantissait á chacun
qu’il exercait, a travers la souveraineté de l’Etat, ses propres droits
souverains. (Foucault 33)

La respuesta posible, si estamos de acuerdo con la idea de Mbem-


be de que nos encontramos bajo un estado de excepción permanente
en el que la definición de soberanía ha pasado desde la concepción
que tenía en una sociedad disciplinaria al espacio de la sociedad de
control en la que el ejercicio violento de esta facultad estatal se expresa
en la administración del poder sobre la propia vida, lo necesario para
la perpetuación de esta forma de organización de dominación es la
necesidad de exhibir a los criminales como sujetos concretos sobre los
cuales posar la infracción y, por lo tanto, construir y aplicar la ley.9

Diamela Eltit elabora transfiguradamente otras muertes car-


gadas en el imaginario de las luchas obreras. La primera de ellas es
la matanza de la escuela de Santa María de Iquique en la que son
asesinados hombres, mujeres y niños vinculados al mundo del salitre.
Los trabajadores habían levantado un petitorio para mejoras salariales
y frente a la negativa a abandonar el recinto en el que estaban son

9
Pero lo que estas tácticas confirman, como ocurre con los casos de “los sicópatas
de Maipú” o “Los crímenes de Alto Hospicio”– ambos hechos involucrados con
la trata de blancas y la industria pornográfica en Chile– es cómo las muertes
de muchachas adolescentes secuestradas y violadas en cámara en Santiago de
Chile en 1995 por un matrimonio o la desaparición de jovencitas en 2000 en
Alto Hospicio en una de las ciudades más pobres del norte chileno, se vieron
reducidas a la instantaneidad del reportaje periodístico. En Chile estamos llenos
de esos casos en los que delincuentes son dramatizados para poder cumplir con
los designios administrativos de la justicia y el control policiales. El mismo año
de aparición de la novela que comentamos, 2002, otro criminal fue tema de
interés público. El “Tila” confesó en una carta abierta cómo su propia biogra-
fía era responsable por sus “actos”. Criado por “una madre indiferente y dos
tíos travestís” la tesis del darwinismo social se impone en la opinión pública
y nuevamente las muertes seriadas son atribuidas a errores de los sistemas de
educación y control mental.
POÉTICAS DE ALIENACIÓN Y MUERTE 195

masacrados por fusilería en diciembre de 1907. Dos años antes la


matanza de la “huelga de la carne,” esta vez en la capital, deja un saldo
equivalente de deudos y muertos. Los diarios obreros informarán
detalladamente de estos asesinatos de la burguesía. Menos evidente y
mucho más sutil la novela nos plantea entonces la muerte por desgaste
de los nuevos obreros. Estos “empleados” de supermercado que van
siendo quebrados uno a uno por el sistema de trabajo que ha logrado
“desmontar completamente los antiguos órdenes para reemplazarlos
por un modo inorgánico de funcionamiento”(Cárdenas). Modo que
se vuelve también asistémico en el lenguaje.

“Estas mierdas nuevas que están tomando vienen dispuestas a


cualquier cosa. Son más lameculos que cualquier lameculos que
una se pueda imaginar. Nos dijo ella. Se encerró en la pieza con
la guagua a llorar. Dejó que la guagua llorara.” (120)

En estos casos el Estado ha dejado de aparecer visiblemente


como operador de la represión, sin embargo, su complicidad con el
capital trasnacional lo vuelve aún más peligroso, pues la privatización
de la esfera pública –mundo del trabajo– atenta contra los derechos
mínimos de los trabajadores. La muerte aparece aquí como el síntoma
inicial de lo que Ulrich Beck ha definido como la “sociedad de riesgo
global” (2002). Una muerte asociada a la incertidumbre laboral que
el contexto global neoliberal no ha traído como novedad sino que
ha intensificado.

Epílogo

En algunas otras obras producidas en Latino América en esta


última década las novelas La Virgen de los Sicarios y Salón De Belleza,
los filmes Ciudad de Dios, Amores Perros y María llena eres de gracia
por ejemplo, vemos la representación de tipos diferentes de violen-
cia y muerte. La primera de ellas se instala en el lugar común de las
Ciencias Sociales cuando se habla de colombianización de la violencia.
La idea tras esta conceptualización parece ser que es esta condición
196 FERNANDO A. BLANCO

endémica de la sociedad colombiana la que ha llevado a la puesta


en crisis del estado nacional, tal y como ha ocurrido en otros países
anclando el fenómeno al vector dictatorial. La desintegración del lazo
social como resultado de la combinación de las FARC, el narcotráfi-
co, los militares, los paramilitares junto con la inoperancia “pedida”
de la institucionalidad o en otros casos a amenazas ideológicas o
catástrofes económicas culpa al “caos”primitivo de estas sociedades
de las escaladas posteriores de violencia y muerte. La tesis implica la
profunda inestabilidad consustancial a los gobiernos republicanos
latinoamericanos. Me parece que aunque lo evidente, como en el caso
de los asesinatos chilenos delincuenciales o las matanzas estatales, la
violencia no es patrimonio de una ciudad o una sociedad en específico
sino de la creación e implementación de una paranaturaleza legal que
ha desmantelado completamente el aparato suplementario de sociali-
zación que las redes laborales habían salvaguardado a lo largo del siglo
XX. Perdida esta fuente de pactos sociales que operaba conjuntamente
con el Estado el vacío de poder hace que otras fuerzas sociales ocupen
ese lugar. El Sicariato en Colombia, la narcomafia en Juárez, las tribus
urbanas neofascistas, los movimientos ultraconservadores religiosos
darán las gracias al ultraliberalismo por pavimentar las condiciones
necesarias para la fragmentación completa de los actores políticos
colectivos y en su lugar levantar mascaradas democráticas henchidas
de hedonismo y desagregación. Los trabajadores representados en
Eltit generarán las mismas reacciones altamente conservadoras al
leerlos la sociedad como causantes de su propia tragedia. Nuevamente
el darwinismo social marcado por las propias víctimas: Es lo que la
sociología llama “violencia disciplinante”con contenido moral. Al
mismo tiempo, aunque es tema de otro trabajo, generarán violencias
defensivas (Reguillo 254) cuyo accionar redundará en la refortificación
de los territorios y la reespecialización de las ciudades.

Los sujetos marginales, pauperizados, minoritarios que se han


enfrentado por su condición a la experiencia límite de la muerte en los
diferentes contextos histórico-sociales han producido una sustantiva
relación de su propio exterminio. Los sujetos de estas narraciones
se han valido del lenguaje para intentar recuperar lo sacro del acto
POÉTICAS DE ALIENACIÓN Y MUERTE 197

de nombrar pero sin olvidar el carácter histórico de sus relatos o


viceversa para constituir nuevos pactos subjetivos de identificación.
Por otra parte, la oligarquía global y trasnacionalizada ha impactado
en las formaciones sociales produciendo sujetos de incertidumbre y
riesgo que han respondido a la falta de estabilidad social y laboral
reproduciendo dinámicas de violencia que se alimentan de las pa-
ralegalidades creadas en un círculo de intercambios sin retorno. La
plusvalía del capital ha generado un déficit en la subjetividad. Estos
parias inconscientes son el remanente de los nuevos modos de inter-
cambio político-económico y sus formas de constitución desajustados
a la modernización.
198 FERNANDO A. BLANCO

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FERNANDO BLANCO Crítico literario. Licenciado en Lengua y Lite-


ratura Hispánicas por la Universidad de Chile. Docente del Instituto de
Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile. Es editor del libro
Reinas de otro cielo. Modernidad y Autoritarismo en la obra de Pedro Lemebel
(2004). En la actualidad realiza sus estudios de Doctorado en Literatura y
Cultura Latinoamericanas en Ohio State University.

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