A los siete años, Weiser descubrió que le repugnaba el colegio y,
sin dudar, lo abandonó; sin embargo, para no oponerse a su madre , continuó levantándose en las mañanas , enfundándose en el uniforme obligatorio, saliendo en dirección al colegio, regresando al mediodía y hablando sin pudor de exámenes y profesores.
Todo persistió sin variantes hasta el día de la graduación, en el
que
Weiser debió pretextar un súbito, punzante dolor en la espalda
que lo confinó a la cama; su madre, preocupada por él, se alegró al saber que no irían a la ceremonia: no conocía a ningún profesor, ni a ninguno de los sacerdotes que regían el colegio, a ninguno de los padres de los compañeros de su hijo, se hubiera sentido una extraña. Al día siguiente, no pudo evitar las lágrimas al contemplar el diploma que Weiser había falsificado con descarada perfección, y pensó que ningún sacrificio era vano, su hijo iría a la universidad. Y Weiser, mientras le decía que estudiaría medicina, pensó que le esperaban seis arduos, tensos años. Pero no fueron ni arduos ni tensos debido a su continuo progreso en el arte del simulacro