Una de las grandes cuestiones tratada por Aristóteles en el seno de lo que él denominó
filosofía primera (entendida como teología) es si existe algún tipo de sustancia al
margen de los seres físicos. Su respuesta será siempre afirmativa postulando la existencia de una entidad suprema, inmaterial e inmóvil, esto es, de Dios, entidad cuya existencia, es rigurosamente demostrable a partir del hecho del movimiento eterno de los cielos, movimiento que a su juicio requiere de la existencia de un motor inmóvil. Dicho motor que mueve el universo no por tracción, mecánicamente, sino, eróticamente, por atracción (y por ello mueve sin moverse, sólo como objeto del deseo, de un deseo no recíproco, una atracción de lo imperfecto a lo perfecto. “Como una polilla hacia la luz”). Es una Forma pura (puesto que es inmaterial) y Acto puro (pues su inmutabilidad es ajena a toda potencia, necesaria para que el cambio se realice según la teoría aristotélica). Es un Viviente feliz, eterno y perfecto (pues su ser está completo). Su vida consiste en la pura actividad contemplativa, en el ejercicio del pensamiento, un pensamiento que se piensa a sí mismo (pues sería para él indigno rebajarse a pensar en algo distinto de él mismo, por ejemplo el mundo, y por ello inferior). Eternamente ensimismado, ajeno al Universo, mueve, como corresponde a lo bueno y perfecto, como objeto de deseo y aspiración, como el fin o perfección al que aspira el Universo y que éste imita con su movimiento eterno, regular y continuo. Es Theos, causa del orden y principio del que pende el Universo y la Naturaleza. En conclusión, más allá de la región celeste, en una dimensión ontológica metafísica, separada y superior a la Naturaleza, se sitúa, como cima y cúspide de esa jerarquía piramidal de entes, la sustancia suprema, el theos, motor inmóvil del Universo y ente perfecto, acto y forma pura, carente de materia y potencia, puro pensamiento autopensante.