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El filósofo del fracaso: Émile M.

Cioran*

C ostica B radatan
Traducción de María del Carmen Navarrete

Para algunos, fue uno de los pensadores más subversivos de su época, un


Nietzsche del siglo xx, sólo que más sombrío y con un mejor sentido del hu­
mor. Muchos pensaban que era un loco peligroso, sobre todo en su juventud.
Sin embargo, según otros, simplemente era un encantador joven irrespon­
sable que no constituía ningún peligro para los demás, tal vez sólo para sí
mismo. Cuando su libro sobre el misticismo llegó a la imprenta y el tipógrafo
se percató de cuán blasfemo era su contenido, se negó a tocarlo, era un buen
hombre temeroso de Dios; el editor se desentendió del asunto y el autor tuvo
que publicar sus blasfemias en otra parte, por cuenta propia. ¿Quién fue este
hombre?
Émile Cioran (1911-1995) fue un filósofo francés, rumano de nacimiento,
y autor de unas dos docenas de libros de perturbadora y despiadada belleza.
Es un ensayista en la mejor tradición francesa, y aunque su lengua materna
no fue el francés, muchos lo consideran uno de los mejores escritores en ese
idioma. Su estilo de escritura es caprichoso, poco sistemático, fragmentario;
es proclamado como uno de los grandes maestros del aforismo. Pero para
Cioran la “fragmentación” fue, más que un estilo de escritura, una vocación
y una forma de vida; él mismo se llamaba “un homme de fragment”.
A menudo se contradice, pero ésa es la menor de sus preocupacio­
nes. En su caso, contradecirse no es ni siquiera una debilidad sino el signo
*
Este ensayo se incluirá en el libro En elogio del fracaso, título contratado por Harvard
University Press.
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de una mente viva. Él creía que en la


escritura no se trata de ser coherente,
persuasivo ni de mantener entreteni­
dos a los lectores; escribir ni siquiera
tiene que ver con la literatura. Para
Cioran, al igual que Montaigne varios
siglos antes, escribir tiene una función
vivencial inconfundible: uno no escribe
para producir un acervo de texto, sino
para actuar sobre uno mismo; para re­
cuperarse después de una desgracia
personal o para salir de una profunda
depresión, aceptar una enfermedad mor­
tal o llorar la pérdida de un amigo íntimo.
Uno escribe para no enloquecer, para
émile m . cioran
no matarse ni matar a otros. En una
conversación con el filósofo español Fernando Savater, en un momento dado
Cioran afirma: “Si no hubiera escrito, pude haberme vuelto un asesino”. La
escritura es cuestión de vida o muerte. La existencia humana, en su esencia,
es angustia y desesperación infinitas; y la escritura puede hacer las cosas
un poco más tolerables. “Un libro es un suicido pospuesto”, agrega Cioran.
Cioran escribió para salvarse él mismo de la muerte una y otra vez.
Escribió su primer libro, En las cimas de la desesperación (Pe culmile dispe-
rarii, 1934), cuando tenía 23 años, en sólo unas semanas, mientras padecía de
un fuerte ataque de insomnio. El libro, una de sus mejores obras tanto en ru­
mano como en francés, marcó el principio de un fuerte vínculo íntimo en su
vida entre la escritura y el insomnio: “Nunca he podido escribir de otro modo
que no sea en medio de la depresión [cafard] que me provocan las noches de
insomnio. Durante siete años apenas si pude dormir. Necesito esa depresión,
e incluso hoy antes de sentarme a escribir pongo un disco de música gitana
[triste] de Hungría”.
Que Cioran sea un pensador poco sistemático no significa que su obra
carezca de unidad; al contrario, ésta se mantiene firmemente unificada por
su peculiar estilo de escritura y modo de pensar, pero también por un con­
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junto distinto de temas, motivos e idiosincrasias filosóficas, entre los cuales


figura de manera prominente el fracaso. Cioran estaba obsesionado con ese
tema: el espectro del fracaso ronda su obra a partir de su primer libro ru­
mano; luego, durante toda su vida, nunca se apartó del fracaso. Lo estudió
desde distintas perspectivas y en diferentes momentos, como suelen hacer
los verdaderos conocedores, y lo buscó en los lugares más imprevistos. Cio­
ran creía que no sólo los individuos pueden terminar siendo un fracaso, sino
también las sociedades, los pueblos y los países. Sobre todo los países. Una
vez comentó: “me fascinaba España, porque era el ejemplo del fracaso más
espectacular. ¡El país más grande del mundo sumido en tal estado de deca­
dencia!”
El fracaso impregna todo. Puede manchar las grandes ideas, así como
los libros, las filosofías, las instituciones y los sistemas políticos. La misma
condición humana es para Cioran sólo otro proyecto fallido: “Ya no querer
ser un hombre”, escribe en Del inconveniente de haber nacido (De l’incon-
vénient d’être né, 1973), es “soñar con otra forma de fracaso”. El universo
es un enorme fracaso, al igual que la vida misma. “Antes de ser un error
fundamental, la vida es un fracaso de gusto que ni la muerte, ni siquiera la
poesía, logra corregir”, afirma Cioran. El fracaso gobierna al mundo como
el dios caprichoso del Antiguo Testamento. Uno de los aforismos de Cioran
dice: “‘Estabas equivocado al contar conmigo’. ¿Quién puede hablar en esos
términos? Dios y el fracaso”.
Cioran podía hablar muy bien del fracaso porque lo conocía íntima­
mente. Fue alguien que en su juventud participó en proyectos políticos ca­
tastróficos (lo que lamentó toda su vida), que cambió de países e idiomas y
siempre tuvo que empezar desde cero, fue un eterno exiliado y vivió una vida
marginal, casi nunca tuvo un empleo y muy constantemente estuvo al borde
de la pobreza. Debe haberse familiarizado profundamente con el fracaso,
incluso habrá tenido instinto para detectarlo. Sabía cómo reconocer un caso
digno de fracaso, cómo observar su manifestación y disfrutar su compleji­
dad. Porque el fracaso es irreductiblemente singular: las personas exitosas
siempre se las arreglan para lucir igual, pero quienes fracasan lo hacen de
muy distinta manera. Cada incidente de fracaso tiene una fisonomía y una
belleza propias, y se necesita un conocedor sutil como Cioran para distin­
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guir un fracaso aparentemente banal pero que, de hecho, es enorme de uno


escandaloso aunque mediocre.
La primera vez que se topó con el fracaso fue en su tierra natal, entre
sus compatriotas. Cioran nació y creció en Transilvania, una provincia que
durante mucho tiempo perteneció al imperio austrohúngaro y sólo reciente­
mente, en 1918, pasó a ser parte del reino rumano. Incluso hoy en día los tran­
silvanos muestran una fuerte ética de trabajo; y la formalidad, disciplina y
autocontrol se tienen en gran estima. Pero cuando Cioran asistió a la univer­
sidad en Bucarest, la capital del sur del país, entró en un universo cultural
totalmente nuevo. Aquí las habilidades vencedoras eran distintas: el arte de
no hacer nada, la sofistería (de un poco juguetona a evidentemente cínica),
anular la integridad intelectual, la dilación como especialidad, desperdiciar
la propia vida como vocación. Como estudiante de filosofía, Cioran entró en
contacto con algunos de los mejores artistas de Bucarest en ese sentido. La
mezcla de brillantez intelectual y espectacular sentido de fracaso personal
que mostraban algunos de ellos consiguieron su admiración incondicional y
perpetua: “En Bucarest conocí a mucha gente, muy interesante, sobre todo
a fracasados que llegaban al café, hablaban de manera interminable y no
hacían nada. Debo admitir que, para mí, eran los más interesantes del lugar.
Personas que no hicieron nada durante toda su existencia, pero que por otra
parte eran brillantes”.
Durante el resto de su vida, Cioran quedaría secretamente agradecido
con esa tierra de fracaso que fue su país. Y tenía razón en hacerlo. Ya que
los rumanos mantienen una relación única con el fracaso, igual que los es­
quimales tienen innumerables palabras para describir la nieve, parece que
la lengua rumana tiene otras tantas relacionadas con el fracaso. Una de las
construcciones verbales más comunes en Rumania, que Cioran apreciaba,
es n-a fost sa fie (literalmente, “no habría de ser”, pero con fuertes matices
de predestinación). El país es verdaderamente una mina de oro.
Por todos es sabido que Cioran fue un misántropo, pero si hubo un tipo
humano al que comprendía y compadecía fue le raté, el fracaso. En 1941, ya
en París, le confiesa a un amigo rumano: “Me gustaría escribir una Filosofía
del Fracaso, con el subtítulo Para uso exclusivo del pueblo rumano; pero no
creo que pueda hacerlo”. Cada que Cioran pensaba en su juventud, siempre
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recordaba con una mezcla de fascinación, ternura y admiración, a los gran­


des perdedores y el interminable espectáculo de fracaso que encontró en
Bucarest. Como escritor incipiente, seguramente lo atrajo la escena literaria
del país, pero no tanto como la del fracaso: “Mis mejores amigos en Rumania
no eran escritores en absoluto, sino fracasos”. El catedrático que impartía fi­
losofía en la Universidad de Bucarest, quien tuvo la influencia más decisiva
sobre el joven Cioran, Nae Ionescu (1890-1940), era un fracaso espectacular
según los valores normales. No publicó ningún libro, sus conferencias a me­
nudo eran plagios o improvisaba en el momento, y a veces no se presentaba
a clase porque “no tenía nada que decir”. Su pereza era legendaria. Por otra
parte, Ionescu fue una de las mentes más brillantes de su generación; un
“genio”, según relatos de primera mano. Siempre filósofo, Ionescu incluso
formuló una pequeña teoría del fracaso (que, convenientemente prefirió no
publicar).
Sin embargo, Cioran no se contentó con ser un observador distante del
fracaso. Desde el principio, empezó a practicarlo él mismo y lo hizo con
estilo. En 1933, recién egresado de la Universidad, se le otorgó una beca de
posgrado en la Universidad Friedrich Wilhelm, en Berlín. Apenas llegó a
Alemania, Cioran se enamoró del recién instalado régimen nazi. En noviem­
bre de ese año, le escribe a su amigo Mircea Eliade: “Estoy completamente
cautivado por el orden político que han establecido aquí”. Cioran encontró
en la Alemania de Hitler todo lo que no podía hallar en la aún relativamente
democrática Rumania. La histeria política y la movilización de masas se ha­
bían apoderado del país, lo que Cioran pensaba era bueno; el régimen nazi
había imbuido en los alemanes un sentido de “misión histórica”, algo que
la democracia de Rumania nunca podría ofrecer. Mientras otros detectaban el
principio de una catástrofe de proporciones históricas en Alemania en ese
momento, Cioran sólo vio la promesa y la grandeza histórica. Y, ¿qué hizo
exactamente a Hitler tan grande? Su capacidad para despertar los “impulsos
irracionales” del pueblo alemán, contestó Cioran, tratando de parecer un
observador objetivo. Con apenas 22 años, empezó a practicar el fracaso
en serio. En el otoño de 1933, Cioran ya era una estrella que ascendía rápido en
las letras rumanas, incluso como estudiante contribuyó con un puñado de
ensayos sorprendentemente originales en algunos de los medios literarios
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del país. Ahora esas publicaciones deseaban más textos suyos; sobre todo,
querían la cobertura de la escena política alemana. En un artículo que man­
dó al semanario Vremea (diciembre de 1933), Cioran escribió con firmeza,
pluma en mano: “Si algo me gusta del hitlerismo, es el culto de lo irracional,
la exaltación de la vitalidad como tal, la expresión viril de la fuerza, sin
ningún espíritu crítico, reserva, ni control”. Al abusar de un estereotipo muy
amado por los enemigos de la democracia liberal en todos lados, Cioran se
compadece aquí de una Europa “decadente” y “afeminada” frente a una Ale­
mania orgullosamente “masculina”, toda músculos, ruido y furia. Hitler es
ostensiblemente el hombre al mando, y Cioran está debidamente impresio­
nado. Varios meses después (julio de 1934), en otro artículo para la misma revis­
ta, no se intimidó en absoluto para expresar su incontrolada admiración por
el hombre con cojones: “De todos los políticos actuales, Hitler es el que más
me gusta y admiro”. Y sin embargo, lo peor está aún por venir.
Cioran está tan embelesado por el “viril” orden establecido por Hitler
en Alemania que no consigue saciarse, por lo que quiere una versión de éste
trasplantada en su país natal. En una carta a otro amigo, Petru Comarnescu
(diciembre de 1933), escribió: “Estoy de acuerdo con muchas de las cosas
que he visto aquí, y estoy convencido de que nuestra holgazanería natural
podría suprimirse, si no es que erradicarse, mediante un régimen dictato­
rial. En Rumania sólo el terror, la brutalidad y una angustia infinita todavía
podrían inducir algún cambio. Todos los rumanos deberían ser arrestados
y hechos papilla, sólo después de una paliza de ese tipo podría un pueblo
frívolo hacer historia”.
En Cioran las cuestiones de interés público a menudo se mezclan con
asuntos de índole más privada. Inmediatamente después de esa detallada re­
ceta para ayudar a sus compatriotas a “hacer historia”, suelta una nota más
bien personal: “Es terrible ser rumano”, escribe. Como rumano, “nunca te
ganas la confianza de una mujer, y la gente seria te sonríe con desdén; cuan­
do ven que eres listo, piensan que eres un tramposo”. Esta confesión, por
indirecta que pueda ser, nos lleva sin rodeos al drama de la situación del
joven Cioran. Esto se revela en varias capas. En primer lugar, parece que en
su mente incuba la idea extraña de que no se le permite separar su valor per­
sonal de los méritos históricos de la comunidad nacional a la cual pertenece.
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En segundo lugar, tras medir el valor de esa


comunidad, encuentra que en mucho es in­
suficiente. Cioran cree que, históricamente,
Rumania es una “nación fallida” y su fracaso
no puede borrarse en todos los rumanos. De
hecho, como si eso no fuera bastante malo,
renunciar no es una opción ya que “la separa­
ción de uno de su nación lleva al fracaso”; hay
fracaso en ella, pero aún más fuera de ella.
Así que a una edad relativamente joven, Cio­
ran queda atrapado en un impasse existen­
cial muy grave. Que ese drama sea en buena
parte obra suya no lo hace menos doloroso. Al
contrario, es algo que lo herirá profundamente a
él y a su trabajo. Esta práctica del fracaso puede
ser una ocupación cruenta. Es este drama –“el
drama de la insignificancia”, como Cioran lo llamará posteriormente– lo que
subyace en el libro que publica poco después de su regreso de Alemania: La
transfiguración de Rumania (Schimbarea la fata a României, 1936). Escribe,
sobre todo, para curar un orgullo herido. Eso es lo que le sucede a los que
nacen en una “cultura pequeña”: su orgullo siempre está herido. “No es nada
agradable haber nacido en un país de segunda categoría”, señala. “La luci­
dez se convierte en tragedia”. Se siente tan aplastado por el nivel cultural
menor de su país que, para aliviar el dolor, no vacila en vender su alma: “De
buena gana renunciaría a la mitad de mi vida si pudiera experimentar con la
misma intensidad lo que vivió el más insignificante de los griegos, romanos o
franceses, incluso por un momento, en el clímax de su historia”. Reinventarse
a sí mismo, convertirse en alguien más sólo como una forma de lidiar con la
désespoir d’être roumain, es algo que Cioran hará toda su vida; alienarse se
convertirá en una segunda naturaleza para él. En El inconveniente de haber
nacido, uno de sus aforismos dice: “En una rebelión continua contra mi as­
cendencia, he pasado toda mi vida deseando ser otra cosa: español, ruso, ca­
níbal; lo que sea, menos lo que yo era”. Podría perdonar a Dios por muchas
cosas, pero nunca por haberlo hecho rumano. Ser rumano no es un hecho
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biográfico sino una catástrofe metafísica, una tragedia personal de enormes


proporciones. “¿Cómo puede uno ser rumano?” Cioran se pregunta con exas­
peración. ¿Cómo se puede ser algo tan cercano a la nada, tan poco improbable
que exista? En La transfiguración de Rumania describe a sus compatriotas
como excesivamente “mediocres, lentos, resignados, comprensivos”, terrible­
mente bien educados. Para su vida, Cioran no puede aceptar como suyo a un
pueblo de ese tipo. Los rumanos, increíblemente pasivos y modestos, han
perdido todas las oportunidades de dejar una huella importante en el mundo.
Rumania es un país que ha dormido a lo largo de la historia.
Pero Cioran no es nada si no se contradice a sí mismo. En otras partes
del libro “ama el pasado de Rumania con un odio intenso”, y tiene grandes
sueños para su futuro. No concibe nada menos que una “Rumania con la
población de China y el destino de Francia”. El país está bien, sólo nece­
sita una pequeña zarandeada en uno u otro lugar; sobre todo, necesita que
lo “empujen” hacia la historia. ¿Qué significa eso exactamente? No lo dice
Cioran, pero nos da un indicio cuando asegura que sólo puede “amar a Ru­
mania en el delirio”. Y para tan nobles fines cualquier medio se justifica, ¿o
no? Como el mismo Cioran lo expresa, “todos los medios son legítimos para
un pueblo que se abre paso en el mundo. El terror, el crimen, la bestialidad
y la perfidia son viles e inmorales sólo en la decadencia (…) si ayudan al
ascenso de un pueblo, son virtudes. Todos los triunfos son morales”. Una
vez más, la política de la testosterona, el erotismo del poder bruto. Sólo una
dictadura de lo irracional, como la que ha visto Cioran en Alemania, puede
salvar a este país de sí mismo. ¿Uno se pregunta a veces cuanto tiempo se
puede juguetear con el fracaso antes de ser aplastado por éste?
En unos años, cuando el propio movimiento fascista de Rumania, la vio­
lentamente antisemita Guardia de Hierro, suba al poder durante unos meses
a finales de la década de 1940, Cioran lo respaldará, aunque a su propia manera
ambigua. Una “Rumania en el delirio”, con la cual solía soñar, finalmen­
te tomaba forma, y era un espectáculo violento: “Los judíos rumanos eran
perseguidos y asesinados a sangre fría, sus propiedades eran saqueadas y
reducidas a cenizas, mientras al resto de la población se le sometía a un bru­
tal lavado de cerebro religioso fundamentalista”. Para entonces, Cioran ya
estaba en Francia reinventándose en otro idioma. Sin embargo, durante un
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breve viaje de vuelta a su patria, en un artículo dedicado a la memoria del


líder fundador del movimiento, Corneliu Zelea Codreanu (el llamado “Capi­
tán”, 1899-1938), que leyó en la radio nacional, Cioran pontificaba: “Antes de
Corneliu Codreanu, Rumania no era más que un Sahara poblado... Sólo tuve
algunas conversaciones con Corneliu Codreanu. Desde el primer momento
me percaté de que hablaba con un hombre en un país de escoria humana…
El Capitán no era ‘inteligente’, el Capitán era profundo”.
Este “Capitán” profundo era, entre otras cosas, un antisemita fanático;
defendía abiertamente el asesinato político y él mismo era un asesino políti­
co. En el contexto de una cultura democrática precaria en la Rumania de en­
treguerras, ayudado por el carisma personal y una singular falta de escrúpulos,
Codreanu empujó casi sin ayuda al país al caos en la década de 1930. Y ahora
Cioran lo alababa. Cuando se trata del fracaso, un pensador –incluso uno
irresponsable de mala fama como era el joven Cioran– difícilmente podría
llegar más bajo. ¿Qué le sucedía, uno se pregunta, igual que lo hacían en ese
entonces sus amigos de mentalidad democrática? En los siguientes años, al
mismo Cioran se le aparecería esa pregunta, una y otra vez, con deprimente
urgencia. Cuando por vez primera se enfrentó a la gravedad de su postura
política profascista, poco después del final de la guerra, casi no se reconocía
en la Transfiguración de Rumania y su periodismo político. Los horrores de
la guerra, la magnitud del Holocausto, en el que murieran algunos de sus
amigos judíos, lo despertaron bruscamente; esos textos deben de haber sido
entonces motivo de pesadillas. Luego, el paso del tiempo lo hizo ver las co­
sas cada vez con mayor claridad. “A veces me pregunto si realmente fui yo
quien escribió esos desvaríos que citan”, escribe en 1973 en una carta a su
hermano. “El entusiasmo es una forma de delirio. Una vez tuvimos esa enfer­
medad, de la que nadie cree que nos hayamos recuperado”. En un pequeño
texto póstumo, Mi país (Mon pays, 1996), Cioran se refiere al contenido de La
transfiguración de Rumania como “los desvaríos de un loco desenfrenado”.
Esto, dicho sea de paso, es el resultado de una práctica intensa del fracaso:
antes de que uno lo sepa, uno trae a otra persona al mundo. Un día, uno se
mira ante el espejo sólo para descubrir que alguien más lo mira fijamente.
Nunca es fácil acorralar a Cioran, pero cuando se trata de su pasado
político es casi imposible. No facilita las cosas que, fuera de las vagas refe­
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rencias a los “desvaríos” y “entusiasmo” de su juventud, el Cioran posterior


generalmente era reacio a tocar “esos años”. Y por una buena razón: sabía
muy bien lo que había. El fracaso odia viajar solo: por lo general prefiere la
compañía de la vergüenza. En otra carta a su hermano, Cioran escribe: “El
escritor que hizo algunas estupideces en su juventud, tras su debut, es como
una mujer con un pasado vergonzoso. Nunca se perdona, nunca se olvida”.
Hasta el final de sus días, su participación política en la Rumania de entre­
guerras seguiría siendo la mayor vergüenza de Cioran, su fracaso más grave,
demoledor. En comparación, todo lo demás es fallido.
Un vistazo más al peculiar pensamiento político de Cioran. En una car­
ta que envió a Mircea Eliade en 1935, escribe: “Mi fórmula para todas las cosas
políticas es la siguiente: lucha resueltamente por todo aquello en lo que no
crees”. No es que esa confesión aporte mucha claridad a la participación de
Cioran, pero ubica sus “desvaríos” en cierta perspectiva psicológica. Esa doble
personalidad distinguió al Cioran posterior y tiene sentido, para un filósofo que
ve el mundo como un fracaso de grandes proporciones, burlarse del orden cós­
mico (y de él mismo en el proceso) al pretender que hay un significado donde
no hay ninguno. Sabes que todo es inútil, pero al comportarte como si no lo
fuera, logras expresar tu disidencia y socavar los designios del “demiurgo
maligno”. Y lo haces con ironía y humor ilimitados, lo que está rigurosamen­
te pensado para contrarrestar la farsa divina. El que ríe al último ríe mejor.
En 1936, cuando volvió de Alemania, Cioran trabajó un breve periodo
como maestro de filosofía en una secundaria de Brasov, en el centro de Ru­
mania. Eso también fue un rotundo fracaso, el último intento que hizo para
mantener un trabajo de tiempo completo. Durante una clase de lógica, por
ejemplo, Cioran les diría a los estudiantes de secundaria que todo en el uni­
verso estaba irremediablemente enfermo, incluso el principio de identidad.
Cuando un estudiante le preguntó “¿Qué es la ética, señor?”, Cioran le con­
testó que no debería preocuparse, que no existía tal cosa. Sus clases eran un
caos perpetuo, y los alumnos, como sus colegas, estaban tan perplejos por
el más inverosímil de los maestros. Cuando, a la larga, Cioran renunció, el
director lo celebró bebiendo hasta flotar en los vapores del alcohol.
En 1937, al percatarse de que nunca podría distinguirse en esa tierra de
fracaso, decidió una vez más dejar Rumania. Consideraba que esa decisión
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era, “por mucho, la más inteligente” que jamás hubiera tomado. Su primera
elección fue España –el “ejemplo del fracaso [más] espectacular”, por lo que
solicitó una beca en la embajada española en Bucarest, exactamente dos meses
antes de que empezara la Guerra Civil en ese país–. Nunca le contestaron.
Decidió que París era el lugar adecuado para alguien con sus aspiraciones:
“Antes de la guerra –recuerda–, París era el lugar ideal para frustrar tu vida;
y los rumanos, en particular, éramos famosos por eso”.
Cioran cortó sus lazos rumanos y empezó una nueva existencia. Incluso
se dio un nuevo nombre: E. M. Cioran. En algún momento, empezó a escribir
y hablar casi exclusivamente en francés (sólo usaba el rumano para maldecir,
ya que descubrió que su francés era muy deficiente para eso). Técnicamente,
había ido a París con una beca de posgrado; se suponía que debería tomar
clases en la Sorbona y escribir una tesis doctoral sobre algún tema filosófico.
Pero incluso cuando solicitó la beca sabía muy bien que nunca la escribiría.
Por fin se había dado cuenta de qué era lo que quería: ¡la vida de un pará­
sito! Todo lo que necesitaba para vivir de forma segura en Francia era una
identificación de estudiante que le permitiera entrar a los baratos comedores
universitarios. Podría vivir así para siempre. Y lo hizo, al menos durante un
tiempo. A los 40 años seguía inscrito en la Sorbona, comía en el comedor de
estudiantes “y esperaba que eso durara hasta el fin de mis días. Y entonces
se promulgó una ley que prohibía la inscripción de estudiantes mayores de
27 años, y me ahuyentaron de ese paraíso”.
Ahora, expulsado del paraíso de los parásitos, Cioran tuvo que hacer
algunos trabajos ocasionales. Algunos de sus amigos rumanos en mejor po­
sición (Ionesco, por ejemplo) lo ayudaban a veces. De lo contrario, tenía que
confiar en la bondad de los desconocidos. Y Cioran demostró ser bastante
flexible al mantener controlada su misantropía: entablaba amistad práctica­
mente con cualquiera que le ofreciera la perspectiva de una cena gratuita.
Así fue como conoció muy bien a las ancianas de París. Su rigurosa forma­
ción en filosofía sería útil: Cioran llegaba con su espléndida conversación y
canto que le ganaban la cena. Luego estaba la escena eclesiástica de París:
siempre que tenía la oportunidad, el iconoclasta Cioran se presentaba ale­
gremente en la iglesia ortodoxa rumana para aprovechar la oportunidad de
cenar gratis.
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Cioran haría lo que fuera, salvo aceptar un


trabajo. Hacerlo habría sido el fracaso de su vida.
“Para mí –recuerda un viejo Cioran–, lo princi­
pal era proteger mi libertad. Si alguna vez, para
ganarme la vida, hubiera aceptado un trabajo de
oficina, habría fracasado”. Para no hacerlo, eli­
gió entonces una senda que la mayoría conside­
raría el fracaso materializado; pero Cioran sabía
que el fracaso es siempre un asunto complejo.
“A toda costa evité la humillación de una carrera
(…) preferí vivir como un parásito [antes] que
destruirme al mantener un trabajo”. Como todos
los grandes holgazanes saben, hay perfección en
la inactividad: Cioran no sólo estaba consciente de eso, sino que también la
cultivó toda su vida. Cuando un entrevistador le preguntó sobre sus rutinas
de trabajo, contestó: “La mayor parte del tiempo no hago nada. Soy el hom­
bre más holgazán de París (…) la única que hace menos que yo es una puta
sin clientes”.
Como alguien que mantuvo una relación tan íntima con el fracaso, no
sorprende que Cioran sospechara del éxito: “Hay algo de charlatán en todo
el que triunfa en cualquier campo”, escribió; y con la excepción del Premio
Rivarol, rechazó todos los premios que la cúpula literaria francesa le confi­
riera. Cuando el éxito público finalmente lo alcanzó, dio pocas entrevistas
y siempre trató de no llamar la atención. “Je suis un ennemi de la gloire”
era su credo. Sobre Borges, una vez dijo: “La desgracia de ser reconocido le
sucedió. Merecía algo mejor”. En Del inconveniente de haber nacido, Cioran
habla de una “existencia transfigurada constantemente por el fracaso” como
un envidiable proyecto de vida. Una existencia de ese tipo sería la serenidad
encarnada, sabiduría en la carne: todo “luxe, calme et volupté”.
El fracaso fue el compañero íntimo de Cioran, la musa fiel, la inspiración
principal. Él mira el mundo –en las personas, acontecimientos y situaciones–
a través de sus ojos impávidos. Por ejemplo, puede sopesar la profundidad
de la vida interior de alguien por la forma en que se aproxima al fracaso: “Así
es como reconocemos al hombre que tiende hacia una búsqueda interior: co­
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locará el fracaso por encima de cualquier éxito”. ¿Cómo es eso? Porque el


fracaso, piensa Cioran, “siempre esencial, nos revela a nosotros mismos, nos
permite vernos como Dios nos ve; mientras que el éxito nos aleja de lo más
interior en nosotros y, de hecho, en todo”. Muéstrame cómo lidias con el fra­
caso y te diré más cosas sobre ti. Sólo “en el fracaso, en la grandeza de una
desgracia, puedes conocer a alguien”. Cualquier éxito que tuviera, Cioran lo
consideraba desde el punto de vista de su “proyecto de fracaso” de toda la
vida, y adquirió el hábito de leer éxito en el fracaso y fracaso en el éxito. Lo
más exitoso que hizo no fueron sus libros, celebrados y traducidos en todo
el mundo, tampoco su creciente influencia entre la gente de gusto filosófico.
Ni siquiera su condición de maestro de la lengua francesa. “El gran éxito de
mi vida –afirma– es que logré vivir sin tener un trabajo. A fin de cuentas, he
vivido bien mi vida. He fingido que fue un fracaso, pero no lo fue”.
En sus libros, Cioran nunca dejó de reprender a los dioses, excepto,
podríamos decir, al dios del fracaso, el demiurgo de los gnósticos. Hay algo
definitivamente gnóstico en la filosofía anticósmica de Cioran y en su modo
de pensar. Las percepciones, imágenes y metáforas gnósticas impregnan su
obra, como lo han reconocido eruditos del gnosticismo. Una breve historia
de la decadencia, La tentación de existir y Los nuevos dioses “son textos que
coinciden con los más sublimes destellos del pensamiento gnóstico”, escri­
be Jacques Lacarrière. Al igual que los gnósticos de antaño, Cioran ve la
creación como el resultado de un fracaso divino; la historia y civilización
humanas no son para él más que “la obra del demonio”, el otro nombre del
demiurgo. En Una breve historia de la decadencia, considera “incompetente”
al dios de este mundo. “De todo lo que se intentó de este lado de la nada –se
pregunta–, ¿hay algo más patético que este mundo, salvo la idea que lo con­
cibió?” El título francés de uno de sus libros más influyentes, que en inglés
se publicó como Los nuevos dioses, es revelador: Le mauvais demiurge (1969):
“el demiurgo maligno”. Aquí, con simpatía no disimulada, Cioran llama a
los gnósticos “fanáticos de la nada divina” y los alaba por haber “compren­
dido tan bien la esencia del mundo caído”.
Para Cioran, es un cosmos “caído”, pero también el mundo social y
político. Porque realmente nada escapa al fracaso para este gnóstico del
siglo xx. En un intento por trascender los fracasos políticos de su juventud,
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el filósofodel fracaso : émile m . cioran

buscó entender su significado más profundo e incorporar esa comprensión


en la textura de su pensamiento maduro. El resultado fue filosofar con ma­
yores matices y un pensador más humano: sus experimentos con el fracaso
acercaron a Cioran a una provincia de la humanidad a la que de otro modo
podría no haber tenido acceso, la de los avergonzados y los humildes. En
sus libros franceses, uno se topa con pasajes de inspirada y embriagante
sabiduría sobre el fracaso: “En el clímax del fracaso, en el momento en
que la vergüenza está a punto de arruinarnos, de repente nos arrastra un
frenesí de orgullo que sólo dura lo suficiente para vaciarnos, para dejarnos
sin energía, para disminuir, con nuestros poderes, la intensidad de nuestra
vergüenza”.
La práctica del fracaso durante toda la vida, junto con una reflexión ob­
sesiva sobre el mismo, cambió a Cioran en un momento dado. Conforme en­
vejecía, se volvió más tolerante al aceptar más las locuras y manías de otras
personas. No es que el Cioran francés de pronto se volviera un pensador
“democrático”. Dios lo libre. Eso nunca podría sucederle a él, hasta el final
sería un profeta de la “decadencia de Occidente”, el pensador de sombríos
y apocalípticos recelos. Por ejemplo, en Historia y utopía (Histoire et utopie,
1960), señala: “Cada vez que estoy en una ciudad de cualquier tamaño, me
asombra que no se produzcan disturbios todos los días: masacres, carnice­
rías atroces, el caos más catastrófico. ¿Cómo pueden coexistir tantos seres
humanos en un espacio tan confinado sin destruirse entre sí, sin odiarse
hasta la muerte? De hecho, sí se odian entre sí; pero no son iguales a su odio.
Y es esta mediocridad, esta impotencia, lo que salva a la sociedad, asegura
su continuidad y estabilidad”.
No, Cioran tampoco se convirtió en un defensor de la democracia libe­
ral. Pero de alguna manera debe de haber aprendido a disfrutar la comedia
del mundo; de hecho, a participar con presteza en socavar el fracaso cós­
mico. El pensamiento posterior de Cioran muestra un rasgo peculiar que, a
falta de un mejor término, puede llamarse desesperación jubilosa (Cioran
se ve a sí mismo como un pesimista gozoso). Es el mismo patrón, una y otra
vez: algo resulta ser monstruoso, lisa y llanamente terrible y, sin embargo,
de alguna manera en ese mismo horror yace la semilla de su redención. La
vida puede ser insoportable, el insomnio es un asesino, le cafard te carcome
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costica bradatan

lentamente; y, con todo, es algo que puedes manejar a través de la escritura.


“Todo lo que se expresa se vuelve más tolerable”, pregona Cioran. Escribir
es una brujería espléndida que actúa sobre sus practicantes y hace que sus
vidas sean más llevaderas. El negativo nunca llega en un estado puro, siem­
pre hay algo que lo socava; la catástrofe, en la medida en que sea pronuncia­
ble, lleva en sí su propia redención.
Uno de los aspectos más intrigantes sobre los escritos posteriores de
Cioran es su voz como crítico político. En Historia y utopía hay un capítulo
llamado “Carta a un amigo lejano”. De hecho, el texto fue escrito como una
carta y originalmente se publicó en La Nouvelle Revue Française en 1957.
El “amigo lejano” era el filósofo rumano Constantin Noica, que vivía detrás
de la Cortina de Hierro. En esa carta, como era de esperar, Cioran ataca al
régimen político establecido por la Rusia soviética en Europa Oriental por
ridiculizar una idea filosófica importante. “El principal reproche que uno
puede hacer a tu régimen es que ha arruinado la utopía, un principio de re­
novación tanto de instituciones como de pueblos”, escribe. Cioran no puede
simpatizar con un régimen que necesita los tanques rusos para instalarse y
perpetuarse. Un régimen político comunista de ese tipo prácticamente acabó
con la idea comunista en sí.
Sin embargo, más importante aún, en la misma carta Cioran somete a
Occidente a una crítica casi igual de rigurosa. “Nos encontramos lidiando
con dos tipos de sociedad, ambas intolerables”, continua aquí. “Y lo peor
de todo es que los abusos en la tuya permiten que ésta persista en los suyos,
para ofrecer sus propios horrores como un contrapeso a los cultivados en tu
casa”. Occidente no debería felicitarse por “salvar” a la civilización. Cioran
cree que la decadencia está tan avanzada que ya no puede salvarse nada,
salvo tal vez por las apariencias. Los dos “tipos de sociedad” no son tan
diferentes entre sí. En el análisis definitivo, sólo es cuestión de matiz: “La
diferencia entre ambos regímenes es menos importante de lo que parece, tú
estás solo por la fuerza, nosotros sin restricción. ¿Es la distancia tan grande
entre un infierno y un paraíso atroz? Todas las sociedades son malas, pero
hay grados, lo admito; y si he elegido ésta, es porque puedo distinguir entre
los matices del oropel”.
Sin embargo, a pesar de todos sus méritos analíticos y estilísticos, la
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el filósofodel fracaso : émile m . cioran

carta de Cioran resultó ser una torpeza política. El destinatario, Constantin


Noica, que intentaba pasar inadvertido en el campo rumano, tenía la costum­
bre de tomar la correspondencia en serio, y el texto de Cioran lo alentó a res­
ponder con un mordaz ensayo filosófico propio. Noica también era un hombre
de impresionante ingenuidad. Tras completar el ensayo, lo envió a su amigo
en París y, como estaba previsto, depósito el sobre en un buzón en la calle.
La policía secreta rumana, que tenía tentáculos por todos lados, hasta en los
buzones en el campo, no se perdió el intercambio. Pero sus gustos filosófi­
cos eran ligeramente distintos y, por consiguiente, Noica tuvo que pagarlo
con varios años de prisión política. Cuando Cioran se enteró del arresto y
encarcelamiento de su amigo, debió de asombrarse de cuán verdaderamente
insondable era el fracaso. No importa qué, uno nunca deja de fracasar. E.
M. Cioran murió el 20 de junio de 1995. Sin embargo, en cierto sentido, ya
había partido antes de morir. Durante los últimos años padeció Alzheimer y
estuvo internado en el Hospital Broca en París. Temiendo precisamente ese
fin, había planeado suicidarse. Cioran y su compañera de mucho tiempo,
Simone Boué, iban a morir juntos, como los Koestler. Pero la enfermedad fue
más rápida, el plan se malogró; y Cioran tuvo que padecer la más humillan­
te de las muertes, una que tardó varios años en consumarse. Al principio,
sólo hubo algunos signos molestos: un día no pudo encontrar el camino de
regreso a casa, desde la ciudad que él –peatón empedernido– conocía como
la palma de su mano. Luego empezó a perder algunos de sus recuerdos, a
veces no parecía tener un sentido muy claro de sí mismo. Aparentemente
perdió su fabuloso sentido del humor. Un día, un transeúnte le preguntó en
la calle: “¿De casualidad es usted Cioran?” Su respuesta fue: “Solía serlo”.
Pero los signos se multiplicaron y agravaron mucho. Cioran empezó a olvidar
a un ritmo tan alarmante que debió ser internado. En un momento dado, las
palabras le fallaron: uno de los mejores escritores de su tiempo, Cioran ya no
podía nombrar las cosas más elementales. Luego le llegó el turno a la mente.
Al final, olvidó por completo quien era.
En cierto momento de su prolongado sufrimiento final, en un instante
de lucidez, murmuró para sí mismo: “C’est la démission totale!” Era el gran
fracaso supremo, y no dejó de reconocerlo por lo que era.

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