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La prueba funciona mejor con niños de edades comprendidas entre los doce y
los dieciocho meses. En los experimentos originales, los análisis de las
observaciones domésticas revelaron que aquellos pequeños que habían
mostrado vínculos inseguros durante la prueba de laboratorio, también
parecían no tener relaciones especialmente buenas con sus madres cuando se
les observaba en el ámbito doméstico. Estos datos parecían validar los
hallazgos de laboratorio y daban confianza a los investigadores en sus
resultados.
1. Vínculos seguros (conocidos como del tipo B) en los que los niños
muestran cierta aflicción por la separación. Al reunirse, reciben
positivamente a su padre, buscan cierto alivio, contacto o reconocimiento
amistosos pero pronto vuelven a jugar contentos. Los bebés seguros
muestran niveles altos de contacto visual, vocalización y reciprocidad
cuando se relacionan con sus padres. Existe una clara preferencia por la
madre o la persona que les cuida por encima de los extraños. El cuidado de
los padres es consecuentemente sensible. La madre o la persona que les
cuida está alerta y se muestra sensible a las señales y las comunicaciones
de los pequeños. El niño confía en que la persona que le cuida será
asequible y de ayuda en situaciones desfavorables o aterradoras.
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El sistema de Ainsworth para la Clasificación del vínculo David Howe
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El sistema de Ainsworth para la Clasificación del vínculo David Howe
Los niños que están vinculados de manera segura buscan a los principales
cuidadores, que a su vez, generalmente, saben cuál es el mejor modo de
aliviarles y cuidarles. Los niños vinculados de manera segura saben, por la
experiencia previa, que la persona que les cuida será accesible y estará
disponible en momentos de congoja y les proporcionará una relación en la que
el estado emocional afligido será contenido y regulado. La estructura y las
características de esta relación ayudan a formar las estructuras mentales y la
personalidad del niño. Los “modelos operativos internos”, que los niños
desarrollan en el seno de las relaciones que ofrecen disponibilidad y
sensibilidad emocional, les permite considerarse a sí mismos como estimables
y a los otros como personas dispuestas a responder y en las que se puede
confiar. Esto fomenta un acusado sentido de la valía de sí mismo, de la estima
y de la potencia. Las madres de bebés vinculados de manera segura son
proclives a sostener y abrazar a sus pequeños como parte regular de su
comportamiento de cuidador. A su vuelta, tras una breve ausencia, reconocen
a su bebé con sonrisas y la conversación. Muy a menudo, la cualidad de su voz
es “tierna-afectuosa” y responden a las vocalizaciones del pequeño con mayor
asiduidad que en el caso de las madres insensibles (Grossmann y Grossmann,
1991; pág. 97).
Hablando en términos generales, “las madres que son insensibles a las señales
de sus hijos, tal vez a causa de que están absortas o preocupadas por otras
cosas, que ignoran a sus hijos, o interfieren en sus actividades de un modo
arbitrario, o simplemente los rechazan, es probable que tengan hijos
desgraciados, angustiados o difíciles” (Bowlby, 1988; pág. 48).
Los niños que de manera angustiada eluden el contacto han pasado por una
historia de desplantes o indiferencia al acercarse a la personas que les cuida
en busca de apoyo emocional y regulación. El equilibrio del niño entre la
necesidad de autonomía y la exigencia de dependencia se ve desbaratado.
Estos niños no tienen ninguna confianza en que cuando necesiten amor y
cuidado lo reciban. De hecho, llegan a esperar el rechazo. Si el rechazo o la
pérdida de la figura de vínculo es grave, los niños pierden toda confianza en el
mundo de los adultos. Estos niños ven a los padres como esencialmente
inasequibles. En la interacción con sus hijos, los padres utilizan tácticas más
controlativas que cooperativas. Psicológicamente, los niños vinculados
elusivamente intentan enfrentarse a la aflicción interiorizándose, o por lo menos
sin exteriorizarse a los padres (Steele y Steele, 1994; pág. 96). Generan
modelos operativos internos que representan a los otros como emocionalmente
inasequibles, en los que no se puede confiar, y rechazantes, y al yo como
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antipático y de bajo valor. “Tales individuos intentan vivir sus vidas sin el amor y
el apoyo de los demás” (Bowlby, 1991b; pág. 308).
Así, mientras que los niños elusivos temen lo que necesitan (proximidad), los
niños ambivalente temen no conseguir lo que necesitan (también proximidad)
(Simpson y Rholes, 1994; pág. 183). En el caso de los niños ambivalentes,
“esta pauta es fomentada por un padre o una madre que es asequible y de
ayuda en ocasiones pero no así en otras y, las pruebas clínicas lo demuestran,
también por las separaciones y, luego, por las amenazas de abandono
utilizadas como un medio de control” (Bowlby, 1991; pág. 308). El deseo del
niño de nueve meses de estar muy cerca de su madre puede confundirse con
una relación segura. Mientras que un niño vinculado de manera segura puede
considerar una situación extraña como una oportunidad para explorar y así no
preocuparse demasiado por su madre, el niño angustiosamente vinculado
siente inquietud y exige permanecer junta a la madre.
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Aunque las relaciones interrumpidas son traumáticas –y deben evitarse que sea posible
satisfacer las necesidades del niño sin que haya traslado- los efectos a largo plazo de un niño
que carece de vínculos durante períodos significativos de su vida son incluso más perjudiciales.
Una vez que un niño ha experimentado un vínculo sano, es más probable que, con ayuda, pueda
tanto extender este vínculo a alguien más, como formar vínculos adicionales si ello es preciso.
Diferencias culturales
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Sin embargo, las proporciones de niños en cada categoría varían a medida que
nos desplazamos entre las clases y a través de las culturas. Por ejemplo, una
proporción ligeramente superior de niños alemanes se sitúan en la categoría de
vínculo inseguro-elusivo (Grossmann y otros, 1988), mientras que los niños
japoneses e israelíes tienen una oportunidad marginalmente superior de ser
clasificados como mostrando vínculos inseguros-ambivalentes (Miyake y otros,
1985, citado en Leiderman, 1989). Dunn (1993; pág. 32) interpreta estos
hallazgos, señalando, por ejemplo, que la mayoría de los bebés japoneses
tienen poca experiencia de haber sido separados de sus madres y, por
consiguiente, las separaciones son en extremo estresantes. Kagan (1989)
sostiene que las diferencias culturales en los estilos de cuidado de los hijos por
los padres es más que probable que den cuenta de estas pautas
transculturales. Los padres alemanes, al contrario de los norteamericanos,
fomentan y valoran la independencia y el control que de sí mismos tienen sus
hijos. Como resultado muchos niños alemanes muestran menos preocupación
cuando se les separa de sus padres. Pueden muy bien darse el caso que se
sientan seguros y amados, pero han aprendido a no mostrarse trastornados y
siguen confiando en el comportamiento de sus padres.
A la edad de tres años, el niño inicia una fase más sofisticada. Bowlby (1969)
ve al niño empezando a desarrollar una “asociación corregida por metas” con
su madre. Esto se hace posible gracias a las habilidades lingüísticas mejoradas
y el desarrollo de la comprensión social –la capacidad de ver el mundo desde
el punto de vista de otra persona-. “Cuando el niño se hace más capaz de
comprender que la madre tiene motivaciones, sentimientos y sus propios
planes, y cuando mejora la capacidad de comunicar motivaciones, sentimientos
y planes a la madre, entonces, como compañeros, son capaces de negociar las
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Una tarea desarrollativa que tienen que acometer todos los niños en la
formación de su personalidad es la necesidad de regular los sentimientos de
ambivalencia, de aprender a comprender y controlar la necesidad de otros y el
enojo sentido cuando esa necesidad no es satisfecha o el otro no se halla
presente. Parafraseando a Bowlby (1979; pág. 6): los niños que siguen un
curso favorable crecerán no sólo siendo conscientes de la existencia de
impulsos contradictorios en su propio interior sino que serán capaces de
dirigirlos y controlarlos. La angustia y la culpabilidad que engendran serán
soportables. Los niños cuyo progreso es menos favorable se encuentran
acosados por impulsos sobre los que sienten que tienen o un control
inadecuado o carecen por completo del mismo. Por consiguiente, padecerán
una honda angustia en relación con la seguridad de las personas que aman.
También sentirán temor en cuanto al justo castigo que creen que caerá sobre
sus propias cabezas.
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que sean obligados a sentirse culpables cuando los padres o los cónyuges
sugieren que si caen enfermos o mueren será por culpa suya.
En trece de los diecisiete casos, uno de los es esposos había abandonado una vez el hogar. En
catorce claramente se había planteado el problema de si los niños debían ser aceptados en
custodia. En once casos los niños realmente habían sido trasladados. En otros dos casos más, el
departamento estaba efectiva o potencialmente empeñado en separar a la familia (Mattinson y
Sinclair, 1979; pág. 35).
No se nos escapa que estas familias absorbían en gran medida el tiempo, las
capacidades y las energías de los trabajadores sociales. En la investigación
llevada a cabo por Pitcairn y otros (1993; pág. 76) se identificaron experiencias
perturbadas y destructivas. Examinaron 43 casos de abuso a menores y
señalaron las siguientes características del historial de los padres:
La mayoría de las madres (75%) crecieron en familias nucleares, con una cifra ligeramente
inferior en el caso de los padres (67%); el 8% con padrastros o madrastras; el 4% (el 8% en el
caso de los padres) en custodia pública. La separación de sus padres en cierto momento de la
infancia no era infrecuente, ocurría en el 57% de las madres y el 25% de los padres; un 25%
adicional de padres y madres indistintamente fueron separados de sus hermanos. El 33% de las
madres y el 25% de los padres pasaron parte de su infancia internados en una institución
asistencial generalmente, un centro de atención de menores. La ruptura matrimonial y la
enfermedad de los padres se adujeron como las razones más comunes para la ruptura de la
familia, sin que ningún padre o madre refiriera el abuso como un factor desencadenante.
De un modo más general, Bowlby (1988; pág. 80) reconoce que hay tres tipos
de relación que producen enojo cuando se ve amenazada: las relaciones con
un compañero sexual, las relaciones con los padres y las relaciones con los
hijos. Por consiguiente, cuando relaciones importantes corren peligro de
romperse o perderse, experimentamos esa mezcla altamente cargada de
angustia y enojo que tan a menudo conduce a un comportamiento
incontrolable, inclusive a la violencia. “Este enojo, cuya función es disuadir a la
figura de vínculo de efectuar la amenaza, fácilmente puede convertirse en
disfuncional” (Bowlby, 1988; pág. 30).
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En general, parece que tanto las características de los padres como las del
niño influyen en el tipo de vínculo que se forma. Los vínculos inseguros tienden
a desarrollarse “cuando los padres son depresivos o muestran dificultades de
personalidad, cuando la relación matrimonial es tensa, cuando hay tensiones
externas y cuando existe falta de apoyo social” (Rutter, 1991; pág. 358).
En los vínculos seguros, los inevitables conflictos emocionales que todo niño,
de un modo y otro, ha de experimentar entre el hecho de necesitar al otro y
sentirse enojado cuando las necesidades no son satisfechas por regla general,
es contenido y conducido en el seno de la relación padres-hijos. El equilibrio
psicológico del niño puede verse amenazado por sentimientos fuertes y
potencialmente indomables. Al niño le lleva tiempo aprender tanto a enfrentarse
a sentimientos conflictivos como a tratar la frustración.
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queda entonces sujeto al estrés pleno de la tensión y sólo puede hacerle frente
excluyendo, distorsionando, redefiniendo o eludiendo las experiencias que
causan el trauma emocional. Éstos son ejemplos de mecanismos de defensa y
sirven para modificar la realidad. Y aunque sean una respuesta razonable a
acontecimientos nada razonables, sin embargo deterioran y confunden los
esfuerzos a largo plazo para enfrentarse al mundo social.
Los niños pequeños vinculados de modo inseguro han establecido relaciones que tienen que
considerarse adaptadas a las circunstancias de su crianza, aunque demuestran ser
problemáticas cuando se trasladan al mundo que está más allá de la familia. Por consiguiente,
las relaciones inseguras se consideran funcionales en la medida en que sirven para proteger al
niño de la angustia, que surge ante una persona que le cuida y puede que sea asequible en un
grado menor al óptimo. Vista bajo esta luz, la elusión, por ejemplo, sirve como estrategia para
evitar el enojo que pueden evocar respuestas negativas por parte del cuidador (Belsky y
Nezworski, 1988b; pág. 8).
Bates y Bayles (1988; pág. 257) citan a Horney que fue quien sugirió que los
sentimientos de angustia profunda surgen cuando el individuo siente que “está
solo y desamparado en el mundo hostil”. Tales sentimientos es mucho más
fácil que surjan en un niño si recibe un cuidado inadecuado, indiferente u hostil.
Estas angustias centrales pueden resolverse defensivamente mediante una de
las tres estrategias siguientes:
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Un modo que el niño tiene de evitar, en esta situación, el conflicto con uno de
los padres es aislarse de los sentimientos y de las emociones del padre en
cuestión. Si el niño aprende a desconectar, imposibilitando así la necesidad de
tener un compromiso emocional cualquiera con la figura de vínculo, se pueden
mantener a raya el rechazo y los sentimientos asociados de dolor, angustia e
ira. El dominio emocional de uno mismo, por consiguiente, significa que el
comportamiento de vínculo –irónicamente la causa de la angustia y de la ira
acrecentadas- puede evitarse. El niño no comunica su aflicción sino que más
bien contiene y controla sus sentimientos como parte de una estrategia elusiva
(Cassidy y Kobak, 1988; pág. 304). Bowlby (1973) le da el nombre de
“confianza compulsiva en uno mismo”. El precio que el individuo paga es el de
encontrar difícil establecer y sostener relaciones íntimas. No es fácil confiar en
otras personas. Las relaciones de intimidad son amenazadas y hacen
aumentar los sentimientos de angustia.
En el niño de seis años, por ejemplo, la elusión se observa en los intentos que
el niño hace para mantenerse físicamente próximo aunque emocionalmente
distante de uno de los padres. El niño puede jugar con un objeto de una
manera intensa y muy absorta. La niña o el niño pequeño pueden ser corteses
aunque fríos. Las personas, inclusive los padres, son tratados de un modo
neutral, ocultando bien los sentimientos de afecto y enojo (Cassidy y Kobak,
1988; pág. 301).
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Helen, con una edad de nueve años, era la mediana de una familia de cinco
hijos. La vida doméstica era desorganizada. El alboroto y el caos parecían
constantes, y cuando Helen contaba pocos meses, la madre se derrumbó y se
hundió en un profundo letargo. Al intentar dar a la madre descanso y a los hijos
hacer algo fuera de lo común, el trabajador social dispuso las cosas para que
Helen pasara una semana con una tía suya que vivía en un pequeño pueblo en
la costa. Pero a medida que se acercaba el momento de que Helen fuera a
visitar a su tía, se fue poniendo cada vez más melancólica. Se quejaba de que
no iba a sentirse bien y al menor contratiempo se echaba a llorar –un lápiz
extraviado, una mancha en el vestido, un hermano que la molestaba-. Un día el
trabajador social acudió para recogerla y llevársela, Helen se puso a llorar
comportándose de un modo frenético, presa del pánico, y sencillamente se
negó a partir.
Los sentimientos de temor y enojo del niño cuando se siente amenazado por la
pérdida de una figura de vínculo son muy difíciles de manear para esa tierna
mente. Los mecanismos de defensa ayudan al niño a enfrentarse a estos
sentimientos poderosos y amedrentadores. Si la figura de vínculo es la causa
de la angustia del niño, el pequeño simultáneamente anhelará a la persona que
le cuida y sentirá enojo hacia ella, un deseo de estar muy cerca y un anhelo de
librarse de la causa del dolor.
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La señora Talbot tuvo una infancia con una madre que era más bien
egocéntrica y propensa a no tomarse en serio a su hija. Como madre
adolescente, la señora Talbot actuaba la mayor parte del tiempo de un modo
frío e indiferente, si bien periódicamente descargaba la indignación que sentía
por la injusticia y hostilidad de los demás. Culpaba a su madre, a las exigencias
de su pequeño bebé, al trabajador social y al hospital que trató a Steven
cuando se hirió en la cabeza, acusándoles de “tenerle ganas”. Eran muchas y
contundentes las sospechas que se tenían de que la señora Talbot había
infligido deliberadamente las heridas que tenía Steven. En sus períodos más
tranquilos, la señora Talbot se resignaba a ser cuidada y dirigida por su madre
y por el trabajador social. Dejaba de fumar y de comer paquetes enteros de
golosinas. Pero esta fase dependiente raramente duraba mucho. Pronto se
tomaba a mal el control, las restricciones y los sentimientos de desvalorización
demasiado familiares y, más en especial, el hecho de que su madre se centrara
más en Steven que no en ella. En este tipo de momentos se marchaba con su
bebé, e intentaba arreglárselas por sí misma. Durante un breve período se
ocupaba de su bebé de un modo tranquilo casi despreocupado antes de que su
enojo a punto de estallar y el resentimiento de la dependencia que el bebé
tenía para con ella aflorasen de nuevo y le infligieran algún daño físico.
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Al tener que pasar por el momento de sentir cómo les dicen que son unos
“mamones” o unos “bastardos”, facilitadores o suprimidores, suaves o duros,
por sus clientes, los trabajadores sociales deben estar alerta de la presencia de
la escisión como un mecanismo de defensa principal, especialmente para
aquellos que han tenido una experiencia de vínculo ambivalente. La escisión
aviva los sentimientos conflictivos también en los trabajadores sociales. Según
Mattinson y Sinclair (1979;, pág. 141) el deseo de ayudar y el temor de ser
superados se ven simultáneamente avivados. El resultado final puede ser que
el trabajador social se sienta impotente y, por consiguiente, se enoje antes de
rechazar finalmente al cliente cuyas demandas parecen evidenciar la
incapacidad del trabajador para satisfacer y tener éxito. Mattinson (1975)
examina cómo los trabajadores sociales pueden fácilmente quedar atrapados
en las maniobras defensivas de sus clientes. Muy a menudo, el trabajador
social expresará y reflejará las defensas de un cliente durante la supervisión.
Se comportará respecto a su supervisora del mismo modo en el que el cliente
se comporta respecto a ella o a su cónyuge, a su compañero o sus hijos. En
esta medida, el propio comportamiento del trabajador social puede indicar qué
sucede en las relaciones de otras personas.
Conclusión
La cualidad de las experiencias relacionales que los niños mantienen con las
personas que les cuidan determina qué tipo de comportamiento de vínculo
mostrarán en momentos de angustia. El modo en el que aprendemos a tratar
las angustias que, de vez en cuando, generan las relaciones más íntimas nos
da una idea de la naturaleza y del propósito de los mecanismos de defensa que
todos nosotros empleamos en situaciones estresantes. Para los niños
vinculados de modo inseguro a las personas que les cuidan, este tipo de
estrategias defensivas tienen sentido: son una respuesta adaptativa a
situaciones en la que las angustias se exaltan.
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