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EL SISTEMA DE AINSWORTH

PARA LA CLASIFICACIÓN DEL VÍNCULO


D. Howe
Cap. 6, p.p. 97-116. En Ed. Paidós, 1997 (Paidós Trabajo Social 3)

La existencia de tipos de vínculo seguros e inseguros fue tempranamente


reconocida por los teóricos del vínculo. Sin embargo, no fue hasta la aparición
de la obra de Ainsworth cuando las diversas pautas de experiencia de vínculo
fueron plenamente exploradas, identificadas y accesibles para pruebas. Este
capítulo describe cinco tipos básicos de comportamiento de vínculo. Las
variantes culturales quedan también reconocidas en la distribución de los
diferentes tipos de pautas de vínculo. Concluimos este capítulo con un estudio
de las angustias que niños y adultos experimentan cuando temen que una
relación íntima e importante pueda perderse. El modo en que nos las
arreglamos y reaccionamos a este tipo de pérdidas constituye la base de los
diferentes mecanismos psicológicos de defensa que todos utilizamos para
enfrentarnos a las angustias y penas que van asociadas a situaciones difíciles
y estresantes.

Cinco tipos de experiencia de vínculo

Bowlby reconocía que aunque los vínculos son biológicamente deseables, su


intensidad y cualidad varían mucho. Algunos niños muestran escasos signos
de comportamiento de vínculo o ninguno. En estos, relativamente escasos, una
causa genética clara podría dar cuenta del fracaso. El autismo, tal como hemos
visto, es una condición biológica que redunda en anormalidades en el
desarrollo del cerebro. A los niños autistas les resulta difícil formar o
comprender relaciones sociales. Sin embargo, la mayoría de casos en los que
el comportamiento de vínculo es débil o desordenado, ello parece deberse a
dificultades de relación entre niño y sus padres o personas que les cuidan.

Fue Mary Ainsworth, una temprana colega de Bowlby, la primera en explorar


plenamente los diversos tipos y cualidades de relación de relación de vínculo.
Diseñó una situación experimental que ponía a prueba el nivel de “seguridad”
experimentado por los niños en sus relaciones con sus padres. El
procedimiento de “situación extraña” evalúa los modelos representacionales
que los niños tienen de su relación con figuras de vínculo (Ainsworth y otros,
1978).

La prueba tiene lugar en condiciones del tipo laboratorio y puede repetirse


hasta ocho veces. Los niños son expuestos a diversos grados de tensión que
incluyen una serie de separaciones de sus padres y una duración entre dos y
tres minutos. Luego vuelven a ser reunidos. El niño puesto a prueba es dejado
en una habitación “extraña”, desconocida, a veces con personas extrañas. El
comportamiento de los niños es observado antes y durante la separación y
luego al reunirse de nuevo con sus padres.

Esencialmente, el sistema de clasificación del vínculo de Ainsworth es un


esquema para clasificar relaciones (Ainsworth y otros, 1978). Originalmente
El sistema de Ainsworth para la Clasificación del vínculo David Howe

surgió del trabajo de Ainsworth en Uganda, donde estudiaba los niveles de


sensibilidad de las madres para con sus hijos (Ainsworth, 1967). Adaptado al
contexto de laboratorio estadounidense, la situación de prueba examina cómo
los pequeños adaptan su comportamiento en situaciones estresantes. Especial
atención se presta a: a) lo mucho o poco que juega y explora el niño cuando la
madre o la persona que le cuida está presente o ausente, y b) cómo reacciona
el niño a la madre o a la persona que le cuida cuando está presente, cuando se
va y, lo que es más importante, cuando regresa.

La prueba funciona mejor con niños de edades comprendidas entre los doce y
los dieciocho meses. En los experimentos originales, los análisis de las
observaciones domésticas revelaron que aquellos pequeños que habían
mostrado vínculos inseguros durante la prueba de laboratorio, también
parecían no tener relaciones especialmente buenas con sus madres cuando se
les observaba en el ámbito doméstico. Estos datos parecían validar los
hallazgos de laboratorio y daban confianza a los investigadores en sus
resultados.

Los primeros experimentos revelaron tres tipos de vínculo: seguro; inseguro-


elusivo; e inseguro-ambivalente. Un trabajo más reciente (véase Main en 1991)
ha añadido un cuarto tipo conocido como vínculo desorganizado. Existen
también casos extremos en los que los niños no han logrado formar ningún tipo
de relación de vínculo. Estos casos has recibido el nombre de desórdenes de
ausencia de vínculo. En resumen, por consiguiente, podríamos reconocer cinco
tipos de experiencia de vínculo:

1. Vínculos seguros (conocidos como del tipo B) en los que los niños
muestran cierta aflicción por la separación. Al reunirse, reciben
positivamente a su padre, buscan cierto alivio, contacto o reconocimiento
amistosos pero pronto vuelven a jugar contentos. Los bebés seguros
muestran niveles altos de contacto visual, vocalización y reciprocidad
cuando se relacionan con sus padres. Existe una clara preferencia por la
madre o la persona que les cuida por encima de los extraños. El cuidado de
los padres es consecuentemente sensible. La madre o la persona que les
cuida está alerta y se muestra sensible a las señales y las comunicaciones
de los pequeños. El niño confía en que la persona que le cuida será
asequible y de ayuda en situaciones desfavorables o aterradoras.

2. Vínculos inseguros y evitativos (conocidos como de tipo A) en los que los


niños muestran pocos signos aparentes de aflicción por la separación.
Cuando uno de los padres regresa, estos niños le ignoran o le eluden. No
buscan el contacto físico. Vigilan al padre o a la madre y son, en general,
cautelosos. Su juego es inhibido. Este tipo de niños distingue poco con quién
interactúan. Demuestran no tener ninguna preferencia particular ni por los
padres ni por los extraños. El padre o la madre se muestra indiferente e
insensible a las señales y necesidades del niño o las rechaza.

3. Vínculos inseguros y ambivalentes o resistentes (conocidos como de tipo


C) en los cuales los niños están muy afligidos por la separación y son muy
difíciles de tranquilizar cuando se reúnen de nuevo. Buscan el contacto pero

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no se sosiegan cuando lo reciben. Al reunirse, se resisten a los intentos que


se hacen para tranquilizarles y siguen gritando, fastidiando, retorciéndose y
revolcándose. Sin embargo, irán corriendo detrás del padre o de la madre si
aquél o aquélla se marchan. Los niños “ambivalentes” al mismo tiempo, por
un lado, exigen la atención de los padre y, por otro, se resisten
coléricamente a ella. Un comportamiento ambivalente así –muestra de
necesidad y de enojo, de dependencia y de resistencia- es la característica
esencial de este tipo de inseguridad. Cuando la madre reaparece, los niños
ambivalentes se muestran reticentes a volver a jugar. Pueden estar
nerviosos por las nuevas situaciones y personas. El cuidado de los padres
es incoherente e insensible, aunque no es ni hostil ni rechazante.

4. Vínculos inseguros y desorganizados (conocidos como del tipo A/C o del


tipo D). Los niños de esta categoría muestran elementos del tipo de
comportamiento de vínculo tanto elusivo como ambivalente. Al reunirse de
nuevo con sus padres muestran confusión y desorganización. Estos niños
parecen carecer de estrategias defensiva que les proteja contra los
sentimientos de angustia. A veces estos niños entre la separación y la
reunión simplemente “se congelarán”. En otras ocasiones, pueden contactar
mecánicamente pero se comportan en la reunión sin demostrar demasiado
sentimiento o emoción. Así, aunque los niños toleran que se les retenga,
tienden a curiosear por otra partes. A los ojos del niño, sus padres son
sentidos tanto como aterrorizantes como aterrorizados, y por consiguiente no
son accesibles como fuente de seguridad o alivio. Esto compone la angustia
del niño. El niño se queda con un conflicto irresoluble: aproximarse a la
figura de vínculo que es también la causa de la angustia (Main, 1991; pág.
140).

5. Ausencia de vínculos. Este término se reserva a los niños que no han


tenido ninguna oportunidad de formar vínculos afectivos con otras personas.
Se trata de algo que se observa con mayor probabilidad en niños que se han
criado en instituciones desde la primera infancia. Estos niños
característicamente pasan por “muchos cuidadores anónimos consecutivos”
(Lieberman y Pawl, 1988; pág. 331). También es posible, aunque es menos
probable, que los pequeños cuyos cuidadores son en extremo inasequibles
emocionalmente e insensibles a las exigencias que plantean puede que no
consigan formar relaciones de vínculo. Esto puede suceder, por ejemplo, si
la madre sufre una grave enfermedad mental o tiene una fuerte adicción a
ciertas sustancias. Los niños con ausencia de vínculo muestran una serie de
profundos deterioros desarrollativos. Tienen problemas con las relaciones
sociales. Su trato con otras personas se basan en la necesidad. Hay poca
preferencia o interés por un ser humano en esencial sobre otro. Las
personas parecen ser intercambiables en la medida en la que estén
satisfechas las necesidades básicas. En el momento de la partida de una
persona que les ha cuidado se muestra poca aflicción. Los niños con
ausencia de vínculo experimentan dificultades a la hora de controlar sus
impulsos y sentimientos de agresión. Existe cierta evidencia de que su
desarrollo cognitivo está dañado, aunque esto probablemente tenga más
que ver con el hecho de haberse criado en un entorno excesivamente poco
estimulante.

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Los niños de la prueba se clasifican según cómo se organiza su


comportamiento en relación con la persona que les cuida. Sroufe (1989b; pág.
115) prosigue su análisis del procedimiento señalado que la relación
considerada entre el pequeño y el cuidador revela el carácter de pautas
relacionales previas establecidas entre ellos. Generalizando más allá de la
situación descrita en la prueba, Fahlberg (1991; pág. 31) señala que observar a
los niños cuando están cansados, asustados o sienten inquietud es un modo
útil para aprender acerca de las pautas de vínculo.

Los niños que están vinculados de manera segura buscan a los principales
cuidadores, que a su vez, generalmente, saben cuál es el mejor modo de
aliviarles y cuidarles. Los niños vinculados de manera segura saben, por la
experiencia previa, que la persona que les cuida será accesible y estará
disponible en momentos de congoja y les proporcionará una relación en la que
el estado emocional afligido será contenido y regulado. La estructura y las
características de esta relación ayudan a formar las estructuras mentales y la
personalidad del niño. Los “modelos operativos internos”, que los niños
desarrollan en el seno de las relaciones que ofrecen disponibilidad y
sensibilidad emocional, les permite considerarse a sí mismos como estimables
y a los otros como personas dispuestas a responder y en las que se puede
confiar. Esto fomenta un acusado sentido de la valía de sí mismo, de la estima
y de la potencia. Las madres de bebés vinculados de manera segura son
proclives a sostener y abrazar a sus pequeños como parte regular de su
comportamiento de cuidador. A su vuelta, tras una breve ausencia, reconocen
a su bebé con sonrisas y la conversación. Muy a menudo, la cualidad de su voz
es “tierna-afectuosa” y responden a las vocalizaciones del pequeño con mayor
asiduidad que en el caso de las madres insensibles (Grossmann y Grossmann,
1991; pág. 97).

Hablando en términos generales, “las madres que son insensibles a las señales
de sus hijos, tal vez a causa de que están absortas o preocupadas por otras
cosas, que ignoran a sus hijos, o interfieren en sus actividades de un modo
arbitrario, o simplemente los rechazan, es probable que tengan hijos
desgraciados, angustiados o difíciles” (Bowlby, 1988; pág. 48).

Los niños que de manera angustiada eluden el contacto han pasado por una
historia de desplantes o indiferencia al acercarse a la personas que les cuida
en busca de apoyo emocional y regulación. El equilibrio del niño entre la
necesidad de autonomía y la exigencia de dependencia se ve desbaratado.
Estos niños no tienen ninguna confianza en que cuando necesiten amor y
cuidado lo reciban. De hecho, llegan a esperar el rechazo. Si el rechazo o la
pérdida de la figura de vínculo es grave, los niños pierden toda confianza en el
mundo de los adultos. Estos niños ven a los padres como esencialmente
inasequibles. En la interacción con sus hijos, los padres utilizan tácticas más
controlativas que cooperativas. Psicológicamente, los niños vinculados
elusivamente intentan enfrentarse a la aflicción interiorizándose, o por lo menos
sin exteriorizarse a los padres (Steele y Steele, 1994; pág. 96). Generan
modelos operativos internos que representan a los otros como emocionalmente
inasequibles, en los que no se puede confiar, y rechazantes, y al yo como

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antipático y de bajo valor. “Tales individuos intentan vivir sus vidas sin el amor y
el apoyo de los demás” (Bowlby, 1991b; pág. 308).

Las pautas de vínculo inseguro representan estrategias desarrolladas por el


niño para enfrentarse a la inseguridad de los padres. Los niños elusivos, por
consiguiente, intentan llegar a ser independientes y emocionalmente
autónomos, negando la afección, y en efecto procuran “ser sus propios padres”
(Fahlberg, 1991; pág. 144). Si la necesidad sentida de amor y alivio sólo parece
reportar rechazo y dolor, tal vez sea mejor arreglárselas sin, mejor sea no
confiar en otras personas y más seguro no formar relaciones íntimas, menos
doloroso sea desconectar.

Los niños ambivalentes y angustiosamente vinculados han tenido la


experiencia de un cuidado inconsistente o caótico. La madre no es hostil o
rechazante sin o más bien incoherente, insensible y carente de la empatía
correcta. El niño no está seguro de que la persona que le cuida sea asequible o
se muestre receptiva cuando la necesite. Esto causa que el niño experimente
angustia de separación, cuyo efecto es hacer que el niño se sienta más
nervioso y se aferre más al juego y la exploración del mundo. Existe una
predisposición a gimotear al intentar no perder de vista y estar cerca de la
madre. El niño intensifica y sostiene el comportamiento de vínculo cuando
intenta atraer el interés del cuidador y mantener su presencia. La
intensificación del comportamiento de vínculo se confunde con el enojo y el
resentimiento ante la incerteza que parece ser inherente a la relación. Puesto
que el niño angustiado y ambivalente no puede confiar en la disponibilidad de
la madre o de la persona que le cuida, permanece expectante a cualquier
indicación de que esa persona podría no ser asequible. La aflicción, por
consiguiente, se evidencia a la leve insinuación o amenaza de separación.

Así, mientras que los niños elusivos temen lo que necesitan (proximidad), los
niños ambivalente temen no conseguir lo que necesitan (también proximidad)
(Simpson y Rholes, 1994; pág. 183). En el caso de los niños ambivalentes,
“esta pauta es fomentada por un padre o una madre que es asequible y de
ayuda en ocasiones pero no así en otras y, las pruebas clínicas lo demuestran,
también por las separaciones y, luego, por las amenazas de abandono
utilizadas como un medio de control” (Bowlby, 1991; pág. 308). El deseo del
niño de nueve meses de estar muy cerca de su madre puede confundirse con
una relación segura. Mientras que un niño vinculado de manera segura puede
considerar una situación extraña como una oportunidad para explorar y así no
preocuparse demasiado por su madre, el niño angustiosamente vinculado
siente inquietud y exige permanecer junta a la madre.

Las madres de niños vinculados de forma ambivalente no sólo son


inconsistentes en sus respuestas, también son insensibles. Mientras que en un
momento pueden ignorar el esfuerzo que hace el niño para conquistar su
interés y atención, en otro las madres tal vez puede que se entrometan
inadecuada e impensadamente en cualquier cosa que su hijo hace o siente. No
siente que las fronteras emocionales del niño estén bajo su control. Las
respuestas llegan cuando no son esperadas o no llegan cuando son precisas.
En términos interactivos, las personas que cuidan de niños ambivalentemente

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vinculados generan confusión en lugar de cooperación. Los modelos operativos


internos desarrollados por niños ambivalentes han de presentar e interpretar a
las personas que les cuidan, las cuales responden de manera inconsistente y
se muestran erráticamente sensibles. Los niños no se sienten seguros de su
valía ni de la disponibilidad de los otros. Se ha de suponer que las personas
que les cuidan son impredecibles y que el yo tiene poco control sobre los
acontecimientos emocionales de su mundo. La autoimagen que se forma es
una en la que los individuos son sentidos como infectivos a la hora de alcanzar
el amor y el interés de los otros. Esto se interpreta como significado que,
probablemente, no merecen un tal amor; que existe algo poco amable en ellos.
El resultado es una baja autoestima, una baja confianza en sí mismos y
relaciones atormentadas por la desconfianza de sí mismo, la incerteza y la
ambivalencia.

Fahlberg (1991; pág. 144-145) presenta argumentos convincentes para los


trabajadores sociales que están especialmente alerta de las necesidades de los
niños que han sido separados de sus padres o que han pasado por
experiencias de vínculo pobre. Tanto para los niños elusivos como
ambivalentes, una de las principales cuestiones es la falta de confianza del
niño en los otros. El niño vinculado ambivalentemente dice “no puedo confiar
en que quieras estar junto a mi, de modo que no te sacaré la vista de encima”,
mientras que el niño vinculado elusivamente dice “no puedo confiar en que
estés junto a mi cuando te necesito, de modo que voy a contar sólo conmigo”.
Desde el punto de vista del desarrollo, estas experiencias corren el peligro de
disponer a los niños ambivalentes a comportarse como “víctimas”, y a los niños
elusivos a comportarse como “castigadores” (Fahlberg, 1991; pág. 145).

Los niños no vinculados son propensos a padecer la experiencia de desarrollo


más lesiva. Ésta es la razón por la que las personas que trabajan cuidando a
niños se esfuerzan en proporcionarles a todos las figuras de vínculo selectivas
permanentes. En términos de vínculo, alguien es en general mejor que nadie.
Tal como lo expresa Fahlberg (1991; pág. 24):

Aunque las relaciones interrumpidas son traumáticas –y deben evitarse que sea posible
satisfacer las necesidades del niño sin que haya traslado- los efectos a largo plazo de un niño
que carece de vínculos durante períodos significativos de su vida son incluso más perjudiciales.
Una vez que un niño ha experimentado un vínculo sano, es más probable que, con ayuda, pueda
tanto extender este vínculo a alguien más, como formar vínculos adicionales si ello es preciso.

Diferencias culturales

Las clasificaciones de la Strange Situation (Situación Extraña) dada por


Ainsworth han demostrado ser extremadamente útiles a la hora de estudiar la
relación entre la cualidad de las primeras experiencias de la vida y las pautas
de desarrollos posteriores de la personalidad. En muestras típicas
norteamericanas y británicas, casi un 60% de las relaciones niño-madre se
categorizar como vínculos desorganizados (Leiderman, 1989; págs. 174-175).
En las muestras clínicas, la serie de vínculos seguros puede caer
drásticamente.

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Sin embargo, las proporciones de niños en cada categoría varían a medida que
nos desplazamos entre las clases y a través de las culturas. Por ejemplo, una
proporción ligeramente superior de niños alemanes se sitúan en la categoría de
vínculo inseguro-elusivo (Grossmann y otros, 1988), mientras que los niños
japoneses e israelíes tienen una oportunidad marginalmente superior de ser
clasificados como mostrando vínculos inseguros-ambivalentes (Miyake y otros,
1985, citado en Leiderman, 1989). Dunn (1993; pág. 32) interpreta estos
hallazgos, señalando, por ejemplo, que la mayoría de los bebés japoneses
tienen poca experiencia de haber sido separados de sus madres y, por
consiguiente, las separaciones son en extremo estresantes. Kagan (1989)
sostiene que las diferencias culturales en los estilos de cuidado de los hijos por
los padres es más que probable que den cuenta de estas pautas
transculturales. Los padres alemanes, al contrario de los norteamericanos,
fomentan y valoran la independencia y el control que de sí mismos tienen sus
hijos. Como resultado muchos niños alemanes muestran menos preocupación
cuando se les separa de sus padres. Pueden muy bien darse el caso que se
sientan seguros y amados, pero han aprendido a no mostrarse trastornados y
siguen confiando en el comportamiento de sus padres.

Stevenson-Hinde (1991; pág. 322-323) añade otra capa más a las


interpretaciones posibles que los padres pueden dar del comportamiento de
sus hijos. Por ejemplo, sus estudios mostraron que en los niños
norteamericanos, las madres tendían a valorar el carácter reservado en las
niñas, pero no tanto en los niños, especialmente a medida que se hacen
mayores. Mientras que los niños tímidos eran una fuente de preocupación e
incluso de censura, las niñas tímidas eras consideradas favorablemente por
sus madres que hablaban con deleite de sus hijas que todavía preferían
quedarse en casa con ellos.

El desarrollo del vínculo durante la infancia

El comportamiento de vínculo sigue desarrollándose y evolucionando


rápidamente durante los primeros años de vida. Durante esa época, el vínculo
a una figura principal se ve cada vez más mediado por el uso creciente que el
niño hace del lenguaje. Al mismo tiempo, el desarrollo de la empatía social
significa que el niño pequeño es capaz de relacionarse con otros con creciente
delicadeza y sofisticación (Crittenden y Ainsworth, 1989; pág. 436). Por lo
general a los seis meses se consigue un vínculo, a esa edad el bebé empieza a
moverse y a andar a gatas: la fase “activa”. El pequeño es por lo tanto capaz
de tomar la iniciativa en cuanto a mantenerse próximo y buscar el contacto con
la figura de vínculo.

A la edad de tres años, el niño inicia una fase más sofisticada. Bowlby (1969)
ve al niño empezando a desarrollar una “asociación corregida por metas” con
su madre. Esto se hace posible gracias a las habilidades lingüísticas mejoradas
y el desarrollo de la comprensión social –la capacidad de ver el mundo desde
el punto de vista de otra persona-. “Cuando el niño se hace más capaz de
comprender que la madre tiene motivaciones, sentimientos y sus propios
planes, y cuando mejora la capacidad de comunicar motivaciones, sentimientos
y planes a la madre, entonces, como compañeros, son capaces de negociar las

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diferencias en los planes y a menudo alcanzar un acuerdo mutuo sobre los


mismos” (Crittenden y Ainsworth, 1989; pág. 436).

Con el desarrollo del lenguaje, de los modelos operativos internos y de la


empatía social, el niño puede empezar a comprender que las relaciones siguen
existiendo incluso cuando el otro se ausenta. Cuando se establecen la
confianza y la comprensión, el niño puede tolerar separaciones cada vez más
prolongadas. Sin embargo, este aumento de la seguridad se ve perturbado si el
padre o la madre es de por sí incapaz de mostrar empatía social y le resulta
difícil comunicar sentimientos y motivaciones. Esto frustra la necesidad que el
niño tiene de construir modelos coherentes del yo y de los otros. La confianza y
la comprensión mutua no consiguen desarrollarse en este tipo de relaciones
sociales.

En la adolescencia los niños seguros pueden enfrentarse a largas


separaciones respecto a sus figuras de vínculo. Las cartas y las llamadas por
teléfono a menudo bastan para sostener la relación. La adolescencia es
también el momento en el que empiezan a formarse nuevos vínculos fuera de
la familia, habiendo así un cambio tanto en el estilo como en la dirección del
comportamiento de vínculo. Los niños se encuentran en el extremo receptor del
amor y el afecto. En la adolescencia, las personas aprenden a dar amor y
afecto así como a recibirlo. La reciprocidad en las relaciones adolescentes se
hace más “simétrica” y menos “complementaria” (Hazan y Shaver, 1987).

La separación y los orígenes de la angustia

Una tarea desarrollativa que tienen que acometer todos los niños en la
formación de su personalidad es la necesidad de regular los sentimientos de
ambivalencia, de aprender a comprender y controlar la necesidad de otros y el
enojo sentido cuando esa necesidad no es satisfecha o el otro no se halla
presente. Parafraseando a Bowlby (1979; pág. 6): los niños que siguen un
curso favorable crecerán no sólo siendo conscientes de la existencia de
impulsos contradictorios en su propio interior sino que serán capaces de
dirigirlos y controlarlos. La angustia y la culpabilidad que engendran serán
soportables. Los niños cuyo progreso es menos favorable se encuentran
acosados por impulsos sobre los que sienten que tienen o un control
inadecuado o carecen por completo del mismo. Por consiguiente, padecerán
una honda angustia en relación con la seguridad de las personas que aman.
También sentirán temor en cuanto al justo castigo que creen que caerá sobre
sus propias cabezas.

Las amenazas hechas por los padres de abandonar a un niño pequeño o de


suicidarse son experiencias especialmente terroríficas para el pequeño. El nivel
de angustia de separación aumenta de modo imponente. En quienes son
amenazados con el abandono, con independencia de su edad, se provocan
también sentimientos de profundo enojo así como de congoja: los niños a los
que se les amenaza con perder a sus padres, los adolescentes en peligro de
ser abandonados por la familia o los amigos, los adultos rechazados por sus
amantes o cónyuges. Al igual que sienten enojo, los niños y los adultos puede

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que sean obligados a sentirse culpables cuando los padres o los cónyuges
sugieren que si caen enfermos o mueren será por culpa suya.

El excelente estudio prolijamente ilustrado de Mattinson y Sinclair (1979) sobre


la práctica del trabajo social con familias trastornadas en un departamento de
servicios sociales ocupadísimo, pero característico, describe un amplio número
de familias en las que los niños son regularmente amenazados con ser
abandonados. De los diecisiete casos considerados con detalle, siete madres
“habían en cierto estadio abandonado a sus hijos, otras seis se habían
autoinculpado o fueron acusadas por terceros de tenerlos abandonados, y
otras dos se habían sentido tan incapaces de componérselas que habían
pedido que adoptaran a sus hijos” (Mattinson y Sinclair, 1979; pág. 33). En
realidad, la práctica de intentar y precipitar separaciones no se limitaba a la
relación madre-hijo. Se trataba de un rasgo más amplio de la vida familiar.

En trece de los diecisiete casos, uno de los es esposos había abandonado una vez el hogar. En
catorce claramente se había planteado el problema de si los niños debían ser aceptados en
custodia. En once casos los niños realmente habían sido trasladados. En otros dos casos más, el
departamento estaba efectiva o potencialmente empeñado en separar a la familia (Mattinson y
Sinclair, 1979; pág. 35).

No se nos escapa que estas familias absorbían en gran medida el tiempo, las
capacidades y las energías de los trabajadores sociales. En la investigación
llevada a cabo por Pitcairn y otros (1993; pág. 76) se identificaron experiencias
perturbadas y destructivas. Examinaron 43 casos de abuso a menores y
señalaron las siguientes características del historial de los padres:

La mayoría de las madres (75%) crecieron en familias nucleares, con una cifra ligeramente
inferior en el caso de los padres (67%); el 8% con padrastros o madrastras; el 4% (el 8% en el
caso de los padres) en custodia pública. La separación de sus padres en cierto momento de la
infancia no era infrecuente, ocurría en el 57% de las madres y el 25% de los padres; un 25%
adicional de padres y madres indistintamente fueron separados de sus hermanos. El 33% de las
madres y el 25% de los padres pasaron parte de su infancia internados en una institución
asistencial generalmente, un centro de atención de menores. La ruptura matrimonial y la
enfermedad de los padres se adujeron como las razones más comunes para la ruptura de la
familia, sin que ningún padre o madre refiriera el abuso como un factor desencadenante.

De un modo más general, Bowlby (1988; pág. 80) reconoce que hay tres tipos
de relación que producen enojo cuando se ve amenazada: las relaciones con
un compañero sexual, las relaciones con los padres y las relaciones con los
hijos. Por consiguiente, cuando relaciones importantes corren peligro de
romperse o perderse, experimentamos esa mezcla altamente cargada de
angustia y enojo que tan a menudo conduce a un comportamiento
incontrolable, inclusive a la violencia. “Este enojo, cuya función es disuadir a la
figura de vínculo de efectuar la amenaza, fácilmente puede convertirse en
disfuncional” (Bowlby, 1988; pág. 30).

El carácter inconsistente y desorganizado de las relaciones inseguras-


ambivalentes genera un entorno social que frustra la capacidad del niño para
formar estructuras mentales bien integradas y una personalidad capaz de
enfrentarse a la tensión y la dificultad. El niño desarrolla la estrategia de
dependencia acentuada respecto a una madre que es impredecible (Egeland
Farber, 1984).

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El niño pequeño inseguro-desorganizado (tipo D) actúa como si tanto el


entorno como la figura de vínculo fueran amenazantes y hubieran de ser
temidos. Normalmente, un niño pequeño busca su figura de vínculo masculina
o femenina cuando aumenta el nivel de temor o de angustia. Pero si la figura
de vínculo es la fuente del miedo o de la angustia, el pequeño experimenta un
dilema. Se ve arrastrado hacia la fuente de la angustia y, al mismo tiempo,
intenta apartarse de la misma. Ésta sería la experiencia de un niño que sufre
malos tratos físicos. También lo es del niño cuyos padres están asustados. La
madre asustada ya no ofrece al pequeño la perspectiva de una base estable o
un refugio seguro. “En realidad”, escriben Ainsworth y Eichberg (1991; pág.
162), “la mayoría de los marcadores de comportamiento anómalo de
desorganización / desorientación son compatibles con estas explicaciones.”
Cuando se enfrentan a padres amedrantadores o amedrantados, los niños “se
congelan” y su comportamiento se inhibe en presencia de la figura de vínculo.
En poblaciones clínicas de los niños que han sido maltratados, la cantidad de
vínculos desorganizados puede superar el 50% (Lyons-Ruth y otros, 1990;
Carlson y otros, 1989).

Estrategias defensivas y respuestas adaptativas

En general, parece que tanto las características de los padres como las del
niño influyen en el tipo de vínculo que se forma. Los vínculos inseguros tienden
a desarrollarse “cuando los padres son depresivos o muestran dificultades de
personalidad, cuando la relación matrimonial es tensa, cuando hay tensiones
externas y cuando existe falta de apoyo social” (Rutter, 1991; pág. 358).

También se ha hecho hincapié en que el comportamiento de los niños en


relaciones que se definen como inadaptativas sólo es considerado como tal en
la medida en que se ve afectada la competencia social futura. El
comportamiento de los niños vinculados de modo inseguro es una respuesta
adaptativa en el contexto de la relación en que se hallan. El comportamiento
adoptado es una estrategia defensiva que el niño desarrolla a fin de enfrentarse
a los sentimientos de angustia, incerteza y miedo. “Cada niño”, escribe Sroufe
(1983; pág. 76 citado en Sroufe, 1988), “está elaborando una adaptación
particular y única a su mundo.” El comportamiento de vínculo está diseñado
para aportar proximidad y seguridad. Cuando esta meta queda bloqueada o no
es comunicativa, el niño tiene que desarrollar estrategias psicológicas que
intenten evitar la angustia o intenten buscar nuevos modos de afianzar la figura
de vínculo.

En los vínculos seguros, los inevitables conflictos emocionales que todo niño,
de un modo y otro, ha de experimentar entre el hecho de necesitar al otro y
sentirse enojado cuando las necesidades no son satisfechas por regla general,
es contenido y conducido en el seno de la relación padres-hijos. El equilibrio
psicológico del niño puede verse amenazado por sentimientos fuertes y
potencialmente indomables. Al niño le lleva tiempo aprender tanto a enfrentarse
a sentimientos conflictivos como a tratar la frustración.

Sin embargo, si la relación padres-hijos es precaria e incoherente, los conflictos


no siempre quedan contenidos o resueltos en el seno de esa relación. El niño

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El sistema de Ainsworth para la Clasificación del vínculo David Howe

queda entonces sujeto al estrés pleno de la tensión y sólo puede hacerle frente
excluyendo, distorsionando, redefiniendo o eludiendo las experiencias que
causan el trauma emocional. Éstos son ejemplos de mecanismos de defensa y
sirven para modificar la realidad. Y aunque sean una respuesta razonable a
acontecimientos nada razonables, sin embargo deterioran y confunden los
esfuerzos a largo plazo para enfrentarse al mundo social.

Las pautas de vínculo elusivas, tanto seguras como ambivalentes representan


sencillamente los esfuerzos que hacen los niños para enfrentarse a entornos
sociales desfavorables en los que se hallan. De hecho, son adaptaciones que
les permiten sobrevivir y funcionar, aunque pagando un precio psicológico, en
el interior de entornos sociales perturbados. Los diversos tipos de pautas de
vínculo inseguro son sencillamente las mejores adaptaciones posibles a las
circunstancias, si bien puede que no sirvan bien al individuo cuando tenga que
enfrentarse a relaciones sociales futuras (Sroufe, 1988; pág. 25).
Comportamientos aparentemente “inadaptados”, por lo tanto, tienen sentido si
se les considera en el contexto de relaciones de cualidad precaria y entornos
sociales adversos. Pueden considerarse como “apropiados
psicobiológicamente” a la situación social particular en la que el niño se
encuentra:

Los niños pequeños vinculados de modo inseguro han establecido relaciones que tienen que
considerarse adaptadas a las circunstancias de su crianza, aunque demuestran ser
problemáticas cuando se trasladan al mundo que está más allá de la familia. Por consiguiente,
las relaciones inseguras se consideran funcionales en la medida en que sirven para proteger al
niño de la angustia, que surge ante una persona que le cuida y puede que sea asequible en un
grado menor al óptimo. Vista bajo esta luz, la elusión, por ejemplo, sirve como estrategia para
evitar el enojo que pueden evocar respuestas negativas por parte del cuidador (Belsky y
Nezworski, 1988b; pág. 8).

La madre de Sachel era una mujer muy egocéntrica que acostumbraba a


despreciar a su hija a la mínima oportunidad, diciendo que era fea, estúpida o
que no valía para nada. Sachel no podía enfrentarse a esta embestida de
hostilidad “desconectando”, tal como ella misma lo expresara. Siempre que se
sentía enojada o molesta con alguien, Sachel simplemente se quedaba quieta,
no decía nada, cerraba sus sentimientos y miraba impávida y fijamente a la
persona que la había molestado o enojado. La gente decía que era “fría como
un témpano” y que era “tan dura como un clavo.

Bates y Bayles (1988; pág. 257) citan a Horney que fue quien sugirió que los
sentimientos de angustia profunda surgen cuando el individuo siente que “está
solo y desamparado en el mundo hostil”. Tales sentimientos es mucho más
fácil que surjan en un niño si recibe un cuidado inadecuado, indiferente u hostil.
Estas angustias centrales pueden resolverse defensivamente mediante una de
las tres estrategias siguientes:

a) el acercarse a la gente (complicidad) generalmente asociado con


vínculos seguros (tipo B)
b) el oponerse a la gente (agresión) a menudo asociado con vínculos
ambivalentes y resistentes a la angustia (tipo C); y
c) el apartarse de la gente (retirada) a menudo asociado con vínculo del
tipo angustioso-elusivo (tipo A). (Bates y Bayles, 1988; pág. 257).

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Así, por ejemplo, la elusión es una forma de comportamiento de vínculo que se


puede considerar como una estrategia defensiva en respuesta a la experiencia
del rechazo de los padres. El comportamiento de vínculo infantil que no
consigue desencadenar un comportamiento reconfortante y de apoyo en los
padres, hace que el niño experimente sentimientos de angustia y enojo cada
vez más intensos. La angustia, por regla general, activa el comportamiento de
vínculo. Pero en este caso parece que el comportamiento de vínculo molesta al
padre o a la madre que puede que ataque o rechace al niño. Las expresiones
de angustia y de enojo en el caso de las pautas elusivas de vínculo, la
expresión de la angustia y del enojo por parte del niño parece amenazar y
dañar la relación de vínculo. Parece que el niño no sea capaz de ganar. El niño
se enfrenta a dos vías al mismo tiempo y experimenta un dilema psicológico.

Un modo que el niño tiene de evitar, en esta situación, el conflicto con uno de
los padres es aislarse de los sentimientos y de las emociones del padre en
cuestión. Si el niño aprende a desconectar, imposibilitando así la necesidad de
tener un compromiso emocional cualquiera con la figura de vínculo, se pueden
mantener a raya el rechazo y los sentimientos asociados de dolor, angustia e
ira. El dominio emocional de uno mismo, por consiguiente, significa que el
comportamiento de vínculo –irónicamente la causa de la angustia y de la ira
acrecentadas- puede evitarse. El niño no comunica su aflicción sino que más
bien contiene y controla sus sentimientos como parte de una estrategia elusiva
(Cassidy y Kobak, 1988; pág. 304). Bowlby (1973) le da el nombre de
“confianza compulsiva en uno mismo”. El precio que el individuo paga es el de
encontrar difícil establecer y sostener relaciones íntimas. No es fácil confiar en
otras personas. Las relaciones de intimidad son amenazadas y hacen
aumentar los sentimientos de angustia.

En el niño de seis años, por ejemplo, la elusión se observa en los intentos que
el niño hace para mantenerse físicamente próximo aunque emocionalmente
distante de uno de los padres. El niño puede jugar con un objeto de una
manera intensa y muy absorta. La niña o el niño pequeño pueden ser corteses
aunque fríos. Las personas, inclusive los padres, son tratados de un modo
neutral, ocultando bien los sentimientos de afecto y enojo (Cassidy y Kobak,
1988; pág. 301).

Los niños que muestran pautas desorganizadas de vínculo (tipo D) a menudo


han sufrido malos tratos o han sido severamente desfavorecidos. Muestran
confusión y desorganización en su comportamiento de vínculo. A diferencia de
otros niños parecen carecer de cualquier estrategia defensiva ante la angustia.
Se quedan helados o simplemente parecen confusos, mostrando una mezcla
de elusión y resistencia. Es como si la relación con la persona que les cuida
fuese la causa de tanta angustia y el pequeño no ha logrado organizar ninguna
estrategia psicológica que le permita hacer frente a la amenaza. Nunca se da
elusión ni dependencia, abandono ni agresión, sólo una fuerte inmovilización.
Ésta es la reacción defensiva más lesiva psicológicamente de las que practica
el niño que intenta hacer frente al conflicto y a los sentimientos de extrema
angustia.

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Muchos de estos descubrimientos recuerdan el trabajo de Hinde con los


Macacus rhesus. Hinde descubrió que las crías de primate que mostraban la
mayor aflicción posterior a la separación eran aquellas que mostraban la
relación más tensa y trastornada con sus madres antes de la separación (Hinde
y Spencer-booth, 1970, citado en Dunn, 1991). Los niños que peor se enfrentan
a experiencias de separación, tensión y cambio son los que ya han
experimentado relaciones padres-hijo molestas y trastornadas. Los niños
vinculados de manera insegura parece que a menudo reaccionarán mal ante
un cambio de escuela, un traslado de casa, el divorcio de los padres e, incluso,
a un revés de la fortuna.

Helen, con una edad de nueve años, era la mediana de una familia de cinco
hijos. La vida doméstica era desorganizada. El alboroto y el caos parecían
constantes, y cuando Helen contaba pocos meses, la madre se derrumbó y se
hundió en un profundo letargo. Al intentar dar a la madre descanso y a los hijos
hacer algo fuera de lo común, el trabajador social dispuso las cosas para que
Helen pasara una semana con una tía suya que vivía en un pequeño pueblo en
la costa. Pero a medida que se acercaba el momento de que Helen fuera a
visitar a su tía, se fue poniendo cada vez más melancólica. Se quejaba de que
no iba a sentirse bien y al menor contratiempo se echaba a llorar –un lápiz
extraviado, una mancha en el vestido, un hermano que la molestaba-. Un día el
trabajador social acudió para recogerla y llevársela, Helen se puso a llorar
comportándose de un modo frenético, presa del pánico, y sencillamente se
negó a partir.

Los mecanismos de defensa, utilizados por todos nosotros en un momento u


otro tienen sus orígenes en estos tempranos intentos de enfrentarse a la
angustia, el abandono, a la pérdida, al conflicto y al daño emocional.
Esencialmente, las defensas que utilizamos implican: a) mantener la
información dolorosa fuera de la conciencia (por ejemplo, mecanismos de
negación y de elusión), o b) redefinir o intentar controlar las experiencias
dolorosas (por ejemplo, proyectar el propio enojo en otros y echarles la culpa).

Los sentimientos de temor y enojo del niño cuando se siente amenazado por la
pérdida de una figura de vínculo son muy difíciles de manear para esa tierna
mente. Los mecanismos de defensa ayudan al niño a enfrentarse a estos
sentimientos poderosos y amedrentadores. Si la figura de vínculo es la causa
de la angustia del niño, el pequeño simultáneamente anhelará a la persona que
le cuida y sentirá enojo hacia ella, un deseo de estar muy cerca y un anhelo de
librarse de la causa del dolor.

Un modo de enfrentarse a estos sentimientos conflictivos es sencillamente


intentar y eludir el conflicto. Los padres que no pueden visitar a sus hijos
enfermos en el hospital o los trabajadores sociales que ponen excusas para no
visitar a pacientes difíciles están practicando la elusión. Pero así como se
puede dejar físicamente la relación, también es posible estar emocionalmente
ausente de la relación. Es algo que se puede lograr desvinculándose
emocionalmente de la otra persona. Esta estrategia defensiva intenta negar
que la relación tenga un significado o sentido emocionales. Sentimientos de
amor, temor o enojo son primero bloqueados y, luego, negados. Los individuos

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se las arreglan desconectándose de sus propios sentimientos potencialmente


fuertes: ”me siento muy enojado pero no voy a dejar que me fastidie”; “podría
sentirme herido por lo que me dice, pero no voy a dejar que me afecte”. Otras
personas pueden encontrar exasperante la estrategia; cuando más crecen los
premios emocionales, más desvinculada e indiferente se vuelve la persona.
Esto, desde luego, no hace más que alimentar el estado emocional de la otra
persona. Bowlby (1988; págs. 34 y 71) denomina a la represión de sentimientos
fuertes y conflictivos “exclusión defensiva”.

Otro método para hacer frente al conflicto emocional es escindir los


sentimientos contradictorios de modo que sólo uno es reconocido y utilizado
para guiar el comportamiento. Puede que los niños y los adultos digan que
odian a los otros incluso cuando siguen exigiendo su atención y preocupación.
O pueden afirmar que los aman y les necesitan mientras parecen intentar
herirles y castigarles.

La incapacidad de contener y enfrentarse al surgimiento simultáneo de la


necesidad y del enojo es característica de todo tipo de vínculos inseguros y
angustiosos. Mientras que el niño elusivo desconecta y niega cualquier
sentimiento de interés emocional por el otro, el niño ambivalente es más
probable que se enfrente al conflicto y, finalmente, lo resuelva mediante la
defensa de la escisión: los otros son o todos buenos o todos malos. A largo
plazo se trata de una estrategia insatisfactoria porque los sentimientos
reprimidos de amor o enojo constantemente confunden y distorsionan la
cualidad superficial de las relaciones. El trato interpersonal procede de un
modo intensificado con la hostilidad y el enojo. El caso de la señora Talbot, que
había abusado físicamente de su hijo de nueve meses, Steven, ejemplifica el
uso de la escisión y la proyección de sus sentimientos “malos”, hostiles y
coléricos a otras personas.

La señora Talbot tuvo una infancia con una madre que era más bien
egocéntrica y propensa a no tomarse en serio a su hija. Como madre
adolescente, la señora Talbot actuaba la mayor parte del tiempo de un modo
frío e indiferente, si bien periódicamente descargaba la indignación que sentía
por la injusticia y hostilidad de los demás. Culpaba a su madre, a las exigencias
de su pequeño bebé, al trabajador social y al hospital que trató a Steven
cuando se hirió en la cabeza, acusándoles de “tenerle ganas”. Eran muchas y
contundentes las sospechas que se tenían de que la señora Talbot había
infligido deliberadamente las heridas que tenía Steven. En sus períodos más
tranquilos, la señora Talbot se resignaba a ser cuidada y dirigida por su madre
y por el trabajador social. Dejaba de fumar y de comer paquetes enteros de
golosinas. Pero esta fase dependiente raramente duraba mucho. Pronto se
tomaba a mal el control, las restricciones y los sentimientos de desvalorización
demasiado familiares y, más en especial, el hecho de que su madre se centrara
más en Steven que no en ella. En este tipo de momentos se marchaba con su
bebé, e intentaba arreglárselas por sí misma. Durante un breve período se
ocupaba de su bebé de un modo tranquilo casi despreocupado antes de que su
enojo a punto de estallar y el resentimiento de la dependencia que el bebé
tenía para con ella aflorasen de nuevo y le infligieran algún daño físico.

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Al tener que pasar por el momento de sentir cómo les dicen que son unos
“mamones” o unos “bastardos”, facilitadores o suprimidores, suaves o duros,
por sus clientes, los trabajadores sociales deben estar alerta de la presencia de
la escisión como un mecanismo de defensa principal, especialmente para
aquellos que han tenido una experiencia de vínculo ambivalente. La escisión
aviva los sentimientos conflictivos también en los trabajadores sociales. Según
Mattinson y Sinclair (1979;, pág. 141) el deseo de ayudar y el temor de ser
superados se ven simultáneamente avivados. El resultado final puede ser que
el trabajador social se sienta impotente y, por consiguiente, se enoje antes de
rechazar finalmente al cliente cuyas demandas parecen evidenciar la
incapacidad del trabajador para satisfacer y tener éxito. Mattinson (1975)
examina cómo los trabajadores sociales pueden fácilmente quedar atrapados
en las maniobras defensivas de sus clientes. Muy a menudo, el trabajador
social expresará y reflejará las defensas de un cliente durante la supervisión.
Se comportará respecto a su supervisora del mismo modo en el que el cliente
se comporta respecto a ella o a su cónyuge, a su compañero o sus hijos. En
esta medida, el propio comportamiento del trabajador social puede indicar qué
sucede en las relaciones de otras personas.

En el “proceso de reflexión”, Mattinson desarrolló “la idea de que las respuestas


de los trabajadores que desentonan con su comportamiento normal y que en su
cualidad son defensivas dan una indicación importante de la intensidad y del
tipo de perturbación a la que han sido sometidos” (Mattinson y Sinclair, 1979;
pág. 56 la cursiva está en el original). Una buena supervisión y profesionales
clarividentes pueden aprender mucho de sus clientes cuando examinan y
analizan la naturaleza y el origen de sus propios sentimientos. El supervisor
atento reconocerá qué sucede en el proceso de supervisión y de este modo
ayudará al trabajador social a comprender qué podría estar pasando en
realidad.

Conclusión

La cualidad de las experiencias relacionales que los niños mantienen con las
personas que les cuidan determina qué tipo de comportamiento de vínculo
mostrarán en momentos de angustia. El modo en el que aprendemos a tratar
las angustias que, de vez en cuando, generan las relaciones más íntimas nos
da una idea de la naturaleza y del propósito de los mecanismos de defensa que
todos nosotros empleamos en situaciones estresantes. Para los niños
vinculados de modo inseguro a las personas que les cuidan, este tipo de
estrategias defensivas tienen sentido: son una respuesta adaptativa a
situaciones en la que las angustias se exaltan.

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