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Pero las primeras comunidades entregaron igualmente a sus sucesores todo un conjunto
de prácticas. «En los tres primeros siglos, las Iglesias toman cuerpo poniendo en
práctica la tradición recibida de los apóstoles, la cual se identifica con la misma vida
eclesial, con sus elementos constitutivos esenciales: la confesión de la fe, el bautismo v
la eucaristía, la comunión de los fieles, la disciplina, unos ministerios, las Escrituras».
¿En qué medida se remonta esta herencia al mismo Jesús? Es ésta una cuestión capital
para medir el margen de libertad que puede atribuirse la Iglesia, si desea permanecer fiel
a su fundador.
Sobre todo, estas nuevas comunidades tenían una conciencia muy viva de la
originalidad de su mensaje. Muchas de sus maneras de obrar tenían su equivalente en el
judaísmo helenista. Pero mientras que este último se replegó finalmente sobre sí mismo,
los grupos nuevos trasmitían el sentimiento exultante de vivir un momento nuevo y
decisivo de la historia.
Con la resurrección de Cristo y la efusión del Espíritu que la siguió, la obra de Dios en
la historia humana alcanzaba su cima insuperable y quedaban inaugurados los últimos
tiempos: hoy llamamos «escatológico» a este sentimiento. Encontró diversas
formulaciones, impregnados con toda naturalidad de la tradición judía. La más frecuente
era la aplicación al grupo de los cristianos» (Heh 11,26) de títulos que habían designado
hasta entonces al pueblo judío para diferenciarlo de los demás. Eran los «elegidos». el
verdadero “templo de Dios” donde reside su Espíritu, la “nación santa” y el sacerdocio
real” (1 Pe 2,9). Los discípulos de Jesús formaban como una «raza nueva». Eran ellos,
desde entonces las “doce tribus de la dispersión” (Sant 1,1). Del mismo modo los
discípulos de Cristo no formaban más que «un solo cuerpo», eran «conciudadanos de
los santos» (Ef 2,19): estaban unidos de antemano a la «asamblea de los primogénitos»
(Heh 12,23), etc.
Estas eclesiologías no se sobreponen sin más unas a otras, pero sus diferencias no se
percibieron nunca como incompatibles con la fidelidad al dinamismo original. Lo que
predominaba no era tanto la conciencia de varias distinciones entre las categorías ele
fieles como la tensión entre las particularidades del grupo cristiano y el resto de la
sociedad.
Entre estas «eclesiologías implícitas» del Nuevo Testamento y las del período post-
apostólico no se puede trazar una línea muy clara de demarcación. Pero se puede
constatar que, a través de la diversidad de los testimonios que se han conservado, se
percibe una conciencia de Iglesia relativamente unitaria. A esta conciencia han
contribuido sin duda fuertemente las tendencias a la explosión contra las que luchan ya
las cartas paulinas y los escritos joánicos, pero que también pueden vislumbrarse en los
evangelios v en el Apocalipsis.
2. AFIRMACIONES OCASIONALES
La fe de los cristianos en la Iglesia, por consiguiente, no se refleja durante los tres
primeros siglos más que a través de unos elementos ocasionales, que manifiestan la vida
y las preocupaciones de las diversas comunidades o iglesias. Éstas se desarrollan y se
multiplican como por «trasplante», según la fórmula de Yves Congar, recogida de
Tertuliano. Trasmiten lo que las constituye: una confesión de fe, el rito bautismal, la
asamblea eucarística, un conjunto de textos autoritativos, unas cuantas reglas de
organización poco unificadas al principio. Para designarlas, la misma palabra Iglesia
corre el riesgo de ser engañosa, debido a todo lo que evoca el peso de la historia.
El nombre de ekklesia que las designa, palabra emparentada con el kahal bíblico, es un
término de origen político que designa la asamblea del pueblo. Desde el siglo II se
convirtió en un nombre técnico, tan común que no se preocuparon de buscar una palabra
latina para traducirla, sino que se contentaron con trasponerla y hablar de ecclesia.
Designa a la vez a la comunidad local y al conjunto de estas comunidades. La ekklésia,
asamblea o convocatoria de los «llamados (klétoi), es «la totalidad del pueblo de Dios,
realidad bien concreta, muy reducida quizás en su aspecto visible y sin embargo siempre
más vasta que sus manifestaciones»".
«Dios nunca falla. Lo mismo que su querer es una obra ya cumplida, que lleva el
nombre de “mundo”, también su voluntad es la salvación de los hombres, y esto se
llama "la Iglesia”.
O también en El Pastor de Hermas (± 150):
Mientras yo dormía, hermanos, tuve una revelación que me fue hecha por un joven
hermosísimo, diciéndome:
¿Quién crees tú que es la anciana de quien recibiste aquel librito? -La Sibila- le contesté yo.
Te equivocas - me dijo - no lo es.
¿Quién es, pues? - le dije- La Iglesia - me contestó -.
¿Por qué entonces- le replique yo - se me apareció vieja?
Porque fue creada - me contestó - antes que todas las cosas. Por eso aparece vieja y por causa de
ella fue ordenado el mundo''.
Esta conciencia de ser portadores de una n fisión universal -un hecho sin precedentes en
la historia-se traduce igualmente en la utilización del adjetivo “católico”, que se
encuentra ya en el siglo II en Ignacio de Antioquía" y utilizado incluso como sustantivo
desde el siglo III No tiene un sentido geográfico ni cuantitativo: significa que el mensaje
evangélico se dirige a todos los hombres y a la tierra entera. A su luz, la humanidad que
es su destinataria se muestra como orgánicamente una. La misión de la Iglesia es revelar
a los seres humanos esta unidad original que se perdió, restaurarla consumarla. Este es
el sentido simbólico del relato de Pentecostés, en el que cada uno comprende en su
lengua la verdad única que debe reunirlo con los demás.
En efecto, resulta bastante evidente a los ojos de todos que estas realizaciones pueden
corresponder tan sólo de una manera muy imperfecta al modelo ideal. Hay cristianos
«carnales», en los que la verdad del modelo no se realiza más que de manera superficial,
y cristianos «espirituales» en los que actúa realmente el Espíritu. De esta forma queda a
salvo la pureza del ideal, aun teniendo en cuenta las imperfecciones fácilmente
perceptibles de la realidad. «Sin embargo, existe el peligro de sustituir la referencia
escatológica bíblica, que es de tipo histórico (mundo presente - mundo venidero), por
una referencia de tipo ejemplarista (mundo de abajo - mundo de arriba; corporal o
carnal y espiritual)». Y entonces nos acercaríamos a la tentación de los gnósticos, que se
consideraban como superiores por ser «espirituales». Existe además el peligro de
sacralizar unos modos de organización cuyo origen está marcado por circunstancias
contingentes.
Estos ejercen dicha participación interviniendo como parte activa en las decisiones:
elección o aprobación de los ministros, concilios, y además ejerciendo sus propios
carismas. Algunos «laicos», como Justino u Orígenes (antes de aceptar ser ordenado
presbítero), ponen espontáneamente sus dones al servicio de la fe. Muchos cristianos se
interesan por las cuestiones dogmáticas y teológicas, y no solamente una dijo de
personas cultas, sino el mismo pueblo sencillo Es muy viva la convicción de que, si se
conoce la verdad, es preciso comunicarla.
La Iglesia dejaba de ser un grupo más o menos elitista y se iba atenuando poca a poco el
contaste entre ella y el resto de la sociedad. Contaba entre sus filas a muchos santos,
pero también y sobre todo a numerosos pecadores. Este cambio suponía naturalmente
una disminución de la tensión entre la iglesia y el mundo», incluso en la conciencia
eclesial. Se trata de un fenómeno cuyas consecuencias eclesiológicas vale la pena
considerar. En efecto, a la Iglesia le costaba más trabajo atestiguar ciertos aspectos de la
radicalidad evangélica. Pero ésta asume entonces nuevos contornos.
En el pueblo cristiano había diversas categorías de personas, con diversos compromisos
y deberes. Ya las epístolas del Nuevo Testamento contenían consejos diferenciados para
los padres, los hijos, los esclavos. Desde el siglo II se afirma la tendencia a canonizar
algunas de esta, categorías bajo la forma de «órdenes»: nos encontramos con el orden de
las viudas, el orden de los monógamos, el orden de las vírgenes, que tenían cada uno de
ellos sus obligaciones y eventualmente sus privilegios. Desde el siglo IV, esta (misma
evolución dará origen al monaquismo. Cuando se difunde esta manera de ver, se hace
más difícil identificar pura y simplemente a la Iglesia con todo el pueblo de los
bautizados.
A partir de las indicaciones ocasionales dispersas por la carta, podemos formarnos una
idea bastante clara de las tendencias eclesiológicas de la Iglesia de Roma. Si “la Iglesia
de Dios que habita como forastera en Roma” puede dirigirse a «la Iglesia de Dios que
habita como forastera en Corinto», es porque tiene conciencia de que forma con ella una
sola y única Iglesia. tal como atestigua la preocupación por la comunión que motiva
toda la carta. Los miembros de esta Iglesia son designados como «los llamados», o la
«comunidad», más comúnmente como «los escogidos», o también «el rebaño de
Cristo». Se les atribuyen las cualificaciones que la Biblia da a Israel, al que Dios ha
escogido como su pueblo particular: los cristianos son «porción suya escogida», «su
porción santa».
Este pueblo está totalmente orientado hacia los bienes de la promesa, pero goza ya «de
sus magníficas y gloriosas promesas», «de un mayor conocimiento», a Saber, «el
conocimiento de la gloria de su nombre». Sobre todo, lo que une a la comunidad, lo que
es como su ley específica, es la ágape, el amor: en ella tiene que reinar la voluntad de
paz, la humildad, la sumisión mutua. Estas características son fundamentales para
nuestro autor: tienen más interés todavía si se piensa que la Carta ha sido citada de
ordinario por su concepción del orden y de la obediencia, así como por el papel que se
reconocía a la Iglesia de Roma y a su obispo.
En efecto, la ocasión de la carta invitaba a predicar la concordia y el buen orden. Este se
ilustra evocando la armonía del cosmos, lo cual le hace parecer una especie de ideal
intemporal, integrando así a la Iglesia en el conjunto del plan creador y canonizando sus
formas de organización de una manera inmutable. Uno de los aspectos que ha
impresionado a sus comentaristas ha sido la utilización de la comparación militar para
exigir el respeto al orden en la comunidad.
Pero hay más de un indicio para pensar que Clemente se refiere más bien a «una
concepción sacral y sacerdotal del pueblo en el desierto», de origen judío.
Lo que se percibe a través de todo esto es la estructuración de la comunidad: cuenta con
obispos y con presbíteros, y también con diáconos. Estos ministros fueron establecidos
por los apóstoles, que a su vez vienen de Jesucristo, y Jesucristo de Dios". Esta «regla»
de sucesión fue impuesta por los mismos apóstoles, lo cual no impide ni mucho menos
que la comunidad intervenga también en la designación de los responsables. Porque
éstos fueron instituidos «con consentimiento de la Iglesia entera».
¿Y qué decir del papel que la carta atribuye a la Iglesia de Roma y a su obispo? La
carta, que no tiene nada que ver con un decreto disciplinar, se presenta como un
documento dirigido por unos hermanos a otros hermanos, en virtud del sentimiento de
responsabilidad que siente por la paz de la comunidad de los Corintios, pero también de
la preocupación que tienen por la unidad de la Iglesia. En la exhortación es el
«nosotros» lo que domina: «Todo esto, carísimos, os lo escribimos no sólo para
amonestaros a vosotros, sino también para recordárnoslo a nosotros mismos, pues
hemos bajado a la misma arena y tenemos delante el mismo combate»; «seamos, pues,
humildes, hermanos», «no dudemos ni vacile nuestra alma».
Pero si el tono de la carta es fraternal, denota también una especie de autoridad. Cuando
está en crisis la unión de los corazones, el tono de la carta no se anda con bromas: se
trata de una «sedición abominable y sacrílega». El autor pretende ser intérprete de la
voluntad de Dios: «Si algunos desobedecieron a las amonestaciones que por nuestro
medio os ha dirigido El mismo, sepan que se harán reos de no pequeño pecado y se
exponen a grave peligro»; «os acabamos de escribir, impulsados por el Espíritu Santo».
Este tono autoritario parece ser que fue recibido sin dificultad por los corintios; no
puede explicarse más que en virtud del papel especial que se reconocía ya a la Iglesia de
Roma en el mantenimiento de la ágape (el amor que une a los creyentes entre ellos
mismos y con Dios), fundamento de la Iglesia universal, y esto «debido a la
preeminencia de las columnas que en Roma habían derramado su sangre por Cristo».
¿Habrá que reconocer ya en aquella época un papel particular al mismo autor de la
carta? No cabe duda de que el documento lleva su huella: «La tradición posterior
atribuyó esta carta a Clemente, sucesor de Pedro, pero no tenemos ningún otro
testimonio sobre un episcopado monárquico en Roma por aquella época antigua.
La interpretación mínima consistiría en decir que el autor no era más que el portavoz del
consejo presbiteral de Roma. De hecho, a pesar de su ocultamiento voluntario,
reivindica la autoridad del Espíritu Santo sobre la carta que escribe en nombre de su
Iglesia. Podría decirse quizás que tiene conciencia de ser la voz de una Iglesia fundada
sobre el testimonio de Pedro y de Pablo, una Iglesia cuya misión consiste en servir la
agapé a todas las Iglesias»
Se advierte la prudencia de estas afirmaciones. Desde el punto de vista del reparto de los
poderes en la Iglesia, «la Carta de Clemente plantea más cuestiones que las que
responde».
Ignacio de Antioquía es el primer autor que designa al conjunto de los cristianos con el
título de «Iglesia católica» en el sentido de Iglesia universal en oposición a las Iglesias
particulares. Apasionado por la unidad, que es el corazón de su teología, no deja de
predicarla a todos sus destinatarios. Los herejes son peligrosos; las divisiones son el
principio de todos los males. «Amad la unión. Huid las escisiones. Sed imitadores de
Jesucristo, como también él lo es de su Padre. Lo que mantiene esta unión es la ágape,
el amor mutuo que se traduce en actos, en preocupación por «la viuda y el huérfano..., el
atribulado..., el encadenado..., el hambriento y el sediento»".
Ignacio cultiva también esta unión de corazones entre las Iglesias. Las Iglesias se
escriben mutuamente, se visitan, se sostienen unas a otras. A través de sus Cartas, se ve
cómo las Iglesias de Éfeso y de Esmirna se preocupan por la suerte de Antioquía,
privada de su pastor. Ignacio recomienda a los romanos que pidan por su comunidad. Si
ésta está en paz, se elegirá a un diácono para que vaya a felicitarla`. Por aquella época,
los viajes son muy frecuentes y los cristianos no viajan menos que los demás, lo cual
favorece los vínculos entre las comunidades.
Esta gran unidad que forman los «santos» se encarna en una sociedad visible, que en
Asia Menor se presenta fuertemente organizada y claramente jerarquizada. En la
cumbre, un solo obispo por ciudad, que en adelante se distingue claramente del colegio
de presbíteros; finalmente están los diáconos. En Ignacio no se encuentra ninguna
mención de las funciones carismáticas de los profetas, los didáscalos, los apóstoles
itinerantes, de los que nos hablan las epístolas paulinas y cuyo recuerdo nos conserva
por lo menos la Didaché, a finales del siglo I. Esta jerarquía tiene tres grados y se
justifica por razones místicas. Se compara a los obispos con Dios Padre o con
Jesucristo, a los presbíteros con los apóstoles, mientras que los diáconos son «servidores
de la Iglesia de Dios»`.
La Iglesia de Roma «manda e instruye a los demás discípulos del Señor», «aquella a
quien dieron mandatos Pedro y Pablo»; sus fieles están «colmados de gracia de Dios y
destilados de todo extraño tinte». Estos pocos datos obligan a ver en Ignacio a un testigo
de cierta preminencia de la iglesia romana, calificada aquí en relación con la ágape y la
pureza de la fe.
Del mismo modo, la crítica del culto imperial no impide a los apologistas y a las
comunidades cristianas en general aceptar la autoridad del emperador, tanto más cuanto
que estas comunidades procedían de las capas populares, acostumbradas a aceptar la
función de las autoridades públicas. Los cristianos no son rivales del poder político: su
Reino es de los cielos. Al contrario, «nosotros somos vuestros mejores auxiliares y
aliados para el mantenimiento de la paz».
Entre los apologistas hay que conceder un lugar especial a Justino (+ por el 165).
Filósofo platónico convertido, Justino no se contentó con emprender la defensa del
cristianismo contra los paganos, sino que en su Diálogo con el judío Trifón intenta
demostrar que los cristianos son el nuevo Pueblo de Dios, «el pueblo de Israel
verdadero y espiritual».
Justino nos ha dejado la primera descripción precisa de la eucaristía y de una asamblea
cristiana dominical. Vemos allí el papel capital que representa la ayuda mutua en la
comunidad:«Los que tienen y quieren, cada uno según su libre determinación, dan lo
que bien les parece y lo recogido se entrega al presidente y él socorre de ello a
huérfanos y viudas, a los que por enfermedad o por otra causa están necesitados, a los
que están en las cárceles, a los forasteros de paso y, en una palabra, él se constituye
provisor de cuantos se hallan en necesidad»
Es ésta una preocupación que se advierte a lo largo de los primeros siglos cristianos. El
texto habla también de una distribución de funciones en la comunidad: menciona al
«que preside a los hermanos», que, «cuando el lector termina», «de palabra hace una
exhortación e invitación» a los fieles y «dice la acción de gracias sobre el pan y el
vino»; por otra parte está el «pueblo presente que dice: Amén», y también los
«ministros o diáconos» que reparten a los asistentes a la eucaristía-. Pero este reparto de
funciones no constituye ningún obstáculo para la identificación primera de los cristianos
con el «nosotros» de la comunidad entera.
Hay un pasaje en Ireneo que ha hecho correr ríos de tinta, ya que se refiere al papel
particular de la Iglesia de Roma en la fidelidad a la transmisión de la fe:
«Como sería demasiado largo [...] enumerar las sucesiones de todas las Iglesias,
tomaremos solamente a una de ellas, la Iglesia muy grande, muy antigua y conocida de
todos, que los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo fundaron y establecieron en
Roma: al mostrar que la tradición que ella tiene de los apóstoles y la fe que ella anuncia
a los hombres han llegado hasta nosotros por las sucesiones de los obispos,
confundiremos a todos los que [...] constituyen grupos ilegítimos: pues con esta Iglesia,
en virtud de su origen más excelente (propter potentiorem principalitatem) tiene que
estar de acuerdo toda Iglesia, es decir los fieles de todas las partes del mundo: es en ella
donde siempre, en beneficio de esas gentes de todas partes (ab his qui sunt undique) se
ha conservado la tradición que viene de los apóstoles».
¿En qué sentido hay que interpretar lo que se dice de la Iglesia de Roma y de su
potentior principalitas? El movimiento del pensamiento está claro y lo encontramos en
otras partes:
«Hay que escuchar a los presbíteros que están en la Iglesia: son los sucesores de los
apóstoles, [...] y, con la sucesión en el episcopado, han recibido el carisma seguro de la
verdad, según el beneplácito del Padre. En cuanto a todos los demás que se separan de
la sucesión original, sea cual fuere la manera con que celebran sus conventículos, hay
que mirarlos con sospecha».
En esta óptica, Ireneo concede cierta preeminencia a las comunidades que fueron
inmediatamente fundadas por los apóstoles: es posible confiar más en ellas en cuanto a
la pureza de la doctrina trasmitida a partir de ellas. Desde ese punto de vista, la Iglesia
de Roma posee un «origen más excelente». Debido a su fundación por Pedro y por
Pablo, basta con ella sola como test de autenticidad. Y ese test es incluso «necesario», si
se quiere estar seguro de una continuidad con el origen.
Al comienzo, las situaciones escandalosas podían ir tratándose caso por caso. Pero si los
casos se multiplicaban, la cuestión tomaba otra dimensión. Estaba en discusión la
naturaleza misma de la Iglesia. ¿Había que conservar a toda costa una Iglesia de puros y
de fieles, o bien abrir ampliamente las puertas para que pudieran más personas
beneficiarse de la gracia de Cristo, unos más y otros menos? ¿No corría entonces la
Iglesia el peligro de dejarse contaminar, de perder su identidad y de ser infiel a la gracia
de su origen?
Este problema no podía menos de suscitar tomas de posición de los teólogos y de los
dirigentes de las comunidades. Ya por el año 150, el esclavo liberto Hermas se había
planteado la cuestión ante la situación de la Iglesia romana".
A Calixto, antiguo esclavo que llegó a ser obispo de Roma, sólo lo conocemos por los
ataques de su adversario, el sabio sacerdote Hipólito, escritor fecundo e incisivo,
preocupado por la santidad de la Iglesia, que lo acusó de diversas herejías y acabó
oponiéndolo a su propia Iglesia, la única ortodoxa a su juicio.
Al contrario, declara Hipólito, Calixto está dispuesto a perdonar a todos los que se
entregan a sus pasiones; considera que un obispo no debe ser depuesto, aunque haya
pecado mortalmente; ha admitido a las órdenes a presbíteros, obispos y diáconos que se
habían casado dos y tres veces; tolera que un clérigo que se casa siga formando parte del
clero, como si no hubiera pecado. Calixto, por su parte, se apoya en textos como Rom
14,4 («¿Quién eres tú para juzgar a un criado que no es tuyo?»), Mt 13,30 («Dejad que
crezca la cizaña con el buen grano») o Gn 6,19ss.; «pretendía incluso ver una imagen de
la Iglesia en al arca de Noé, en la que había perros, lobos, cuervos y toda clase de
animales puros e impuros, añadiendo que debía pasar lo mismo en la Iglesia»".
Más allá de las divergencias disciplinares, se trata de dos eclesiologías enfrentadas entre
sí. ¿Es la Iglesia un pequeño rebaño de puros, o la reunión de pecadores que se sienten
llamados por la gracia y caminan mal que bien bajo esta luz? Por este misma época,
Tertuliano en África mantenía la misma posición que Hipólito. Algo más tarde, el
debate resurgiría con mayor intensidad todavía después de que la persecución de Decio
(año 250), breve pero violenta, provocase numerosas apostasías. En Roma, el presbítero
Novaciano predicaba la intransigencia.
Para ponerse de acuerdo en una pastoral común dentro de sus Iglesias respectivas, el
obispo Cipriano en Cartago y Cornelio en Roma convocaron cada uno un concilio en el
251. En los dos casos, la decisión irá en favor de una mayor apertura hacia la
reconciliación, mientras que la doctrina de Novaciano, que el historiador Eusebio tacha
de «antifraterna e inhumana en sumo grado», será condenada como «ajena a la Iglesia».
Fue finalmente la postura de Roma la que prevaleció, no tanto sobre la base de la
argumentación teológica, como por un lento proceso de clarificación.
La Iglesia es la escuela en donde enseña su Esposo, el Logos. Se cita con frecuencia esta
declaración lírica de Clemente de Alejandría:«¡Qué admirable misterio! Hay un solo
Padre del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo,
idéntico por doquier; hay también una sola virgen que ha llegado a ser madre, y me
complazco en llamarla Iglesia [...]. Es al mismo tiempo virgen y madre, intacta como
virgen, llena de amor como madre; ella atrae a sus hijos pequeños y los alimenta con
una leche sagrada, el Logos de los niños de pecho».
«El Logos mueve a la Iglesia y a cada uno de sus miembros, que no hacen nada
independientemente del Logos». La Iglesia es el lugar de la verdad y del conocimiento
de Dios; fuera de ella, no existe más que una mezcolanza de verdad y de error. Es una
comunidad santa, aunque haya en ella «muchas deficiencias,... incluso en nosotros, los
que pasamos por formar parte de la Iglesia». El que peca, se excluye de la comunidad de
salvación; y al revés, si uno es excluido injustamente de la Iglesia, esta decisión no tiene
efectos espirituales.
Las afirmaciones de Tertuliano sobre la Iglesia varían según sus escritos apologéticos o
de controversia, o también de sus comienzos o de su período montanista. Realidad
esencialmente celestial, resucitada ya con Cristo, habitada por «la Trinidad de la única
divinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo», la Iglesia se encuentra en oposición radical al
mundo: éste es «la Iglesia del diablo», opuesta a «la Iglesia de Dios», «la cárcel de la
que han salido los cristianos». Las imágenes paulinas de Cuerpo y de Esposa de Cristo
le sirven a Tertuliano de fundamento para sus exigencias morales". La imagen del
cuerpo supone una identificación entre Cristo y la Iglesia: cuando un hermano reza por
su hermano, es el mismo Cristo el que intercede por el pecador. Nacida, como una
nueva Eva, del costado de Cristo en la cruz, la Iglesia es una madre que engendra a sus
miembros por el bautismo".
Frente a las herejías Tertuliano, lo mismo que Ireneo, subraya la unidad de la Iglesia. El
fundamento de esta unidad es a sus ojos propiamente teológico. La Iglesia refleja la
unidad de Dios Trinidad: «Donde están los tres, Padre, Hijo y Espíritu Santo, allí se
encuentra la Iglesia, que es el cuerpo de los Tres»". Esta unidad se manifiesta en la
unidad de fe de las diversas comunidades, así como en la comunión que mantienen
todas ellas entre sí". Los apóstoles trasmitieron la doctrina a las comunidades que
fundaron y éstas a su vez a las fundaciones nacidas de ellas, de manera que la comunión
con «esas Iglesias, nodrizas y fuentes de la fe», es un criterio de verdad; los obispos son
los portadores de esa tradición.
En este espíritu hay que comprender también su posición sobre el bautismo conferido
por los herejes: según él, ese bautismo tiene que repetirse cuando vuelven a la catholica;
la Iglesia es única, no puede haber bautismo fuera de ella. Habrá que aguardar a la
disputa donatista y a las posiciones de Optato de Milevi y de san Agustín para que esta
cuestión encuentre una solución comúnmente admitida.
Lo que constituye una auténtica novedad es la posición excepcional que recibe en
Cipriano el ministerio, especialmente el del obispo. El obispo es el que garantiza la
unidad de la comunidad. «El obispo está en la Iglesia y la Iglesia está en el obispo»;
estar en comunión con el obispo significa, por tanto, estar en comunión con la Iglesia.
La unidad de la Iglesia entera se manifiesta en la comunión de los obispos, que por
todas partes enseñan la misma doctrina y observan en todo la misma disciplina, dejando
aparte ciertos detalles". Por otra parte, están en relación unos con otros, se reúnen en
concilios, se corrigen mutuamente (Cipriano no se priva de hacerlo, incluso con el
obispo de Roma): un mal obispo puede ser depuesto por sus colegas.
No hay más que un solo episcopado": cada obispo lo ejerce plenamente, aunque está
obligado a la solidaridad con los demás obispos: «El episcopado es único, del cual
participa cada uno por entero». Pero la unidad de la Iglesia no depende propiamente de
la colegialidad de los obispos (Cipriano habla con frecuencia del collegium de los
obispos): es dada por Dios y se deriva de la unión con Cristo. Así pues, Cipriano es un
«episcopalita». En el plano doctrinal, no es un testigo claro del primado del obispo de
Roma, pero, si sus posiciones oscilan, en la práctica no discute la autoridad de la Sede
romana: es «la Iglesia primada» (principalis Ecclesia), por estar fundada sobre la
cátedra de Pedro (primer empleo de este título). Se trata de un hecho que todos admiten.
Cipriano encuentra normal que se apele al obispo de Roma y reconoce su derecho de
intervención, aunque critica con vigor, alguna de sus decisiones.
6. LA PRÁCTICA CONCILIAR
Ya nos hemos encontrado con la práctica de las Iglesias de celebrar asambleas de una
misma región: así ocurrió a finales del siglo II, para tomar posición en la crisis
montanista, o también a apropósito de las discusiones sobre la fecha de la pascua en
tiempos del obispo de Roma Víctor (189-199) Estas asambleas se vivían por los que
participaban en ellas -también algunos laicos- como verdaderas «representaciones de
todo el nombre cristiano», como «la manifestación visible de la unidad católica» Los
obispos presentes son conscientes de que actúan en comunión con el conjunto de
obispos.
A través de estas asambleas se va dibujando poco a poco lo que llegará a ser el concilio
ecuménico. Pero incluso independientemente de esta evolución, estas diversas
asambleas jugaron un papel importante, también en el plano doctrinal. Se caracterizan
por un tipo particular de funcionamiento de la Iglesia, que puede designarse como su
«sinodalidad».
La Iglesia en el Imperio
I. EL NUEVO ESTATUTO SOCIAL DE LA IGLESIA
Por otra parte, sin embargo, el emperador ya cristiano intenta afirmar su autoridad
incluso en la Iglesia. Este modelo se desarrollará sobre todo a partir del siglo VI, pero
vemos sus preludios ya en Constantino. El emperador legisla en materia de reglas
eclesiásticas y hasta en cuestiones doctrinales. Convoca y dirige los concilios, crea y
modifica las circunscripciones eclesiásticas, nombra a los obispos de las sedes
principales, concede a las decisiones de los concilios valor de ley en el imperio. Esta
concepción de sus funciones será una fuente de conflictos, que marcará la historia de la
Iglesia durante muchos siglos. La ambigüedad aparecería con el primer emperador
favorable a la herejía arriana.
Otro aspecto de esta evolución es la acentuación de las diferencias entre las diversas
categorías de bautizados. El aumento del número de fieles había dado origen a una
menor homogeneidad de las comunidad, en las que se reunían a la vez «santos» y
pecadores. Se introdujo igualmente la tendencia a considerar que los verdaderos
cristianos eran los ascetas, los que se distinguían de la condición común por sus
renuncias, huyendo al desierto para librarse de la corrupción de las ciudades y
esforzándose, en las diversas formas de cenobitismo, por reproducir la pureza de la
comunidad primitiva de la que nos habla el libro de los Hechos. El fin de la era de los
mártires marcó el comienzo de la era monástica.
Fue sin duda Basilio de Cesárea (329 – 379) quien percibió con mayor viveza los
peligros de una Iglesia de masas, que corría el riesgo de perder su identidad frente a la
sociedad. Por eso no se contentó con situar el monaquismo en un lugar preciso dentro de
la Iglesia, sino que lo propuso como ejemplo para todos los cristianos, como
continuadores de la comunidad primitiva de Jerusalén. Esperaba que su ejemplo
arrastraría a toda la Iglesia.
El favor de que ahora goza la Iglesia conduce a la constitución del clero como categoría
social claramente separada. Desde Constantino, los responsables de la Iglesia reciben
privilegios e inmunidades.
El celibato clerical empieza a difundirse a partir del siglo IV. Por el año 430, los
sacerdotes empiezan a llevar un traje particular. A finales del siglo V, los clérigos
imitan la tonsura a imitación de los monjes. A partir del siglo VII, los fieles van
comprendiendo cada vez menos el latín litúrgico y se multiplican los signos de un
alejamiento entre la liturgia que celebran los sacerdotes y la comunidad de los fieles. En
un Occidente sacudido por las invasiones bárbaras, la cultura se va haciendo rara y el
latín se convierte en patrimonio de los clérigos. Va tomando cuerpo la futura fórmula de
Graciano: «Hay dos clases de cristianos...».
Sin embargo, las relaciones entre la Iglesia y la sociedad global conocen una orientación
distinta en Oriente y en Occidente. A partir de lo que podríamos llamar la «teología
política» de Eusebio de Cesárea, nace en Oriente la ideología imperial de Bizancio, que
establece una equivalencia entre el Imperio y el pueblo de Dios -lo cual no impidió
ciertas resistencias contra la ingerencia del emperador en los asuntos eclesiásticos-. En
Occidente, las circunstancias son distintas y originan una conciencia más clara de la
separación entre la Iglesia y el Estado. La Ciudad de Dios de san Agustín jugará un
papel importante en esta toma de conciencia.
A pesar de que él no está presente más que por medio de sus legados, éstos son
mencionados en la lista de los participantes inmediatamente detrás de Osio, el obispo de
Córdoba, consejero teológico de Constantino (al que algunos consideran como el
representante oficial de la sede de Roma). En el concilio de Sárdica, hoy Sofía (343), el
papa Julio envía también representantes suyos. Los cánones de Sárdica representan un
primer esfuerzo por definir jurídicamente la posición del obispo de Roma en la
comunión de los obispos.
A partir del estado en que se había quedado en el siglo III, la eclesiología del Oriente
casi no había conocido ningún desarrollo. En su 18 Catequesis (por el 350), Cirilo de
Jerusalén ofrece una especie de resumen de «lo que los griegos han afirmado siempre de
la Iglesia» (Harnack). Comenta la frase de la confesión de fe bautismal relativa a la
Iglesia: «y en la Iglesia una, santa, católica». La Iglesia es católica debido a su
universalidad, a su doctrina, ya que reúne gentes de toda condición, a las que cura de
todo pecado; ella posee toda clase de virtudes y de carismas del Espíritu. Su cualidad de
«católica» permite distinguirla del conjunto de las herejías.
Ella sola es nuestra madre, la esposa de Cristo, y refleja a la Jerusalén de arriba. Dios le
ha conferido las funciones y carismas de los que habla Pablo en 1Cor 12,28. Antes
perseguida, hoy es honrada por los reyes y los poderosos. Pero mientras que éstos no
tienen más que una soberanía limitada, la Iglesia se extiende por toda la superficie de la
tierra.
En los grandes obispos Atanasio, Gregorio de Nacianzo, Basilio, Gregorio de Nisa,
Cirilo de Alejandría, Juan Crisóstomo, volvemos a encontrarnos con todas las imágenes
tradicionales de la Iglesia. Los debates de la época se refieren a otros puntos doctrinales,
pero a través de las grandes controversias dogmáticas mantienen una conciencia muy
clara de que es la identidad de la Iglesia lo que está en juego. Se apoyan comúnmente en
la doctrina paulina de la Iglesia como Cuerpo de Cristo.
Lo mismo que María, es la nueva Eva: todo lo que se dice de María toca al «misterio de
la Iglesia». La Iglesia es también Cuerpo de Cristo, reunida en la unidad por el
«sacramento» de su Cuerpo. Su unidad se realiza por la comunión de la comunidad
local con su obispo y por la comunión de los obispos entre sí; pero más profundamente,
es obra del Espíritu Santo en todos ellos. La autoridad de los obispos les viene de su
identificación con su «sede»; por eso, hasta Calcedonia nadie podía imaginarse que se
pudiera desplazar a un obispo ni que se ordenara a nadie obispo, a no ser para una sede
determinada`.
Los padres latinos de esta época atestiguan también la fe común en la función de Pedro
como «primer creyente y príncipe de los apóstoles», «fundamento de la Iglesia». Este
fundamento es para ellos no tanto la persona de Pedro como su fe. Su primado es de
orden doctrinal más que jurídico; él es el que garantiza la fe y la unidad de la Iglesia. En
un marco de pensamiento simbólico, Ambrosio puede escribir: «Donde está Pedro, allí
está la Iglesia».
¿Se trasmite esta función de Pedro a los obispos de Roma? Para Ambrosio, la Iglesia de
Roma sigue siendo el criterio de la verdadera fe. Basta con seguirla para evitar la
herejía. Estar en comunión con ella, es la garantía de la unidad de la fe y de la misma
Iglesia. En el siglo V, se trata de una convicción común en la Iglesia de Occidente. Pero
no hay nada en Ambrosio que se parezca a un primado de jurisdicción reconocido al
obispo de Roma. Jerónimo, anclado también con la misma firmeza en la «romanidad»,
personaliza más aún esta referencia a la fe apostólica: es llevada por la «cátedra de
Pedro» (cathedra Petri) y su titular, el papa Dámaso y sus sucesores. En este sentido
interpreta el texto de Mt 16,18; la promesa hecha a Pedro es lo que fundamenta la
autoridad de la Iglesia romana en materia de fe.
A finales del siglo IV, los obispos de Roma tienen generalmente la conciencia de tener
una posición independiente de los concilios y superior a ellos. Por otro lado, para todo
el mundo latino Roma es la única Iglesia apostólica y se convirtió pronto en «la Sede
apostólica» sin más. Lo que hizo necesario un progreso del pensamiento propiamente
eclesiológico fue el debate contra el donatismo. Esta «Iglesia de puros» había nacido
tras la persecución de Diocleciano (303-305), durante la cual algunos sacerdotes y
obispos habían entregado las sagradas Escrituras. Se les llamó traditores, es decir,
traidores.
El año 312, al morir el obispo de Cartago, su antiguo diácono Ceciliano fue elegido
como sucesor. Los obispos de Numidia acusaron a Ceciliano de haber sido consagrado
por un traditor y eligieron contra él a un tal Mayorino, a quien sucedió Donato del 313
al 347. Frente a la pretensión donatista de ser la única verdadera y santa Iglesia y de
poseer ella sola los sacramentos válidos, había que defender la aposición católica y
justificar el hecho de que la Iglesia no reiterase el bautismo administrado correctamente
por los herejes y reconociera la validez de las ordenaciones hechas por los traditores.
Optato, obispo de Milevi en Numidia (+ antes del 400) fue el que señaló un camino de
solución en sus siete Libros contra el donatista Parmeniano (± 366 – 367). La fuerza
santificadora de los sacramentos no viene de los hombres que los administran, sino de
Dios mismo: «Es Dios el que lava, y no el hombre [...]; es propio de Dios purificar, y no
del hombre». «Todos los que bautizan son obreros y no patronos; y los sacramentos son
santos por ellos mismos y no por los hombres».
Al cortar su comunión con la Iglesia que posee los sepulcros (memoriae) de los
apóstoles Pedro y Pablo, los donatistas se separaron por eso mismo de la tierra entera.
«Lo que hasta ahora sólo se llevó a la vida implícitamente en las relaciones entre las
Iglesias se descubre ahora explícitamente y se fundamenta ya de alguna manera
teológicamente. La eclesiología de Optato es una eclesiología de comunión; sin
embargo, esta comunión se construye ahora en tomo al primado romano, claramente
afirmado».
3. AGUSTÍN
La eclesiología de san Agustín (354-430) se caracteriza por sus preocupaciones
pastorales y por la necesidad de tomar posición ante los donatistas, que todavía
contaban con numerosas comunidades de África. Frente a que no es a sus ojos más que
un partido (pars Donati), Agustín subraya la universalidad de la Iglesia en el tiempo y el
espacio: la Iglesia engloba a todos los justos, «desde el justo Abel hasta el fin del
mundo». Su verdadera esencia consiste en ser el Cuerpo de Cristo. El Espíritu Santo le
da la caridad, que lleva a cabo su unión con Cristo así como la unión de los miembros
entre sí. Pero la Iglesia no presenta ese Cuerpo de Cristo en toda su pureza: en ella hay
también pecadores, que no le pertenecen propiamente hablando.
Están ciertamente en ella por el número, pero no por el mérito -distinción que se hará
clásica. Sólo los justos «son propiamente Cuerpo de Cristo». Por tanto, hay que
distinguir entre la Iglesia mezclada (mixta) de este mundo y la santa Iglesia del final de
los tiempos, entre «la Iglesia tal como es ahora» y «la Iglesia que será algún día». Sólo
Dios sabe quiénes son los que, en aquel momento, pertenecerán a la verdadera Iglesia:
es idéntica al número de los que están predestinados a la salvación. «En la inefable
presciencia de Dios, muchos que al aparecer están fuera, en realidad están dentro, y
otros muchos que parecen estar dentro, se encuentran fuera»24.
Pero es difícil ver cómo Agustín pone en relación a la Iglesia con lo que él llama la
Ciudad de Dios. Esencialmente celestial, la Ciudad de Dios tiene como primeros
ciudadanos a los ángeles, pero abarca también a la Iglesia en la medida en que es la
asamblea de los santos. Aunque a veces la llama Iglesia, nunca dice que esta Ciudad de
Dios sea mixta. Al contrario, a propósito de la Iglesia, precisa con frecuencia: la Iglesia
que es de nuestra humanidad, la Iglesia de aquí abajo, la Iglesia que está en
peregrinación. Esto no le impide reconocer que esta Iglesia es ya una cierta presencia
del Reino de Dios, pero el reino de la militancia, no ya «el que existirá al final del
mundo».
En su forma histórica, esta sociedad cristiana se propagó por todo el mundo a partir de
las Iglesias apostólicas, las que tuvieron a un apóstol por fundador. Entre ellas, la Iglesia
romana tiene un estatuto privilegiado, ya que posee la cátedra de Pedro, lo cual le
permite confirmar la fe de las otras Iglesias y hace de ella una personificación de toda la
Iglesia. Pero Agustín no separa a la Iglesia de Roma de las demás Iglesias: su papel
particular no atenta absolutamente en nada a la importancia de los concilios plenarios,
que siguen siendo para él la instancia doctrinal ordinaria, dado que representan «la
autoridad de la tierra entera». Sus decisiones expresan el consentimiento de la Iglesia
universal, que no puede reposar más que en una inspiración de Dios».
Por su concepto diferenciado de Iglesia, Agustín percibe mejor que los donatistas la
realidad de la Iglesia tal como ha llegado a ser en el Imperio. Respecto a la teología
anterior, profundiza sensiblemente en el concepto de la santidad de la Iglesia y de la de
cada creyente. Algunos elementos de esta eclesiología permanecerán como
adquisiciones duraderas del pensamiento católico: por ejemplo, su teología del Cuerpo
místico, su idea de la Iglesia como realidad mezclada (Ecclesia mixta), del valor
objetivo de los sacramentos, del papel puramente ministerial de la Iglesia respecto a la
gracia. La eclesiología de Agustín, en particular su teología de la Ciudad de Dios,
seguirá influyendo en toda la Edad Media y hasta los reformadores. Pero su complejidad
hace que tenga que sufrir reducciones, bien en un sentido teocrático, bien en un sentido
espiritualizante.
4. LA IGLESIA EN LA CONFESIÓN DE LA FE
No podemos dejar este período sin mencionar el lugar que tuvo la afirmación de la
Iglesia en las confesiones de fe, tal como se encuentran desde la segunda mitad del siglo
II en las preguntas bautismales". No resultaba sorprendente para nadie mencionar,
después del Espíritu, a la Iglesia como el lugar de su acción. La necesidad de distinguir
bien entre la gran Iglesia y los diversos grupos heréticos fue sin duda lo que motivó que
se explicitase esta mención. En las confesiones de fe bautismales del siglo IV, es normal
la mención de la Iglesia. En Roma se decía simplemente: «Creo... en la santa Iglesia»;
en Jerusalén: «Creemos... en la Iglesia una, santa, católica». El símbolo niceno-
constantinopolitano añade el adjetivo «apostólica». El símbolo de los apóstoles, detrás
de «la santa Iglesia católica», añade «la comunión de los santos».
Pero muy pronto la tradición quiso distinguir la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu y lo
que se afirmaba de la Iglesia, del perdón de los pecados y de la resurrección universal.
Fue Rufino de Aquileya, el traductor latino de Orígenes (345 - ±410), el que observó
que se decía: «creo en» Dios (con preposición), mientras que la Iglesia (y lo que venía
después) se encontraba designada simplemente por un acusativo: «creo la Iglesia». «por
medio de esta sola sílaba de la preposición se separa al Creador de la criatura, lo divino
de lo humano».