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Constitución y Democracia (artículo de opinión)

¿Constitución vs. democracia? ¿Democracia o Constitución? ¿Constitución y Democracia?


(¿ Evitar una nueva “República Perdida”?)
por Jorge Pfleger
Docente Universitario de Derecho
Constitucional y Derecho Político. Ministro del Superior Tribunal de Justicia de la
Provincia del Chubut

I. Introducción
Soy honesto; estas líneas estaban preparadas para no ser leídas más que por mi mismo. Un
cierto prurito o quizás alguno que otro reflejo condicionado de esos que signaron a parte de
mi generación llenándola de temores, o un sentido exagerado de la prudencia (palabra
extraña y de múltiples significados, si la hay) hacía predecible un destino de archivo.
Pero dos circunstancias provocaron, en mí, un cambio de idea.
En primer término me despertó un particular interés la nota que con el título “El perfil
hegemónico del régimen”, Natalio Botana escribiera en el diario “La Nación” del 6 de Julio
pasado. En segundo lugar, viene forjándose en mi interior una vaga idea respecto de que
rara vez se exponen en los periódicos del ámbito provincial puntos de vistas, ajenos a las
editoriales, sobre cuestiones esenciales de la sociedad.
Explico. La última advertencia del autor porteño resultó conmovedora. Sentenció Botana,
con la precisión del agudo: “... mientras el Gobierno siga disfrutando con creces del
respaldo de la confianza....el esfuerzo por defender el patrimonio republicano del país
exigirá tenacidad, continuidad y paciencia...”; aquí una razón.
La otra es que, salvo en los medios especializados o destinados a una pequeña comunidad
de lectores, no es frecuente leer reflexiones críticas sobre la realidad, opiniones de quienes
observan en perspectiva de qué se trata; que meditan, valoran, que, en suma, realizan la
tarea que es ineludible en el intelectual inquieto.
Así, hablar acerca de la Democracia y la Constitución (y necesariamente de la República) y
reivindicar la inquietud intelectual como motor de la discusión, del cambio y del progreso
social - categorías que han quedado relegadas por los epígonos de la post- modernidad y de
la muerte de las ideologías - me parecen casi imperativos de conciencia.
Quizás dramatice. Poseo esa tendencia frente las situaciones que me resultan fastidiosas.
Quizás esto sea, nomás, la expresión de cierto escepticismo que, al menos en mi caso,
buenas razones trae.
De todas formas implica hacer honor al desafío que Botana propone, el intento de entablar
un diálogo con el lector acerca de esta apasionante y dramática relación entre Democracia y
Constitución en nuestro contexto, exponiendo las posiciones posibles y sus consecuencias y
extrayendo conclusiones que cada cual ha de tomar como bien le parezca.
Por eso, no será motivo de estas líneas complacer o disgustar con una antología y menos
una apología acerca de algo; ni un artículo llamado a engrosar curriculum. Tan sólo
resultan, los párrafos, una modesta invitación a reflexionar sobre si acaso, en esta sociedad
particular, los términos Constitución y Democracia son francamente antagónicos,
sencillamente incompatibles o necesariamente concurrentes. En otras palabras: si habremos
de aceptar la vida en Democracia bajo el imperio de la Constitución o conformarnos con la
Constitución bajo la fuerza de la Democracia; o si la Democracia ha de desplazar a la
Constitución, lo que lejos está de ser un mero juego de palabras porque es un asunto
determinante de la existencia de la República y de plena actualidad, aún cuando el problema
pueda remontarse a casi ochenta años ha.

II. Constitución y democracia- Alguna precisión terminológica.


La fuerza denotativa de las palabras conduce a cualquiera que se atreva a expresar sus ideas
a ser muy precavido. Quizás ésta no sea la ocasión apropiada para ocuparse de la precisión
lingüística en el discurso, pero sí vale la pena ajustar algunos conceptos; básicamente
exponer qué entendemos por Constitución y qué por Democracia.
Tengo predilección por una noción de Constitución que no me es propia sino de un poco
recordado jurista y político argentino y activo inspirador de la Constitución del Chubut de
1957: el doctor Carlos Sánchez Viamonte. Este hombre público enseñaba que la
Constitución importa la expresión primaria, extraordinaria e ilimitada de la soberanía,
puesta en ejercicio especialmente con ese fin, que obedece a la necesidad de un orden
jurídico estable y concreto, que, sin entrar en minucias reglamentarias, organice un sistema
y establezca las condiciones primarias, generales y permanentes sobre las cuales debe
asentarse la vida social. Dada su generalidad y amplitud – continuaba- los principios
constitucionales son, ante todo, contornos éticos dentro de los cuales debe encausarse la
vida del derecho, prácticamente deferida a los poderes ordinarios de gobierno, y
especialmente al legislador que dicta la norma y al judicial que la interpreta y aplica.
O en otras palabras y ya de mi coleto: la Constitución es la ley fundante que un pueblo se da
a si mismo, la carta de navegación que, como guía, tiene un múltiple contenido: ético,
social, económico y cultural; que define la forma y atribuciones de las magistraturas y se
yergue en salvaguarda de la libertad y de la dignidad del hombre en sociedad cuando marca
estrictamente el modo y el límite de expansión del mando o sea de la capacidad y contorno
que poseerán los que ejerzan el poder por el Estado.
Democracia, en términos generales, se asocia a la idea de autogobierno; al hecho de que no
hay ninguna autoridad superior a la nuestra actuando colectivamente. No obstante- como lo
afirma el italiano Norberto Bobbio- el vocablo comprende a las reglas que permiten que en
una decisión colectiva participe la mayor cantidad posible de interesados.
Schumpeter en su “Capitalismo, Socialismo y Democracia” hace memoria de la teoría
clásica que identifica a democracia como “...el sistema institucional de gestación de las
decisiones políticas que realiza el bien común, dejando al pueblo decidir por sí mismo las
cuestiones en litigio mediante la elección de los individuos que han de congregarse para
llevar a cabo su voluntad...” esbozando una noción diferente que – invirtiendo los términos-
importa sintetizar un concepto asociado a la idea de “...sistema institucional, para llegar a
las decisiones políticas, en el que los individuos adquieren el poder de decidir por medio de
una lucha de competencia por el voto del pueblo...”
Tenemos así, por un lado, el instrumento legal que históricamente ha nacido para poner coto
al poder y por el otro la idea de autodeterminación colectiva que legitima las decisiones de
la comunidad sea por sí o por quien es bendecido con su unción.

III Dimensión, reglas y principios


Si nuestra historia no fuera lo que es no habría discusión acerca del talante del maridaje
entre Democracia y Constitución.
En las sociedades no autoritarias está clara la dimensión que tiene la norma inaugural de la
comunidad política y las reglas y principios de la Democracia que hacen que la primera sea
el reaseguro para la realización de la segunda.
Pero configurados en el polo opuesto ( que no es geográfico, exclusivamente) en el
autoritarismo y la anomia ( entendida ésta como desaprensión por la ley) existe la tendencia
a exacerbar el ideal de autodeterminación colectiva trascendiendo cualquier marco jurídico
que, por efecto implacable del número, se considera menor, cuando no inútil o irrelevante,
frente a la voluntad del todo.
Frases como “...lo que quiere la gente...”, los sondeos de confianza favorables o el resultado
mismo de los actos electorales que configuran fuertes mayorías que otorgan respaldos
firmes a los gobiernos, se yerguen como argumentos de legitimación y justificación del
ejercicio del poder, que, en ocasiones cada vez mas frecuentes, tiende a prescindir de
cualquier vallado.
Es entonces cómo cobra razón abordar el asunto pues, ciertamente, se ponen en colisión
ambos términos, dando pie a preguntarse del modo en que se decía al principio de estos
párrafos.
Pareciera legítimo aceptar que la mayoría posee el derecho de estatuir el orden que le
complace. Por definición, auto- gobierno es precisamente dirigir con plena autonomía la
cosa de todos sea de propia mano, directamente, sea a través de los gobiernos a los que se
delega ese ejercicio.
De esa manera, para o por responder a la expresión mayoritaria, los encargados de las
magistraturas gubernativas (mandatarios) tendrían campo libre para la realización de los
fines que a ese todo satisface y, por consecuencia, cualquier decisión se encontraría
perfectamente legitimada en la medida en que fuera una auténtica expresión de la voluntad
colectiva. No haría falta referir – salvo por respeto histórico o por un aparente apego a las
formas, quien sabe- a una norma pre- existente, originaria, primera y general. Si acaso
existiese cualquier transgresión a ese cuerpo, en su dimensión original, podría
perfectamente validarse con el argumento de que se trata de una mutación en la
interpretación o el sentido del propio texto, concorde el giro del colectivo numéricamente
más elevado que se expresa como una verdadera “voz de Dios”.
Sin embargo, algunos escollos pueden oponerse a esta ecuación que se percibe sencilla y
que, además, tiende a conformar al hombre común que ve con mejores ojos a la eficiencia
que al imperativo de las leyes, lo que parece impedir cualquier éxito de gestión.
En primer lugar: ¿ es posible identificar mayoría con unanimidad o debe aceptarse que en
cualquier sociedad existen corrientes, divergentes o disidentes? .¿ Tolera un concepto de
Democracia el desconocimiento de la minoría o lleva en sí la Democracia, tal la hemos
identificado, el respeto por las minorías?.
La respuesta no parece difícil respecto de la primera cuestión. Si bien existen valores sobre
los que una sociedad puede tener opinión unánime (vgr. un sentimiento colectivo de
pertenencia a un país, la adhesión a los símbolos que lo identifican, etc.) resulta obvio que
ningún grupo humano es uniforme y que, aun cuando puedan ser mínimas, existen las
minorías.
El segundo interrogante exige una firme toma de posición.

IV. El valor de la minoría


Considero, en ese sentido, que es intolerable al concepto mismo de Democracia el
desconocimiento de la minoría y que la regla mayoritaria importa siempre la atención de
aquella. Si bien esta regla, básica en relación con el concepto Democracia, impide que las
decisiones comunitarias sean tomadas a espaldas del mayor número, no consagran ni el
principio ni la imposición de una imposible unanimidad, tal ha quedado dicho antes.
Mayoría no es unanimidad, repito, y debe entonces aceptarse que para asegurar la existencia
imperturbable de las minorías las mayorías deben limitarse y un orden establecido asegurar
el ejercicio de derechos que a aquellas les aseguren la posibilidad de existir y le brinden
protección.
La libertad en sí misma, la libertad de expresión, la libertad de reunión, la igualdad de
oportunidades en los procesos electorales, el aseguramiento de acceso a las magistraturas
públicas, la garantía de acceso a los medios de información, la participación necesaria en
los temas relevantes que hacen a la sociedad, la abrogación de cualquier forma de
segregación ( sexual, racial, religiosa etc. ) son sólo algunos de los puntos irreductibles que
la mayoría ha de respetar en una auténtica sociedad democrática, de otra manera se
debilitaría el concepto democrático ya que la decisión del todo no sería auténtica y por ende
legítima, en sus principios.
Podría argumentarse, de hecho sucede (y ha sucedido) que cualquier regla prefijada para
discernir el rumbo de una sociedad, sea ésta estructural ( la formación de las instituciones o
del gobierno) o ideológica ( una cierta manera de concebir las relaciones sociales y el juego
del poder) constituye una atadura que puede parecer inaceptable a la voluntad mayoritaria,
tanto y peor cuando nada racionalmente justifica que las generaciones sucesivas se
encuentren maneadas por un compromiso que otras mayorías suscribieron y que ellas no
concurrieron a formar. O que un proceso “revolucionario” protagonizado por mayorías
puede trizar las reglas, para imponer un orden nuevo.
Sobre estos aspectos poseo fuertes reparos.
En primer lugar estimo que cualquier orden social necesita de estabilidad y esa estabilidad
la configuran las instituciones creadas por una fuerza original que impone ciertas reglas que
tienen vocación de permanecer, aún cuando, bajo ciertas condiciones se hubiera previsto su
modificación, si una mayoría lo decide.
En segundo lugar resulta para mí una falacia que se pueda construir democráticamente a
partir de la destrucción violenta de un orden, a menos que ese orden sea opresivo.
He aquí la importancia de la Constitución y el ensamble con el concepto de Democracia. No
hay Democracia adonde no hay Constitución y este es un principio irrefutable.
La clarividencia de los revolucionarios franceses del siglo XVIII, ya lo exponía con toda las
letras en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: “...Toda comunidad
en la que no esté estipulada la separación de poderes y la seguridad de derechos necesita
una constitución...” (art. 16 de la DDHC de 1789), legaron a la posteridad.
Pero miremos la cuestión desde una perspectiva más y palpable; es decir desde la historia.
Las reuniones en la Piazza de Venezia de las que tanto disfrutaba el histrión de Mussolini;
las fastuosas ceremonias de Nüremberg con las que impresionaba la maquinaria nazi; los
apoteósicos desfiles en la Plaza Roja de Stalin, y otras manifestaciones de sus epígonos, aún
los criollos, no pueden exponerse como manifestaciones democráticas.
El culto de la personalidad, la ausencia de plena libertad, la persecución de las minorías,
empero, se validaban en la aclamación que se decía expresión unánime de la voluntad
nacional, del espíritu del pueblo o de la clase proletaria. Eso no era ni es Democracia. Allí
no había Constitución; no hacía falta. Y si lo había era un pedazo de papel vacío.
Pero trataré de no dejarme llevar por mi particular aversión por esos episodios, que es
apasionada, para exponer- brevemente- el porqué de mi convicción que sólo en la unidad de
estos ideales de Constitución y Democracia puede encontrarse un modo de organización
social civilizado, adecuado a la dignidad del hombre y al respeto de sus derechos
inalienables: el Estado constitucional social democrático, bajo la forma republicana.

V. Conclusión
Jamás podría permitirse que la opinión colectiva, bajo ningún concepto, derogue, cercene o
desnaturalice la construcción cultural en materia, de derechos humanos. No podría echarse
por la borda el camino transitado con dolor por el género humano con el sólo argumento de
que el mayor número así lo decide.
La Constitución es un modo de precaver que el progreso de los pueblos retroceda. Así lo
exponen el desarrollo que, desde constitucionalismo liberal decimonónico, continúa en el
constitucionalismo social del temprano y medio siglo XX y la evolución del pensamiento
hasta el reconocimiento de los llamados “nuevos derechos” de las constituciones del fin de
aquél y del nuevo milenio.
Si los derechos humanos importan que el poder de los gobiernos del Estado debe abstenerse
de menguarlos y en cambio obligarse y obligar a su observancia sin restricciones, ahí está el
Texto Constitucional para erguirse como barrera infranqueable a toda violación, aún cuando
la fuerza del que ejerce el mando reivindique el fervor y el respaldo mayoritario.
Cuando los gobiernos de los Estados pretenden, también bajo el argumento de la mayoría,
imponer órdenes injustos o inicuos, ahí estará siempre la Carta de Navegación para recordar
que debe cambiarse de rumbo.
Si la herencia ecológica o la suerte de todos se pone en juego por la acción o inacción de los
que mandan, ahí estará la Ley Fundante como un faro inexorable, anclando la desmesura
natural del poderoso o despertando al inerte.
El hombre no es libre si no le es permitido auto -determinarse en un contexto de respeto, de
igualdad de oportunidades y de seguridad futura. La Democracia es el sistema que, al
menos hasta ahora, mejor lo permite. No conozco otro.
La Constitución es la única garantía de la Democracia. Tampoco se de una mejor manera de
asegurarla.
La República es la hija dilecta de la Democracia y de la Constitución. En ella se cumple el
destino de ambas.
Deben resignarse a esa triada los apetitos que despierta el hecho del poder, la seducción y el
halago de la muchedumbre, la pseudo eficiencia del autoritarismo, el desprecio por el
diálogo y la desaprensión por el prójimo cuando no está próximo.
Deben los gobernantes observar la Constitución para preservar la calidad de la Democracia
y hacerlo escrupulosamente. Así tendremos República
Debemos todos velar por que así suceda.

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