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LA LUZ EN LA OSCURANA
Muchachos; pues como les venía diciendo, fue la negra Francis quien me llegó a avisar que me llamaba
Florinda Tapia. Estaba yo engañando al calor en la tijereta, rebuscándole la hebra a un sueñecito, y me la cortó en
—Mundo, que ahí llegó esa lindura guapa más pálida que una muerta. Corra a ver qué hace por ella. La
Flor Linda le decía yo a la mujer de Tiburcio Andrade. Como si una docena de indias hermosas, media de
españolas y un par de negras sandungueras se hubieran juntado a hervir en un perol para entre todas pegar el
mayor de la hermosura y la gracia dando a luz a aquella segoviana que más parecía de cuento que de verdad, ni
más ni menos sacó del horno calientica Tatica Dios a Florinda Tapia, para envidia de unos cuantos y contento de
su Tiburcio. ¿Contento? Pues sí, y pues no. Porque ya van a ver ustedes cómo este pobre hondureño grandote
y buenazo se había vuelto un trompo tataretas de tanto dar vuelta y vuelta alrededor de la Florinda.
—Don Mundo –me dijo esta toda llorando–, otra vez anda Tiburcio con el tequio. Hace dos días que se le
—Con razón –le dije yo–, desde antier no le rinde el trabajo, y a nada que me descuido se me escurre de las
chapeas.
—Pues si es que me ha estado rondando. Ahora la cosa va con Leoncio Piedra, y no se halla sin vigilarme.
—¿El de Cartago?
—El chocho ese. Fíjese usted. Y ahorita se acaba de ir el Tiburcio para el comisariato. Si dice a beber, como
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—Mirá –terció Pascuala–, yo que vos mandaba al diantre a ese pasmado. Aquí no hay quien no sepa lo
honrada y buena que sos. Se tomaran todos los linieros de esta finca tener compañeras tan fieles. Ese Tiburcio no
te merece.
Nos alzó a ver Florinda con ojos de ratoncita acorralada, y nos dijo:
—Si es que el hombre es como un cipote. Cuando le coge este telelele hasta a lloriquear se pone. Yo lo quiero;
me da lástima el hombre.
—Bueno, sí –siguió la negra– y él te quiere también. Si no, no se avilocaría por vos de esa manera. Pero te
vas a estropear todita, vos, mujer de tan linda estampa, que ya me tomara para mí la mitad. A ver, a ver –cogió
Pascuala su delantal y le limpió las lágrimas–, dejá ya de mariquear y andate para el campamento, que entre don
Mundo y esta negra grosera te vamos a dejar a tu Tiburcio como nuevo. Tunda la que le vamos a dar.
Conocí en una hacienda de San Carlos un condenado novillo bravo que por estar siempre espiando con la
testuz levantada al cristiano que pasaba y hasta al que no pasaba, ni diligenciaba pasto ni iba al abrevadero, de la
gana de embestir que se gastaba; de ahí que en los años que le aguantó el cuerpo no fue más que huesos y
Lo encontré ya algo aguarapado en el comisariato. Ustedes saben cómo me las manejaba con mis muchachos
cuando anduve de capataz por La Línea. Si a veces me hacía ilusión de que era el tata de todos, y algunos, como
este catracho Andrade, pienso yo que a saber si porque algo les faltaba allá adentro y yo les ayudaba a encontrarlo,
de veras me querían y se apuntalaban conmigo. No me costó atajarlo de beber, y me lo traje para la fonda de
Pascuala. Ya me sabía la historia, porque hasta aburría. Como otras veces, el hombre se sentó mudo y salido de sí,
y por este porte estuvo un rato. Después, bueno, lo de siempre: se confesó conmigo como con un cura viejo, y me
pareció que se le limpiaba la idea del semblante y que ahora sí se hallaba cómodo porque se había vuelto a encontrar.
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—Qué sé yo qué es esta viaraza. Si a veces hasta se me hace que yo lo que ando buscando es que de veras
la Florinda me la pegue.
—Mirá, Andrade, dejate de una vez por todas de esos dengues. Vos cuando te conseguiste a esa muchacha
decí que hallaste una botija. No es para cualquiera, oíme. Pero parece que lo que te gusta es desperdiciar tu
—Me vuelvo otro, don Mundo–, y Tiburcio se rascaba la cabeza–; algo se me entra en el ser por algún lado.
—Hombre, si ni trabajar podés. Y con lo aseada que se te porta la Florinda. Que te la envidian muchos, te
Y se iba Tiburcio Andrade vuelto en sí y arrepentido, no sin antes haberse zampado el café que Pascuala,
entre trapeada y rezongadera mezcladas con carcajadas, le daba para que se le acabara de espantar el guaro.
Sí, señores; asina sucedía de temporada en temporada. La Florinda volvía a ser la de antes, y Andrade, el
indiazo bueno y ocurrente que todos conocíamos, estrenaba cara nueva, aplanchadita y sin nubarrones. ¿Pero creen
ustedes que le duraba mucho? El pobre volvía a trompicar. Todos lo acatábamos al no más verle el mirar desencajado
con que amanecía, y notar como su segoviana en cosa de un par de días se marchitaba de triste y acongojada,
cuando no aparecía lloriqueando y con un gran lamparón en el ojo, que por ser de ella, vieran ustedes que hasta le
lucía.
—Si el indio Andrade no entra en razón, a mal parte va a ir a parar. Está matando a poquitos a la Florinda,
y él mesmo se está acorralando. Palabra que de aquí lo vamos a tener que sacar hecho un petate para el asilo.
—Baboso más grande; le alumbra todo el sol en la cara, y no quiere ver claro.
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—Si la cosa me sigue, por estas que me mato de propia mano. ¿Han visto cómo he puesto a la muchacha? Ya
Mas volvía a pasarle el temporal, se le aclaraba la mente a Tiburcio, y aquella mujer de fierro, digan que
como maizal que vuelve después del veranillo, echaba nuevas mazorcas en puro cabello de ángel, y otra vez se le
pegaba a uno el nudo en la garganta si se ponía a mirarla. No, si el catracho no tenía toda la culpa; la verdad es
que cualquier cristiano en aquella compañía hubiera arriesgado hacerse tan tequioso como el indio. Era mejor tener
poco y estar seguro, como yo por entonces, que meterse a apercollar a lo rico como Andrade y después andar soñando
Pasó el tiempo y al asunto, de ser ya tan conocido, le volvimos todos la espalda. La cosa como que mejoró con
la llegada de un chacalín, que nació indito justo con la madre porque salió el vivo retrato de Tiburcio. ¡Cosa más
igualitica a él!
Bueno, en ese ser se hallaban las personas y las cosas cuando las malas se le vinieron a Tiburcio Andrade, y
le llegaron en manada. Cuándo es que las malas, si vienen, no se dejan caer juntas. Primero fue una toboba. Lo tuvo
en el hospital en un hilo. Lo salvaron a punta de butantán, pero regresó en el hueso. Entonces le había de resucitar
un muerto: un viejo paludismo del que ya ni se acordaba, que lo mandó a la cuja por un tiempo largo. Si con lo que
estos linieros ganaban cuando podían trabajar siempre iban que ni ranas brincando de lo malo a lo peor, ya pueden
imaginarse ustedes las que pasaron la segoviana, Tiburcio y el catracho retoño, que todavía mamaba, después de
que el tata se atascó en media enfermedad como quien dice en mitad de un suampo. Recuerdo que hasta una
contribución tuvimos que hacer durante unos meses para hombrearlos en sus crujidas, y que la negra Francis era
la que sábado a sábado recogía la plata entre todos, pues a ella también le interesaba; ya llevaba su tiempo fiándole
el bastimento al indio de pura caridad, porque Pascuala no podía sufrir que naide hilara de hambre.
—Ya ves, Pascuala –le decía Tiburcio a la negra, temblándole las quijadas por la malaria–, tan fuerte que
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—Ya te pasará, hombre –trataba ella de ayudarlo.
—Si no es porque Florinda se mata trabajando y ustedes me hacen estos préstamos, ¿dónde estaríamos
nosotros?
—Y, ¡dónde diablos crees que están, hombre de Dios! –se reía Pascuala–. Esto se te hunde si hablás un poco
fuerte. Así que callate y aguantá, que para eso vos sos indio duro.
Si hubieran visto ustedes dónde vivían. En una de tantas casuchas destartaladas, que ya se venía abajo y
que solo por no ser menos seguía en sus pies; bueno, como en sus dos volvió a pararse por fin Tiburcio, que otra vez
comenzó a volar machete y a venirse a doblar en las chapeas. Indio aguantador aquel. Uh, pero para entonces
nosotros sí que sabíamos en lo que había andado últimamente el Colorado Fritz, un alemán contratista de puentes,
de los muy bien afianzados con la Compañía. Sin embargo, confiábamos en Florinda Tapia. Carambas; hay mujeres
con quienes las duras no pueden, porque hasta salen más lindas después de las amargas y más firmes y maduras.
De lucirla hasta en la capital estaba la segoviana por aquellos días, y el Colorado tan vuelto loco detrás de ella, que
a lástima llamaba. Esta vez sí que era verdad que alguien había puesto sitio al fortín del indio Andrade. Y es cosa
como de reír: ahora él se pasaba en la luna, trabajando como un satanás para reponer lo perdido, ya dejado de ruidos
y viarazas, feliz con el catrachito y por siempre jamás seguro de su compañera. En eso cuajó la huelga que les he
dicho. Si alguno se portó muy hombre y vido claro en aquel pleito, este se llamaba Tiburcio Andrade. ¿Que si tenía
motivos? Hombre; yo diría que sí. Me lo traba una toboba; y nadie hace mucho por él, como no sea meterle unas
inyecciones, y ya está. Me le cae el paludismo y en un así están de boquearle de hambre desde la mujer hasta el
perro. Sale el hombre mal que bien librado de tanto desbarajuste, y el contratista de puentes le pone el ojo a su
linda botija y dice a ofrecerle a esta el oro y el moro y a cercarla por todas partes hasta con amenazas, si no le oí
mal a míster Smith una noche en que los tragos le aflojaron la lengua. Y como aquel goloso pelirrojo no consigue con
tamañas armas y ventajas arrebatarle su tesoro, un buen día intriga y logra que al hondureño lo larguen de la
finca con la música a otra parte, y me lo dejen con todo y familia a la intemperie como un galán sin ventura. ¿Nunca
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oyeron hablar de un catracho bandido, a quien le dijeron de asesino para arriba, porque en la huelga del 34 tuvo a
raya, con un pequeño grupo de hombres hambrientos, a todas las autoridades que la bananera mandó por él? Pues
si fue Tiburcio Andrade en persona. Ni para qué decirles que después al indio lo expulsaron del país, sin cobija, sin
mujer y sin su chacalín. Allá fue a escorar a La Ceiba de Honduras, donde, según se supo más adelante, hasta en
cárceles estuvo temporando porque se volvió muy cabeza caliente y resultó un trabajador avisado, de esos que las
bananeras de aquí y de allá se rascan de encima a como dé lugar porque no las dejan dormir en paz con sus pecados.
Aquí todo se va sabiendo. Yo averigüé que al poco tiempo Florinda Tapia y el Colorado Fritz terminaron en
mancuerna. Que me cayó como aceite de castor saberlo, sí que me cayó. Pero siendo que a mí de natural no se me
inclina el ánimo a pensar lo peor de mis prójimos, me puse a disimularle a ella aquel mal paso diciéndome que en veces
el hambre no puede andarse por las ramas, y de eso fue que la mujer paró en el puerto de Limón con buena casa y
Pero han de creer ustedes que años después, siendo esto tan pequeñito, dio la casualidad de que me vine a
encontrar, como quien da en espiar difuntos aparecidos, al mesmísimo catracho y la mesmitica Florinda lo más amigos
y otra vez amartelados, en el propio mercado de San José. Qué de admiraciones las que me hice.
—Sí, don Mundo, ya lo va usted viendo –me dijo Tiburcio enseñándome al reír sus dientes de yuca–, de nuevo
desterrado en los bananales, porque al que come hormigas solo las hormigas le saben. Pero ahora es en el Pacífico,
allá por Palmar Sur. Y aquí estoy, siempre con esta–, y me señaló a la segoviana.
Ya no se espiaba a Florinda tan de sacarla de ángel. La malaria de la costa a ella también se la había medio
avorazado.
—Ahora tenemos dos catrachitos –me contó ella–. Pero el segundo salió achiotado de pelo.
—Yo le mandé carta a Tiburcio allá a La Ceiba, contándole de nosotros –me añadió Florinda.
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—Y yo me dejé venir a recoger lo que es mío. Llegué y me la llevé, y dejé a ese alemán chamuscándose la
lengua con todos los demonios que me dijo. ¡A mí naide me suelta el caballo encima, por más plata que tenga!
—Ya voy viendo que ahora no sos aquel hombre al que le agarraban ideas. ¿Te acordás?
—¿Que si me acuerdo?
—Esa es ya historia enterrada. ¿Quiere que le diga una cosa? Yo entonces era como un tonto jugador que
coge fiebre. Pero no es lo mesmo, sabe, con violín que con guitarra. Ahora la Florinda se me había ido de verdad; y
mediaban hambres.
—El cipote se nos iba a morir, don Mundo –se metió la mujer.
—Yo qué sé si fue o no fue asina –siguió el catracho–. Lo que sí sé es que hasta me traje conmigo al otro,
el de pelo de achiote, porque el cipotillo de nada tenía la culpa y, la pura verdad, hermano, donde comen tres, pues
Y todavía remachó:
—Ah sí, vea, don Mundo: la luz se mira mejor en la gran oscurana.