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La gaita y la lira

“¡Cómo tira de nosotros! Ningún aire nos parece tan fino como el de nuestra
tierra; ningún césped más tierno que el suyo; ninguna música comparable a
la de sus arroyos. Pero... ¿no hay en esa succión de la tierra una venenosa
sensualidad? Tiene algo de fluido físico, orgánico, casi de calidad vegetal,
como si nos prendieran a la tierra sutiles raíces. Es la clase de amor que
invita a disolverse. A ablandarse. A llorar. El que se diluye en melancolía
cuando plañe la gaita. Amor que se abriga y se repliega más cada vez hacia
la mayor intimidad; de la comarca al valle nativo; del valle al remanso donde
la casa ancestral se refleja; del remanso a la casa; de la casa al rincón de los
recuerdos. Todo eso es muy dulce, como un dulce vino. Pero también, como
en el vino, se esconden en esa dulzura embriaguez e indolencia.

A tal manera de amar, ¿puede llamarse patriotismo? Si el patriotismo fuera la


ternura afectiva, no sería el mejor de los humanos amores. Los hombres
cederían en patriotismo a las plantas, que les ganan en apego a la tierra. No
puede ser llamado patriotismo lo primero que en nuestro espíritu hallamos a
mano. Es elemental impregnación en lo telúrico. Tieneque ser, para que gane
la mejor calidad, lo que esté cabalmente al otro extremo, lo más difícil; lo más
depurado de gangas terrenas; lo más agudo y limpio de contornos; lo más
invariable. Es decir, tiene que clavar sus puntales, no en lo “sensible”, sino en
lo “intelectual”.Bien está que bebamos el vino dulce de la gaita, pero sin
entregarle nuestros secretos. Todo lo que es sensual dura poco. Miles y
miles de primaveras se han marchitado, y aún dos y dos siguen sumando
cuatro, como desde el origen de la creación. No plantemos nuestros amores
esenciales en el césped que ha visto marchitar tantas primaveras;
tendámoslos, como líneas sin peso y sin volumen, hacia el ámbito eterno
donde cantan los números su canción exacta. La canción que mide la lira,rica
en empresas porque es sabia en números.

Así, pues, no veamos en la patria el arroyo y el césped, la canción y la gaita;


veamos un “destino”, una “empresa”. La Patria es aquello que, en el mundo,
configuró una empresa colectiva. Sin empresa no hay Patria; sin la presencia
de la fe en un destino común, todo se disuelve en comarcas nativas, en
sabores y colores locales. Calla la lira y suena la gaita. Ya no hay razón –si
no es, por ejemplo, de subalterna condición económica–para que cada valle
siga unido al vecino. Enmudecen los númenes de los imperios –geometría y
arquitectura–para que silben su llamada los genios de la disgregación, que
se esconden bajo los hongos de cada aldea.”

(F. E., número 2, 11 de enero de 1934)


¿Euzkadi libre?

Acaso siglos antes de que Colón tropezara con las costas de América
pescaron gentes vascas en los bancos de Terranova. Pero los nombres de
aquellos precursores posibles se esfumaron en la niebla del tiempo. Cuando
empiezan a resonar por los vientos del mundo las eles y las zetas de los
nombres vascos es cuando los hombres que las llevan salen a bordo de las
naves imperiales de España. En la ruta de España se encuentran los vascos
a sí mismos. Aquella raza espléndida, de bellas musculaturas sin empleo y
remotos descubrimientos sin gloria, halla su auténtico destino al bautizar con
nombres castellanos las tierras que alumbra y transportar barcos en
hombros, de mar a mar, sobre espinazos de cordilleras.

Nadie es uno sino cuando pueden existir otros. No es nuestra interna


armadura física lo que nos hace ser personas, sino la existencia de otros de
los que el ser personas nos diferencia. Esto pasa a los pueblos, a las
naciones. La nación no es una realidad geográfica, ni étnica, ni lingüística; es
sencillamente una unidad histórica. Un agregado de hombres sobre un trozo
de tierra sólo es nación si lo es en función de universalidad, si cumple un
destino propio en la Historia; un destino que no es el de los demás. Siempre
los demás son quienes nos dicen que somos uno.

En la convivencia de los hombres soy el que no es ninguno de los otros. En


la convivencia universal, es cada nación lo que no son las otras. Por eso las
naciones se determinan desde fuera; se las conoce desde los contornos en
que cumplen un propio, diferente, universal destino.

Así es nación España. Se dijera que su destino universal, el que iba a darle
el toque mágico de nación, aguardaba el instante de verla unida. Las tres
últimas décadas del quince asisten atónitas a los dos logros, que bastarían
por su tamaño para llenar un siglo cada uno: apenas se cierra la desunión de
los pueblos de España, se abren para España –allá van los almirantes
vascos en naves de Castilla– todos los caminos del mundo.
Hoy parece que quiere desandarse la Historia. Euzkadi ha votado su
Estatuto. Tal vez lo tenga pronto. Euzkadi va por el camino de su libertad.
¿De su libertad? Piensen los vascos en que la vara de la universal
predestinación no les tocó en la frente sino cuando fueron unos con los
demás pueblos de España. Ni antes ni después, con llevar siglos y siglos
hablando lengua propia y midiendo tantos grados de ángulo facial. Fueron
nación (es decir, unidad de historia diferente de las demás), cuando España
fue su nación. Ahora quieren escindirla en pedazos. Verán cómo les castiga
el Dios de las batallas y de las navegaciones, a quien ofende, como el
suicidio, la destrucción de las fuertes y bellas unidades. Los castigará a
servidumbre, porque quisieron desordenadamente una falsa libertad. No
serán nación (una en lo universal); serán pueblo sin destino en la Historia,
condenado a labrar el terruño corto de horizontes, y acaso a atar las redes
en otras Tierras Nuevas, sin darse cuenta de que descubre mundos.

(FE., núm. 1, 7 de diciembre de 1933)


Nuestra generación y la revolución

Sé que algunos amigos están bastante asustados con esto de que cada vez
use más la palabra "revolución" en mis manifestaciones políticas. No será
inútil aprovechar las vacaciones que a toda propaganda escrita y oral impone
el encantador estado de alarma para explicar lo que quiero decir cuando digo
"revolución".

Yo calculo que a nadie se le pasará por la cabeza el supuesto de que la


"revolución" apetecida por mí es la "revuelta", el motín desordenado y el
callejero, la satisfacción de ese impulso a echar los pies por alto que sienten,
a veces, tanto los pueblos como los individuos. Nada más lejos de mis
inclinaciones estéticas. Pero más aún de mi sentido de la política. La política
es una gran tarea de edificación; no es la mejor manera de edificar la que
consiste en revolver los materiales y lanzarlos al aire después, para que
caigan como el azar disponga. El que echa de menos una revolución suele
tener prefigurada en su espíritu una arquitectura política nueva, y
precisamente para implantaría necesita ser sueño en cada instante, sin la
menor concesión a la histeria o a la embriaguez, de todos los instrumentos
de edificar. Es decir: que la revolución bien hecha, la que de veras subvierte
duramente las cosas, tiene como característica formal "el orden".

Ahora que el orden, por sí mismo no es bastante para entusiasmar a una


generación. Nuestra generación quiere un "orden nuevo". No está conforme
con el orden establecido. Por eso es revolucionaria.

España lleva varios años buscando su revolución, porque, instintivamente, se


siente emparedada entre dos losas agobiantes: por arriba, el pesimismo
histórico; por abajo, la injusticia social. Por arriba, la vida de España se ha
limitado de manera cruel: hace diez años España parecía miserablemente
resignada a la dimisión como potencia histórica; ya no había empresa que
tentara la ambición de los españoles, ni casi orgullo que se revolviera cuando
unos cuantos moros nos apaleaban. Por abajo, la vida de España sangra con
la injusticia de que millones de nuestros hermanos vivan en condiciones más
miserables que los animales domésticos.

Nuestra generación no puede darse por contenta si no ve rotas esas dos


losas; es decir, si no recobra para España una empresa histórica, una
posibilidad, por lo menos, de realizar empresas históricas; y, por otra parte, si
no consigue establecer la economía social sobre bases nuevas, que hagan
tolerable la convivencia humana entre todos nosotros.

España creyó que había llegado su revolución el 13 de septiembre de 1923,


y por eso estuvo al lado del general Primo de Rivera. Por inasistencias y
equívocos se malogró la revolución entonces, aunque ya fue mucho el
interrumpir el pesimismo histórico con una victoria militar y el quebrantar la
injusticia social con no pocos avances. Otra vez pareció que llegaba la
revolución en 1931, el 14 de abril. Y otra vez está a pique de verse
defraudada: primero, por dos años de política de secta; ahora, por una
política que no da muestras de querer una auténtica transformación social.

Y esa revolución, largamente querida y aún no lograda, ¿podrá


"escamotearse", podrá "eludirse", como, al parecer, se proponen Acción
Popular y los radicales conversos? Eso es absurdo; la revolución existe ya, y
no hay más remedio que contar con ella. Vivimos en estado revolucionario. Y
este ímpetu revolucionario no tiene más que dos salidas: 0 rompe,
envenenado, rencoroso, por donde menos se espere, y se lo lleva todo por
delante, o se encauza en el sentido de un interés total, nacional, peligroso,
como todo lo grande, pero lleno de promesas fecundas.

Así han hecho otros pueblos sus "revoluciones", no sus reacciones, sino sus
"revoluciones", que han transformado muchas cosas, y se han llevado por
delante lo que se debían llevar. Esa es también la revolución que yo quiero
para España. Mis amigos, que ahora se asustan de un vocablo, prefieren, sin
duda, confiar en la política boba de "hacerse" los "distraídos" ante la
revolución pendiente, como si no pasara nada, o la de querer ahogarla con
unos miles de guardias más. Pero ya me darán la razón cuando unos y otros
nos encontremos en el otro mundo, adonde entraremos, después de
ejecutados en masa, al resplandor de los incendios, si nos empeñamos en
sostener un orden injusto forrado de carteles electorales.

“La Nación” de Madrid, 28 de abril de 1934


Carta de Jose Antonio a Rafael Sánchez Mazas antes de su
fusilamientos

19 de noviembre de 1936
Prisión Provincial de Alicante.

Querido Rafael:

Voy a escribir muy pocas cartas, pero una ha de ser a ti. Desde que nos
separamos quedó cortada nuestra comunicación, ya que, aunque recibí
cartas tuyas, creo que no logré hacer llegar a tus manos ninguna de las dos
que te escribíb. Sirva ésta para anudar ese cabo suelto y para dejarlo ya
anudado hasta la eternidad. Perdóname —como me tenéis que perdonar
cuantos me conocisteis— lo insufrible de mi carácter. Ahora lo repaso en mi
memoria con tan clara serenidad que, te lo aseguro, creo que si aún Dios me
evitara el morir sería en adelante bien distinto. ¡Qué razón la tuya al
reprender con inteligente acierto mi dura actitud irónica ante casi todo lo de la
vida! Para purgarme quizá se me haya destinado esta muerte en la que no
cabe la ironía. La fanfarronada sí; pero en esa no caeré. Te confieso que me
horripila morir fulminado por el trallazo de las balas, bajo el sol triste de los
fusilamientos, frente a caras desconocidas y haciendo una macabra pirueta.
Quisiera haber muerto despacio, en casa y cama propias, rodeado de caras
familiares y respirando un aroma religioso de sacramentos y
recomendaciones de alma, es decir, con todo el rito y la ternura de la muerte
tradicional. Pero ésta no se elige: Dios, quizá quiera que acabe de otro
modo. El acoja mi alma (que ayer preparé con una buena confesión) y me
sostenga para que la decorosa resignación con que muera no desdiga junto
al sacrificio de tantas muertes frescas y generosas como tú y yo hemos
conmemorado juntos.
Abraza a nuestros amigos de las largas tertulias de la Ballena, empezando
por el tan querido canciller don Pedro Mourlane. Dos abrazos especiales
para José María Alfaro y Eugenio Montes, a quienes no sé si podré escribir,
pero a quienes recuerdo de todo corazón. Y que a ti, a Liliana y a tus hijos os
dé Dios las mejores cosas.

Un fuerte abrazo, Rafael.

José Antonio.
Lo femenino y la Falange

Habéis querido, mujeres extremeñas, venir a acompañarnos en nuestra


despedida. Y acaso no sabéis toda la profunda afinidad que hay entre la
mujer y la Falange. Ningún otro partido podréis entender mejor, precisamente
porque en la Falange no acostumbramos usar ni la galantería ni el
feminismo.
La galantería no era otra cosa que una estafa para la mujer. Se la sobornaba
con unos cuantos piropos, para arrinconarla en una privación de todas las
consideraciones senas. Se la distraía con un jarabe de palabras, se la
cultivaba una supuesta estúpida, para relegarla a un papel frívolo y
decorativo. Nosotros sabemos hasta dónde cala la misión entrañable de la
mujer, y nos guardaremos muy bien de tratarla nunca como tonta destinataria
de piropos.
Tampoco somos feministas. No entendemos que la manera de respetar a la
mujer consista en sustraerla a su magnifico destino y entregarla a funciones
varoniles. A mí siempre me ha dado tristeza ver a la mujer en ejercicios de
hombre, toda afanada y desquiciada en una rivalidad donde lleva –entre la
morbosa complacencia de los competidores masculinos– todas las de perder.
El verdadero feminismo no debiera consistir en querer para las mujeres las
funciones que hoy se estiman superiores, sino en rodear cada vez de mayor
dignidad humana y social a las funciones femeninas.
Pero por lo mismo que no somos ni galantes ni feministas, he aquí que es,
sin duda, nuestro movimiento aquel que en cierto aspecto esencial asume
mejor un sentido femenino de la existencia. No esperaríais, sin duda, esta
declaración de boca de quien manda –inferior en esto a cuantos le
obedecen– tantas filas magníficas de muchachos varoniles.
Los movimientos espirituales del individuo o de la multitud responden
siempre a una de estas dos palancas: el egoísmo y la abnegación. El
egoísmo busca el logro directo de las satisfacciones sensuales; la
abnegación renuncia a las satisfacciones sensuales en homenaje a un orden
superior. Pues bien: si hubiera que asignar a los sexos una primacía en la
sujeción a esas dos palancas, es evidente que la del egoísmo
correspondería al hombre y la de la abnegación a la mujer. El hombre
–siento, muchachas, contribuir con esta confesión a rebajar un poco el
pedestal donde acaso lo teníais puesto– es torrencialmente egoísta; en
cambio, la mujer casi siempre acepta una vida de sumisión, de servicio, de
ofrenda abnegada a una tarea.
La Falange también es así. Los que militamos en ella tenemos que renunciar
a las comodidades, al descanso, incluso a amistades antiguas y a afectos
muy hondos. Tenemos que tener nuestra carne dispuesta a la desgarradura
de las heridas. Tenemos que contar con la muerte –bien nos lo enseñaron
bastantes de nuestros mejores– como un acto de servicio. Y, lo que es peor
de todo, tenemos que ir de sitio en sitio desgañitándonos, en medio de la
deformación, de la interpretación torcida, del egoísmo indiferente, de la
hostilidad de quienes no nos entienden, y porque no nos entienden nos
odian, y del agravio de quienes nos suponen servidores de miras ocultas o
simuladores de inquietudes auténticas. Así es la Falange. Y como si se
hubiera operado un milagro, cuanto menos puede esperar en ella el
egoísmo, mas crece y se multiplica. Por cada uno que cae, heroico; por cada
uno que deserta, acobardado, surgen diez, ciento, quinientos, para ocupar el
sitio.
Ved, mujeres, cómo hemos hecho virtud capital de una virtud, la abnegación,
que es, sobre todo, vuestra. Ojalá lleguemos en ella a tanta altura, ojalá
lleguemos a ser en esto tan femeninos, que algún día podáis de veras
consideramos ¡hombres!
(Arriba, núm. 7, 2 de mayo de 1935)

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