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Jantonio
Jantonio
“¡Cómo tira de nosotros! Ningún aire nos parece tan fino como el de nuestra
tierra; ningún césped más tierno que el suyo; ninguna música comparable a
la de sus arroyos. Pero... ¿no hay en esa succión de la tierra una venenosa
sensualidad? Tiene algo de fluido físico, orgánico, casi de calidad vegetal,
como si nos prendieran a la tierra sutiles raíces. Es la clase de amor que
invita a disolverse. A ablandarse. A llorar. El que se diluye en melancolía
cuando plañe la gaita. Amor que se abriga y se repliega más cada vez hacia
la mayor intimidad; de la comarca al valle nativo; del valle al remanso donde
la casa ancestral se refleja; del remanso a la casa; de la casa al rincón de los
recuerdos. Todo eso es muy dulce, como un dulce vino. Pero también, como
en el vino, se esconden en esa dulzura embriaguez e indolencia.
Acaso siglos antes de que Colón tropezara con las costas de América
pescaron gentes vascas en los bancos de Terranova. Pero los nombres de
aquellos precursores posibles se esfumaron en la niebla del tiempo. Cuando
empiezan a resonar por los vientos del mundo las eles y las zetas de los
nombres vascos es cuando los hombres que las llevan salen a bordo de las
naves imperiales de España. En la ruta de España se encuentran los vascos
a sí mismos. Aquella raza espléndida, de bellas musculaturas sin empleo y
remotos descubrimientos sin gloria, halla su auténtico destino al bautizar con
nombres castellanos las tierras que alumbra y transportar barcos en
hombros, de mar a mar, sobre espinazos de cordilleras.
Así es nación España. Se dijera que su destino universal, el que iba a darle
el toque mágico de nación, aguardaba el instante de verla unida. Las tres
últimas décadas del quince asisten atónitas a los dos logros, que bastarían
por su tamaño para llenar un siglo cada uno: apenas se cierra la desunión de
los pueblos de España, se abren para España –allá van los almirantes
vascos en naves de Castilla– todos los caminos del mundo.
Hoy parece que quiere desandarse la Historia. Euzkadi ha votado su
Estatuto. Tal vez lo tenga pronto. Euzkadi va por el camino de su libertad.
¿De su libertad? Piensen los vascos en que la vara de la universal
predestinación no les tocó en la frente sino cuando fueron unos con los
demás pueblos de España. Ni antes ni después, con llevar siglos y siglos
hablando lengua propia y midiendo tantos grados de ángulo facial. Fueron
nación (es decir, unidad de historia diferente de las demás), cuando España
fue su nación. Ahora quieren escindirla en pedazos. Verán cómo les castiga
el Dios de las batallas y de las navegaciones, a quien ofende, como el
suicidio, la destrucción de las fuertes y bellas unidades. Los castigará a
servidumbre, porque quisieron desordenadamente una falsa libertad. No
serán nación (una en lo universal); serán pueblo sin destino en la Historia,
condenado a labrar el terruño corto de horizontes, y acaso a atar las redes
en otras Tierras Nuevas, sin darse cuenta de que descubre mundos.
Sé que algunos amigos están bastante asustados con esto de que cada vez
use más la palabra "revolución" en mis manifestaciones políticas. No será
inútil aprovechar las vacaciones que a toda propaganda escrita y oral impone
el encantador estado de alarma para explicar lo que quiero decir cuando digo
"revolución".
Así han hecho otros pueblos sus "revoluciones", no sus reacciones, sino sus
"revoluciones", que han transformado muchas cosas, y se han llevado por
delante lo que se debían llevar. Esa es también la revolución que yo quiero
para España. Mis amigos, que ahora se asustan de un vocablo, prefieren, sin
duda, confiar en la política boba de "hacerse" los "distraídos" ante la
revolución pendiente, como si no pasara nada, o la de querer ahogarla con
unos miles de guardias más. Pero ya me darán la razón cuando unos y otros
nos encontremos en el otro mundo, adonde entraremos, después de
ejecutados en masa, al resplandor de los incendios, si nos empeñamos en
sostener un orden injusto forrado de carteles electorales.
19 de noviembre de 1936
Prisión Provincial de Alicante.
Querido Rafael:
Voy a escribir muy pocas cartas, pero una ha de ser a ti. Desde que nos
separamos quedó cortada nuestra comunicación, ya que, aunque recibí
cartas tuyas, creo que no logré hacer llegar a tus manos ninguna de las dos
que te escribíb. Sirva ésta para anudar ese cabo suelto y para dejarlo ya
anudado hasta la eternidad. Perdóname —como me tenéis que perdonar
cuantos me conocisteis— lo insufrible de mi carácter. Ahora lo repaso en mi
memoria con tan clara serenidad que, te lo aseguro, creo que si aún Dios me
evitara el morir sería en adelante bien distinto. ¡Qué razón la tuya al
reprender con inteligente acierto mi dura actitud irónica ante casi todo lo de la
vida! Para purgarme quizá se me haya destinado esta muerte en la que no
cabe la ironía. La fanfarronada sí; pero en esa no caeré. Te confieso que me
horripila morir fulminado por el trallazo de las balas, bajo el sol triste de los
fusilamientos, frente a caras desconocidas y haciendo una macabra pirueta.
Quisiera haber muerto despacio, en casa y cama propias, rodeado de caras
familiares y respirando un aroma religioso de sacramentos y
recomendaciones de alma, es decir, con todo el rito y la ternura de la muerte
tradicional. Pero ésta no se elige: Dios, quizá quiera que acabe de otro
modo. El acoja mi alma (que ayer preparé con una buena confesión) y me
sostenga para que la decorosa resignación con que muera no desdiga junto
al sacrificio de tantas muertes frescas y generosas como tú y yo hemos
conmemorado juntos.
Abraza a nuestros amigos de las largas tertulias de la Ballena, empezando
por el tan querido canciller don Pedro Mourlane. Dos abrazos especiales
para José María Alfaro y Eugenio Montes, a quienes no sé si podré escribir,
pero a quienes recuerdo de todo corazón. Y que a ti, a Liliana y a tus hijos os
dé Dios las mejores cosas.
José Antonio.
Lo femenino y la Falange