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Lo que el Bicentenario prefiere olvidar

La aniquilación de los opositores a la revolución del 25 de Mayo de 1810

Por Mariano Schlez


UBA-UNLP-CONICET

El bicentenario de las revoluciones de independencia de principios del siglo XIX dio inicio a una serie de
actividades en torno a su conmemoración, a lo largo de toda Latinoamérica. Los diferentes gobiernos,
intelectuales y medios de prensa aprovechan la efeméride para celebrar los hechos que fundaron a las
sociedades contemporáneas. Al hacerlo, traen al presente una serie de procesos y personajes históricos que
han sido parte de la “construcción” de los Estados modernos. Ideales políticos, grandes batallas militares,
sociedades secretas revolucionarias e historias de familias notables son algunos de los tópicos planteados en
las evocaciones.
Sin embargo, las festividades no se limitan al pasado sino que, por el contrario, constituyen una manera
bastante efectiva de celebrar (y preservar) las sociedades del presente. Característica que determina que
ciertos temas se encuentran vedados, debido a la naturaleza misma del evento. Los bicentenarios, hasta el
momento, han dejado de lado a un sujeto constitutivo de los enfrentamientos de aquellos años: a quienes se
opusieron a las revoluciones. No nos estamos refiriendo, únicamente, a los ejércitos realistas enviados desde
España, sino a los propios vecinos de Buenos Aires (y de las principales ciudades americanas) que, por sus
intereses, defendieron a sangre y fuego el orden colonial. De allí que una celebración que tiene por objetivo,
entre otros, celebrar la unidad nacional, requiera del olvido de los enfrentamientos e intereses antagónicos
que recorrieron a las sociedades de aquel entonces. El hecho de que los “hijos de un mismo Rey” se hayan
enfrentado a muerte resulta una imagen poco útil para quienes, hoy, intentan aprovechar los bicentenarios
para consolidar el orden vigente.
De este modo, los avatares de la lucha política actual determinan el olvido de la fuerza social
contrarrevolucionaria. Su lucha, al igual que sus ideas políticas, como la de muchos “vencidos” a lo largo de
la historia, es dejada de lado en los grandes relatos construidos a posteriori. Proponemos al lector
sumergirnos en los días de Mayo a través de las ideas y la acción política de uno de los principales sectores
dirigentes de la contrarrevolución: los comerciantes monopolistas.

Un mundo en guerra (revolucionaria)

Los procesos revolucionarios latinoamericanos no pueden explicarse sin atender, primero, a la coyuntura
mundial, que les imponía su dinámica. Las guerras europeas fueron las primeras grandes enemigas de los
comerciantes monopolistas rioplatenses, que se veían perjudicados por la agudización de los conflictos.
Hacia 1778, Pedro Andrés de Azagra, Superintendente de Azogue del Reino de Chile, se mostraba confiado
en que la llegada del Virrey Vértiz, al Río de la Plata, redundaría en un fomento del comercio colonial. Sin
embargo, lanzaba una advertencia casi profética: “la guerra entre franceses e ingleses no nos será perjudicial
como no nos mezclemos en ella. Dios así lo permita”. 1 Don Pedro no era el único comerciante preocupado
por el rumbo de sus negocios. Al año siguiente, el comerciante del Reino de Chile, Salvador Trucios, se
quejaba de las molestias que las guerras europeas causaban al tráfico. Le urgía enviar a la Península las
remesas en dinero que su consignatario (su propio yerno) le exigía, y por eso solicitaba a su socio en Buenos
Aires, Diego de Agüero, que despache los doblones “en el primer correo marítimo que salga para La Coruña,
que me parece la conducta mas segura en caso de no haber guerra declarada contra nuestra España”. 2 Sus
temores se convertirían en realidad tan sólo un año después, cuando la pérdida de dos buques españoles, el
Buen Consejo y el Perla, le hicieron perder “6.500 pesos de cobres”. 3 Al menos, la experiencia le sirvió de
aprendizaje, e inmediatamente ordenó a Agüero que retenga los caudales y el cobre hasta nuevo aviso, “pues
no quiero hacer riesgo ninguno en tiempo de guerra”.4 Treinta años antes de 1810, los comerciantes
monopolistas comenzaban a inquietarse: la revolución estaba golpeando a su puerta.
El origen de las preocupaciones de los mercaderes rioplatenses, entonces, debemos buscarlo en el
enfrentamiento entre las burguesías inglesa y francesa. Esta lucha provocó el bloqueo de los puertos
destinados al tráfico americano, resquebrajando la relación entre el Imperio español y sus colonias. La
burguesía francesa hizo su revolución contra su Rey y contra la totalidad del sistema feudal. Pero no se
detuvo en su frontera. Era perfectamente conciente que, para garantizar la victoria, debía ir en busca de su
principal oponente. Mientras tanto, la nobleza española, que intentaba sobrevivir aliándose a una y otra
burguesía según el rumbo de la coyuntura política, era conciente de la gravedad de la crisis.5 En 1792, desde
Málaga, otro de los consignatarios de Diego de Agüero le transmite estas noticias a Buenos Aires:

1
“los franceses están de peor ánimo que al principio, mas rebeldes que al principio. Aguardamos una gran guerra contra
ella, pues los imperiales y prusianos le han declarado la guerra y creo seguirán todos. Según veo antes de todo esto se
matarán todos los franceses, unos a otros. Me parece que sucederá con París peor que con Jerusalén, que no quedará
piedra sobre piedra. Dios los ponga en paz, y se aquieten que, según veo, tendrá que hacer”.6

Del mismo modo, Miguel Fernández de Agüero le escribe desde Cádiz, informándole de la detención de
varios barcos ingleses. En su perspectiva, también Francia era el factor disruptivo del orden mundial: “Esta
serenidad de resolución nos hace pensar que ni uno ni otro gabinete [España e Inglaterra] quieren la guerra y
que si se rompe sea para mucha gente a impulso de las insinuaciones o exigencias del Directorio Francés,
que para todas partes hace valer sus pretensiones”.7 Al igual que el resto de los comerciantes monopolistas,
comprende el peligro de enviar mercancías a ultramar en tiempos de guerra: “Si por casualidad al recibo de
esta no ha verificado usted embarque de mi dinero, que debe haber estado en su poder, no lo haga,
deteniéndolo hasta las resultas de esta borrasca”.8
Las sospechas de la clase monopolista, en realidad, esconden un temor más profundo: la invasión de las
mercancías inglesas. Problema que nos remite a la naturaleza de la ganancia de estos comerciantes. El
monopolio es una prerrogativa política, otorgada por el Estado feudal español, que les permite a los
comerciantes vender los efectos por encima de su valor. De esa punción a la circulación, que tiene forma de
renta, viven estos monopolistas. La llegada de comerciantes ingleses representa una avanzada de mercancías
producidas bajo relaciones sociales capitalistas, más baratas y, por ende, competitivas. Hecho que empieza a
agitar los ánimos de la clase dominante colonial.
Los consignatarios americanos temblaban “por el recelo de la venida de ingleses”. Uno de los principales
comerciantes ligados a Cádiz, Gaspar de Santa Coloma, manifestaba en su correspondencia una situación
compleja: “muchas quiebras, muchos atrasos y por último todo el giro trastornado. Sólo los efectos de
nuestras fábricas podrán expenderse porque estos no los traen los ingleses”. 9 Hacia febrero de 1810 el
escenario se complicaba debido a que “el comercio libre con los ingleses ha puesto esta Capital en un estado
deplorable para el comercio, porque todas sus manufacturas están en sumo grado baratos los géneros, y no
nos ha de quedar aquí un peso ni plata labrada”. 10 La llegada de mercancías inglesas, entonces, repercutía en
una profunda depreciación de los productos llegados a través de la ruta de Cádiz.
Como vemos, la expansión de las revoluciones burguesas europeas trastocó al conjunto del “Antiguo
Régimen”, repercutiendo en el lejano Río de la Plata. Los comerciantes monopolistas rioplatenses eran
plenamente concientes de que el fracaso de España, en sus intentos por mantener el monopolio comercial,
redundaría en la entrada masiva de más y mejores productos. El terror a la imposición de la ley del valor
trabajo, que llegaría de la mano de la introducción de mercancías inglesas, explican, no sólo el resquemor de
los monopolistas hacia la revolución francesa y las guerras que provocó, sino el origen de su organización
gremial, política y militar para resistir a su avance.

La Revolución de Mayo: un conflicto con historia

El núcleo de la fuerza social contrarrevolucionaria de Buenos Aires estaba formado por los comerciantes
monopolistas. Entre los más importantes se encontraban José Martínez de Hoz, Jayme Alsina y Verjés,
Martín de Álzaga, Diego de Agüero y Miguel Fernández de Agüero. Su acción corporativa y política no se
circunscribe al período revolucionario, sino que antecede, en más de treinta años, a 1810. Desde la década de
1770, los comerciantes porteños establecieron un frente político con dos objetivos fundamentales: obtener un
Consulado en Buenos Aires y combatir la omnipotencia del comercio de Lima. Sin embargo, dejaremos de
lado sus coincidencias programáticas, para concentrarnos en los conflictos que comienzan a delinearse en su
seno, que se profundizarán con el transcurso de los años, forjando dos grupos rivales cada vez más
antagónicos.
Hacia octubre de 1789, con motivo de renovar a los apoderados del comercio porteño, dos bandos
combatieron por sus respectivos candidatos: uno que defendía el triunfo de Cristóbal de Aguirre y Miguel de
Azcuénaga y otro que buscaba anular la elección por fraude, encabezado por Casimiro Francisco de
Necochea y Francisco Lezica. Unos meses antes, dos grupos similares habían debatido sobre cómo financiar
los festejos por el traspaso del trono: uno, liderado por Miguel de Azcuénaga, el otro, por Diego de Agüero.11
Por aquel entonces, el comercio de Cádiz vivía su etapa más gloriosa, con un aumento notable del volumen
traficado. Sin embargo, esto repercutía en una profundización de la competencia entre los comerciantes,
llevando a la quiebra a muchos de ellos, limitando el ingreso de nuevos mercaderes y destruyendo numerosos
vínculos establecidos. Situación que, según Agüero, es el fruto de “las grandes locuras que durante este año
han hecho todos en esa [Cádiz] pues los efectos que han llegado y se aguardan aquí exceden su valor de los

2
que puede producir todo este Reino, entre frutos y plata, en términos de tres años”. Balance no es menos
sombrío que el juicio que de él se desprende: “con un arreglo tan desordenado, fácil es divisar las resultas:
(…) la perdición del comercio de toda esta América”.12 Sin ningún tipo de velo, Agüero afirma que “en todo
este tiempo haya logrado ninguno adelantamientos, no siendo sobre las ruinas de otros”. 13 Más allá de su
mayor o menor habilidad para hacer negocios, el conjunto de los comerciantes parece navegar hacia una
catástrofe conjunta:

“No es fácil a todos esta clase de negocios, ni encontrar la cuenta adonde muchos la buscan, comprando por 4 y
vendiendo por 3, a vista y paciencia de sus acreedores que están unos embaucados con que por otra parte resarcen las
pérdidas que están viendo, y otros con el sobresalto del día en que su deudor dará punto, hasta que viendo que ha hecho
una nueva negociación, y que sigue la trampa que lo sostiene, apura y el último mono se ahoga: ésta es, paisano, la
constitución en que de mucho tiempo a esta parte se halla esta Plaza”.14

A su vez, Agüero es conciente que el origen de la crisis es el sistema que le da origen a su ganancia, el
monopolio, y que la única solución que podría dar una salida de conjunto acabaría con sus negocios:

“según el método presente siempre se experimentarán de estos excesivos desarreglos y falta de proporción en las
expediciones y cargamentos de ropas con las producciones de esta América que van en retorno, cuyo cálculo no sería
muy difícil, pero entonces se tropezaría con el inconveniente de la libertad de comercio”.15

Poco tiempo después, los comerciantes rioplatenses se enfrentaron a los hacendados en un combate por
mayores tajadas en la venta de cueros que, ante la crisis del giro monopolista y las crecientes guerras
europeas, crecían como posible “retorno”, ante la prohibición de cargar caudales. 16 El conflicto llegó a tales
niveles de enfrentamiento que, en septiembre de 1791, respondiendo a una representación del comercio de
Buenos Aires, Antonio Obligado, hacendado y comerciante, aseguró que “los sumisos argumentos” de los
comerciantes “solo tienen por objeto el particular interés de unos pocos que produce la destrucción y
exterminio de las haciendas”, denunciando que a los comerciantes había que tratarlos “como a enemigos”
que pretenden saquear la provincia. Para Obligado, el comercio “compra y abriga en sus depósitos todos los
cueros que roban a los hacendados”.17 Paso seguido señaló que la función social de los comerciantes era
completamente prescindible, a diferencia de la de los hacendados, motor de la prosperidad de la provincia,
concluyendo que “los hacendados y el público gimen hoy bajo la dura opresión de la ambición de los
comerciantes de cueros”. Los comerciantes respondieron por boca de sus representantes electos, Martín de
Sarratea, Martín de Álzaga y Casimiro Francisco de Necochea, acusando al apoderado de los hacendados,
Jiménez de Paz, de corrupción y culpando a Obligado por sus “malas imputaciones con que por espíritu de
Partido” atacó al comercio porteño.18
Este conflicto continuó a raíz del permiso otorgado por la Corona para importar esclavos al Río de la Plata y
para llevar frutos (cueros, principalmente) a los puertos extranjeros. La Junta de comercio delegó en Diego
de Agüero, Martín de Álzaga, Casimiro Francisco de Necochea, Miguel de Azcuénaga y en los apoderados la
tarea de anular dicha disposición.19 Sin embargo, diferencias que no se ven reflejadas en los legajos
produjeron la salida de Azcuénaga como representante de los intereses del comercio, quedando a cargo el
resto de los apoderados. El 17 de marzo de 1794, Diego de Agüero, Martín de Álzaga y José Martínez de
Hoz encabezaron un llamado a Junta de Comercio con el objeto de “tratar en ella sobre los gravísimos
perjuicios y atrasos que resultarán al mismo Cuerpo y a la Real Hacienda del efecto de la Real gracia
obtenida por Tomás Antonio Romero, para extraer desde aquí en derechura a dominios extranjeros el
importe de 250.000 pesos en frutos del país”. Combate que siguió el 4 de junio, en la segunda sesión del
flamante Consulado de Buenos Aires, cuando los apoderados Diego de Agüero, José Martínez de Hoz y
Jaime Alsina y Verjes plantearon “la suspensión de la Real Concesión dispensada a favor de las que han
hecho el comercio de negros extranjeros, exponiendo, que no debiesen considerar como frutos, los cueros”. 20
En su ataque, el argumento central fue que este tráfico beneficiaba a ciertos particulares, en detrimento de los
intereses de la Corona española.21
Los dos bandos rivales de comerciantes quedaron totalmente divididos con motivo de la Real Orden
derogatoria del comercio con neutrales, de 1799.22 Álzaga, Agüero y los monopolistas defendieron la orden
del Rey de detener el comercio con naciones neutrales y extranjeras. Por el contrario, se impuso la posición
que proponía continuar con este tráfico, desobedeciendo las intenciones de la Corte. La continuación del
comercio con naciones neutrales significó el fin de la mayoría monopolista en el Consulado, además de un
avance notable de los comerciantes aliados a los hacendados, que impulsaban el comercio libre para poder
llevar sus productos allí donde más les convenga. Diez años después, en las vísperas de la Revolución, el
debate en torno al libre comercio y la exportación de cueros volvió al primer plano de la escena política,
cuando se enfrentaron Mariano Moreno, y su famosa Representación de los Hacendados, y Miguel
3
Fernández de Agüero que, en su Representación del Real Consulado Universidad de Cargadores a Indias de
Cádiz, defendió las prerrogativas precapitalistas que garantizaban la reproducción social de los
monopolistas.23
Luego de treinta años de lucha, la Revolución de Mayo fue el momento en que los hacendados y sus aliados
le arrebataron el poder del Estado a la clase dominante colonial.24 Sin embargo, luego de 1810, lejos de
acabar el conflicto entre ambas clases sociales, Buenos Aires será testigo de sus horas más sangrientas.

La reacción monárquica

La toma del Estado, el 25 de Mayo de 1810, por parte de los revolucionarios, puso en marcha la reacción
contrarrevolucionaria a escala mundial. Los partidarios del Rey hicieron conciente que estaban frente a un
proceso que, de no ser abortado, acabaría con las prerrogativas que constituían su hegemonía. Atendamos,
primero, a las acciones que buscaron recuperar las colonias americanas dirigidas desde la Península, para
pasar, luego, a la resistencia local a la Revolución.
En 1810, la nobleza española se enfrentaba ante un panorama poco alentador. Luego del crecimiento del
siglo XVIII, se le planteaba la necesidad de profundizar su transición al capitalismo o morir defendiendo un
sistema que, a todas luces, resultaba ya “inviable”.25 Económicamente, España profundizaba su atraso, en
relación al desarrollo capitalista de sus vecinos, Inglaterra y Francia, que la expropiaban de una mayor masa
de valor.26 Políticamente, la guerra terminó por trastocar su situación: la invasión francesa provocó
levantamientos armados en la Península y en América.27 La alianza con Inglaterra, para enfrentar a
Napoleón, no hizo más que sancionar su debilidad y sentenciar su derrota. La isla “amiga” y el vecino
invasor fomentaron, por todos los medios, los procesos revolucionarios americanos, de acuerdo a las
necesidades de sus clases dominantes, sedientas de mercados y materias primas para sus industrias.28 A pesar
de este atolladero, la nobleza española afrontó una decidida batalla contra las fuerzas que tendían a su
eliminación.
Los primeros llamados de atención a la Península llegaron a través de funcionarios americanos. Hacia 1795,
el gobierno de Buenos Aires comenzaba a resguardarse contra las ideas “extranjerizantes”, al ordenar la
“pena de vida” a quien introdujera o difundiese “libros, cartas u otros escritos sediciosos o impíos, y apoye,
directa o indirectamente, de palabra o por escrito, las ideas de los franceses”. 29 A su vez, el capellán de la
Real Armada porteña, Juan Manuel Fernández de Agüero y Echave, con el objetivo de abortar cualquier
hecho similar a los de la Francia revolucionaria, escribía sus Discursos varios dirigidos a conservar la
autoridad de los soberanos y la fidelidad debida a sus sagradas personas.30 Por aquel entonces, Nicolás de
Arredondo informaba al nuevo Virrey, Melo de Portugal, cómo batallar contra la “nueva y halagüeña
filosofía”, unificando fuerzas con eclesiásticos y magistrados, asegurándole que “desde que acá se tuvieron
noticias de las conspiraciones que en Europa se tramaban por la nación seductora y sus prosélitos, he vivido
siempre como un centinela, observando con recato todo género de pasos y movimientos”.
En Nueva España, uno de los primeros en alertar sobre la gestación de un movimiento revolucionario fue un
obispo, Manuel Abad Queipo. Sus escritos instaban a la Corte a profundizar el proceso reformista para
detener una posible rebelión. Una vez desatada, las reformas dejaron lugar a un plan más radical: dotar al
virreinato de 30.000 soldados, designar un nuevo Virrey y suspender el decreto de libertad de imprenta,
debido a que exacerbaba los ánimos y permitía la circulación de libelos infames. 31 En Montevideo, fue un
militar, el Comandante José María Salazar, el que producía oficios regularmente donde describía los
incidentes porteños y solicitaba medidas urgentes para pacificar a los rebeldes. Sus informes proponían desde
formar una nueva Corte que rodee al Virrey y lo aleje de los influyentes funcionarios locales, hasta el envío
de una imprenta, indispensable para ganar la opinión pública y contrarrestar los efectos de la eficaz
propaganda revolucionaria. Claro que no despreciaba la importancia de la cuestión militar y recomendaba la
llegada de un Estado Mayor y un Gobernador Militar, que debían recomponer la hegemonía debilitada.32
Pero el primer programa contrarrevolucionario no lo presentó en Cádiz ni un militar ni un sacerdote. En
1810, José Fernández de Castro, Diputado del Consulado y Comercio de Buenos Aires y representante de los
monopolistas porteños, entregó al Consejo de Regencia una representación con el primer plan de
pacificación del Río de la Plata propuesto a la Corona. En un primer momento, Fernández caracterizó que la
Junta porteña no tenía intenciones revolucionarias, y que el verdadero peligro era una posible invasión
lusitana. Para detenerla proponía profundizar la reforma del sistema de gobierno peninsular y enviar un
ejército de 3.000 hombres, costeados por el comercio de Cádiz, principal interesado en la concreción de la
campaña.33 Pocos meses le bastaron a Fernández para reconocer su error: en septiembre de 1810, planteaba a
la Corte que el ejército del Rey debía lanzarse contra los miembros de la Junta. “Si se omite, dilata o
disminuye el expresado remedio, Buenos Aires, y a su ejemplo toda la América Meridional, se pierden

4
indefectiblemente para la Madre Patria”, aseguraba.34 A fines de 1810 y principios de 1811, se sumaron a los
pedidos de represión el Cabildo de Montevideo, los oidores de Buenos Aires -expulsados del territorio
rioplatense por la Revolución- y los comerciantes de Lima, que plantearon al Rey que sólo una ayuda de
2.000 hombres al general Goyeneche mantendría el Virreinato del Perú y sus metales potosinos en manos de
la Península.35
En septiembre de 1810, Fernando VII, convencido que los levantamientos se debían a un desconocimiento de
la situación en la Península, envió una proclama a los americanos, en la que los informaba de tal coyuntura y
caracterizaba la insurgencia de Caracas y Buenos Aires como una provocación alentada por Bonaparte.36 La
debilidad española determinó que, en un principio, la Corona se concentre en una salida diplomática. Por eso
la proclama apeló a la lealtad popular y a los intelectuales orgánicos del Régimen, los obispos, para que
recurrieran a la Fe y mantuvieran a los súbditos en el debido orden. Esta salida fue fomentada, desde las
Cortes de Cádiz, por los diputados americanos: su principal objetivo era detener cualquier intento de
represión, convenciendo al gobierno de que los cabildos eran leales a Fernando VII. Pero obtuvieron un éxito
a medias: en octubre de 1810, las Cortes ordenaron “que no se proceda por el Gobierno a usar de rigor contra
los pueblos de América, donde se han manifestado turbulencias o disgustos”.37 Sin embargo, los burócratas
peninsulares no se fiaron totalmente de los diputados, por lo que también decretaron “que las Cortes se
informen de lo que el Gobierno sepa en este punto y de las medidas que haya tomado”. 38 La Corona ya
visualizaba a sus principales enemigos: en la sesión secreta del 13 de noviembre se solicitó un informe sobre
las pretensiones de los hacendados de Buenos Aires y de su relación con el comercio inglés.39
En 1811, la Secretaría del Consejo de Indias elevó a la Regencia un expediente que incluía varios planes de
pacificación.40 Ante la evidencia de que ni la diplomacia ni la mediación británica detenían a los revoltosos,
los comerciantes gaditanos lograron imponer una salida militar, obligando al Consejo de Regencia a crear la
Comisión de Arbitrios y Reemplazos, con sede en Cádiz, formada por los mismos integrantes del Tribunal
más nueve comerciantes. El Consulado de Cádiz quedaba a cargo de la preparación y financiamiento de las
expediciones armadas a América, por lo que propuso crear un fondo de ocho millones de reales para
vestuarios, raciones y premios a los dueños de buques mercantes que transportaran tropas. Los fondos se
obtendrían con un viejo método monopolista: préstamos, amortizados con recargos a las mercaderías del
tráfico americano y a los metales preciosos americanos.41 La mayor parte de los fondos debían ser provistos
por los Consulados americanos, lo que destaca la importancia de que los revolucionarios porteños hayan
logrado imponer su hegemonía en el Consulado de Buenos Aires, que no estaría dispuesto a colaborar en tal
empresa.42 En siete días el proyecto estaba aprobado y, entre 1811 y 1812, siete expediciones militares, de
6.882 soldados, partieron hacia América con el objetivo de recuperar el continente para el Rey.
Ataque que se profundizó en 1814, cuando la Restauración llevó nuevamente al trono español a Fernando
VII. El monarca Borbón declaró nula la Constitución y todos los decretos de las Cortes. Luego de asesorarse
de la coyuntura americana, relanzó el combate contra las revoluciones americanas a través de cuatro
expediciones a Caracas, Portobelo, Montevideo y Lima.

Expediciones españolas hacia América en 1815

Destino Buques de Guerra Buques de Transporte Tropas


Costa Firme (Caracas) 20 59 12.254
Portobelo 2 8 3.098
Montevideo 1 2 308
Lima 1 3 1.479

Fuente: Heredia, Edmundo: Planes españoles para reconquistar Hispanoamérica, Bs. As., Eudeba, 1974.

La empresa más importante fue comandada por Pablo Morillo y salió de España en febrero de 1815.
Públicamente se dirigía al Río de la Plata pero, una vez en altamar, se comunicó que viajaba hacia la
Capitanía General de Caracas. Este ocultamiento, que le valió a la Corona numerosas críticas de quienes
consideraban prioritario reimponer la autoridad en Buenos Aires, habría sido a causa de la Comisión de
Arbitrios y Reemplazos: los comerciantes gaditanos sólo destinarían su dinero a la reconquista del Río de la
Plata, que le devolvería la llave de sus rutas y mercados. La llegada de Morillo a América consolidó la
dominación española en Nueva Granada, Quito, Tacna, Huánaco y Cuzco. En 1816, sólo la revolución
porteña se mantenía en pie, y correspondería a sus principales dirigentes aniquilar el dominio español en el
continente.

La resistencia local a la Revolución

5
La falta de fuentes que reflejen los sentimientos y planes de los españoles en esta época no ha de
extrañarnos. Como en toda época revolucionaria, los opositores deben cuidarse bien de no quedar expuestos
a la persecución. El yerno y socio de Diego de Agüero, Sebastián de Torres, planteaba que “de las cosas de
aquí nada podemos hablar porque aún las cartas de los correos se abren y se anda con muchas
averiguaciones”. Lo mismo aseguraba Jaime Alsina, que comentaba a uno de sus socios que “casi todas las
cartas de usted me las han abierto, y con la desverguenza de mandármelas abiertas (…) y por lo mismo nada
extraño que hayan abierto las de usted”.43 El triunfo de la Revolución significó una derrota sin atenuantes
para los comerciantes monopolistas. La Junta impuso una dictadura despiadada contra todo aquel que osara
enfrentar sus designios. José María Salazar, en carta del 4 de julio, planteaba que “se asegura que un gran
número de los primeros comerciantes españoles están puestos en la lista para expatriarlos, pues la Junta va
adoptando el sistema del terror”.44
A fines de 1810, el gobierno prohíbe el acceso de españoles a cargos públicos 45 y destierra a algunos de los
principales dirigentes monopolistas, aludiendo “prevenir [cualquier] insulto que pudiera perpetrar el pueblo
(…) entendido que la opinión pública se ha decidido contra la persona de usted”.46 Es así como salen de
Buenos Aires Martín de Álzaga, Esteban Villanueva, Juan Antonio de Santa Coloma, Olaguer Reynals y
Francisco de Neira y Arellano.47 Luego de la Revolución de Mayo, entonces, el panorama se oscurecía para
los monopolistas. En septiembre, uno de los socios de Diego de Agüero se lamentaba “sintiendo los
disgustos que hay en ese país con la variación de pareceres”, deseando “que las cosas se compongan como
apetecemos, a cuyo fin se están acelerando las Cortes; Dios les dé acierto y pongan todo como en general se
apetece para confundir a nuestros enemigos”.48 Los ataques del gobierno a los comerciantes se profundizan el
13 de enero de 1812, con un bando de confiscación de bienes que ordenaba que

“Todo negociante, almacenero, tendero, pulpero, consignatario, o comisionista (…) tuviere en su poder, o en poder de
otro, aquí o en otro paraje, dineros, o especie de todo género, pertenecientes a sujetos de la España, Montevideo y
territorios de la obediencia de su gobierno, o del Virreinato de Lima y pueblos subyugados por las fuerzas del ejército
de Goyeneche, o residentes en dichos territorios, deberán precisamente manifestarlos a este Superior Gobierno dentro
del perentorio término de cuarenta y ocho horas, y si no lo verificasen y se les descubriere alguna pertenencia no
manifestada, se le confiscará irremisiblemente la mitad de sus bienes propios, e incurrirá en la pena de expatriación y
privación de todos los derechos de ciudadano, patria potestad y demás que dispensa el suelo y la protección del
Gobierno del país”.49

Al mismo tiempo, fueron obligados a manifestar el dinero que tuviesen, propio y de terceros, como también
a exhibir toda su correspondencia mercantil, apuntes y libros. Es así como, entre otros, el Triunvirato porteño
expropió a Diego de Agüero, 7.075 pesos; a Miguel Fernández de Agüero, 7.461; a Jayme Alsina, 7.924; a
Matías de la Cámara, 5.529; a Francisco de Tellechea, 1.525; a José Martínez de Hoz, 38.617; a Martín de
Sarratea, 26.706; a Antonio de las Cagigas, 29.418; y a Martín de Álzaga 50.797. 50 Hasta viejos partidarios
del libre comercio cayeron bajo el rigor de la Revolución, como Antonio de las Cagigas, que se lamentaba
por el “desgraciado día del domingo 12 de enero de 1812”.51 El dinero de Diego de Agüero, por ejemplo,
correspondía al rubro “deudas a favor de individuos residentes en jurisdicción ajena”, no habiéndosele
encontrado (aún) pertenencias en efectivo ni en mercaderías, lo que también habla del profundo
estancamiento de su giro comercial. En el caso de Miguel, se le expropiaron mercancías de “pertenencias
extrañas”, las que luego eran subastadas para beneficio el Estado, que utilizaba el dinero para costear las
guerras contra los ejércitos realistas del Alto Perú. Entre el 6 y el 30 de marzo, el gobierno ya había
recaudado 191.784 pesos. El responsable de allanar la vivienda de Miguel Fernández de Agüero comentaba
cómo el propio Manuel Belgrano participaba del proceso:

“Habiendo sido destinado a la operación de liquidación en casa de don Miguel Fernández de Agüero recibía para el
efecto del coronel don Manuel Belgrano la llave del baúl en que se hallaban encerrados los libros, cuadernos, y
correspondencia y abierto por mí, resultaron en él dos libros mayores: dos cuadernos borradores de cartas, un paquete
grande de legajos de cartas de España y uno de Montevideo. Seguidamente reconocí los dos libros mayores titulados el
uno cuentas corrientes y el otro de facturas acopiadas y recibidas y cuentas producidas”.52

La resistencia de Álzaga a entregar el dinero expropiado fue la excusa perfecta para que el gobierno pudiera
encarcelarlo. Enviado a prisión, fue encerrado con una barra de grillos y torturado.53 Para ser liberado, se
exigió una fianza de 12.000 pesos en efectivo, 3.000 pesos en dos acciones, otros 10.000 a los quince días, y
el resto a dos meses, además de exigirle cinco fiadores “con cargo de asegurar el cumplimiento”. El 20 de
mayo de 1812, Diego de Agüero, Jaime Alsina y Verjés, Francisco Castañón, José Rodríguez Pita y

6
Francisco Neyra y Arellano posibilitaron la libertad de Álzaga. Pocas salidas le quedaban a quienes buscaban
restaurar sus viejos privilegios coloniales.
Mientras Álzaga estaba preso, los monopolistas pusieron en marcha un golpe de Estado que buscaba
terminar con la Revolución de 1810. El “Partido de la Causa Justa”, como se llamaban, comenzó su
conspiración, probablemente, luego de la declaración de guerra del Gobernador de Montevideo, a mediados
de enero de 1812.54 El levantamiento se organizó en reuniones secretas, forjando un programa radicalmente
contrarrevolucionario, que planteaba que

“Conseguida la victoria serán arrestados, fusilados y colgados inmediatamente, los individuos de gobierno, los
primeros magistrados, los ciudadanos americanos de mérito y patriotismo y los españoles más adictos al sistema (…)
No se dejará nada en pie; no se perdonará a nadie. En pocas horas no quedará el menor recuerdo de aquella mañana de
mayo”.55

La conjuración estaba preparada por “los europeos”, y dirigida por Martín de Álzaga 56, quien aseguraba que
“había tanta gente ya que la mitad sobraba”.57 Pedro Agrelo también consideraba que “[Álzaga] contaba (…),
y no se engañaba, con todos los españoles existentes en la ciudad y sus suburbios”.58
Pero el gobierno se enteró del plan y desbarató el complot, destacándose la acción de Hipólito Vieytes,
Bernardo Monteagudo y Pedro José Agrelo. El mismo Agrelo relata cómo el gobierno buscaba un castigo
ejemplificador, que desaliente al resto, por lo que “fueron condenados a la misma pena de muerte don Martín
Álzaga, en rebeldía, para ser ejecutado luego de que se aprehendiese; don Matías de la Cámara, su yerno, y
un tal don Pedro de la Torre, comerciantes”.59
La mañana del 6 de julio de 1812, algunos grupos de estudiantes fueron llevados “de excursión” a la Plaza
del Piquete, actual 25 de Mayo. Una curiosa muchedumbre se agolpaba expectante, a la espera del histórico
acontecimiento que les daba cita. La escena ya estaba cuidadosamente preparada, como en los mejores actos
escolares. Las tropas militares formaban una calle desde el Arco del Triunfo de la Recova hasta el extremo
de la plaza. Allí se encontraba un pequeño banquito, firmemente depositado al borde del foso del puerto de
Buenos Aires. A pocos metros del arco se había levantado una imponente horca, de donde colgaba desde
hacía dos días el cuerpo sin vida de Matías de la Cámara. A las 10 de la mañana, se dio inicio al evento
patriótico: las puertas del Cabildo se abrieron y la multitud fue testigo del corto calvario que Martín de
Álzaga emprendió hacia el patíbulo. Caminó lentamente, pero con paso firme, sosteniendo entre sus manos
un crucifijo de color negro. Al llegar al arco se arrodilló a los pies de un sacerdote. Al instante reinició su
marcha, con los ojos clavados en el suelo. Al redoblar de los tambores, Álzaga rechazó una venda sobre sus
ojos, solicitando a sus verdugos no le disparen en la cara. Antes de sentarse, limpió con un pañuelo el
banquito que lo esperaba. “¡Cumplan ahora con su deber!”, gritó a los soldados que le apuntaban. La
descarga de los fusiles se mezcló con el Credo que entonaba un coro de religiosos, mientras las palomas de la
plaza alzaban vuelo violentamente, completando el cuadro. Los tres verdugos suspendieron el cadáver en la
horca, donde quedaría expuesto como señal de hasta dónde estaba dispuesto a llegar el gobierno
revolucionario.
A su vez, mucho españoles fueron presos durante el proceso, como José Martínez de Hoz y Bernardo
Gregorio de las Heras. Ambos fueron amenazados de muerte por Pedro Agrelo, de no confesar el paradero de
Álzaga, pero no pudo probársele su vinculación con la conspiración.60 También fue implicado en la causa el
comerciante Juan Antonia de Zelaya, quien al llegar a Buenos Aires se había hospedado en la casa de Diego
de Agüero, compartiendo el mismo cuarto de Miguel Fernández de Agüero, el rival de Moreno, en 1809. 61 El
5 de julio, un Teniente del regimiento de Voluntarios de Montevideo aseguró que hacía unos ocho meses “en
conversación con el declarante (…) Zelaya quería como explicarse más contra los hijos de esta Patria [y]
empezó a manifestarse contra ellos, y entonces le dijo, si es un buen servidor a Fernando lo ha de pasar bien
y agarrándole del brazo, se expresó diciéndole, no se aflija usted mi amigo que tenemos cinco mil fusiles
para arrollar esta canalla.62
El mismo día del ajusticiamiento de Álzaga, el gobierno, por mano de Miguel de Azcuénaga, requisó todas
las “armas de chispa o blancas (…) bajo la pena de horca” a los españoles. 63 Entre los perjudicados se
encontraban José Martínez de Hoz, Juan Antonio de Santa Coloma, Manuel Ortiz de Basualdo, Esteban
Villanueva, Francisco Beláustegui, Tomás Antonio Romero, Antonio de las Cagigas y Anselmo Sáenz
Valiente. El desarme de los españoles acompañaba a las ejecuciones de los enemigos declarados “de nuestro
sistema”, sobresaliendo los ajusticiamientos del monopolista Francisco de Tellechea, de Francisco Antonio
Valdepares y del viejo socio de Álzaga, Felipe de Sentenach. A los pocos días, ya sumaban treinta y ocho los
contrarrevolucionarios colgados.64
De hecho, no se trataba de una persecución por parte de un gobierno violento y desgajado de las masas, sino
que eran éstas mismas las que impulsaban semejante severidad para con el enemigo. Así lo expresaba el

7
Intendente de Policía de Buenos Aires, que aseguraba que “todo hombre se erigió en autoridad e hizo
prisioneros como le dictaban las pasiones. Creí un deber ceder a las circunstancias y dejar ese desahogo…
cuando no llegaba a la terminación de la vida de los españoles”.65 Tan certera había sido la consigna de que
los españoles europeos eran el principal enemigo de la revolución que el propio gobierno se vio obligado a
detener los ataques espontáneos a los españoles por medio de un bando que rogaba, más que ordenaba:
“Ciudadanos -¡basta de sangre!-: perecieron ya los principales autores de la conjuración y es necesario que la
clemencia sustituya a la justicia”.66
Lo cierto es que la derrota del “Partido de la Justa Causa” acabó con la contrarrevolución porteña, dejando en
el horizonte del gobierno revolucionario el enfrentamiento con los ejércitos realistas. Pedro Agrelo
reflexionaba sobre el problema, luego de los hechos, dando cuenta de los niveles inéditos de violencia a los
que había llevado la Revolución:

“Tal fue en resumen la escena memorable del año 1812 contra los españoles, en que no sólo quedaron castigados
condignamente de su atentado, sino que se cortaron de raíz en ellos todas las esperanzas de renovar ulteriores tentativas
interiores, y quedamos luchando desahogadamente con la Metrópoli y sus tropas en los campos de batalla; que ha sido
una especie de guerra muy distinta a tener que estar sofocando y castigando diariamente conjuraciones domésticas,
enlutando las familias inocentes, produciendo odiosidades sangrientas y con riesgo también de sucumbir
vergonzosamente en una de ellas. Tal es el efecto seguro de las cosas en política, cuando se hacen con orden, criterio y
decisión”.67

El desarme de la conspiración determinó la profundización de las medidas contra los españoles realistas.
Incluso los peninsulares que apoyaban el proceso revolucionario debieron recluirse, como es el caso de Juan
Manuel Fernández de Agüero que, a pesar de su “adhesión a la justa causa que sostienen las provincias
unidas”, debió esconderse en algún lugar del Partido de La Matanza. 68 Además, el gobierno decretó que
todos los empleados del Estado debían nacionalizarse, medida que también perjudicó a Juan Manuel, ya que
Hipólito Vieytes le negó la ciudadanía.69 Una suerte similar sufre el otro hijo de Diego de Agüero, Julián
Segundo, cura de la Catedral de Buenos Aires, perseguido por su “españolismo” más o menos declarado.70
Mientras tanto, el gobierno se encargaba de seguir fustigando a Diego y Miguel Fernández de Agüero,
sometiéndolos a dos nuevos procesos de expropiación, en 1814 y 1816, por parte de la Comisión de
Pertenencias Extrañas, también encabezada por Vieytes.71 El fallecimiento de Diego, en 1820, expresaba la
muerte de una clase y de un sistema que ya no volverían a resucitar.

Réquiem para una clase derrotada

El estudio de los opositores a las revoluciones de independencia americanas nos deja interesantes hipótesis
en torno a la naturaleza de los enfrentamientos y a las razones de su “exclusión” en las conmemoraciones del
bicentenario. En primer lugar, se observa que detrás de la contrarrevolución española se encontraba una clase
social, particularmente interesada en mantener sus privilegios: los comerciantes monopolistas. Junto a ellos,
toda una serie de funcionarios dependientes del Estado feudal español (militares, sacerdotes, burócratas)
reclamaban una represión a sangre y fuego del movimiento revolucionario. No estamos, entonces, frente a un
combate entre diferentes nacionalidades (criollos versus españoles), sino ante uno de características clasistas.
Los hacendados y los comerciantes monopolistas fueron la dirección de dos fuerzas sociales antagónicas, que
decidieron el destino del Río de la Plata, y de toda América, en los enfrentamientos entablados en aquellos
años. Cada una defendió sus intereses que, irreductiblemente, implicaban la derrota de su oponente. En este
enfrentamiento, ningún otro tipo de vinculación estuvo por encima de los programas políticos defendidos y
las familias fueron despedazadas por la lucha revolucionaria.
Luego de la victoria del 25 de mayo, los revolucionarios avanzaron en la destrucción política, económica y
moral de sus oponentes, que se jugaron su última carta intentando organizar un levantamiento armado
contrarrevolucionario que reponga sus antiguos privilegios. Su aplastamiento implicó el fin de la
contrarrevolución porteña y puso en el horizonte de los revolucionarios el enfrentamiento con los ejércitos
realistas que comenzaban a llegar a América. La derrota final de la contrarrevolución, local e internacional,
habilitará un desarrollo agrario que se encontraba atado por las fuerzas precapitalistas.
Esta perspectiva nos permite concluir que el capitalismo agrario argentino del siglo XIX es el hijo dilecto de
aquellos viejos revolucionarios que no tuvieron pruritos en combatir a quienes se opusieron en su camino por
construir un mundo nuevo, hecho a su medida. Quienes hoy nos abocamos a recordar y celebrar esa gesta
heroica, debemos ser concientes de lo que nuestros viejos revolucionarios (y sus enemigos) han sido capaces
de hacer en defensa de sus intereses. Aceptando que el fantasma de la Revolución social asome cada vez que
evoquemos los acontecimientos de aquellos años.

8
1
AGN, Sala VII, Legajo 761, carta de Pedro Andrés de Azagra a Diego de Agüero, Santiago de Chile, 13 de Agosto de 1778 (Todas las
citas han sido actualizadas al castellano moderno, con el objetivo de facilitar la comprensión por parte de los lectores, n. del a.).
2
AGN, Sala VII, Legajo 761, carta de Salvador de Trucios a Diego de Agüero, Santiago de Chile, 2 de Febrero de 1779.
3
AGN, Sala VII, Legajo 761, carta de Salvador de Trucios a Diego de Agüero, Santiago de Chile, 6 de Mayo de 1780.
4
Ibidem.
5
Ya en una fecha tan temprana como 1740, el gobierno metropolitano consideraba a los traficantes británicos como los principales
provocadores de la dislocación del comercio entre Cádiz y las Indias. Ver Hamnet, Brian: La política española en una época
revolucionaria, 1790-1820, México, FCE, 1985, p. 23. Éste trabajo describe cómo la guerra con Gran Bretaña, después de 1796,
contribuyó considerablemente a la decadencia de Cádiz y el comercio monopolista y a la transformación social en la Península. Sobre este
tema también puede consultarse el clásico de Antonio García-Baquero González: Comercio colonial y guerras revolucionarias: la
decadencia de Cádiz a raíz de la emancipación americana, Sevilla, 1972.
6
AGN, Sala VII, Legajo 761, carta de Rafael Mazón a Diego de Agüero, Málaga, 30 de Junio de 1792.
7
AGN, Sala VII, Legajo 761, carta de Miguel Fernández de Agüero a Diego de Agüero, Cádiz, 3 de Febrero de 1796.
8
Ibidem.
9
Ver Socolow, Susan: Los mercaderes del Buenos Aires virreinal: familia y comercio, Buenos Aires, De la Flor, 1991, p. 184.
10
Ibidem.
11
Ambos grupos también se habían enfrentado en torno al vendaje del pan. AGN: Acuerdos del Extinguido Cabildo, Bs. As., Kraft, pp.
139, 145-147, 151, 162.
12
MHN, AH FG SC 05, cartas de Diego de Agüero a Lucas Ignacio Fernández y Bartolomé de Lopetedi, 19 y 27 de octubre de 1785.
13
MHN, AH FG SC 13, carta de Diego de Agüero a Ignacio Díaz Saravia, 6 de octubre de 1791.
14
Idem.
15
MHN, AH FG SC 07, carta de Diego de Agüero a Juan Bautista Zavala, 16 de diciembre de 1786.
16
AGN, Sala IX, Consulado de Buenos Aires, Expedientes, 1771-1793, 4-7-3.
17
AGN, Sala IX, Consulado, Expedientes, 1794-1797, Expediente N° 7, 4-7-4.
18
AGN, Sala IX, Cabildo de Buenos Aires, Archivo, 1792, 19-4-5.
19
AGN, Sala IX, Consulado, Expedientes, 1771-1793, Expediente N° 22, 4-7-3.
20
AGN, Consulado de Buenos Aires. Antecedentes-Actas-Documentos, Tomo 1, Bs. As., KRAFT Ltda., 1936, p. 217.
21
AGN, Consulado de Buenos Aires, op. cit. pp. 296-297.
22
AGN, Sala IX, Consulado, Expedientes, 1798-1799, Expediente N° 11, 4-7-5.
23
Fernández de Agüero, Miguel Fernández: Representación del Real Consulado Universidad de Cargadores á Indias de Cádiz, [1809];
editada en Harari, Fabián: La Contra. Los enemigos de la Revolución de Mayo, ayer y hoy, Bs. As, Ediciones ryr, 2006.
24
Véase Harari, Fabián: Hacendados en Armas. El Cuerpo de Patricios de las Invasiones Inglesas a la Revolución (1806-1810),
Ediciones ryr, Buenos Aires, 2009.
25
Fontana, Josep: La crisis del Antiguo Régimen (1808-1833), Barcelona, Crítica, 1992.
26
Marx, Karl: El Capital, Bs. As., FCE, 1999, p. 322.
27
Vilar, Pierre: Hidalgos, amotinados y guerrilleros. Pueblo y poderes en la Historia de España, Barcelona, Crítica, 1999.
28
Ver Fitte, Ernesto: El precio de la libertad. La presión británica en el proceso emancipador, Bs. As., Emecé, 1965; Hobsbawm, Eric:
En torno a los orígenes de la revolución industrial, Bs. As., Siglo XXI, 1998 y Artola, Miguel: “Los afrancesados y América”, en Revista
de Indias, Madrid, Año IX, Nros. 37-38, 1949.
29
Lozier Almazán, Bernardo: Martín de Álzaga. Historia de una trágica ambición, Bs. As., Ediciones Ciudad Argentina, 1998, p. 38.
30
Editado íntegro en Harari, Fabián: La Contra… op. cit.
31
Abad Queipo, Manuel: Colección de los escritos más importantes que en diferentes épocas dirigió al gobierno, México, 1813 y De
Manuel Abad Queipo a Francisco Javier Venegas, Valladolid de Michoacán, 20 de junio de 1811, en Heredia, Edmundo: Planes
españoles para reconquistar Hispanoamérica, Bs. As., Eudeba, 1974, pp. 42-43.
32
De José María Salazar a Gabriel de Ciscar, Montevideo, 21 de julio de 1810, en Heredia, Edmundo: op. cit., p. 9.
33
De José Fernández de Castro al Consejo de Regencia, Cádiz, 30 de agosto de 1810, AGI, en Heredia, Edmundo: op. cit., p. 10.
34
De José Fernández de Castro al Consejo de Regencia, Cádiz, 16 de septiembre de 1810, en Heredia, Edmundo: op. cit., p. 11.
35
Del Cabildo de Montevideo al Consejo de Regencia, Montevideo, 6 de noviembre de 1810; De Francisco Tomás de Ansotegui, Manuel
de Velazco, Manuel José de Reyes, Manuel Genaro de Villota y Antonio Caspe y Rodríguez al Consejo de Regencia, Las Palmas de Gran
Canaria, 7 de septiembre de 1810; De comerciantes de Lima al Regente, noviembre de 1811, en Heredia, Edmundo: op. cit., pp. 12 y 69.
36
A los Españoles Vasallos de Fernando VII en las Indias, Imprenta Real, Cádiz, 6 de septiembre de 1810, en Heredia, Edmundo: op. cit.,
p. 6.
37
Sesión del día 3 de octubre de 1810, Diario de Sesiones, t. I, p. 21, en Heredia, Edmundo: op. cit., p. 21.
38
Idem.
39
Sesión secreta del 13 de noviembre de 1810, Actas de las Sesiones Secretas, p. 57, en Heredia, Edmundo: op. cit., p. 22.
40
Certificación de lo que resulta en la Secretaría del Consejo de Indias sobre conmociones de América, Cádiz, 30 de enero de 1811, en
Heredia, Edmundo: op. cit., p. 5.
41
Memoria sobre las operaciones de la Comisión de Reemplazos de América formada por orden del Rey N.S. por la de la Corte. Año de
1831, en Heredia, Edmundo: op. cit., p. 46.
42
Schlez, Mariano: “Un enemigo ejemplar”, en El Aromo, N° 41, Marzo-Abril de 2008.
43
Carta de Sebastián de Torres a Pedro José Ibaseta, Buenos Aires, 26-I-1809, en Oguic’, Sofía: “Las vísperas de mayo desde el libro
copiador de Sebastián de Torres”, Academia Nacional de la Historia, Congreso extraordinario “Vísperas de Mayo”, Córdoba, 20 al 22 de
agosto de 2008, p. 17; y AGN: Sala IX, 10-2-2. Jaime Alsina y Verjés a Pascual José Parodi, Buenos Aires, 5-VIII-1809.
44
Archivo General de Indias, Sevilla, en Williams Álzaga, Enrique: op. cit., p. 245.
45
Gaceta de Buenos Aires, 8 de diciembre de 1810.
46
AGN, Sala X, 3-4-2, en Williams Álzaga, Enrique: op. cit., 271.
47
Se les permitió regresar a Buenos Aires luego de la firma del armisticio con Montevideo, el 20 de octubre de 1811.
48
Ayarragaray, Lucas: “Comercio y comerciantes coloniales”, en Estudios históricos, políticos y literarios, Bs. As., Talleres Gráficos
Argentinos L. J. ROSSO, 1936, p. 314.
49
Comisión Nacional Ejecutiva del 150° Aniversario de la Revolución de Mayo: La Revolución de Mayo a través de los impresos de la
época. Primera Serie 1809-1815, Tomo II, 1812-1815, Buenos Aires, 1965, p. 3.
50
AGN, Sala IX, 15-4-1, en Galmarini, Hugo: “El rubro pertenencias extrañas: un caso de confiscación a los españoles de Buenos Aires
(1812)”, en Cuadernos de Historia Regional, Eudeba y Universidad Nacional de Luján, 1985, p 11.
51
AGN, Legajo E 67. Tribunales, Comerciales, en Galmarini, Hugo, “El rubro…”, op. cit., p 5.
52
AGN, Sala IX, 15-4-1, “Comunicación de Eusebio Monteaña”, en Galmarini, Hugo: “El rubro…”, op. cit., p. 5.
53
Lozier Almazán, Bernardo: op. cit., p. 222.
54
Williams Álzaga, Enrique: op. cit., p. 71.
55
Gaceta de Buenos Aires, 1-VII-1812.
56
AGN, Sala IX, 6-7-4, “Conspiración de Álzaga, 1812”, editado en Archivo de la República Argentina: Causa de Álzaga, 1897, p. 16.
57
Declaración de Fray José de las Ánimas, en Archivo de la República Argentina: op. cit., p. 149.
58
Agrelo, Pedro José: Autobiografía, en Senado de la Nación: Biblioteca de Mayo, Tomo II, Bs. As., 1960, p. 1.304.
59
Agrelo, Pedro José: op. cit., p. 1.307.
60
Williams Álzaga, Enrique: Álzaga…op. cit., pp. 158 y 265.
61
AGN, Sala IX, 15-7-12, carta de Juan Antonio Zelaya a Bartolomé de Lopetedi, Buenos Aires, 12 de junio de 1787.
62
Archivo de la República Argentina, op. cit., Tomo XI, p. 287.
63
Archivo de la República Argentina, op. cit., Tomo XI, p. 278.
64
Archivo de la República Argentina, op. cit., p. 140.
65
AGN, Sala X, 6-7-11, citada en Galmarini, Hugo: “El rubro…”, op. cit., p 9.
66
Archivo de la República Argentina: op. cit., Tomo XI, p. 282.
67
Agrelo, Pedro José: op. cit., p. 1.309.
68
Archivo de la curia eclesiástica de Buenos Aires, 122-194, en Fernández de Agüero, Juan Manuel: Principios de Ideología elemental,
abstracta y oratoria, Bs. As., Instituto de Filosofía, 1940 [1822], pp. 157-159.
69
AGN, V-3-1-1, en Fernández de Agüero, Juan Manuel, op. cit. p. 159.
70
Myers, Jorge: “Julián Segundo de Agüero”, en Calvo, Nancy; Di Stéfano, Roberto y Gallo, Klaus: Los curas de la Revolución. Vida de
eclesiásticos en los orígenes de la Nación, Bs. As., Emecé, 2002, pp. 206-207.
71
AGN, Sala IX, 15-2-15 y 15-2-9, Tomo I, N° 15 y Tomo 7, N° 26, Pertenencias Extrañas, Expedientes.

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