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LA NOCHE REPETIDA Tito Livio, I, 25 HUNDIO la mano en el bolsillo del saco y sintis el frio del revélver; trémulo, advirtié que el frio lo entonaba: era casi como tomarse unas copas. Y eso que algunas veces lo habia manejado, y ensayado la punteria, de noche, detras del arroyo; pero ahora era suyo, le per- tenecia en propiedad, para siempre. No habian pasado ni veinte minutos y ya rememoraba el momento. Es- taba en el ultimo patio; era un hondo conventillo de Palermo y ya no quedaban rastros de la tarde. Miraba el unico Arbol y los dos canteros resecos. Avidamente, Ja tierra absorbié las primeras gotas de la lluvia. En- tonces su padre lo llamé desde la pieza y le entrego el arma; solo agregé cinco o seis palabras: era una or- den. Lo hizo simplemente, sin preguntarle su opinién, como si para esos asuntos no contara su voluntad; co- mo si el brazo joven fuera sdlo la extensi6n del brazo Avanz6 por la calle de casas humildes, mas alto que i i i Ide tapias rosadas o grises, metido en su traje azul de a) corto y pantalones ajustados, el rostro pa~ ido y resuelto. el mismo rostro de su progenitor, i ee nor cantidad de rencor een Ee de escuela primaria en a es are sonal en el Centro ha- a calle Honduras y dos a tol MANUEL PEYROU sdo y mejorado el tosco modelo provisto por raleza, Después de rememorar el pasado inme a nate media hora de hombre con revélver que ya Fe ie ocedié varios afios més, hasta su infancia, bian ama: cumplia~ r i : sai oci 4 1a traicién de Eulogio Medrano sin que su pa ‘onocia la tra dre se la hubiera referido. Habia juntado la pene de a puchos. Habia habido una mujer, por ieee una mujer que habia muerto. Vio las tardes asoleadas; se vio a si mismo, de visita en la carcel, conducido por una tia de crujiente corsé y ballenas en el cuello de la blusa, Y vio a su padre joven —el guapo del comité, el hom- bre de confianza de don Romualdo Campos— pu rgando una culpa ajena, traicionado y entregado por Eulogio Medrano. Llego a Las Heras y avanz6 pisando las baldosas mo- jadas. El informante, un amigo de su padre, habia di- cho que Eulogio, por fin de regreso de Chile, estaria a las doce en el café. Llovia lenta, suavemente, pero con persistencia, como si el cielo estuviese dispuesto a to marse todo el tiempo necesario para inundar Palermo. Un tranvia 36 Ilegé frenando, con un estridor y un re- zongo aprisionados, y luego, libre del freno, cruzé la esquina casi a plena velocidad, con cuatro golpes vi- brantes, como tafiidos de gong, en los rieles de la calle trasversal. El café era el unico lugar iluminado en las cuatro esquinas. Habia un billar y cinco o seis mesas, Bi mostrador de estafio corria paralelamente a Las Heras. Habia una puerta por esta calle y otra por la esquina. Entré por ésta, y no se habia sentado, cuando reconocié a Eulogio. Nunca lo habia visto, pero era él. Tendria se- Senta afios —diez menos que su Padre~ y parecia hecho Para estar sentado. Aprovechaba bien la silla; estaba reclinado sobre el respaldo y sus dos manos grandes y curtidas reposaban sobre la mesa, como si fuera suya. Tenia la cabeza grande, la boca invisible tras el bigote 98 esto a to- ‘yun re- cruz6 la olpes vi- la calle jo.en las \ NOCHE REPETIDA pelo blanco. En cambio, sus dos amigos ja mesa; estiraban la mano con apenas "a para tomar la taza de café y luego la depo- ~ grilto, yell amaril® cercaban al con mucho cuidado. No estudio las caras de Jos dos hombres; solo vio que eran dos y eso alteraba planes. A cada instante Eulogio Medrano miraba a are hacia la calle. Esperaria a su padre? gSeria él mismo el autor de la informacién de su Ile- 2 Hubiera sido una forma expeditiva de tomar el toro por las astas. Espero diez minutos y se levanté. Se acereé sorteando dos mesas y se detuvo frente al hom- —Bulogio Medrano: tengo que hablar con usted. ~¢Conmigo? —pregunté Medrano, con una rapida mirada, que enseguida desvi6 hacia uno de sus amigos. Habia en su tono un asombro levemente exagerado. i. De parte de Prudencio. ;Quiere salir? —jAh! ;Si! Prudencio... y no viene él, sino que manda un. —continué Medrano como si no hubiera escuchado la proposicion de salir a la calle. ~Quiere salir? —volvié a decir el mocetén, ya con impertinencia y, sin esperar respuesta, caminé hacia la puerta. Salié por la misma puerta por donde habia entrado, sin reparar en un joven, en una mesa contra la ventana, que lo reconocia y lo miraba con asombro. Salié y caminé unos pasos y se detuvo. La lluvia le co- rrié por la cara; en su chambergo se formé un char- quito. Primero creyé que el tiempo le iba a parecer muy largo; pero Eulogio Medrano aparecio detras de ‘su sombra y se recorto en la franja de luz de la puer ta. Era realmente un hombre hecho para estar senta do. De pie resultaba petiso, informe, y su cabeza pa- recia aumentar de tamajio. Detras salieron sus secua- El Smith-Wesson brill en la noche. Por espacio de medio segundo, los tres hombres lo miraron: solo ” PEYROU MANUE es, dos en luz, como en 1, Luego apreté el gatillo: dos tayas de fuego quebraron el aire. Sin mirar de costa fo supo que el arbol estaba alli. Dio un paso y que dé cubierto por el tronco. Los otros habian hecho lo mismo y un instante después dos fogonazos partieron hacia él. Retrocedié unos pasos y se cobijé, anhelan- te, en el siguiente arbol. Luego corrio unos metros y yolvié a cubrirse. Una voz dijo: “Vos seguilo!”. Unos pasos susurraron y luego: “Y vos atajalo por...”. No es- cuché mas, ni vio al joven que lo habia reconocido en el café, que habia salido al oir los disparos y lo miraba correr. ‘Anselmo Ciavelli habia tenido un sobresalto al re- conocer al hijo de Prudencio. Habian jugado juntos y compartido un banco en la escuela, Pero no habian pa~ sado tantos afios como para que no se acordara de él, cuando sorted las mesas, pasé rozando su codo y se encaré con el hombre de pelo gris. Algo absorbente, algo imperioso o grave lo dominaba. Por eso siguié mi rando, escuché las palabras y salié detras del grupo. La bala que sacé un pedacito de revoque y le dejé el chambergo nevado de particulas de cal lo hizo dar un salto, con el corazén bruscamente acelerado. Luego em- pez6 a caminar detras del hombre que habia corrido por Las Heras hacia el oeste; en la mesa del café de- j6 olvidado el segundo tomo de derecho notarial, que estaba repasando. Después de cuatro o cinco cuadras, cuando ya habia perdido de vista al hombre, decidio tomar un 63, para adelantarse a la persecucién y pre- senciar desde otro Angulo lo que hubiera que presencia. me _ plmnioaes mirando a un lado y otro, Dos minutos Peis a a ma esmecesbe. Ee del tranvia a toda mar jo de Prudencio, corriendo por la medio segundo, inmév una instantanea ba 100 LA NOCHE REPETIDA $$ da. Observd que corria sin mucho apuro, si ede decirse asi, con una marcha sostenida y que dos tres veces miraba para atras antes de perderse en la jjuvia. “Bueno -pens6 Ciavelli- 3 por Jo menos todavia nolo mataron”. Pero estaba casi empapado y corrié a refugiarse en una puerta. Alguien, una mujer, estaba hablando por teléfono en una sala a la calle, con las. sianas cerradas. Distraidamente escuché las pala- bras, primero jninteligibles y luego mas claras. “Si... me contaron... jQué suertel... Pero gcomo es la cosa? jAhl... si. aja! ;Ah! jBueno! Pero si lo dijo en esa forma, che... Me parece que reanudar cuando las cosas han cambiado tanto... no sé... no lo veo... jClaro! No es tan facil encontrar... ;Sil, jsi!... Ella es de muy lindo modo, pero me parecia, zsabés?... No, no... Una sefiora muy bien... ;Ah! ZEs ése? Bueno, yo no digo nada... Que la sefiora venga y arreglet Si, ella se reia del nombre de Ja monja... se llama Tartisia... Traté de apartar su atencion. La lluvia caia ahora sin ruido y la mujer continuaba hablando y quiza hablaria una hora mas. Quiza estaba hablando desde hacia ho- ras, Pero tuvo suerte. Después de unos minutos la Iluvia disminuy6 y pudo correr hasta Ja esquina. Alli, bajo la ochava, se quedé esperando que pasara del todo. Escu- ch6 unos pasos y una voz destemplada: “Quise matarla, matarla quise, pero un impulso me seren6... Sali ala calle...”. —jFelipe! —llamo Ciavelli. —jCiavelli! gQué ‘estas haciendo aqui, empapado? —Nada. Venia para casa y me agarré el agua... Inconteniblemente, se Janzé a contar lo que habia jado, aunque el hacerlo le llevara un rato largo y le impidiera seguir ya la pista del hijo de Prudencio 0 ja de los hombres que Jo perseguian. Resumidé la escena vista en el café, la entrada del muchacho, las palabras ja moj 101 Se MANUEL PEYROL y luego los balazos y la fuga. Agregé que hacia unos inutos habia visto pasar al muchacho corriendo hacia n s habiz Jaza Itali Pi Ese tipo que siempre anda de azul? ~pregunté su {El que siempre esta en Canning y Nicaragua anta de traje floreado? amigo con una perc Si. Acabo de encontrarlo —prosiguié el amigo de An selmo con un brillo repentino en los ojos~. Pero no dis: paraba. Iba caminando despacio. —{Caminaba? Si. Caminaba. Cuando lo vi pasaba frente a la peni tenciari: Las cornisas dejaban caer hilos de agua. En la es quina esperaba un hombre, curvado bajo su paraguas. Un trueno retumbé en el oeste, avisando que pronto se reanudaria la Iluvia. Bueno, te dejo. Ya me mojé bastante —dijo el amigo, y desaparecit Decidié caminar antes que la tormenta arreciara y a los pocos minutos llegé a la esquina de Canning. En ese instante un tranvia cruzaba por esa calle y corrié para alcanzarlo. Desde la plataforma miré hacia la esqui na, maquinalmente. El hijo del viejo Prudencio recibia la lluvia, que ahora era una fria cortina gris. Inmévil, delatado por el farol, con el traje azul y el chambergo brillantes de agua. Vacilé entre bajarse y seguir; la tor menta lo disuadié de lo primero. Se senté un momento, y al llegar al mil trescientos se largo y corrié dos cuadras, hasta el café donde siempre hacia la tiltima estacion antes de llegar a su casa, En una mesa del fondo, cuatro jugadores locuaces orejeaban sus cartas. En el unico billar dos hombres jugaban con los sobretodos puestos. Tomé con pequefios sorbos el café que le sirvieron. Se dejé estar un rato largo, quiza tres cuartos de hora, du 102 — cia su lis~ =ni- es- PSSSPLSSESE RES F NOCHE REPETIDA s absorbid dos copas chicas de quemada. pronto, una conversacion lo sorprendio, Hablaban de lo mismo que él habia presenciado. Un desconocido, un hombre retacon que nunca habia visto en el lugar, hablaba en el mostrador. =. y Prudencio chico fue a cobrar la deuda de Pru- dencio viejo y lo sacaron carpiendo. Te juro que nila Juz raja tanto... —yComo lo sabe? —pregunto, volviéndose hacia el desconocido. El hombre miré al patron y luego a él, placidamente. —Un amigo mio estaba alli y se vino enseguida... El viejo no sabe nada de la achicada del hijo? —pre- gunto. Si; ya se encargaron de decirselo, para hacerlo ra- biar. Pidié una copa doble de quemada, tembl6 un poco por el frio y salio. Avanz6 sorteando los charcos, donde titilaban los reflejos de los faroles mortecinos, como estrellas que esperaran el buen tiempo para volver al cielo. Salté de una baldosa seca a otra, y Ilegé a la es- quina. Alli su sombra se alargé como la de un gigante y el movimiento de sus brazos se marco en una curva desmesurada, con el ritmo de dos péndulos contrarios. Entré de nuevo en la sombra de los arboles y llego.a su casa. Diez minutos después estaba durmiendo. te los cuale: + lo por afio, el escribano Ciavelli habia engorda ae ewene y desagradablemente doveinte;su cutis era ahora rojizo habia cuidado su silueta, pero grasoso. En un tiempo u . trivial preocupacio' n habia sido ya barrida por otras a y sma. En el desamparo la vida mi: ao se sentia cast preocupaciones de la gran ciudad, que s6lo estima el éxito, 103 MANUEL PEYROU un héroe: habia salvado su alma, Era un héroe rollizo, con buena salud, y parecia realmente un escribano, trabajo intenso de los primeros afios le permitia ahora tener las mafianas libres y entregarse con tranquilidad ala lectura. Respondiendo a la solicitud de algunos ami ja pagina de bibliografia de gos es una revista literaria. 2ra verano, y estaba tomando una copa de cerveza en aquel bar de la calle Las Heras que visitaba desde sus tiempos de estudiante. Los tacos de billar sonaban con un golpe seco y luego, mas agudo, se oia el choque del marfil. Dos jugadores se desplazaban en silencio. Eran las doce de la noche y hacia calor; ese dia se habia superado la marca mas alta del afio: 38 grados. Por un instante, el tema del calor desplaz6 a todos los otros. Alguien afirm6 que ése era el peor dia del afio. Le re plicaron, con entusiasmo, como si transpirar fuera un mérito, con el ejemplo de otros dias de mayor bochorno atin, proximos y lejanos. Parecian patriotas de la tempe- ratura mas alta, prosélitos de la sofocacién, y discutian agritos. : Ciavelli estaba por pagar cuando entraron cinco 0 seis muchachos en mangas de camisa, que se ubicaron de pie junto al mostrador, entorpeciendo el paso de los dos mozos que atendian al publico, y pidieron cerveza. Insistieron en que fuera de botella y no suelta, y cuan- do tuvo cada uno una botella frente a cada vaso las palparon cuidadosamente, averiguando si tenian el gra- do de frescura necesario para calmar su estruendoso acaloramiento. Por supuesto, no tenian el frio ambicio nado, pero las tomaron mientras protestaban, como si Protestar fuera una costumbre divertida. El escribano se distrajo de los muchachones ¢ iba a dedicar unos minutos a sus pensamientos, cuando entré un hombre moreno, muy alto y ligeramente encorvado, vestido con 104 LA NOCHE REPETIDA ‘un traje oscuro, pasado de moda. Tenia el pelo blanco Nanari recta y delgada. Se sento sin mirar a ningan Jado, con los ojos lejanos, y pidio con cortesia un vaso de cerveza. 4 “Esto ya sucedio... este momento ya lo vivi...”, pensd le elescribano. Pero dos o tres segundos le bastaron para despejarse de esa idea. El lugar era el mismo, pero el a momento yacia suelto, separado del presente y de sus le recuerdos. Estaba dolorosamente lejos de su alcance, in peroun instante después empezo a avanzar hacia él, co- ie mo un paisaje hacia un automovil, cada vez mas nitido, io. hasta que envolvid y luego encuadré al recién legado. ia Entonces Ciavelli empez6 a recordar. in Elincidente ya estaba planteado cuando él lo advirtio. Os. Con esa rapidez siempre misteriosa para los especta- a dores, algo habia pasado entre los muchachones y el un hombre de cabello blanco. Uno de los muchachos, un no ‘morocho con una mata salvaje de pelo negro que le caia pe- sobre un ojo, habia saltado y estaba sobre el hombre. an Estaba arqueado, con una mano extendida y los cinco dedos unidos por las yemas. Agitaba la mano y grita- ba: “j{Qué querés con nosotros, muerto de frio!”. Los ‘muchachos habian estado arrojando granos de mani sobre el chambergo negro del hombre y finalmente se jhabian irritado a causa de su calma. Se habia limita- ar al mozo para pagar, cuando empezaron iltarlo. “jNo le pegués...! Es un viejo!”, dijo otro, o, sin dientes, simulando contener al morocho, sto reia a carcajadas. El hombre se levan- sy pasé rozando el codo de Ciavelli. la puerta, el escribano se levanto y i noté que la ola de calor ce- agitaron los arboles y el aire le refres- e caminaba despacio y pronto lo 105 MANUEL PEYROU Buenas noches... Soy el escribano... 6oy Anselmo Ciavelli, ,No te acordés? ~EI tuteo murié enseguidg {No se acuerda de mi? El hombre se detuvo. Entonces pudo mirarlo de frente y confirmar sus recuerdos, No contesté a su pregunta: dio por entendido que se acordaba. 4Qué habré pensado? {Que me achiqué ante esos patoteros? ~pregunt6, reanudando su marcha, ano era un maniatico de los esquemas y de No pensé eso —repuso con tono conciliador~; pero su salida me sirvié para completar el cuadro. Compren- di claramente lo que antes habia comprendido en parte, Ademias, me parece que usted no quiere tener cuestio- nes con nadie... El hombre giré el rostro y lo miré con un brusco ful- gor en los ojos oscuros, de color casi uniforme en el iris yen la pupila. Puede ser... Pero ¢a qué cuadro se refiere? El escribano Ciavelli se desabrocho la chaqueta, se refrescé agitando su sombrero como una pantalla, y lo miré fugazmente: ~Le voy a explicar. Hace afios fui testigo de la extra- fia conducta de un hombre. Lo observé cuando huia de un peligro, pero noté que no huia bastante rapido. Era una fuga relativa; como la maniobra de esos gatos que en un momento dado parecen abandonar al raton y de pronto se detienen y vuelven al juego. Justamen- te, parecia que el hombre estaba en un juego. Primero corrid, cosa légica si se quiere evitar un peligro mortal, pero después disminuyé su marcha. Pude pensar, por un instante, que el cansancio lo dominaba, pero luego adverti que no habia corrido ni dos cuadras y que era joven y fuerte. Esta fuga decreciente y voluntaria, no sé si me explico, llevaba en si misma un misterio, Era 106 amen- imero jortal, ir, por luego ue era o. Era REPETIDA ante, Lue; oe lage Pensé que el hombre . y se adaptaba ica de sus eas ; ip ala téeny perseg: res. En el sobresalto y en el vertig dave trtigo de una persecuct euforia, la crueldad, la irreprim ible i ueldad, 1, nidad hacen que todos quieran ser los Primeros en al imer: 1 canzar a la victima, asi se hombre. Todos son sabuesos erusnen yore o ce SP ro da la casualidad de que AiNGBleheiee eee Pe- Birds s 4s veloces que —Me parece conocer esa historia —dijo el hombre alto de oscuro. _$i —continu6 Ciavelli—. Es la historia de la muerte de Eulogio Medrano, que supo ser hombre de accién por estos barrios alla por el novecientos quince. Aquella noche de 1924, precavido y quiza temeroso por primera vez, se protegié con dos matones. Eso fue lo lamentable, porque sino hubiesen existido los dos matones, el turno de Medrano se adelantaba y no hubiesen muerto tres hombres. —gLe parece? —pregunto el hombre con cortesia. —Asi es —continué el escribano—. El hombre de mi historia corrié por el lado de Las Heras y luego doblo una cuadra hasta Gutiérrez; alli espero al primer maton y alli, muerto, con un balazo en el pecho, encontraron los vecinos a este primer término de la serie; después volvié a Las Heras y corrio de nuevo, aunque no tanto, esperando que el segundo maton lo aleanzara. Este lo hizo cuando el hombre dobl6é nuevamente en Coronel, corriendo hacia la avenida; alli esperé y gast6 con éxito la cuarta bala, Le quedaban dos, porque su padre le habia dado un revdlver con seis, suficientes para matar aun hombre, pero no a tres y, ademas, en el nerviosis mo del primer momento, habia malgastado dos. Volvio, Pues, a Las Heras y siguid hasta Canning. Alli espero & en Ja lluvia, desconcertandome cuando lo v i 107 MANUEL PEYROU desde el tranvia, porque yo no sabia que estaba cum pliendo su plan al pie de la letra. ~ ;Caramba que habia sabido cosas! —dijo el hombre deteniéndose y mirando la chapa de la callle- Miré luego Ja larga fila de arboles. . Si; le cambiaron el nombre. Ahora se llama Austria dijo el escribano sin esperar la pregunta. Luego tosié y agregé—: Bueno, volviendo a lo nuestro: ;qué le parece mi interpretacién del asunto? No contesté. Ciavelli pens6é con molestia que su dere cho a exponer opiniones no comprendia el de formular preguntas. Siguieron caminando, en el silencio cortado por escasos rumores nocturnos, hasta que un tranvia llegé chirriando y deposité en la esquina a un grupo de gente que volvia del Centro. Comentaban una pelicula y sus voces se alejaron y se apagaron. Si; usted habra pensado que me achiqué ante esos muchachones —volvié a decir, como si su actitud recien- te estuviera alimentando una obsesi6n. —No —se apresuré a responder Ciavelli—; ya le dije que no... pero supongo que usted habra tenido sus moti- vos. —Usted dijo que habia hecho un... ;c6mo es? —Un cuadro de la situacién —repuso el escribano, mo- derando de nuevo sus pasos, que siempre se adelanta- bana la marcha tranquila del hombre de negro. -Bueno. Voy a tener que decirle una cosa: a ese cua- dro le falta algo. No me extraiia —contesté Ciavelli-. Al dia siguiente de aquellos hechos yo tuve examen en la facultad. Una semana después nos mudamos de barrio. Perdi de vista a mucha gente y solo me enteré por los diarios de que— aes se habia presentado a la policia, declaran- lor de Medrano y de sus dos secuaces. Entonces hablo. Y lo que relato completaba el cuadro 108 LA NOCHE REPETIDA ——aa del escribano Ciavelli. También habia una mujer, co- mo en el asunto de! Viejo Prudencio. Un susurro, como un lamado de larga distancia, llegé al escribano: “Una muchacha de traje floreado_ Una muchacha de traje floreado_”. Vio desfilar las imagenes perdidas. La mu- jer, la muchacha habia preferido a Prudencio y aquella noche el rival despechado habia visto con intimo albo- ozo lo mismo que habia visto Ciavelli: la Provocacién, los tiros y la aparente fuga. Quiza estaba en el café, cuando entré el muchacho a cumplir el mandato de su padre. “O quiz fucra aquel Felipe, a quien nunca més vi y a quien conté el suceso mientras la Hluvia caia sobre nosotros bajo la ochava™. Continud escuchando el relato, El rival legé al conventillo donde vivian el padre y su hijo y conté lo que habia visto o repitié lo que le habian contado. El viejo no hablo: se apreté el coraz6n y esperd la llegada de su hijo; no podia creer n su cobardia. Pero cuando el hijo lego ya no pudo saberlo. Se detuvieron en la esquina. E! calor y la humedad se resolvian por fin en lluvia. A un lado y otro se extendian oscuramente los Arboles de Palermo, curvados por el viento. Prudencio Villamayor le tendié una mano rugo a. Mientras la estrechaba, lo miré a los ojos y vio en a : yin toe. i der el tiempo con ee de media hora encontraré al hombre. S¢ donde esta. Esta vez no es la venganza de otro: es la mia. = bra se adel- Sus tacos sonaron en la vereda; su sm val. Un | i mas corto y mas largo trueno rugid y luego hubo otro Ile y reveld los ‘intenso; un relmpago blanqued la CA 9 Ts ade- Ciavelli se quedo un rato inmévil; se abotong el saco, se ajusté el chambergo y volvié sobre sus pasos Sesen. tia fragil, desamparado, como el que marc! leno de angustia en busca de un auxilio que ya sabe imposible o tardio. 110

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