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Las apostillas del maníaco.

La crítica y el arte cubanos, en un balance de los años noventa*

Rufo Caballero

La tradición no es sino la buena circulación histórica, cuando el pasado sin


estancarse fluye dejando paso al porvenir. Pero cuando el pasado se solidifica y estanca, entonces el porvenir se ve
obstruido y llega a producirse una
situación insostenible.
María Zambrano

Estoy verdaderamente harto de toda esa letanía acerca del “arte de los ochenta” y “el arte de los noventa”, de
toda esa simplificación de los procesos culturales que parece escuchada a un maestro de escuela, interesado
en establecer parcelas temporales (metodológicas puede ser la palabreja preterida), para bien esquematizar
su pueril percepción de la vida. En algún temprano texto, apenas anunciado el presente decenio, reconocía yo
la necesidad de que la crítica y la historiografía legitimen periodizaciones que en mucho ayudan a organizar el
caos con que nos sorprenden, de inicio, la historia y la cultura. Estaba entonces, y estoy aún, perfectamente
dispuesto a admitir que una muestra colectiva como “Las metáforas del templo”, en la génesis de los años
noventa, vino a suponer para la plástica cubana lo que había representado una década atrás “Volumen 1”. Es
decir: un catalizador de ciertas rupturas con respecto al sistema de expectativas estéticas que venía
normando la producción de sentido, ciertos giros notables en las estrategias de la finalidad dialógica del arte,
y, más que todo, más que exabruptos y rompimientos volcánicos, matices, infinidad de nuevos matices con los
cuales la cultura artística se pertrechaba para responder a unos años accidentados por el propio discurrir
social. Léanse, por esto último, las reconsideraciones a que prácticamente conminó el “período especial”, en
cuyo contexto hubiera resultado delirante una simple continuidad a las perspectivas sígnicas e ideológicas que
regentaron el decenio anterior. Es que, incluso, hubiera resultado irremisiblemente vetusto el panorama,
insoportablemente esclerosado y retórico; mera huella de tozudez irracional, en un momento en que la
estética de la visualidad universal se repensaba y revisaba las ingenuidades de no pocos radicalismos
neovanguardistas. Quiero decir con esto, o más bien reconocer que, por más que perturben los oídos, los
maestros de escuela pueden hablar, si así lo desean, de un “arte de los noventa”, en el sentido de la
abstracción inteligente que también resulta posible; pero, en todo caso, ¿no sería más provechoso, mucho
menos maniqueo y coyuntural, enfatizar la asombrosa fluidez con que ha discurrido el arte cubano desde los
años veinte de este siglo, y todavía antes, hasta hoy? Esa tradición de vanguardia (tanto es así que la ruptura
se ha vuelto convención, norma) ha conocido, desde luego, furtivos acomodos, catárticos cambios de
estrategias, ajustes de toda suerte, según haya sido de ríspida o de sincera la realidad misma; pero los
accidentes del camino, los cambios de senda, los acomodos en los asideros, no deben ser óbice que impida
constatar la destreza del recorrido, los arcos mayores que el tiempo va tejiendo.

Si fuéramos a hablar del arte de los ochenta y de los noventa, ¿no sería acaso más seductor, y hasta más
justo, referirnos a la manera tan sutil y hermosa como los creadores de estos años han querido prolongar el
espíritu dinámico de la década anterior, sometiéndolo a incontables interpretaciones y hasta ironizándolo, pero
continuándolo, en definitiva? Claro, subrayar los rompimientos es siempre más fácil, en tanto la voz oronda de
la disidencia se percibe a flor de piel; en cambio, la cadencia interior, a veces musitada, de aquello que en la
inversión perpetúa, esa sí que se torna difícil, intrincada, obra de gente que, mucho tiempo atrás, dejara la
agitación de la adolescencia.

Al menos yo no conozco un solo artista plástico de estos años que no se refiera con orgullo a sus maestros
más cercanos, que no se reconozca fervoroso seguidor de aquella virulenta utopía de la emancipación
existencial, justo porque no es otro el verdadero y más genuino propósito de la creación, porque el arte ha
dejado de existir para mitigar la neurosis del ser ansioso de hedonismo: el arte es hoy la más rotunda manera
de proponer un mundo menos abyecto, de ofrecer alternativas al estado fáctico de las cosas (alternativas no
por rabiosamente poéticas, menos sensatas y posibles). Ahora, lunático sería el esperar que los artistas de
hoy renunciasen a sus fundaciones, a su capacidad de replantear las cosas también en los predios de lo
artístico y no sólo de “lo real”, para, en su defecto, sentarse a acunar los logros del último olimpo.

Entonces, como hay tanta pobreza de pensamiento, como se escucha tanta contraposición fatua, está bien,
refirámonos nosotros también a las probables diferencias. El otro día leía con especial agrado las sabias
palabras que uno de nuestros mejores críticos prodigaba a la posibilidad de enhebrar una historia otra,
definitivamente más aguda, del grabado cubano. Sin embargo, aquel memorable texto irrumpía con una
interrogante inadmisible, proferida además en un lamentable tono compungido:
“¿Serán posibles las sorpresas en esta Habana de brisotes invernales, en esta década que va a su conclusión
sin todavía habernos revelado con suficiente claridad, desde el arte, cuál era, cuáles serían su signo y su
secreto?”. Y unas páginas después, el crítico abandonaba la emoción dramática, y aseveraba “el ámbito
confuso de los años noventa”.

¿Qué se espera cuando se reclama “suficiente claridad”? Obviamente, se echa de menos la explosividad, la
catarsis perenne, el bullicio y las constantes tensiones que en la pasada década confirieron una sostenida y a
ratos monocorde coherencia a la voluntad transgresora del arte cubano que no vacilaba en manifestarse,
evidenciarse, subrayarse, enarbolarse. Y no digo nada de esto con el sesgo de la ironía; al contrario, pienso
que ese estado febril de encabritamiento fue el que propiciaron —y terminaron agradeciendo— las cir-
cunstancias, fue el que derivó en extraordinarias elaboraciones de carácter sociocultural y antropológico, las
que al cabo del tiempo se han ido imponiendo por sobre el recuerdo de las improvisaciones pretenciosas. Soy
de los que piensa que el arte cubano ulterior a 1981 vivió en efecto un renacer esplendoroso, accedió a zonas
insospechadas del intelecto y la especulación artística, que desautomatizó como pocas veces antes la pereza
de la recepción: tanto confié y creo en la bondad de esos años, que en su momento los llamé “la década
prodigiosa”, y aún hoy, siendo muy otras las circunstancias, los evoco con gusto y con placer.

Pero no me muero de nostalgia. No le concedo bazas a la trasnochada añoranza que suspira pretendiendo
que cualquier tiempo pasado fue mejor. Fue distinto, fue rico en otro sentido, pero no fue, para nada,
necesariamente mejor. Ha sido tanta la diversidad, la heterodoxia, la exploración de caminos a lo largo de
estos intensos años noventa que, en efecto, la crítica puede sentirse desprovista de herramientas claramente
evaluadoras y clasificatorias. Si cierta crítica solía resolver la valoración del decenio anterior con un par de
lapidarios epítetos (la retórica del proyecto emancipatorio, el desmontaje de los sacramentos artísticos, las
subversivas tácticas de inserción sociocultural, entre otras sentencias), la celeridad con que se vienen
suscitando los cambios en la producción y la circulación del arte cubano de los años noventa tiene perpleja a
la crítica; la tiene, con toda razón, en un perenne desconcierto. Si es esta la “claridad” que falta, bienvenida
sean la sombra y la noche.

Con todo, habría que reconocer que este viene siendo uno de los períodos más maduros en cuanto a la
profundidad y la sagacidad con que el pensamiento estético vislumbra los procesos y consigue meditarlos a
tiempo, proponerles retos. En tal sentido, esta década se viene pensando a sí misma con asombrosa facultad
de discernimiento y búsqueda, con una pronta certeza que en anteriores etapas, me temo, era don de algún
impar elegido, no mucho más. A pesar de que los estudios culturales sobre la plástica en los años noventa
(prefiero hablar de la plástica en los años …, no de los años) han cometido sus excesos, sus hipérboles
penosas,1 las que, como toda eyaculación precoz, dejan el espasmo de la duda y la ansiedad, no es menos
cierto que la crítica ha sabido pensar los indicios, adelantar las gestaciones, postular los segmentos veloces
de las nuevas revelaciones. En los primeros años de la década, vimos florecer un pensamiento sesudo en
torno al robustecimiento de la densidad cultural de las obras; unos aludieron, de forma más primaria, a “la
vuelta del oficio”, otros al “grosor de la metáfora”, en lo que otros llegaban a advertir la dimensión de “la Isla
tropológica”. Y ciertamente, de “Las metáforas del templo” a “Relaciones peligrosas” era preciso especular
sobre las razones y los condicionamientos de esa nueva espesura tropológica del arte, que tuvo en el decenio
anterior algunos antecedentes de singularísimo relieve pero que sólo ahora se generaliza como vector
creativo, como propensión de la época, en respuesta a motivaciones múltiples que ya en otros textos he
precisado, y que basculan del nuevo diseño de la estrategia institucional (y con ella, por supuesto, de las
maniobras para dialogar) a los más elementales requerimientos del mercado, o la fundamental “conciencia
crítica” que el arte cubano reproduce de sí mismo.

Si “los ochenta” miraron al “decenio gris” con sorna y chanza, “los noventa” no tenían por qué limitar su
capacidad de revisar los derroteros inmediatamente precedentes, y en ese sentido fue que apostaron a la
complejidad de la construcción semántica y de los artificios del lenguaje, como modo de regresar, “en grupo”,
a una de las aspiraciones cardinales de lo artístico desde tiempos remotos; no contentos ya, o mejor, no

1 Como considerar, por ejemplo, supuestos boom de la fotografía y el grabado, cuando exposiciones como “NUDI 96”,
ó la más reciente “La huella múltiple”, apenas dejaron ver inquietantes esfuerzos curatoriales y logros muy parciales,
en medio de decenas de irregularidades en el orden de los resultados artísticos.
satisfechos del todo con la transparencia eruptiva del discurso “alérgico”.
Tan sólo unos meses más tarde se impuso una reflexión sobre la curiosa repotenciación de los géneros en el
espacio de la pintura sardónicamente tradicional. Entonces la crítica fue capaz de percibir que el rebrote—y el
rebote—de lo genérico no era más que un subterfugio, otra suerte de subtexto que en la apariencia, o en la
legitimidad, de seducir al mercado, convertía a cada inocente bodegón en un hervidero de ciframientos
semánticos y de alusiones que en modo alguno “traicionaban” el compromiso, sino que lo sutilizaban, lo
matizaban, y lo transfiguraban artísticamente, según nuevos ideales sígnicos que sublimaban las maneras
otras, tan hedonistas como obligadas por las circunstancias, en que podía prender la responsabilidad
inmemorial del arte para con su entorno. La crítica no fue ni ingenua ni carnavalesca; fue acuciosa. Pero luego
sobrevino, al centro mismo de la década, el I Salón de Arte Cubano Contemporáneo, y fue ahí que nos
quedamos decididamente desarmados, sin “claridad” a la vista, en un inclemente desafío a la facultad de
entender y ensanchar la mirada. Ya no era exactamente la tropologización, o por lo menos no
abrumadoramente; ya el apego al género devenía apenas una presencia más dentro de una amalgama
incorregible de muy variopintas proposiciones ideoestéticas, no comprimibles a los compartimientos de los
moldes y las “metodologías” estáticas.

Al menos a mí me fascinó ese desnudo público en el que nos encontrábamos, esa ausencia de “claridad” que
resultaba, paradójicamente, de una luz múltiple y barroca, heterodoxa y festiva. Incluso, si tanto se había
discutido sobre el evidente predominio de una sensibilidad pictórica en casi toda la visualidad del primer lustro,
a tono con las facilidades de modelación sígnica y tropológica que distingue a lo pictórico, el Salón llegó a
confirmar un sospechoso desplazamiento del reino de la pintura (entendida más como concepto, como
estética, que como soporte y técnica) al gusto por el expansionismo conceptual de la instalación esculturada,
imbuida de las conquistas pictóricas al uso pero trascendiéndolas. Y es que sólo meses después, cuando ya
esto se comenzaba a pensar con detenimiento, y se le buscaban relaciones con las nuevas elaboraciones
ideológicas, inmediatamente es preterido por el hallazgo de otra prominencia: las aperturas de toda índole en
los campos de la fotografía y el grabado, que aunque en verdad apenas cuentan con cuatro o cinco
personalidades creativas verdaderamente excelentes, aunque de boom sólo tengan la utopía y las
intenciones, muestran en los últimos años una peculiar inclinación a dinamitar los viejos resabios, a superar
los enclaustramientos tecnicistas y a explorar nuevos espacios temáticos. Resulta muy interesante, digamos,
la reflexión que viene cristalizando la fotografía de estos años sobre las metáforas del cuerpo masculino, o,
teniendo como precedente magnífico a la poética de Martha María Pérez, la parodiable “autotelia existencial”
del cuerpo, como desmontaje alegórico de muchos otros narcisismos.

Toda esta historia zigzagueante y fragmentaria conduce a pensar en una interdisciplinariedad mutable y
enriquecida por la falta de fronteras de un arte que, anclándose e inspirándose en las mil transgresiones de la
plástica cubana de decenios anteriores (que no sólo de “los ochenta”), no desea saber de confines ni de
dudosas claridades críticas. En particular, cuando algunos “críticos de los críticos” intentan desacreditar la
idea del acento en el paradigma estético durante estos años, no puedo menos que sentirme aludido, pues esa
ha sido una de mis intencionadas recurrencias. Sería de un reduccionismo salvaje el acusarnos de
“antiochentistas” por la observación de tal predominio. Nadie ha querido decir jamás, porque sería un desvarío
inadmisible y tonto, que los artistas de “los ochenta” pintaban y esculpían mal, o que no atendían el oficio. Es
un disparate que ni un ciego se permitiría; sí hemos llamado la atención, en cambio, sobre el hecho de que,
salvo algunas excepciones que tienen su centro en el grupo “4 por 4”, y no precisamente en otros autores que
deben su hedonismo a su formación y emergencia en el edulcorado y melindroso contexto creativo de parte
importante de los años setenta, no era el espacio de la estética la finalidad última del arte en los ochenta, no
constituía su paradigma, su enunciado primero (en aquellas circunstancias, no sólo no tenía que serlo, sino
que no debía serlo). Ello equivale a decir que, por supuesto, los artistas convocaban su oficio, en muchos
casos su recio oficio, a la faena de edificar discursos que focalizaban sus paradigmas en los predios de la
ética, la ideología o la antropología, y que simulaban una falta de rigor o un descuido de las formas que no
hacían sino demostrar la excelencia de facturación de unas propuestas no interesadas en la facturación, no
estetizadas en primera instancia. Con “los noventa”, y por la comunión de un grupo de condiciones que ya
hemos advertido, retorna el paradigma de lo estético a centrar la creación, no en el sentido pedestre y
remilgado que malogró buena zona del arte producido veinte años antes, sino con una dinámica donde la
ética se trasmuta en un protagonismo de la estética que rehúsa el jolgorio bad y la presunción vanguardista de
lo efímero, sin necesidad de anquilosarse en un nuevo y adusto trascendentalismo. Así las cosas, no me he
referido yo al cinismo (casi que por un problema de gusto y de decencia me resisto a creer que el cinismo sea
una virtud, aun como estrategia), pero sí, en más de una ocasión, a esta jerarquía de lo estético por diversas
causas que en mucho rebasan los pueriles condicionamientos del mercado -si bien, con celo, los atienden. Y
pienso que quienes rebaten esta idea con el argumento de que hoy existen no pocos creadores “directos” en
la expresión de sus enunciados (tal vez en calidad de epígonos de la catarsis ochentista), así como antes
hubo un esteticismo, padecen de una sensible falta de abstracción en el pensamiento, porque de lo que se
trata es de detectar lo que constituye una tendencia general u orientación predominante de la época, una
dominante cultural, pues, por lo demás, está claro que en todas las épocas hay de todo y en todos los tiempos
cuecen habas. En medio de toda esta “confusión”, media un problema etimológico: la necesidad de una
precisión de rigor alrededor del concepto de paradigma, en el sentido de un modelo que sirve de norma, un
tipo, ejemplo o ejemplar. Como vemos, todos los vocablos subrayados entrañan un alto grado de generalidad,
de abstracción, de vuelo sobre la particularidad o la excepción. Negar la posibilidad de sobrevolar el bosque
por atender el destello de algunos árboles equivaldría a constreñir el cometido de la crítica a un descriptivismo
fenomenológico mucho más propio de los monjes benedictinos del nombre de la rosa que de unos exégetas
mínimamente competentes en las postrimerías del siglo XX. En cualquier caso, habría que agradecer la
ductilidad de unos años que no han trocado su norma en normativa tiránica o fascistoide, que favorecen con
amplia licitud dadora el hecho de que al lado, o a ratos incluso delante, de sus exponentes más singulares,
puedan y deban coexistir los “directos”, los obvios, y cuanta variante de creación pugne por existir; del mismo
modo en que supieron abrirse “los ochenta” a su puntual pero en cualquier caso rutilante estilización de ciertas
“buenas formas”, justo cuando las derogaciones y mutilaciones del status de lo artístico conocían de un
abrasante fragor.

En tal abanico de libertades, las artes visuales cubanas vienen asentando su estampido, su prosperidad, su
torrente bramador y fulgurante. ¿Que sólo algunos de sus extraordinarios pilares han conseguido insertarse
en la lógica de legitimación universal capitaneada por los centros metropolitanos? ¿Y? Nunca nuestra plástica
ha querido saber del claustro y la domesticidad provinciana, pero tampoco nunca ha estado dispuesta a que el
reconocimiento del “centro” sea la condición sine qua non para la existencia de su auge. En esa reciedumbre
corajuda —que no contumacia bravucona— reside también su entereza ética y su dignidad magnífica.
Pretender que acá se admita el esplendor en dependencia de que “el centro” se muestre condescendiente con
la exótica “periferia”; medir la magnitud de un desarrollo autóctono que se integra desde su tronco conceptual
mismo a los cauces del mundo, a partir de la cantidad de páginas que logran ocupar nuestros artistas en las
publicaciones donde un centímetro de espacio cuesta mil dólares; calibrar la dimensión de nuestros alcances
a partir de la cantidad de invitaciones que reciben nuestros autores para intervenir como el último espécimen
de tentador colorido en la feria de “mágicos de la tierra”; en fin, hipotecar nuestra suerte a la tolerancia de
quienes hoy nos perdonan nuestra condición de “otros”, de veras que me parece la más penosa, la más
vergonzante derivación de la mentalidad subdesarrollada.

Estaríamos reciclando la mecánica de eso que alguna vez se llamó “pensamiento colonizado”, sólo que ahora
somos víctimas de un coloniaje más atroz: el que parte de nuestro deslumbramiento fatuo y nuestro irrestricto
vasallaje, el que renuncia a aceptar, y a disfrutar, la satisfacción de saber que nuestro sitio en el mundo se
resiste a admitir la marginación de los bordes sedientos de limosna, a la espera del halago fútil; para en
cambio autorreconocerse como el centro también posible. Sería maravilloso poder desbordar los límites de
estas tierras con la anchura de su arte y la savia profunda de su cultura; pero más, mucho más confortante
resulta coserlas con nuestras excelencias miles, con nuestros propios fulgores, y las profecías tremendas de
quienes prefieren, con todo y el lustre de las páginas millonarias, ser profetas en su espacio. Los artistas de
esta hora reclaman atención y respeto; esos mismos que, en circunstancias no precisamente edénicas, han
sabido refundir la substancia escurridiza y hondísima, el humus alucinante y hermoso que, por fortuna, se
sigue llamando lo cubano.

*
Publicado en Revolución y Cultura, no. 2, 1997.

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