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REPORTAJE:

780 días con la oscura yakuza


Toni García
16 OCT 2011 - 07:00 CEST

1612 Ese es el año en el que algunas leyendas sitúan la semilla del crimen
organizado en Japón. Por aquel entonces no se hacían llamar yakuza, no
conducían coches de lujo, ni vestían trajes caros: en realidad, eran grupos
de samuráis que defendían a los pequeños pueblos de los guerreros
renegados, mercenarios que en tiempos de paz habían decidido pasarse al
saqueo y la delincuencia. Los machi-yokku, como se llamaba a los
servidores del pueblo que luchaban contra los ronin, son parte
fundamental para entender las simpatías que siguen suscitando en parte de
la sociedad japonesa los modernos yakuza. Los machi-yokku gustaban de la
bebida y el juego, y fue esto último -si creemos la leyenda- lo que acabó
dando nombre a los yakuza: en algunos dialectos, ya significa 8; ku, 9, y sa,
3. La suma de estos números, 20, es una de las peores manos del hana-fuda,
un antiguo juego de cartas. Con el nombre por bandera, los integrantes del
grupo se catalogaban a sí mismos de perdedores: una curiosa forma de
definirse.

La mafia japonesa cuenta con más de 100.000


miembros integrados en 2.500 familias
distintas

Los más jóvenes no respetan los estrictos


códigos de honor que han regido la
organización

"Creía que eran chalados con armas. Ahora


pienso que no es blanco y negro. Hay un
montón de grises"

Ahora los novatos se ensucian las manos


mientras la vieja guardia cuenta los billetes
"Un extraño puede verlo malo, los rincones
oscuros, pero ellos solo ven una cosa: a su
familia"

Ahora bien, otros afirman, en una versión que parece más fiable, que en
realidad el crimen organizado nipón desciende directamente de los kabuki-
mono, un grupo de samuráis que se distinguía por sus desmanes, su
excentricidad, sus peinados, su forma de hablar y las largas espadas que
pendían de sus cintos. Esta versión de la historia no gusta a la Yakuza, que
se considera más la hija de los defensores del pueblo que de unos chiflados
sin señor y de comportamiento anárquico que se dedicaron a sembrar el
pánico en un Japón feudal. La anécdota, lejos de ser banal, ilustra la
creencia de que este imperio del crimen (con cinco veces más efectivos que
la mafia en Estados Unidos) se ve a sí mismo como un Robin Hood
moderno que sabe cómo cuidar de los suyos por encima de cualquier otra
consideración.

La Yakuza tal como la conocemos hoy día nace a finales del siglo xix,
cuando Japón sufrió la transformación que le llevó de su pasado tradicional
a la modernidad, en términos políticos y militares. De repente, las filas de
la organización se llenaron de obreros deseosos de adquirir un nuevo
estatus. El Gobierno reclutó a muchos de ellos con el propósito de
controlar a sus adversarios políticos y los yakuza empezaron a ser usados
como fuerza de choque. Al mismo tiempo, su control de actividades como
el juego creció y su presencia en todos los ámbitos de la sociedad japonesa
se multiplicó. Antes de los años treinta, la Yakuza asesinó a ministros y
participó en varios golpes de Estado; y se reavivó después de la derrota de
los nipones en la II Guerra Mundial. Tras la invasión americana, los aliados
trataron de acabar con la organización, pero renunciaron en los años
cincuenta: la Yakuza estaba demasiada agarrada al pueblo como para que
fuera posible separarlos.

2011. Cuatro siglos después, y sea cual fuere la versión que uno desee
creer, la mafia japonesa cuenta con más de 100.000 miembros integrados
en 2.500 familias distintas y existen pocas dudas de su implicación en
muchísimos sectores de la política y la sociedad nipona con tentáculos que
se extienden por Japón, Asia y muchos otros países del mundo, incluido
Estados Unidos.

Sin embargo, muchas cosas han cambiado en el seno de la Yakuza con el


paso del tiempo: para empezar, la conexión de este colectivo con la política,
un "amigo" imprescindible para asegurar la continuidad de sus múltiples
negocios. Un vínculo fortalecido por los años y que sigue estando vigente.
Otro asunto es el cambio en muchas familias, cuyos miembros más jóvenes
no respetan los estrictos códigos de honor que han regido la organización
durante décadas y que no sienten aprecio por la vieja escuela. Esto último
preocupa por igual a los yakuza veteranos, a políticos y -especialmente- a
las fuerzas del orden, que ven cómo sus particulares relaciones con el
crimen organizado pueden irse al traste de un momento a otro y dar paso a
un caos desconocido por estos lares.

Aun así, parece que la tradición sigue manteniendo su jerarquía en las


principales familias a lo largo y ancho de Japón, con Tokio como base de
operaciones. Una de esas familias, los Shinseikai, que controlan el famoso
distrito rojo de la capital nipona, ha permitido al fotógrafo belga Anton
Kusters convivir con ellos durante dos años. Cierto es que la Yakuza no es
tan opaca como otras organizaciones criminales. Pero dejar al descubierto
los movimientos de sus mandos, de sus jefes, es algo que nunca había
sucedido antes, al menos con un extranjero. Kusters penetró con su cámara
en estancias llenas de humo, asistió a rituales privados, paseó por campos
de entrenamiento en paradero desconocido y hasta se coló en el funeral de
un jefazo.

"La primera vez que vi a un yakuza fue en Kabukicho", explica Kusters,


"estaba sentado con mi hermano Malik en un bar. Hasta ese momento
veíamos a la Yakuza como todo el mundo: un grupo de locos con tatuajes
que iban por ahí con espadas y pistolas matándose entre ellos a la menor
oportunidad", afirma el autor en el prólogo de Odo Yakuza Tokyo, el libro
que ha surgido de esta aventura. Él mismo se ríe cuando habla con El País
Semanal por teléfono desde Bélgica y se le comenta este detalle: "La verdad
es que sí que pensaba que eran así, chalados con armas, nunca me había
tomado la molestia de estudiar el tema a fondo. Ahora pienso que no es
blanco y negro, que hay un montón de grises. Pueden ser buenos y pueden
ser monstruos... pero también creo que cuando son buenos es para evitar el
peso de la ley".

En 1986 y en su imprescindible libro Yakuza (publicado después en 2003 en


una edición extendida), los periodistas estadounidenses David E. Kaplan y
Alec Dubro dejaban al descubierto el entramado de la organización
criminal. Cuatro años de investigación y centenares de entrevistas
cimentaron una obra esencial para comprender el poder y la expansión de
la Yakuza en toda el área del Pacífico. Kaplan y Dubro llegaron tan lejos por
lo que se refiere a nombres, fechas y cifras que su obra estuvo prohibida en
Japón hasta 2001. Los tiempos han cambiado y aunque aquel libro enseñó a
los gánsteres nipones a salvaguardar su intimidad con más recelo, lo cierto
es que algunos capos nunca han podido renunciar a un cierto nivel de
exhibicionismo en su relación con la prensa. "Es bastante sencillo ir a
Tokio, pasarte una semana allí y volver con algunos buenos retratos",
cuenta el que ha sido invitado de lujo del submundo nipón. "En ese sentido,
la Yakuza es bastante accesible. Lo que yo le pedí a la familia Shinseikai era
un proyecto a largo plazo. Quería permanecer con ellos, aprender sus
costumbres. Creo que esa fue la clave, decirles que quería aprender de la
subcultura yakuza y de la cultura japonesa, que no tenía prisa. Además fui
muy específico con mis intenciones, les expliqué claramente por qué
quería hacerlo, y todo lo hice con mucho respeto. Creo que también fue
muy importante el hecho de que soy un fotógrafo europeo. No quería dar
un tratamiento sensacionalista, quería hacer algo distinto".

La aventura de Kusters empieza a principios de 2008, cuando Souichirou


(aquel miembro de la Yakuza que el fotógrafo y su hermano Malick
avistaron en un bar) se prestó a iniciar la negociación con la organización.
Diez meses después y con la ayuda de un intermediario japonés, los capos
de la familia Shinseikai daban el sí. En abril de 2009, el belga se plantaba en
Tokio dispuesto a empotrarse en una de las familias más poderosas de
Japón. "Cada semana", cuenta Kusters, "mi hermano contactaba con
nuestro mediador y este a su vez con la familia. Ellos acordaban dónde
teníamos que ir y a quién teníamos que ver. Nunca hubo nada improvisado.
Nunca me presenté en ningún sitio por sorpresa, especialmente porque no
hubiera sabido dónde ir. Nadie sabe dónde están en todo momento".

"¿Cómo empecé? Pues no vi documentales, ni películas, quise hacerlo con


la mente abierta, no dar nada por sabido. Quería transmitir lo que vivía en
cada momento, cuando estaba nervioso, asustado, incómodo", explica
Kusters. "Cuando pensamos en la Yakuza, pensamos en espadas, en muerte,
en acción. Sin embargo, cuando he estado con ellos, todo era lento,
pausado, y lo cierto es que era muy difícil para un europeo como yo
entender las reglas del juego, cómo se desenvuelven en sus relaciones
humanas. Hay una jerarquía hasta para con quién debes hablar primero,
dónde debes colocarte, cuándo debes abrir la boca y cuándo puedes tomar
una foto, por lo que al principio no sabía cómo comportarme. En gran
parte tiene que ver con saber cómo pedir algo. En Europa simplemente
pides permiso, pero en Japón todo tiene que ser indirecto. Digamos que
llega un coche espectacular y quieres hacerle una foto. No puedes decirles:
'¿Puedo hacerle una foto al coche?'. Lo que tienes que hacer es decir: 'Oh,
es un coche muy bonito'. Ellos entenderán lo que quieres y llegarán a la
conclusión de que deseas hacerle una foto al coche. Si hay que pasar por
eso por una simple fotografía a un coche, imagínate para hacer fotos en un
funeral".

"A los seis meses empecé a sentirme más tranquilo a la hora de disparar
con mi cámara", continúa el fotógrafo. "Ya había aprendido cómo hacer las
cosas y tenía más confianza. Un día me dijeron que el individuo que tenía al
lado acababa de pasar 23 años en la cárcel. Ese tipo de cosas me
recordaban constantemente con quién estaba tratando y para qué estaba
allí".
El camino visual de Kusters está repleto de luces de neón, garitos
oscuros, tipos grandes vestidos de negro, tatuajes que cubren cuerpos
enteros y un buen montón de manos con dedos amputados, una de las
señales de identidad de la Yakuza y un recordatorio de que el bushido, el
código de honor de los samurái, sigue gobernando su mundo. "La Yakuza es
-sobre todo- una forma de vivir: los jóvenes buscan un sentimiento de
pertenencia a algo más grande, más poderoso que ellos; para los veteranos,
los jóvenes representan una oportunidad de pasar sus enseñanzas. Pero
además algunos buscan buena prensa en el mundo exterior, como si
hubieran aprendido el arte de caminar por el lado bueno y el malo de las
cosas al mismo tiempo. Lo mejor, por decirlo de alguna manera, es la
sutilidad, los detalles, que es algo que normalmente nos perdemos. Tardé
más de 10 meses en aprender a mirar... recuerdo la primera vez que tuve la
oportunidad de fotografiarles: era un viaje de cinco horas en coche a la
prisión de Niigata con varios miembros de la familia que iban a recoger a
dos yakuza que salían de la cárcel. Si hubiera un medidor de tensión en el
aire, creo que ese día se hubiera roto", dice el belga. A pesar de ello, aclara
que nunca presenció ningún acto de violencia, un elemento muy presente
en la vida de la Yakuza, y que esto le ahorró "un montón de problemas" ya
que había pactado una cobertura sin restricciones de las actividades de la
organización. "¿Si tuve miedo? Lo que daba miedo era pensar lo que estaba
pasando en realidad. A mí me enseñaron lo que yo llamo la ciencia de la
violencia: los campos de entrenamiento, los combates... Debido a los
detalles del acuerdo, estaba claro que no iba a ver peleas o nada parecido.
¿Miedo de revelar detalles delicados o secretos? De existir, lo debería tener
yo. Si digo algo que rompa nuestro acuerdo, no tengo duda de que vendrían
a por mí. Que ejercen la violencia física es algo seguro, en eso no me llevo a
engaño".

La Yakuza ya no es lo que era, ahora la mayoría de sus inversiones son


legales, su dinero se encuentra en empresas respetables y sus miembros -
aunque extremadamente peligrosos- no son percibidos como esos samuráis
de pelo raro que atormentaban a las aldeas hace varios siglos. Eso no
significa que hayan dejado atrás el control del tráfico de drogas o la
prostitución, sino simplemente que dejan que los novatos se ensucien las
manos mientras la vieja guardia cuenta los billetes. También ayuda a su
imagen que directores como el japonés Takeshi Kitano les haya convertido
a través de sus películas en tipos normales y corrientes, o que mangas y
novelas hayan mitificado su existencia, una existencia al límite. Porque -
repite la cultura popular-, aunque a veces den rienda suelta a sus instintos
criminales, no dejan de ser humanos.

"Cuando miro atrás y pienso por qué me dejaron vivir dos años con ellos,
mi respuesta es que ahora tienen una crónica de su familia completamente
documentada. Cuando un extraño examina las imágenes, puede ver lo
malo, los rincones oscuros, pero ellos solo ven una cosa: a su familia",
remata Kusters, que acabó su trabajo en Tokio con el funeral de uno de los
grandes líderes de la familia Shinseikai, Miyamoto-san, un ritual
completamente privado al que el belga fue invitado: "Algunas de las fotos
que tomé allí son demasiado íntimas para que vean la luz, no lo sé, quizá
con el tiempo. Quién sabe, este proyecto no se ha acabado: quedan un
montón de cosas que contar".

La segunda edición de 'Odo Yakuza Tokyo' estará disponible en


www.antonkusters.com.

Ritos y tradición. Jefes de todas las familias durante el funeral por uno de los grandes 'padrinos' de
Tokio. ANTON KUSTERS

Símbolos. Las manos de un 'yakuza'. Los tatuajes son parte de sus distintivos; la amputación del dedo
meñique, el resultado de la aplicación del código de honor de la familia. ANTON KUSTERS

* Este artículo apareció en la edición impresa del 0016, 16 de octubre de 2011.

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