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Discurso pronunciado por Winston Churchill al

recoger el Premio Nobel de Literatura de 1953.


El premio Nobel de Literatura es para mí un honor único e inesperado y me aflige que mis deberes no me
permitan recibirlo por mi mismo aquí en Estocolmo de las manos de Su Majestad, su amado y respetado
Soberano. Estoy agradecido de que se me permita confiar esta tarea a mi esposa.

El rol en el cual mi nombre ha sido inscrito representa mucho de lo que se destaca en la literatura mundial
del siglo XX. El juicio de la Academia Sueca es aceptado como imparcial, autoritario y sincero a través de
todo el mundo civilizado. Yo estoy orgulloso, pero también, debo admitir, pasmado por su decisión de
incluirme. Espero estén en lo correcto. Siento que ambos corremos un considerable riesgo y ese es que no
lo merezco. Pero no tendré recelos si ustedes no tienen ninguno.

Desde que Alfred Nobel murió en 1896 hemos entrado en una época de tormenta y tragedia. El poder del
hombre ha madurado en todas las esferas excepto sobre sí mismo. Nunca en el campo de acción los eventos
parecían tan fuertemente a las personalidades enanas. rara vez en la historia hay hechos brutales tan
dominados por el pensamiento o tiene una virtud tan generalizada e individual que se encuentra tan débil un
enfoque colectivo. La temible pregunta nos enfrenta; ¿nuestros problemas han quedado fuera de control?
Sin lugar a dudas estamos atravesando una fase donde esto puede ser así. Bien podemos humillarnos, y
pedir por guía y misericordia.

Nosotros en Europa y el mundo occidental, quienes hemos planeado por salud y seguridad social, quienes
nos hemos maravillado con los triunfos de la medicina y la ciencia y quienes hemos apuntado a la justicia y
la libertad para todos, hemos sido testigos de hambre, miseria, crueldad, y destrucción antes que
palidecieran los hechos de Atila o Genghis Khan. Y nosotros quienes, primero en la Liga de las Naciones, y
ahora en las Naciones Unidas, hemos intentado dar un fundamento duradero a la paz que los hombres han
soñado desde hace mucho tiempo, hemos vivido para ver un mundo estropeado por divisiones y amenazado
por discordias incluso más graves y más violentas que aquellas que convulsionaron Europa después de la
caída del Imperio Romano.

Es sobre este oscuro fondo que podemos apreciar la majestuosidad y esperanza que inspira la concepción
de Alfred Nobel. Ha dejado detrás de él un haz brillante y duradero de cultura, del propósito, y de la
inspiración para una generación que está en dolorosa necesidad. Esta institución de fama mundial nos
señala un verdadero camino por el cual seguir. Afrontemos, entonces, el estrépito y la rigidez que vemos a
nuestro alrededor con tolerancia, variedad, y calma.

El mundo mira con admiración y, de hecho, con comodidad a Escandinavia, donde tres países, sin sacrificar
su soberanía, viven unidos en sus pensamientos, en su práctica económica, y en su saludable modo de vivir.
De estas fuentes, nuevas y más brillantes oportunidades pueden llegar a toda la humanidad. Estos son, creo,
los sentimientos que pueden animar a todos aquellos a quienes la Fundación Nobel decide honrar, con el
seguro conocimiento de que ellos respetarán los ideales y deseos de su ilustre fundador

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