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revista electrónica de teoría de la ficción breve

Lectura neo-alegórica de ‘Adiós a mamá’ de Reinaldo Arenas

Daniel Altamiranda

Daniel Altamiranda. Profesor y Licenciado en Letras (Universidad de Buenos Aires), PhD (Arizona State
University) y Doctor de la Universidad de Buenos Aires. Profesor titular de Literatura Europea Septentrional en
el Instituto de Enseñanza Superior “Mariano Acosta” de Buenos Aires. Ha publicado estudios sobre teoría literaria
y diversos temas de literatura del siglo XX, con énfasis en autores hispanoamericanos. Es editor del Boletín de
Humanidades del Colegio de Graduados de la Facultad de Filosofía y Letras, de la Univ. de Buenos Aires y co-
editor de la serie Spanish American Literature (New York: Garland).

Las décadas del setenta y ochenta fueron para América Latina un período de profunda desilusión y esforzada
reconstrucción de la vida democrática desde los cimientos mismos del pacto social. Desde un extremo del espectro
político, la noche de Tlatelolco en México y los golpes militares en gran parte de las repúblicas latinoamericanas
y, desde el otro, la progresiva estalinización de la política de la Revolución Cubana signiicaron la confrontación
de los ideales progresistas de los sesenta con una realidad en que el autoritarismo y la represión de estado son
las respuestas primarias a que se acude frente a la polarización y pauperización social. En un segundo momento,
el descrédito público de los gobiernos autoimpuestos, acompañado de un giro en la política internacional de los
Estados Unidos, propició en gran parte de la región un diicultoso regreso a los cauces democráticos que, al menos
por ahora, parece deinitivo.

En este contexto, deinida algo vagamente en términos temporales como la modalidad literaria dominante,
especíicamente narrativa, el Post-Boom incorpora nombres que en la actualidad han llegado a lograr un amplio
reconocimiento internacional: los chilenos Isabel Allende, Diamela Eltit, Ariel Dorfman y Antonio Skármeta,
los mexicanos Jorge Aguilar Mora, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y Gustavo Sáinz, los argentinos
César Aira, Mempo Giardinelli, Tomás Eloy Martínez, Ricardo Piglia, Manuel Puig, Juan José Saer y Luisa
Valenzuela, los cubanos Reinaldo Arenas y Miguel Barnet, los uruguayos Napoleón Baccino Ponce de León y
Cristina Peri Rossi, entre otros. Sin embargo, desde el punto de vista de la historiografía literaria, la situación dista
de ser sencilla toda vez que los autores indicados conluyen con los grandes maestros del Boom–Gabriel García
Márquez, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa–cuando se adopta la categoría de postmodernidad como concepto
epocal. Y esta adopción no es, de manera alguna, antojadiza. En efecto, como observa Malva E. Filer, “[d]esde
los años setenta, la identiicación con el Postmodernismo se hace cada vez más apropiada, con el progresivo
abandono de los proyectos novelísticos totalizadores (como el de Rayuela)” (42; cfr. los ensayos reunidos por
Domínguez y por Steimberg de Kaplan así como también los estudios monográicos de Menton y Williams).

Ahora bien, la referencia de Filer permite postular un elemento de diferenciación entre dos subperíodos: el
cambio de orientación en el interés de los escritores, que dejan de dirigir sus esfuerzos a la elaboración de grandes
proyectos narrativos (la escritura de la novela total) para generar una discursividad literaria que, sin dejar de

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lado el experimentalismo lingüístico y expresivo, se caracterizaría–y en esto seguimos las declaraciones de las
principales iguras del post-boom, vertidas en varias entrevistas–por: 1. una aceptación renovada de la realidad,
que va frecuentemente acompañada de compromiso social; 2. un retorno al ideal del amor; 3. la experiencia del
exilio; 4. mayor legibilidad alcanzada mediante el reconocimiento de los presupuestos del lector sobre tiempo,
causalidad y referencialidad lingüística. Todo ello puede sintetizarse en la fórmula de Shaw según la cual el
regreso a una forma de realismo accesible, con tendencia socialmente crítica, es central a la escritura del post-
boom (17). Pero conviene tener presente que esto no signiica volver al realismo tradicional sino un esfuerzo por
expresar lo real sin dejar de tener conciencia de que las expresiones de la realidad son iccionales.

En consonancia con estos lineamientos y en relación directa con el estudio de la forma cuento propiamente
dicha, Carlos Monsiváis destaca en la producción mexicana tres “cambios perceptibles” que corresponden a
la eliminación de la distancia entre el narrador y los objetos de su atención, la interiorización de la acción y el
desvanecimiento de la censura social del arte. El segundo de los rasgos apuntados lleva a establecer que “en el
texto, los personajes extreman y airman sus contradicciones, descubren en su yo una cultura y una sociedad
concentradas y en evolución, sacian en sus conlictos amorosos su nostalgia de hazañas” (26-27). Por otro lado,
la eliminación de la censura permite que la expresión llegue a tratar lo anteriormente considerado tabú, ya sea
desde el punto de vista lingüístico como conductual, sin limitaciones. En síntesis, el cuento mexicano de la
postmodernidad quedaría caracterizado por una libertad expresiva prácticamente absoluta y, a la vez, por una
enorme diversidad de temas y estilos.

Es indudable que los rasgos señalados hasta aquí permiten dar cuenta de gran parte de la producción cuentística
del período considerado. Sin embargo, creemos que la caracterización puede y debe ampliarse. Para ello,
recurriremos a un estudio de David W. Foster quien, aunque considera que el elemento más importante de la nueva
cuentística hispanoamericana es la articulación de la voz narrativa, maniiesta en la presencia de “un narrador
poco afable, desorientado y desorientador” (24), que lucha por encarar una experiencia cuya comprensión se le
escapa, también se reiere a “desplazamientos posmodernistas, desconstructivistas” (12) que consisten en:

• la irrupción de códigos y registros diferentes de aquello que, comúnmente, aceptamos como lenguaje
literario (17);

• el documentalismo, es decir, la “presencia de textos o fragmentos de textos que se niegan a enmascarar su


origen en los dominios que convencionalmente son excluidos del ámbito de la literatura” (18);

• y el debilitamiento de los límites entre historia y literatura, que propicia tanto la incorporación de material
documental extraliterario como la instauración neoalegórica de la sociohistoria.

Tanto la ampliación del espectro lingüístico como el documentalismo concuerdan con la orientación hacia
el realismo accesible del que hablábamos anteriormente, pero el tercero de los rasgos indicados introduce una
modalidad expresiva de origen antiguo pero ahora con una función socio-cultural distinta. Antes que nada, hace

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falta señalar que, a diferencia de sus manifestaciones contemporáneas, la alegoría tradicional se construye en torno
de personajes arquetípicos cuya condición simbólica se subraya con nombres emblemáticos (como Don Carnal y
Doña Cuaresma, el Pecador, Everyman, etc.) que predeterminan la remisión a la esfera religiosa para establecer
el sentido profundo del texto. Además, la alegoría es un tipo de relato que explota la pluralidad semántica a in
de generar un texto que impone sobre el lector la necesidad de operar en más de un nivel interpretativo. Dicho en
otros términos, la coexistencia de al menos dos planos de interpretación–uno supericial o literal y otro profundo
o traslaticio–es un rasgo constitutivo del género que dispara una convención de lectura especíica, según la cual
no es suicientemente satisfactorio desplegar el sentido de uno solo de dichos niveles. Por el contrario, la lectura
óptima será aquella que logre identiicarlos en su individualidad e indague en las interrelaciones que los conectan
con la misma supericie textual.

Si la hipótesis de Foster es correcta, la neoalegorización, a la vez que airma la dimensión creativa de la


producción textual, estatuye “una coherencia que proviene de la estructura de los fenómenos que pretende
recoger, representar y auscultar” (23). Efectivamente, el proceso de generación de esta manifestación literaria
en el contexto actual surge como repuesta a la problemática integración de historia y icción que enfrentan los
escritores. Foster comenta dicho proceso en estos términos:
al llegar a desconiar de la viabilidad de la práctica de la inserción del material documental, especialmente
aquél que conserva su cualidad enmarcada o entrecomillada, el narrador contemporáneo ha revisado las
pautas de la incorporación de la sociohistoria al texto literario. Lejos de tratarse de un retorno a un concepto
del arte como trasce[n]dencia de la sociohistoria o un refugio en un remozado concepto de la cultura
como sana y saludable evasión de una realidad agobiante a la que hay que dar la espalda, el descarte del
documentalismo explícito funciona más bien como una revigorizada relexión de cómo se puede llevar a
la literatura la abigarrada textura de la historia. Evidentemente, una alternativa es la nueva instalación de
la literatura como proceso metafórico, donde se vuelve cuestión de forjar un coherente tejido de signos que
“trasladan” o “traducen” el texto sociohistórico a los procesos discursivos de la narrativa. (22)

Una vez establecido el sentido general en que empleamos el término neoalegoría es pertinente revisar su
articulación textualizada en uno de los textos más representativos de la producción cuentística de la década del
setenta: “Adiós a mamá” del cubano Reinaldo Arenas.

En primer lugar, Arenas deja testimonio explícito de que este cuento, que fue dado a conocer por Ángel Rama
en su antología de Novísimos narradores (1981) y también fue incluido en la revista venezolana Zona Franca
(cfr. Valero, Hasson y Ette, 184), ha sido resultado de dos procesos sucesivos de escritura. A partir de la nota de
datación que cierra el texto, sabemos que una primitiva versión, escrita en septiembre de 1973, se ha perdido y
que la versión deinitiva se elaboró a ines de 1980. Sobre la importancia de este dato extratextual volveremos
más tarde.

“Adiós a mamá” relata el prolongado velatorio de una mujer, cuyo proceso de putrefacción se reiere en
obsesivo y mórbido detalle, y la inmolación sucesiva de sus hijas–Otilia, Odilia, Onelia y Ofelia–en una especie

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de ritual suicida cuyo sentido inal sólo se explica como resultado de una lealtad irracional. El único sobreviviente
de esta danza macabra es el narrador, hermano supuestamente menor, quien se debate entre el deber de acompañar
en la muerte a su familia o continuar con su propia vida.

El cuento se inicia con el anuncio de la muerte de la madre que provoca en sus descendientes un proceso creciente
de alienación y negación de la realidad: así, frente a la hinchazón cada vez mayor del cuerpo en descomposición,
las hermanas se ocupan de arreglarle el cabello o acomodarle la sobrecama, y frente al olor nauseabundo que
exhala, airma Onelia, secundada de inmediato por sus hermanas, que “nunca olió tan bien como ahora” (159).
La putrefacción los embriaga de tal manera que toda percepción se trastoca hasta conducir a un pasaje como el
siguiente:
El perfume de los cuerpos putrefactos de mamá, Ofelia, Odilia y Otilia se ha apoderado de toda la
región que ahora es un páramo encantador, pues los asquerosos pájaros, las sucias mariposas, las hediondas
lores, las pestíferas yerbas y demás arbustos, junto con los asquerosos árboles, han desaparecido, se
han marchitado, se han ido avergonzados o han muerto, debido–con razón–a su inferioridad. Toda esa
inutilidad endeble y efímera, todo ese horror. Todo ese paisaje inútil, indolente, criminal, ha sido derrotado.
Y la región es una espléndida explanada recorrida por un rumor extraordinario: el incesante ir y venir de
cucarachas y ratones, el trajinar de los gusanos, el zumbido infatigable de los luminosos enjambres de
moscas. (166)

Los suicidios sucesivos de las hijas se producen de la misma manera y, en cada despedida, airman el sentido de
la inmolación. Así, la primera de ellas, Ofelia, sostiene: “aquí estoy, aquí estamos, irmes, ieles, dispuestos para
lo que tú digas” (162) y, poco después, otra de las hermanas, que había luchado por la posesión del arma, dice: “así
que querías irte con ella antes que yo... Le demostraré que yo le soy mucho más iel que todos ustedes” (163).

Finalmente, es a partir de la evocación de la imagen de Ingrid Bergman que el narrador logra invertir una vez
más el nivel lingüístico a medida que huye de la casa en dirección al mar y al aire fresco:
Me gusta la peste de estos árboles; me encanta la hediondez de la yerba en la cual me revuelco. ¡Ingrid
Bergman! ¡Ingrid Bergman! Me fascina el olor putrefacto de las rosas. Soy un miserable. No puedo
evitar que el campo abierto me contamine. ¡Ingrid Bergman! Me golpeo, me vuelvo a golpear. Pero sigo
arrastrándome por el bosque, apoyándome en los troncos, aferrándome a las hojas, embriagándome con las
fétidas emanaciones de los lirios... Llego hasta el mar, me despojo de todas mis ropas y, deinitivamente
cobarde, aspiro la brisa. Desnudo me lanzo a las olas que, sin duda, han de oler muy mal. Sigo avanzando
sobre la espuma que ha de ser pestífera. ¡Ingrid Bergman! ¡Ingrid Bergman! Y salto; salto sobre la blanca,
transparente–¿hedionda?–espuma... Soy un traidor. Decididamente soy un traidor. Feliz. (171)

El relato propiamente dicho es susceptible de una lectura “realista” como caso anormal, en el que lo inusual
se explica a partir de la postulación de un narrador focalizado y no coniable. No obstante, varios elementos
textuales, considerados en clave traslaticia, conducen a reconstruir un signiicado subyacente o alegórico. Para
ello, será necesario reiniciar el comentario a partir de una descripción de la distribución del material textual.

El texto se subdivide en 18 secciones numeradas consecutivamente que corresponden a dos modalidades

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expresivas diferenciadas: por una parte, la puramente narrativa que se presenta, como ya se ha establecido, desde
la perspectiva de un narrador intradiegético y, por otra, una modalidad “poética” que incluye las secciones séptima,
decimotercera y decimoséptima, todas marcadas por un tono hímnico y ditirámbico. Desde el punto de vista de
la segmentación discursiva, las secciones indicadas en el texto no parecen responder a un esquema de partición
en unidades diversas y no discretas: alternan secciones más o menos extensas con otras brevísimas, como la
quinta que se limita a la frase “ya es hora de enterrarla” (158) o la undécima que contiene apenas una aclaración
parentética, “(para mí, que soy el único que los escucho)” (163). Esta anomalía distributiva es reforzada por el
hecho de que los cortes establecidos suelen caer en medio de estructuras sintácticamente solidarias, como se ve
en los siguientes pasajes:
[2] Y entre alaridos y sollozos giran a su alrededor en incesante círculo, a la vez que se golpean el pecho y
la cara, se tiran de los cabellos, se persignan, se arrodillan, vertiginosamente sin detener la ronda
3
a la cual yo, sin poder detenerme, también aullando y lagelándome, me incorporo. (156-57)
.................................................................................................................................
[4] Creo, les digo en voz baja, mientras me inclino, que
5
ya es hora de enterrarla. (158)

Anticipando una explicación puede establecerse que estas marcas textuales apuntan a un desmembramiento
“aleatorio” del nivel discursivo que parece descomponerse al ritmo de la putrefacción del cuerpo de la madre pero,
sumado al recurso de inversión lingüística de valores que hemos leído como señal de negación de la realidad,
establece una problematización compleja del lenguaje que llega, en la sección 18, a plantearse en términos de lo
que cubre la expresión “lo políticamente correcto”:
Ha llegado el momento. El gran momento en que debo unirme a mamá. ¿Debo?, ¿dije debo? Quiero,
quiero, esa es la palabra. Finalmente puedo, hundiéndome en el torbellino de las alimañas... ¿Alimañas?
Cómo puede haber salido de mi boca tal palabra. Mi madre, ¿mi adorada madre, eso que ahí se mueve,
puede llamarse acaso alimaña? (169)

Otro elemento lingüístico que contribuye a la determinación del signiicado segundo del relato se da cuando el
narrador insiste en la necesidad de enterrar a la madre, su hermana Ofelia le grita: “[...] no es más que un traidor.
Ella, a quien se lo debemos todo. Gracias a la cual existimos. ¡Criminal!” (159). Aquí, el uso del término traidor,
que se repite al inal del cuento y que entra en contraste con las manifestaciones de lealtad de las hermanas, es
la clave de acceso de la lectura alegórica: queda claro que no se trata de mero amor ilial, incluso ampliicado en
proporciones ilimitadas, sino de una forma de relación que supone el cumplimiento de las exigencias de leyes
sociales de orden superior, como la idelidad a la patria o el sentido del honor y la hombría de bien.

Por último, hay que prestar atención a la evocación de la madre por parte del narrador:

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[...] miro ahora para el rostro ennegrecido... Mamá en el deshoje del maíz, ordenando los distintos trabajos,
inundando la noche con el olor del café, repartiendo turrones de coco, prometiéndonos, para la semana
próxima, un viaje al pueblo: ¿es esto ahora? Mamá abrigándonos antes de apagar el quinqué, orinando
de pie bajo la arboleda, entrando a caballo bajo el aguacero con un racimo de plátanos recién cortados,
¿es esto? Mamá, desde el corredor, alta y almidonada, olorosa a yerbas, llamándonos para comer, ¿es
esto? Mamá congregándonos para anunciarnos la llegada de la Navidad, ¿esto? Mamá cortando el lechón,
repartiendo las carnes, el vino, los dulces... ¿esto? Mamá haciendo descender, desde la cumbrera del techo,
la e[s]clusa (todos mirando embelesados), y, ya, desplegando ante nosotros nueces, alicantes, yemas y
dátiles... ¿Es esto?, ¿es esto? (157)

La imagen de la madre en vida como ser todopoderoso, del cual depende el bienestar de todos los miembros
de la familia, que rige como una deidad sobre la vida y el destino de los suyos, que determina festividades y
llega a desempeñarse como hombre y adquirir atributos masculinos, obliga a pensar en su valor simbólico.

Al reunir las piezas que hemos identiicado podemos reconstruir el rompecabezas de la neoalegoría en este
cuento. Primero, un elemento objetivamente extratextual que ha sido voluntariamente convertido en parte del
texto es la referencia a la fecha de la primera versión. Al respecto, la autobiografía del autor, titulada Antes que
anochezca, ofrece abundante información sobre el contexto de escritura original del relato, en particular la
persecución de intelectuales y disidentes en Cuba, cuyo caso emblemático fue el célebre proceso a Heberto Padilla
en 1971. A ello hay que agregar los distintos marcadores lingüísticos que insisten en la disociación entre discurso
y referente, fenómeno que muchos cubanos anticastristas han denunciado como uno de los procedimiento de
control político establecido por el régimen (Sobre este tipo de manipulaciones, véase Altamiranda). Finalmente,
recuperando la asociación escolar entre familia y patria, según la cual la segunda se moldea sobre la metáfora
de la primera, es razonable proponer que, en el caso de “Adiós a mamá”, la igura de la madre represente a la
Revolución Cubana que llegó a convertirse en el centro de la vida de sus hijos, es decir el pueblo cubano, a
tal punto que incluso “muerta” les exige postreros sacriicios. A la luz de esta lectura, la escena inal en que el
narrador se arroja al mar desnudo no es sino otra metáfora para referirse a los balseros que, atraídos por la cultura
norteamericana–representada aquí por la película de Ingrid Bergman–se echan al mar abandonando el cuerpo
inerte de su patria en descomposición, dejando atrás las alimañas, las moscas, cucarachas, ratones y gusanos que
se han apoderado de todo.

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Referencias bibliográicas

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Steimberg de Kaplan, Olga, coord. Transformaciones de una cultura. Literatura latinoamericana y


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