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2.3.

Estudios y teología en el siglo XIII


La universitas studiorum, asociación de profesores y estudiantes, de la Edad Media
nace de la conjunción de dos factores a finales del siglo doce y comienzos del trece.
En primer lugar, las antiguas escuelas monásticas y episcopales se sentían
desbordadas por la afluencia de alumnos, cada vez más numerosos y deseosos de
innovaciones. Otro factor decisivo fue el movimiento corporativo, que impulsaba a los
componentes de los mismos oficios a asociarse para defender mejor sus derechos
frente a una nobleza anclada todavía en el feudalismo. Por eso, estudiantes y
profesores se unieron para formar la universitas, que les desligaba de la jurisdicción
territorial y las hacía depender directamente del rey, del emperador o del papa.

El peligro de herejía, tal como se concebía en la Edad Media, hizo que las autoridades
imperial y pontificia vigilaran con cuidado la concesión de la licentia docendi ubique, que
otorgaba la posibilidad de enseñar en cualquier centro de la cristiandad. Tanto la Iglesia
como el imperio necesitaban de esta institución para la formación de sus funcionarios,
y de hecho promueven y amparan sus propios centros. Las contiendas entre el imperio
y el papado urgían entonces los conocimientos de tipo político o jurídico, pero también
interesaban los culturales y religiosos. A finales del siglo doce se encuentran centros
de este tipo en Salerno, Montpellier, especializadas en medicina. También en París y
Palencia, especializadas en teología y la de Bolonia en derecho. En Oxford se funda en
1200 y en Salamanca en 1218. Integraban estas universidades las facultades de
teología, artes, derecho y medicina.

La fermentación escolar del siglo XII iba a dar razón a los nuevos equipos de
estudiantes y profesores, que emprenden una tarea con dos acciones aparentemente
antitéticas: inspiración evangélica de una parte y, de otra, la integración en el
pensamiento cristiano de la razón griega y de una filosofía de la naturaleza. Los
representantes de un pasado monástico no podían responder entonces ni a la fuerza
bíblica de los albigenses o de los valdenses ni a la amenaza del racionalismo griego.
Los espíritus más despiertos advierten que en adelante la teología debe proponer una
visión en la que la economía cristiana se esclarecerá con conocimiento de la naturaleza
y del hombre y todo ello en beneficio de una fe más pura en sus fuentes. El sistema
universitario no permitía que la teología quedara al abrigo de los influjos de otras
facultades. No bastaba con buenos estudios universitarios ni siquiera que los
documentos oficiales fueran conscientes de los peligros de la nueva situación y los
denunciaran. Más urgente era que bajo la inspiración evangélica algunos entendieran
la cuestión cultural como misión propia.

2.3.1 Medio siglo de agitada historia


En la primera mitad del siglo XIII, el aristotelismo se difunde con gran fuerza en el mundo
latino. La historia de la entrada de esta interpretación global de la realidad es una clave
fundamental para la comprensión de la labor teológica de la Edad Media. Pero la
reconstrucción de esta historia es compleja, entre otras cosas, porque la metafísica de
Aristóteles había sido transmitida con ideas y aportaciones neoplatónicas, pues ambas
tradiciones habían llegado mezcladas. En cualquier caso, las primeras generaciones
de teólogos de ese siglo se encuentran ante una filosofía, que daba pistas para una
definición global de las cosas y que parecía contradecir la tradicional sabiduría cristiana.
Las advertencias oficiales sobre los peligros para la cristiandad de un nuevo movimiento
cultural se advierten ya en 1210, cuando fue prohibido leer algunos libros de Aristóteles
en París. Eran medidas de prudencia ante el riesgo de las conclusiones panteístas y
materialistas que algunos autores proponían bajo la autoridad del Filósofo. Los nuevos
estatutos de la universidad, elaborados por Roberto Courçon en 1215, están en
perfecta sintonía con estas prohibiciones. La facultad más sensible a los peligros
denunciados era la de teología. Las sucesivas intervenciones de Gregorio IX en 1228
y 1231 agravarán la situación. En la primera predomina la preocupación por la
introducción de términos filosóficos en la explicación de los misterios, porque de ese
modo se olvidaba la naturaleza de la ciencia sagrada. En la segunda, consecuencia de
la suspensión de la enseñanza durante dos años, ya no se alude a los peligros
doctrinales, sino que denuncia los malos métodos de trabajo.

Estas prohibiciones del Filósofo siguen siendo repetidas con claridad hasta 1250, pero
no se impusieron en todos los ambientes. En estas intervenciones y en los teólogos
que las secundaban aparece la preocupación por salvaguardar la transcendencia de la
verdad divina amenazada por una excesiva racionalización. La reconstrucción de este
período teológico pone de relieve que, frente a la desconfianza oficial sobre el problema,
muchos maestros incorporan nociones y métodos de las obras prohibidas. Los libros
de Aristóteles podían ser provechosos para la cultura cristiana, pero era necesario
aplicarse con rigor a su estudio.

Los teólogos de la primera mitad del siglo XIII son sensibles a la divergencia entre
sabiduría cristiana y ciencia pagana y a la necesidad de armonizar ambos mundos. El
influjo y el recurso constante al sentido aristotélico de ciencia era un reto para la
teología, si quería seguir siendo creíble. Fe y razón son todavía dos realidades
estrechamente unidas, pero independientes. Por eso, tiene que aceptar un nuevo
caudal de materiales y dotarse de nuevos sistemas de enseñanza. La crítica moderna
considera como fundamental en esta tarea la aportación del maestro inglés Alejandro
de Hales, que enseña teología en París a partir de 1225. Luego, al hacerse miembro
de los frailes franciscanos, sigue regentando su cátedra desde 1236 hasta 1245. Este
maestro no tiene inconveniente en hacer buen uso de Aristóteles y los árabes, pero
siempre con gran independencia. Alejandro mantiene el espíritu de inspiración bíblica
en su glosa, pero introduce tanto la lógica aristotélica como su metafísica. Con él la
teología adquiere rigor científico y notable sistematización, pero la solución del
cometido de la filosofía sigue siendo una cuestión pendiente. Alejandro de Hales es el
primero en adoptar las Sentencias de Lombardo como texto en la facultad de teología,
hecho que atrae las críticas de Roger Bacon.

Quien abre la inteligencia cristiana a los nuevos mundos, al mismo tiempo que mantiene
el fervor evangélico de los mendicantes, fue Alberto el Grande (+ 1280). Llega a París
en 1240 y ocupa una de las dos cátedras de los dominicos entre 1242 y 1248. Los
dominicos habían mantenido restricciones al estudio en sus mismas constituciones,
pero el hielo se fue rompiendo poco a poco gracias a la ley de la dispensa, y también a
la actitud decidida de Alberto, cuya intervención puede considerarse determinante. Es
también uno de los promotores más destacados del ingreso aristotélico en el mundo
latino. Las prohibiciones oficiales seguían existiendo en la letra, pero el clima que se
respiraba las había anulado en la práctica.

En 1255, cuando Tomás de Aquino (+ 1274), discípulo de Alberto, enseñaba ya en la


universidad de París, los estatutos introducen las obras de Aristóteles en los programas
de enseñanza. Poco después comenzaba a componer la Suma contra gentiles, donde
aborda el problema teológico y presta gran atención a la filosofía, con el fin de exponer
mejor la doctrina cristiana. En su preocupación por la filosofía peripatética fue
secundado por Urbano IV (1261-1264), que fomentaba la iniciativa de procurar al
mundo occidental nuevas fuentes aristotélicas. Esta coincidencia le permitió comenzar
una serie de comentarios a diversos textos aristotélicos, porque disponía de nuevas
traducciones. Así los teólogos entraron en contacto no sólo con la lógica y la dialéctica,
que había dado un impulso a la teología en el siglo doce, sino también con las doctrinas
metafísicas, psicológicas y morales, que urgen nuevos planeamientos teológicos.

2.3.2. Las síntesis de Buenaventura y Tomás de Aquino


Los Padres se encontraron con el permanente problema de la contribución de la
sabiduría pagana a la transmisión del mensaje cristiano. Ante el desafío que significaba
la cultura pagana para su fe, algunos la rechazaron de plano, pero la corriente de mayor
influjo no negó su valor, y muchos aceptaron su aportación en la elaboración de sus
doctrinas y enseñanzas. Ello había dado lugar a una valoración positiva de la cultura,
que favoreció la composición de importantes obras teológicas.

Las soluciones a estas relaciones varían según los ambientes patrísticos, pero en la
Edad Media la solución de Agustín de Hipona era la más conocida. Para él la revelación
es el criterio valorativo de las verdades de la razón, aunque atribuye a éstas un valor
propedéutico. Esta perspectiva teológica será muy viva en la tradición y en ella influye
la célebre fórmula teológica de la necesidad de creer para entender. Tal actitud no
excluye el interés por la cultura humana, como la misma vida de Agustín demuestra.
Sin embargo, una aplicación rígida de estos criterios en un mundo religioso cerrado,
como el medieval, podía provocar una crisis en el pensamiento cristiano, pues el orden
racional tiende por su propia dinámica a adquirir mayor consistencia y a reivindicar su
valor. A estas alturas el agustinismo se había convertido en un complejo recipiente en
el que cabían posturas variadas y que servía de cobijo al tradicionalismo teológico. La
referencia de toda la realidad al mundo de las ideas divinas terminaba por primar la fe
en detrimento de los valores terrenos.

1º) Panorama de la filosofía

Al volver Tomás por tercera vez a la universidad de París en 1269 se encuentra con
una vida académica agitada, porque la interpretación de Aristóteles era muy discutida.
Un grupo, que toma su nombre del árabe de Córdoba Averroes (+ 1198), consideraba
sus obras sobre Aristóteles preferibles a las Avicena. En sus obras, publicadas a
principios de siglo, se encuentran los temas de la transcendencia de Dios y de la
autonomía de la razón, pero presentados como dos mundos autónomos. Esto ha dado
lugar a que se le haya atribuido la introducción de la "doble verdad". En todo caso, lo
que de ahí va a surgir es un racionalismo a ultranza basado en un naturalismo, que
podía dar al traste con la tradición creyente y cristiana. Una interpretación radical de
Aristóteles, propugnada por este grupo averroísta, dudaba de datos tradicionales de la
enseñanza cristiana como la creación en el tiempo y la inmortalidad personal.

El grupo pertenecía a la facultad de artes y su jefe de fila era Siger de Brabante. Murió
en Viterbo (1284), ya alejado de su heterodoxia, acuchillado por un siervo demente.
Hoy día se sabe que el grupo era numeroso y que había otros, como Boecio de Dacia,
que estaban más implicados que el mismo Siger. La historia subraya la admiración que
Siger tenía por Tomás y Alberto, de modo que utiliza sus doctrinas. De hecho Dante lo
coloca en el cuarto cielo con un círculo de sabios, a los que Tomás presenta.

Tomás va a pasar como el primer teólogo de la historia que hizo un uso sistemático de
la filosofía sin renunciar al fervor de la fe. Para él esta actitud significaba elevar la cultura
humana a sus metas más nobles y altas. Pero, para otros muchos, con esa obra había
comprometido la pureza del cristianismo primitivo. En la Edad Media se solía aludir a
este problema con el ejemplo del vino, como símbolo de la ciencia de las cosas divinas,
y del agua, como símbolo del saber de las cosas por la razón humana. Tomás también
usa la metáfora, pero defendiendo la debida aplicación, ya que para él se trata de
dignificar ambos componentes, no de corromperlos, como en el milagro de Caná.
Porque tan importante es la cuestión de mantener una filosofía al servicio de la teología
como una teología respetuosa de los datos de la razón humana.

2º) Panorama de la teología

En esta posición Tomás se va a encontrar bastante solo en aquel panorama cultural.


En aquel momento Buenaventura (+ 1274) y él eran los dos exponentes más
destacados de los mendicantes, y ambos se unen para reivindicar sus derechos. Pero
se advierte una sensibilidad diferente. Entre los franciscanos perduraba el espíritu de
san Francisco, que había permitido al portugués Antonio de Padua enseñar teología a
los frailes "con tal que este estudio no extinguiera el espíritu de santa oración y
devoción, tal como se contiene en la Regla". La piedad y el calor del corazón aparecían
en la cúspide de este programa.

Buenaventura es el exponente más destacado del espíritu de la teología franciscana.


Durante sus predicaciones cuaresmales de 1266 y 1267, comienza a denunciar una
serie de temas en los que la relación de la filosofía y la teología era el fondo de la
cuestión. En 1268 interviene denunciando algunas innovaciones peligrosas como la
eternidad del mundo, el determinismo de la voluntad por los astros y la unicidad de la
inteligencia de todos los hombres. La denuncia cuestionaba la posibilidad o no de la
unión entre la fe y la razón. Hay aquí una toma de posición clara contra una relación
demasiado confiada entre ambas. En sus predicaciones había evocado el sueño de
san Jerónimo, que se había visto flagelado en el último juicio por complacerse con el
racionalismo de Cicerón.

Buenaventura es un hombre docto atento a cuanto pueda afectar la fe. Por eso se
distancia de las posiciones que habían aparecido aquellos años en París. En 1273,
cuando ya era ministro general de su Orden, denuncia la situación con estas
advertencias: "El mayor peligro consiste en descender al uso de la filosofía. Se deja el
agua de Siloé y se acude a las aguas de los filósofos, en los cuales está la eterna
condena. Porque no se trata de mezclar el agua de la filosofía con el vino de la sagrada
ley, sino seguir el hecho de que Cristo hizo vino del agua y no al revés". La preocupación
por la fe no dejaba ver que el humilde elemento del agua pudiera elevarse hasta esos
niveles, como reivindicará Tomás.

Las relaciones entre Tomás y Buenaventura están condicionadas por la interpretación


que se haga de las relaciones entre filosofía y teología. Porque hay que tener presente
este ambiente general de reservas y sospechas, para no pensar que Buenaventura era
absolutamente contrario a Aristóteles y no más bien al uso que se hacía del mismo.
Ambos fueron colegas de enseñanza y se ocuparon de salvar la unidad del saber
cristiano en un momento en el que el ingreso del aristotelismo ponía en peligro esa
profunda convicción. Era frecuente que en aquel ambiente algunos, apelando a las
doctrinas aristotélicas, enfrentaran el saber filosófico con el saber teológico. Por su parte
el aristotelismo de Tomás estaba muy matizado, ya que toma del Filósofo más los
esquemas que los contenidos. Por eso, las preocupaciones de ambos doctores en
estos problemas están más cercanas de lo que muchos creen. La perspectiva general
de su teología es mantener el debido peso de la fe.

Pero Tomás y Buenaventura se encuentran en este momento en campos doctrinales


diversos, aunque tampoco se trata de un enfrentamiento directo, pues ambos tienen
intereses comunes más profundos. Para comprender el significado de estas relaciones
no debe olvidarse que Tomás había estudiado y comentado de cerca durante varios
cursos la obra del Pseudo-Dionisio. Desde entonces el término teología tiene para él
un fuerte sentido místico al que incorpora su inclinación científica. No es del valor de la
fe de lo que duda, sino que, por el contrario, el fervor por salvarlo hace que ponga a su
disposición todos sus recursos humanos. Es en esa perspectiva donde se puede
comprender su tesis sobre la teología como ciencia.

El uso de fuentes filosóficas en la sagrada doctrina es un obsequio de la fe. Tomás,


teólogo de la creación, no duda de la bondad de todos sus elementos. Y esto no es
más que otra aplicación del principio general de su doctrina según la cual "la gracia no
destruye la naturaleza, sino que la perfecciona" (ST I, 1, 8, ad 2). Pero esta actitud lo
enfrenta tanto a los piadosos teólogos como a los especulativos filósofos. En ambos
frentes reivindica la unción de la fe y el valor de la especulación. Pero esta posición no
era la mayoritaria en aquellos tiempos.

Muchos colegas de Tomás no aprobaron ni simpatizaron con su intento de utilizar a


Aristóteles en teología. La cuestión pendiente seguía siendo la actitud frente a la
filosofía. El año 1276 había sido elegido papa en Viterbo el anciano Pedro Hispano, con
el nombre de Juan XXI. La corte pontificia estaba preocupada por errores que eran
"perjudiciales a la fe", de modo que cuando en 1277 le llegan rumores de nuevas
agitaciones doctrinales en París escribe a Esteban Tempier para que se informe. Era el
mismo obispo que en vida de Tomás, en 1270, había tomado una iniciativa semejante.
Con la colaboración de sus teólogos redacta una lista de 219 proposiciones que
merecían ser condenadas. Fueron hechas públicas el siete de marzo de 1277, tres años
justos después de la muerte de Tomás. El hecho constituye uno de los momentos más
apasionantes de la historia de la filosofía medieval. Estas condenas denuncian las
actitudes radicales en filosofía, porque terminaban atentando contra el sentido religioso
de la tradición.

Los historiadores se muestran conformes en afirmar que en las tesis incriminadas,


además de los averroístas, se encuentra aludido de forma directa el pensamiento del
maestro dominico. En este clima, Roberto Kilwardby, dominico arzobispo de
Canterbury, prohibió treinta proposiciones de lógica, gramática y filosofía natural en un
documento fechado el 18 de marzo del mismo año en Oxford. Estas medidas fueron
renovadas más tarde en 1284 y 1286 por Juan Peckham, sucesor de Roberto al frente
de aquella diócesis, de modo que en Oxford perdura más la condena. Todo esto sugiere
que, con esas condenas, los que triunfaron fueron los teólogos conservadores de
inspiración agustiniana, aunque no pudieron suprimir la lectura ni de Aristóteles ni de
otros filósofos paganos.

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