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El peligro de herejía, tal como se concebía en la Edad Media, hizo que las autoridades
imperial y pontificia vigilaran con cuidado la concesión de la licentia docendi ubique, que
otorgaba la posibilidad de enseñar en cualquier centro de la cristiandad. Tanto la Iglesia
como el imperio necesitaban de esta institución para la formación de sus funcionarios,
y de hecho promueven y amparan sus propios centros. Las contiendas entre el imperio
y el papado urgían entonces los conocimientos de tipo político o jurídico, pero también
interesaban los culturales y religiosos. A finales del siglo doce se encuentran centros
de este tipo en Salerno, Montpellier, especializadas en medicina. También en París y
Palencia, especializadas en teología y la de Bolonia en derecho. En Oxford se funda en
1200 y en Salamanca en 1218. Integraban estas universidades las facultades de
teología, artes, derecho y medicina.
La fermentación escolar del siglo XII iba a dar razón a los nuevos equipos de
estudiantes y profesores, que emprenden una tarea con dos acciones aparentemente
antitéticas: inspiración evangélica de una parte y, de otra, la integración en el
pensamiento cristiano de la razón griega y de una filosofía de la naturaleza. Los
representantes de un pasado monástico no podían responder entonces ni a la fuerza
bíblica de los albigenses o de los valdenses ni a la amenaza del racionalismo griego.
Los espíritus más despiertos advierten que en adelante la teología debe proponer una
visión en la que la economía cristiana se esclarecerá con conocimiento de la naturaleza
y del hombre y todo ello en beneficio de una fe más pura en sus fuentes. El sistema
universitario no permitía que la teología quedara al abrigo de los influjos de otras
facultades. No bastaba con buenos estudios universitarios ni siquiera que los
documentos oficiales fueran conscientes de los peligros de la nueva situación y los
denunciaran. Más urgente era que bajo la inspiración evangélica algunos entendieran
la cuestión cultural como misión propia.
Estas prohibiciones del Filósofo siguen siendo repetidas con claridad hasta 1250, pero
no se impusieron en todos los ambientes. En estas intervenciones y en los teólogos
que las secundaban aparece la preocupación por salvaguardar la transcendencia de la
verdad divina amenazada por una excesiva racionalización. La reconstrucción de este
período teológico pone de relieve que, frente a la desconfianza oficial sobre el problema,
muchos maestros incorporan nociones y métodos de las obras prohibidas. Los libros
de Aristóteles podían ser provechosos para la cultura cristiana, pero era necesario
aplicarse con rigor a su estudio.
Los teólogos de la primera mitad del siglo XIII son sensibles a la divergencia entre
sabiduría cristiana y ciencia pagana y a la necesidad de armonizar ambos mundos. El
influjo y el recurso constante al sentido aristotélico de ciencia era un reto para la
teología, si quería seguir siendo creíble. Fe y razón son todavía dos realidades
estrechamente unidas, pero independientes. Por eso, tiene que aceptar un nuevo
caudal de materiales y dotarse de nuevos sistemas de enseñanza. La crítica moderna
considera como fundamental en esta tarea la aportación del maestro inglés Alejandro
de Hales, que enseña teología en París a partir de 1225. Luego, al hacerse miembro
de los frailes franciscanos, sigue regentando su cátedra desde 1236 hasta 1245. Este
maestro no tiene inconveniente en hacer buen uso de Aristóteles y los árabes, pero
siempre con gran independencia. Alejandro mantiene el espíritu de inspiración bíblica
en su glosa, pero introduce tanto la lógica aristotélica como su metafísica. Con él la
teología adquiere rigor científico y notable sistematización, pero la solución del
cometido de la filosofía sigue siendo una cuestión pendiente. Alejandro de Hales es el
primero en adoptar las Sentencias de Lombardo como texto en la facultad de teología,
hecho que atrae las críticas de Roger Bacon.
Quien abre la inteligencia cristiana a los nuevos mundos, al mismo tiempo que mantiene
el fervor evangélico de los mendicantes, fue Alberto el Grande (+ 1280). Llega a París
en 1240 y ocupa una de las dos cátedras de los dominicos entre 1242 y 1248. Los
dominicos habían mantenido restricciones al estudio en sus mismas constituciones,
pero el hielo se fue rompiendo poco a poco gracias a la ley de la dispensa, y también a
la actitud decidida de Alberto, cuya intervención puede considerarse determinante. Es
también uno de los promotores más destacados del ingreso aristotélico en el mundo
latino. Las prohibiciones oficiales seguían existiendo en la letra, pero el clima que se
respiraba las había anulado en la práctica.
Las soluciones a estas relaciones varían según los ambientes patrísticos, pero en la
Edad Media la solución de Agustín de Hipona era la más conocida. Para él la revelación
es el criterio valorativo de las verdades de la razón, aunque atribuye a éstas un valor
propedéutico. Esta perspectiva teológica será muy viva en la tradición y en ella influye
la célebre fórmula teológica de la necesidad de creer para entender. Tal actitud no
excluye el interés por la cultura humana, como la misma vida de Agustín demuestra.
Sin embargo, una aplicación rígida de estos criterios en un mundo religioso cerrado,
como el medieval, podía provocar una crisis en el pensamiento cristiano, pues el orden
racional tiende por su propia dinámica a adquirir mayor consistencia y a reivindicar su
valor. A estas alturas el agustinismo se había convertido en un complejo recipiente en
el que cabían posturas variadas y que servía de cobijo al tradicionalismo teológico. La
referencia de toda la realidad al mundo de las ideas divinas terminaba por primar la fe
en detrimento de los valores terrenos.
Al volver Tomás por tercera vez a la universidad de París en 1269 se encuentra con
una vida académica agitada, porque la interpretación de Aristóteles era muy discutida.
Un grupo, que toma su nombre del árabe de Córdoba Averroes (+ 1198), consideraba
sus obras sobre Aristóteles preferibles a las Avicena. En sus obras, publicadas a
principios de siglo, se encuentran los temas de la transcendencia de Dios y de la
autonomía de la razón, pero presentados como dos mundos autónomos. Esto ha dado
lugar a que se le haya atribuido la introducción de la "doble verdad". En todo caso, lo
que de ahí va a surgir es un racionalismo a ultranza basado en un naturalismo, que
podía dar al traste con la tradición creyente y cristiana. Una interpretación radical de
Aristóteles, propugnada por este grupo averroísta, dudaba de datos tradicionales de la
enseñanza cristiana como la creación en el tiempo y la inmortalidad personal.
El grupo pertenecía a la facultad de artes y su jefe de fila era Siger de Brabante. Murió
en Viterbo (1284), ya alejado de su heterodoxia, acuchillado por un siervo demente.
Hoy día se sabe que el grupo era numeroso y que había otros, como Boecio de Dacia,
que estaban más implicados que el mismo Siger. La historia subraya la admiración que
Siger tenía por Tomás y Alberto, de modo que utiliza sus doctrinas. De hecho Dante lo
coloca en el cuarto cielo con un círculo de sabios, a los que Tomás presenta.
Tomás va a pasar como el primer teólogo de la historia que hizo un uso sistemático de
la filosofía sin renunciar al fervor de la fe. Para él esta actitud significaba elevar la cultura
humana a sus metas más nobles y altas. Pero, para otros muchos, con esa obra había
comprometido la pureza del cristianismo primitivo. En la Edad Media se solía aludir a
este problema con el ejemplo del vino, como símbolo de la ciencia de las cosas divinas,
y del agua, como símbolo del saber de las cosas por la razón humana. Tomás también
usa la metáfora, pero defendiendo la debida aplicación, ya que para él se trata de
dignificar ambos componentes, no de corromperlos, como en el milagro de Caná.
Porque tan importante es la cuestión de mantener una filosofía al servicio de la teología
como una teología respetuosa de los datos de la razón humana.
Buenaventura es un hombre docto atento a cuanto pueda afectar la fe. Por eso se
distancia de las posiciones que habían aparecido aquellos años en París. En 1273,
cuando ya era ministro general de su Orden, denuncia la situación con estas
advertencias: "El mayor peligro consiste en descender al uso de la filosofía. Se deja el
agua de Siloé y se acude a las aguas de los filósofos, en los cuales está la eterna
condena. Porque no se trata de mezclar el agua de la filosofía con el vino de la sagrada
ley, sino seguir el hecho de que Cristo hizo vino del agua y no al revés". La preocupación
por la fe no dejaba ver que el humilde elemento del agua pudiera elevarse hasta esos
niveles, como reivindicará Tomás.