Está en la página 1de 15

LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL INGLESA

La primera Revolución Industrial de la Historia se produjo en Gran Bretaña. La


fecha exacta de su aparición se discute aún. Para unos, el punto de partida es el año
1760. Otros coinciden en señalar que la industrialización dio comienzo en 1780,
basándose en los movimientos al alza experimentados, tanto por el comercio exterior
británico a finales del siglo XVIII, como por el crecimiento del porcentaje anual de la
producción industrial, que fue superior al doble a partir del año 1780.
Aplicando este esquema, algunos economistas han sugerido un marco
cronológico más preciso: entre 1783 y1802 se habría producido el despegue hacia el
desarrollo sostenido de toda la economía británica. Sea, pues, como fuere, el caso es que
nadie niega que en un período iniciado a mediados del siglo XVIII ocurrieron cambios
tan importantes en la economía industrial británica, que se puede hablar con rotundidad
de auténtica Revolución Industrial.

LA REVOLUCIÓN DEMOGRÁFICA

A partir de la década de 1740, la población de las islas británicas -sobre todo la


inglesa y la galesa- experimentó un crecimiento notable. Ese aumento se aceleró hasta
llegar a niveles sin precedentes en la década de 1780, alcanzando el máximo entre 1811
y 1821. Las causas del fenómeno habría que buscarlas en un descenso paulatino de la
mortalidad (y especialmente de la infantil), en un aumento de nivel de vida, en un
aumento de la nupcialidad en edades más tempranas y, en consecuencia, en un
crecimiento de la natalidad favorecido por todo ello. El resultado fue que la población
casi se duplicó entre 1700 y 1800: de 6,5 millones de habitantes en la primera fecha se
pasó a 10.7 en la segunda.
Sin embargo, la presión demográfica, por sí sola, no basta para poner en marcha
un proceso de industrialización. El caso de Irlanda confirma esa tesis: entre 1760 y 1800
la población irlandesa se multiplicó por dos. Entre las causas de ese fenómeno cabe
señalar el desarrollo del cultivo de la patata, con la consiguiente elevación de su
producción y su conversión en alimento básico y cotidiano de las familias más pobres.
El crecimiento demográfico parecía estar asegurado, pero las malas cosechas produjeron
sensiblemente ese proceso a su mínima expresión y terminaron frenando el crecimiento
económico.
De ese ejemplo se deduce que una mayor presión demográfica sobre la oferta
alimentaria no puede conducir a un aumento si no se dispone de las técnicas necesarias
y si lo recursos no son suficientes. Una quiebra en el ritmo productivo puede llevar
aparejada la alimentación de los resultados satisfactorios y de los excedentes
demográficos creados en las coyunturas buenas. De todo ello se concluye, que la
población irlandesa antes de 1800 todavía era sensible a las coyunturas y se comportaba
siguiendo un régimen demográfico propio de un país preindustrializado. Ése, por el
contrario, no era el caso inglés.

OTRA REVOLUCION NECESARIA: LA AGRICULTURA

El desarrollo constituye una de las condiciones impresionables en un proceso de


industrialización, pues todo crecimiento de las rentas agrícolas –derivado así mismo del
aumento de la producción agraria- crea y genera siempre una ampliación del consumo,
por parte de los campesinos, de los productos no agrarios. Esto propicia, igualmente, un
relanzamiento del proceso de industrialización en sus inicios. Este esquema sirve para
explicar el papel protagonizado por la agricultura inglesa a favor de la Revolución
Industrial. Para que ésta se produjera, aquella hubo de sufrir profundas
transformaciones.
En efecto, Inglaterra vivió también una auténtica revolución agraria. En su
desarrollo sobresalieron e intervinieron varios factores: en primer lugar, las áreas de
cultivo se extendieron a terrenos anteriormente dedicados a la ganadería, que a su vez,
adoptó un régimen intensivo, asociándose de esta manera –y por vez primera- a la
agricultura. En segundo lugar, la comunidad campesina comenzó a depender del
comercio exterior e interior en función del aumento de su propia demanda. Al mismo
tiempo, se adoptaron nuevas técnicas de producción, como el cultivo continuado, el
arado triangular, la generalización de cultivos no cerealísticos –como legumbres,
patatas, forraje para ganado-, la utilización de maquinas trilladoras, entre otros.
En cualquier caso, la novedad más importante se produjo en el campo legislativo
o político-constitucional: en 1700, la mitad de la tierra arable de las islas se cultivaba
todavía con el sistema de campo abierto u openfield. Pues bien, a partir de 1760, los
terratenientes ingleses impulsaron los cercamientos de fincas –las enclosures-, lo cual
significó la reconversión de las dehesas, de los bosques, de los prados y baldíos, de los
campos abiertos, de las tierras de aprovechamiento comunal, en propiedades privadas y
valladas. Las leyes del parlamento –controlado políticamente por las clases dominantes-
sancionaron un mecanismo de absoluta naturaleza política: a partir del Enclosure Atc
pudieron ponerse en explotación tierras hasta entonces no cultivadas, a disposición de
propietarios agrícolas ambiciosos, dotados de mentalidad empresarial, burguesa y
comercial. En definitiva, se incrementaron, con ello, las superficies cultivadas,
propiciando un aumento de la productividad agrícola que, a su vez, elevaría los ingresos
de todos los campesinos en general.
La importancia de las transformaciones agrícolas fue evidente, pero en su
desarrollo no debe olvidarse el papel protagonizado por factores ajenos a la propia
agricultura, como el crecimiento demográfico, el desarrollo urbanístico, la ampliación
de la manufactura y la industria, que estimularon gradualmente el mercado de productos
agrarios. Este incentivo produjo en el campo un ambiente favorable a las innovaciones y
a la asunción de riesgos empresariales. Por otra parte, la agricultura británica generó un
poder de compra que se dirigió preferiblemente a los mercados interiores. La industria
británica se benefició de esta corriente, tanto más cuanto el mercado interior se organizó
frente a la competencia foránea. En ese sentido, siempre es difícil y arriesgado
establecer una red industrial dependiendo de la demanda exterior. Justamente, ésta era
muy inestable, dadas las circunstancias internacionales de la segunda mitad del siglo
XVIII: guerra de los Siete Años, guerra de Independencia Norteamericana, Revolución
Francesa y guerras napoleónicas. Esa coyuntura, precisamente, favoreció el proceso de
industrialización británico, por la sencilla razón de que se había establecido previamente
una relación estrecha entre la industria británica y la demanda interior; relación que se
profundizó a medida que la demanda avanzaba. No había lugar para las dudas: se podía
arriesgar, se podía innovar sin temor.
Finalmente, la agricultura inglesa proporcionó una gran parte sustancial del
capital que la industria requería para su desarrollo. De este modo, no conviene olvidar
que los terratenientes construyeron talleres metalúrgicos, que fueron partidarios de las
mejoras de las comunidades, que algunos –con la garantía de sus propiedades- pidieron
créditos para financiar proyectos industriales. Recíprocamente, lo empresarios
industriales que conocieron el éxito invirtieron parte de sus beneficios en la compra y
explotación de propiedades agrarias. No se trataba de una segunda traición de la
burguesía. Al contrario, estos empresarios organizaron sus haciendas agrícolas con el
mismo espíritu innovador y burgués con quien dirigía sus propias factorías urbanas. Así
pues, las revoluciones se encontraban en el tiempo, formaban parte de un mismo
proceso, estaban imbricadas ya sin posibilidad de divorcio.

LAS TRANSFORMACIONES EN EL COMERCIO


EL COMERCIO EN UNA ECONOMIA PREISDUSTRIAL

Durante los siglos XVI y XVII, gran parte de las regiones europeas producían lo
justo para cubrir la mayoría de sus necesidades básicas: el comercio internacional –y a
veces el nacional- se limitaba, en gran parte, a los artículos de lujo o bienes muy
especiales (pescados-minerales). Ésa era una característica propia de economías
dominantes preindustriales. Por esa razón, la vía más despejada al desarrollo económico
y la industrialización consistía en aumentar las relaciones comerciales y, sobre todo, en
abrir mercados en otros continentes. Los intentos por ampliar el horizonte comercial
configuran y definen la historia europea. Sin embargo, la demanda era pobre y no podía
responder a una oferta cada vez más ambiciosa. Además, las comunicaciones
internacionales eran difíciles, entrañaban multitud de peligros y, por ese motivo, los
productos estaban obligados a encarecerse, lo cual restringía aún más la demanda de
artículos europeos. No obstante, la lucha planteada casi desde el inicio de los
descubrimientos geográficos del siglo XVI se mantuvo viva.
En la disputa que se entabló, Gran Bretaña ocupaba una posición estratégica
muy privilegiada. No fue obstáculo que sus recursos naturales fuesen limitados, ni que,
por el hecho geográfico de su aislamiento, fuera muy sensible a la competencia exterior
de neerlandeses y franceses. En cambio, su capital humano formado por expertos
marinos y navegantes, su ventaja comercial –pues contaba con una clase mercantil con
capitales y espíritu de empresa y riesgo- la experiencia financiera y crediticia de su
sociedad y su estructura política, que simpatizaba con esos ideales, dieron alas a la
sociedad británica para lanzarse por los trayectos mercantiles más sugerentes,
cualquiera que fuese su destino.
El incentivo para triunfar –dadas esas condiciones- lo constituyó la organización
de una floreciente industria de exportación de tejidos de lana, cuya calidad esa superior
a la producida por sus competidores y cuyos precios eran más asequibles. Desde el siglo
XV, y hasta la segunda mitad del siglo XVIII, la lana había sido el principal factor de
desarrollo económico: se disponía de ella en abundancia, se contaba con la tecnología
adecuada y las técnicas comerciales precisas. Además, un hecho aceleró el camino hacia
la hegemonía comercial: a mediados del siglo XVIII, se había abierto el comercio del
Atlántico, y las plantaciones británicas en las Indias Occidentales ampliaron la gama de
las mercancías que pudieron ser vendidas en el mercado europeo. Así pues, a los tejidos
de lana se agregaron las especias, el té, el azúcar, el tabaco, el algodón, las tinturas. Las
reexportaciones se incrementaron de forma espectacular. Sin embargo, era difícil pagar
los productos tropicales con tejidos de lana por evidentes razones climáticas. La
solución al problema –que no era otro que buscar un equilibrio entre oferta y demanda
en el mercado internacional- se halló en el desarrollo de una red internacional de
transacciones comerciales, cuya sede central sería Londres. Se organizó, de este modo,
lo que se denomina comercio triangular. No obstante, es preciso concluir que tanto los
mercaderes y armadores de buques como los productores y consumidores británicos
salieron beneficiados ampliamente de este proceso singular: unos y otros pudieron
disponer, con mucha más facilidad de materias primas y de productos procedentes de
todos los rincones del Globo.

Las innovaciones comerciales

Precisamente por eso, a mediados del siglo XVIII, las innovaciones más
decisivas se produjeron en el sector comercial.
En primer lugar, los monopolios comerciales fueron reemplazados por
mercaderes que actuaban individualmente y por su cuenta y riesgo; en segundo lugar, a
pesar de sus triunfos en ultramar, los británicos no olvidaron que su mercado principal
era Europa: las tres cuartas partes de sus exportaciones se dirigían al continente. En
tercer lugar, y como ya se ha visto, a finales de siglo la supremacía naval británica sobre
Francia, era un hecho crucial. Por otra parte, los estadounidenses, antes y después de su
independencia, prefirieron las manufacturas británicas. Por último, Londres desplazó a
Ámsterdam como centro financiero del mundo.
Todo ello favoreció y facilitó la Revolución Industrial, y, además, contribuyó a
extenderla y difundirla dentro y fuera de Europa. El comercio era –y es- un proceso de
efectos recíprocos: al comprar en el exterior, los importadores británicos
proporcionaban recursos suficientes para que, a su vez, se compraran artículos de la
industria británica. El ejemplo del comercio del algodón expresa muy bien la relación
que se acaba de establecer. Hasta 1750, las exportaciones británicas estaban constituidas
esencialmente por tejidos de lana que representaba un 50 por ciento del total de las
ventas. Sin embargo, a partir de esa fecha, se produjo un giro en el rumbo de las
exportaciones: lana y los productos primarios (cereales) cedieron la preeminencia a los
tejidos de algodón. El algodón poseía la virtud de venderse barato y en todo el mundo,
con independencia de niveles de renta de los consumidores o de las características
climáticas de los países compradores del tejido. Todo lo que debía hacerse era
transportar la mercancía y venderla. De esa manera, Gran Bretaña creaba una gran
industria de consumo basada en recurso natural que no poseía; su desarrollo económico
se construía sobre el comercio internacional. Para concluir el ejemplo, basta añadir
como comprar el algodón norteamericano Gran Bretaña dio a las colonias un poder de
compra que aumentó su demanda de artículos británicos de exportación. Además, se
creó un incentivo para las innovaciones técnicas, tanto como en los centros
manufactureros como en las regiones que suministraban la materia prima. De esta
manera, la máquina desmotadora de Whitney y la conquista de tierras para el cultivo
algodonero en el sur de los Estados Unidos produjeron un descenso del coste de la
materia prima, un abaratamiento del tejido acabado en Gran Bretaña y una ampliación
mundial de la demanda.
Puede establecerse, tras lo escrito, que la expansión del comercio británico en el
siglo XVIII constituyó una causa esencial en desarrollo de la industrial. Justamente, la
revolución consistió en el hecho que el equilibrio de la economía se desplazó de una
base primariamente agrícola a otra fundamentalmente industrial y comercial al mismo
tiempo. Pero el comercio fue el sector que creó tal excedente económico que, gracias a
él y a sus inversiones, se financiaron la industria y las mejoras en la agricultura. En
cualquier caso, hablar de comercio es recordar los medios y los instrumentos sobre los
que éste se establece. El principal de todos ellos es el transporte, las rutas (marítimas o
terrestres), su seguridad, sus costos, su velocidad, su accesibilidad, su mayor o menor
aptitud para agilizar los intercambios entre los mercados.

LAS INNOVACIONES EN EL TRANSPORTE


El transporte por carretera

Ya se ha indicado que uno de los obstáculos del comercio europeo en la Edad


Moderna era que no contaba con rutas fáciles, seguras, baratas y rápidas. El mejor
ejemplo de este lamentable estado lo constituían las carreteras británicas, que se
consideraban –quizás exageradamente-, a principios del siglo XVIII, como los peores de
Europa. Se dice, en efecto, que una carretera o un camino está en malas condiciones
cuando no son capaces de soportar el tráfico de personas o mercancías. Esto era lo que
realmente sucedía en Gran Bretaña justo al comienzo del proceso industrializador.
Sin embargo, a mediados del siglo y dada la insuficiencia de las carreteras, se
produjo un interés creciente por solucionar el problema. En efecto, si, en la primera
mitad del siglo, el parlamento había concedido un promedio anual de ocho licencias
para construir entre 1750 y 1770, las autorizaciones se elevaron a un promedio de
cuarenta por año, lo cual indica que el ritmo se multiplicó por cinco, y, por supuesto,
también las necesidades económicas de su utilización. Aún crecería mas entre 1791 y
1810 período en el cual se crearon hasta cincuenta carreteras anuales.
Aunque las técnicas de construcción no eran nuevas –a lo sumo, eran variantes
del sistema que utilizaban los romanos, consistentes en el ejemplo de grandes bloques
de piedra cubiertos por varias capas de grava sólidamente apisonadas-, lo cierto es que
las nuevas rutas eran transitables, sobre todo en tiempos de lluvias, y además eran
duraderas. Se consiguió con ello rapidez, regularidad y comunidad en los viajes. De esa
manera, el tráfico aumentó: en 1756 sólo había una diligencia diaria entre Londres y
Brighton, mientras que, en 1811, había casi una treintena. Pero el tráfico de mercancía
era mucho más lento que el de pasajero. En este sentido, si la revolución comercial e
industrial hubiese tenido que depender de las carreteras, sus efectos habrían sido muy
tardíos. Sin embargo, Gran Bretaña poseía una alternativa para el tráfico de mercancías
pesadas: las vías fluviales y marítimas.

El transporte marítimo y fluvial

El transporte marítimo era, hasta aquel momento, el más utilizado. Una gran
flota de barcos de menos de doscientas toneladas recorría las costas y los puertos
transportando materiales pesados, como carbón para la calefacción; piedras, pizarra y
arcilla para la construcción de viviendas, y cereales para la alimentación de las grandes
ciudades industriales en crecimiento. Sin embargo, el mar –como la tierra- tiene sus
inconvenientes. El tiempo también le afecta, y las guerras y los impuestos a su
circulación y las rapiñas de los corsarios. Sin abandonar la navegación de cabotaje –
pero como solución a los problemas que de ella derivaban-, los comerciantes e
industriales británicos auspiciaron el desarrollo y la transformación del sistema de
navegación fluvial.
Este tipo de transporte era más seguro que el marítimo, igualaba su capacidad y
era más barato. Los canales, además, incrementaron las inversiones en el sector de la
construcción, que incorporó la mano de obra que había sido liberada por la agricultura
una vez puesto en marcha el sistema de las enclosures; representaron un auténtico reto
para la ingeniería y, por último, gracias a ellos se pudo abastecer a los mercados del
interior, ampliando, en consecuencia, la oferta.
La construcción de los canales se hizo en tres períodos; en las décadas de 1760-
1770, 1780-1790 y, especialmente a partir de 1790. A finales del siglo, existían en Gran
Bretaña unas 2.000 millas de vías de agua navegables; una tercera parte estaba
constituida por canales, que habían sido construidos entre 1750 y 1800. Esta auténtica
fiebre de canales obedecía un motivo claro: el crecimiento urbano. Las ciudades
necesitaban carbón para abastecer a las pequeñas industrias, como las herrerías, las
panaderías, las cervecerías, agotaba la madera o siendo escasa, el carbón era el
combustible doméstico por excelencia. Así pues, el proceso de urbanización británico –
tan unido a la industrialización- contó con la colaboración del transporte fluvial. El
dinero para la construcción de canales procedía fundamentalmente de agentes
interesados en el transporte: terratenientes que deseaban comercializar sus productos en
la ciudad, propietarios de minas de carbón, industriales o fabricantes que utilizaban
materias primas pesadas, como el hierro o la arcilla. Otros intervinieron en la
financiación por puro deseo especulativo, como los bancos. Y no hay que olvidar a los
comerciantes locales, que no sólo participaron para ver abaratados sus productos, sino
que, a veces, compraron acciones de los canales, esperando beneficios rápidos, a la vez
que se familiarizaba con este tipo especial de inversiones.
Al margen de que los canales dieran beneficios a sus accionistas, no debe
olvidarse que, gracias a ellos, el carbón llegó a los consumidores a precios razonables,
que las herrerías y fundiciones de hierro pudieron reducir los costos de producción, que
los habitantes de las ciudades calentaron sus viviendas en el invierno y, con el ahorro
que les suponía el abaratamiento de la calefacción, pudieron aumentar su demanda de
productos industriales. Los canales contribuyeron, de esta manera, a la mejora de la
calidad de vida de las ciudades, al incremento del ahorro familiar y a la orientación de
inversiones hacia sectores económicos cuyos beneficios sociales eran más duraderos.
Pero los canales no constituyeron los únicos ejemplos de inversiones privadas, a
finales del siglo XVIII, en el sector de los transportes. Al mismo tiempo que se
construían los canales, se formó la red portuaria. La razón para ello fue la expansión del
comercio exterior británico durante el último cuarto del siglo, como se ha tenido ocasión
de ver. Puede, pues, concluirse que, gracias a la renovación y a las innovaciones en los
medios de transporte, se vio favorecida la productividad de toda la economía británica;
igualmente, se beneficiaron el ahorro privado y espíritu inversor, la libertad y la agilidad
en los negocios. Podría decirse que en ningún sector se advierte mejor que en éste los
efectos y las causas de la Revolución Industrial.

LA REVOLUCIÓN EN LA INDUSTRIA. EL SECTOR DEL ALGODÓN

Los cambios experimentados en la industria británica se produjeron en el sector


tecnológico y en la organización económica. Estas modificaciones afectaron, sobre
todo, a dos ramas de la industria: la textil algodonera y la metalúrgica. No cabe duda,
sin embargo, que la primera de ellas actuó como sector piloto principal en la
transformación de toda la economía industrial. Pero este fenómeno no ocurrió de
repente.
A mediados del siglo XVIII, la industria del algodón estaba atrasada, era
pequeña e incapaz de competir –ni en calidad ni en precio- con la industria lanera; su
expansión era ilimitada, tanto por lo que respecta a la demanda como a la oferta; la
productividad de los hiladores –que trabajaban con métodos y técnicas muy antiguas-
eran bajísima: se trataba, en fin, de una industria de carácter doméstico, que, a veces, era
complementaria de la agrícola. La materia prima producida del exterior: del sur de los
Estados Unidos y de las Indias Occidentales. El producto acabado era de baja calidad,
muy basto, difícil de coser y de lavar.
Dadas esas características, las innovaciones que requería el sector parecían
imprescindibles. Las primeras novedades técnicas se aplicaron tanto a la lana como al
algodón: la lanzadera de Kay fue adoptada por los tejedores de forma generalizada en la
década de 1750, mientras que la máquina cardadora de Paul, patentada en 1748, se
impuso hacia 1760. Estas fueron las dos primeras innovaciones introducidas en el sector
textil. Sin embargo, su aplicación produjo ciertos problemas: la lanzadera de Kay
aceleraba las operaciones del tejedor, pero los hiladores seguían trabajando al ritmo
tradicional y eso dio lugar a frecuentes interrupciones el proceso productivo. Al mismo
tiempo, al aumentar la población y los niveles de ingresos, aumentó la demanda. Los
fabricantes se vieron apremiados. Era lógico que se ofreciesen incentivos a la
innovación que aumentara la productividad de los hiladores y la calidad del hilo. La
respuesta inmediata a esa demanda tecnológica fue la spinning-jenny de Hargreaves,
inventada en 1764 y patentada en 1770. Se reducía el tiempo entre invención y patente,
lo cual pone de manifiesto que las necesidades crecían. Además, la máquina fue
perfeccionándose con el tiempo hasta que sus resultados fueron plenamente
satisfactorios. El efecto inmediato de la spinning-jenny consistió en multiplicar hasta
límites muy elevados la cantidad de hilo que podía producir un trabajador. El éxito fue
inmediato. La prueba de ello es que los tornos familiares desaparecieron. Pensada
además para la hilatura de algodón, la lana fue desplazada hasta el punto de que el valor
de las exportaciones cambió radicalmente: de la primicia de la lana se pasó a la del
algodón.
Otro invento que aceleró la revolución del algodón fue la máquina hiladora
continua o water-frame, patentada por Arkwright en 1769. Tenía la virtud de producir
un hilo muy fuerte, de tal manera que ya no se necesitó el lino para hacer la urdimbre.
Para ponerla en movimiento era necesaria la fuerza animal o la hidráulica, y por esa
razón exigía su uso sólo en fábricas. Comenzó, de este momento, la desaparición del
domestic system. Poco más tarde, en 1779, cuando Crompto patentó una máquina de
hilar intermitente, combinando los principios de la Jenny y de la water-frame, se
conseguirían la calidad y la solidez deseadas. Las dificultades de orden técnico se
resolvieron el ponerse en marcha la máquina de vapor para mover una hilatura: era la
pieza que faltaba, la máquina de Watt.
Los efectos de estas innovaciones en el proceso productivo se observaron de
inmediato: entre 1780 y 1800, las importaciones de algodón en bruto se multiplicaron
por ocho, mientras las máquinas iban perfeccionándose. Este ritmo modificó el carácter
de la industria: la hilatura se concentró en los establecimientos fabriles; los tejedores, al
ver aumentado su trabajo y sus ingresos, abandonaron la agricultura y se incorporaron al
mundo urbano. En fin, hacia 1780, el volumen de las exportaciones era cuatro veces
superior al de 1760. La mecanización era absolutamente rentable.

LOS CAMBIOS EN LA ORGANIZACIÓN ECONÓMICA

Sin embargo, ese progreso continuo creado sobre la base del cambio tecnológico
no hubiera sido posible si, a la habilidad de los inventores, no se hubiera añadido la
decisión de los empresarios y hombres de negocios de aceptarlo.
La recompensa para quien arriesga innovación en una economía basada en la
iniciativa privada es el beneficio. Todo empresario que lleve a cabo por vez primera,
frente a sus competidores, una innovación consigue, antes que ellos, abaratar los costes
productivos o, lo que es igual, vender al precio de antes de la innovación pero
reduciendo el coste: la diferencia resultante es el beneficio al que se aludía. Pero no todo
se reduce a una lucha por el enriquecimiento. Precisamente, el beneficio así logrado
genera un proceso de imitación y de posterior competencia que tiende a disminuir el
precio de la mercancía en los mercados. Eso fue lo que ocurrió en Gran Bretaña entre
1760 y1845.
No obstante, la razón tecnológica no es la única que tiene valor explicativo de
los beneficios generados por el sector algodonero a finales del siglo XVIII. No conviene
olvidar, en ese sentido, que si la industria textil consiguió mantener y aumentar los
beneficios fue debido también a la mejora de las comunidades para carreteras y canales,
y a la disposición de un continente abundante de mano de obra barata, compuesto
preferentemente por mujeres y niños que trabajaban entre doce y dieciséis horas a
cambio de salarios miserables. Mientras que la producción textil aumentaba
exageradamente, los salarios apenas sufrieron elevaciones. Los beneficios eran
reinvertidos y eso significó el aumento de la productividad, la especialización de la
propia industria y la creación de industrias auxiliares.
Como conclusión, puede decirse que la industria algodonera pasó de ser
insignificante a convertirse en la primera y principal industria británica, reemplazando a
la lanera. En poco tiempo logró modificar a las otras manufacturas no habían
conseguido: emplear una gran escala maquinaria movida por energía animal, hidráulica
o de vapor, ahorrando capital y mano de obra. Destacó sobre las demás industrias por
satisfacer una demanda exterior que no conocía fronteras. Por último, los éxitos
conseguidos en el sector animaron a los demás, impulsando a la vez todo la economía
nacional británica.
EL CAMBIO EN LA INDUSTRIA SIDERÚRGICA
La siderúrgica británica hasta la primera mitad del siglo XVII

A diferencia de la industria textil algodonera, que hubo de crear las bases de su


funcionamiento tanto desde el punto de vista tecnológico como de organización, la
industria de transformación del hierro ya estaba organizada sobre principios capitales
desde el siglo XVI: los obreros dependían de un patrón –dueño de la materia prima y de
los demás medios de producción-, del cual recibían un salario; trabajaban en factorías o
taller, bajo condiciones laborales específicas, ajenas al mundo gremial o corporativo; la
mercancía estaba separada del productor y se destinaba a un mercado distante del centro
de producción.
Sin embargo, eso no quiere decir que la industria siderúrgica fuese extraña a las
innovaciones que se produjeron también en otros sectores a mediados del siglo XVIII.
Aún más, las transformaciones en esta rama industrial fueron peculiares y distintas a las
sufridas, por ejemplo, por la industria del algodón. En efecto, además de la diferencia ya
señalada anteriormente, la siderurgia se distinguió por el hecho de que la materia
empleada –carbón vegetal primario y mineral después- no había que importarla, era
doméstica. En segundo lugar, si el éxito de la industria algodonera se basó
fundamentalmente en el ahorro de mano de obra por introducción de tecnologías que lo
propiciaban, la industria siderúrgica consiguió también excelentes resultados pero
economizando materia prima, usando materiales abundantes y baratos. La industria del
hierro se singularizó, en tercer lugar, porque dependía de los inventos exteriores al
ramo: hasta que Boulton y Watt construyeron una máquina de vapor eficaz, hacia el año
1775, los hornos no pudieron producir un hierro colado de calidad. En cuarto lugar, la
razón por la cual la industria siderúrgica se diferenciaba de la algodonera es el tipo de
demandan a la que estaba sujeta: el hierro es un bien de producción supeditado a una
demanda derivada más que a una demanda directa: la expansión siderúrgica dependía
del desarrollo de otras industrias que consumían hierro. Se trataba, pues, de una
demanda inelástica.
Pero antes de que se produjeran los cambios –fijados cronológicamente en 1775,
conviene saber en qué estado se encontraba la siderúrgica británica. En la primera mitad
del siglo XVIII, esta rama de la industria todavía se hallaba en fase preindustrial: estaba
esparcida geográficamente, era migratoria, producía de forma intermitente, la materia
prima se importaba de Suecia y se encontraba en decadencia. Los factores que
propiciaron esa situación fueron varios. En primer lugar, tenía graves dificultades de
suministro de materias primas, pues sus recursos minerales de hierro eran de baja
calidad. Además, el carbón vegetal –que hasta ese momento se había utilizado como
combustible básico- estaba en trance de agotamiento, por lo demás, se trataba de un
material muy frágil y difícil de transportar, lo que provocaba la atomización de las
factorías y su nomadismo, buscando la proximidad de los bosques. Estos obstáculos
exigieron la búsqueda de una solución técnica. Voluntad empresarial y recursos
financieros no faltaron. De este modo, se encontró el remedio en la utilización de coque
o carbón mineral con alto poder de combustión. A partir de 1750, se practicó este
método, pero su exigencia de aire suficiente para mantener en marcha el horno ralentizo
el proceso, hasta la aparición y el empleo de la energía mecánica para forjar, que
proporcionaba la máquina de vapor de Watt en 1775.

LOS CAMBIOS CON EL USO DEL VAPOR

Con la utilización del vapor, la industria siderúrgica solucionó los problemas de


emigración y dispersión que le aquejaban. El paisaje industrial se modificó, surgiendo
concentraciones fabriles de amplias dimensiones donde se producía carbón o hierro. La
construcción de canales facilitó aún más el camino. Pero no todo se solucionó de
inmediato. El empleo del coque para la transformación de hierro fundido en hierro
forjado tenía el inconveniente de la aparición de impurezas que acompañaban el carbón
mineral, lo cual impedía obtener una mercancía de calidad. Sin embargo, en 1783,
Henry Cort patentó un procedimiento que evitaba ese obstáculo y que, a la vez,
posibilitaba la pudelación y la laminación del hierro. A partir de ahí, se pudo prescindir
totalmente del carbón vegetal, de las importaciones del hierro sueco; se simplificaron
las operaciones productivas, lo cual proporcionó ahorro de mano de obra, de tiempo, de
materias primas y, en definitiva, de capital en la propia industria. Fuera de ella, el
impacto que produjo en la economía británica fue muy importante. En primer lugar, la
industria siderúrgica creó una demanda del mineral de hierro británica hasta ese
momento casi inexistente y, en consecuencia, le otorgó un valor que no tenía en los
mercados. La demanda de carbón, y por tanto su explotación, creció. Igualmente, y
gracias a esa doble demanda, se aceleró el proceso de modernización de los transportes.
Esos factores y otros muchos hicieron posible que la industria del hierro
británica se caracterizara a fines del siglo XVIII por tener grandes dimensiones, estar
fuertemente capitalizada y mecanizada y emplear fuerza de trabajo semiespecializada.
El ferrocarril fijaría en el siglo inmediato esta rama industrial en el lugar que le
correspondía y que había sido oscurecido por la brillantez del algodón.

LAS TRANSFORMACIONES SOCIALES

Desde un punto de vista social, en el siglo XVIII se dará la sustitución de la


nobleza por la burguesía como clase rectora de la sociedad. Por otro lado, se asistió el
debate social, filósofo e intelectual sobre la necesidad de la modificación de la jerarquía
social; es decir, se pusieron en tela de juicio los criterios de jerarquización, los
compartimientos y la propia estructura de sociedad. En cuanto al nuevo protagonismo
de la burguesía, es conveniente indicar que los cambios económicos que se operaron
durante el siglo reformaron su posición y, en algunos casos, sentenciaron un proceso de
sustitución que venía de antiguo. La nobleza, por su parte, contempló con estupor cómo
sus privilegios jurídicos, políticos y económicos estaban amenazados con la extinción, y
vivió casi dramáticamente cómo el poder que había disfrutado de manera tan singular se
esfumaba. Una actitud de impotencia recorrió el estamento y sólo en algunos casos y
regiones la reacción y la resistencia fructificaron. Por último, las clases populares,
urbanas o campesinas, continuaron sufriendo las consecuencias del enriquecimiento de
las minorías dominantes, ya fuesen terratenientes o burgueses.

LA REVOLUCIÓN DE LA BURGUESÍA

Si es verdad que, en 1789, el orden social antiguo fue reemplazado por uno
nuevo y éste, a su vez, era consecuencia de la manera de ver el mundo la burguesía, es
lógico que se pueda hablar de revolución, una revolución que comenzó dentro del
propio grupo, lentamente, diferencialmente según los países. En Francia, la burguesía
inició la escala durante los reinados de Luis XV y Luis XVI, aprovechando que la
sociedad había terminado por aceptar que el afán de enriquecimiento y el
enriquecimiento mismo constituían un valor supremo para medir la categoría social,
para construir la nueva jerarquía. Sin embargo, no toda la burguesía francesa basó su
autoridad en la mayor o menor posesión del dinero; no toda la burguesía estaba
equiparada económicamente.
Los comerciantes, beneficiados por el auge del comercio marítimo y colonial en
el siglo XVIII, fueron los principales representantes de estas élites no sólo en Francia
sino también en pequeños países, como España o Italia. En cualquier caso, también se
observan dentro de este grupo diversos escalones; desde el pequeño tendero hasta el
armador de barcos que mantiene una organización de factorías en los puertos y en los
principales enclaves coloniales, hay multitud de figuras: comerciantes y almacenistas al
por menor, tratantes, empresarios de transportes, intermediarios.
Al lado de esta burguesía, aparecía en Francia, aunque tímidamente, una
burguesía industrial, que no tendría relevancia suficiente dada la carencia de
innovaciones en este sector. Aún por debajo de ellos, se encontraban los medianos y
pequeños funcionarios de justicia y de finanzas, fiscales, abogados, escribanos, que
servían con docilidad al régimen político y que se resistían a los cambios. Por el
contrario quienes mayor consideración acumulaban eran los profesionales liberales, que
componían lo que puede denominarse la “burguesía de la inteligencia y del talento”:
profesores, escritores, médicos y artistas en general.
Esta burguesía, así clasificada, fue tomando conciencia de su importancia a
medida que avanzaba el siglo y, sobre todo, cuando tomó como referencia sus
relaciones con el grupo nobiliario: ante el desprecio y la actitud arrogante de los nobles,
los burgueses adoptaron una doble reacción. En primer lugar, mantuvieron el criterio de
que la introducción en el interior del propio estamento nobiliario terminaría por alterar
su espíritu, sus ideales, sus valores, sus modos de vida. A este proceso de
ennoblecimiento podría aplicársele el término de traición. Pero, en la segunda mitad del
siglo XVIII, el fenómeno no constituía más que el asalto al poder realizado por la
burguesía.
Por otro lado, la burguesía francesa más próxima al poder, la que formaba los
cuadros superiores de la burocracia político-administrativa, la única clase realmente
ilustrada e instruida del país, principal acreedora política del Estado, terminó pensando
en la necesidad de modificar la relaciones sociales para que los primeros peldaños de la
jerarquía social no fuesen a parar a manos de quienes sólo presentaban como requisito al
nacimiento. La fórmula alternativa que ofrecía esta burguesía consistía en que
únicamente se valorara como mérito el esfuerzo personal, la inteligencia, el trabajo. Esta
iniciativa se vio coronada por el éxito no sólo en Francia, sino también en España, y
además con el beneplácito del propio Estado. Éste se encargaría de redistribuir el poder
de tal manera que la burguesía llegaría a participar en tareas de gobierno y en la
administración de las finanzas públicas. Controlaría, por siguiente, las más importantes
esferas del poder político.
En Gran Bretaña, la nueva clase dominante y dirigente no estaría constituida
sólo por los grandes comerciantes enriquecidos con la explotación de las colonias, sino
que participarían del poder social, económico y político junto con los banqueros, los
financieros y, muy especialmente, los nuevos ricos formados por la Revolución
Industrial: la burguesía industrial. A diferencia de Francia, todo la burguesía británica
encontró por distintas vías con la aristocracia y participó de sus modos de vida, al
mismo tiempo que aquélla asimiló a los advenedizos.
En el resto de Europa –tanto la Central, la Oriental o la Mediterránea-, la
burguesía era minoritaria, de influencia socio-política mediocre, de implantación y
consolidación económica muy frágil, a merced de las coyunturas, muy sensible a los
imprevistos económicos. Por otra parte, esta burguesía, que se dedicaba generalmente a
los negocio mercantiles y al arrendamiento de impuestos, vivían a la sombra del poder,
sin espíritu de iniciativa y riesgo; y todavía estaba más pendiente de acceder a la
nobleza mediante la compra de títulos o el casamiento –para conseguir privilegios y
vivir de rentas-, que de modificar y dinamizar la realidad económica en su favor.

LA NOBLEZA SE EXTINGUE

La reacción de la nobleza europea ante esta situación cambiante y amenazante


fue muy desigual en función de los países y de la tipología estamental. En Gran Bretaña,
el ascenso de la burguesía estimuló a la nobleza, que reorganizó con criterios
empresariales sus propiedades agrícolas e invirtió sus excedentes en la construcción de
carreteras y de canales, contribuyendo de este modo a la Revolución Industrial, al
mismo tiempo acumulaba capitales, cuya orientación, a partir de ese momento, sería
eminentemente productiva. Esta cadena de actitudes nuevas permite concluir que la
aristocracia británica permitió y se adhirió al proceso de sustitución de una sociedad
dividida en estamentos por otra que se basaba, para organizarse, en los niveles de
fortuna.
En España, puede encontrarse un raro ejemplo de actitudes intermedias. En
efecto, la monarquía ilustrada premió el esfuerzo personal, el trabajo contra el ocio y la
pereza, con títulos nobiliarios. Parece contradictorio, pero es indicador de los cambios:
ser noble daba prestigio, pero éste era mayor si se aderezaba con el éxito en el comercio
o en la industria. La nobleza, por su parte, consintió estas decisiones de la corona,
aunque siguió mejorando desde lejos –y con cierto recelo no exento de envidia- las
actividades lucrativas y especulativas, como el comercio, la industria y las finanzas. Por
lo demás, desde hacia tiempo, la aristocracia castellana había cedido la posibilidad de
ocupar cargos gubernativos en manos, bien de la burguesía culta e instruida, bien en
poder de la nobleza sin título, que de esta manera se acercó al poder.
En cualquier caso, es difícil encontrar casos de reacción de alta aristocracia ante
este proceso, tal como ocurrió en Francia, en donde, bajo el reinado de Luis XVI, la
aristocracia sustituyó, por pura reacción, a la burguesía administrativa en las tierras del
Estado. Justamente, todos los ministros del rey francés eran nobles, excepto Necker. Las
grandes familias galas mantuvieron su deseo de permanecer al frente de las ocupaciones
militares, tarea o función que las habían definido como grupo desde la edad media.
Tanto es así que, a finales del siglo XVIII, en los momentos previos a la Revolución, se
asiste a una auténtica reacción señorial y feudal que indudablemente hubo de afectar a
los campesinos. De este modo, se acrecentó la presión fiscal, se reforzaron las
relaciones personales que encadenaban los vasallos con los señores, y se confiscaron
tierras y bosques de aprovechamiento comunal en favor de los patrimonios nobiliarios.
Sin embargo, estaba a punto de estallar la rebeldía contenida durante décadas.

LOS POBRES SIGUEN SIÉNDOLO

El resto de la sociedad componía lo que académicamente se conoce con el


nombre de Estado Llano a Tercer Estado. Pero la gran mayoría de sus componentes
eran, en realidad, campesinos, pequeños labradores, arrendatarios, y, sobre todo,
jornaleros, pobres aquí y allá, fuere cual fuera su condición jurídica, libres en
Occidente, siervos en el Este.
Los campesinos en el medio rural y los menestrales de las ciudades coincidieron
en el hecho de que para nada se beneficiaron del crecimiento económico generalizado.
En Francia, como antes se ha indicado, los trabajadores del campo sufrieron la
reacción aristocrática, sobre todo a partir de 1770. Sus derechos comunales antiguas se
redujeron. La escena empeoró, pues la población crecía, los recursos no y tampoco los
salarios, que perdían poder frente a los precios. Simultáneamente, los impuestos
estatales se conjugaban con los señoriales para drenar las reducidas arcas de los
medianos propietarios que veían empeorar su situación.
En Gran Bretaña, el proceso de expulsión y expropiación de las tierras
comunales por parte de la aristocracia terminó proletarizado a los campesinos. Los
pequeños propietarios –yeomen-, ante la imposibilidad de transformar y modernizar sus
explotaciones por falta de funcionamiento, tuvieron que enajenar sus propiedades a
favor de los gentlemen farmers. La única solución a sus problemas era emigrar a las
ciudades, que, en la segunda mitad del siglo, crecía al ritmo impuesto por la
industrialización. Así pues, la mano de obra que liberaba la agricultura era retomada por
la industria, iniciándose, de ese modo, la formación del proletariado industrial, que se
hacinó en las periferias de los centros urbanos en busca de un empleo en la
construcción, en los talleres textiles, en los puertos.
Los movimientos sociales de rebeldía tampoco tardarían mucho en llegar. Solo
faltaba crear una conciencia de clases que resistiera ante condiciones de trabajo
extremadamente rigurosas: jornadas de trabajo full time de doce a dieciséis horas –
hombres, mujeres y niños-, de día o de noche, en condiciones inhumanas. Antes los
crecientes beneficios de la burguesía, era casi lógico que se dijese que “el medio más
seguro de obtener riqueza consiste en mantener una multitud de pobres laboriosos”.
Esto se afirmaba ya en 1705. Aún más radicales eran las voces que exclamaban que
“solo los idiotas ignoraban que se debe mantener a las clases más bajas en la pobreza
para que sean industriosas”. En 1776, Adam Smith afirmaba, sin embargo, lo contrario.
En su Riqueza de las Naciones sostenía que la miseria producía un elevado índice de
mortalidad infantil y reducía la oferta de trabajo; por otro lado, Smith mantenía la
creencia de que los salarios altos daban al trabajador un incentivo para trabajar con más
intensidad. Así pues, los obreros son más activos, diligentes y eficaces con ingresos
altos. Las grandes polémicas sobre la elevación de los salarios y sus efectos sobre la
productividad, la demanda y inflación, no habían hecho más que empezar.

También podría gustarte