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LA REVOLUCIÓN DEMOGRÁFICA
Durante los siglos XVI y XVII, gran parte de las regiones europeas producían lo
justo para cubrir la mayoría de sus necesidades básicas: el comercio internacional –y a
veces el nacional- se limitaba, en gran parte, a los artículos de lujo o bienes muy
especiales (pescados-minerales). Ésa era una característica propia de economías
dominantes preindustriales. Por esa razón, la vía más despejada al desarrollo económico
y la industrialización consistía en aumentar las relaciones comerciales y, sobre todo, en
abrir mercados en otros continentes. Los intentos por ampliar el horizonte comercial
configuran y definen la historia europea. Sin embargo, la demanda era pobre y no podía
responder a una oferta cada vez más ambiciosa. Además, las comunicaciones
internacionales eran difíciles, entrañaban multitud de peligros y, por ese motivo, los
productos estaban obligados a encarecerse, lo cual restringía aún más la demanda de
artículos europeos. No obstante, la lucha planteada casi desde el inicio de los
descubrimientos geográficos del siglo XVI se mantuvo viva.
En la disputa que se entabló, Gran Bretaña ocupaba una posición estratégica
muy privilegiada. No fue obstáculo que sus recursos naturales fuesen limitados, ni que,
por el hecho geográfico de su aislamiento, fuera muy sensible a la competencia exterior
de neerlandeses y franceses. En cambio, su capital humano formado por expertos
marinos y navegantes, su ventaja comercial –pues contaba con una clase mercantil con
capitales y espíritu de empresa y riesgo- la experiencia financiera y crediticia de su
sociedad y su estructura política, que simpatizaba con esos ideales, dieron alas a la
sociedad británica para lanzarse por los trayectos mercantiles más sugerentes,
cualquiera que fuese su destino.
El incentivo para triunfar –dadas esas condiciones- lo constituyó la organización
de una floreciente industria de exportación de tejidos de lana, cuya calidad esa superior
a la producida por sus competidores y cuyos precios eran más asequibles. Desde el siglo
XV, y hasta la segunda mitad del siglo XVIII, la lana había sido el principal factor de
desarrollo económico: se disponía de ella en abundancia, se contaba con la tecnología
adecuada y las técnicas comerciales precisas. Además, un hecho aceleró el camino hacia
la hegemonía comercial: a mediados del siglo XVIII, se había abierto el comercio del
Atlántico, y las plantaciones británicas en las Indias Occidentales ampliaron la gama de
las mercancías que pudieron ser vendidas en el mercado europeo. Así pues, a los tejidos
de lana se agregaron las especias, el té, el azúcar, el tabaco, el algodón, las tinturas. Las
reexportaciones se incrementaron de forma espectacular. Sin embargo, era difícil pagar
los productos tropicales con tejidos de lana por evidentes razones climáticas. La
solución al problema –que no era otro que buscar un equilibrio entre oferta y demanda
en el mercado internacional- se halló en el desarrollo de una red internacional de
transacciones comerciales, cuya sede central sería Londres. Se organizó, de este modo,
lo que se denomina comercio triangular. No obstante, es preciso concluir que tanto los
mercaderes y armadores de buques como los productores y consumidores británicos
salieron beneficiados ampliamente de este proceso singular: unos y otros pudieron
disponer, con mucha más facilidad de materias primas y de productos procedentes de
todos los rincones del Globo.
Precisamente por eso, a mediados del siglo XVIII, las innovaciones más
decisivas se produjeron en el sector comercial.
En primer lugar, los monopolios comerciales fueron reemplazados por
mercaderes que actuaban individualmente y por su cuenta y riesgo; en segundo lugar, a
pesar de sus triunfos en ultramar, los británicos no olvidaron que su mercado principal
era Europa: las tres cuartas partes de sus exportaciones se dirigían al continente. En
tercer lugar, y como ya se ha visto, a finales de siglo la supremacía naval británica sobre
Francia, era un hecho crucial. Por otra parte, los estadounidenses, antes y después de su
independencia, prefirieron las manufacturas británicas. Por último, Londres desplazó a
Ámsterdam como centro financiero del mundo.
Todo ello favoreció y facilitó la Revolución Industrial, y, además, contribuyó a
extenderla y difundirla dentro y fuera de Europa. El comercio era –y es- un proceso de
efectos recíprocos: al comprar en el exterior, los importadores británicos
proporcionaban recursos suficientes para que, a su vez, se compraran artículos de la
industria británica. El ejemplo del comercio del algodón expresa muy bien la relación
que se acaba de establecer. Hasta 1750, las exportaciones británicas estaban constituidas
esencialmente por tejidos de lana que representaba un 50 por ciento del total de las
ventas. Sin embargo, a partir de esa fecha, se produjo un giro en el rumbo de las
exportaciones: lana y los productos primarios (cereales) cedieron la preeminencia a los
tejidos de algodón. El algodón poseía la virtud de venderse barato y en todo el mundo,
con independencia de niveles de renta de los consumidores o de las características
climáticas de los países compradores del tejido. Todo lo que debía hacerse era
transportar la mercancía y venderla. De esa manera, Gran Bretaña creaba una gran
industria de consumo basada en recurso natural que no poseía; su desarrollo económico
se construía sobre el comercio internacional. Para concluir el ejemplo, basta añadir
como comprar el algodón norteamericano Gran Bretaña dio a las colonias un poder de
compra que aumentó su demanda de artículos británicos de exportación. Además, se
creó un incentivo para las innovaciones técnicas, tanto como en los centros
manufactureros como en las regiones que suministraban la materia prima. De esta
manera, la máquina desmotadora de Whitney y la conquista de tierras para el cultivo
algodonero en el sur de los Estados Unidos produjeron un descenso del coste de la
materia prima, un abaratamiento del tejido acabado en Gran Bretaña y una ampliación
mundial de la demanda.
Puede establecerse, tras lo escrito, que la expansión del comercio británico en el
siglo XVIII constituyó una causa esencial en desarrollo de la industrial. Justamente, la
revolución consistió en el hecho que el equilibrio de la economía se desplazó de una
base primariamente agrícola a otra fundamentalmente industrial y comercial al mismo
tiempo. Pero el comercio fue el sector que creó tal excedente económico que, gracias a
él y a sus inversiones, se financiaron la industria y las mejoras en la agricultura. En
cualquier caso, hablar de comercio es recordar los medios y los instrumentos sobre los
que éste se establece. El principal de todos ellos es el transporte, las rutas (marítimas o
terrestres), su seguridad, sus costos, su velocidad, su accesibilidad, su mayor o menor
aptitud para agilizar los intercambios entre los mercados.
El transporte marítimo era, hasta aquel momento, el más utilizado. Una gran
flota de barcos de menos de doscientas toneladas recorría las costas y los puertos
transportando materiales pesados, como carbón para la calefacción; piedras, pizarra y
arcilla para la construcción de viviendas, y cereales para la alimentación de las grandes
ciudades industriales en crecimiento. Sin embargo, el mar –como la tierra- tiene sus
inconvenientes. El tiempo también le afecta, y las guerras y los impuestos a su
circulación y las rapiñas de los corsarios. Sin abandonar la navegación de cabotaje –
pero como solución a los problemas que de ella derivaban-, los comerciantes e
industriales británicos auspiciaron el desarrollo y la transformación del sistema de
navegación fluvial.
Este tipo de transporte era más seguro que el marítimo, igualaba su capacidad y
era más barato. Los canales, además, incrementaron las inversiones en el sector de la
construcción, que incorporó la mano de obra que había sido liberada por la agricultura
una vez puesto en marcha el sistema de las enclosures; representaron un auténtico reto
para la ingeniería y, por último, gracias a ellos se pudo abastecer a los mercados del
interior, ampliando, en consecuencia, la oferta.
La construcción de los canales se hizo en tres períodos; en las décadas de 1760-
1770, 1780-1790 y, especialmente a partir de 1790. A finales del siglo, existían en Gran
Bretaña unas 2.000 millas de vías de agua navegables; una tercera parte estaba
constituida por canales, que habían sido construidos entre 1750 y 1800. Esta auténtica
fiebre de canales obedecía un motivo claro: el crecimiento urbano. Las ciudades
necesitaban carbón para abastecer a las pequeñas industrias, como las herrerías, las
panaderías, las cervecerías, agotaba la madera o siendo escasa, el carbón era el
combustible doméstico por excelencia. Así pues, el proceso de urbanización británico –
tan unido a la industrialización- contó con la colaboración del transporte fluvial. El
dinero para la construcción de canales procedía fundamentalmente de agentes
interesados en el transporte: terratenientes que deseaban comercializar sus productos en
la ciudad, propietarios de minas de carbón, industriales o fabricantes que utilizaban
materias primas pesadas, como el hierro o la arcilla. Otros intervinieron en la
financiación por puro deseo especulativo, como los bancos. Y no hay que olvidar a los
comerciantes locales, que no sólo participaron para ver abaratados sus productos, sino
que, a veces, compraron acciones de los canales, esperando beneficios rápidos, a la vez
que se familiarizaba con este tipo especial de inversiones.
Al margen de que los canales dieran beneficios a sus accionistas, no debe
olvidarse que, gracias a ellos, el carbón llegó a los consumidores a precios razonables,
que las herrerías y fundiciones de hierro pudieron reducir los costos de producción, que
los habitantes de las ciudades calentaron sus viviendas en el invierno y, con el ahorro
que les suponía el abaratamiento de la calefacción, pudieron aumentar su demanda de
productos industriales. Los canales contribuyeron, de esta manera, a la mejora de la
calidad de vida de las ciudades, al incremento del ahorro familiar y a la orientación de
inversiones hacia sectores económicos cuyos beneficios sociales eran más duraderos.
Pero los canales no constituyeron los únicos ejemplos de inversiones privadas, a
finales del siglo XVIII, en el sector de los transportes. Al mismo tiempo que se
construían los canales, se formó la red portuaria. La razón para ello fue la expansión del
comercio exterior británico durante el último cuarto del siglo, como se ha tenido ocasión
de ver. Puede, pues, concluirse que, gracias a la renovación y a las innovaciones en los
medios de transporte, se vio favorecida la productividad de toda la economía británica;
igualmente, se beneficiaron el ahorro privado y espíritu inversor, la libertad y la agilidad
en los negocios. Podría decirse que en ningún sector se advierte mejor que en éste los
efectos y las causas de la Revolución Industrial.
Sin embargo, ese progreso continuo creado sobre la base del cambio tecnológico
no hubiera sido posible si, a la habilidad de los inventores, no se hubiera añadido la
decisión de los empresarios y hombres de negocios de aceptarlo.
La recompensa para quien arriesga innovación en una economía basada en la
iniciativa privada es el beneficio. Todo empresario que lleve a cabo por vez primera,
frente a sus competidores, una innovación consigue, antes que ellos, abaratar los costes
productivos o, lo que es igual, vender al precio de antes de la innovación pero
reduciendo el coste: la diferencia resultante es el beneficio al que se aludía. Pero no todo
se reduce a una lucha por el enriquecimiento. Precisamente, el beneficio así logrado
genera un proceso de imitación y de posterior competencia que tiende a disminuir el
precio de la mercancía en los mercados. Eso fue lo que ocurrió en Gran Bretaña entre
1760 y1845.
No obstante, la razón tecnológica no es la única que tiene valor explicativo de
los beneficios generados por el sector algodonero a finales del siglo XVIII. No conviene
olvidar, en ese sentido, que si la industria textil consiguió mantener y aumentar los
beneficios fue debido también a la mejora de las comunidades para carreteras y canales,
y a la disposición de un continente abundante de mano de obra barata, compuesto
preferentemente por mujeres y niños que trabajaban entre doce y dieciséis horas a
cambio de salarios miserables. Mientras que la producción textil aumentaba
exageradamente, los salarios apenas sufrieron elevaciones. Los beneficios eran
reinvertidos y eso significó el aumento de la productividad, la especialización de la
propia industria y la creación de industrias auxiliares.
Como conclusión, puede decirse que la industria algodonera pasó de ser
insignificante a convertirse en la primera y principal industria británica, reemplazando a
la lanera. En poco tiempo logró modificar a las otras manufacturas no habían
conseguido: emplear una gran escala maquinaria movida por energía animal, hidráulica
o de vapor, ahorrando capital y mano de obra. Destacó sobre las demás industrias por
satisfacer una demanda exterior que no conocía fronteras. Por último, los éxitos
conseguidos en el sector animaron a los demás, impulsando a la vez todo la economía
nacional británica.
EL CAMBIO EN LA INDUSTRIA SIDERÚRGICA
La siderúrgica británica hasta la primera mitad del siglo XVII
LA REVOLUCIÓN DE LA BURGUESÍA
Si es verdad que, en 1789, el orden social antiguo fue reemplazado por uno
nuevo y éste, a su vez, era consecuencia de la manera de ver el mundo la burguesía, es
lógico que se pueda hablar de revolución, una revolución que comenzó dentro del
propio grupo, lentamente, diferencialmente según los países. En Francia, la burguesía
inició la escala durante los reinados de Luis XV y Luis XVI, aprovechando que la
sociedad había terminado por aceptar que el afán de enriquecimiento y el
enriquecimiento mismo constituían un valor supremo para medir la categoría social,
para construir la nueva jerarquía. Sin embargo, no toda la burguesía francesa basó su
autoridad en la mayor o menor posesión del dinero; no toda la burguesía estaba
equiparada económicamente.
Los comerciantes, beneficiados por el auge del comercio marítimo y colonial en
el siglo XVIII, fueron los principales representantes de estas élites no sólo en Francia
sino también en pequeños países, como España o Italia. En cualquier caso, también se
observan dentro de este grupo diversos escalones; desde el pequeño tendero hasta el
armador de barcos que mantiene una organización de factorías en los puertos y en los
principales enclaves coloniales, hay multitud de figuras: comerciantes y almacenistas al
por menor, tratantes, empresarios de transportes, intermediarios.
Al lado de esta burguesía, aparecía en Francia, aunque tímidamente, una
burguesía industrial, que no tendría relevancia suficiente dada la carencia de
innovaciones en este sector. Aún por debajo de ellos, se encontraban los medianos y
pequeños funcionarios de justicia y de finanzas, fiscales, abogados, escribanos, que
servían con docilidad al régimen político y que se resistían a los cambios. Por el
contrario quienes mayor consideración acumulaban eran los profesionales liberales, que
componían lo que puede denominarse la “burguesía de la inteligencia y del talento”:
profesores, escritores, médicos y artistas en general.
Esta burguesía, así clasificada, fue tomando conciencia de su importancia a
medida que avanzaba el siglo y, sobre todo, cuando tomó como referencia sus
relaciones con el grupo nobiliario: ante el desprecio y la actitud arrogante de los nobles,
los burgueses adoptaron una doble reacción. En primer lugar, mantuvieron el criterio de
que la introducción en el interior del propio estamento nobiliario terminaría por alterar
su espíritu, sus ideales, sus valores, sus modos de vida. A este proceso de
ennoblecimiento podría aplicársele el término de traición. Pero, en la segunda mitad del
siglo XVIII, el fenómeno no constituía más que el asalto al poder realizado por la
burguesía.
Por otro lado, la burguesía francesa más próxima al poder, la que formaba los
cuadros superiores de la burocracia político-administrativa, la única clase realmente
ilustrada e instruida del país, principal acreedora política del Estado, terminó pensando
en la necesidad de modificar la relaciones sociales para que los primeros peldaños de la
jerarquía social no fuesen a parar a manos de quienes sólo presentaban como requisito al
nacimiento. La fórmula alternativa que ofrecía esta burguesía consistía en que
únicamente se valorara como mérito el esfuerzo personal, la inteligencia, el trabajo. Esta
iniciativa se vio coronada por el éxito no sólo en Francia, sino también en España, y
además con el beneplácito del propio Estado. Éste se encargaría de redistribuir el poder
de tal manera que la burguesía llegaría a participar en tareas de gobierno y en la
administración de las finanzas públicas. Controlaría, por siguiente, las más importantes
esferas del poder político.
En Gran Bretaña, la nueva clase dominante y dirigente no estaría constituida
sólo por los grandes comerciantes enriquecidos con la explotación de las colonias, sino
que participarían del poder social, económico y político junto con los banqueros, los
financieros y, muy especialmente, los nuevos ricos formados por la Revolución
Industrial: la burguesía industrial. A diferencia de Francia, todo la burguesía británica
encontró por distintas vías con la aristocracia y participó de sus modos de vida, al
mismo tiempo que aquélla asimiló a los advenedizos.
En el resto de Europa –tanto la Central, la Oriental o la Mediterránea-, la
burguesía era minoritaria, de influencia socio-política mediocre, de implantación y
consolidación económica muy frágil, a merced de las coyunturas, muy sensible a los
imprevistos económicos. Por otra parte, esta burguesía, que se dedicaba generalmente a
los negocio mercantiles y al arrendamiento de impuestos, vivían a la sombra del poder,
sin espíritu de iniciativa y riesgo; y todavía estaba más pendiente de acceder a la
nobleza mediante la compra de títulos o el casamiento –para conseguir privilegios y
vivir de rentas-, que de modificar y dinamizar la realidad económica en su favor.
LA NOBLEZA SE EXTINGUE