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¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?
Para analizar la realidad del conocimiento, su manera de ser, podemos comenzar por
la más radical y común experiencia humana: la de estar abierto al mundo. En el
mismo inicio histórico de la indagación filosófica, se preguntaba Heráclito: «¿Quién
conocerá las paredes del alma? Tan profundo es su logos». Apenas dados sus
primeros pasos, la filosofía establece una conexión interna entre dos parámetros
considerados comúnmente como antitéticos; la amplitud y la hondura. En el andar
cotidiano con las cosas, la extensión de perspectivas se gana al precio de la
superficialidad; y, de otro lado, la mayor penetración solo puede lograrse a fuerza de
limitar cada vez más el área sobre la que se actúa. Pero aquí no, aquí sucede algo
maravilloso: precisamente porque el pensamiento humano no tiene límites, es
preciso reconocer que su perspectiva ha de brotar de muy adentro. Y, a la inversa,
para lograr esa incidencia que toca lo más hondo, resulta imprescindible ampliar el
panorama hasta el límite de lo alcanzable por nosotros.
Lo que constituye un portento es que, por el conocimiento, el mundo —las cosas,
lejanas o próximas, que forman nuestro entorno— no nos resulta completamente
ajeno, extraño. Mi vida no está encerrada dentro de los límites de mi realidad física:
las cosas y los sucesos externos son, en cierto sentido, también internos para mí.
En nuestro tiempo ha sido Heidegger quien, en El ser y el tiempo, uno de los libros
fundamentales de esta época, ha profundizado en la condición del existente humano
(el «ser-ahí», el Dasein) como «ser en el mundo». «¿Qué quiere decir “ser en ’’? —se
pregunta Heidegger—. Como completamos inmediatamente la expresión en el
sentido de “ser en el mundo”, nos inclinamos a comprender el “ser en” en el sentido
de este complemento. En este sentido se trata de la forma de ser de un ente que es
“en” otro como el agua “en” el vaso, el vestido “en” el armario [...]. “Ser en”, en
nuestro sentido, mienta, por lo contrario, una estructura del ser del “ser ahí” y es un
“existenciario” [...]. “En” procede de “habitar en”, “detenerse en” y también significa
“estoy habituado a”, “soy habitual de”, “estoy familiarizado con”, “soy un familiar de”,
“frecuento algo”, “cultivo algo”; tiene, pues, la significación de colo en el sentido de
habito y diligo. Este ente al que es inherente “ser en” en esta significación, es el que
hemos caracterizado como el ente que en cada caso soy yo mismo»1.
El ser humano (no considerado como cosa, sino como existente) no está en el
mundo de la misma manera que «un pez en el agua». Está en él precisamente porque
el mundo está en la persona por medio del conocimiento, del amor, del cuidado... El
hombre y la mujer están en el mundo preocupándose de él, cuidándolo,
angustiándose por él...
¿Qué sucede cuando yo conozco algo? Lo que acontece es que la cosa conocida me
resulta, al mismo tiempo, distante y cercana. Por una parte, está lejos de mí, es
diferente de mí: está frente a mí, de acuerdo con el sentido original de la palabra
«objeto» (ob-jectum, arrojado ante mí y contra mí: el Gegen-standgermano). Pero, de
otra, la cosa conocida está cerca de mí, la tengo presente de una manera más íntima
y estrecha que cualquier fragmento próximo de materia. Está incluso más cerca de
mí que algunas de mis funciones corporales de las cuales no soy consciente. Por
ejemplo, no me percato normalmente de mi propio metabolismo (tal vez no sé
siquiera en qué consiste). Pero, si tú eres un médico o un estudiante de medicina,
puedes conocer bastante bien el metabolismo de una persona.
Esta peculiarísima relación entre el cognoscente y lo conocido es el más extraño y
sorprendente aspecto del conocer. Nada semejante encontramos en el mundo físico
(aunque sí —de algún modo— en el reino animal). Porque aquí, en el conocimiento
humano, tenemos una situación que resulta imposible en términos meramente
físicos: una presencia que es, al mismo tiempo, una distancia (una extraña dialéctica
de presencia- distancia).
Lo conocido es mío. Pero, al mismo tiempo, es algo otro que yo. Por poner un
ejemplo trivial, si yo como una manzana, la manzana llega a ser mía porque cesa de
ser manzana: desaparece como tal y se transforma en cierta sustancia de mi cuerpo.
Ahora bien, si yo conozco una manzana, esta no deja de ser algo diferente de mí. Soy
yo el que, en cierto sentido me hago semejante a ella, hasta el punto de llegar a ser la
manzana como algo distinto de mí.
Es preciso subrayar que tal estado de cosas no puede encontrarse en un contexto
meramente material. De ahí el fracaso de todos los intentos de explicar el
conocimiento de manera materialista. (Hasta en la ortodoxia del marxismo soviético
tenían que postular algo que no fuera material, dando así lugar a algunas situaciones
verdaderamente chuscas, como el diálogo entre profesor y alumna en un examen de
filosofía, según me contó una licenciada en filosofía por la Universidad de Moscú,
todavía en los buenos tiempos del comunismo teórico). Este «hecho», por llamarlo
así, el hecho del conocimiento, se puede describir como solían hacerlo los
pensadores medievales: fieri aliud inquantum aliud; esto es, llegar a ser otro en
cuanto otro.
Ya apuntamos hace poco que el objeto de mi conocimiento es siempre una forma, en
el sentido de la palabra «forma» que procede de la terminología aristotélica, y que ha
sido acogido —con muchas variantes— en otras escuelas filosóficas. «Forma» —en
esta acepción— es no solamente la configuración externa de algo, su figura, sino
toda característica real, todo lo que marca una diferencia (olor, tacto, naturaleza). Es
lo opuesto a «materia». Forma es determinación; materia es indeterminación.
El objeto de todo conocimiento humano es forma. Nuestros sentidos conocen las
llamadas «formas accidentales», que no constituyen la interna naturaleza de una
cosa, sino propiedades que determinan a una realidad de una manera u otra. Los
sentidos perciben las formas accidentales de los objetos que son apropiadas a cada
modalidad: con nuestros ojos vemos colores y configuraciones o figuras; con nuestro
olfato percibimos olores. Colores, figuras y olores son —entre otras—formas
accidentales (aunque no suele resultar fácil individuarlas y distinguirlas entre sí
porque los accidentes no existen de manera propia y cabal, como las sustancias).
Las formas accidentales se contraponen a las formas sustanciales que, por así decirlo,
sitúan a cada cosa en su correspondiente especie. Bien advertido que las formas
sustanciales (tan criticadas por buena parte del racionalismo moderno) no son como
fantasmas escondidos dentro de las cosas reales. No tienen nada de misterioso. Son
algo muy real, el elemento más real de cada cosa: lo que esa cosa es en sí misma. Por
ejemplo, la forma sustancial es aquello en virtud de lo cual este trozo de materia es,
digamos, un gato, y no un haz de diferentes especies de materia mantenidas juntas
por una piel. La forma sustancial es la estructura fundamental de una cosa: lo que
hace que sea tal cosa, y no otra. Con todo lo cual no se quiere decir que las formas
sustanciales sean netamente accesibles al conocimiento humano. De hecho, en la
mayor parte de los casos no llegamos a saber cuál es el «constitutivo formal» de una
determinada realidad. Para conocer en alguna medida estas formas esenciales, se
requiere la abstracción, a la que nos referiremos más adelante, sin disimular las difi-
cultades de este recurso y las polémicas que suscita. Solamente por sugerir desde
ahora el relativo éxito (o, sencillamente, el fracaso) del intento de desvelar estas
formas intrínsecas a las diversas realidades, indiquemos que un pensador tan alejado
del agnosticismo como es Tomás de Aquino afirma muchas veces a lo largo de su
obra que las esencias de las cosas materiales nos son desconocidas.
Cuando conozco, no solo tengo mis propias formas físicas, sino también las formas
de realidades distintas de mí mismo. Al conocer —como se apuntaba antes—, ya no
estoy encerrado dentro de mis propios límites. Tengo una radical experiencia de
libertad, que no es una libertad psicológica o de elección, sino una libertad
fundamental, de índole trascendental y ontológica. Por medio del conocimiento, no
estoy limitado solamente a mis propias formas, sino que me abro a otras formas que
no son mías en sentido físico.
La experiencia de conocer es la experiencia de ganar nuevas formas: una suerte de
crecimiento de índole inmaterial. Si buscáramos una metáfora biológica para el
conocimiento, tendríamos que examinar la imagen de la nutrición, que podría estar
representada por el kantismo; en segundo lugar, el símil de la generación, con la que
se podría parangonar el idealismo absoluto; y, finalmente, la metáfora del
crecimiento que ofrece el realismo metafísico, para el cual conocer es la ganancia
intencional de formas4. Todo lo cual presupone que las formas pueden tener dos
tipos de presencia: la presencia natural y la presencia cognitiva.
Nosotros siempre conocemos la forma de... algo. Y el secreto, la misteriosa índole del
conocimiento, reside precisamente en el especial significado que en tal contexto
tiene la proposición de. Esta referencia del saber a algo diferente de sí mismo es lo
que en filosofía se llama intencionalidad, en un sentido más específico que el
anteriormente explanado. La voz «intencionalidad» viene de la palabra «intención».
El significado común del término «intención» se encuentra estrechamente
relacionado con el propósito de una acción y, especialmente, con la meta de una ac-
ción. Por ejemplo, al escribir este libro, yo tengo la intención de facilitar a sus
posibles lectores el estudio filosófico del conocimiento. «Intención» es, en este
sentido, la intención de hacer algo, de llevar a cabo algo.
Pero, como ya se advirtió en páginas anteriores, el sentido filosófico de «intención» y
de «intencionalidad» no está restringido al campo del deseo o de la voluntad. Según
ha observado Elizabeth Anscombe, el verbo inglés to intendviene por vía de la
metáfora de «disparar a» (en latín, por ejemplo, intendere arcum in significa «dirigir
el arco hacia...». Y esta es una expresión que conduce a otra de sentido más general
como intendere animum in: «dirigir la mente hacia...»). En este sentido amplio,
«intención» tiene que ver también con el conocimiento: este es siempre, según he
apuntado, conocimiento de... algo; de algo, por cierto, distinto del acto de
conocimiento mismo que, evidentemente, no es una forma.
El uso de la palabra «intención» (intentio), en este sentido más amplio, se extendió
entre los pensadores árabes y latinos en la filosofía de la Edad Media (en época no
tan tardía como hasta hace poco se pensaba). Pero en la última fase del pensamiento
filosófico medieval aconteció la así llamada «crisis nominalista», que afectó de lleno
a la Teoría del conocimiento. Uno de los lemas de los nominalistas era el siguiente:
«No se han de multiplicar las cosas sin necesidad» (non sunt multiplicando entia sine
necessitate). El instrumento filosófico para llevar a la práctica este «principio de
economía del pensamiento» fue la famosa navaja de Ockham (1280-1389), con la que
—como decía Quine— este emblemático nominalista afeitó las barbas de Platón. La
intención cognoscitiva fue una de las cosas presuntamente inútiles que resultaron
afeitadas. De manera que la intencionalidad del pensamiento fue casi por completo
pasada por alto al final de la Edad Media y al comienzo de la Edad Moderna;
inadvertencia que se prolongó a lo largo de casi toda la modernidad hasta afectar en
nuestros días a muchos pensadores que ni siquiera conocen el significado
gnoseológico de la palabra «intencionalidad».
En el siglo XIX, el filósofo austríaco Franz Brentano redescubrió esta noción
filosófica clave. Una de las descripciones más conocidas de su definición de
«intencional» es la siguiente: «Todo fenómeno psíquico se caracteriza por aquello
que los escolásticos de la Edad Media denominaron la presencia intencional
(también mental) de un objeto, y que nosotros llamaremos, si bien con expresiones
no del todo unívocas, la referencia a un contenido, la dirección a un objeto (que aquí
no habría que entenderlo como realidad), o bien la inmanente objetividad».
Así pues, según Brentano, la intencionalidad es el rasgo esencial, la principal
característica de los fenómenos psicológicos. Todos ellos poseen —de distintas
maneras— la cualidad de ser intencionales: el deseo es siempre deseo de... alguna
cosa; el miedo es siempre miedo de... algo; y el conocimiento es siempre
conocimiento de... una realidad del tipo que sea. Esta teoría —extraordinariamente
fecunda— proporciona, entre otros rendimientos, un criterio para distinguir entre sí
los fenómenos físicos y los fenómenos psíquicos. Los fenómenos físicos consisten
solo en sí mismos; son, por así decirlo, como puntos. Los fenómenos psíquicos, por el
contrario, consisten en su referencia a un objeto, a algo diferente de sí mismos; son
como flechas: son actos intencionales.
Me parece que el redescubrimiento de la intencionalidad es uno de los logros más
serios y brillantes de la filosofía contemporánea. Cuando alguien me pregunta qué es
lo más importante que he aprendido a lo largo de tantos años dedicado al estudio de
la filosofía, suelo contestar: la intencionalidad. Por eso mismo, lamento de veras que,
en orientaciones importantes de la filosofía actual, todavía no se atisbe la
importancia de esta noción. Indica que ni siquiera han dado el primer paso para
saber qué es el conocimiento.
1 De veril., q.2, a.6, ad 31. (Hablando propiamente, no son el sentido o el entendimiento los que
conocen, sino el hombre a través de ambos).
Ahora bien, si comenzamos con esta metáfora y con nuestra más cruda experiencia
de conocimiento, podríamos pensar que el conocimiento no es precisamente una
actividad, sino más bien una suerte de receptividad: algo que experimentamos de
manera pasiva. La jaula recibe los pájaros sin ninguna operación activa, así como
nosotros - -aparentemente— recibimos conocimiento sin ninguna realización
especial. Otra vieja comparación, esta vez de la escuela peripatética, puede subrayar
la idea de pasividad: la comparación de la mente con una tablilla de madera —la
famosa tabula rasa— en la que nada hay escrito.
Pero esta idea del conocimiento es errónea. Para apreciar esto, hemos de advertir la
diferencia existente entre contener información, por una parte, y poseer
conocimiento, por otra. Es posible que una cosa contenga información sobre un tema
particular sin tener ningún conocimiento sobre tal tema. Por ejemplo, el teléfono
portátil que se puede alquilar en una exposición de cuadros, para recibir ilustración
sobre cada una de las piezas, contiene mucha información sobre la colección que se
expone, pero no sabe nada acerca de las pinturas. El cable telefónico (o las ondas de
satélite) contiene noticias que permiten a mis amigos de Washington saber lo que
estoy diciendo desde Pamplona; pero el cable o las ondas ni siquiera conocen el
sonido, y mucho menos el contenido semántico de lo que yo estoy diciendo a mis
colegas estadounidenses, o ellos a mí.
Aquí comparece una gran diferencia que no hemos de pasar por alto. El cable
telefónico o las ondas del satélite han recibido información de un modo pasivo. Se
comportan como potencia, no como acto. El turista amante de la pintura española o
el profesor estadounidense, que conocen esa información, realizan una actividad que
es una operación propia y exclusiva de seres vivientes. Solo los seres vivientes
pueden conocer, porque el conocimiento es una actividad vital.
La confusión entre conocer algo y recibir información implica la pérdida de las
realidades más valiosas del mundo humano. T. S. Eliot escribió en su poema «La
roca»:
¿Dónde está la sabiduría que se nos ha perdido en conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento
que se nos ha perdido en información?
Para entender la auténtica y real naturaleza del conocimiento, hemos de distinguir
entre dos clases de actividades: como dice Tomás de Aquino, unas que producen
cambios en lo que sufre o padece la acción (como calentar o cortar), y otras que no
afectan más que al agente (por ejemplo, vender o entender). Las actividades del
primer tipo —señala Kenny— solo afectan al agente humano mismo, mientras que
las actividades del segundo tipo dan lugar a cambios en el paciente sobre el que el
agente actúa. Podemos llamar inmanentes a las acciones de la primera clase; y
transeúntes a las de la segunda índole. Cuando, por ejemplo, pienso en una cafetera,
realizo una operación del primer tipo; en cambio, si caliento la cafetera, lo que
resulta es una acción de la segunda clase. Calentar la cafetera produce un cambio en
ella; mientras que pensar en la cafetera solo afecta a quien la piensa (y no
físicamente).
La distinción tomista entre acciones inmanentes y transeúntes sigue a la
diferenciación aristotélica entre praxis y poíesis. Encontramos esta distinción en el
capítulo 6 del libro IX, al que ya hemos hecho referencia.
Las acciones transeúntes o poíesis implican movimiento, mientras que la acción
inmanente no lleva consigo movimiento alguno. Por lo tanto, aquí se puede aplicar
el mismo test lingüístico que hemos considerado en otras distinciones: la distinción
entre movimiento como imperfecta actualización, y conocimiento como
actualización perfecta. El ejemplo más característico de acción transeúnte es el de
edificar: alguien que está construyendo no ha construido; mientras que alguien que
ve, ha visto; o alguien que entiende ha entendido. Esta última suerte de operación es
llamada por Aristóteles «actividad perfecta».
Las actividades transeúntes tienen un límite (peras). A medida que se va
construyendo, se va marcando el límite que separa lo ya construido de lo todavía no
edificado. Por su parte, las actividades inmanentes no tienen un límite sino un fin
(telos). Habría que decir, incluso, que ellas mismas son su propia finalidad. La praxis
es telos: la actividad inmanente misma es su propio fin, es un fin en sí misma. En
cambio, la actividad transeúnte tiene un fin distinto de ella misma. Nosotros
construimos en orden a tener una casa en la cual podamos vivir; la actividad de
edificar es diferente de la edificación: el propósito de este tipo de actividad está fuera
de ella misma, y esta es la razón por la que tiene límite. En el caso de la actividad
inmanente, no hay tal límite precisamente porque la acción no se diferencia de su
resultado. Vemos solamente en orden a ver: ver es el fin de estar viendo, y esta es la
razón por la cual las actividades inmanentes no tienen un límite, sino solamente un
fin. Vemos, hemos visto y continuamos viendo.
El conocimiento es actividad sin movimiento. Por tanto, el conocimiento es
actividad perfecta (praxis teleia), lo cual significa que es actualidad sin ningún tipo
de potencialidad. El conocimiento es actualidad perfecta. En él mismo no puede
haber pasividad o receptividad porque estos son tipos de potencialidad. Y, si
nosotros simplemente recibimos algo, no conocemos aquello; si, por ejemplo,
recibimos luz en la nuca, tenemos iluminada la parte trasera de la cabeza, pero no lo
vemos.
Nuestras facultades de conocimiento tienen cierta potencialidad, dada nuestra
finitud, pero el conocimiento mismo es pura actividad. En orden a ver una forma, es
necesario recibir esta forma en nuestros órganos visuales; pero tal recepción no es
aún la vista de esta forma. La vista de tal forma es la activa visión de la forma,
aunque previamente haya ocurrido cierta actualización de la potencial actividad de
ver, es decir, de la facultad correspondiente en cada caso.
El ser del conocimiento es un acto que no consiste en actualizar de una manera física
a un sujeto. Como señala Millán-Puelles, «ni el cognoscente ni lo conocido son
rigurosamente, en cuanto tales, sujeto de inhesión. Ninguno de ellos hace de
potencia o materia para el otro. Por tanto, ambos se comportan como acto en el acto
de conocer y ninguno como acto actualizante. El análisis ontológico del
conocimiento viene a parar así en una reiteración de la noción de acto, que se podría
expresar de esta manera: actus actum possidentis»30. El conocimiento es el acto de un
acto que posee un acto.