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Comte-Sponville, A. - Montaigne y La Filosofia Ed. Paidos
Comte-Sponville, A. - Montaigne y La Filosofia Ed. Paidos
André
Comte-Sponville
Montaigne y ia filosofía
PAIDÓS
Título original: Je ne suis pos un philosophe. Montaigne el la
philosophie ,
Originalmente publicado en francés, en XXX, por Edilions
Honoré Champion, París, Francia
Traducción de Rosa y Marta Bertrán
Cubierta de Compañía
S PAIDÓS
H Barcelona •Buenos Aíres •México
El arco de Ulises
Títulos publicados:
1. A. Gorz, Carta a D. Historia de un amor
2. A. Comte-Sponville, La feliz desesperanza
3. P. Hadot, Elogio de Sócrates
4. H. Hesse, Viaje a Oriente
5. U. Beck, Generación global
6. R. Barthes, Del deporte y los hombres
9. Dalai Lama, La compasión universal
10. H. Bloom, E l ángel caído
11. T. Todorov, El abuso de la memoria
12. Jean Giono, Homenaje a M elville
13. A. Comte-Sponville, M ontaigne y la filosofía
Sumario
44
Los Cicerones de hoy, que son le
gión, podrán reconocerse —o bien si
no se reconocen, lo que es posible, a
nosotros sí nos será muy fácil recono
cerles...—. Hay que añadir, no obs
tante, que, a pesar de sus reticencias,
Montaigne leerá mucho, y cada vez
más, los libros filosóficos de Cicerón
(es por otra parte una constante de su
evolución: su interés por los filósofos
no deja de crecer). Esto no significa
que haya cambiado de opinión. Para
él, los Académicos, el De Finibus o los
Tusculanes son una fuente preciada de
información sobre la filosofía anti
gua, pero sin duda tan sólo son eso:
Montaigne nunca consideró a Cice
45
rón como un verdadero filósofo (cfr.
por ejemplo II, 31, 716 o I, 39, 248);
digamos también que sus reticencias,
cuando le conciernen, atañen menos
a la filosofía en cuanto tal que a sus re
percusiones eruditas o librescas.
Habrán ustedes, observado, en el
largo fragmento que acabamos de ci
tar, la expresión que utiliza Montaig
ne: «la filosofía, especialmente moráis...
Esto supone que existe otra, o muchas
otras; pero ¿cuáles? Montaigne, en
este punto, no es nada explícito: evo
ca una segunda vez «la filosofía mo
ral» (III, 2, 805), una vez «la filosofía
política» (III, 9, 952), y eso es todo.
Nos sorprende sobre todo la ausen
46
cia, en los Ensayos, de alguna mención
de cualquier filosofía primera o, de
igual manera, de cualquier filosofía
natural. No es, claro está, una casuali
dad. Montaigne no cree en absoluto
ni en una ni en otra. Él prefiere el co
nocimiento de sí mismo: «me estudio
a mí mismo antes que cualquier otro
tema. Es mi metafísica, es mi física»
(III, 13, 1072). Pero ¿qué sentido da
entonces a la palabra «filosofía»? ¿Su
sentido restringido (el amor a la sabi
duría, a la vida razonable) o su senti
do amplio («filosofía» pudiendo de
signar entonces, hasta el siglo XVIII,
cualquier conocimiento racional, di
cho de otro modo el conjunto de las
47
ciencias naturales y humanas)? A falta
de una definición expresa, sólo pode
mos basarnos en el uso de la palabra.
Ninguna mención de una «filosofía
natural» cualquiera, ya lo he dicho, y
es un primer indicio: la palabra «filo
sofía», en Montaigne, no sustituye la
palabra «ciencia» (que por otra parte
aparece con mayor frecuencia: 293
casos en singular o en plural), ni la
palabra «saber» (43 casos sólo para
el sustantivo), y por ello la expresión
«la filosofía y ciencias humanas»
(11, 12, 559) no es pleonástica. Esas
«ciencias», es cierto, no son muy cien
tíficas, en el sentido moderno del tér
mino: más bien son competencia de
48
las humanidades. Pero esto no hace
más que acentuar la singularidad de
la filosofía de Montaigne. Puede ocu
rrir sin duda que la palabra se utilice
en su sentido más general, cuando
por ejemplo Montaigne escribe que
«la admiración es el fundamento de
toda filosofía, la inquisición, el pro
greso, la ignorancia, el final» (III, 11,
1030). Pero esos casos son raros. Con
mayor frecuencia, la filosofía designa
una cosa muy distinta, que correspon
de mucho más a lo que he llamado el
sentido restringido de la palabra o, lo
que es lo mismo, a su sentido etimoló
gico: la filosofía es, para Montaigne,
ante todo el amor, la búsqueda o el
49
aprendizaje de la sabiduría, que no se
puede confundir con la ciencia (ya
que, «aun cuando pudiéramos ser sa
bios con el saber del otro, al menos
podemos ser sabios por nuestra pro
pia sabiduría», I, 25,138), ni limitarse
a ella. Nos lo indica bien claramente
el más largo desarrollo, si no recuer
do mal, que Montaigne haya jamás
dedicado a la filosofía en cuanto tal
(1, 25,158 sq.). Se trata, y no es por ca
sualidad, del ensayo sobre «la edu
cación de los niños». Entre todas las
disciplinas, «la filosofía es la que nos
enseña a vivir», explica Montaigne
(pág. 163); es, pues, la actividad más
urgente: «se nos enseña a vivir cuan
50
do la vida ha pasado. Cien alumnos
han contraído la sífilis antes de llegar
a la lección de Aristóteles sobre la
templanza. Cicerón decía que, si pu
diera vivir la vida de dos hombres, no
se tomaría el tiempo de estudiar a los
poetas líricos. Y encuentro a esos er-
gotistas todavía más tristemente inúti
les. Nuestro muchacho tiene más pri
sa: sólo le debe a la enseñanza sus
primeros quince o dieciséis años: el
resto se lo debe a la acción. Emplee
mos ese tiempo tan breve en las ense
ñanzas provechosas» (Ibid.). La filo
sofía constituye una parte eminente
de éstas: y es en relación a ella «que
las acciones humanas deben tomar
51
la como su regla» (pág. 158), ella es
quien, «como formadora de los jui
cios y de las costumbres, será (la)
principal lección» de nuestro alumno
(pág. 164), y en particular «en la parte
en que trata del hombre y de sus de
beres y oficios» (Ibid.). Esta última ex
presión atestigua que Montaigne no
reduce la filosofía a lo que antes lla
maba «la filosofía moral» (II, 10,413 y
III, 2, 805): ésta es su parte principal,
es cierto, pero no es su todo. La filo
sofía política, la metafísica, lo que hoy
llamamos la epistemología o la teoría
del conocimiento, incontestablemen
te, también forman parte de ella, y
Montaigne, por otra parte, a veces las
52
pone en práctica (como se puede ver,
por ejemplo, en la Apologie deRaymond
Sebond). La filosofía se mezcla «con
todo» (I, 30, 198). Sin confundirse
con la ciencia, no podría mostrarse
indiferente al saber, ni a sus límites.
Además, Montaigne observa que «toda
la filosofía se reparte en tres géne
ros», o «en tres sectas generales», que
son los dogmáticos, los Académicos
(en el sentido de la Nueva Academia:
la de Clitómaco y Carnéades) y los
pirronianos (II, 12, 502 y 506). Es
mucho decir que la cuestión gnoseo-
lógica es crucial. ¿Cómo si no? La filo
sofía concierne al todo de nuestra
existencia, en tanto que se refleja en
53
nuestro pensamiento: no es otra cosa
que esa reflexión misma. AI evocar «to
dos los más provechosos discursos de
la filosofía», Montaigne, siempre pen
sando en nuestro alumno, añade lo si
guiente: «Se le dirá qué es saber e ig
norar, que debe ser la finalidad del
estudio; qué es el ánimo, la templan
za y la justicia; lo que separa la ambi
ción y la avaricia, la servidumbre y la
sujeción, la licencia y la libertad; con
qué señales se conoce el verdadero y
sólido contento; hasta dónde hay que
temer la muerte, el dolor y la vergüen
za; qué resortes nos mueven, y cómo
se producen tan diversos movimien
tos dentro de nosotros. Pues me pare
54
ce que los primeros discursos con los
que hay que abrevar su entendimien
to deben ser aquellos que regulen sus
costumbres y su sentido, que le ense
ñarán a conocerse, y a saber morir
bien y vivir bien. Entre las artes libera
les, empecemos por el arte que nos
hace libres» (I, 26, 158-159 A). Lle
gado a este punto, Montaigne cita
el «sapere aude» de Horacio, que Kant
tomará como divisa de la Ilustración7
7. Cfr. Kant, «Respuesta a la pregunta:
¿Qué es la Ilustración?», trad. de S. Piobetta,
Im philosophie de l'histoire, Médiations-Denoél,
reimpr. 1984, pág. 46: «Sapere aude!Ten la va
lentía de servirte de tu propio entendimien
to. Ésta es la divisa de la Ilustración».
55
(pág. 159). Pero todos los valores no
valen lo mismo: «Es una gran simple
za enseñar a los niños la ciencia de los
astros y el movimiento de la octava
esfera antes que los suyos propios»
(Ibid.). Después Montaigne añade:
«Tras enseñarle lo que sirve para ha
cerle más sabio y mejor [dicho de otro
modo, después de haberle hablado
de filosofía], le hablaremos de qué es
la Lógica, la Física, la Geometría, la
Retórica; y, habiendo formado su jui
cio, pronto dominará la ciencia que
elija» (pág. 160). Vemos lo que signifi
ca filosofar para Montaigne: formar
su juicio y su vida, y no conozco a nin
gún gran filósofo que haya dicho lo
56
contrario. Pero, llegado a este punto,
Montaigne se deja llevar un poco, para
nuestra satisfacción, y arremete contra
los pedantes, en el más bello elogio de
la filosofía quizás que se haya podido
escribir nunca. De nuevo, y a pesar de
que el texto sea un poco largo y que ya
haya evocado algún punto, no me re
sisto al placer de leerles unos fragmen
tos bastante extensos:
75
La filosofía no pertenece a nadie, y
mucho menos a los filósofos de oficio.
Por eso «nadie se escapa de la filoso
fía», como dice Montaigne (I, 14,67),
como tampoco la filosofía no se esca
pa de la fragilidad ni de la incerti
dumbre humanas. Lo esencial sigue
siendo no mentir. Platón tiene razón,
«quien dice que la firmeza, la fe, la
sinceridad son la verdadera filoso
fía dice que las demás ciencias, que
apuntan hacia otra parte, tan sólo son
fingimiento» (I, 26,152).
Esto nos conduce a un último pun
to, con el cual desearía concluir. Por
escéptico que fuera, Montaigne no
dejó nunca, no tanto de buscar la ver
76
dad, como de someterse a ella y amar
la, allá donde la encontrara, e incluso,
éste es el espíritu del escepticismo, allá
donde no la encontrara. Es lo que dis
tingue su filosofía de la sofística, y
lo que lo une a Sócrates, en efecto, más
que a aquellos a los que Sócrates se en
frentaba. Se trata pues de amar lo ver
dadero, aun en su ausencia, y de so
metérsele tan pronto como aparece o
parece que aparece: «la verdad es una
cosa tan grande que no debemos des
deñar ninguna intervención que nos
conduzca a ella» (III, 13,1065), y esto,
insiste Montaigne, tanto si nos per
judica como si nos sirve (III, 5,885).
La verdad está por encima del amor
77
propio.10 Lo importante no es saber
quién habla, sino lo que dice; ni quién
gana, sino lo que parece verdad. En
la conversación, escribe Montaigne,
«la causa de la verdad debería ser co
mún al uno y al otro» (III, 8,924). Esta
exigencia da grandeza a sus Ensayos, y
a su vida. ¿Existe un espíritu más libre
y más abierto? Sólo se somete a lo ver
dadero, o a lo que le parece que lo
es: «Festejo y acaricio la verdad en
cualquier mano en que la encuentre,
y me entrego alegremente, y le tiendo
84
Montaigne o la filosofía viva*
¡Verdaderamente, que un hombre
semejante haya escrito ha aumenta
do el placer de vivir en esta tierra!
N ietzsche
87
que los sistemas, por definición, son to
dos falsos. Pero los franceses, que no sa
ben hacerlos, y esto es lo bueno, los ad
miran, y esto es lo malo. En menos de
diez años se ha puesto dos veces a Hegel
(¡o sea dos veces durante diez años!) en
el programa de las pruebas escritas de las
oposiciones de filosofía; a Montaigne,
que yo sepa, no se le ha puesto nunca, y
esto dice mucho de la estima que le tie
nen nuestros universitarios. Como la
Universidad tiene horror al vacío, las li
teraturas se han apropiado de él, y es de
justicia. Pero que Montaigne sea un ma
estro de la lengua —virtuoso, absoluto,
artista brillantísimo—, ¿le impide esto
ser un maestro del pensamiento? ¿Sólo
porque Kant escribe mal es un gran filó
sofo?
88
Pero hay algo peor todavía. Montaigne
no sólo no crea un sistema —demuestra al
contrario la vanidad de todos—, sino que
filosofa como ya nadie, parece, se atreve a
filosofar: a la antigua, en primer grado y
en primera persona, expuesto a todos los
riesgos. Este filósofo es el colmo, ama la
sabiduría, que es «ciencia de vida» (III,
10,1010)2, y la única ciencia que vale. Al
lado de ese arcaísmo, la prosa de Mon
taigne parece de una modernidad intac
ta —lo que, por otra parte, es, en efecto,
para un lector un poco entrenado. Que a
veces haya que coger un diccionario o
consultar unas notas a pie de página, se lo
2. Las referencias a los Ensayos, dadas a lo largo
del texto, indican, en este orden, el libro, el capítulo
y la página de la edición Villey (reed. PUF, 1978), de
la que he modernizado la ortografía.
89
podríamos perdonar. Pero que tengamos
que cambiar incluso nuestra concepción
de la filosofía —¡ynuestra vida!—, esto ya
es demasiado. Más aún cuando este ar
caísmo filosófico de Montaigne, su fun-
damentalismo o, mejor, su ingenuidad
filosofante, por ser intempestivos, no se
dejan emparedar vivos en ninguna cate
goría o periodización históricas. Mon
taigne es de cualquier época, o de ningu
na, y si los historiadores de la filosofía
no lo quieren en absoluto3, es porque les
3. Existen, por supuesto, algunas excepciones,
en el primer lugar de las cuales debemos citar, en
Francia, a Maree! Conche, autor de M ontaigne ou la
consciente hmreuse, París, Seghers, 1964 (que es para
mí la más bella iniciación a Montaigne) y de M en-
taigne et la philosophie, Villers-sur-Mer, Editions de Mé-
gare, 1987. Pero esto se debe a que Marcel Conche es
mucho más que un historiador de la filosofía...
90
quita la razón, casi siempre, y desenmas
cara lo sórdido de su oficio. Ese cadáver se
resiste como un diablo y hace regresar
a los enterradores al cementerio —¡sin
él!—. Maestro de la lengua, maestro del
pensamiento, Montaigne es un maestro
de vida, y esto espanta a los profesores que
no quieren al pensamiento más que di
funto. Leer a Montaigne, decididamente,
es demasiado peligroso. Nuestros sabios
prefieren ignorarle y por ello son incultos.
¡Escandaloso, Montaigne! Su simplici
dad bonachona, porque restituye la idea
misma de sabiduría nuevamente conce
bible (Nietzsche vio muy bien que, tra
ducido al griego, a los griegos les hubie
ra gustado),4 es una bomba retardada
4. Véase Le voyageur et son ombre, 214.
91
que se arrastra por nuestras bibliotecas:
cuando a uno empieza a gustarle, hay
muchos libros, escritos años después de
su muerte, que ya no podemos leer, o
bien sólo para reírnos o para desmenu
zar alguna ridiculez bien penosa. Nues
tros patanes lo condenaron porque él los
condena: lo han olvidado para que no
los olvidemos a ellos, lo toman por un li
terato con la esperanza de que los tome
mos, a ellos, ¡por filósofos! Tiempo per
dido: un patán sigue siendo un patán
(«por ser más sabios, —observaba Mon
taigne—, no son menos ineptos», III, 8,
927) y no filosofa. Sencillamente han
agotado del todo la filosofía y les queda
lo que llamamos la historia de la filoso
fía. Su máxima es la de los historiadores
según Nietzsche, y la aplican al pie de la
92
letra: «¡Dejad que los muertos entierren
a los vivos!».5
Estoy exagerando, desde luego; es
cierto, no obstante, que una gran parte
de la filosofía contemporánea, en su eru
dición maníaca y estéril pero también
quizás en el fondo mismo de lo que le
sirve de pensamiento, tiene que ver con
lo que en términos freudianos denomina
ríamos el triunfo de la pulsión de muerte,
y es lo que demasiados coloquios univer
sitarios, por desgracia, me han hecho ex
perimentar tristemente. Leer a Montaig
ne es, por el contrario, reconciliarse con
la pulsión de vida, es decir, con la vida en
sí misma y, por consiguiente, con la filo
sofía. Ese por consiguiente es de Montaig
ne, y es lo que yo desearía tratar ahora.
5. Considérations intem p estiva II, 2.
93
Yo hablaba de sabiduría. Se me podría
objetar, y legítimamente, que sabio, Mon
taigne jamás pretendió serlo, y que por
otra parte se burla de ello. Lo deja para
otros con más fuerza que él (Sócrates,
Epicuro, los estoicos...), a los que admira
mucho, pero a los que no tiene ningún
deseo de imitar. No muestra ninguna in
dulgencia, en cambio, con aquellos de
sus discípulos (¡no los sabios sino los filó
sofos!) que hacen como si enseñaran una
lección de la que ni ellos ni nadie —ya
que los sabios, ellos, ¡ya no lo necesi
tan!— son capaces de recoger los frutos.
«¿Para qué sirven esas puntas culminan
tes de la filosofía sobre las cuales ningún
ser humano puede sentarse? ¿Y esas re
glas que exceden nuestro uso y nuestra
fuerza? Veo a menudo que se nos propo
94
nen unas perspectivas de vida que ni
quien las propone ni quienes las escu
chan tienen ninguna esperanza de se
guir ni, lo que es peor, muestran ganas
de hacerlo» (III, 9, 989). Montaigne,
aunque a veces las evoca, no les presta
ninguna atención. «Son sutilezas agudas,
insustanciales, en las que en ocasiones
se detiene la filosofía» (II, 11,429), desde
luego, pero que sería exagerado tomar
en serio cuando la vida y la naturaleza se
resisten a hacerlo. Porque es la naturale
za quien manda (y tanto más cuanto que
no manda más que a sí misma), y esto es
precisamente lo que el sabio comprende
y acepta.
¿Qué es en efecto la sabiduría? Si lo
entendemos como un saber positivo, no
vale más que lo que valen los saberes. La
95
«ciencia de vida» es dudosa, como lo son
todas: ciencia del hombre, no de Dios,
y prisionera para siempre de sus inciertos
límites. Humana, demasiado humana
—pero realmente nunca lo somos dema
siado (no se trata más que de «hacer bien
el hombre», III, 13,1110), yes la sabiduría
misma—. El escepticismo de Montaigne
no puede desembocar, sin contradecir
se, en un dogmatismo ético, es decir, en
una concepción de la vida recta o buena
que pretendiera valer de forma absoluta
y para todos. «No trato en el momento
oportuno de nada más que de la nada
—escribe Montaigne magníficamen
te—, ni de ninguna ciencia más que de la
no ciencia» (III, 12, 1057), y éste es el
motivo de que sólo hable de sí mismo.
«Somos viento por todas partes» (III, 13,
96
1107), y viento es la sabiduría, o más bien
sabio es el viento (Ibidl).
La «ciencia de vida» que es la sabidu
ría no es pues una ciencia en el sentido
en que la entendemos nosotros (¡que
tendría como objeto la vida!), sino la
vida en sí misma —y, para cada uno, la
propia vida, solitaria y cambiante— dado
que comporta su verdad en sí misma. No
ciencia sino sapiencia, si queremos, o sa
ber vivir, que es la vida sabiéndose a sí
misma. «No existe nada tan bello y legíti
mo como hacer bien el hombre y de la
forma debida, ni ciencia tan ardua como
la de saber vivir bien y de manera natural
esta vida», escribe Montaigne (III, 13,
1110). Pero nadie puede filosofar ni vivir
(vivir ni, luego, filosofar) en nuestro lu
gar, y esto es lo que explica que, «aun
97
cuando podríamos ser sabios del saber
ajeno, sólo podemos ser sabios de nues
tra propia sabiduría» (I, 25, 138). La sa
biduría no es por consiguiente ni abso
luta ni universal. Como todas las cosas,
está sometida a los azares del lugar y del
tiempo, varía según las edades y los indi
viduos, las circunstancias y las capaci
dades... Vivir es cosa del mundo, y «la
mayor parte de las cosas del mundo se
hacen por sí mismas» (III, 8,933), es de
cir, sin diseño ni control. La filosofía tam
poco escapa a ello: «Es una imprudencia
considerar que la prudencia humana
pueda desempeñar el papel de la fortu
na... Nuestra sabiduría y nuestra refle
xión siguen en la mayoría de los casos la
dirección del azar. Mi voluntad y mi ra
zonamiento se mueven tan pronto en un
98
sentido como en otro, y algunos de esos
cambios se gobiernan sin mí. Mi razón
tiene impulsos y agitaciones cotidianas y
fortuitas...» (III, 8, 933-934). Por eso
Montaigne, que aborrece «toda clase de
üranía, tanto en palabras como en actos»
(III, 8, 931), no sabe qué hacer con esas
«palabras universales, [...] tan comunes
[y que] no dicen nada» (III, 8,936. Des
confía de ellas incluso: hay un fanatismo
de la sabiduría (1,30,197, III, 5,841 yss.),
del que hay que alejarse sabiamente.
Nominalismo y relativismo van a la par.
La sabiduría de la que hablamos sólo es
una palabra, y es por ello que no es la sa
biduría.
Por lo demás, la sabiduría no se go
bierna y sería una locura querer ser sa
bio por la fuerza. «Sed sabios. Esta reso
99
lución va más allá de la sabiduría» (III, 9,
988). Sólo aquel que se ha vuelto sabio (y
de una sabiduría propiamente suya)
puede querer serlo sin locura —y su sa
biduría no será más que su propia vida—.
La sabiduría de Montaigne sólo vale para
Montaigne: es Montaigne en sí mismo,
en acto y en verdad. O bien, si vale tam
bién para nosotros, ¡es más como ejem
plo que como modelo, más como es
tímulo que como imperativo! La única
regla es que no hay regla; la única ley, la
ausencia de ley. La filosofía no es una
disciplina más, que pretenda regentar
nuestra vida, sino esa vida en sí misma,
en tanto que se desprende de todas las
disciplinas, e incluso (y quizás en primer
lugar) de aquellas que continúa obser
vando. La única sabiduría es la vida sa-
100
bia, la única vida, el ser vivo. Toda sabi
duría es en esto singular y relativa. Esta
«ciencia de vida» no es una ciencia (II,
12,438) sino un arte, y este arte no es un
arte sino la vida. Montaigne lo ha repeti
do miles de veces. Se trata, no de pensar,
escribir o filosofar, sino de vivir, y sólo
esto es filosofar de verdad. «Mi oficio y
mi arte es vivir», escribe (II, 6, 379); éste
es, no sólo el objeto de la filosofía (1,26,
163), sino, para cada uno, «nuestra gran
y gloriosa obra maestra» (III, 13, 1108),
la única finalidad (la vida «debe ser su
propia intención» III, 12, 1052) y la
única recompensa. «He dedicado todos
mis esfuerzos a formar mi vida —escri
be también—. He aquí mi oficio y mi
obra. Soy menos hacedor de libros que
de cualquier otra tarea.» Es, digámoslo
101
de pasada, lo que le ha permitido escri
bir los Ensayos, que son más que un libro
y, en francés, el más importante de to
dos.
Esta sabiduría de Montaigne es una
sabiduría laica, en el sentido de que no
necesita ni la religión ni el ateísmo. Sa
biduría, no desde el punto de vista de
Dios, que no tiene nada que hacer con
ella, sino del hombre, que carece de ella.
Montaigne no cree en absoluto en las sa
bidurías demasiado completas o dema
siado exigentes, como son la estoica o
incluso la epicúrea. «Tan sabio como
quiera, pero finalmente es un hombre:
¿qué hay más caduco, más miserable y
más nulo?» (II, 2, 345-346). Yañade: «La
sabiduría no fuerza nuestras condicio
nes naturales». Hacer bien el hombre es
102
permanecer hombre, no convertirse en
ángel, caballo o semidiós (cf. II, 12,604 y
III, 2, 806). ¿Humanismo? Si queremos
decirlo así, pero en este caso, mucho más
que el ideal o la norma, el hombre es la
obligación que debemos aceptar y respe
tar. Hay que perdonar a los hombres —y
a uno mismo— el ser sólo hombres. Hu
manismo sin ilusiones y de salvaguardia.
Nadie es sabio si no se acepta en primer
lugar como hombre, ni humano si no
se acepta como animal. Ni ángel ni su
perhombre, pues, y esto es lo que Pascal
(¡mejor que Nietzsche!) sabrá recordar:
«Quieren huir de sí mismos y escapar
del hombre. Es una locura: en lugar de
transformarse en ángeles, se transfor
man en bestias, en lugar de elevarse, se
desploman. Estos humores trascenden
103
tes me asustan, igual que los lugares altos
e inaccesibles...» (III, 13,1115).6
Si en esto se opone al estoicismo, al
menos éste es el sentimiento que tiene,
Montaigne se toma también, sin decirlo
demasiado, alguna libertad con la moral
del cristianismo, y quizás no sólo con su
moral. En Montaigne se da un casimate-
rialismo que pone a la fe como entre pa
réntesis. Nos preguntamos a veces si ata
ca a los filósofos o a los sacerdotes, y con
frecuencia es a ambos. «Estas exquisitas
sutilezas —escribe por ejemplo— sólo
son propias del sermón: son discursos
que quieren enviarnos bien edificados al
otro mundo. La vida es un movimiento
6. Véase también II, 12, 604 (y compárese obvia
mente con Pascal, Pensées, 358, ed. Brunschvicg, o
678. ed. Lafuma).
104
corporal, acción imperfecta de su propia
esencia, y desordenada; me esfuerzo en
servirla en función de ella» (III, 9, 988).
Ninguna sabiduría sería posible si el
cuerpo no comportara en sí mismo su
gran sabiduría, como dirá Nietzsche, o
su phrenésis, como decía Epicuro, que es
amor por el placer y por la alegría. Es
normal que el secreto de la felicidad sea
absolutamente simple y que no sea un se
creto: se trata «de difundir la alegría [y
de] suprimir tanto como se pueda la tris
teza» (III, 9,979), y es lo que hacemos to
dos, o queremos hacer, y lo que sólo con
sigue el sabio en función de su sabiduría
(aunque si no lo fuéramos, no podría
mos ni siquiera filosofar). Si Montaigne
es a veces pesimista o sombrío (un poco
a la manera de Séneca o de Lucrecio,
105
que tanto le gustan), es porque sabe que
no está aquí la última palabra de la filo
sofía. Al contrario, «la señal más explíci
ta de la sabiduría es un goce constante;
su estado es como el de las cosas encima
de la luna: siempre sereno» (I, 26, 161).
Es lo que los pedantes olvidan, o de lo
que son incapaces: «Por no haber fre
cuentado esta virtud suprema, bella, triun
fante, enamorada, igualmente deliciosa
y valiente, enemiga profesa e irreconci
liable con la acritud, el desagrado, el te
mor y la coacción, teniendo como guía a
la naturaleza y a la fortuna y la voluptuo
sidad por compañeras, han acabado por
fingir, debido a su endeblez, esta ridicula
imagen, triste, pendenciera, despecha
da, amenazadora, consumida, y a situarla
sobre una roca en un lugar apartado, en
106
medio de zarzas, como un fantasma para
asombrar a la gente...» (Ibid.).
Lo molesto, en el caso de Montaigne,
es que las ganas de citarlo son demasiado
fuertes, y esto debe disuadir también a
los comentaristas. No permite en absolu
to que se le dé un valor y forma parte de
esos autores de los que él mismo decía
(III, 5, 874) que más bien quitaban las
ganas de escribir. Pero este relleno, como
él dice también, está fuera de mi tema, y
por otra parte debemos ir concluyendo.
115
en nuestras ciudades: «En todo Estado
hay unos oficios necesarios, no sólo ab
yectos, sino incluso viciosos; los vicios en
cuentran en él su lugar y se emplean
para soldar nuestra unión, como los ve
nenos para la conservación de nuestra
salud» (III, 1,791). Así el engaño, la trai
ción, la violencia... ¿Qué poder podría
prescindir totalmente de ellos? Montaig
ne se parece bastante a Maquiavelo, al
que conoce, a quien parece criticar a ve
ces (II, 17, 648),2 pero cuyos discursos
encuentra globalmente «bastante sóli
dos» (II, 17,655). Sabe, como el florenti-
2. A pesar de que, como dice Hugo Friedrich, «su
respuesta no se aparta del terreno pragmático del
principio «maquiavélico» y no puede constituir una
«refutación de Maquiavelo» (H. Friedrich, M ontaig
ne, traducción francesa, reedición TEL-Gallimard,
1984, pág. 198).
116
no, que «el bien público requiere que se
traicione, que se mienta y que se asesine»
(III, 1, 791). Yentonces ¿cómo conciliar
la moral y la política o, como dice Mon
taigne, «lo útil» (para el bien público) y
«lo honesto» (respecto a la moral)?
En primer lugar, evitando confundir
los, que equivaldría a esconder el pro
blema en vez de resolverlo. La política
no puede reducirse pura y simplemente
a la moral, ni someterse siempre a ella.
«Los asuntos de Estado tienen unos pre
ceptos más audaces», reconoce Montaig
ne; y si intentó primero «aplicar al servi
cio de las funciones públicas» las mismas
reglas «rudas, nuevas, sin pulir o impolu
tas» que acostumbraba a utilizar en pri
vado, fue para constatar que se revelaban
«ineptas y peligrosas» (III, 9,991). Yaña-
117
día esto, que es mucho más que una me
táfora: «Aquel que anda entre la muche
dumbre dene que desviarse, tiene que
apretar los codos, tanto si avanza como si
retrocede, incluso dene que abandonar
su recto camino, según lo que encuen
tre; ha de vivir no tanto según él sino se
gún los demás, no según lo que él se pro
ponga sino según lo que le propongan,
según el tiempo, según los hombres, se
gún los asuntos» (Ibid.). Uno puede cier
tamente negarse a mentir, y a eso tendía
Montaigne. Pero entonces hay que re
nunciar al poder (un antiguo primer mi
nistro, que considero muy honesto, me
explicaba un día que en cuestión de po
lítica financiera, por ejemplo, el disimu
lo y la mentira eran con frecuencia pre
misas obligadas para el éxito de tal o cual
118
operación, perfectamente desinteresada
y justa, por otra parte), y si Montaigne
hizo esa elección (III, 1 y 10, passim), ve
perfectamente que sólo pudo hacerlo
porque otros, que él no condena, y entre
los cuales admira a unos cuantos, toma
ron a su cargo las necesidades públicas,
las tragedias del momento y los asuntos
del Estado. Montaigne no da lecciones a
nadie, y todavía menos a los gobernan
tes, cuya difícil misión conoce. «El prín
cipe, cuando una circunstancia urgente
y algún súbito e inopinado accidente,
por necesidad de su Estado, le hace tor
cer su palabra y su fe, o bien cuando algo
le aparta de su deber ordinario, debe
atribuir esa necesidad a un golpe de la
vara divina; vicio no es [no es un vicio],
ya que ha dejado de lado su razón frente
119
a una razón más universal y poderosa,
pero ciertamente es lamentable. De ma
nera que a aquel que me preguntaba:
¿Cuál es el remedio? No hay ningún re
medio, le dije: si estaba verdaderamente
atrapado entre esos dos extremos, debía
hacerlo; pero si lo hizo sin lamentarlo, si
no le pesó hacerlo, es una señal de que
su conciencia está en malas condicio
nes» (III, 1, 799).
De la misma forma que la políüca no
debe reducirse a la moral, tampoco pue
de aboliría ni pretender someterla. Aquí
es donde Montaigne se aparta de Ma-
quiavelo o, como mínimo, subraya los lí
mites del maquiavelismo: las exigencias
del poder, legítimas en su orden, no pue
den servir de ética ni para los individuos,
ni que decir tiene, ni tampoco, de mane
120
ra suficiente, para los príncipes (que por
otro lado son individuos como los de
más: «ya que, aun en el trono más ele
vado del mundo, estamos todos senta
dos sobre nuestro culo», III, 13, 1115).
Maquiavelo tiene razón, pero su ver
dad resulta parcial. Epaminondas resul
ta mejor maestro; él no olvidaba «la
consideración de su particular deber»,
sabía «que ciertas cosas son ilícitas aun
contra los enemigos, que el interés co
mún no debe requerirlo todo de todos
en contra del interés privado», en fin que
«no todas las cosas le son lícitas a un
hombre de bien por el servicio a su rey ni
al de la causa general y las leyes» (III, 1,
801-802). Igual que Cicerón, Montaigne
piensa que «la patria no está por encima
de todos los deberes» (Ibid.), dicho de
121
otro modo, que «no lo podemos todo»
(III, 1, 799), y que el hombre político
debe a veces preferir su honor o su deber
antes que «su propia salvación [incluso]
la salvación de su pueblo» (Ibid.).
Esto plantea el problema de los lími
tes; pero no existe ninguno que sea
absoluto. A cada uno le corresponde
juzgar, caso por caso, sin garantía ni re
curso. Conocemos las reglas, es cierto
(son las de la moral ordinaria, que va
rían por lo demás según los lugares y los
tiempos); pero ¿quién es capaz dejuzgar
las excepciones? Sin embargo, la políti
ca se alimenta de ellas, y casi de forma
cotidiana. Muchos se perderán en este
punto y olvidarán incluso su conciencia.
Pero no todos, no obstante, y Montaigne
aprecia, en los libros de historia, esos
122
ejemplos de virtud heroica. En cuanto a
los ejemplos contrarios, aquellos en los
que la razón de Estado justificó críme
nes, no teme condenarlos en bloque.
Pero escribe esto que nuestros políticos
tendrían que meditar: «Son ejemplos
peligrosos, raras y enfermizas excepcio
nes a nuestras reglas naturales. Hay que
ceder frente a ellas, pero con una gran
moderación y circunspección; ninguna
utilidad privada es suficientemente dig
na como para pedir ese esfuerzo a nues
tra conciencia; la pública, de acuerdo,
sólo cuando es muy aparente y muy
importante» (III, 1, 800). Lo útil sólo
prima honestamente sobre lo honesto
cuando resulta útil para la mayoría. El
mal sólo es aceptable en beneficio del
bien público.
123
Montaigne, por su parte, se mantuvo
más bien a cierta distancia. Se explica en
este sentido en el libro III, en los ensa
yos 1 («De lo útil y de lo honesto») y 10
(«Cómo administrar la voluntad»). Cada
uno busca su propio placer: Montaigne
encuentra el suyo principalmente en el
ocio, en la frecuentación de los libros y
de sí mismo. ¿Para qué forzar su natura
leza? Ya son muchos los que desearán el
poder, incluso demasiados. Por otra par
te, eso no impidió a Montaigne, cuando
se lo propusieron, convertirse en alcalde
de Burdeos y realizar su tarea de manera
concienzuda. Pero incluso así, lo hizo sin
pasión: «He podido desempeñar cargos
públicos sin apartarme de mí ni la dis
tancia de una uña», escribía, «y entregar
me a los demás sin olvidarme de mí mis
124
mo» (III, 10,1007). Nada más alejado de
Montaigne que el entusiasmo de los fa
náticos: «No quiero que se niegue a los
cargos que uno desempeña la atención,
los pasos, las palabras, y el sudor y la san
gre si son necesarios. Pero sólo de presta
do y de forma accidental, manteniendo
siempre el espíritu en reposo y salud, y no
sin acción, pero sin sufrimiento ni pasión»
(III, 10, 1007). Actuando menos, actua
remos mejor: «Nunca gobernamos bien
aquello que nos posee y nos gobierna;
mate cuneta ministrat ímpetus [la pasión
todo lo gobierna mal: Estado, Tebaida, X,
704]. Aquel que sólo emplea sujuicio y su
habilidad actúa con más alegría: disimula,
cede, difiere a su gusto según lo requiera
la ocasión; falla su objetivo, sin atormen
tarse ni afligirse, dispuesto y entero para
125
una nueva empresa; avanza siempre con
las riendas en la mano» (III, 10, 1007-
1008). Más lúcidos, más eficaces, más
felices, seremos también más tolerantes:
«Ellos quieren que cada uno, en su parti
do, sea ciego y estúpido, que nuestra per
suasión y juicio sirvan no a la realidad,
sino al proyecto de nuestro deseo. Yo más
bien me decantaría hacia el otro extremo,
hasta tal punto temo que mi deseo me
engañe» (III, 10,1013). Así seríamos más
libres, y menos engañados por los podero
sos: «En mis tiempos he visto maravillas en
cuanto a la insensata y prodigiosa facilidad
de los pueblos en dejar llevar y manejar su
creencia y su esperanza allá donde ha gus
tado y servido a sus jefes, por encima de
cien errores, unos sobre otros, por enci
ma de fantasmas y sueños» (III, 10,1013).
126
Decir que Montaigne se mantiene ac
tual es decir poco. Cuanto más se le hu
biera leído, menos atroz hubiera sido
este siglo que se acaba.
127
lAndré
IComte-Sponville
«No soy filósofo», escribe Montaigne en los Ensayos. Este texto intenta
demostrar que, sin embargo, lo es, y tanto más cuanto menos pretende
serlo. A Montaigne le gusta la filosofía viva, jovial, traviesa, nos dice. Es
un filósofo que no cree en la filosofía; un filósofo lúcido y libre, que de esta
manera filosofa mejor aún. «La filosofía nos enseña a vivir», escribe: por
ello es un filósofo, y nos enseña a filosofar.
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