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André
Comte-Sponville
Montaigne y ia filosofía

PAIDÓS
Título original: Je ne suis pos un philosophe. Montaigne el la
philosophie ,
Originalmente publicado en francés, en XXX, por Edilions
Honoré Champion, París, Francia
Traducción de Rosa y Marta Bertrán
Cubierta de Compañía

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del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total
o pardal de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos
la reprografía y el tratamiento informático, y la distribudón de ejemplares
de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 1993 Ediüons Champion, París


André Comte-Sponville, «Montaigne o la filosofía viva»,
en Une education philosophiqve© PUF, 7‘ edición 1998,
págs. 236-244.
© 2009 de la traducción, Rosa y Marta Bertrán
© 2009 de todas las ediciones en castellano
Ediciones Paidós Ibérica, S.A.,
Av. Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelona
www.paidos.com
ISBN: 978-84-493-2163-4
Depósito legal: M-2253-2009
Impreso en Talleres Brosmac, S.L.
Pol. Ind. Arroyomolinos, 1, calle C. 31 - 28932 Móstoles (Madrid)
Impreso en España - Printed in Spain
André Comte-Sponville
Montaigne y la filosofía
El arco de Ulises

S PAIDÓS
H Barcelona •Buenos Aíres •México
El arco de Ulises
Títulos publicados:
1. A. Gorz, Carta a D. Historia de un amor
2. A. Comte-Sponville, La feliz desesperanza
3. P. Hadot, Elogio de Sócrates
4. H. Hesse, Viaje a Oriente
5. U. Beck, Generación global
6. R. Barthes, Del deporte y los hombres
9. Dalai Lama, La compasión universal
10. H. Bloom, E l ángel caído
11. T. Todorov, El abuso de la memoria
12. Jean Giono, Homenaje a M elville
13. A. Comte-Sponville, M ontaigne y la filosofía
Sumario

Montaigne y la filosofía ....................... 9


Montaigne o la filosofía viva................. 85
Moral y política en los Ensayos.............. 115
Montaigne y la filosofía
Gracias por haberme invitado a ha­
blar de Montaigne, nuestro maestro y
nuestro amigo1—en este cuarto cen­
tenario de su muerte—, ante su pres­
tigiosa Sociedad.
Propuse como título: Montaigne y la
filosofía. Pueden imaginarse que no
1. Esta conferencia fue pronunciada el
14 de noviembre de 1992, en la Sorbonne,
por invitación de la Société Internationale des
Amis de Montaigne.
9
pretendía exponer (¡en menos de
una hora!) la filosofía de Montaigne,
ni mostrar lo que Montaigne toma
prestado o aporta —toma prestado y
aporta— a la filosofía de siempre. Mi
propósito es más modesto: quisiera
reconstituir, no la filosofía de Mon­
taigne, sino su relación con la filoso­
fía, la concepción que tiene de ella, lo
que dice de ella y cómo se desmarca
de ella, y finalmente, o quizás en pri­
mer lugar, qué sentido da a su célebre
fórmula: «No soy filósofo». Por otro
lado, apenas propuse este título, me
di cuenta de que ya había sido elegi­
do: Montaigne y la filosofía es el título,
como ustedes saben, del segundo de
10
los dos libros que Marcel Conche ha
dedicado a nuestro autor.2 No me pa­
reció un motivo para renunciar a él, al
contrario: ya que esto me permitía de
entrada reconocer mi deuda, una vez
más, hacia este otro maestro y este
otro amigo, vivo él todavía, que me ha
guiado, tanto con sus palabras como
con sus libros, en la lectura del pri­
mero... Pero ya está bien de prelimi­
nares.

2. Montaigne et la philosophie, Éditions


de Mégare, 1987. Véase también, del mismo
autor, Montaigne ou la conscience heureuse,
Éd. Seghers, 1964, Éd. de Mégare, 1992.
11
Así pues, «No soy filósofo»... Esto es
en todo caso lo que pretende Mon­
taigne (III, 9, 950) ,3 y que muchos de
mis colegas le concederán de buen
grado. Yo quisiera sugerir lo contra­
rio: no contra él, ya se lo pueden ima­

3. Nuestras referencias remiten a la edi­


ción de Villey-Saulnier (reed. PUF, 1965 y
1978), de la que modernizamos la ortogra­
fía y, a veces, la puntuación.
13
ginar, sino contra ellos, o más bien,
dado que no tienen tanta importan­
cia, a favor de la filosofía y contra lo
que han hecho de ella, contra lo que
siempre han hecho de ella, que Mon­
taigne ya denunciaba, todos esos «er-
gotismos» que la convierten en algo
«de nula utilidad y de nulo precio»
(I, 26, 160), todas «esas espinosas su­
tilezas de la dialéctica, de las que
nuestra vida no puede enmendarse»
(Ibid., 163), todas esas «sutilezas agu­
das, insustanciales, ante las que la fi­
losofía a veces se detiene» (II, 11,
429), o que la detienen y de las que
tiene que desprenderse, perpetua­
mente, para mantenerse viva, qué
14
digo, para mantenerse filosófica, si
entendemos por filosofía, como se
debe, no la picota de los sistemas o el
polvo de la erudición, sino el movi­
miento del pensamiento vivo, cuan­
do se enfrenta a lo esencial y a sí mis­
mo, como hace Montaigne, y como
debemos hacerlo. No filosofamos
para matar el tiempo (II, 10, 413-
414), ni para hacer carrera (II, 17,
637-638), ni para hacer una obra (II,
27, 784), ni para hacerlo ver (II, 37,
760): filosofamos para vivir, o para
aprender a vivir, y sólo esto es filoso­
far de verdad. «La filosofía es la que
nos enseña a vivir», escribe Montaig­
ne (I, 26,163): de ahí que él sea filó­
15
sofo, claro está, y uno de los más gran­
des. ¿Qué otro maestro más útil y más
seguro?
Pero entonces, ¿por qué ese «No soy
filósofo»} Miremos el texto. Se trata
de uno de los más bellos ensayos de
Montaigne: el noveno del libro III:
De la vanidad. Montaigne evoca las
mil preocupaciones de la existen­
cia («siempre hay alguna cosa que
se atraviesa»), las mil heridas, las
mil punzadas, como él dice, tanto más
desagradables, tanto más irritantes
cuanto más vanas son: «Vanas punza­
das, vanas a veces, pero que no dejan
de ser punzadas. Las más pequeñas
y débiles molestias son las más agu­
16
das». Y contra «esas espinas domés­
ticas», contra «la turba de peque­
ños males», Montaigne se reconoce
impotente y desarmado. Es lo que le
hace añadir, en su propio ejemplar
personal, lo siguiente, reflejado en
nuestras ediciones, y que apunta me­
nos a su relación con la filosofía que a
su relación con el dolor, con las preo­
cupaciones o con las penas: «No soy
filósofo: los males me abruman según
su peso; y pesan tanto según la forma
como según la materia, y a menudo
más. Los reconozco mejor que el vul­
go, si tengo más paciencia. En resu­
men: aun cuando no me hieran, me
ofenden» (III, 9, 950 C). Después el
17
texto de 1588 (corregido) prosigue,
o continúa, maravillosamente: «La
vida es algo tierno y fácil de trastor­
nar...». Vemos que si Montaigne se
llama no-filósofo, no es en absoluto
por razones teóricas: no es que rehu­
ya o recuse la filosofía, ni tampoco
que, como pensador, se sienta inca­
paz. Su distanciamiento, o su humil­
dad, se explican por razones del todo
prácticas, del todo sensibles, que tie­
nen que ver, no con el pensamiento,
sino con la vida, las inquietudes, el
trastorno: no con la filosofía, diría­
mos hoy en día, sino con la sabiduría,
y con la sabiduría más encarnada, la
más práctica (phronésis, dirían los
18
griegos, más que sophia), que para
Montaigne se debe más al tempe­
ramento de cada uno que al propio
juego de los conceptos o de los argu­
mentos. Lo que Montaigne nos dice,
en esas páginas, es que no es un sa­
bio, en el sentido en que Sócrates,
Epicuro o Zenón podían serlo, y es
mejor, ya que nos ofrece el ejemplo
de otra sabiduría, menos heroica,
menos fuerte, menos segura de ella
misma, una sabiduría para los que
no son sabios, precisamente, cuando
aceptan no serlo, una sabiduría para
la gente ordinaria, para ustedes y
para mí, una sabiduría para la vida tal
cual es, tierna y fácil de trastornar, en
19
efecto, una sabiduría que no tiene
nada que ver con «las altas esferas for­
tificadas por la ciencia de los sabios»,4
una sabiduría, incluso, que es todo lo
contrario, una sabiduría de llanura y
de caminos reales, pero de una llanu­
ra elevada, pero de caminos umbríos
(I, 26, 161), una sabiduría abierta a
los cuatro vientos, y viento ella mis­
ma (III, 13, 1106-1107), una sabidu­
ría toda ella en movimiento, flexible,
ligera, una sabiduría que se adapta
al terreno como lo hace el viento, una

4. Contrariamente a la de Epicuro, tal


como lo canta Lucrecio: De rerum natura,
II, 7-8.
20
sabiduría llena de misericordia, de
benevolencia, con justo el humor y
la despreocupación necesarios, una sa­
biduría sonriente y humilde, una
sabiduría apacible y dulce... Malicio­
so será quien tenga remilgos, y bien
necio. Pascal no se equivocó, como
tampoco Nietzsche, Alain o Merleau-
Ponty. Montaigne es un maestro,
tan grande como los más grandes,
y más accesible que la mayoría de
ellos. ¿Quién no se siente más cerca
de Montaigne que de Sócrates o de
Epicuro? ¿O quién no siente a Mon­
taigne más próximo, mucho más
próximo, mucho más fraternal, sí,
conmovedor por su fraternal proximi­
21
dad, más íntimo que cualquier otro,
más esclarecedor, más útil, más ver­
dadero? Montaigne acepta no ser un
sabio, y es la única sabiduría proba­
blemente que no miente, la única,
en cualquier caso, que nosotros po­
damos vislumbrar sin mentir ni so­
ñar. ¿Se trata todavía de una sabidu­
ría? Los que han leído los Ensayos
saben prefectamente que sí, y que es
la más humana, la más maravillosa­
mente humana. Pero volvamos a la fi­
losofía.
Montaigne habla de ella, evidente­
mente, a lo largo de los Ensayos: la
insustituible Concordancia de Leake
señala 117 casos de la palabra «filoso­
22
fía»,5 que se reparten más o menos
por igual en los tres libros (27 en el pri­
mero, 59 en el segundo, que es tam­
bién el más extenso, y 31 en el terce­
ro), así como en los tres «estratos» del
texto (55 en el estrato A, el de 1580 o
1582, 29 en el estrato B, el de 1588, y
33 en el estrato C, el de las adiciones
manuscritas). A lo que hay que añadir
128 casos para «filósofo», en singular o

5. Concórdame des Essais de Montaigne,


preparada por Roy E. Leake, Ginebra, Droz,
1981. Hay en efecto 117 casos, a pesar de que
en Leake encontremos sólo 116 referencias.
una de ellas (I, 39,248 A) comporta dos ve­
ces la palabra «filosofía».
23
en plural, 11 para el verbo «filosofar»,
y 23 para el adjetivo «filosófico(s)»...
Estos diversos casos, como pueden
imaginarse, son de distinta importan­
cia y, sobre todo, quedan dispersos: en
Montaigne, la filosofía está siempre
presente, y a menudo explícitamente;
pero sólo en raras ocasiones es objeto
de un desarrollo continuo, y nunca,
por así decirlo, de un desarrollo pro­
pio o exclusivo. Cuando Montaigne
habla de filosofía casi siempre lo hace
de forma incidental y a propósito de
otra cosa. Podríamos hacer la misma
observación, ciertamente, en muchos
otros temas: a Montaigne, lo sabemos,
le gusta el giro poético, que avanza «a
24
saltos y zancadas» (III, 9,994)... Pero,
tratándose de filosofía, va más allá to­
davía. La filosofía, para Montaigne, no
es un mundo aparte, un objeto autó­
nomo o suficiente: no es más que una
determinada manera de estar en el
mundo y en sí mismo, y por ello siem­
pre presente, es cierto, pero también
siempre confrontada a otra cosa y ha­
llando en esta confrontación el objeto
que se le resiste y la alimenta. Raras ve­
ces Montaigne filosofa a propósito de
la filosofía y, cuando lo hace, más bien
hay que reprocharle que lo haya he­
cho; entiendo que ha perdido toda re­
lación con cualquier objeto real, que
se ha extraviado, que se ha olvidado
25
del mundo o de la vida por el camino:
las sutilezas de la filosofía son entonces
«insustanciales», efectivamente (II, 11,
429), es decir, vacías, sin contenido,
porque no tienen objeto, o sin más
objeto que ellas mismas y por ello
tan inútiles como inextinguibles...
Respuesta puramente «verbal», como
dice Montaigne, que es lo que deplo­
ra: «Pregunto qué es naturaleza, vo­
luptuosidad, círculo y sustitución. La
cuestión es de palabras y se arregla
de la misma manera. Una piedra es
un cuerpo. Pero el que preguntara:
Y cuerpo, ¿qué es? Sustancia. Ysustan­
cia, ¿qué? Y así sucesivamente, dejaría
finalmente al límite de respuesta al
26
que tomara apuntes. Se intercambia
una palabra por otra palabra, y a me­
nudo más desconocida todavía. Sé
mejor qué es hombre que no qué es
animal, o mortal, o razonable (III, 13,
1069). Montaigne desconfía de la
metafilosofía como del metalenguaje:
«¡Cúantas palabras para decir sólo
palabras!» (III, 9, 946)... Tampoco le
gustan nada las glosas o los comen­
tarios: «Cuesta más interpretar las in­
terpretaciones que interpretar las
cosas, y hay más libros sobre libros que
sobre otro tema: no hacemos más
que entreglosarnos. Todo está lleno de
comentarios; de autores, hay una gran
carencia» (III, 13, 1069). Y no es que
27
Montaigne no hable nunca de libros,
ni mucho menos: los Ensayos están es­
critos en su librería, y a partir de ella.
Pero para buscar en ella la vida, y vol­
ver a sí mismo. Destaquemos por otra
parte que Montaigne, sin haber dedi­
cado ninguno de sus ensayos a la filo­
sofía en cuanto tal (el vigésimo del li­
bro I trata no de filosofía, sino de la
muerte), resulta el mejor filósofo en
todos. Para Montaigne, la filosofía es
siempre filosofía aplicada: a la muerte,
al amor, a la amistad, a la educación de
los niños, a la soledad, a la experien­
cia... No hay filosofía pura: sólo se
puede filosofar a propósito de otra
cosa, y ésta es la filosofía verdadera, o
28
bien filosofar a propósito de la filoso­
fía, y ésta es la filosofía de las escuelas o
de los pedantes.
En cuanto a las lecturas filosóficas
de Montaigne, él mismo las ha expli- •
cado suficientemente. Le gustan so­
bre todo Plutarco y Séneca, porque
la discontinuidad de su palabra se
presta a la de sus humores, pero tam­
bién porque aprecia su riqueza y su
profundidad: «Sus enseñanzas son la
crema de la filosofía, y se presentan de
una manera simple y pertinente» (II,
10, 413). A través de ellos, como a tra­
vés de Lucrecio, Sexto Empírico o
Diógenes Laercio, tiene acceso a la
gran filosofía helénica (epicureismo,
29
estoicismo, pirronismo...)» de la que
se siente tan próximo. Y a través de
Platón, al que admira aunque a veces
le aburra (II, 10, 414), como a través
de Jenofonte, al que aprecia mucho,6
6. Recordemos que Montaigne leía el la­
tín con soltura y que leyó a los griegos a tra­
vés de las traducciones latinas (o, en algunas
raras ocasiones, francesas). A este propósito,
véase P. Villey, Les sources et l’évolution des Es-
sais de Montaigne, segunda edición, París, Ha-
chette, 1933, tomo I, págs. 288-290. Sobre las
lecturas filosóficas de Montaigne, véase tam­
bién, Ibid., la «Table alphabétique des lectu-
res de Montaigne», tomo I, págs. 59-271, así
como las observaciones más sintéticas del
tomo II (de forma especial, págs. 517-526).
30
tiene acceso a Sócrates, que es «el
maestro de los maestros» (III, 13,
1076), aquel que «volvió a rescatar del
cielo, donde estaba perdiendo el tiem­
po, a la sabiduría humana, para devol­
verla al hombre, donde se encuentra
su más justa y más laboriosa tarea, y la
más útil (III, 12,1038), en resumen, el
filósofo conforme a su corazón, en
el que se encuentra «el verdadero tem­
peramento» (III, 13, 1107) entre el
alma y el cuerpo, entre la vida y el pen­
samiento, en pocas palabras, su mode­
lo, y quizás, dentro de la historia de la
filosofía, si nos fiamos al menos de lo
que la tradición nos ha transmitido o
conservado, su único igual —algo que
31
él mismo nunca hubiera dicho, claro
está, y que yo no puedo evitar pensar.
En cuanto a los filósofos que no le
gustan, podríamos pensar en Aristóte­
les, «monarca de la doctrina moder­
na» (I, 26,146), «príncipe de los dog­
máticos» (II, 12, 507) y «Dios de la
ciencia escolástica» (Ibid., pág. 539).
Pero estas expresiones muestran que
aluden menos al filósofo que a sus
discípulos modernos, que en aquel
momento dominaban las universida­
des y el pensamiento occidentales.
Contra ellos y su dogmatismo Mon­
taigne reintegra a Aristóteles dentro
de la multiplicidad irreductible y con­
flictiva de las filosofías:
32
El Dios de la ciencia escolástica es
Aristóteles; debemos debatir sus pre­
ceptos, como los de Licurgo en Es­
parta. Su doctrina nos sirve de ley
magistral, acaso tan falsa como otra
cualquiera. No sé por qué no habría
de aceptar de buena gana las ideas de
Platón, o los átomos de Epicuro, o el
lleno y el vacío de Leucipo y Demócri-
to, o el agua de Tales, o la infinitud de
la naturaleza de Anaximandro, o el
aire de Diógenes, o los números y la
simetría de Pitágoras, o el infinito
de Parménides, o el uno de Museo,
o el agua y el fuego de Apolodoro, o
las partes similares de Anaxágoras,
o la discordia y la amistad de Empé-
docles, o el fuego de Heráclito, o cual­
quier otra opinión entre esta confu­
33
sión infinita de pareceres y sentencias
que produce la bella razón humana,
con su certeza y clarividencia en todo
aquello en que se inmiscuye, como
haría mía la opinión de Aristóteles
sobre este tema de los principios de
las cosas naturales (II, 12, 539-540).
Bajo sus apariencias amables o tri­
viales (aunque la verdad es a menudo
trivial y la filosofía debería ser siem­
pre amable), la objeción es muy fuer­
te: lo que Montaigne ve claramente, y
que tan raras veces tomamos en consi­
deración, es que no sólo cualquier fi­
losofía es virtualmente refutada (al
menos en sus pretensiones por la apo-
dicticidad) por todas las demás, sino
34
que también, y quizás sobre todo, es
refutada por ella misma, en tanto que
se trata de la filosofía, no de cualquie­
ra, sino de alguien —o de algunos—
en particular, aun cuando esta par­
ticularidad pudiera ser aquélla, muy
amplia, de una escuela o incluso de
una civilización. La principal objeción
que se puede hacer al aristotelismo, y
la única quizás de la que no puede es­
capar, es que se trata de la filosofía...
¡de Aristóteles y de los aristotélicos!
Objeción absolutamente dirimente
(ya que ¿por qué privilegiar a Aristó­
teles antes que a tal o a cual?) y per­
fectamente irrefutable (ya que cual­
quier filosofía, por definición y por
35
esencia, es siempre la filosofía de uno
o de varios individuos en particular).
Lo explica muy bien la Apologie de Ray-
mond Sebond. Cualquier juicio, someti­
do a tal o cual cualidad del que juzga,
se encuentra a la vez preso por esos
mismos límites que lo hacen posible:
de forma que, para juzgar legítima­
mente diferencias entre los juicios
(por ejemplo, entre las filosofías),
«nos haría falta alguien exento de to­
das esas cualidades para que, sin preo­
cuparse por el juicio, juzgara esas
proposiciones como si le fueran indi­
ferentes; y en este sentido nos haría
falta un juez que no lo fuera» (II, 12,
600). Es evidentemente imposible, y
36
aquí radica que la realidad misma de
Aristóteles o de los aristotélicos sea,
frente al aristotelismo, la más fuerte y
la más radical objeción: Aristóteles,
como cualquier otro filósofo dogmá­
tico, es devuelto a la factualidad siem­
pre singular (y por lo demás legítima­
mente singular) de su punto de vista,
pero sus pretensiones (siempre ilegí­
timas) a la universalidad o a la apodic-
ticidad quedan así desestimadas. El
aristotelismo tan sólo es, por lo tanto,
una filosofía entre las demás, y por ese
motivo Montaigne no es aristotélico
(como tampoco es epicúreo, o estoi­
co, o incluso pirroniano): le basta con
ser Montaigne, o más bien esto no le
37
basta (de otro modo, ¿por qué habría
de leer a los demás filósofos?), pero
no pretende ser otra cosa...
Resulta evidente que pese a esta ob­
jeción que él le dirige, la Escuela no
es capaz de oírla ni de recibirla. Mon­
taigne lo sabe bien, y esto no hace
más que aumentar sus reticencias. Así,
después de hacer criticado un punto
en particular del pensamiento de
Aristóteles (su teoría de la privación),
Montaigne prosigue: «Sin embargo,
esto sólo podría quebrantarse por el
ejercicio de la Lógica. En dicha escue­
la no se debate nada para ponerlo en
duda, sino para defender a su autor
de las objeciones extranjeras: su auto­
38
ridad es el límite más allá del cual está
prohibido indagar» (II, 12, 540). En
resumen, los aristotélicos reemplaza­
ron el amor a la verdad por el amor al
aristotelismo, y es lo que Montaigne
(fiel aquí por otra parte, y más de lo
que cree, al espíritu de Aristóteles) no
podría aceptar.
Dicho esto, e incluso no estando
de acuerdo con la escolástica, Mont­
aigne no siente ningún interés espe­
cial por Aristóteles: le parece oscuro
y renuncia, como él mismo dice, a
morderse las uñas por él (I, 26, 146).
No obstante, lo lee (sobre todo la Eti­
ca a Nicómaco) e incluso cada vez más.
Pero no parece que esto haya elimina­
39
do, ni aumentado, sus reticencias. Lo
cierto es que no siente a propósito de
Aristóteles ninguna simpatía ni ani­
mosidad en especial. Lo cita a menu­
do, pero de manera más bien superfi­
cial o anecdótica. No lo conoce muy
bien, es evidente, y no le preocupa lo
más mínimo. Lo critica más que no lo
alaba, es cierto, pero más bien intenta
excusarle antes que agobiarle, o sola­
mente le agobia, de nuevo, en medio
de otros: «¿Por qué Aristóteles y no
solamente él sino la mayoría de los
filósofos han afectado [buscado] la
dificultad sino para hacer valer la va­
nidad del sujeto y entretener la curio­
sidad de nuestro espíritu ofreciéndo­
40
le dónde pastar, para roer este hueso
vacío y descarnado? Clitómaco afirma­
ba no haber sabido nunca entender,
a través de los escritos de Carnéades,
qué opinión tenía. Por qué Epicuro evi­
tó a los suyos la facilidad y a Heráclito
se le dio el sobrenombre de okoteivo £
[el oscuro]. La dificultad es una mone­
da que empleaban los sabios, como los
prestidigitadores, para no descubrir la
vanidad de su arte, y con la que la ton­
tería humana queda holgadamente
pagada» (II, 12,508).
Montaigne se muestra más severo
con Cicerón, que puede servir de em­
blema a todo lo que, en la filosofía, lo
aburre o lo irrita. Lo que dice de él es
41
bastante duro, y bastante revelador, y
merece ser citado de manera extensa.
Veremos que quien le interesa es el
Cicerón filósofo, no el orador ni el es­
critor, y que le reprocha más filosofar
mal que filosofar demasiado:
En cuanto a Cicerón, aquellas de sus
obras que pueden servirme para mi
propósito son las que abordan la filo­
sofía, especialmente la moral. Pero, si
me atrevo a confesar la verdad (ya
que, una vez franqueadas las barreras
de la impudicia, ya no hay freno), su
manera de escribir me parece aburri­
da, igual que cualquier otra manera si­
milar. Pues sus prefacios, definiciones,
divisiones, etimologías, consumen la
42
mayor parte de su obra; lo que tienen
de vivo y de medular queda ahogado
por sus largos preparativos. Si he dedi­
cado una hora a leerle, que para mí es
mucho, e intento recordar el jugo y la
sustancia que he sacado, la mayoría
de las veces no encuentro más que
aire: porque no ha llegado todavía a
los argumentos que le sirven para su
propósito, ni a las razones que atañen
propiamente al nudo que estoy bus­
cando. Para mí, que tan sólo deseo ha­
cerme más sabio, y no más docto ni
elocuente, estas prescripciones lógi­
cas y aristotélicas no vienen al caso:
quiero que se empiece por el último
punto; entiendo de sobra qué es la
muerte y la voluptuosidad; que nadie
43
se entretenga en anatomizarlas; busco
enseguida razones válidas y firmes
[desde el principio] que me enseñen
a mantener el esfuerzo. Ni las sutilezas
gramaticales ni el ingenioso tejido de
palabras y argumentaciones sirven
para eso; quiero unos discursos que
lancen la primera carga en el punto
más álgido de la duda: los suyos lan­
guidecen andando por las ramas. Son
buenos para la escuela, para el tribu­
nal y para el sermón, con los que po­
demos echar una cabezadita, y al cabo
de un cuarto de hora todavía estamos
a tiempo de retomar el hilo de la con­
versación» (II, 10, 413-414).

44
Los Cicerones de hoy, que son le­
gión, podrán reconocerse —o bien si
no se reconocen, lo que es posible, a
nosotros sí nos será muy fácil recono­
cerles...—. Hay que añadir, no obs­
tante, que, a pesar de sus reticencias,
Montaigne leerá mucho, y cada vez
más, los libros filosóficos de Cicerón
(es por otra parte una constante de su
evolución: su interés por los filósofos
no deja de crecer). Esto no significa
que haya cambiado de opinión. Para
él, los Académicos, el De Finibus o los
Tusculanes son una fuente preciada de
información sobre la filosofía anti­
gua, pero sin duda tan sólo son eso:
Montaigne nunca consideró a Cice­
45
rón como un verdadero filósofo (cfr.
por ejemplo II, 31, 716 o I, 39, 248);
digamos también que sus reticencias,
cuando le conciernen, atañen menos
a la filosofía en cuanto tal que a sus re­
percusiones eruditas o librescas.
Habrán ustedes, observado, en el
largo fragmento que acabamos de ci­
tar, la expresión que utiliza Montaig­
ne: «la filosofía, especialmente moráis...
Esto supone que existe otra, o muchas
otras; pero ¿cuáles? Montaigne, en
este punto, no es nada explícito: evo­
ca una segunda vez «la filosofía mo­
ral» (III, 2, 805), una vez «la filosofía
política» (III, 9, 952), y eso es todo.
Nos sorprende sobre todo la ausen­
46
cia, en los Ensayos, de alguna mención
de cualquier filosofía primera o, de
igual manera, de cualquier filosofía
natural. No es, claro está, una casuali­
dad. Montaigne no cree en absoluto
ni en una ni en otra. Él prefiere el co­
nocimiento de sí mismo: «me estudio
a mí mismo antes que cualquier otro
tema. Es mi metafísica, es mi física»
(III, 13, 1072). Pero ¿qué sentido da
entonces a la palabra «filosofía»? ¿Su
sentido restringido (el amor a la sabi­
duría, a la vida razonable) o su senti­
do amplio («filosofía» pudiendo de­
signar entonces, hasta el siglo XVIII,
cualquier conocimiento racional, di­
cho de otro modo el conjunto de las
47
ciencias naturales y humanas)? A falta
de una definición expresa, sólo pode­
mos basarnos en el uso de la palabra.
Ninguna mención de una «filosofía
natural» cualquiera, ya lo he dicho, y
es un primer indicio: la palabra «filo­
sofía», en Montaigne, no sustituye la
palabra «ciencia» (que por otra parte
aparece con mayor frecuencia: 293
casos en singular o en plural), ni la
palabra «saber» (43 casos sólo para
el sustantivo), y por ello la expresión
«la filosofía y ciencias humanas»
(11, 12, 559) no es pleonástica. Esas
«ciencias», es cierto, no son muy cien­
tíficas, en el sentido moderno del tér­
mino: más bien son competencia de
48
las humanidades. Pero esto no hace
más que acentuar la singularidad de
la filosofía de Montaigne. Puede ocu­
rrir sin duda que la palabra se utilice
en su sentido más general, cuando
por ejemplo Montaigne escribe que
«la admiración es el fundamento de
toda filosofía, la inquisición, el pro­
greso, la ignorancia, el final» (III, 11,
1030). Pero esos casos son raros. Con
mayor frecuencia, la filosofía designa
una cosa muy distinta, que correspon­
de mucho más a lo que he llamado el
sentido restringido de la palabra o, lo
que es lo mismo, a su sentido etimoló­
gico: la filosofía es, para Montaigne,
ante todo el amor, la búsqueda o el
49
aprendizaje de la sabiduría, que no se
puede confundir con la ciencia (ya
que, «aun cuando pudiéramos ser sa­
bios con el saber del otro, al menos
podemos ser sabios por nuestra pro­
pia sabiduría», I, 25,138), ni limitarse
a ella. Nos lo indica bien claramente
el más largo desarrollo, si no recuer­
do mal, que Montaigne haya jamás
dedicado a la filosofía en cuanto tal
(1, 25,158 sq.). Se trata, y no es por ca­
sualidad, del ensayo sobre «la edu­
cación de los niños». Entre todas las
disciplinas, «la filosofía es la que nos
enseña a vivir», explica Montaigne
(pág. 163); es, pues, la actividad más
urgente: «se nos enseña a vivir cuan­
50
do la vida ha pasado. Cien alumnos
han contraído la sífilis antes de llegar
a la lección de Aristóteles sobre la
templanza. Cicerón decía que, si pu­
diera vivir la vida de dos hombres, no
se tomaría el tiempo de estudiar a los
poetas líricos. Y encuentro a esos er-
gotistas todavía más tristemente inúti­
les. Nuestro muchacho tiene más pri­
sa: sólo le debe a la enseñanza sus
primeros quince o dieciséis años: el
resto se lo debe a la acción. Emplee­
mos ese tiempo tan breve en las ense­
ñanzas provechosas» (Ibid.). La filo­
sofía constituye una parte eminente
de éstas: y es en relación a ella «que
las acciones humanas deben tomar­
51
la como su regla» (pág. 158), ella es
quien, «como formadora de los jui­
cios y de las costumbres, será (la)
principal lección» de nuestro alumno
(pág. 164), y en particular «en la parte
en que trata del hombre y de sus de­
beres y oficios» (Ibid.). Esta última ex­
presión atestigua que Montaigne no
reduce la filosofía a lo que antes lla­
maba «la filosofía moral» (II, 10,413 y
III, 2, 805): ésta es su parte principal,
es cierto, pero no es su todo. La filo­
sofía política, la metafísica, lo que hoy
llamamos la epistemología o la teoría
del conocimiento, incontestablemen­
te, también forman parte de ella, y
Montaigne, por otra parte, a veces las
52
pone en práctica (como se puede ver,
por ejemplo, en la Apologie deRaymond
Sebond). La filosofía se mezcla «con
todo» (I, 30, 198). Sin confundirse
con la ciencia, no podría mostrarse
indiferente al saber, ni a sus límites.
Además, Montaigne observa que «toda
la filosofía se reparte en tres géne­
ros», o «en tres sectas generales», que
son los dogmáticos, los Académicos
(en el sentido de la Nueva Academia:
la de Clitómaco y Carnéades) y los
pirronianos (II, 12, 502 y 506). Es
mucho decir que la cuestión gnoseo-
lógica es crucial. ¿Cómo si no? La filo­
sofía concierne al todo de nuestra
existencia, en tanto que se refleja en
53
nuestro pensamiento: no es otra cosa
que esa reflexión misma. AI evocar «to­
dos los más provechosos discursos de
la filosofía», Montaigne, siempre pen­
sando en nuestro alumno, añade lo si­
guiente: «Se le dirá qué es saber e ig­
norar, que debe ser la finalidad del
estudio; qué es el ánimo, la templan­
za y la justicia; lo que separa la ambi­
ción y la avaricia, la servidumbre y la
sujeción, la licencia y la libertad; con
qué señales se conoce el verdadero y
sólido contento; hasta dónde hay que
temer la muerte, el dolor y la vergüen­
za; qué resortes nos mueven, y cómo
se producen tan diversos movimien­
tos dentro de nosotros. Pues me pare­
54
ce que los primeros discursos con los
que hay que abrevar su entendimien­
to deben ser aquellos que regulen sus
costumbres y su sentido, que le ense­
ñarán a conocerse, y a saber morir
bien y vivir bien. Entre las artes libera­
les, empecemos por el arte que nos
hace libres» (I, 26, 158-159 A). Lle­
gado a este punto, Montaigne cita
el «sapere aude» de Horacio, que Kant
tomará como divisa de la Ilustración7
7. Cfr. Kant, «Respuesta a la pregunta:
¿Qué es la Ilustración?», trad. de S. Piobetta,
Im philosophie de l'histoire, Médiations-Denoél,
reimpr. 1984, pág. 46: «Sapere aude!Ten la va­
lentía de servirte de tu propio entendimien­
to. Ésta es la divisa de la Ilustración».
55
(pág. 159). Pero todos los valores no
valen lo mismo: «Es una gran simple­
za enseñar a los niños la ciencia de los
astros y el movimiento de la octava
esfera antes que los suyos propios»
(Ibid.). Después Montaigne añade:
«Tras enseñarle lo que sirve para ha­
cerle más sabio y mejor [dicho de otro
modo, después de haberle hablado
de filosofía], le hablaremos de qué es
la Lógica, la Física, la Geometría, la
Retórica; y, habiendo formado su jui­
cio, pronto dominará la ciencia que
elija» (pág. 160). Vemos lo que signifi­
ca filosofar para Montaigne: formar
su juicio y su vida, y no conozco a nin­
gún gran filósofo que haya dicho lo
56
contrario. Pero, llegado a este punto,
Montaigne se deja llevar un poco, para
nuestra satisfacción, y arremete contra
los pedantes, en el más bello elogio de
la filosofía quizás que se haya podido
escribir nunca. De nuevo, y a pesar de
que el texto sea un poco largo y que ya
haya evocado algún punto, no me re­
sisto al placer de leerles unos fragmen­
tos bastante extensos:

Es un caso notable, en nuestro siglo,


que las cosas hayan llegado al punto
de que la filosofía sea, incluso para la
gente de entendimiento, un nombre
vano y fantástico, que se considera de
nula utilidad y sin ningún valor, tanto
57
por opinión como de hecho. Creo
que la causa está en estos ergotis-
mos, que se han apoderado de sus ac­
cesos. Es un gran error pintarla como
inaccesible para los niños, y con un ros­
tro ceñudo, altivo y terrible. ¿Quién me
la ha enmascarado con ese falso sem­
blante, pálido y horrible? No hay nada
más alegre, más gallardo, más jovial, y
casi diría más travieso. Sólo predica la
fiesta y el buen tiempo. Un rostro tris­
te y transido muestra que ésta no es su
morada. Demetrio el Gramático en­
contró en el templo de Delfos a un
grupo de filósofos que se habían sen­
tadojuntos y les dijo: O me equivoco o
viendo vuestra actitud tan apacible y
tan alegre, entiendo que no estáis tra­
58
tando nada importante. A lo que uno
de ellos, Heracleón de Mégara res­
pondió: Son los que investigan si el
futuro del verbo (5aAAo) lleva doble X,
o los que buscan la derivación de los
comparativos xeipov y (teA/ctov, y de
los superlativos xsipioxov y Pe Xxio-
tov, los que deben fruncir el ceño, al
hablar de su ciencia. Pero en cuanto a
los discursos de la filosofía, acostum­
bran a alegrar y regocijar a quienes se
ocupan de ellos, y no a enfurruñar­
as o entristecerles. [...] El alma que
alberga la filosofía debe, con su salud,
sanar también el cuerpo. Debe hacer
lucir hasta el exterior su serenidad y
su tranquilidad; debe formar según su
molde el porte exterior, y armarlo por
59
consiguiente con una graciosa digni­
dad, una disposición activa y alegre y
una actitud saüsfecha y bondadosa. La
señal más explícita de la sabiduría es
un gozo constante; su estado es como
el de las cosas más allá de la luna: siem­
pre sereno. Son «Baroco» y «Baralip-
ton» los que vuelven a sus adeptos tan
enfangados y ahumados, no es ella;
sólo la conocen de oídas. ¿Cómo? Se
vale de serenar las tempestades del
alma y de enseñar a reír al hambre y a
las fiebres, y no mediante ciertos epi­
ciclos imaginarios, sino con razones
naturales y tangibles. Su objetivo es la
virtud, que no está, como dice la es­
cuela, plantada en la cima de un mon­
te abrupto e inaccesible. Los que se
60
han acercado a ella la sitúan, por el
contrario, en una bella llanura fértil y
floreciente, desde donde lo ve todo
claramente debajo de ella; pero a la
que puede llegar quien conoce el ca­
mino por senderos sombreados, cu­
biertos de hierba y con un suave per­
fume de flores, agradablemente, y con
una pendiente fácil y lisa como la de
las bóvedas celestes. Por no haber fre­
cuentado esta virtud suprema, bella,
triunfante, amorosa, deliciosa y a la
vez valiente, enemiga profesa e irre­
conciliable de la acritud, el disgusto,
el temor y la constricción, teniendo
por guía a la naturaleza, y a la fortuna
y a la voluptuosidad como compañe­
ras, han inventado, por su debilidad,
61
esta necia imagen, triste, pendencie­
ra, despechada, amenazante, huraña,
y la han puesto sobre una roca apar­
tada, entre zarzas, como un fantas­
ma para asustar a la gente (I, 26,
160-161).

Les pido perdón por citar a Mon­


taigne de manera tan extensa; pero
¿puede hacerse algo mejor ante un
texto semejante? ¡Tanta belleza, tanta
vivacidad desalientan tanto el comen­
tario como la imitación! No me de­
tengo, más que para recordarlo, en el
hedonismo o el eudemonismo laten­
tes de ese pasaje o, para expresarlo
mejor, en su alacridad filosofante.
62
Tanto para Montaigne como para
Epicuro, «hay que difundir la alegría,
pero suprimir tanto como se pueda la
tristeza» (III, 9, 979): la filosofía con­
tribuye a ello, o más bien es eso mis­
mo, a partir del momento en que la
razón y la lucidez, y no la ilusión o la fe,
se convierten en sus medios. Filosofar
es aprender a vivir, no a morir (I, 26,
163, III, 12, 1051-1052). O bien, si es
aprender a morir (I, 20), es solamen­
te en el sentido de que la muerte for­
ma parte de la vida, y que no se pue­
de, sin aceptarla, vivirla alegremente:
«En realidad, o bien la razón se burla,
o bien sólo debe vislumbrar nuestro
contento, y todo su trabajo ha de ser,
63
en resumen, intentar hacernos vivir
bien, y a nuestro gusto» (I, 20, 81). Es
la propia filosofía. De ahí surge lo que
se ha llamado «el epicureismo» de
Montaigne,8 epicureismo ciertamen­
te heterodoxo, ya que no es dogmá­
tico, pero que sabemos que no cesará
de acentuarse con el tiempo. De nue­
vo, esto supone una cierta concep­
ción de la filosofía, o del filosofar: «Es
8. Epicureismo sobre el que no puedo
detenerme aquí, pero del que he tratado
ampliamente en otra parte: véase mi artículo
«¿Montaigne cínico? (Valor y verdad en los
Ensayos)» en Montaigne philosophe, n° 181 de
la Revue intemationale de philosophie, Bruselas,
1992 (difusión PUF).
lo que dice Epicuro al principio de su
carta a Meneceo: Ni el más joven re­
chaza filosofar, ni el más anciano
se cansa de hacerlo. Quien hace otra
cosa, parece afirmar, o bien todavía
no ha llegado a la edad de vivir fe­
lizmente, o bien ya le ha pasado»
(I, 26, 164 C). Esto, que traduce pala­
bra por palabra el texto de Epicuro
(que Montaigne conocía por Dióge-
nes Laercio, traducido al latín), vale
como definición: filosofar es vivir fe­
lizmente, o lo más felizmente posible.
Como Epicuro todavía, Montaigne
piensa que «la filosofía es una medici­
na muy dulce: porque con las demás
uno sólo siente el placer después de
la curación, mientras que ésta gusta
y cura al mismo tiempo» (II, 25, 690).
¿Acaso Montaigne había leído en Sexto
Empírico la bella definición que daba
Epicuro? «La filosofía es una activi­
dad que, mediante discursos y razo­
namientos, nos procura la vida feliz.»9
Esta definición, en cualquier caso, o
0
9. Epicuro, citado por Sexto Empírico,
Adversus matemáticos, XI, 169. Pero Villey ob­
serva que Montaigne, que cita con frecuen­
cia las Hypotiposy pirrónicas, ignora el Adver­
sus matemáticos (op. cit., tomo I, pág. 243), y
yo por mi parte me inclino a pensar que, si
hubiese conocido esa definición de Epicuro
(tan próxima a su pensamiento), probable­
mente la hubiera citado en los Ensayos.
una del mismo género, está implícita
en Montaigne, salvo que este último
se hace menos ilusiones que Epicuro
acerca de la solidez de esos discursos
o la validez de esos razonamientos.
Para Montaigne, la razón sólo es una
«apariencia de discurso que cada uno
forja en sí mismo, [...] un instrumen­
to de plomo y de cera, que se puede
alargar, plegar y acomodar a todos los
bieses y a todas las medidas» (II, 12,
565; véase también pág. 539). Semejan­
te fragilidad intrínseca no puede de­
jar indemne a la filosofía, y Montaig­
ne lo asume alegremente: él busca no
la certeza sino el reposo, y lo encuen­
tra en el movimiento y la incertidum­
67
bre. Sobre su propio pensamiento, su
propia evolución, tiene esta frase, que
suena como el reconocimiento de
una debilidad y que da una idea de su
fuerza: «Es un movimiento de borra­
cho titubeante, vertiginoso, informe,
o el de los juncos que el aire mueve
por azar a su gusto» (III, 9,964). Mon- i
taigne es un filósofo escéptico, y esto
es lo que le impide creer absoluta­
mente en la filosofía. Como Pascal,
está convencido de que así se filosofa
mejor (I, 12, 511), hasta el punto de
no poder creer que otros hayan podi­
do fiarse totalmente de sus propias
concepciones: «Me cuesta convencer­
me de que Epicuro, Platón y Pitágoras
68
nos hayan dado como dinero contan-
te sus Atomos, sus Ideas y sus Nú­
meros. Eran demasiado sabios para
establecer sus artículos de fe sobre
algo tan incierto y debatible» (Ibid.).
Filósofo «impremeditado y fortuito»,
como dice él mismo (II, 12, 546),
Montaigne es también un filósofo lú­
cido, lo que es más raro de lo que po­
dríamos creer, y un filósofo generoso,
que presta a los demás, y hasta el ex­
ceso, su propia lucidez: «la filosofía
nos presenta, no lo que es, o lo que
ella cree [ya que, como hemos visto,
¡Pitágoras, Platón o Epicuro no po-
dían creer verdaderamente en sus sis­
A*

temas!], sino lo que ella forja tenien-


69
do más apariencia y gentileza» (II, 12,
537). Montaigne también ve que lo
mismo ocurre para una parte de la
ciencia, la cual «nos da como pago y
como presuposición las cosas que ella
misma nos enseña que han sido in­
ventadas» (Ibid.y, sin embargo, esto
quiere decir que su concepción de la
filosofía la aproxima más a lo que hoy
en día llamamos una obra de arte
(que sólo alcanza la verdad a través de
una subjetividad singular) que a nues­
tras modernas ciencias de la naturale­
za o del hombre (en las cuales la ver­
dad sólo se obtiene de una manera
objetiva o sin ninguna otra subjetivi­
dad más que la impersonal o inter­
70
cambiable con cualquier otra). Esto
queda confirmado, por lo demás, por
la comparación insistente que hace
Montaigne de la filosofía con la poe­
sía: «la filosofía no es más que una
poesía sofisticada», escribe (Ibid.),
«los misterios de la filosofía [tienen]
muchas cosas extrañas comunes a las
de la poesía» (II, 12, 556), y por otro
lado, el mismo Platón «es todo poéti­
ca, y la vieja teología poesía, dicen los
sabios, y la primera filosofía» (III, 9,
995). Hay que entender que los pri­
meros filósofos (¿los presocráticos?)
eran poetas en sentido literal, mien­
tras que los filósofos más tardíos ya
sólo son poetas por metáfora (¡o ha­
71
cen solamente poesía «sofisticada»!).
Lo esencial permanece: filosofía y
poesía están ligadas, y son legítima­
mente comparables. Aquí no hay nin­
guna condena, es cierto (a Montaigne
le gusta mucho la poesía, y cita a los
poetas, sobre todo a los latinos, tanto
como a los filósofos); pero se des­
prende algo así como una humildad
obligada: la poesía dice la verdad del
poeta, no la del mundo, y esto es lo
que tiene que hacer también el fi­
lósofo —ya que no puede hacer otra
cosa—. «Lo que yo opino —escribe
Montaigne— sirve también para ex­
presar la medida de mi visión, no la me­
dida de las cosas» (II, 10,410). Yen otra
72
parte: «He aquí mis humores y opi­
niones; los doy según mi creencia, no
para que sean creídos. Sólo pretendo
descubrirme a mí mismo, que seré
otro por ventura mañana, si un nuevo
aprendizaje me cambiara. No tengo
ninguna autoridad para ser creído, ni
la deseo, sintiéndome demasiado mal
instruido para instruir al otro» (I, 26,
148). La multiplicidad de las filoso­
fías, tan escandalosa para los dogmá­
ticos, para Montaigne se convierte
más bien en una oportunidad suple­
mentaria, gracias a la cual cualquier
pensamiento siempre podrá encon­
trar algún filósofo para darle autori­
dad, defenderlo o profundizar en él.
73
A modo de ejemplo este fragmento
picante de la Apologie.
En Italia, aconsejé a uno que tenía di­
ficultades para hablar en italiano que,
mientras sólo buscara hacerse enten­
der, sin querer sobresalir, que utilizara
solamente las primeras palabras que
le vinieran a la boca, latinas, francesas,
españolas o gasconas, y que añadién­
doles la terminación italiana, siempre
acabaría coincidiendo con algún idio­
ma del país, o toscano, o romano, o ve­
neciano, o piamontés, o napolitano, y
adaptándose a alguna de tantas for­
mas. Lo mismo digo de la Filosofía:
tiene tantas caras y tanta variedad, y ha
dicho tantas cosas que encontramos
74
en ella todos nuestros sueños e ilusio­
nes. La fantasía humana no puede
concebir nada ni bien ni mal que no
exista en ella. Nihil tam absurde dici po-
test quod non dicatur ab aliquo philoso-
phorum [no se puede decir nada por
muy absurdo que sea que no haya sido
dicho por algún filósofo, Cicerón, De
divinatione, II, 58]. Yen público dejo ir
más libremente mis caprichos: de ma­
nera que, a pesar de que hayan nacido
de mí y sin ningún patrón, sé que en­
contrarán su relación con algún hu­
mor antiguo; y no faltará quien diga:
«¡Fijaos de dónde lo cogió!» (II, 12,
546).

75
La filosofía no pertenece a nadie, y
mucho menos a los filósofos de oficio.
Por eso «nadie se escapa de la filoso­
fía», como dice Montaigne (I, 14,67),
como tampoco la filosofía no se esca­
pa de la fragilidad ni de la incerti­
dumbre humanas. Lo esencial sigue
siendo no mentir. Platón tiene razón,
«quien dice que la firmeza, la fe, la
sinceridad son la verdadera filoso­
fía dice que las demás ciencias, que
apuntan hacia otra parte, tan sólo son
fingimiento» (I, 26,152).
Esto nos conduce a un último pun­
to, con el cual desearía concluir. Por
escéptico que fuera, Montaigne no
dejó nunca, no tanto de buscar la ver­
76
dad, como de someterse a ella y amar­
la, allá donde la encontrara, e incluso,
éste es el espíritu del escepticismo, allá
donde no la encontrara. Es lo que dis­
tingue su filosofía de la sofística, y
lo que lo une a Sócrates, en efecto, más
que a aquellos a los que Sócrates se en­
frentaba. Se trata pues de amar lo ver­
dadero, aun en su ausencia, y de so­
metérsele tan pronto como aparece o
parece que aparece: «la verdad es una
cosa tan grande que no debemos des­
deñar ninguna intervención que nos
conduzca a ella» (III, 13,1065), y esto,
insiste Montaigne, tanto si nos per­
judica como si nos sirve (III, 5,885).
La verdad está por encima del amor
77
propio.10 Lo importante no es saber
quién habla, sino lo que dice; ni quién
gana, sino lo que parece verdad. En
la conversación, escribe Montaigne,
«la causa de la verdad debería ser co­
mún al uno y al otro» (III, 8,924). Esta
exigencia da grandeza a sus Ensayos, y
a su vida. ¿Existe un espíritu más libre
y más abierto? Sólo se somete a lo ver­
dadero, o a lo que le parece que lo
es: «Festejo y acaricio la verdad en
cualquier mano en que la encuentre,
y me entrego alegremente, y le tiendo

10. Como lo dirá poco más menos Jean


Cavaillés: véase G. Ferriéres,/<?an CavaiUes, Un
philosophe dans la guerre, Seuil, 1982, pág. 52.
78
mis armas vencidas, por lejos que vea
cómo se me acerca» (Ibid.). Olvidamos
con facilidad que aquí radica, para
Montaigne, lo esencial de la pedago­
gía. Educar a un niño es ante todo en­
señarle a amar la verdad: «Que se le
enseñe sobre todo a entregarse y a de­
jar las armas ante la verdad, tan pron­
to como la perciba: tanto si nace a ma­
nos de su adversario, como si nace en
él mismo al mudar de parecer [acción
de cambiar de opinión]» (I, 26,155).
Igual que el relativismo de Montaigne,
en el orden práctico, nos preserva del
fanatismo tanto como del nihilismo,
igual su escepticismo, en el orden teó­
rico, nos preserva del dogmatismo
79
tanto como de la sofística: que no haya
un bien absoluto, o que no tenga­
mos acceso a él, ello no impide que
cada uno busque el suyo, ni que se
ayude a los demás, y «por caminos di­
versos», a encontrar el suyo (III, 12.
1052); que no haya ninguna certeza
absoluta, o que esté fuera de nuestro
alcance, ello no impide que nos some­
tamos a la norma de una verdad al
menos posible, y por otra parte, inclu­
so incierta o necesaria.11
11. Sobre esta cuestión, sobre la que no
puedo extenderme, véase mi artículo «¿Mon­
taigne cínico? (Valor y verdad en los Ensa­
yos)» en el número ya citado de la fíetme in-
temationale de philosophie.
80
En tiempos de Montaigne, fanatis­
mo y dogmatismo eran sin duda los
principales enemigos, y son éstos so­
bre todo los que los Ensayos combaten
o critican. Puede que hoy en día, al
menos en Occidente, el nihilismo y la
sofística sean más amenazantes. Tan­
to da: Montaigne nos ayuda a luchar
contra unos y contra otros. Esta no es
la menor razón de su sorprendente y
perenne actualidad. La filosofía es
búsqueda de la felicidad, pero dentro
de la verdad y de la tolerancia.
De ahí que la lectura de los Ensayos,
para un filósofo, represente a la vez
una lección de humildad y de autenti­
cidad: «¿Para qué sirven esas puntas
81
culminantes de la filosofía sobre las
que ningún ser humano puede sentar­
se, y esas reglas que exceden nuestro
uso y nuestra fuerza? Veo a menudo
que se nos proponen unas perspecti­
vas de vida que ni quien las propone
ni quienes las escuchan tienen ningu­
na esperanza de seguir, ni, lo que es
peor, muestran ganas de hacerlo»
(III, 9, 989). Montaigne, al no apun­
tar tan alto, llega a nosotros con más
facilidad. Lo que le gusta son los con­
sejos «de la verdadera e ingenua filo­
sofía [la de Epicuro o la de Séneca, por
ejemplo], no de una filosofía ostento-
sa y charlatana como lo es la [de Pli-
nio o Cicerón]» (I, 39, 248). ¡Ycómo
82
nos parece, a nosotros, más verdadero
y más ingenuo (en el mejor sentido
del término: más natural, más espon­
táneo, más sincero) que aquellos que
ofrece como modelo! ¿Quizás le hu­
biera gustado que, para acabar, cedié­
ramos la palabra a una cortesana? «Yo
no sé nada de libros —decía la corte­
sana Lais— ni de sabiduría ni de filo­
sofía, pero esos hombres llaman a mi
puerta tan a menudo como cualquie­
ra de los demás» (III, 9, 990). No es
una objeción que podamos hacer a
Montaigne: para él, el placer de filo­
sofar forma parte de los placeres de la
vida, y no los condena. Yesto es lo que
explica el placer que sentimos al leer­
83
le, que aumenta a cambio nuestro pla­
cer de vivir y de pensar, y que es sin
duda el más bello elogio, el más filo­
sófico y el más justo que podamos ha­
cerle. Además, lo ha dicho un filóso­
fo, y no precisamente de los menores:
«¡Verdaderamente, que un hombre
semejante haya escrito —decía Nietzs-
che a propósito de Montaigne— ha
aumentado el placer de vivir en esta
tierra!». ¡Qué lástima que los filóso­
fos, que tanto han leído a Nietzsche
estos últimos decenios, hayan leído
tan poco a Montaigne! ¡Cuánto estan­
camiento y cuánto ridículo nos hubié­
ramos evitado!

84
Montaigne o la filosofía viva*
¡Verdaderamente, que un hombre
semejante haya escrito ha aumenta­
do el placer de vivir en esta tierra!
N ietzsche

Pedir a un francés, y a un francés filóso­


fo, que hable de Montaigne, ¿qué hay
más normal? ¿Acaso no es uno de nues­
tros grandes autores, el más importante
quizás, y, además de ser uno de los pocos
absolutamente universal, también el más
* Literalur um II, Heft 4, Marburg, Dr. Wolfram
Hitzeroth Verlag, 1989.
85
francés de todos? Sin ninguna duda. No
obstante, incluso en Francia, se habla
poco de él (no es un autor de moda
como lo son Descartes o Proust), y toda­
vía menos entre los filósofos. Ciertamen­
te, Montaigne forma parte de los clásicos,
como decimos; pero esto significa sobre
todo que lo estudiamos en clase... y que
no lo leemos nunca. La lengua, que ha
envejecido, lo explica en parte: la lectura
de Montaigne, para un francés de hoy en
día, es difícil y sus innumerables arcaís­
mos, si bien realzan aún más su sabor, di­
ficultan también, a veces, su compren­
sión. Pero lo esencial está en otra parte.
Si se lee poco a Montaigne es porque es
filósofo, y eso espanta a los ignorantes, y
no autor de sistema, y eso derrota a los
sabios.
86
Detengámonos aquí un instante.
Montaigne es quizás un caso único:
dando a su libro el título de Ensayos, da
nombre al mismo tiempo, sin saberlo, al
género todavía desconocido que crea,
en el cual se coloca y que, definitivamen­
te, domina. Pero esto, que fue su golpe
maestro, es también, frente al públi­
co, una desventaja: ¿por qué no hizo, si no,
una novela, o un tratado? Una novela hu­
biera sido más divertida y más popular;
un tratado hubiera sido más impresio­
nante. En un caso habría sido más leído;
en el otro, más estudiado. Hugo Frie-
drich vio muy bien que los Ensayos cons­
tituían en conjunto el extremo opuesto
del sistema.1Esto honra a Montaigne, ya
1. Hugo Friedrich, M ontaigne, A. Francke Verlag
AG, 1949 y 1967 (1968 para la trad. francesa), I, 8.

87
que los sistemas, por definición, son to­
dos falsos. Pero los franceses, que no sa­
ben hacerlos, y esto es lo bueno, los ad­
miran, y esto es lo malo. En menos de
diez años se ha puesto dos veces a Hegel
(¡o sea dos veces durante diez años!) en
el programa de las pruebas escritas de las
oposiciones de filosofía; a Montaigne,
que yo sepa, no se le ha puesto nunca, y
esto dice mucho de la estima que le tie­
nen nuestros universitarios. Como la
Universidad tiene horror al vacío, las li­
teraturas se han apropiado de él, y es de
justicia. Pero que Montaigne sea un ma­
estro de la lengua —virtuoso, absoluto,
artista brillantísimo—, ¿le impide esto
ser un maestro del pensamiento? ¿Sólo
porque Kant escribe mal es un gran filó­
sofo?
88
Pero hay algo peor todavía. Montaigne
no sólo no crea un sistema —demuestra al
contrario la vanidad de todos—, sino que
filosofa como ya nadie, parece, se atreve a
filosofar: a la antigua, en primer grado y
en primera persona, expuesto a todos los
riesgos. Este filósofo es el colmo, ama la
sabiduría, que es «ciencia de vida» (III,
10,1010)2, y la única ciencia que vale. Al
lado de ese arcaísmo, la prosa de Mon­
taigne parece de una modernidad intac­
ta —lo que, por otra parte, es, en efecto,
para un lector un poco entrenado. Que a
veces haya que coger un diccionario o
consultar unas notas a pie de página, se lo
2. Las referencias a los Ensayos, dadas a lo largo
del texto, indican, en este orden, el libro, el capítulo
y la página de la edición Villey (reed. PUF, 1978), de
la que he modernizado la ortografía.
89
podríamos perdonar. Pero que tengamos
que cambiar incluso nuestra concepción
de la filosofía —¡ynuestra vida!—, esto ya
es demasiado. Más aún cuando este ar­
caísmo filosófico de Montaigne, su fun-
damentalismo o, mejor, su ingenuidad
filosofante, por ser intempestivos, no se
dejan emparedar vivos en ninguna cate­
goría o periodización históricas. Mon­
taigne es de cualquier época, o de ningu­
na, y si los historiadores de la filosofía
no lo quieren en absoluto3, es porque les
3. Existen, por supuesto, algunas excepciones,
en el primer lugar de las cuales debemos citar, en
Francia, a Maree! Conche, autor de M ontaigne ou la
consciente hmreuse, París, Seghers, 1964 (que es para
mí la más bella iniciación a Montaigne) y de M en-
taigne et la philosophie, Villers-sur-Mer, Editions de Mé-
gare, 1987. Pero esto se debe a que Marcel Conche es
mucho más que un historiador de la filosofía...

90
quita la razón, casi siempre, y desenmas­
cara lo sórdido de su oficio. Ese cadáver se
resiste como un diablo y hace regresar
a los enterradores al cementerio —¡sin
él!—. Maestro de la lengua, maestro del
pensamiento, Montaigne es un maestro
de vida, y esto espanta a los profesores que
no quieren al pensamiento más que di­
funto. Leer a Montaigne, decididamente,
es demasiado peligroso. Nuestros sabios
prefieren ignorarle y por ello son incultos.
¡Escandaloso, Montaigne! Su simplici­
dad bonachona, porque restituye la idea
misma de sabiduría nuevamente conce­
bible (Nietzsche vio muy bien que, tra­
ducido al griego, a los griegos les hubie­
ra gustado),4 es una bomba retardada
4. Véase Le voyageur et son ombre, 214.

91
que se arrastra por nuestras bibliotecas:
cuando a uno empieza a gustarle, hay
muchos libros, escritos años después de
su muerte, que ya no podemos leer, o
bien sólo para reírnos o para desmenu­
zar alguna ridiculez bien penosa. Nues­
tros patanes lo condenaron porque él los
condena: lo han olvidado para que no
los olvidemos a ellos, lo toman por un li­
terato con la esperanza de que los tome­
mos, a ellos, ¡por filósofos! Tiempo per­
dido: un patán sigue siendo un patán
(«por ser más sabios, —observaba Mon­
taigne—, no son menos ineptos», III, 8,
927) y no filosofa. Sencillamente han
agotado del todo la filosofía y les queda
lo que llamamos la historia de la filoso­
fía. Su máxima es la de los historiadores
según Nietzsche, y la aplican al pie de la
92
letra: «¡Dejad que los muertos entierren
a los vivos!».5
Estoy exagerando, desde luego; es
cierto, no obstante, que una gran parte
de la filosofía contemporánea, en su eru­
dición maníaca y estéril pero también
quizás en el fondo mismo de lo que le
sirve de pensamiento, tiene que ver con
lo que en términos freudianos denomina­
ríamos el triunfo de la pulsión de muerte,
y es lo que demasiados coloquios univer­
sitarios, por desgracia, me han hecho ex­
perimentar tristemente. Leer a Montaig­
ne es, por el contrario, reconciliarse con
la pulsión de vida, es decir, con la vida en
sí misma y, por consiguiente, con la filo­
sofía. Ese por consiguiente es de Montaig­
ne, y es lo que yo desearía tratar ahora.
5. Considérations intem p estiva II, 2.
93
Yo hablaba de sabiduría. Se me podría
objetar, y legítimamente, que sabio, Mon­
taigne jamás pretendió serlo, y que por
otra parte se burla de ello. Lo deja para
otros con más fuerza que él (Sócrates,
Epicuro, los estoicos...), a los que admira
mucho, pero a los que no tiene ningún
deseo de imitar. No muestra ninguna in­
dulgencia, en cambio, con aquellos de
sus discípulos (¡no los sabios sino los filó­
sofos!) que hacen como si enseñaran una
lección de la que ni ellos ni nadie —ya
que los sabios, ellos, ¡ya no lo necesi­
tan!— son capaces de recoger los frutos.
«¿Para qué sirven esas puntas culminan­
tes de la filosofía sobre las cuales ningún
ser humano puede sentarse? ¿Y esas re­
glas que exceden nuestro uso y nuestra
fuerza? Veo a menudo que se nos propo­
94
nen unas perspectivas de vida que ni
quien las propone ni quienes las escu­
chan tienen ninguna esperanza de se­
guir ni, lo que es peor, muestran ganas
de hacerlo» (III, 9, 989). Montaigne,
aunque a veces las evoca, no les presta
ninguna atención. «Son sutilezas agudas,
insustanciales, en las que en ocasiones
se detiene la filosofía» (II, 11,429), desde
luego, pero que sería exagerado tomar
en serio cuando la vida y la naturaleza se
resisten a hacerlo. Porque es la naturale­
za quien manda (y tanto más cuanto que
no manda más que a sí misma), y esto es
precisamente lo que el sabio comprende
y acepta.
¿Qué es en efecto la sabiduría? Si lo
entendemos como un saber positivo, no
vale más que lo que valen los saberes. La
95
«ciencia de vida» es dudosa, como lo son
todas: ciencia del hombre, no de Dios,
y prisionera para siempre de sus inciertos
límites. Humana, demasiado humana
—pero realmente nunca lo somos dema­
siado (no se trata más que de «hacer bien
el hombre», III, 13,1110), yes la sabiduría
misma—. El escepticismo de Montaigne
no puede desembocar, sin contradecir­
se, en un dogmatismo ético, es decir, en
una concepción de la vida recta o buena
que pretendiera valer de forma absoluta
y para todos. «No trato en el momento
oportuno de nada más que de la nada
—escribe Montaigne magníficamen­
te—, ni de ninguna ciencia más que de la
no ciencia» (III, 12, 1057), y éste es el
motivo de que sólo hable de sí mismo.
«Somos viento por todas partes» (III, 13,
96
1107), y viento es la sabiduría, o más bien
sabio es el viento (Ibidl).
La «ciencia de vida» que es la sabidu­
ría no es pues una ciencia en el sentido
en que la entendemos nosotros (¡que
tendría como objeto la vida!), sino la
vida en sí misma —y, para cada uno, la
propia vida, solitaria y cambiante— dado
que comporta su verdad en sí misma. No
ciencia sino sapiencia, si queremos, o sa­
ber vivir, que es la vida sabiéndose a sí
misma. «No existe nada tan bello y legíti­
mo como hacer bien el hombre y de la
forma debida, ni ciencia tan ardua como
la de saber vivir bien y de manera natural
esta vida», escribe Montaigne (III, 13,
1110). Pero nadie puede filosofar ni vivir
(vivir ni, luego, filosofar) en nuestro lu­
gar, y esto es lo que explica que, «aun
97
cuando podríamos ser sabios del saber
ajeno, sólo podemos ser sabios de nues­
tra propia sabiduría» (I, 25, 138). La sa­
biduría no es por consiguiente ni abso­
luta ni universal. Como todas las cosas,
está sometida a los azares del lugar y del
tiempo, varía según las edades y los indi­
viduos, las circunstancias y las capaci­
dades... Vivir es cosa del mundo, y «la
mayor parte de las cosas del mundo se
hacen por sí mismas» (III, 8,933), es de­
cir, sin diseño ni control. La filosofía tam­
poco escapa a ello: «Es una imprudencia
considerar que la prudencia humana
pueda desempeñar el papel de la fortu­
na... Nuestra sabiduría y nuestra refle­
xión siguen en la mayoría de los casos la
dirección del azar. Mi voluntad y mi ra­
zonamiento se mueven tan pronto en un
98
sentido como en otro, y algunos de esos
cambios se gobiernan sin mí. Mi razón
tiene impulsos y agitaciones cotidianas y
fortuitas...» (III, 8, 933-934). Por eso
Montaigne, que aborrece «toda clase de
üranía, tanto en palabras como en actos»
(III, 8, 931), no sabe qué hacer con esas
«palabras universales, [...] tan comunes
[y que] no dicen nada» (III, 8,936. Des­
confía de ellas incluso: hay un fanatismo
de la sabiduría (1,30,197, III, 5,841 yss.),
del que hay que alejarse sabiamente.
Nominalismo y relativismo van a la par.
La sabiduría de la que hablamos sólo es
una palabra, y es por ello que no es la sa­
biduría.
Por lo demás, la sabiduría no se go­
bierna y sería una locura querer ser sa­
bio por la fuerza. «Sed sabios. Esta reso­
99
lución va más allá de la sabiduría» (III, 9,
988). Sólo aquel que se ha vuelto sabio (y
de una sabiduría propiamente suya)
puede querer serlo sin locura —y su sa­
biduría no será más que su propia vida—.
La sabiduría de Montaigne sólo vale para
Montaigne: es Montaigne en sí mismo,
en acto y en verdad. O bien, si vale tam­
bién para nosotros, ¡es más como ejem­
plo que como modelo, más como es­
tímulo que como imperativo! La única
regla es que no hay regla; la única ley, la
ausencia de ley. La filosofía no es una
disciplina más, que pretenda regentar
nuestra vida, sino esa vida en sí misma,
en tanto que se desprende de todas las
disciplinas, e incluso (y quizás en primer
lugar) de aquellas que continúa obser­
vando. La única sabiduría es la vida sa-
100
bia, la única vida, el ser vivo. Toda sabi­
duría es en esto singular y relativa. Esta
«ciencia de vida» no es una ciencia (II,
12,438) sino un arte, y este arte no es un
arte sino la vida. Montaigne lo ha repeti­
do miles de veces. Se trata, no de pensar,
escribir o filosofar, sino de vivir, y sólo
esto es filosofar de verdad. «Mi oficio y
mi arte es vivir», escribe (II, 6, 379); éste
es, no sólo el objeto de la filosofía (1,26,
163), sino, para cada uno, «nuestra gran
y gloriosa obra maestra» (III, 13, 1108),
la única finalidad (la vida «debe ser su
propia intención» III, 12, 1052) y la
única recompensa. «He dedicado todos
mis esfuerzos a formar mi vida —escri­
be también—. He aquí mi oficio y mi
obra. Soy menos hacedor de libros que
de cualquier otra tarea.» Es, digámoslo
101
de pasada, lo que le ha permitido escri­
bir los Ensayos, que son más que un libro
y, en francés, el más importante de to­
dos.
Esta sabiduría de Montaigne es una
sabiduría laica, en el sentido de que no
necesita ni la religión ni el ateísmo. Sa­
biduría, no desde el punto de vista de
Dios, que no tiene nada que hacer con
ella, sino del hombre, que carece de ella.
Montaigne no cree en absoluto en las sa­
bidurías demasiado completas o dema­
siado exigentes, como son la estoica o
incluso la epicúrea. «Tan sabio como
quiera, pero finalmente es un hombre:
¿qué hay más caduco, más miserable y
más nulo?» (II, 2, 345-346). Yañade: «La
sabiduría no fuerza nuestras condicio­
nes naturales». Hacer bien el hombre es
102
permanecer hombre, no convertirse en
ángel, caballo o semidiós (cf. II, 12,604 y
III, 2, 806). ¿Humanismo? Si queremos
decirlo así, pero en este caso, mucho más
que el ideal o la norma, el hombre es la
obligación que debemos aceptar y respe­
tar. Hay que perdonar a los hombres —y
a uno mismo— el ser sólo hombres. Hu­
manismo sin ilusiones y de salvaguardia.
Nadie es sabio si no se acepta en primer
lugar como hombre, ni humano si no
se acepta como animal. Ni ángel ni su­
perhombre, pues, y esto es lo que Pascal
(¡mejor que Nietzsche!) sabrá recordar:
«Quieren huir de sí mismos y escapar
del hombre. Es una locura: en lugar de
transformarse en ángeles, se transfor­
man en bestias, en lugar de elevarse, se
desploman. Estos humores trascenden­
103
tes me asustan, igual que los lugares altos
e inaccesibles...» (III, 13,1115).6
Si en esto se opone al estoicismo, al
menos éste es el sentimiento que tiene,
Montaigne se toma también, sin decirlo
demasiado, alguna libertad con la moral
del cristianismo, y quizás no sólo con su
moral. En Montaigne se da un casimate-
rialismo que pone a la fe como entre pa­
réntesis. Nos preguntamos a veces si ata­
ca a los filósofos o a los sacerdotes, y con
frecuencia es a ambos. «Estas exquisitas
sutilezas —escribe por ejemplo— sólo
son propias del sermón: son discursos
que quieren enviarnos bien edificados al
otro mundo. La vida es un movimiento
6. Véase también II, 12, 604 (y compárese obvia­
mente con Pascal, Pensées, 358, ed. Brunschvicg, o
678. ed. Lafuma).
104
corporal, acción imperfecta de su propia
esencia, y desordenada; me esfuerzo en
servirla en función de ella» (III, 9, 988).
Ninguna sabiduría sería posible si el
cuerpo no comportara en sí mismo su
gran sabiduría, como dirá Nietzsche, o
su phrenésis, como decía Epicuro, que es
amor por el placer y por la alegría. Es
normal que el secreto de la felicidad sea
absolutamente simple y que no sea un se­
creto: se trata «de difundir la alegría [y
de] suprimir tanto como se pueda la tris­
teza» (III, 9,979), y es lo que hacemos to­
dos, o queremos hacer, y lo que sólo con­
sigue el sabio en función de su sabiduría
(aunque si no lo fuéramos, no podría­
mos ni siquiera filosofar). Si Montaigne
es a veces pesimista o sombrío (un poco
a la manera de Séneca o de Lucrecio,
105
que tanto le gustan), es porque sabe que
no está aquí la última palabra de la filo­
sofía. Al contrario, «la señal más explíci­
ta de la sabiduría es un goce constante;
su estado es como el de las cosas encima
de la luna: siempre sereno» (I, 26, 161).
Es lo que los pedantes olvidan, o de lo
que son incapaces: «Por no haber fre­
cuentado esta virtud suprema, bella, triun­
fante, enamorada, igualmente deliciosa
y valiente, enemiga profesa e irreconci­
liable con la acritud, el desagrado, el te­
mor y la coacción, teniendo como guía a
la naturaleza y a la fortuna y la voluptuo­
sidad por compañeras, han acabado por
fingir, debido a su endeblez, esta ridicula
imagen, triste, pendenciera, despecha­
da, amenazadora, consumida, y a situarla
sobre una roca en un lugar apartado, en
106
medio de zarzas, como un fantasma para
asombrar a la gente...» (Ibid.).
Lo molesto, en el caso de Montaigne,
es que las ganas de citarlo son demasiado
fuertes, y esto debe disuadir también a
los comentaristas. No permite en absolu­
to que se le dé un valor y forma parte de
esos autores de los que él mismo decía
(III, 5, 874) que más bien quitaban las
ganas de escribir. Pero este relleno, como
él dice también, está fuera de mi tema, y
por otra parte debemos ir concluyendo.

En este pequeño artículo, que sólo quiere


ser una sugerencia para leerle, no es posi­
ble decirlo todo, por supuesto, y tampo­
co mil páginas, por otra parte, serían sufi­
cientes. ¿Pero cómo no evocar, aunque
107
sólo sea para terminar, la cuestión del
tiempo? Porque Montaigne es un filósofo
del tiempo, muy largamente subestima­
do, y que haría palidecer a algunas de
nuestras glorias recientes. Para nosotros
todo es tiempo, demuestra él, y el tiempo
es la nada. Es por esto por lo que «noso­
tros no tenemos ninguna comunicación
con el ser» (II, 12,601), y estamos así con­
denados a la ignorancia o a la duda
(Ibid.). El conocimiento fracasa, no sólo
por incapacidad del sujeto, sino por la fal­
ta de objeto. Existir es aniquilarse, ser real
es desaparecer. Es por esto también por
lo que estamos prometidos con la muer­
te, no sólo para acabar sino desde hoy, y a
cada instante de cada hoy —«la muerte
ocupando toda la parte inicial y toda la
parte final de este momento, y una buena
108
parte aún de este momento» (II, 12,526).
Si sigue a Plutarco (en ocasiones muy de
cerca: II, 12, 691 sq.), es para encontrar
en él a los estoicos y, a través de ellos, a
Heráclito. Ser es devenir y es por esto por
lo que para nosotros no hay ser (Ibid.). «El
mundo no es más que un movimiento pe­
renne —escribe Montaigne—, la constan­
cia misma no es más que un movimiento
más lánguido... No pinto el ser, pinto el
pasaje...» (III, 2,804-805). Ypor otra par­
te, magníficamente: «todo contento de
los mortales es mortal» (II, 12,518).
De aquí surge, claro está, lo que pode­
mos llamar la preocupación, la angustia
(Montaigne cita a Séneca: «calamitosas est
animus futuri anxius», «un espíritu preo­
cupado por el futuro es desgraciado» (I,
3, 15), o la esperanza, además: «Siempre
109
pensamos en otra parte; la esperanza de
una vida mejor nos detiene y nos sostie­
ne, o bien la esperanza del valor de nues­
tros hijos... Siempre abiertos a las cosas
futuras [...], no estamos nunca en noso­
tros, siempre estamos más allá. El temor,
el deseo o la esperanza nos empujan ha­
cia el porvenir... Cada uno corre hacia
otra parte y hacia el futuro, mientras que
nadie ha llegado a sí mismo...» (III, 4,
834,1, 3,15 y III, 12,1045). ¿Cómo llega­
ríamos allá, por otra parte, puesto que no
existe de uno mismo más que ese propio
movimiento de vivir?... «Es a mí mismo a
quien pinto», ciertamente, pero «no pin­
to al ser, pinto el paso...»
De ahí también, como todos sabemos,
el aprendizaje de la muerte: «La meta de
nuestra carrera es la muerte, es el objeto
110
necesario de nuestro objetivo; si nos
asusta, ¿cómo es posible dar un paso ade­
lante sin enfebrecer? El remedio del vul­
go es no pensar en ella...» (I, 20, 84).
Más tarde, encontrará una fórmula más
adecuada: «Por supuesto que es el extre­
mo, pero no por ello la meta de la vida;
es su final, su extremidad, pero no su
objeto, sin embargo» (III, 12,1051-1052).
Y es que la vida, repitámoslo, «debe ser
ella misma su propio objetivo» (Ibid.): la
única finalidad de vivir es vivir, y es por
ello que no hay meta. Es lo que en otras
ocasiones he llamado la desesperanza, a
lo que Montaigne, más sabio que yo, da
sus nombres verdaderos como son felici­
dad, goce y paz. Vivir, como hacía él, en
la absoluta proximidad de la muerte es
vivir en la verdad de esta vida, que no
111
es aguardar o esperar, sino actuar y gozar.
Filosofar es aprender a vivir, y a morir (I,
20, passim) sólo por el hecho de que la
muerte forma parte de la vida. De ahí
una relación cambiada en el tiempo: la
inmediatez siempre posible de la muerte
da al presente su valor, que retira en el
futuro. «Mi propósito puede dividirse en
cualquier parte; no se funda en grandes
esperanzas; cada día es su propio objeti­
vo. Yel viaje de mi vida se comporta de la
misma manera...» (III, 9, 978). Al con­
trario de los insensatos que «van más allá
del presente y de cuanto poseen por ser­
vir a la esperanza y por las sombras y va­
nas imágenes que la fantasía les pone
ante sí» (III, 13,1112), cuya vida inquie­
ta, como decía Séneca citando a Epicuro
y citado por Montaigne (III, 13,111), «se
112
dirige por entero hacia el futuro», Mon­
taigne, a su vez, se entrega por entero a
lo que hace, acción o paseo, y no deja
que sus sueños de felicidad arruinen su
felicidad. «Mi filosofía se basa en la ac­
ción, en uso natural y presente, poco en
fantasía» (III, 5, 842). La sabiduría sólo
comienza para el que deja de imaginarla.
Es un amante también de los viajes,
no por el placer de ir a alguna parte, sino
por el placer de ir, simplemente, no por
hastío de ser, sino por el placer de existir.
Se le objeta su edad: «Nunca regresarás
de un camino tan largo». A lo que él res­
ponde: «¡Y qué me importa! No lo em­
prendo ni para regresar ni para hacerlo
completo; lo emprendo sólo para mover­
me mientras el movimiento me plazca.
Yme paseo por el gusto de pasearme...»
113
(III, 9, 977). Y más adelante: «Hay algo
de vanidad, decís, en este divertimiento.
Pero ¿dónde no lo hay? Yesos bellos pre­
ceptos son vanidad, y es vanidad toda la
sabiduría...» (III, 9, 988).
¿De qué habló, entonces, a lo largo de
esos centenares de páginas? De él. «Los
demás forman al hombre; yo lo recito...
No enseño nada, explico...» (III, 2,804y
806). Ypor otra parte: «Yo mismo soy la
materia de mi libro». Nominalismo hasta
el final: no hay sabiduría, sino sólo sa­
bios; no hay filosofía, sino sólo filósofos.
La única lección de Montaigne es Mon­
taigne. Gracias a esto es el maestro de los
maestros y el más vivo de los filósofos.
¡Verdaderamente, que un hombre se­
mejante haya escrito ha aumentado el
placer de vivir en esta tierra!
114
M oral y p o lítica e n los Ensayos

Montaigne no se imaginó nunca al hom­


bre, ni a la sociedad. Estamos hechos de
nuestros defectos tanto como de nues­
tras cualidades. «Nuestro ser está cimen­
tado en cualidades enfermizas [...], y
quien eliminara las semillas de dichas
cualidades en el hombre destruiría las
condiciones fundamentales de nuestra
vida» (III, 1, 790-791).1Así la ambición,
los celos, la envidia, la superstición, la de­
sesperación... Yno ocurre nada distinto
1. Las referencias bibliográficas se refieren a la
edición Villey-Saulnier, reedición PUF, 1978.

115
en nuestras ciudades: «En todo Estado
hay unos oficios necesarios, no sólo ab­
yectos, sino incluso viciosos; los vicios en­
cuentran en él su lugar y se emplean
para soldar nuestra unión, como los ve­
nenos para la conservación de nuestra
salud» (III, 1,791). Así el engaño, la trai­
ción, la violencia... ¿Qué poder podría
prescindir totalmente de ellos? Montaig­
ne se parece bastante a Maquiavelo, al
que conoce, a quien parece criticar a ve­
ces (II, 17, 648),2 pero cuyos discursos
encuentra globalmente «bastante sóli­
dos» (II, 17,655). Sabe, como el florenti-
2. A pesar de que, como dice Hugo Friedrich, «su
respuesta no se aparta del terreno pragmático del
principio «maquiavélico» y no puede constituir una
«refutación de Maquiavelo» (H. Friedrich, M ontaig­
ne, traducción francesa, reedición TEL-Gallimard,
1984, pág. 198).

116
no, que «el bien público requiere que se
traicione, que se mienta y que se asesine»
(III, 1, 791). Yentonces ¿cómo conciliar
la moral y la política o, como dice Mon­
taigne, «lo útil» (para el bien público) y
«lo honesto» (respecto a la moral)?
En primer lugar, evitando confundir­
los, que equivaldría a esconder el pro­
blema en vez de resolverlo. La política
no puede reducirse pura y simplemente
a la moral, ni someterse siempre a ella.
«Los asuntos de Estado tienen unos pre­
ceptos más audaces», reconoce Montaig­
ne; y si intentó primero «aplicar al servi­
cio de las funciones públicas» las mismas
reglas «rudas, nuevas, sin pulir o impolu­
tas» que acostumbraba a utilizar en pri­
vado, fue para constatar que se revelaban
«ineptas y peligrosas» (III, 9,991). Yaña-
117
día esto, que es mucho más que una me­
táfora: «Aquel que anda entre la muche­
dumbre dene que desviarse, tiene que
apretar los codos, tanto si avanza como si
retrocede, incluso dene que abandonar
su recto camino, según lo que encuen­
tre; ha de vivir no tanto según él sino se­
gún los demás, no según lo que él se pro­
ponga sino según lo que le propongan,
según el tiempo, según los hombres, se­
gún los asuntos» (Ibid.). Uno puede cier­
tamente negarse a mentir, y a eso tendía
Montaigne. Pero entonces hay que re­
nunciar al poder (un antiguo primer mi­
nistro, que considero muy honesto, me
explicaba un día que en cuestión de po­
lítica financiera, por ejemplo, el disimu­
lo y la mentira eran con frecuencia pre­
misas obligadas para el éxito de tal o cual
118
operación, perfectamente desinteresada
y justa, por otra parte), y si Montaigne
hizo esa elección (III, 1 y 10, passim), ve
perfectamente que sólo pudo hacerlo
porque otros, que él no condena, y entre
los cuales admira a unos cuantos, toma­
ron a su cargo las necesidades públicas,
las tragedias del momento y los asuntos
del Estado. Montaigne no da lecciones a
nadie, y todavía menos a los gobernan­
tes, cuya difícil misión conoce. «El prín­
cipe, cuando una circunstancia urgente
y algún súbito e inopinado accidente,
por necesidad de su Estado, le hace tor­
cer su palabra y su fe, o bien cuando algo
le aparta de su deber ordinario, debe
atribuir esa necesidad a un golpe de la
vara divina; vicio no es [no es un vicio],
ya que ha dejado de lado su razón frente
119
a una razón más universal y poderosa,
pero ciertamente es lamentable. De ma­
nera que a aquel que me preguntaba:
¿Cuál es el remedio? No hay ningún re­
medio, le dije: si estaba verdaderamente
atrapado entre esos dos extremos, debía
hacerlo; pero si lo hizo sin lamentarlo, si
no le pesó hacerlo, es una señal de que
su conciencia está en malas condicio­
nes» (III, 1, 799).
De la misma forma que la políüca no
debe reducirse a la moral, tampoco pue­
de aboliría ni pretender someterla. Aquí
es donde Montaigne se aparta de Ma-
quiavelo o, como mínimo, subraya los lí­
mites del maquiavelismo: las exigencias
del poder, legítimas en su orden, no pue­
den servir de ética ni para los individuos,
ni que decir tiene, ni tampoco, de mane­
120
ra suficiente, para los príncipes (que por
otro lado son individuos como los de­
más: «ya que, aun en el trono más ele­
vado del mundo, estamos todos senta­
dos sobre nuestro culo», III, 13, 1115).
Maquiavelo tiene razón, pero su ver­
dad resulta parcial. Epaminondas resul­
ta mejor maestro; él no olvidaba «la
consideración de su particular deber»,
sabía «que ciertas cosas son ilícitas aun
contra los enemigos, que el interés co­
mún no debe requerirlo todo de todos
en contra del interés privado», en fin que
«no todas las cosas le son lícitas a un
hombre de bien por el servicio a su rey ni
al de la causa general y las leyes» (III, 1,
801-802). Igual que Cicerón, Montaigne
piensa que «la patria no está por encima
de todos los deberes» (Ibid.), dicho de
121
otro modo, que «no lo podemos todo»
(III, 1, 799), y que el hombre político
debe a veces preferir su honor o su deber
antes que «su propia salvación [incluso]
la salvación de su pueblo» (Ibid.).
Esto plantea el problema de los lími­
tes; pero no existe ninguno que sea
absoluto. A cada uno le corresponde
juzgar, caso por caso, sin garantía ni re­
curso. Conocemos las reglas, es cierto
(son las de la moral ordinaria, que va­
rían por lo demás según los lugares y los
tiempos); pero ¿quién es capaz dejuzgar
las excepciones? Sin embargo, la políti­
ca se alimenta de ellas, y casi de forma
cotidiana. Muchos se perderán en este
punto y olvidarán incluso su conciencia.
Pero no todos, no obstante, y Montaigne
aprecia, en los libros de historia, esos
122
ejemplos de virtud heroica. En cuanto a
los ejemplos contrarios, aquellos en los
que la razón de Estado justificó críme­
nes, no teme condenarlos en bloque.
Pero escribe esto que nuestros políticos
tendrían que meditar: «Son ejemplos
peligrosos, raras y enfermizas excepcio­
nes a nuestras reglas naturales. Hay que
ceder frente a ellas, pero con una gran
moderación y circunspección; ninguna
utilidad privada es suficientemente dig­
na como para pedir ese esfuerzo a nues­
tra conciencia; la pública, de acuerdo,
sólo cuando es muy aparente y muy
importante» (III, 1, 800). Lo útil sólo
prima honestamente sobre lo honesto
cuando resulta útil para la mayoría. El
mal sólo es aceptable en beneficio del
bien público.
123
Montaigne, por su parte, se mantuvo
más bien a cierta distancia. Se explica en
este sentido en el libro III, en los ensa­
yos 1 («De lo útil y de lo honesto») y 10
(«Cómo administrar la voluntad»). Cada
uno busca su propio placer: Montaigne
encuentra el suyo principalmente en el
ocio, en la frecuentación de los libros y
de sí mismo. ¿Para qué forzar su natura­
leza? Ya son muchos los que desearán el
poder, incluso demasiados. Por otra par­
te, eso no impidió a Montaigne, cuando
se lo propusieron, convertirse en alcalde
de Burdeos y realizar su tarea de manera
concienzuda. Pero incluso así, lo hizo sin
pasión: «He podido desempeñar cargos
públicos sin apartarme de mí ni la dis­
tancia de una uña», escribía, «y entregar­
me a los demás sin olvidarme de mí mis­
124
mo» (III, 10,1007). Nada más alejado de
Montaigne que el entusiasmo de los fa­
náticos: «No quiero que se niegue a los
cargos que uno desempeña la atención,
los pasos, las palabras, y el sudor y la san­
gre si son necesarios. Pero sólo de presta­
do y de forma accidental, manteniendo
siempre el espíritu en reposo y salud, y no
sin acción, pero sin sufrimiento ni pasión»
(III, 10, 1007). Actuando menos, actua­
remos mejor: «Nunca gobernamos bien
aquello que nos posee y nos gobierna;
mate cuneta ministrat ímpetus [la pasión
todo lo gobierna mal: Estado, Tebaida, X,
704]. Aquel que sólo emplea sujuicio y su
habilidad actúa con más alegría: disimula,
cede, difiere a su gusto según lo requiera
la ocasión; falla su objetivo, sin atormen­
tarse ni afligirse, dispuesto y entero para
125
una nueva empresa; avanza siempre con
las riendas en la mano» (III, 10, 1007-
1008). Más lúcidos, más eficaces, más
felices, seremos también más tolerantes:
«Ellos quieren que cada uno, en su parti­
do, sea ciego y estúpido, que nuestra per­
suasión y juicio sirvan no a la realidad,
sino al proyecto de nuestro deseo. Yo más
bien me decantaría hacia el otro extremo,
hasta tal punto temo que mi deseo me
engañe» (III, 10,1013). Así seríamos más
libres, y menos engañados por los podero­
sos: «En mis tiempos he visto maravillas en
cuanto a la insensata y prodigiosa facilidad
de los pueblos en dejar llevar y manejar su
creencia y su esperanza allá donde ha gus­
tado y servido a sus jefes, por encima de
cien errores, unos sobre otros, por enci­
ma de fantasmas y sueños» (III, 10,1013).
126
Decir que Montaigne se mantiene ac­
tual es decir poco. Cuanto más se le hu­
biera leído, menos atroz hubiera sido
este siglo que se acaba.

127
lAndré
IComte-Sponville

«No soy filósofo», escribe Montaigne en los Ensayos. Este texto intenta
demostrar que, sin embargo, lo es, y tanto más cuanto menos pretende
serlo. A Montaigne le gusta la filosofía viva, jovial, traviesa, nos dice. Es
un filósofo que no cree en la filosofía; un filósofo lúcido y libre, que de esta
manera filosofa mejor aún. «La filosofía nos enseña a vivir», escribe: por
ello es un filósofo, y nos enseña a filosofar.

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