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Por Rafael Escandón

sonó el despertador a las cuatro de la mañana, Guillermo se levantó sin


pensarlo dos veces. Había dormido poco esa noche porque se había quedado hasta tarde
arreglando su equipo para esquiar. Se alistó a la carrera, tomó luego un desayuno muy
sencillo a esa hora tan inoportuna, y le pidió a su padre que lo llevara a la escuela
secundaria, desde donde saldrían para la Sierra Nevada a esquiar por tres días.
Guillermo Escandón era un alumno de la escuela Preparatoria dependiente del Colegio de
la Unión del Pacifico, y cursaba el segundo año. Y en esta ocasión no quería perderse la
oportunidad de practicar uno de sus deportes favoritos. Por esa razón, se había esforzado
para conseguir las subscripciones al periódico de la escuela que se necesitaban para
participa en una excursión gratuita a la nieve con los otros compañeros que habían hecho
lo mismo.
Lo único que le tocaba pagar era el ascensor que los subiría a la montaña.
Guillermo se acomodó en la camioneta del pastor Juan Kerbs, profesor de Biblia de la
escuela, y junto con otros compañeros de clases y la profesora Benson, después de
haber hecho una oración en conjunto, partieron hacia la nieve. A pesar de los
inconvenientes de la madrugada, todos iban radiantes de alegría. Jaime Kerbs, presidente
de la Asociación Estudiantil; e hijo del profesor ya mencionado, era el chofer del vehículo.
Un poco antes de llegar a la cancha para esquiar resolvieron entrar a un restaurante para
tomar algo caliente y cambiarse de ropa. Y, sin perder tiempo, así lo hicieron. Después,
con el equipo ya listo, partieron de nuevo. No habían recorrido ni medio kilómetro cuando
Guillermo, acordándose de algo, le dijo de pronto a Jaime:
-Regresemos. Dejé mi billetera sobre el lavamanos.
Atendiendo al pedido de su amigo, Jaime dio vuelta inmediatamente. Pero cuando
llegaron de nuevo al restaurante, la cartera de Guillermo había desaparecido.
-¿Cuánto dinero tenías en la cartera? -le preguntó la señora Benson.
-No era mucho; sólo tenía lo suficiente para pagar por la "silla" durante estos tres días -
repuso con tristeza el aludido.
-¿Cuánto era? -inquirió; Rebeca Specht, una de las compañeras del viaje.
-¡Treinta y cuatro dólares con setenta y cinco centavos!
Aquélla experiencia hizo que por un instante el ánimo del joven de cayera. Pero consiguió
dinero prestado de uno de sus compañeros para poder divertirse en la nieve; y trató de
olvidar su desgracia lo mejor que pudo.
A los pocos días recibió por correo la billetera con las fotografías que en ella tenía, el
permiso para manejar y las monedas que se hallaban en uno de los compartimentos.
Había perdido sólo los 34 dólares en billetes.
Dos semanas después de haberle ocurrido aquel incidente desagradable, al andar por los
terrenos del colegio, Guillermo encontró un monedero sin identificación alguna. Al contar
el dinero que aquélla contenía, descubrió, para sorpresa suya, que había 34 dólares con
50 centavos. Pensó entonces que Dios le había enviado ése dinero para recuperar
precisamente lo que se le había perdido, pero escuchando la voz de su conciencia lo llevó
a la oficina de objetos perdidos. Allí registraron su nombre y el número de su teléfono.
Seis semanas más tarde Guillermo recibió una llamada telefónica de la oficina de objetos
perdidos. Como nadie había reclamado aquel dinero, ahora se lo entregaban como suyo.
El joven enseguida le dio gracias a Dios por haber premiado su honestidad. Además de
haber recuperado su dinero, recibía ahora cincuenta centavos de recompensa.

Por Lucille Clemenson


y Juanita estaban sentados junto a la ventana con sus libros de colorear. Había
estado lloviendo toda la mañana. David miró por la ventana y dio un suspiro.
-Parece que va a parar de llover. Se ve un poco de cielo azul.
De pronto David pestañeó.
-¿Viste eso, Juanita? -preguntó.
-¿He visto qué? -preguntó Juanita.
-Yo no sé -respondió David arrugando la frente-. Sólo vi algo que pasó como una flecha
cerca de la ventana.
Era parte verde y parte algo así como púrpura. Era una cosa chiquitita. . .; Mira! Ahí está
otra vez.
Y David y Juanita apretaron la nariz contra el vidrio de la ventana.
-¡Lo vi! ; Lo vi! Palmoteó Juanita-. Me parece que es alguna clase de mariposa.
La madre acudió a la ventana para ver a qué se debía todo ese entusiasmo.
-No es una mariposa! ¡Es un pájaro! -exclamó David.
El pajarito revoloteaba en torno a las flores. Parecía un diminuto proyectil suspendido en
el aire. Sus alas se agitaban tan rápidamente que formaban sólo un borrón.
-Es un picaflor -les dijo la madre-. Los picaflores son verdaderos pilotos acróbatas.
Pueden subir o bajar como cohetes o volar hacia atrás o hacia adelante o hacia los lados
a voluntad. Cuando aletean hacen un sonido semejante al de un abejorro. De hecho, los
picaflores más pequeños tienen más o menos el tamaño de un abejorro grande.
-¿Y qué es lo que hace ese picaflor? -preguntó Juanita. No parece tocar las flores del
árbol.
-Indudablemente está cazando insectos. Los picaflores se alimentan de insectos, y
también del néctar de las flores -explicó la madre.
-Me gustaría ver un nido de picaflor -dijo David. Debe ser pequeñito.
-Es difícil verlo porque es muy pequeñito, más o menos del tamaño de una cáscara de
nuez. Parece casi como un hongo que hubiera crecido en una rama. El picaflor construye
su nido con la pelusa de las semillas del cardo o del diente de león. Esta pelusa la cubre
con musgo y la afirma a un árbol o arbusto con las hebras de una telaraña. El picaflor le
da forma al nido haciéndolo girar sobre los lados. Lo ahueca como si fuera una pieza de
arcilla. La parte exterior la arregla y alisa con el pico. Luego pone dos huevecitos blancos.
Cuando nacen los pichoncitos, parecen como insectos negros. A Uds. les gustaría ver
cómo les dan de comer a los pichoncitos. Los padres recogen néctar de las flores,
arañitas y otros insectos. Los tragan. Y cuando vuelven al nido, afirman la cola contra el
costado del nido y meten el pico delgadito en la garganta del pichoncito y parece que lo
pincharan. Pero todo lo que los padres hacen es bombear el alimento en el buche del
pichoncito.
-¡Pobre pichoncito! Me alegro de que no soy un picaflor -dijo Juanita. Y los dos se rieron.
-En un tiempo estos pajaritos parecidos a gemas se usaban como joyas -siguió
explicando la madre. Se exportaban a Europa millones de pieles de picaflores, donde se
los convertía en broches y alfileres y otros adornos.
-Me alegro de que no destruyeron todos los picaflores -dijo David-. Jesús cuida hasta de
los más pequeñitos, ¿no es cierto?
-Sí, cuida de los pájaros y también de nosotros -les aseguró la madre a los niños-. La
Biblia dice: "Considerad los cuervos, que ni siembran, ni siegan; que ni tienen despensa ni
granero, y Dios los alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que las aves?"

Por Hildegarde Stanley


- qué tengo que ayudar siempre a lavar los platos? -murmuró Margarita-. Yo quiero
salir a jugar a la escondida con las otras chicas.
-Bueno, querida, yo necesito tu ayuda; podré terminar con el trabajo de la cocina y seguir
con la costura que necesita hacerse.
Margarita frunció el ceño, murmuró y protestó mientras secaba los platos, vaciaba el tarro
de la basura y barría el piso.
Llegó la siguiente comida, y cuando terminó, Margarita volvió a quejarse.
-¡Platos, platos, platos! Yo no quiero lavar platos. Quiero andar en bicicleta.
Y se dejó caer en una silla, muy enfadada.
-¡Margarita, qué cara tienes! -se rio la mamá-. ¡Y debieras sentirte agradecida! Hay
muchos niñitos y niñitas que viven en la India, en el África y en la China y aun aquí en
América que no tienen que ayudar a sus madres a lavar los platos. ¿Y sabes por qué?
Porque no tienen nada que comer, de modo que no hay ningún plato que lavar. ¿No estás
agradecida por haber tenido una buena comida?
-No -respondió Margarita-. ¡No lo estoy! Ojalá que no tuviéramos que volver a comer,
porque entonces no tendría que quedarme adentro ayudando a lavar los platos mientras
los otros chicos están jugando afuera.
-Pero ésa es la forma como aprendemos a asumir responsabilidades en el hogar. Todos
sentimos hambre y tenemos que comer. Todos nos cansamos y necesitamos una buena
cama para dormir. Necesitamos ropas para usar, y cuando se ensucian, hay que lavarlas
y plancharías. Papá trabaja fuerte para ganar el dinero con que comprar lo que
necesitamos. Yo estoy siempre ocupada cocinando, lavando, planchando y cosiendo.
¿Crees que sería justo que tú gozaras de todas esas ventajas en nuestro hogar y nunca
ayudaras?
-A mí no me importa -murmuró Margarita-. Quiero jugar con Corina. ¡Corma nunca tiene
que ayudar a su mamá!
-Muy bien, si tú realmente prefieres jugar con la muñeca de Corina en lugar de comer,
supongo que podemos arreglar para que lo hagas. Pero temo que no te vas a divertir
mucho jugando sin haber comido primero.
-Si no como, ¿tengo que lavar los platos?
-Veamos... no! -replicó la mamá;-. Creo que no. Si no comes, no sería justo que tuvieras
que lavar los platos. Si quieres, puedes irte a jugar.
-¡Qué lindo!
Margarita corrió afuera para llamar a Corma. Juntas le hicieron ropas a la muñeca hasta
que ésta tenía un guardarropa lleno de hermosos vestidos. Luego, junto con Patricia y
Beatriz, otras dos niñas vecinas, fueron a andar en patines. Recorrieron la acera lisa, de
abajo para arriba y de arriba para abajo volando en sus patines, riendo y conversando
alegremente.
"Oh, esto es hermoso -pensó Margarita-. No he tenido que entrar en la casa durante toda
la tarde. Puedo jugar con mis amigas tanto tiempo como quiera".
Cuando Esteban, el muchacho que vivía en la casa de al lado, llegó de la escuela, todos
los niños fueron al gran patio de atrás de la casa de Margarita para jugar al tejo.
Cuando llegó la hora de la cena, la mamá salió a la puerta de atrás y llamó:
-Papá llegó a casa, Margarita. ¿No quieres entrar ahora?
-¿Tengo que hacerlo? -preguntó Margarita.
-Oh, no querida -respondió la madre.. Puedes quedarte afuera a jugar si estás segura de
que no quieres cenar con nosotros.
También la madre de Corma no tardó en llamar a su hija para cenar. Luego se fue Beatriz.
Entonces Patricia dijo que tenía hambre y que se iría. Y finalmente el papá de Esteban lo
llamó con un silbido. Y con eso Margarita quedó sola y no tuvo a nadie con quien jugar al
tejo. ¡Ah!, tenía la solución. Andaría en bicicleta. Ahora le quedaba la acera para ella sola.
No se explicaba por qué, pero estando sola no se divertía tanto como antes. Hasta su
perro prefirió entrar en la casa. Seguramente estaría comiendo su comida, y alguna cosita
que le tiraran de la mesa.
Después de un rato los otros niños regresaron para jugar. Margarita oyó que la madre
estaba lavando los platos; luego escuchó que levantaba la tapa del tacho de basura y
echaba en él los desperdicios y las servilletas de papel que habían usado para la cena.
Las luces de las casas comenzaron a encenderse y uno tras otro sus compañeros de
juego se fueron yendo. Ya era muy oscuro para seguir jugando y Margarita entró a la casa
por la puerta de la cocina. Esta estaba en orden y limpia. En la sala el papá estaba
sentado en su silla favorita leyendo el periódico y la mamá se hallaba ocupada en la
máquina de coser que tenía en un rincón. Detrás de ella, extendido sobre el respaldo de
la silla, estaba el vestido nuevo de Margarita.
-Oh, ¿está terminado mi vestido, mamá?
-Sí, querida. Ahora le estoy haciendo el cinturón y entonces estará listo para usarlo el
sábado que viene para ir a la iglesia. Debes sentirte cansada después de haber jugado
tanto, Margarita. Sería bueno que vayas a bañarte y alistarte para ir a la cama.
Margarita se sintió un poco extraña mientras se bañaba y se ponía el pijama. El papá
subió a su cuarto y le leyó algo. Cuando hubieron orado, él la abrigó en su hermosa
camita limpia y le dijo:
-Buenas noches, querida. Que tengas un dulce descanso.
Eso es lo que siempre el papá le decía cuando la ponía en cama. Pero Margarita no
sentía que iba a tener un dulce descanso. Tenía hambre. No lo había notado mientras
estaba jugando. ¡Pero ahora sentía el estómago vacío!
Y también estaba pensando en su vestido nuevo. Mientras ella jugó durante toda la tarde
y la nochecita, la madre había estado cosiendo para que ella pudiera usa algo nuevo y
hermoso para la iglesia.
En ese momento oyó que alguien subía por la escalera. Era la madre quien no tardó en
entrar en el cuarto y fue a sentarse en el borde de la cama de Margarita.
-¿No te gustaría tomar este jugo de naranja, querida? Estoy segura de que tendrás
hambre. Esto te ayudará a dormir mejor -dijo mamá.
Entonces Margarita se sintió peor que nunca. La mamá era siempre tan bondadosa y
considerada con ella. Margarita bebió jugo lentamente Cuando lo terminó, le devolvió el
vaso a la mamá y se pasó la lengua por los labios.
-Gracias -dijo casi en un susurro. La mamá; se inclinó para besarla, y Margarita estalló en
lágrimas.
-Lo siento, mamá -sollozó.
-¿Lo sientes? ¿No pasaste una linda tarde jugando?
-¡Oh, sí! -Sollozó Margarita-. Pero me siento muy egoísta. Mientras yo jugaba tú estabas
haciendo el vestido. Y también tuviste que limpiar la cocina. Y hoy note ayudé nada. ¿No
estás cansada, mamá
-Sabes... yo estaba cansada cuando subió; la escalera -dijo la mamá secándole las
lágrimas -Margarita-. Pero ahora me siento mucho mejor. Si mi hijita ha aprendido cuán
importante es ayudar a otros, entonces éste ha sido un día muy bueno. ¿Recuerdas el
versículo de memoria que tuviste hace un par de semanas? Dice así: "Sobrellevad los
unos las cargas de los otros". ¿Crees tú que Jesús hubiera jugado todo el día y habría
permitido que su madre hiciera todo el trabajo sola?
-No, mamá, estoy segura de que él no lo habría hecho. Jesús nunca fue egoísta. Me
alegro por que hoy descubrí lo que realmente significa ese versículo de memoria.
Y Margarita volvió a acurrucarse debajo de los cobertores para, pasar una buena noche
de sueño...
- y tener un dulce descanso.
Por Lucifte Clemenson
y su hermana Susana estaban sentados en el piso de la sala. Roberto tenía
sus lápices de colores y un libro de colorear. Susana tenía también el suyo y algunos
lápices de colores.
—¡Mira! ¡Mira! —dijo Susana y levantó su libro de colorear para que Roberto lo viera—.
Mira que flor bonita. Susana la hizo.
Roberto miró el cuadro y frunció el entrecejo.
—Esa no es una flor bonita. Usaste un lápiz verde. Las flores no son verdes. Las hojas y
los tallos son verdes. Tú no pintas lindo. Tu flor no es linda.
Susana casi se echó a llorar.
—iEs tan linda! ¡Es una flor linda! -dijo.
—No es linda. No es nada linda. Es fea —le respondió Roberto—. Tú eres muy chica para
pintar cuadros lindos. Mira mi flor. Mi flor es roja. Yo la pinté muy bonito —y Roberto le
mostró su cuadro.
—Susana puede hacer una linda flor roja —dijo la niñita y dio vuelta la página para buscar
otra flor—. Susana pintará una linda flor roja.
Susana buscó su lápiz rojo.
—¿Es éste rojo? —le preguntó a Roberto mostrándole uno de sus lápices.
—No, ése no es rojo; es rosado —contestó Roberto disgustado, porque no quería que su
hermanita lo molestara.
—¿Es éste rojo? —preguntó Susana levantando otro lápiz.
—No, no, Susana, ése no es rojo. Ese es anaranjado.
¿Dónde está mi lápiz rojo? —Susana buscó entre sus lápices. Su lápiz rojo no estaba.
—Roberto, el lápiz rojo no está aquí. Déjame usar el tuyo.
—No, tú eres muy chica para usar mis lápices. Los puedes romper. No puedes usar mi
lápiz rojo.
Y Roberto comenzó a juntar sus lápices y guardarlos.
—No los romperé —prometió Susana, pero Roberto guardó todos sus lápices en la caja.
Susana se puso a llorar. Luego extendió la mano y tomó la caja de lápices de Roberto. Al
hacerlo, los lápices salieron de la caja y se esparcieron por el suelo.
—¡Mira lo que hiciste! —se quejó Roberto y empujó a Susana. Susana se cayó hacia
atrás y se golpeó la cabeza con la esquina de la biblioteca.
En eso la madre entró para ver qué era todo ese alboroto.
—Ella me quitó los lápices —explicó Roberto.
—Roberto es malo —sollozó Susana—. Roberto no me deja usar el lápiz rojo. Yo quiero
hacer una flor linda como la de Roberto.
La mamá se sentó y puso a Susana en su regazo. Con el brazo rodeó a Roberto. Pronto
los dos le contaron lo que habla ocurrido. Entonces la mamá palpó la cabeza de Susana.
Tenía un chichón en el lugar donde se había golpeado contra la biblioteca cuando
Roberto la había empujado.
—Perdóname, Susana —dijo Roberto—. Te mostraré cómo usar mi lápiz rojo.
Pronto Roberto y Susana jugaban muy felices de nuevo, pero durante todo el día Susana
tuvo el chichón en la cabeza. Eso le recordaba a Roberto cuán rudo había sido.
Esa noche Roberto le pidió a Jesús que lo perdonara por haber sido rudo con su
hermanita, pero a la mañana siguiente ésta todavía tenía el chichón en la cabeza.
—Mamá, le pedí a Jesús que me perdonara, pero Susana todavía tiene el chichón en la
cabeza, que le duele —dijo muy triste.
—Ven aquí, Roberto y mira afuera. Quiero que veas algo —le dijo la madre, sonriendo,
mientras corría las cortinas.
— ¡Oh! —Exclamó Roberto—. Anoche nevó.
—Sí, y ¿dónde está el suelo barroso que rodeaba la casa? Ayer estaba allí.
—Se ha ido —respondió Roberto.
—Está debajo de la nieve, completamente cubierto. Roberto, Jesús hace lo mismo con
nuestros pecados. Ellos cubren completamente. Cuando le pedimos que los perdone, los
cubre, y no los recuerda más.
Roberto se quedó pensando y luego miró a la mamá.
—Jesús cubrió mi mal proceder con Susana cuando le pedí que me perdonara, así como
la nieve cubrió el patio cubierto de lodo. Ahora ya no podemos verlo.
—Es así, hijo. Tus pecados se vuelven blancos como la nieve cuando le pides a Jesús
que te perdone. Es cierto, Roberto, que tu hermanita todavía tiene el chichón en la
cabeza, pero Jesús ya perdonó tu mal proceder. ¿No te alegras de que Jesús sea tan
bondadoso que perdone nuestros errores?
En ese momento Susana se acercó a Roberto y le dijo:
—Juega conmigo, Roberto —y tomándolo de la mano lo miró con una sonrisa.
Roberto miró a Susana y luego a su madre.
Por FERN GIBSON BABCOCK
muchacho sí que tiene mal genio! -explotó Ricardo al abandonar el patio de
juegos en dirección a su casa-. Ese Donaldo Gutiérrez es el muchacho más malo de la
escuela.
-De veras -afirmó Gualterio-. Nunca he visto un muchacho tan camorrero como él. Esta
mañana venía por el corredor pegando con su portafolio a todos los que pasaban a su
lado, y cuando le dije que se cuidara de hacerlo conmigo, refunfuñó: "¡Cállate, tonto!" y
me tiró al suelo los libros que tenía sobre el pupitre. Yo lo hubiera arreglado si la Srta.
Bryan no hubiera entrado en ese momento.
-Y eso no es todo -añadió Ricardo-. En la hora del recreo se acercó por detrás a Susana,
que estaba tomando agua en el bebedero, y le apretó la cara contra la fuente, cortándole
el labio. Ella se mostró muy valiente, pero yo sé que eso duele. Me gustaría acomodar a
ese tipo.., te aseguro que lo haría.
Discutiendo todavía el asunto los muchachos llegaron a la bifurcación de sus caminos, y
se separaron.
Enrique entró saltando en la casa. Arrojando sus libros sobre el sofá, gritó:
-¿Mamá? ¡Llegué!
-Hola, querido -lo saludó su madre-. ¿Cómo te fue hoy en la escuela?
-Bastante bien -respondió Enrique sentándose en la silla alta de la cocina-. Pero ese
Donaldo Gutiérrez hace enojar a todos porque es tan malo. Siempre está pateando o
empujando o haciendo cosas por el estilo. En el recreo le pegó a un muchacho que le
sacó la pelota, y la señorita Brvan lo mandó al aula. Luego empezó a pelearse en el baño,
y cuando estábamos listos para salir de la escuela, me hizo una zancadilla en la escalera,
me pelé la rodilla. ¿Por qué es tan malo ese muchacho, mamá?
-Bueno, Enrique -respondió la madre pensativa-, creo que puede deberse a varias
razones, pero yo tengo mis propias ideas al respecto. ¿Te conté alguna vez acerca de
Baby, el mono que yo tenía en África cuando era niña?
-No, mamá. Tú me contaste de Jojo, pero no sabía que tenías dos monos.
-Sí, yo tenía dos, pero primero tuve a Babyy. Había un africano alto que acarreaba la
madera para las casas de la misión que tu abuelo construía, y cada vez que venía con la
madera nos traía una gran bolsa de ananás. Yo sabía que él buscaba la madera en las
montañas del norte, donde había muchos animales salvajes.
Un día, cuando vino a traernos los ananás, le dije:
"-Sr. Bokari.¿ ve Ud. alguna vez monos por allá en las montañas?
"- Oh, sí! -respondió sonriente-. Hay muchos por allí.
"-Si Ud. ve uno chiquito, y puede agarrarlo, ;me lo traería?"
-El hombre grande se rio -continuó diciendo la madre de Enrique.
"-Probablemente alguna vez pueda hacerlo -replicó y se fue".
-Pasaron los meses y yo me olvidé completamente de mi pedido. EI Sr. Bokari también
parecía haberlo olvidado, porque volvió varias veces y trajo ananás pero nunca mencionó
para nada los monos.
"Un día alguien llamó a la puerta, y corrí a atender. Abrí la puerta, y algo me saltó a la
cara. Grité, y mamá acudió corriendo. No pude ver lo que era, porque me cubría los ojos.
Mamá se rio y retiró una de las patas que me tapaba los ojos, para que pudiera ver, y
luego me condujo frente al espejo. Allí, colgado de mi cara había uno de los monitos más
lindos que jamás hubiera visto. Con una pata me tapaba la boca, con otra el oído, con otra
se sostenía de la nariz, y con la otra se sostenía de mi cabello. Lloraba lastimosamente, y
su blanca y peluda naricita sobresalía de su carita negra.
"Lo descolgué y lo sostuve en mis brazos mientras el Sr. Bokari me decía que no estaba
seguro de que el mono viviría porque sólo tenía una semana cuando lo agarró. Un
cazador había matado a la madre, y desde entonces el monito no había tenido ningún
alimento. Había viajado durante los últimos cinco días. Me apresuré a calentar leche para
mi nuevo bebé, ¡y cómo la bebió! Luego se arrolló y bostezó como lo hubiera hecho un
verdadero bebé, y se durmió.
"Desde entonces Baby y yo estábamos siempre juntos excepto durante la noche: porque
mi mamá insistió en que no debía llevarlo a la cama. Bajo la barbilla tenía una especie de
bolsita y cuando encontraba algún dije bonito y brillante, lo ponía en su bolsita para jugar
más tarde con él. Cuando mamá necesitaba su dedal o queríamos jugar a las bolitas,
teníamos que agarrar a Baby y apretarle su bolsita hasta que dejaba salir su contenido.
Entonces Baby charloteaba y hacía una gran alharaca tratando de recobrar las cosas que
había escupido. Era amigable y amoroso con todos excepto con las gallinas a quienes se
deleitaba en tironearle las plumas de la cola cuando se le acercaban.
"Cuando estábamos por volver a nuestra patria en goce de licencia, comencé a afligirme
por Baby. Quería llevarlo conmigo, pero debido a las leyes de aduana íbamos a meternos
en muchos problemas y gastos por sólo seis meses. De manera que dejé a Baby con otra
familia de la misión que vivía en una escuela preparatoria, y le pedí que lo cuidaran bien.
"Esta familia no tenía hijos que jugaran con Baby, pero el muchacho que los ayudaba en
la casa le daba de comer. Él y sus amigos pasaban todos los días junto a la jaula de Baby
cuando iban a la escuela y volvían de ella. Golpeaban la jaula, y Baby se acercaba a la
puerta pidiendo que lo sacaran y lo acariciaran. Pero los muchachos sólo se reían y le
hacían muecas.
"Pronto Baby comenzó a chillarles cuando pasaban cerca, y ellos empezaron a molestarlo
con palos, o a golpearle la jaula, sólo para hacerlo enojar. Les parecía una gran diversión
ofrecerle una banana y luego quitársela en el momento en que estaba por morderla. Para
deleite suyo, el mono gritaba y sacudía los barrotes de la jaula y corría enfurecido de un
lado a otro. Después de un tiempo Baby se volvió tan malhumorado y malo que nadie se
atrevía a acercarse a la jaula. Dos muchachos que se atrevieron a hacerlo, fueron
mordidos.
"Seis meses más tarde volvimos. Estaba ansiosa de ver a mi animal favorito. Corrí a la
jaula y la abrí, pero me detuve sorprendida. Baby me chilló desde la puerta mostrándome
los dientes, y de repente me saltó arriba y me mordió. No sé qué fue lo que más me dolió
si el mordiscón o el sentimiento de que Baby no me quería más. Le di una palmada bien
dada, y comencé a hablarle en una voz suave y bondadosa. Cuando finalmente me
recordó, comenzó a llorar y a gimotear y se enroscó a mis pies. Lo levanté y empecé a
acariciarlo, pero en ese momento uno de los alumnos pasó por allí y él gritó y trató de
alcanzarlo corriendo tras él hasta donde le permitió la cadena.
"Baby nunca llegó a ser el mismo otra vez. Al fin mordía a cualquiera sin razón alguna.
Con tantos visitantes que llegaban a la misión, no querían tener por más tiempo un mono
tan malo, y finalmente se lo vendimos a un africano que vivía en la selva. "Desde
entonces a menudo he pensado en Baby y en los muchachos desconsiderados que
convirtieron a un mono bondadoso y amable en un mono malo y malhumorado. Y siempre
que veo un niño como Donaldo, que parece tan malo como era Baby, creo que alguna vez
fue bueno y bondadoso. Tal vez los niños lo han vuelto así con sus bromas. ¿Le has
hecho bromas tú alguna vez?"
-Bueno -dijo lentamente Enrique-, a veces antes de empezar las clases de la mañana le
ponemos motes, pero es jugando, para que nos corra.
-Los muchachos que molestaban a Baby también sólo lo hacían por broma, Ricardo.
Cuando Uds. juegan ese juego, ¿hay otros muchachos que también persiguen a los
demás? ¿O sólo a Donaldo le toca perseguir?
-Sí, él es el que persigue siempre, pero parece que le gusta.
- ¡Oh! ... -dijo comprensivamente la madre--. ¿Qué nombres le ponen?
-lo, mamá! Lo llamamos "cabeza de zapallo"", "bobo" y "zoquete"... cualquier cosa que lo
incite a perseguirnos. Pero no lo decimos en serio. No estamos más que bromeando.
-Bueno, ¿te gustaría que un grupo de muchachos que no jugara contigo a menos que
actuaras como un matón y los persiguieras te pusiera motes semejantes todas las
mañanas?
-No -admitió Enrique-. Creo que no.
-¿No crees -continuó la madre-, que podrías volverte malo y malhumorado como Baby,
cuando lo molestaron, si nadie se mostrara amigable o bondadoso contigo?
-Supongo que sí.
La madre miró a su hijo seriamente.
-Entonces, si yo estuviera en tu lugar, ayudaría a suspender las bromas antes de que
Donaldo se vuelva malo para siempre, y procuraría encontrar lo mejor que hay en él,
oculto bajo esa aparente maldad.
-Muy bien, mamá -prometió Enrique-. Procuraré hacerlo. ¡Pero no te sorprendas si llego a
casa con un ojo negro! -Y ésa fue la razón por la cual los maestros de la escuela primaria
de iglesia comenzaron a notar un cambio en el comportamiento de los muchachos del
aula del quinto y sexto grados. Y se maravillaron al ver la diferencia que se estaba
operando en la conducta de Donaldo Gutiérrez, que parecía emerger de esa racha mala y
volverse un muchacho bastante agradable.

Por Bernadine Beatie


eso? -dijo Amelia abriendo tamaños ojos, mientras se dirigía a sus amigas
Juanita y Linda.
La luz del cruce de calle frente a la escuela se había puesto verde, y Karen, en lugar de
tomar de la mano a su hermanito Guillermo, cuyas piernas estaban dentro de soportes
ortopédicos, se mantuvo a su lado y caminó lentamente mientras Guillermo bajaba
trabajosamente de la acera para cruzar la calle. El muchachito tenía el rostro pálido y
tenso y miraba suplicante a su hermana.
-¡Yo te ayudaré, Guillermo! -se adelantó Amelia.
Karen sacudió la cabeza negativamente.
-Gracias, Amelia, pero él se arreglará solo.
-¿Por qué no puede ayudarme? -preguntó Guillermo extendiendo sus brazos hacia
Amelia.
-¡No! -dijo firmemente Karen mirando a Amelia con cierta preocupación-. Es mejor dejarlo
que camine solo. El...
Pero Amelia no se detuvo a escuchar. Se alegraba porque su hermano Daniel nunca se
había enfermado. Pero si hubiera estado enfermo, ella no lo habría tratado como Karen
trataba a Guillermo. Amelia echó la cabeza hacia atrás y cruzó rápidamente la calle para
unirse con Juanita y Linda que la esperaban.
Las niñas se quedaron observando. Una vez Guillermo casi se cayó, pero logró
mantenerse en pie. Y ni aun así Karen lo ayudó, sino que se limitó a mantenerse a su lado
hasta que Guillermo llegó finalmente al otro lado y subió a la acera.
Esa fue la razón por la cual Amelia, Juanita y Linda respondieron con un rotundo "¡No!"
cuando su compañera Berta presentó el nombre de Karen como posible candidata para
ser miembro del club Los Vecinos.
-Pero, ¿por qué? -preguntó Berta. Berta era la cuarta y única otra niña que formaba parte
del club-. Karen es nueva en el vecindario. No es muy cortés excluirla. Y yo prácticamente
le prometí que la invitaríamos a formar parte del club.
Cuando las chicas le explicaron lo que habían visto, Berta todavía se mostró indecisa.
-Yo no puedo creer que Karen fuera deliberadamente mala con su hermano.
-¡Lo vimos con nuestros propios ojos! -recalcó Amelia-. De cualquier manera, tal vez yo
apareceré como culpable, porque vivo al lado de su casa.
Después de la reunión, Amelia se dirigió lentamente a su casa. Por el rabillo del ojo vio a
Karen que estaba frente a la suya.
-Hola, Amelia -saludó Karen-. Te he estado esperando. ¡Tengo una noticia muy linda que
darte!
Amelia cambió de color. Temió que si se detenía a conversar con Karen, saldría el asunto
del club.
-Tengo que estudiar -dijo Amelia desmañadamente.
Pero mientras se apresuraba a entrar en la casa notó que Karen se entristeció. Y por
mucho que procuró hacerlo, Amelia no pudo borrar de su mente la expresión de tristeza
que vio pintarse en el rostro de Karen. Abrió el libro de geografía, pero no pudo
concentrarse. Continuamente acudía a su memoria lo que ella había dicho de Karen. Pero
si era tan fácil ayudar a su hermano, ¿por qué Karen no lo hizo?, razonó. Y así justificó su
oposición para que se la aceptara en el club. ¿Acaso lo merecía?
No obstante, Amelia recordó que al principio, recién mudados, toda la familia trataba de
ayudar a Guillermo. Y Karen hacía lo indecible por él. Guillermo no tenía más que abrir la
boca, y Karen soltaba lo que tuviera en la mano, y corría a ayudarlo. De pronto todos se
fueron por un tiempo a la ciudad, porque Guillermo necesitaba ser atendido en una clínica
especial. Regresaron justamente para empezar las clases. La verdad es que Amelia no
podía entender cómo Karen había cambiado tanto.
Amelia estaba tan concentrada en sus pensamientos, que cuando sonó el timbre dio un
salto.
-¡Mamá! -llamó Daniel-. ¡Amelía!
Amelia sonrió. Era Daniel. Él siempre tenía que saber dónde estaba cada uno.
-Mamá fue al pueblo -le dijo Amelia-. Tú tienes que quedarte en casa.
Los inquietos píes de Daniel lo llevaron escaleras arriba. Entró en el cuarto de Amelia
como una tromba.
-¿Sabes lo que la Srta. Córdoba nos dio como tarea de aritmética? -resopló.
-No, ¿qué? -preguntó Amelia.
-¡Veinte problemas y ... tan luego con fracciones! ¿Me ayudarás, Amelia?
-Sí, Daniel, te ayudaré.
Amelia se sintió mejor. Los hermanos deben ayudarse mutuamente.
Pero a la media hora Amelia, impaciente, se echó hacía atrás en su silla.
-Daniel, tú no estás prestando ninguna atención. Ni siquiera intentas resolver un solo
problema. Tú no puedes restar siete dieciseisavos de un octavo. Tienes que pedir
prestado... -dijo arrastrando la voz.
Daniel se encogió de hombros y sonrió a su hermana.
-Resuélveme los problemas. Yo copiaré las respuestas. La Srta. Córdoba no se dará
cuenta de nada.
-¡Ese sería el camino más fácil! -protestó Amelia de mal talante-. Pero eso no te haría
ningún bien. Tú tienes que aprender por ti mismo, Daniel.
Y al decir eso, Amelia recordó a Karen. De pronto cada pieza cayó en su lugar, como en
un rompecabezas.
-Daniel, tú terminas los problemas y yo revisaré luego las respuestas.
Amelia bajó corriendo las escaleras y se dirigió al teléfono. Hizo tres rápidas llamadas.
Juanita, Berta y Linda se sorprendieron, pero prometieron ir a verla inmediatamente.
Cuando las chicas llegaron, Amelia las llevó a la cocina.
-Yo.. Yo cometí un error en lo que dije de Karen confesó Amelia-. Me sucedió algo que me
ayudó a comprenderla.
Y entonces explicó rápidamente lo que le había pasado con Daniel y su aritmética.
-Como ven -terminó suavemente-, Karen estaba tratando de ayudar a su hermano para
que él se ayudara a sí mismo. Para ella hubiera sido mucho más fácil darle la mano y
ayudarle a cruzar.
-Tienes razón, Amelia -dijo Berta que ahora se sentía muy aliviada y feliz.
-Me siento un poco avergonzada -admitió Juanita.
-Yo también -añadió Linda.
-¿Está bien si voy a decirle a Karen que queremos que se una a nuestro club Los
Vecinos?
Todas estuvieron de acuerdo. A los pocos instantes Amelia regresó con Karen, cuyos ojos
brillaban de felicidad.
-Estaré encantada de ser miembro de ese club -dijo tímidamente.
-Nos divertiremos mucho -a firmó Amelia.
Karen sonrió.
-Todo lo hermoso está ocurriendo al mismo tiempo. Es lo que te iba a contar antes,
Amelia. Los médicos de la clínica dicen que, sí dejamos de mimarlo y permitimos que él
se atienda solo, Guillermo pronto podrá caminar como cualquier otro niño. Nos dijeron que
debemos enseñarle a caminar solo.
Amelia sonrió afectuosamente.
-Nosotras cooperaremos contigo, Karen. Creo que hoy todas hemos aprendido algo muy
valioso.
A juzgar por la expresión del rostro de sus amigas, Amelia se dio cuenta de que el club
tenía un nombre muy apropiado. Ahora el club Los Vecinos significaba realmente algo.

Por Elena Kelly


llamó el Sr. Ibáñez colocando el plato de comida del perro junto a la puerta de
atrás. Pero Capitán, cruza de pastor alemán con pastor escocés, no dejó oír, en
respuesta, sus alegres ladridos.
El Sr. Ibáñez silbó y llamó nuevamente !"¡Capitán! ¡Capitán, la comida!" Pero nadie
respondió.
-Mamá, es extraño. No tengo idea dónde estará -comentó el Sr. Ibáñez más bien para sí
mismo que para su esposa que estaba adentro.
-¿Qué dijiste, querido? -preguntó la Sra. Ibáñez.
-Me pregunto dónde estará Capitán. Generalmente a esta hora ya está listo para comer.
-Quizás está en alguna reunión del club, con alguno de sus amigos -dijo riendo la señora.
El Sr. Ibáñez vio a su vecino, el Sr. Campos, que estaba regando el césped.
-¿Ha visto Ud. a Capitán? -le preguntó.
> -No -respondió el vecino-. Espere un momento, preguntaré a la familia y dirigiéndose a
la llave del agua, la cerró. Entrando en la casa, volvió a los pocos instantes sacudiendo la
cabeza: -Nadie lo ha visto esta tarde.
-Voy a recorrer el vecindario con el auto --le dijo el Sr. Ibáñez a su esposa-. Tal vez se ha
ido a la otra calle.
Cuando el Sr. Ibáñez regresó a la casa, estaba oscureciendo.
-No encontré el menor rastro de él -dijo preocupado-. Si hasta mañana no aparece,
pondré un aviso en el diario.
-Mañana a primera hora llamaré al corral municipal -ofreció la Sra. Ibáñez-. Allí podrán
identificarlo por la placa de inscripción que lleva en el collar.
Pero en el corral municipal contestaron que no lo tenían ni lo habían visto.
Pasaron los días y las semanas y ningún Capitán volvió para ocupar el lugar especial que
tenía en el sofá de la sala, o para jugar con su dueño. Nadie se presentó a reclamar la
recompensa que los Ibáñez ofrecieron.
Cada día era menor la esperanza que los Ibáñez tenían de volver a ver su hermoso perro.
Finalmente decidieron conseguir otro, y con el tiempo consiguieron otro más. Pero
ninguno podía reemplazar a Capitán.
Pasaron meses y años. Capitán se había convertido ahora en un recuerdo querido con un
triste fin. A veces cuando el Sr. Ibáñez se sentaba para descansar en el patio o en el sillón
de la sala, pensaba: ¿Qué le habrá pasado a Capitán? ¿Lo habrán matado, tal vez?
¿Robado? Nunca consideró la posibilidad de que se hubiera escapado.
De pronto una noche, cuatro años después de la desaparición de Capitán, los Ibáñez
estaban sentados en la sala cuando la Sra. Ibáñez levantó la vista de la revista que
estaba leyendo y escuchó.
-Parece que alguien llegó a la puerta -dijo, levantándose para mirar.
Cuando abrió la puerta del frente, un tremendo animalazo se abrió paso, y entrando en la
sala, de un salto subió al sofá, y ocupó el lugar favorito de Capitán.
-¿Qué es eso...? -exclamó la Sra. Ibáñez y se quedó mirando asombrada.
Su esposo se puso de pie de un salto y corrió, dando apenas crédito a sus ojos.
-¿Capitán? ¿Eres tú, Capitán?
El perro levantó la cabeza para lamer la mano del Sr. Ibáñez.
Con manos temblorosas los Ibáñez examinaron muy excitados al perro, tratando de
descubrir cicatrices que les eran familiares, y las encontraron.
Era Capitán -menos su collar y su placa, y cuatro años mayor.
¿Dónde había estado? Los Ibáñez supusieron que había sido robado; pero sólo Capitán
estaba seguro de saberlo, y él no lo decía. ¡Había vuelto al hogar y eso era todo lo que
importaba!

Por Hildegard Stanley


tenía un perrito de aguas que se llamaba Chispita, que el papá le había
regalado para su cumpleaños.
Ahora, Gustavo, Chispita es tu perrito, de modo que tienes que darle de comer y ponerle
agua fresca en el plato a lo menos dos veces al día. Hace calor, y si no lo cuidas sufrirá
sed -le advirtió el papá.
-Sí, papá, lo haré -prometió Gustavo.
Al poco rato llegó Roberto, el amigo de Gustavo, con su nuevo autito a pedal. Los
muchachos fingieron que estaban manejando un gran ómnibus. Hacían ruido como hacen
los motores. Se detenían para levantar pasajeros imaginarios. Simulaban recibir monedas
de los pasajeros para pagar el boleto. Y después que hacían el viaje hasta la esquina y
regresaban, jugaban a que los pasajeros descendían del ómnibus.
Ida y vuelta iban los atareados conductores del autobús. Pero no tardaron en acalorarse y
sentir sed.
-Vayamos a la cocina para pedir a mamá que nos dé algo para beber -propuso Gustavo e
hizo que Roberto entrara en la casa, donde la madre les dio un vaso de limonada fresca a
cada uno.
-Qué rico está este refresco -comentó Gustavo cuando él y Roberto lo terminaron.
-No te olvides de dar a Chispita agua fresca para beber -le recordó la mamá.
Roberto había salido corriendo tan pronto como terminó de beber, y ya había partido con
el ómnibus rumbo a la esquina. Esta vez le tocaba a Gustavo recibir el dinero. Este saltó a
la parte trasera del autito a pedal y allí se fueron los dos hasta el final de la manzana para
que los pasajeros pudieran bajar del autobús.
Antes de mucho llegó la hora de comer. La mamá de Gustavo les sirvió un sandwich con
un gran vaso de leche fresca.
-Cuando sea grande trabajaré como conductor de ómnibus -anunció Gustavo, muy
excitado.
-¡Qué lindo! -respondió la madre.
-Conduciré con mucho cuidado y nunca tendré un accidente ni heriré a nadie-añadió
Gustavo.
-Muy bien -dijo la mamá-. No te olvides ahora de darle a Chispita agua fresca, antes de ir
a jugar otra vez. ¿Lo harás?
-Sí, mamá -respondió Gustavo.
Pero en ese momento Roberto lo llamó. La mamá de Roberto le había ayudado a cortar
pequeños redondeles de cartón, de diferentes tamaños, que simulaban monedas. Ahora
podrían jugar como si los pasajeros les entregaran dinero real para pagar sus pasajes.
-Ven -exclamó Roberto-. Ahora me toca a mí ir atrás y recibir el dinero. Yo puedo ponerlo
aquí en este bolsillo, ¿ves?
Esa tarde, cuanto el papá regresó, Gustavo corrió a recibirlo.
-¿Qué has estado haciendo hoy, hijo? -le preguntó el papá levantándolo en sus brazos y
llevándolo a la casa.
-¡Jugando a que era conductor de ómnibus! Roberto y yo manejamos su auto a pedal y
jugamos a que era un autobús grande. Cuando sea grande seré un conductor de ómnibus
-anunció Gustavo.
-Qué bien, qué bien -aprobó el papá-. Tendrás que aprender a conducir muy
cuidadosamente. Y tendrás que ser puntual, porque la gente que viaja en ómnibus tiene
que ir a la escuela o al trabajo, y quiere llegar a tiempo.
-Sí, yo seré puntual -dijo Gustavo confiadamente.
Cuando entraron en la casa, el padre dijo en voz bajita:
-Espero que haya algo bueno y fresco para beber. Ha sido un día muy caluroso y tengo
mucha sed.
La madre notó que estaban cuchicheando y dijo:
-Papá, tengo para ti un lindo jugo de naranja fresco, pero a ti, Gustavo, antes de darte
algún jugo, quiero hacerte una pregunta. ¿Le has dado hoy a Chispita agua fresca?
Gustavo pensó por un momento y luego sacudió la cabeza.
-Me olvidé.
-Ven conmigo, Gustavo -dijo la madre tomándolo por la mano y conduciéndolo al patio
donde Chispita tenía su corralito. Allí estaba Chispita con la lengua afuera. Tenía mucha
sed. Y junto a él tenía el plato del agua. Pero ¡estaba seco...¡ No tenía una gota de agua!
-¡Pobre Chispita! -dijo la madre-. Ha estado con calor y sed toda la tarde. Hoy tú recibiste
una linda limonada fresca, leche fría para la hora de la merienda y varios vasos de agua
fresca durante el día. Chispita tuvo que estar encerrado en su corralito sin que nadie
le diera un sorbo de agua.
Esa noche, cuando llegó la hora de la historia, el papá le habló a Gustavo de la necesidad
de ser responsable. Gustavo no entendía lo que quería decir esa palabra, pero el papá le
explicó que significaba hacer los trabajitos que se le encargaban a uno sin que nadie
tuviera que recordárselos vez tras vez.
-Si mamá no fuera responsable, no tendríamos nuestra buena comida cuando sentimos
hambre. Tampoco tendríamos ropa limpia que ponernos. Mamá te dijo varias veces que le
dieras de beber agua a Chispita. Tú no eres responsable y le hiciste pasar sed a Chispita
todo el día.
-Gustavo, en la Biblia hay un texto que dice: "El que es fiel en lo muy poco, también en lo
más es fiel" -continuó el papá-. Esto significa que, si somos cuidadosos para realizar
nuestras pequeñas tareas debidamente, adquiriremos buenos hábitos y cuando seamos
grandes podrán depender de nosotros para que hagamos cosas más importantes.
¿Entiendes?
-Sí -replicó Gustavo-. Eso significa que si yo quiero llegar a ser un buen conductor de
ómnibus, cuando sea grande, tendré que aprender a cuidar debidamente de Chispita
ahora.
-¡Correcto! -dijo el papá, arrojando a Gustavo en el aire y recibiéndolo en sus brazos-.
Vayamos ahora y preparémonos para ir a la cama.

Por LAWRENCE MAXWELL


pasaba en la última hilera de asientos. En la reunión había muchos niños y yo
estaba dirigiendo el servicio de canto. Casi todos cantaban muy bien, menos los de la
última hilera.
Los muchachos de esa fila estaban tan atrás que yo no podía ver bien quién era el que se
estaba portando mal, pero daba la impresión de que los que causaban más problema
eran tres muchachos que estaban sentados juntos.
En el medio de un canto me fui hasta el fondo por el pasillo y les hice señas a los tres
muchachos de que pasaran adelante y ocuparan tres asientos vacíos que había cerca del
frente.
Ocuparon los asientos que les indiqué, y el servicio de canto continuó sin interrupción.
Pero mientras seguimos cantando, no perdí de vista los tres muchachos y noté una cosa
muy interesante.
Dos de ellos estaban sentados allí con una sonrisita significativa, esperando la
oportunidad de hacer alguna otra cosa tan pronto como diera la espalda.
Pero no ocurría lo mismo con el tercer muchacho.
Estaba allí sentado, inmóvil, con una expresión de tristeza en el rostro, y varias veces me
pareció que se iba a echar a llorar.
Era evidente que ese muchacho no merecía ser castigado. Quería ser bueno y trataba de
serlo. Y yo creo que era bueno.
Los que habían estado causando todo el problema allá atrás eran los otros dos
muchachos, y no éste.
Quise hablar con él después de la reunión, pero cuando terminó, se fue enseguida, y no
tuve oportunidad de hacerlo.
Desgraciadamente no sé cómo se llama. Pero si alguna vez tengo la oportunidad de
hablarle de nuevo, le voy a decir cómo me sentí. Y luego le voy a hacer una sugestión:
"Mantente lejos de los muchachos malos".
Porque, como ves, si nos juntamos con personas de mal proceder, aunque no tengamos
la intención de hacer lo que ellos hacen, tarde o temprano nos veremos en dificultades y
seremos castigados por lo que no merecemos.
Así ocurrió con otro muchacho que conozco, llamado Lorenzo. Nunca robó un automóvil.
Pero se juntaba con muchachos que pensaban que era divertido usar automóviles que no
les pertenecían para dar una vuelta a la manzana. Una noche en que Lorenzo estaba
sentado con sus amigos en uno de esos carros robados, llegó la policía. Lorenzo fue
mandado a la cárcel por un año. Yo fui a visitarlo allí.
Juanita no tenía la intención de desobedecer a sus maestros. Pero siempre jugaba con
Arlene y María, aun cuando su madre le había dicho que no lo hiciera. Un día Arlene y
María decidieron ir al pueblo a mediodía, sin permiso. La invitaron a Juanita a
acompañarlas, y ella accedió. Cuando volvieron a la escuela, Juanita fue castigada con
las otras dos. Había descubierto demasiado tarde que las personas buenas que juegan
con las malas a menudo reciben el castigo con ellas.
Espero que aquel muchacho cuyo nombre nunca tuve la oportunidad de conocer, la
próxima vez que venga a una reunión, se siente con los muchachos buenos para que, en
lugar de recibir el castigo que no merece, reciba el encomio que merece.

Por BÁRBARA VESTPHAL


trabajaba para una gran compañía petrolera de Aruba, en las Antillas
Holandesas.
Quería ser bautizado, pero cada vez que pedía el sábado libre a su jefe, éste se lo
negaba.
Pasaron cinco años, y cada sábado se sentía desdichado porque deseaba asistir a la
escuela sabática y a la iglesia. Pero no quería perder su trabajo, porque tenía la
responsabilidad de velar por su esposa y sus hijos.
Un día fue a ver al misionero y le preguntó qué debía hacer. El pastor Hamm le dijo que
volviera a pedir el sábado libre y si se lo rehusaban, que el sábado no se presentara al
trabajo, pero que volviera el lunes.
—No abandone su trabajo —le dijo el misionero—. Siga volviendo. La compañía no puede
despedirlo antes de tres semanas.
De acuerdo con las leyes de Aruba, un empleado no puede ser despedido de su trabajo
sin que se le den tres avisos y los avisos deben darse con una semana de intervalo cada
uno.
Como el capataz rehusó darle el sábado libre, el Sr. Putten no se presentó a trabajar el
sábado. Cuando volvió el lunes de mañana, su tarjeta no estaba entre las demás. El
preguntar por ella al jefe, éste le respondió:
—Ud. ha abandonado su trabajo.
— ¡Oh, no! Yo no abandoné mi trabajo. No voy a dejar un buen trabajo que tengo desde
hace doce años.
—Bueno, Ud. no tendrá trabajo hasta el miércoles.
Eso significó que el Sr. Putten trabajó esa semana solamente el miércoles, el jueves y el
viernes. De modo que no le pagaron el lunes y el martes, los días que no trabajó. El
sábado volvió a asistir a la escuela sabática. El lunes de mañana, de nuevo no encontró
su tarjeta. Esta vez el jefe le dijo:
—No tendrá trabajo hasta el jueves. De manera que esa semana sólo trabajó el jueves y
el viernes. Pero el sábado asistió de nuevo a la escuela sabática, por tercera vez.
El lunes fue a ver al administrador y le presentó su problema.
—Me gustaría poder ayudarlo —le dijo el administrador—, pero no tenemos trabajo para
un hombre que no puede venir el sábado.
—Uds. tienen un trabajo en el cual yo podría tener el sábado libre —le respondió el Sr.
Putten.
—¿Cuál?
—La conserjería.
—¡Oh pero Ud. no va a estar dispuesto a barrer y fregar por sólo nueve guilders al día,
después de haber estado ganando catorce guilders, en un trabajo mucho mejor. (El
guilder es una moneda holandesa.)
El Sr. Putten sabía que con nueve guilders al día apenas le alcanzaría para la comida,
pero le contestó:
—Estoy dispuesto a trabajar por nueve guilders al día si así puedo guardar el sábado de
Dios.
—¡Entonces Ud. debe estar loco, y no tenemos trabajo para locos! ¿Tiene familia?
— ¡Claro que sí!
Al oírlo el administrador se enojó de veras y le ordenó al Sr. Putten que se retirara
inmediatamente de su oficina.
—Ud. está loco de remate —le gritó. Pero mientras el Sr. Putten se alejaba lentamente
por el vestíbulo, el administrador volvió a llamarlo.
—No le tengo lástima a su esposa, porque ella también debe estar loca o de lo contrario
no se hubiera casado con Ud. Pero lo siento por sus chicos. Ud. puede trabajar en la
conserjería por nueve guilders al día y tener el sábado libre, si lo quiere.
¿Puedes imaginarte lo que ocurrió después de eso? El Sr. Putten trabajó un solo día en la
conserjería, porque entonces el administrador le pidió al jefe del Sr. Putten que le
permitiera volver a su antiguo trabajo con el sábado libre. Entonces el jefe lo llamó de
vuelta a su trabajo, y el administrador le dijo:
—Le pagaré catorce guilders por el día que trabajó en la conserjería, y su paga completa
también por esos lunes, martes y miércoles que le dijimos que no había ningún trabajo
para Ud.
De manera que, ya ves, cuando por fin el Sr. Pinten se animó, después de cinco años, a
mantenerse firme en la observancia del sábado, Dios lo ayudó.
Por Felipe Pollett
unos pocos días para Navidad. Las luces de colores brillaban por los
ventanales adornados. La música de Navidad y la risa de los niños creaban una
atmósfera de felicidad en la noche. Y Linda estaba otra vez recolectando.
Linda tenía ocho años y siempre le gustaba salir a recolectar con su madre y su hermano
Ricardo, de trece años. Hacía ya tres años que salían juntos y la gente era bondadosa
con ellos, y a Linda le gustaba ver cómo la gente sonreía cuando ellos hablaban de
ayudar a otros con su dinero.
Linda vivía en un barrio donde había muchas casas de apartamentos. Todas las noches
cuando salían a recolectar, Ricardo visitaba los apartamentos del segundo piso, mientras
que Linda y su madre visitaban los del primer piso.
En esa noche precisamente justo antes de Navidad, los tres estaban recolectando, habían
recibido ya una buena suma de dinero para Jesús.
Mientras los tres se dirigían hacia otra casa de apartamentos notaron que era bastante
oscura. Algunos de los apartamentos estaban desocupados, y el edificio quedaba
bastante alejado de la calle. La madre dijo que no debían pasar por alto a nadie, de modo
que fueron para visitar a los pocos inquilinos que había allí.
En ese momento un grupo de muchachos grandes se acercaron a Linda y a su madre.
Hacían mucho ruido, y Linda tuvo un poco de miedo. Los muchachos pasaron a Linda y a
su madre y luego subieron al piso de arriba donde Ricardo estaba trabajando. Después
regresaron, y se quedaron mirando a Linda y a su madre. Entonces volvieron nuevamente
adonde estaba Ricardo. Miraban continuamente las alcancías donde llevaban el dinero.
No había ninguna otra persona por allí, y Linda se preguntaba si los muchachos podrían
hacerles daño o robarles el dinero de la alcancía. De pronto un hombre bien vestido que
llevaba un portafolio, se acercó a Linda y a su madre. Parecía muy amigable. La madre le
habló de la recolección, y también le mencionó a los muchachos grandes. El caballero
subió al segundo piso donde estaban los muchachos y les preguntó qué deseaban. Luego
les dijo que abandonaran el edificio. Caminó con los muchachos hasta la calle, y siguió
con ellos por la acera, durante un largo trecho. Los muchachos desaparecieron y también
desapareció el caballero bien vestido. Ni Linda ni su madre supieron jamás de dónde
vinieron los unos o el otro, ni tampoco por qué habían ido a la casa de apartamentos
donde ellos estaban recolectando. Pero de lo que Linda estaba segura era de que Dios
los había protegido. Y ella sintió tanta gratitud que allí mismo le agradeció a Jesús por
haberlo hecho.

Por Wilma Baywell


y Guillermo cruzaron corriendo el galpón mientras Susana, la hermana de
Guillermo, jugaba en el patio. Ella oyó cómo los muchachos se reían y gritaban. En eso
oyó que Guillermo la llamaba:
-Susana, ven a jugar con nosotros en el heno.
A Susana le encantaba jugar con Guillermo y Tomás, de modo que corrió al galpón.
-Sube acá -la llamó Guillermo desde la parte superior del galpón, donde se guardaba el
heno-. Voy a tirar una gran pila de heno, y luego nos turnaremos saltando sobre la paja.
Esa era una de las cosas que más le gustaban a Susana: saltar entre la paja que tenía un
olor tan agradable. Pero en el momento en que estaba por ascender la escalera para
tirarse sobre el montón de heno, su hermana llamó:
-Susana, mamá está lista.
-¡Oh! -protestó Susana-. Mamá va a visitar a la ancianita Rodríguez y me pidió que la
acompañara.
-¡Muy bien! Puedes jugar con nosotros cuando regreses -le aseguró Tomás.
-Me gustaría ser muchacho -siguió protestando Susana-. Uds. nunca tienen que ir a visitar
ancianos.
Y diciendo así salió corriendo del galpón mientras se sacudía la paja que tenía en el
vestido. Sabía que no debía hacer esperar a la mamá.
La mamá y Susana entraron en el automóvil y pronto estuvieron en la carretera. Susana
no podía olvidarse de cuánto se hubiera divertido jugando en el montón de paja. Le
disgustaba mucho visitar a personas ancianas. La hacía sentir triste y a veces tenía que
quedarse sentada sin hablar una palabra durante un largo rato.
Finalmente la madre salió de la carretera y entró por un camino de tierra y por fin llegaron
a una casita.
En el momento en que Susana salía del automóvil, salió de la casita un joven.
-Hola, Alberto -dijo la mamá-. ¿Cómo está hoy tu mamá?
-No está muy bien -respondió él-. Me parece que se siente muy sola. Yo no puedo
acompañarla mucho. En esta época del año hay mucho que hacer en la huerta.
-Sigue con tu trabajo. Hoy Susana y yo nos encargaremos de tu mamá.
El interior de la casa estaba oscuro y mal ventilado. Las cosas estaban bastante
desordenadas. En un rincón de la habitación Susana vio a una anciana en cama. No
parecía sentirse muy feliz.
Susana tampoco lo estaba. Odiaba tener que estar adentro en un día tan hermoso. Pero
el tener que estar en una casa sucia, con una anciana molesta, casi la hizo llorar.
La mamá le explicó a la Sra. Rodríguez que ella y Susana habían ido ese día para que
Alberto pudiera terminar su trabajo en la huerta.
-Me alegro de verla a Ud. y su hermosa hijita -dijo la Sra. Rodríguez con una sonrisa-.
Pero me avergüenzo que hayan encontrado la casa en esta condición. Alberto procura
mantenerla limpia y ordenada, pero no alcanza a hacerlo todo.
-No importa -le aseguró la mamá-. Susana y yo no tardaremos en arreglar todas las
cosas. Recuerdo cuán limpiecita mantenía su casa antes de que se enfermara.
La mamá abrió la ventana para que entrara sol y aire, y le pasó a Susana una escoba.
Esta se alegró de tener algo que hacer. Barrer era el trabajo que hacía regularmente en la
casa, y pronto tuvo el piso barrido. Además trató de ordenar todo lo que estaba allí fuera
de lugar.
-En el patio de atrás hay flores muy bonitas -dijo sonriendo la Sra. Rodríguez-. ¿Quisieras
por favor recoger algunas para mí?
Susana sintió pena por la Sra. Rodríguez, y se sintió avergonzada por lo que había
pensado.
-Con todo gusto -dijo.
¡Cuán bueno le pareció el aire fresco cuando salió de la casa! Se sintió muy feliz porque
no estaba enferma y en cama.
Recogió un gran ramo de crisantemos amarillos y algunas rosas tardías. Las rosas eran
muy perfumadas. Susana aspiró el aroma.
-Nunca he visto flores tan hermosas -exclamó. Alegrarán el cuarto de la Sra. Rodríguez.
Cuando abrió la puerta se dio cuenta de que la mamá había estado muy ocupada. La Sra.
Rodríguez estaba sentada en la cama. La cama estaba recién hecha, y la madre había
encontrado una linda sobrecama para cubrirla. Todo estaba desempolvado y bien
arreglado.
Al ver las flores la Sra. Rodríguez sonrió.
-Gracias, querida. Tú sabes cómo arreglar las flores.
-Algún día tendré un jardín tan hermoso como el suyo -respondió Susana.
-Yo te daré algunos bulbos y semillas de mis flores mejores -le prometió la Sra.
Rodríguez-. ¿Por qué no recoges un ramo de flores para llevar a tu casa?
-Ud. es muy amable -dijo la mamá-. Ahora, Susana, ayúdame a preparar el alimento que
trajimos.
Pronto cada una de las tres tenía un plato de sopa caliente y la Sra. Rodríguez tenía una
expresión muy feliz en su rostro.
-Esta sopa es deliciosa. Mi hijo no es muy buen cocinero.
-Dejaremos el resto de la comida para calentarla más tarde -explicó la mamá recogiendo
los platos vacíos.
Susana y la mamá permanecieron toda la tarde conversando con la Sra. Rodríguez. Ella
les contó muchas historias de cuando era niña, y Susana se sorprendió cuando la mamá
dijo que se estaba haciendo tarde y debían regresar a casa. En realidad el tiempo se
había pasado volando.
En su camino de regreso, Susana miró las flores que había recogido, y pensó que
después de todo, el día había sido bueno.
-Estoy orgullosa de ti -dijo la mamá-. Ayudaste a hacer un poco más feliz la vida de la Sra.
Rodríguez.
-Me alegro por haberte acompañado, mamá -admitió Susana-. Realmente fue más
divertido que jugar con Guillermo y Tomás en el galpón. Y además, ahora sé qué es lo
que hace más feliz a la gente.

Por Kenneth Wilson


caminó decididamente por el sendero que conducía a la casa de la Sra. Frazer.
Con una alegre expresión de confianza, llamó a la puerta.
La Sra. Frazer, que estaba mirando a través del visillo, por la ventana del frente, se
preguntó cuando lo vio entrar qué misión traería a ese desconocido hasta su casa.
Cuando el jovencito llamó, ella abrió la puerta.
-¡Buenas tardes! -la saludó Tomás con una sonrisa amable-. Estoy vendiendo estos
buenos libros a mis vecinos -explicó, levantando cuatro libros encuadernados en rústica,
en colores, y añadió:
-Estos libros contienen un mensaje maravilloso y el juego cuesta sólo un peso. (Esto
ocurrió hace años, en el tiempo cuando una vez por año, los muchachos y las chicas, y
también las personas mayores, vendían libros para la Semana Grande.)
-Pero yo ya tengo muchos libros para leer --objetó la Sra. Frazer-. No necesito más.
-Bueno, entonces -insistió el joven vendedor-, permítame que le ofrezca este folleto.
-¡Oh, también tengo muchos folletos!
-Pero éste es diferente. Tenga la bondad, señora, recíbalo.
-Le diré lo que haré. Únicamente para complacerlo, recibiré el folleto y además lo leeré
para ver por qué piensa que es tan importante -dijo, y lo recibió.
Tomás le agradeció cortésmente y luego se fue. No tenía la menor idea de la maravillosa
cadena de acontecimientos que esa visita iniciaría.
La Sra. Frazer sabía que su esposo, que era ministro de una iglesia popular, no aprobaría
su decisión de leer un folleto publicado por otra denominación, pero algo la había inducido
a aceptarlo, y lo que es más, había prometido leerlo, sin realmente entender por qué lo
había hecho. Y como lo había prometido, ahora debía cumplirlo.
De modo que se sentó, y leyó de principio a fin el folleto que acababa de recibir, de la
serie La Verdad Presente. El mensaje que ese folleto presentaba, conmovió su corazón.
No se discutía en él ninguna doctrina religiosa, sino que se hacía un ferviente llamado a
una vida moral sana y sencilla, y lo que allí decía estaba basado en la Biblia. La Sra.
Frazer no sabía que el folleto era editado por los adventistas.
Cuando el Sr. Frazer regresó a la casa, la señora le contó que había encontrado un
material muy bueno para sus sermones.
-¿Qué quieres decir con eso de que has encontrado un material muy bueno para mis
sermones?
-Mira, está en este folleto que hoy me dio un muchacho -dijo la Sra. Frazer y le mostró el
folleto a su esposo-. Nunca te he oído a ti ni a ninguno de nuestros ministros predicar
sobre este tema, y es algo que la gente necesita oír.
-Tú no debieras leer folletos que se reparten por ahí -la reprochó su esposo, el ministro-.
Dámelo.
El Sr. Frazer tomó el folleto, lo leyó, y le gustó. El próximo domingo, cuando predicó a su
congregación, basó su sermón en el contenido de ese folleto. Y eso no fue todo. Escribió
luego a los editores y les pidió que, si tenían, le mandaran más material como ése.
Llegaron mis folletos de la serie La Verdad Presente, y él los leyó, y también los usó para
sus sermones. Naturalmente, para cerciorarse de que todo lo que el folleto decía estaba
bien, siempre lo verificaba muy cuidadosamente con su Biblia. Pero algunos de sus
feligreses no tardaron en darse cuenta de las nuevas y extrañas ideas que se estaban
presentando desde el púlpito de su propia iglesia, y antes de mucho se lo llamó ante un
concilio donde se lo acusó de predicar "adventismo".
Mientras tanto la Sra. Frazer estaba leyendo cuidadosamente algunas publicaciones que
desde hacía mucho tiempo tenían en la casa, pero a las cuales nunca les habían prestado
mayor atención. La biblioteca de su esposo estaba llena de libros, y su escritorio tenía
pilas de folletos y revistas publicados por su propia denominación, y la Sra. Frazer
comenzó ahora a estudiarlos y a compararlos con las Escrituras y. como resultado,
empezó a descubrir que algunas de las doctrinas que se presentaban en esas
publicaciones no estaban de acuerdo con la Biblia. Y algunas, hasta se oponían a las
Sagradas Escrituras. El Sr. Frazer ignoraba que su esposa estaba llevando a cabo esa
investigación.
Cierto día la Sra. Frazer le hizo una pregunta a su esposo concerniente a una de las
doctrinas de su iglesia.
-No estoy seguro acerca de eso -le contestó él.
_¿Quieres decir que tú no sabes lo que nuestra iglesia enseña al respecto? -le reprochó
su esposa-. Yo me avergonzaría de admitir que habiendo sido ministro durante veinte
años, no sé lo que hay en nuestros propios libros.
El resultado de esa conversación fue que el ministro, que era sincero, siguió el ejemplo de
su esposa y comenzó a comparar las doctrinas de su iglesia con la Biblia. Y al igual que
su esposa él también descubrió inconsistencias y contradicciones. Pero sintió que era su
deber predicar los hechos así como los encontraba en la Biblia. Por esa razón se lo llamó
ante el concilio para dar cuenta de su proceder.
Pero como él estaba seguro de su posición, no tenía la menor intención de retroceder. No
queriendo perder a un buen obrero, sus superiores lo dejaron al frente de la iglesia, pero
con la recomendación de que ajustara su predicación a las normas denominacionales.
Con el transcurso de las semanas, y a medida que continuaban estudiando, los Frazer se
convencieron aún más de que la iglesia a la cual pertenecían no seguía la Biblia.
Resolvieron pues pedir que se los borrara de la lista de miembros. Vivieron entonces un
largo período de incertidumbre. Domingo tras domingo, el ministro y su esposa, que ahora
no pertenecían a ninguna iglesia, asistían a diferentes iglesias, esperando
constantemente encontrar una que siguiera fielmente la Palabra de Dios.
Una noche el Sr. Frazer notó que en un terreno baldío se había levantado una gran carpa.
Deteniéndose frente a la misma leyó los carteles en los cuales se anunciaba el comienzo
de una serie de reuniones religiosas. Tomó también un volante que un joven le ofreció.
Luego se dirigió a su casa, determinado a asistir a las reuniones desde el mismo
comienzo.
-Tú no irás a esa carpa de reavivamiento de esos fanáticos, ¿no es cierto? -quiso saber la
Sra. Frazer-. ¿Qué denominación la patrocina?
-Yo no sé -dijo el Sr. Frazer-, pero iré. Si ellos tienen la verdad, yo la quiero. Si ellos no
siguen la Biblia, lo sabré, y no tendré nada más que ver con ellos.
Y así fue como noche tras noche, con la Biblia en la mano, el Sr. y la Sra. Frazer se
sentaban en las primeras hileras de asientos de la carpa. Y día tras día estudiaban
cuidadosamente y con oración las verdades que escuchaban. Y siempre encontraban que
la Biblia apoyaba lo que el predicador presentaba.
Y como ocurre siempre en las reuniones de evangelización de los adventistas del séptimo
día, ocurrió también en esa oportunidad, y a su debido tiempo, surgió la verdad del
sábado. Al principio el Sr. Frazer se enfureció al pensar que había sido engañado durante
tanto tiempo por el que ahora había venido a descubrir que era un "predicador
adventista". Pero cuando la Biblia continuó verificando los temas que se presentaban, su
furia se tornó en confusión.
-Escúchame, Juan Frazer -le dijo una noche su esposa-. No tengo la menor intención de
que ese predicador me haga una "adventista". ¡Para mí se acabó!
-Alicia, querida -respondió con toda calma el Sr. Frazer-, yo sé que todo esto es muy
desconcertante. Pero recuerda, nosotros dejamos una iglesia porque creíamos que no
seguía la Biblia. Durante meses hemos estado buscando una iglesia cuyas enseñanzas
se funden en las Escrituras. Hasta este momento no hemos encontrado un solo punto en
el cual este predicador "adventista" haya estado en desacuerdo con la Biblia. Venga lo
que viniere, me he propuesto seguirlo mientras él se mantenga de parte de la Palabra de
Dios.
Después de quedar pensando un momento, en silencio, su esposa le dijo:
-Tienes razón, Juan. Te acompañaré.
De una decisión como ésa, sólo podía esperarse un resultado. Los Frazer fueron
bautizados y llegaron a ser miembros de la iglesia remanente de Dios.
Algunos años después les tocó asistir a un servicio de graduación de una de nuestras
grandes escuelas secundarias. Allí, para su sorpresa, la Sra. Frazer reconoció al
muchacho que le había llevado el folleto de la serie La Verdad Presente. Después del
servicio de graduación, ella fue a saludarlo, pero el joven no la recordaba, y casi se había
olvidado del incidente. Pero experimentó una gran alegría cuando se enteró de las cosas
buenas que habían ocurrido como resultado del folleto que él le entregara a esa señora,
cuando él tenía doce años.

Por Jacqueline Rowland


oído hablar alguna vez del perezoso de tres dedos? Este animal extraño se cuelga
con sus brazos largos de la rama de un árbol de la selva. Vive en las selvas de la América
del Sur.
El perezoso vive una vida como quien dice al revés, colgado de su árbol favorito. No tiene
que ir muy lejos para buscar su alimento. Sencillamente come las hojas de los árboles de
la familia cecropia (imbaula, ambuba o candelabro de brazos) en los cuales le gusta
colgarse.
En la selva donde vive el perezoso, llueve la mayor parte del tiempo, aun con sol. Eso no
molesta en lo más mínimo al animal. ¿Crees que desciende del tronco para refugiarse en
un lugar seco? De ninguna manera. Se queda colgado y deja que la lluvia le caiga
encima. Después de un tiempo le crece en el pelo una especie de alga que le da un color
ligeramente verdoso de modo que parece parte del árbol. Esa piel mohosa lo protege de
tal manera que sus enemigos rara vez lo molestan.
Es cierto que el perezoso puede caminar y nadar como los demás mamíferos, pero la
mayor parte del tiempo elige la forma más fácil, que es colgarse cabeza abajo. No es
difícil ver por qué el perezoso tiene fama de ser holgazán, lento, y casi tonto. Los demás
animales casi no se dan cuenta de su presencia a menos que lo oigan gritar: "¡Ei! ¡Ei!"
que es su llamada de auxilio.
A mí no me gustaría ser un perezoso, ¿y a ti? ¿No crees que la vida es más interesante
para un animal como el castor? La palabra "perezoso" describe a alguien que es holgazán
o que se mueve muy lentamente y que nunca termina de hacer las cosas. En Hebreos 6:
12 dice: "No os hagáis perezosos".

Por Enid Sparks


muchos años, en un país donde vivía un niñito llamado Pierre, el rey decretó que
no se le permitiría a nadie tener la Biblia. Para poner en vigencia esa ley, se enviaron
funcionarios del gobierno y sacerdotes que iban por las aldeas para registrar las casas de
la gente y confiscar todas las Biblias que se encontraban. Una vez juntadas, se las levaba
a la plaza pública, donde eran quemadas en una gran fogata.
Había muchos que amaban su Biblia y no estaban dispuestos a que se la quemaran.
Entre ellos estaban Pierre y su familia. "La Biblia es nuestro mayor tesoro", solía decir
Pierre. Aunque eran pobres y tenían que trabajar muy duro para cultivar las verduras en el
suelo pedregoso de su granja, Pierre y su hermana Andrea se consideraban acaudalados
porque poseían una Biblia.
Un día Pierre oyó las noticias de que se estaban destruyendo las Biblias. Esa noche,
cuando la familia se reunió para el culto vespertino apenas podían contener las lágrimas.
Cuando el padre abrió el Sagrado Libro para leer, Pierre exclamó:
-¿Cómo haremos para que las autoridades no quemen nuestra Biblia?
Por un momento el padre guardó silencio. Tomó la Biblia de la mesa en torno a la cual la
familia se había sentado y la acercó a su corazón.
-Yo no sé, Pierre. Yo no sé -suspiró.
Andrea oyó la conversación que mantuvieron su hermano y su padre. Sus oscuros ojos se
agrandaron por la sorpresa.
-¿No podemos esconder la Biblia? ¿No sería bueno uno de nuestros colchones de paja
para ocultarla?
Sus padres sacudieron la cabeza.
-No, Andrea -dijo la madre-. Los funcionarios del gobierno están abriendo los colchones y
las almohadas de paja en la otra aldea. Algunos llegan hasta hacer huecos en las paredes
de las casas si sospechan que en ellas hay algún escondite.
Pierre tragó saliva.
-Entonces, ¿qué haremos? -dijo con voz temblorosa.
-Oraremos -respondió el padre con voz suave-. Dios nos aconseja en su Santa Palabra
que debemos escudriñar las Escrituras. Sin la Biblia no podemos hacerlo. Estoy
convencido de que Dios quiere que tengamos su Santa Palabra; así pues, pidámosle esta
noche que nos muestre la forma de conservarla.
La madre y los niños estuvieron de acuerdo con ese plan. Todos se arrodillaron y el padre
comenzó a orar. Cuando terminaron las oraciones Pierre se sentía más feliz.
Tenía la impresión de que Jesús les ayudaría a encontrar una forma de guardar su mayor
tesoro. Y pensando en eso se durmió.
Al día siguiente, después de desayuno, el padre no fue a trabajar al campo como
acostumbraba hacerlo. En cambio fue a un cuarto que estaba en la parte posterior de la
casa, donde solía hacer algunos trabajos de carpintería. Pierre le acompañó mientras la
mamá y Andrea lavaban la loza del desayuno y limpiaban la casa, y observó que el papá
tomó una tabla y de ella cortó un redondel.
-¿Alguna persona de la aldea pidió un banco? -preguntó Pierre.
El padre sonrió.
-No. Se ha pedido un banco pero nadie de la aldea lo ha hecho.
En ese momento Andrea llamó Pierre.
-Ven, hermano, estarnos listos para ir al campo.
Pierre salió, pero quedó pensando en las palabras que el padre había dicho. Durante todo
el día él Andrea y la madre trabajaron en el campo arrancando las malas hierbas que
crecían con las plantas buenas. Antes de la puesta del sol se dirigieron a la casa.
El padre estaba a la puerta para darles la bienvenida. Rodeó con sus brazos a la madre y
a los niños y los condujo adentro.
Una sorpresa -dijo y señaló e rincón más alejado del cuarto donde estaba el nuevo banco.
Pierre miró el banco que había insumido todo el día de su padre
-¡Es lindo! ¿Es nuestro?
-¡Claro que es nuestro! -replicó el padre,, haciéndole una guiñada a Pierre.
Pierre notó que el padre se sentía tan feliz con ese banco, que él también se sintió
contento. Pero en realidad no le pareció que necesitaban un nuevo banco en la casa
Cuando llegó la hora del culto, el padre parecía estar más excitad que nunca. Le pidió a la
madre que colgara una colcha en la ventana que daba al frente de la casa. Entonces él
cruzó la habitación con el nuevo banco en su mano. Pero en lugar de colocarlo en el suelo
para sentarse, lo dio vuelta y lo colocó sobre sus rodillas.
-Papá, ¿qué vas a hacer? -preguntó Pierre..
Antes de contestar, el padre sonrió.
-Voy a leer de la Biblia -dijo y empujó suavemente una de las tablas que estaban en la
parte interior del banco. Cuando esta se deslizó, en la parte hueca del taburete quedó al
descubierto la Biblia. Mientras todos observaban, el padre paró de nuevo el taburete
sobre sus patas, pero la Biblia estaba bien asegurada de modo que ni se movió.
-qué inteligente! -exclamó maravillada la madre-. ¿Cómo se te ocurrió pensar en eso,
papá?
-Nunca se me hubiera ocurrido algo así si Dios no hubiera contestado nuestras oraciones
de anoche -replicó el padre-. Él nos reveló
la forma de conservar el Santo Libro.
Al día siguiente, en el momento en que la familia regresaba del campo, llegaron los
soldados. Arrancaron las frazadas de las camas, abrieron los colchones de paja. Sacaron
de las alacenas todos los platos y las ollas. Probaron todas las tablas del piso para
descubrir si había alguna tabla floja. Hasta sacudieron el taburete. Luego uno de los
funcionarios se sentó sobre el banquillo mientras dirigía a los otros en la pesquisa.
Finalmente los funcionarios dijeron:
-Aquí no hay ninguna Biblia.
Y luego se fueron.
La familia sabía ahora que su Biblia estaba a salvo. Trabajaron arduamente para limpiar la
casa antes de celebrar el culto vespertino. Entonces cada uno de los miembros de la
familia agradeció a Dios por haberles ayudado a salvar su mayor tesoro.
No mucho tiempo después, el padre llegó a la casa con algunas noticias maravillosas.
Antes de mucho la familia tendría la oportunidad de viajar a América.
La madre no pudo retener las lágrimas de gozo.
La familia de Pierre se estableció en Pensilvania. Durante muchos años los miembros de
esa familia mostraban a sus amigos la Biblia que habían salvado ocultándola en un
taburete.

Por Moeita Burch


-sonó la voz severa de la mamá, de modo que Eloísa cortó por la mitad el
pedazo del pastel antes de llevárselo a la boca. Pero antes de comerlo, levantó la vista y
vio que la mamá todavía la estaba mirando. No le quedó otro remedio que poner el
pedazo de nuevo en el plato y cortarlo otra vez por la mitad. "Este es bastante chico",
pensó.
No era que Eloísa fuera glotona; pero le gustaba servirse bocados grandes. Todo lo que
la madre hacía le sabia a gloría. Y cuanto más grande fuera el bocado tanto mejor le
sabía.
-Como te he dicho tantas veces, querida, sí tú te sirves bocados pequeños y los masticas
bien, verás que el alimento tiene un gusto delicioso -le explicó la mama.
-Lo he probado, mamá. El alimento sabe muy bien, pero en esa forma uno demora
demasiado para comer.
La carita generalmente alegre de Eloísa se puso un poco sería.
En eso sonó el teléfono y la madre fue a atenderlo. Aprovechando la ausencia de la
madre, Eloísa se comió el resto del pastel de dos grandes bocados. Nadie pareció estar
observándola. El tío Carlos se comió el pastel sin mirar a Eloísa. Esta pidió permiso para
retirarse de la mesa y corrió a la hamaca. Tendría tiempo para hamacarse un poco antes
de que la madre la llamara para ayudar a lavar los platos.
Cuando regresó la madre, le dijo:
-Terminaste tu pastel muy rápido, Eloísa.
-¿Quién llamó, mamá? -preguntó Eloísa para cambiar de tema.
-Alguien que tenía un número equivocado -contestó la mamá.
Eloísa secó los platos y los guardó cuidadosamente. Había estado pensando en hacerle
un vestido nuevo a la muñeca. De modo que buscó entre los retazos que la mamá le
había dado hasta que encontró un lindo pedazo de tela de color rosado.
En el momento en que estaba enhebrando la aguja, el tío la llamó desde el patio de atrás.
Ella corrió al patio y él le mostró un pájaro que había muerto, quién sabe cómo.
Probablemente había chocado contra un alambre. A Eloísa le dio pena verlo.
-¿Qué clase de pájaro es, tío Carlos? -preguntó.
-Es un chotacabras -le respondió él-. Tú los has visto volar alto en el aire al anochecer.
-Oh, sí, yo sé. Vuelan y vuelan y nunca se detienen para descansar. Nunca antes había
visto uno de cerca.
-Estos pájaros vuelan con el pico abierto y van cazando los insectos que hay en el aire.
-¡Qué manera divertida de comer! -dijo Eloísa-. La mayoría de los pájaros comen semillas
o insectos que obtienen del suelo.
-Pero no el chotacabras -explicó el tío Carlos-. Esta ave duerme durante el día, y de
noche, cuando hay muchos insectos en el aire, vuela en círculos para obtener su comida.
Eloísa miró de cerca el plumaje oscuro y punteado del ave.
-No es un pájaro bonito, ¿no es cierto? -observó ella-. Quiero decir que no es amarillo
como el canario o azul como el pájaro azul ni de colores brillantes como el colibrí. Y tiene
una cabeza chata muy fea.
-No, no es un pájaro bonito -estuvo de acuerdo el tío Carlos-, pero es muy interesante.
Y ambos se sentaron en los escalones del porche mientras conversaban acerca del
chotacabras.
-Yo nunca vi un nido de chotacabras -dijo Eloísa.
-Claro que no -contestó el tío Carlos.
--¿Y por qué nunca he encontrado uno? He encontrado nidos de muchos otros pájaros.
¿Recuerdas el nidito de colibrí que encontré en el arce que está en el patio?
-Tú no has encontrado un nido de chotacabras por una razón muy sencilla -dijo el tío
Carlos-. Este pájaro no construye un nido.
-qué perezoso! -comentó Eloísa.
-No, no es perezoso -corrigió el tío Carlos.
-¿Y entonces no pone huevos? -preguntó sorprendida Eloísa.
-Sí, pone dos huevos con pintas, en el suelo, en un lugar pedregoso.
-¡Qué lugar para poner huevos! -se extrañó Eloísa-. ¿Por qué no hace un lindo nido bien
suave?
-Porque sí los huevos están en el suelo, como son del mismo color de las piedras, no se
los ve fácilmente. Los gatos y las ardillas rara vez encuentran un nido de chotacabras
porque ellos se ocupan de buscar nidos en los árboles.
-¡Oh! -exclamó Eloísa-. El chotacabras es un pájaro inteligente.
-Hemos estado hablando tanto que casi me olvido de lo que quería mostrarte -dijo el tío
Carlos-. ¿Observaste qué pico tan corto tiene este pájaro?
Eloísa asintió con la cabeza.
-Ahora, mira.
Y sosteniendo al chotacabras en sus rodillas el tío Carlos le abrió el pico todo lo que pudo.
-iOooooooooh! -exclamó Eloísa retrocediendo rápidamente-. ¡Es horrible! ¡Es todo boca!
El tío Carlos se rio.
-No tanto, pero parece así, ¿no es cierto? Me hace acordar a alguien -añadió muy serio.
Eloísa pensó un momento.
-Tío Carlos... yo no abro la boca tan... -y entonces se detuvo. Tal vez su boca parecía
como la de ese pájaro cuando ella la abría para poner los grandes bocados que tanto le
gustaban.
Eloísa se sintió tan avergonzada que se puso de pie de un salto y entró en la casa.
Y nunca volvió a abrir la boca como solía hacerlo para echarse adentro un gran bocado.

Por Helena Welch


no le gustaba recoger leña. Prefería jugar a sus anchas en vez de hacer
mandados, o cualquier trabajo que sus padres le pedían que hiciera.
-¡Tema! -llamó el papá-. ¡Tema! Vamos.
Tema oyó que el padre lo llamaba. Pero en lugar de obedecer, se escondió aún más
detrás del arbusto junto al cual estaba jugando.
-¡Tema! -llamó de nuevo el padre-. Es hora de ir a juntar leña.
"Papá puede juntar leña para el fuego -pensó Tema, riendo para sus adentros-. Me
quedaré callado y pronto papá se irá".
Tema oyó que su padre suspiró. Luego lo vio encaminarse hacia el río, donde había
ramas rotas esparcidas por el suelo.
"Ahora iré a visitar a mi amigo David", se dijo. Pero al salir corriendo de detrás del arbusto
casi chocó con su madre.
-¡Ah, aquí es donde has estado escondido, muchacho malo! -lo reprendió la madre-.
Debes tener un demonio en tu corazón porque dejas a papá que vaya solo a recoger leña.
Pero Tema se escapó de su madre y corrió hacia la casa de su amigo David. El y David
siempre se divertían mucho. A David se le ocurrían muchos juegos nuevos.
-David, juguemos algunos juegos -gritó Tema tan pronto como se acercó a la casa de su
amigo.
Pero cuando David salió, lucía una camisa, la única camisa que tenía. Eso sorprendió a
Tema, porque David nunca usaba la camisa a menos que fuera a un funeral o a un
casamiento de la villa. Y hasta ese momento Tema no había oído hablar de ninguna de
las dos cosas.
-¿Dónde vas? -le preguntó Tema.
-Voy a la reunión del sábado -respondió David-. Hoy no puedo jugar contigo. Pero tú
puedes acompañarme a la reunión del sábado.
Tema frunció el entrecejo. No estaba seguro de que deseaba ir con David.
-¿Qué es la reunión del sábado? ¿Y por qué tienes que usar camisa?
David se encogió de hombros.
-Creo que no tengo que usar camisa... Pero quiero usarla. Y yo no sé exactamente qué es
una reunión del sábado. Una dama misionera de la aldea dijo que a ella le gustaría que
mis padres y yo fuéramos a la reunión para aprender acerca de Jesús.
Tema se sintió más perplejo que nunca. Jamás había oído hablar de Jesús.
-¿Jesús vive en la aldea? -preguntó.
David sacudió la cabeza.
-Jesús vive en un lugar maravilloso llamado cielo, explicó esa dama. Ella nos va a contar
más al respecto en la reunión de hoy.
Tema se quedó mirando por largo tiempo a sus pies descalzos. Finalmente miró a David.
-Quiero ir a la reunión -le dijo. De manera que los dos muchachos salieron caminando
juntos.
Durante la reunión, Tema guardó silencio y se mantuvo atento. La misionera habló acerca
del cielo. Dijo que Jesús vendría pronto a llevar con él a los que lo amaban.
"Yo quisiera vivir en el cielo", pensó Tema para sí y sonrió.
La misionera notó su sonrisa y también sonrió.
-¿Te gustaría aprender más acerca de Jesús?? -le preguntó al muchacho.
-¡Oh, sí! -exclamó Tema-. ¿Podría venir la próxima vez que tenga una reunión?
-Por cierto que sí -le aseguró la misionera-. Trae también a tus padres.
Pero cuando Tema regresó a la próxima reunión no llevó consigo a sus padres. De hecho
no les dijo nada acerca de la reunión. Porque al hacerlo habría estado obedeciendo a la
misionera. Y a Tema no le gustaba obedecer a nadie.
Pero después de asistir a algunas reuniones sabáticas aprendió que hay Alguien que
quiere que obedezcamos. Ese Alguien es Jesús. Tema aprendió también que, si él quería
demostrarle a Jesús que lo amaba tanto como para querer ir a vivir al cielo con él, debía
hacer algunas cosas. Una de ellas era obedecer a sus padres.
Tema meditó en lo que la misionera le había enseñado. Luego oró sobre el asunto. Por fin
se dio cuenta de que amaba lo suficiente a Jesús como para hacer cualquier cosa que él
quisiera.
Después de eso Tema sorprendió a sus padres acudiendo cuando ellos lo llamaban.
Comenzó a cumplir con sus obligaciones sin que tuvieran que decírselo. Sus padres no
podían entender lo que ocurría.
Cierto día Tema y su padre estaban recogiendo leña cerca del río. Tema se detuvo para
recoger una rama grande cuando oyó a su padre que le gritaba:
-¡Rápido! Tema! ¡Ven! ¡Corre tanto como puedas!
Sin vacilar o preguntarse por qué su padre le estaba pidiendo algo tan raro, Tema
obedeció. Tan pronto como estuvo junto a su padre, éste lo acercó a él y señaló con su
dedo tembloroso hacia el río.
Al volverse para mirar, Tema vio una escena que a él también lo hizo temblar. En el
mismo lugar donde él había estado por levantar la rama, había un gran caimán o yacaré
que abría sus fauces ávidas de alimento.
-Es un milagro -susurró el padre de Tema-. Si no hubieras acudido inmediatamente
cuando te llamé, ahora no estarías vivo. Pero dime, Tema, ¿cómo fue que viniste? ¿Por
qué últimamente has estado obedeciéndonos a mamá y a mí?
-Es por causa de Jesús -respondió Tema. Y allí mismo le contó a su padre acerca de la
escuela sabática y de su deseo de ir a vivir al cielo con Jesús.
Cuando Tema terminó, su padre hizo un movimiento de aprobación con su cabeza.
-Yo también quiero vivir en el cielo -dijo--. Y ahora mismo quiero agradecer a Jesús por
haber salvado la vida de mi hijo, al ponerle el deseo de obedecerme.

Por LAWRENCE MAXWELL


era oscuro.
Unos rayos de luz se filtraban apenas por la ventana que había cerca del techo,
atravesada por gruesos barrotes, tan alta que el preso, aun cuando se estirara todo lo que
podía, no lograría alcanzarla. Pero de todas maneras él no sabía nada de la ventana ni de
la luz. La luz y las tinieblas eran lo mismo para él, porque era ciego.
Y estaba desanimado. Y lo peor era que se encontraba allí por su propia culpa. Por culpa
suya había perdido la vista. A menudo repasaba su vida. Había poseído un talento
extraordinario, gracias al cual siempre ganaba en la pelea. ¿Cómo pues había llegado a la
cárcel?
Eso había ocurrido hacía unos veinte años. Un día, sintiéndose muy seguro de sí mismo,
permitió que sus amigos lo ataran con sogas. Estos lo entregaron luego a sus enemigos.
Recordó que sus amigos lo habían abandonado a merced de sus enemigos. ¡Qué amigos
eran ésos! Al verlo, sus enemigos se abalanzaron contra él, con alaridos de triunfo. Eran
miles contra uno.
Pero en ese momento, movido por una fuerza extraordinaria, rompió de un tirón las sogas
que lo aprisionaban y tomando la quijada de un asno de una osamenta que encontró,
corrió a encontrarse con sus enemigos, y antes de que éstos se dieran cuenta de lo que
estaba ocurriendo, mató a mil de ellos.
¡Ese día ganó la pelea! Y la había ganado también en otra oportunidad cuando los
enemigos se sentían muy seguros de que lo tenían en su poder. Porque él había entrado
nada menos que en una de sus ciudades principales para pasar la noche, y cuando
estaba adentro, los filisteos cerraron la puerta de la ciudad para que no pudiera
escaparse. Pero él, tomando la enorme puerta la arrancó con sus postes y la llevó hasta
la cima de una colina y luego se escapó.
En esos días sus enemigos no podían hacerle daño, aun cuando lo intentaran por todos
los medios, porque él siempre ganaba.
No obstante aquí estaba, entrampado, encadenado, en un calabozo. Y eso lo lograron
finalmente sólo dos o tres hombres. Entraron en su casa y lo capturaron. Luego le
sacaron los ojos... Pero ellos no podrían haberlo hecho sí. .. Ese si era lo que hacía más
difícil de soportar la tragedia que vivía. Si yo no hubiera pecado. Sansón se repitió vez
tras vez esas palabras. Dios me concedió una fuerza extraordinaria, como la que ningún
hombre tuvo jamás. Él quería que la sisara para su gloria, pero yo la usé para la mía...
para matar a los que me molestaban, para cazar zorras y atarles a la cola teas
encendidas. ¡Qué necio fui! .'s medida que corrían los interminables días, acudieron
también a la mente de Sansón otros pensamientos. Recordó que el padre solía leerle'
acerca del día cuando Dios le habló a Moisés. "¡Jehová! ¡Jehová! Fuerte, misericordioso y
piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordias a
millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado". ¿Lo perdonaría Dios? ¿Le
ayudaría a vencer su egoísmo y su mal genio, esos hábitos que lo habían debilitado
tanto? ¡Sí! ¡Dios le había dicho a Moisés que lo haría! Levantando sus ojos ciegos Sansón
miró al cielo, y en su mente vio al Señor dispuesto a perdonarlo, a ayudarlo, a vencer su
egoísmo y su mal genio. Sansón oró para obtener perdón y vencer, y creyó que Dios
cumpliría su promesa.
Unas pocas semanas después Sansón derribó los pilares del templo y mató tres mil
filisteos de una sola vez.
Muchas personas creen que esa fue la mayor victoria que logró Sansón. Pero su mayor
victoria fue la que obtuvo en el calabozo, cuando venció sus malos hábitos y creyó que
Dios le perdonaba sus pecados.
Y si tú has pecado, Dios también está dispuesto a perdonarte, no importa cuán malos
hayan sido tus pecados. Y él también te dará la victoria sobre tus malos hábitos, no
importa cuán detestables hayan sido. Pero no lo obligues a permitir que te echen en un
calabozo para escucharlo.

Por H. Clark
belleza!"
Kenichi tiró su saco de arroz sobre el muelle y retrocedió para admirar el Mermaid, su
velero de más de seis metros de largo. Seis metros de belleza barnizada, el Mermaid se
agitaba inquieto tirando de sus amarras. Kenichi se enjugó el sudor de la frente. Luego
llevó a bordo el saco de arroz de cuarenta kilos.
Eran las ocho de la noche del día 12 de mayo de 1962. El puerto de yates, de Osaka
(Japón), estaba desierto. Kenichi Horie tomó su lista de confrontación aunque realmente
no la necesitaba. La conocía de memoria. Pero mecánicamente la repasó de nuevo, por
última vez: "¿Pantoques? Secos. ¿Aparejo? Bien. ¿Jarcias de labor? Bien. ¿Velas: mayor
y foque? Bien. ¿Ropas? Tres trajes de reserva de 240 gramos, de nylon. ¿Luces de
navegación? Las que prescribe la ley. ¿Amarras? En condiciones". Y así siguió revisando
cada detalle. "¿Alimento y agua? 200 latas de frutas, verduras y alimentos misceláneos
conservados, tabletas de vitamina, 65 latas de bebidas, 5 galones de agua". Durante el
viaje juntaría agua de lluvia. También tenía una estufa a kerosén para cocinar.
"iProcura no olvidarte de nada! ¡En el Océano Pacífico del Norte no hay supermercados!"
¿Alguna otra cosa? Libros, manuales de navegación y, oh sí, el libro de instrucción para
su nuevo ukelele. ¡Durante el viaje tendría harto tiempo para aprender a tocarlo! Lo más
importante de todo: brújula, sextante, indicador de dirección, mapas. Todo estaba allí. Sí,
todo. Kenichi puso la lista a un lado. Permaneció de pie sobre el puente en ese anochecer
de mayo. Pensó en lo que Saito, un marino retirado, le había dicho: "Imposible, Kenichi.
No puedes hacerlo. ¡Hay más de ocho mil kilómetros desde Osaka hasta San Francisco!"
También recordó lo que le había dicho Togo, el de la Agencia Marítima de Seguridad, de
los guardacostas japoneses: "¡Suicida! Tu bote es demasiado pequeño".
La objeción más seria procedía de Okojira, un avezado miembro del club de yates: "El
cruce del océano es peligroso. Debiera hacerse en equipo, para mantener la vigilancia, o
en caso de accidente. Necesitará equipo moderno: radar, equipo de navegación por el
sistema Loraw, radio, sonda acústica. No tiene nada de eso. ¿Por qué no pone un motor
auxiliar o aun un cronómetro?"
Kenichi pensó en sí mismo y en su navío. El medía 1,53 metros de altura y pesaba unos
50 kilos. Tenía 23 años de edad. Navegaba desde hacía siete años. Cierto día tuvo
oportunidad de comprar el Mermaid. Estaba sólidamente construido con madera terciada
de caoba. Era moderno, espacioso y adecuado para la navegación.
Recordó al hombre del astillero. Cuando Kenichi compró el Mermaid, el hombre le dijo:
"Irá donde Ud. quiera... Aun a los Estados Unidos!"
Ya había oscurecido. Miró su reloj: eran las 8:45. Todavía podía cambiar de idea. Sintió el
viento norte que le daba en el rostro. Desató las amarras, desplegó las velas, luego saltó
a la popa y tomó la caña del timón. El Mermaid sintió el aliento del viento. Sus velas se
combaron. Cobró vida y se inclinó ligeramente. En la noche templada de mayo, con viento
a favor, salió de la bahía de Osaka.
Cuando el sol comenzó a asomarse en el horizonte a la mañana siguiente, Kenichi
abandonó el timón y se desperezó. ¡Qué noche aquélla! Había temblado con excitación
tan inesperada e incontrolable como el mar. Sentándose en la bañera, o parte baja de la
popa, mirando las velas blancas y escuchando el ruido que hacía el agua al azotar los
costados del Mermaid, se había repetido vez tras vez: "¡Es realmente cierto! Estoy
empezando un viaje a través del Pacífico". La excitación no lo había dejado dormir.
Ahora era de mañana. El hechizo de la noche había desaparecido. Kenichi tenía hambre.
En el reducido lugar con que contaba cocinó arroz y verduras. Después del desayuno
volvió a la proa y miró a su alrededor. Tras él las verdes montañas de Japón se habían
esfumado en la distancia. Las vastas inmensidades del Pacífico se extendían delante de
él. El suave movimiento que el oleaje le imprimía al Mermaid, el estómago satisfecho y el
calor de los rayos del sol, lo hicieron sentir soñoliento. Y se quedó dormido.
Cuando se despertó eran casi las doce. Bajó en busca (le SU sextante. A las doce en
punto, manteniendo el equilibrio como pudo, y tomando el sol como punto de referencia,
marcó su posición en el mapa y puso la proa hacia el noreste. Calculó que pronto entraría
en la corriente del Japón, que lo ayudaría a llegar a la costa occidental de América del
Norte.
La distancia que tenía que recorrer era la cuarta parte de la distancia alrededor del
mundo, pero Kenichi no tendría tiempo para aburrirse. Pronto se sorprendió al descubrir
cuántas cosas tenía que hacer durante el viaje. Además de comer, dormir, manejar el
timón y navegar, había que cuidar de la embarcación. Diariamente revisaba los aparejos y
las velas para comprobar que no estuvieran raídas o gastadas. Siempre había algo que
hacer.
Tuvo que aprender a descansar a ratitos, a dormir liviano y a atender las velas y el timón
según lo requiriera el humor del mar. Y éste no siempre se mostraba bondadoso. Kenichi
lo descubrió antes de la semana.
Una tarde vio que se levantaban oscuros nubarrones en el noroeste. Soplaba un viento
helado de Siberia. Kenichi amainó la vela mayor. ¡Con ese ventarrón sería suficiente la
vela delantera! Procuró dejarse llevar por el viento. El peligro mayor estribaba en que el
viento volcara al Mermaid o lo hiciera zozobrar.
El viento aumentó. Kenichi vio que las olas sobrepasaban al mástil de la embarcación.
Cuando entraba en el seno de dos olas, el Mermaid quedaba rodeado por altos picos de
agua cubiertos de espuma. De pronto flotaba sobre una montaña de agua, esperando el
abrupto descenso.
Repentinamente ocurrió lo que temía, aunque no sabe exactamente cómo sucedió. Una
ola enorme se desplazó sobre el Mermaid. Kenichi se sintió anegado. La pequeña
embarcación quedó enteramente sumergida. ¿Seguiría descendiendo al abismo, sin
esperanza de volver a la superficie? Pero en el momento en que Kenichi pensó que ya
llegaba al fondo del mar, el Mermaid comenzó a luchar para regresar a la superficie. Pero
la embarcación estaba pesada pues le había entrado mucha agua. Kenichi advirtió que
dos de las portañolas se habían roto. En la embarcación, que se levantaba y se hundía
con el vaivén de las olas, comenzó a entrar agua helada por los orificios que se habían
abierto. La cabina quedó completamente inundada. ¡Con semejante pérdida de
flotabilidad, la embarcación se iría a pique!
¿Cómo lo hizo? No lo sabía. Pero de alguna manera Kenichi se las arregló para clavar
tablas, cerrar los orificios y sacar el agua, a lo menos la mayor parte de ella. Cuando pasó
la tormenta descubrió que había perdido todas sus ropas, a excepción de las que tenía
puestas; la mayor parte de sus libros y una parte de su alimento. Para mayor desventura,
tan pronto como la tormenta amainó lo suficiente como para que él dejara de temer por su
vida, descubrió que estaba terriblemente mareado. Esa condición le duró tres días, pero
Kenichi la soportó lo mejor que pudo, como también lo hizo en cuatro ocasiones ulteriores
en que se encontró con tormentas similares.
Pero el tiempo no siempre estaba tormentoso. A menudo venían días muy apacibles en
los cuales le parecía que toda su vida había transcurrido en ese mundo ácueo. Arriba lo
cobijaba la gran bóveda celeste, y a su alrededor lo cercaba la profundidad azul del
palpitante Pacífico que se extendía hasta el lejano horizonte, interrumpido solamente por
las blancas crestas de las olas.
Pero el mar nunca quedaba en reposo, como tampoco la pequeña embarcación, la cual
se agitaba continuamente, acunándose, sacudiéndose, balanceándose, pero siempre con
la proa hacia el este, impelida por el viento, arrastrada por la corriente y timoneada por la
firme voluntad de su piloto.
Y así pasó día tras día hasta que el 24 de julio, el vigía de un barco de carga
norteamericano, que había salido de San Francisco, llamó al capitán, sin dejar de
observar con sus poderosos anteojos de larga vista, como si temiera perder el objeto que
había enfocado.
¿Ve Ud. algo también? -preguntó señalando en cierta dirección con la mano.
El capitán observó cuidadosamente en la dirección que le indicaba su compañero.
-Parece un botecito. Me pregunto si será alguna embarcación abandonada. Vayamos a
ver.
Lo que vieron pocos minutos después fue el muy azotado Mermaid, con Kenichi Horie
sonriente al timón. Era la primera vez que éste veía seres humanos desde hacía diez
semanas!
Junto a la pequeña embarcación, el buque de carga parecía enorme.
-¿Necesita ayuda? -preguntó una voz por el megáfono. Kenichi, como no entendía inglés,
quedó en blanco.
El capitán volvió a hacer la prueba. Señalando la boca añadió:
-¿Necesita alimento, o agua?
Kenichi captó la idea. Bajó a la cabina y volvió trayendo una botella de agua y unas latas
de conserva. Las levantó bien alto como para decir:
"Tengo suficiente". Luego sonrió, saludó y sacudió la cabeza, todo al mismo tiempo.
Pero el capitán, fiel al código del mar, quería asegurarse bien de las cosas, y le hizo una
seña como para preguntarle: "¿Quisiera subir a bordo?" ¿Estaría gustoso Kenichi de que
se lo recogiera juntamente con su bote y se lo llevara al puerto?
Kenichi sacudió la cabeza enfáticamente. Luego señaló hacia el este, hacia California.
De modo que se separaron. Kenichi continuó navegando, rumbo a California, a la
velocidad de dos nudos por hora (poco más de tres kilómetros y medio). El buque de
carga prosiguió su camino, enviando por radio a la guardia Costera de los Estados Unidos
la posición del Mermaid.
Aparentemente la Guardia Costera mantuvo esta información para sí, porque no hubo
ninguna delegación que se encargara de dar la bienvenida al Mermaid cuando finalmente
tocó tierra.
La tarde del 12 de agosto de 1962, 19 días después del encuentro de Kenichi con el
buque de carga, la enorme bahía de San Francisco se vio animada por las blancas velas
de centenares de yates que iban y venían tan graciosamente, como las gaviotas que las
sobrevolaban. Sus cascos barnizados y sus accesorios metálicos pulidos brillaban a la luz
del sol.
En una de esas embarcaciones Guillermo Vines y Stanley Jones observaron un botecito
que cruzaba bajo el enorme puente llamado Golden Gate.
-Se ve un poco maltratado, Stanley.
-Sí -contestó su amigo-, no parece que es de los muchachos de por aquí.
Con ayuda de sus anteojos de larga vista observaron acercarse al Mermaid.
-Tiene la bandera de cuarentena, Guillermo.. Me pregunto dónde habrá estado.
Los dos continuaron observando hasta que una lancha del servicio de la Guardia Costera
que está cerca del Parque Acuático, se acercó a la pequeña embarcación. Vieron
entonces que un joven con una mandíbula bien desarrollada y una sonrisa fácil echó
mano de la soga que le tiró la laucha.
Y eso le bastó a Guillermo
-Soy curioso -dijo-. Vayamos al club y veamos lo que remolcó el guardacosta.
Pusieron en marcha el motor y ocurrió que estaban en el muelle cuando llegó el pequeño
velero. Vines y Jones se unieron a la creciente multitud de timoneles de yates y otros que
rodeaban al Mermaid. Observaban al jovencito vestido con pantalones anchos, camisa, y
una gorra de béisbol. Tenía el cabello largo, pero parecía gozar de buena salud y sentirse
feliz. Estaba tratando de decir algo a un funcionario de la Guardia Costera. Este no le
entendía. Entonces el muchacho japonés se inclinó sacó una de las tablas del piso de la
parte baja de la cubierta de popa y levantó en alto algunas botellas de bebida. Sonrió y se
las ofreció al funcionario y a la multitud que iba en aumento.
Parecía que el funcionario no sabía qué hacer. No podía aceptar refrescos antes de haber
concluido con sus deberes oficiales. Pero, ¿cuál era su deber? Finalmente decidió lo que
debía hacer. "Llamen al Consulado Japonés", ordenó.
Un ayudante cruzó corriendo un rincón del parque, hacia un teléfono público.
A los pocos minutos un funcionario del consulado se encontraba en el puerto de los yates.
Los dos japoneses se miraron durante un largo rato. Luego se cruzaron algunas palabras.
Entonces el funcionario consular se volvió hacia el funcionario de la Guardia Costera y
dijo:
-El nombre de este joven es Kenichi Horie. Dice que acaba de llegar de Osaka, Japón,
después de 92 días de navegación.
La expresión del funcionario del Servicio de la Guardia Costera fue una mezcla de
incredulidad y admiración. Él también era marino. Miró a Kenichi y luego al Mermaid.
-¿ Hizo todo el trayecto en eso?
Luego añadió:
-Pídale el pasaporte y los demás documentos que gestionó en la agencia marítima
japonesa.
Cuando ese pedido se tradujo, la sonrisa desapareció del rostro de Kenichi. Habló con
voz suave, disculpándose, pero con cierta determinación.
-Dice que no tiene pasaporte ni papeles. La agencia marítima rehusó dárselos. Dijeron
que la empresa de cruzar el océano Pacífico en una embarcación de seis metros, era un
intento suicida.
La actitud del funcionario consular era: "Tampoco creo que el cónsul general lo apruebe".
El funcionario norteamericano estaba perplejo. ¿Qué debía hacer? Llamó a su jefe, y su
jefe llamó a su vez a su jefe. Eventualmente se llamó a Rodolfo C. Holton, Director del
Distrito de Inmigración. La actitud del Sr. Holton fue: "¿Qué Hacer? ¿Qué haremos con
este joven que ha navegado a través del océano más grande del mundo con la
embarcación más pequeña que jamás se haya empleado para ello? ¡Pues darle la
bienvenida a los Estados Unidos!"
De manera que era un asunto oficial:
¡Bienvenido a los Estados Unidos! ¡Y qué bienvenida le dieron! El Sr. Christopher,
intendente de la ciudad de San Francisco, se contó entre los primeros. "¿Cómo anda de
dinero para sus gastitos?" le preguntó al tiempo de obsequiarle las llaves de la ciudad de
San Francisco. Los aficionados al deporte de los yates de la zona de la bahía lo hicieron
portador de los saludos oficiales a los marinos japoneses que participaban en las
olimpiadas. Centenares de personas de todas partes de Estados Unidos le enviaron
cartas y telegramas de felicitación. El Mermaid fue llevado a Sacramento para ser
exhibido en la feria del Estado de California. Luego se lo transportó por avión al Japón
para acompañar a Kenichi en la recepción que allí se le hizo como al "Lindbergh del
Japón".
Vi el Mermaid, en el porche delantero del Museo Marítimo de San Francisco, cerca del
Muelle de los Pescadores. Allí descansa la airosa nave en una cuna que se eleva sobre el
nivel de la playa, acariciada por las mareas que suben y bajan en incesante armonía. Al
contemplar el Mermaid, pensé en las palabras de Kenichi Horie:
"Había un océano. Yo quería cruzarlo".

Por Nina Walter


correr entre la gente -le dijo Daniel a Jorge-. Alguien se puede lastimar.
-Nadie se va a lastimar -replicó Jorge-. La gente siempre tiene cuidado cuando hay niños.
-Si los ven -insistió Daniel-. Pe.....
-Pero nada -interrumpió Jorge-. Ven. Vamos a jugar una carrera.
Jorge comenzó a escabullirse entre la gente que caminaba por la acera, pero Daniel no lo
siguió. Aunque Jorge se riera de él, él iba a hacer lo que sabía que estaba bien, y eso de
ser grosero con la gente no estaba bien. Caminó cuidadosamente procurando no empujar
a nadie. De repente notó que allá adelante se había producido una conmoción. Jorge se
había caldo en la acera. Al lado había parado un hombre con un bastón.
-Me hizo una zancadilla -exclamó enojado Jorge-. ¡Con su bastón! Es un hombre malo.
-Lo siento -dijo el hombre-. Viniste tan rápido que no te oí a tiempo.
Jorge se estaba poniendo de pie y empujó a un lado a Daniel.
-¿Por qué no mira por dónde camina? -le gritó al hombre.
-Lo haría si pudiera -le respondió éste en voz baja-. Siento que te hice caer. No quería
hacerlo.
Daniel tiró de la manga a Jorge y le hizo señas mostrándole el bastón del hombre. Era
blanco. El hombre era ciego. A Jorge se le enrojeció la cara de vergüenza.
-En realidad yo tuve la culpa -dijo-. No debía haber venido corriendo. Lo siento. Espero
que no lo lastimé.
-No, no me lastimaste -dijo el hombre-, pero me asustaste. Tal vez ahora puedes
ayudarme a seguir en la debida dirección otra vez.
-Si Ud. coloca su mano sobre mi hombro, lo voy a acompañar hasta la esquina -le
prometió Jorge.
Cuando Daniel y Jorge volvían a la casa, éste último dijo:
-Tenías razón, Daniel. Pero yo tuve que aprender a los golpes.

“Por lo tanto, dejando la mentira, hable cada uno a su prójimo con la verdad, porque todos
somos miembros de un mismo cuerpo” Efesios 4:25
Un muchacho llamado Santiago quería ir a un campamento de verano, pero no tenía
suficiente dinero. Así que se propuso conseguir el dinero diciendo una mentira. Fue a ver
al pastor de su iglesia y le dijo: “Pastor, mi tío me mandó dinero para que pudiera ir al
campamento la semana que entra, pero el dinero se ha perdido en el correo y todavía no
me llega”
“¡Qué lástima! – dijo el pastor. Tal vez podamos conseguir en alguna parte el dinero que
necesitas para ir al campamento. Sería una lástima que no fueras sólo porque tu dinero
no te ha llegado.
El pastor habló con una persona de la iglesia y consiguió el dinero. Santiago se fue al
campamento, pero por alguna razón no estaba contento. Cuando oraba, parecía que no
oraba; cuando jugaba, parecía que no jugaba. La dificultad estaba en que siendo un
muchacho cristiano había dicho una mentira, y Dios aborrece las mentiras. En cierta
forma ya estaba recibiendo el castigo por mentir al no sentirse feliz. Finalmente se sintió
tan mal, que los encargados del campamento pensaron que sería mejor mandarlo a su
casa.
Cuando ya estaba en su casa, lo visitó el pastor y le dijo: “Siento mucho que estés
enfermo, Santiago”.
Entonces Santiago comenzó a llorar y le contó al pastor todo. El pastor se quedó
sorprendido y triste por lo que Santiago había hecho. Entonces Santiago dijo algo que es
muy cierto:
“Pastor, Dios no necesitaba que yo dijera mentiras por El para ayudarle a que me llevara
al campamento. El podía haber mandado el dinero de otra manera si hubiera querido que
yo fuera y si yo se lo hubiera pedido. Siento m mucho que le dije a usted una mentira”.
-“Así es” – dijo el pastor. El Señor nunca quiere esa clase de ayuda.
Al año siguiente Santiago fue al campamento pero no dijo ninguna mentira para ir. Trabajó
mucho durante el año, ahorró el dinero que necesitaba y fue muy feliz al campamento y
Santiago decidió que nunca diría otra mentira.

Adaptado de revista Nuestros Amiguitos


Había una vez una niña que no quería bañarse. Siempre peleaba con su mamá a la hora
del baño. Los vecinos escuchaban los gritos de la madre y de la niña. ¡Se armaba un lío
que no se puede describir!
Un día la madre le dijo que ya no iba a luchar más con ella para que se bañara así que le
dijo que si no quería bañarse que no lo hiciera. Pasaron varios días y la niña no se
bañaba. ¿Ustedes saben lo que pasa cuando uno no se baña? Sí, se comienza a tener
mal olor. La niña olía tan mal que los otros niños no querían jugar con ella, y lo peor aún
el cabello se le llenó de piojos. Ni siquiera su perrito quería acercarse a ella por lo mal que
olía.
Cuando la niña se acercaba a otros niños ellos huían y no querían estar cerca de ella. Un
día la niña vio que en sus brazos aparecieron unas ronchas muy feas y le dijo a su mamá:
- ¡Mamá llévame al médico porque estoy enferma! Mira lo que tengo en mis brazos.
La mamá la llevó al médico y la niña tenía tan mal olor que el médico se mostró
sorprendido. Enseguida le dijo a la niña:
- Tú no estás enferma, lo que tienes es que estás muy sucia. La piel forma ronchas
cuando no se limpia, por eso lo único que necesitas es bañarte inmediatamente.
El médico le recetó una crema medicinal para poner sobre las ronchas de la piel. La niña
estaba tan avergonzada que cuando llegó a su casa se fue directo al baño y se dio un
buen baño. Desde ese día más nunca se quejó a la hora de bañarse y sus amiguitos
volvieron a compartir con ella al igual que su perrito.
Todos deben aprender a cuidar su cuerpo y a disfrutar el baño diario. En la Biblia leemos
un versículo que dice: “El cuerpo de ustedes es como un templo, y en ese templo vive el
Espíritu Santo que Dios les ha dado. Ustedes no son sus propios dueños” 1 Cor. 6:19

Marcelino fue a visitar por primera vez a los tíos que vivían en una hermosa finca. Cuando
llegó, quedó tan entusiasmado con las cosas diferentes que nunca antes había visto en la
ciudad donde vivía, que se olvidó de poner en práctica algunos gestos simples, de una
persona bien educada.
Saludó mal a los tíos y salió corriendo hacia la finca agarrando todas las frutas que
encontró por delante, hasta las que estaban más verdes. Cuando los padres lo llamaron
de regreso, entró en la sala con los pies llenos de barro, dejando las marcas de los
zapatos en la alfombra blanca.
En la hora del almuerzo, se apuró con la comida y trató de llenar el plato con mucha más
comida de la que podía comer. Por supuesto que los padres de Marcelino se sentían muy
avergonzados y molestos. Los tíos se quedaron en silencio, seguramente no les pareció
que Marcelino fuera un niño simpático y por supuesto pensaron que les daba miedo
invitarlo para que se pasara las vacaciones con ellos en la finca.
¿Eres una persona bien educada? Por supuesto que no te gustaría ver a tus padres
avergonzados como los padres de Marcelino. Trata de ser siempre respetuoso y bien
educado. ¡Vale la pena! Puede ser que no recibas una invitación para pasar vacaciones
en la finca de alguna persona, pero seguramente tendrás el respeto y la simpatía de
todos.
La puerta se cerró con un fuerte golpe. Ana había discutido con su mamá y salió muy
enojada de casa. Estaba decidida a huir.
Mientras caminaba, pateaba piedrecitas y se decía así misma. “Así no va más. Todos
quieren decidir por mí y mangonearme. ¡Ana, haz esto!. ¿Aún no se dieron cuenta de que
no soy más un bebé?”.
Ana no percibió que alguien se aproximaba. Se llevó un gran susto cuando oyó: – ¿Me
puedes ayudar?. Al darse vuelta, Ana vio a un niño con un gorro en la cabeza. El debería
de tener la misma edad que ella.

Estaba vestido con ropas sucias y rotas; sus uñas estaban inmundas; sus ojos eran muy
tristes.
-¿Estás triste? – le preguntó Ana al niño.
-Soy así – contestó él – Y tú pareces molesta.
-Sí, estoy mal con los de mi casa.
-Sé lo que quieres decir – dijo el niño. Tu padrastro te golpeó, ¿verdad?.
Ana se admiró:
-No, yo no tengo padrastro.
El niño continuó:
-Entonces, tu madre te dijo que volvieras a la calle, para conseguir dinero. O alguien te
ofendió. ¿Acerté?
-Ni una cosa ni la otra – contestó Ana – En mi casa, nadie dice malas palabras.
-¡¿No?! – se admiró el niño – Entonces ¿cómo te molestaron?
Ana decidió contar sus problemas.
-Ahora que el abuelo murió, mi abuela vino a vivir con nosotros. Tuve que compartir mi
cuarto con ella. ¿Sabes lo que es tener una abuela todo el tiempo preguntándote qué
quieres, si quieres oír un relato, merendar, conversar o …?
-No lo sé – dijo el niño -. Nunca tuve una abuela ni un cuarto.
Ana estaba tan entusiasmada en su desahogo, que ni siquiera oyó bien lo que el niño le
dijo y continuó hablando:
-Mi padre siempre me está diciendo que tengo que estudiar; mi madre diciéndome que
ordene mis ropas en el armario; mi hermano toca mis juguetes. Hasta la empleada se
mete en mi vida, queriendo que coma la comida que ella hace. ¡Ya estoy cansada de
eso!. Tengo ganas de huir de casa y de mi familia.
De repente, Ana dejó de hablar porque se dio cuenta de que el niño lloraba mucho, y se
preocupó.
-¿Por qué estás llorando? ¿Te sientes mal?
El niño sollozó y contestó:
-Yo quisiera tener tu vida y una familia igual a la tuya….a la que yo le importara. A nadie
le importo. Vivo por las calles, porque no tengo casa ni familia. Como lo que encuentro en
los basureros. Sólo tengo las ropas que ves. Nunca fui a la escuela. Siempre quise tener
una muñeca.
-¿Una muñeca? Pero si eres un niño, ¿por qué …?
Antes de que Ana completara su pregunta el “niño” se sacó el gorro de la cabeza.
-¡Eres una niña! – dijo Ana – ¿Por qué dejas que las personas piensen que eres un niño?
-Porque ya vi cosas muy feas que les sucedieron a niñas mayores; no quiero que ocurra
lo mismo conmigo. Es verdad que los niños me golpean, principalmente a la hora de
conseguir comida; pero las niñas tiene que hacer cosas mucho peores. Bueno, … creo
que ya te hablé demasiado. ¿Tienes o no unas monedas para mí?.
Ana no podía hablar. Estaba conmovida. Solamente negó con la cabeza.
-Entonces, me voy.
La niña puso el gorro en su cabeza y ya se iba, cuando….
-Espera – llamó Ana – ¿Tienes amigos?
-Nadie es amigo de nadie aquí.
-Quiero ser tu amiga – Insistió Ana.
-Siempre estoy aquí. Nos vemos otro día.
La niña bajó la calle corriendo y desapareció en la primera esquina.
Ana miró a los costados. No estaba lejos de casa. Decidió volver.
Cuando llegó, entró por la puerta de atrás, pidió disculpas a la mamá y le contó acerca del
encuentro con la niña mendiga.
La señora Celeste dijo que, si Ana deseaba, podrían darle algunas ropas y juguetes a la
niña. Podrían traerla para comer con Ana. Con el tiempo, quizás, hasta encontrarían una
familia para ella.
Por supuesto que Ana deseaba eso. Esperaba poder reencontrar al “niño” del gorro, que
ella sabía que era una niña, y contarle las novedades.
¿Se desviarán los niños? Oí que una madre oraba: “Querido Padre, ¿se desviarán Susy y
Pedro? Sé que a muchos niños les pasa, ¿es que no reciben ayuda de ti para mantenerse
en el camino angosto? ¿Será que mis hijos se desviarán?”
Y Jesús respondió: “¿No sabes que me parte el corazón verlos salir? Yo di mi vida para
que vivieran, mandé ángeles para protegerlos. La vida eterna para Susy y Pedro depende
de lo que hagan las madres y los padres. “El mañana está hecho de hoy.
A la luz primera de la aurora tú no oraste para tener palabras pacientes y acciones fieles y
sabiduría para las necesidades de tus niños”.
“Mientras tú estabas ocupada los pies de Pedro lo llevaron a cruzar la calle de mucho
tráfico. Jugó con malos compañeros y aprendió a decir palabras feas. No te diste cuenta
de la televisión, pero la pequeña Susy vio un crimen y oyó decir a la gente: “Matar a un
hombre malo, es bueno”.
“A la noche no hubo tiempo para el culto familiar, y mi nombre no se mencionó ninguna
vez durante el día allí en tu hogar. Si estos queridos niños se desvían y si de mí se
apartan algún día, es porque tú comenzaste a permitirlo hoy”.
La madre oró arrepentida: “Oh Jesús, dime qué he de hacer. ¡Oraré y trabajaré cada
minuto, por favor, enséñame a no dejar que se desvíen”.
Y Jesús le dijo: “Tienes el presente, mientras son pequeños, para enseñarles el camino.
Cada día comienza tu tarea orando, rodéalos con tu cuidado fiel. Enséñales los versos de
mi Palabra. Que el “así dice Jehová” sea siempre tu guía. Cuéntales las historias de la
Biblia; y que tus pensamientos sean de esperanza y fe.
Cada día que los guíes a mi lado, decidirás el futuro que ellos tendrán. Recuerda que lo
que hagas hoy, puede decidir eternamente el camino que tus hijos sigan mañana”.

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