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Y ahora que girándome miro hacia el pasado

-vaya temporada infernal

con Rimbaud podríamos entendernos, conversando largo y alegre

recostados en los dulces pastos parisinos

a orillas de un grueso y lento río que nos acaricia de pasada los pies

mientras rellenamos entre risas, con buen tabaco

nuestras pipas-

veo con cierta distancia, aún jadeante pero ya libre, a costo de paciencia

aquellos días oscuros donde ponía alarmas mudas

despertadores insonoros -haciéndome el que no escuchaba y apagándolos-

para sumergirme en la almohada, pidiendo piedad

en una edad donde pensé: ya debería haber logrado algo

y nada, mientras a mi alrededor la gente lograba cosas

y yo nada, nada

cuestionándome, dudando, tomé malas decisiones, perdiéndome a mí mismo

se me hizo fácil dormir, y difícil despertar

oh dolor, oh santa angustia

nublado y apartado de mi estrella, empujado a rincones ocultos


volviéndome sordo al instinto

serpientes anidaron en mi vientre, envenenando mi imaginación

mis sentidos, y tuve miedo de vivir

me tejieron horrorosas pesadillas, estrenadas de noche

y al dormir ya no descansaba, torturado por negruras insalubres

una pesadilla -una ilusión, al fin y al cabo

por dura que sea- habitó en mí

entonces en mi cerebro la cordura se cortó

o estuvo a punto, y evitando apretar el botón de pánico me silencié

en una espera larga y angustiosa

con impaciencia fui paciente

con dolor esperé

acosado de voces, olfateando abismos, preguntándome

acaso soy nada

acaso Dios

y en medio de esta densa y coagulada oscuridad hallé la luz que salva

el calor que sana -vaya descubrimiento! -: el divino amor

cuando un día
al oír el canto alegre de las aves coloreando mi ventana

un mar de luz rebalsó mis ojos, traspasando las cortinas

y despertándome

vi el amanecer

deslumbrante como un manto de girasoles

girando en mis pupilas

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