Está en la página 1de 1

Aurea mediocritas

Zenón de Elea, el mismo que se cercenó la lengua con sus dientes para arrojársela al
poderoso, escribió: “Recordad que la naturaleza nos ha dado dos orejas y una sola boca
para enseñarnos que vale más escuchar que hablar”. Pero en qué lugar colocar este
gesto, el de la atención, el del silencio respetuoso ante la palabra ajena, en la rutina
social de hoy día.

El habla es innegablemente natural y necesario en el ser humano, pero alberga violencia


cuando no lo rodea el silencio, cuando no espera una respuesta, cuando solo se dirige a
la imposición de un mensaje y un pensamiento único. Seamos razonables, la verdad, a
modo de visión del mundo, no existe sino como concepto autoritario para confrontar y
aplastar las maravillosas dudas que nos rodean. La ciencia sí tienes sus verdades y a
ellas nos abrazamos, por supuesto, con cuestiones de salud en juego.

La verdad, como cualquier absoluto, no es más que un compromiso individual y


colectivo, un tender hacia constructivo, ético y moral. El intento por imponer un
discurso único es algo escandaloso hasta el hartazgo en política, incluso en gobernantes
tan pintorescos como los de nuestro pueblo, cuyas consecuencias son el señalamiento
hacia personas del bando contrario y la polarización. También percibimos este intento
en la cultura que consumimos o en los medios de comunicación a los que nos
exponemos, incluso en pequeños periódicos como este. Generar ruido, generar mensaje,
hablar sin parar, cualquier cosa con tal de que no haya silencio. Lenguaje y más
lenguaje, las palabras que queremos escuchar. Y cala, vaya si cala. Todos tenemos la
verdad. Y es que aunque la ignorancia debería ofrecer humildad ante lo que se
desconoce, que lógicamente es casi todo, lo que ofrece casi siempre es entusiasmado
cuñadismo.

Frente a todo esto existe un tópico en la literatura que últimamente me produce


simpatía. Es el Aurea mediocritas o “dorada mediocridad”. Nace de unos versos de
Horacio que dicen: “Quien se contenta con su dorada mediocridad / no padece
intranquilo las miserias de un techo que se desmorona, / ni habita palacios fastuosos /
que provoquen la envidia”. Al final, lo que ha venido sugiriendo este tópico a lo largo
de la tradición literaria es que no estar en el centro de atención y vivir discretamente,
más allá del ruido ajeno, es algo infravalorado.

La vida quizá tenga un lugar importante en la rutina, en los viajes interiores o en el


callar comprometido con el espacio del otro, por eso una de las cosas más bellas y justas
que puede hacer el ser humano de hoy es alejarse, buscar y resguardarse en los
recovecos de la intimidad, cuidar a los suyos, ofrecer la mesa, leer algunas cosas, partir
el pan. No imponerse mediante ninguna palabra. Pronunciar algo ante el inmenso ruido
blanco del mundo resulta irrespetuoso y, además, de qué vale. Mejor hablar bajito,
escuchando, con las presencias fieles que aún nos aguantan cara a cara, y acompañar el
idioma de los demás con la intención de entender. Esto, para nosotros. Para el cuñado,
el político y demás pesados, la verdad y los combates de palabras.

También podría gustarte