El siglo XIX se caracterizó por el desarrollo de oleadas sucesivas de movimientos revolucionarios
que comenzaron en 1820 y finalizaron en 1848. A este tipo de movimientos se les denomina revoluciones burguesas, debido a que fueron protagonizadas por la burguesía, clase social que, junto con el proletariado, comenzó a cobrar notoriedad con el desarrollo del capitalismo. A principios del siglo XIX predominaban en Europa sociedades de tipo estamental que eran propias del feudalismo. Bajo este tipo de orden social, la clase burguesa se encontraba relegada del poder político, el cual seguía depositado en la aristocracia y el clero. Las ideas de la Ilustración y del liberalismo motivaron en toda Europa una serie de revoluciones que buscaron abolir el absolutismo e instaurar un nuevo régimen político basado en principios como la libertad individual, el predominio de la razón y la igualdad de los hombres ante la ley. Estos movimientos contaron con el apoyo de las clases populares y del proletariado, cuyas condiciones de vida se habían visto agravadas como consecuencia de la Revolución industrial. Las revoluciones burguesas estuvieron inspiradas también por el nacionalismo. Tras la derrota de Napoleón en 1814 las potencias absolutistas se habían reunido en el Congreso de Viena para rediseñar el mapa de Europa. La restauración de los privilegios de la monarquía y el establecimiento de nuevas fronteras entre los países, propiciaron el surgimiento de movimientos nacionalistas que pugnaban por el derecho de los pueblos a ejercer la soberanía sobre su territorio. La idea de naciones fundadas en la comunidad, la pertenencia étnica, la lengua materna y la historia, se convirtió desde entonces en una obsesión para una gran cantidad de regiones en Europa y fue motivo de levantamientos y revueltas durante todo el siglo XIX y parte del siglo XX. La primera ola de revoluciones burguesas comenzó en 1820 en España, y luego se propagó hacia Portugal, Italia, Rusia y Grecia. Con excepción de este último país, el cual logró independizarse del Imperio otomano, el resto fracasó en su intento por abolir el régimen absolutista. En 1830 inició un nuevo ciclo de revoluciones en Francia, España, Portugal, Alemania, Suiza, Italia, Polonia y Bélgica. En algunos de estos países los levantamientos fracasaron, pero en otros consiguieron instaurar monarquías constitucionales y regímenes liberales; hubo incluso quienes lograron su independencia. Como consecuencia Europa quedó dividida en dos bloques: el oriental, integrado por Rusia, Prusia y los territorios de los Habsburgo, con regímenes conservadores y aristocráticos; y el occidental, integrado por el resto de los países europeos, con gobiernos constitucionales y liberales. La última oleada revolucionaria marcaría el fin del Antiguo Régimen. Esta comenzó en Francia en 1848, y desde ahí se extendió hacia el Imperio de Austria, Italia y Alemania. Los movimientos que formaron parte de este ciclo se caracterizaron por aglutinar a distintas clases sociales y por abarcar, además de las reivindicaciones de corte nacionalista y liberal, demandas de orden democrático, como el sufragio universal o la soberanía popular. Las revoluciones burguesas del siglo XIX consiguieron desterrar el antiguo régimen basado en los estamentos e imponer las ideas de soberanía, libertad e igualdad ante la ley. Estos aspectos se fueron paulatinamente incorporando a las distintas constituciones, bajo la forma de derechos y deberes ciudadanos. La sociedad que emergió como parte de este proceso fue una sociedad de clases, organizada bajo los principios del capitalismo, en donde el poder económico y político recaía sobre la alta burguesía. Al mismo tiempo, el clima de relativa libertad favoreció la organización del proletariado en sindicatos y partidos políticos que promovían la ampliación de los derechos sociales y pugnaban por cambios más radicales.