Está en la página 1de 412

Esta traducción fue hecha sin fines de lucro.

Es una traducción de fans para fans.

Ninguna correctora, traductora o diseñadora recibe a cambio


dinero por su participación en cada uno de nuestros trabajos.
Todo proyecto realizado por Sombra Literaria es a fin de
complacer al lector y así dar a conocer al autor.

Si tienes la posibilidad de adquirir sus libros, hazlo como


muestra de tu apoyo. También puedes apoyarlo con una
reseña, siguiéndolo en las redes sociales y ayudándolo a
promocionar su libro.

¡Disfruta de tu lectura!
STAFF
Goddessees Of Reading & Sombra Literaria

TRADUCCIÓN

CORRECCIÒN

REVISIÓN FINAL

DISEÑO FORMATO
CONTENIDO
SINOPSIS
DEDICATORIA
MAPA
DÍA DE LA RECOLECCIÓN

SOBRE LA AUTORA
SINOPSIS
Raina Bloodgood tiene un deseo: matar al Rey Helado y al
Coleccionista de Brujas que le robaron a su hermana. En el día de la
recolección, tiene la intención de vengarse, pero una amenaza más
siniestra prende fuego a su mundo. Resurgiendo de las cenizas está el
Coleccionista, Alexus Thibault, el hombre al que prometió matar y la
única persona que puede ayudar a salvar a su hermana.

Atrapada en una historia milenaria de hielo, fuego y dioses antiguos,


Raina debe abandonar la venganza y ayudar al Coleccionista de
Brujas a salvar al Rey Helado o dejar que su imperio, y su hermana,
caigan en manos enemigas. Pero las líneas entre el bien y el mal se
difuminan y Raina tiene más que perder de lo que imaginaba. ¿Qué
va a hacer cuando el Coleccionista de Brujas ya no sea el villano que
le robó a su hermana, sino el héroe que le está robando el corazón?
Por mi familia.
Son mi luz en la oscuridad.
Los quiero hasta la luna.

Y a todos los escritores que se preocupan por no ser lo


suficientemente buenos,
por no poder seguir adelante,
que no tendrán éxito.
Ustedes lo son. Pueden. Lo tendrán.
MAPA
DÍA DE LA
RECOLECCIÓN
Fue hace ocho largos años que el Coleccionista de Brujas se llevó a mi
hermana.

Cada luna de cosecha, cabalga hacia nuestro valle con su capa negra
ondeando al viento y lleva a uno de nosotros a Invernalia, hogar del inmortal
Rey Helado para quedarse para siempre. Ha sido así durante un siglo, y hoy es
ese día: el Día de la Recolección. Pero el Coleccionista de Brujas no vendrá por
mí. De esto estoy segura. Yo, Raina Bloodgood, he vivido en este pueblo durante
veinticuatro años, y durante veinticuatro años él me ha pasado por alto.

Su error.

Algunas mujeres anhelan un marido. Una casa. Niños. Otras desean besos
febriles en la penumbra, susurros de seducción contra su piel. ¿Yo? Quiero a mi
familia. Juntos y libres. También quiero al Rey Helado y a su Coleccionista de
Brujas.

Muertos.

Y hoy hago mi deseo realidad.


I
EL FUEGO
1

Bajo la luz menguante de la madrugada, me escabullo a través de la puerta


trasera de la cabaña del panadero, saco dos hogazas de pan fresco de una rejilla
para enfriar y me deslizo en la niebla plateada que se arrastra a través de nuestro
pueblo dormido. Nadie me ve. Nadie me escucha. He sido callada y sigilosa toda
mi vida, acostumbrada a ser la bruja ignorada sin voz. Pero nunca he sido una
ladrona y nunca he sido una asesina.

La gente cambia, supongo.

Con el pan atado dentro de mi delantal, corro a la cabaña vacía que


comparto con mi madre y saco mi mochila de debajo de la cama. Ese dulce
aroma a levadura y miel hace gruñir a mi estómago vacío, pero debo
mantenerme concentrada. El pan robado podría salvarnos en los próximos días.

Las últimas semanas me han dado razones para creer que aquellos a quienes
amo pueden tener un futuro diferente al que se nos ha presentado durante tantos
años: uno de miedo, pavor y pérdida. Finalmente, podemos dejar Silver Hollow
y este valle, encontrar una nueva vida lejos, en algún lugar a salvo de las manos
pesadas de los gobernantes inmortales. Solo necesito secuestrar primero a la
mano derecha del Rey Helado, forzarlo a que me guíe a través del prohibido
Bosque Frostwater, tender una emboscada al castillo protegido del reino en
Invernalia, matar a mis enemigos y recuperar a mi hermana.
Sola.

Una vez que he agregado los panes a los otros artículos que he preparado
para nuestro vuelo empujo el paquete de vuelta a su escondite. La mayoría de
las brujas jóvenes en el pueblo probablemente estén acurrucadas con sus
familias, preocupadas de que se las lleven, mientras yo planeo un levantamiento
de una sola mujer.

Pero a diferencia de las otras brujas del valle, nunca he temido ser elegida.

Los Brujos Caminantes cantan su magia en Elikesh, el idioma de los


Antiguos. Nacida sin la capacidad de hablar, aprendí a tejer construcciones
mágicas traduciendo a Elikesh usando el idioma que mi madre me enseñó: un
idioma de signos hablado con las manos.

Crear magia de esta manera es una habilidad difícil. A veces, me equivoco.

Una palabra por aquí, un estribillo por allá. Esa lucha y el hecho de que ni
una sola marca de bruja vive en mi piel, me ha hecho invisible para ser elegida.
Los Brujos Caminantes elegidos ayudan a proteger las fronteras más
septentrionales y la misma Invernalia. ¿Qué querría Colden Moeshka el Rey
Helado, de una bruja inexperta como yo?

Una sonrisa tienta mis labios.

Si tan solo supiera todo lo que puedo hacer.

Un golpe fuerte llama a la puerta, y el sonido reverbera a través de mis


huesos. Al principio, creo que podría ser mamá, con los brazos sobrecargados de
manzanas mientras toca la puerta para que la deje entrar. Pero el olor
inconfundible de la muerte flota bajo el umbral. El olor es débil, pero está ahí.

Cuando abro la puerta, una paloma yace en el suelo, sus alas extendidas e
inmóviles. Con un toque suave, acuno al ave en la curva de mi brazo, paso mis
dedos sobre su cabeza y pecho, y la llevo adentro. Su cuello parece dañado, pero
todavía está viva, aunque apenas. Tengo unos minutos para salvarla, pero eso es
todo.

La mayoría de las veces, la oportunidad de ayudar se me escapa. Es más


seguro si nadie sabe que soy una Sanadora. Nunca me he atrevido a decírselo a
mis padres ni a nadie más.
Ni siquiera mi amigo Finn. Solo mi hermana, Nephele, sabe que tengo esta
habilidad. Ella siempre decía que estuviera agradecida de no tener marcas de
brujas, porque el poder que vive dentro de mí me hace valiosa.

Y las cosas valiosas se guardan bajo llave.

A medida que el olor a muerte se hace más intenso, me siento en la silla de


mamá cerca de la chimenea y acomodo la paloma en mi regazo. Su muerte huele
a agujas de pino y musgo húmedo mezclado con un toque de lluvia fría. Al
inhalar profundamente, cierro los ojos, absorbo ese aroma y observo cómo los
brillantes hilos enrollados de la vida de la paloma se deshacen como un carrete
de hilo.

No estoy segura de que esta sea mi decisión más sabia dado lo que debo
hacer hoy. La curación puede ser agotadora, dependiendo de qué tan cerca esté
la muerte y del tamaño de la vida que estoy reconstruyendo. Sin embargo, una
paloma pequeña debería ser un pequeño esfuerzo.

No puedo simplemente dejarla morir.

Concentrándome, imagino los hilos oscuros convirtiéndose en una trenza


brillante, y la paloma planeando sobre el valle. Esta es la primera parte de todo
rescate: manifestar una visión de mi voluntad. A continuación, recupero la
antigua canción que conozco desde la primera vez que vi los hilos de la vida en
una cierva moribunda y formo la letra con mis manos.

“Loria, Loria, anim alsh tu brethah, vanya tu limm volz, sumayah, anim
omio dena wil rheisah”

Los hilos brillan y tiemblan, unidos como el hierro al imán. Sigo cantando,
repitiendo las palabras hasta que los hilos se han entrelazado y la construcción
dorada de la vida vuelve a ser sólida y resplandeciente.

Las alas de la paloma aletean y se alborotan. Cuando abro los ojos, su


corazón late con tanta fuerza que su pecho se mueve con cada latido. Sus ojitos
también se abren y se levanta, volando de pared a pared. Empujo las persianas
y la veo alejarse hacia el frío, desapareciendo en la distancia cerca del límite del
bosque.
Estoy un poco cansada y mareada, y un sudor frío me resbala por la frente,
pero me recuperaré.

Lo más extraño de curar una vida tan cerca de su final es que la muerte
robada se enrosca dentro de mí como una sombra. Solo tengo un puñado de
muertes escondidas, pero siento la diminuta oscuridad de cada una.

Empiezo a cerrar las persianas, pero en cambio, hago una pausa y observo
la vista de la mañana en el pueblo, posiblemente la última. Hacia el oeste, donde
el Bosque Frostwater se curva sobre las colinas, el turno de medianoche de los
Brujos Caminantes se mueve a lo largo del borde del bosque cerca de la torre de
vigilancia, deslizándose a través de la penumbra como fantasmas. Y en la niebla,
más allá de la plaza del pueblo, aparecen unas cuantas mujeres del este. Llevan
cestas de manzanas sobre la cabeza, rodeados de nubes de su propio aliento. Todo
lo demás está en calma, por ahora, un pueblo a punto de despertar para el día
más temido del año.

Después de avivar el fuego, cambio mi capa por un chal y me dirijo a mi


mesa de trabajo. El sol está a punto de salir, lo que significa que Finn se
despertará pronto y, como los demás que llevan sus manzanas, mamá regresará
del huerto en cualquier momento. Hay trabajo que hacer, un plan que debo
seguir hasta el final, aunque es difícil imaginar dejar todo lo que he conocido.

Pero no puedo quedarme. Vivimos en un mundo donde las guerras


hierven a fuego lento entre dos de las rupturas continentales de Tiressia: los
territorios del Este y las Tierras del Verano por el sur. Durante siglos, todos los
gobernantes del este han tratado de conquistar las tierras del sur, anhelando
reclamar la Ciudad de la Ruina, una ciudadela que se cree que alberga la
Arboleda de los Dioses y el cementerio de las deidades de Tiressia.

O eso dice el mito.

Para crédito del Rey Helado, nunca he conocido la guerra. Las Tierras del
Norte se han mantenido neutrales, pero nuestros ciudadanos, ya sea protegiendo
la costa, las montañas, el valle, las Llanuras de las Tierras Heladas o el propio
rey, deben vivir de acuerdo con los deseos del Rey Helado, guardianes por
encima de todo. Creo que tengo el poder de cambiar eso, de acabar con su vida
inmortal y convertirnos en una tierra libre gobernada por su gente, libres para
vivir como elijamos.
Y eso es lo que pretendo hacer.

La vieja piedra de afilar de Padre está en el fondo de su baúl. La recojo de


debajo de sus otras herramientas de trabajo y saco una taza de agua de lluvia del
balde de lavado para la tarea de moler. Justo cuando me siento a trabajar, Madre
irrumpe en la cabaña con un montón de manzanas. Ella cierra la puerta de una
patada, pero no antes de que un viento amargo proveniente del Bosque
Frostwater la siga adentro. Con un gruñido, deja caer la cesta cargada.

El frío me envuelve y tiro más fuerte de mi chal, el colorido que Nephele


tejió hace mucho tiempo. Últimamente, su recuerdo está en todas partes. Incluso
las manzanas cubiertas de nieve a mis pies me hacen pensar en ella. Nephele
amaba el huerto y disfrutaba de la cosecha del Día de Recolección. Tampoco le
importaba vivir en la parte norte del imperio destrozado de Tiressia, ni le
molestaba el toque del invierno que se aferra a nuestro valle después de cada
luna de cosecha.

Yo soy lo opuesto. Odio vivir en las Tierras del Norte. Odio la cosecha del
Día de la Recolección y odio esta época del año. Cada día de otoño que pasa es
otro recordatorio de que el Coleccionista de Brujas está llegando y que Silver
Hollow, con sus onduladas colinas verdes y campos de lino bañados por el sol,
pronto será enterrado bajo la sofocante nieve del invierno.

Madre se limpia un mechón de cabello canoso de la frente y apoya las


manos elegantes en sus anchas caderas.

—Sé que pensarás que soy una tonta —dice—, pero este será un buen día,
mi niña. Lo siento en mis huesos.

Las marcas de bruja de mamá son pocas, su magia simple. Los remolinos
de su habilidad brillan bajo una fina capa de sudor frío, tenues grabados
plateados curvándose a lo largo de la piel leonada de su esbelto cuello.

Dejando a un lado la taza de agua de lluvia, fuerzo la primera sonrisa de


hoy. Mis dedos están rígidos por el frío cuando hago señas.

—Estoy segura que estás en lo correcto. Debería empezar a pelar.

Un segundo después, giro en mi taburete, alejándome de ella y de esos ojos


conocedores.
Mi sonrisa se desvanece mientras enciendo las velas que iluminan mi área
de trabajo. Quiero evitar esta conversación. Sucede todos los años, y todos los
años el Coleccionista de Brujas demuestra que la intuición de Madre está
equivocada.

Aun así, nunca la llamaría tonta. Aunque es una soñadora con la cabeza en
las estrellas, mi madre es la persona más sabia que he conocido. Es solo que este
día nunca es bueno, y este año podría ser peor que nunca.

Por mí.

Abro el cajón de la mesa de trabajo y recupero nuestra salvación, la razón


por la que he encontrado tanta valentía para recuperar nuestras vidas: el viejo
cuchillo de mi padre. El Cuchillo de los Dioses, lo llamó, se dice que fue creado
por un hechicero del este a partir de la costilla rota de un dios muerto hace
mucho tiempo. Había estado desaparecido desde el invierno posterior a la
elección de mi hermana, perdida en los campos cubiertos de nieve el día que el
corazón de padre dejó de latir.

Hace unas semanas, un grupo de agricultores encontró la hoja durante la


cosecha, medio enterrado en el suelo de un campo que pronto será barbecho.
Uno de ellos, el padre de Finn, Warek, reconoció el cuchillo por su inusual
empuñadura de granito blanco, su extraña hoja negra y la piedra de ámbar
incrustada en el pomo. Se aseguró de que los granjeros le devolvieran el hallazgo
a mi madre.

—¿Qué tiene de especial un Cuchillo de los Dioses? —pregunté una noche


cuando todavía era lo suficientemente pequeña como para sentarme en las
rodillas de mi padre. Mi padre llevaba ese cuchillo a todos lados. No había duda
de que era importante.

Acababa de llegar de la cosecha. Todavía recuerdo la forma en que olía, a


almizcle y campo. Tracé las venas de su mano, siguiendo sus marcas de brujo,
las marcas de un segador, que se ramificaban como raíces de árboles sobre sus
nudosos nudillos.

—El Cuchillo de los Dioses es un remanente de Dios —respondió—. Hueso


de dios, creado por la mano de Un Drallag el Hechicero. Hace referencia al alma
del dios de cuyo cuerpo se tomó el hueso. Puede matar a cualquiera y a cualquier
cosa, a los benditos y a los malditos, a los que viven para siempre y a los muertos
resucitados, incluso a otros dioses.

—Y aun te lo quedas —le dije, sin entender la profundidad de sus palabras


o el hecho de que algún día cambiarían mi mundo.

Su única respuesta había sido—: Sí, hija. Lo mantengo. Porque debo.

Al igual que Nephele, los pensamientos sobre mi padre nunca están lejos
de mi mente. Por qué fue al campo el día de su muerte, en pleno invierno,
seguirá siendo un misterio para siempre, al igual que la pregunta que podría
perseguirme hasta mi último aliento: si la hoja es tan poderosa, ¿por qué no lo
usó para salvarnos? ¿Para salvar a Nephele?

Tuvo posesión del Cuchillo durante años: un asesino de dioses, un asesino


de inmortales, un arma divina. Ni una sola vez lo usó contra el Rey Helado para
cambiar nuestras circunstancias.

Madre se inclina sobre mi hombro y se desata la capa mientras mira la


cuchilla. El olor a clavo, hojas caídas y frialdad ahumada flota en su piel y ropa.

—¿Estás afilando esa cosa vieja?

Ella no tiene fe en las historias de Padre sobre cómo encontrar el Cuchillo


de los Dioses a lo largo de la costa de Malorian. Aunque he mantenido la espada
escondida desde su redescubrimiento, Madre todavía no cree en su mito y
afirma que no tiene poder.

Pero yo sí creo. Porque lo siento.

En respuesta, acerco el borde negro y opaco a la luz de la vela. Necesito


este cuchillo lo suficientemente afilado como para penetrar tendones y huesos,
y solo confío en un par de manos para asegurarme de que pueda hacerlo.

Desafortunadamente, esas manos no son mías.

—Continúa, entonces —dice mamá—. Pero tenemos mejores cuchillos para


pelar manzanas Raina.

Necesito llevarle el cuchillo a Finn. Suele trabajar con hierro extraído cerca
de la Cordillera de Mondulak, pero sus manos son las manos en las que confío.
Sólo necesito una excusa porque mamá tiene razón. Disponemos de otras
cuchillas para el trabajo del día.

No tengo ninguna razón para estar tan concentrada en esto, ninguna que
ella crea de todos modos, y no es como si pudiera explicar mi plan. Algo me
dice que no estaría muy interesada en saber que su hija tiene la intención de
secuestrar hoy al Coleccionista de Brujas a punta de cuchillo.

Madre cuelga su capa junto a la puerta y se acerca a la chimenea para


servirse una jarra de sidra de manzana caliente. Cuando regresa a mi lado, mira
por encima de mi hombro mientras coloco la piedra de afilar de Padre sobre un
trozo de tela engrasada. Ella dice que el cuchillo no está hecho de hueso. ¿Qué
hueso es negro como la noche y frío como el hielo?

Pero es hueso. Hueso de un dios. Ni pedernal ni acero. Estoy tan segura de


ello. Algo en el fondo de esa vieja médula vibra con cada pasada, como si lo
estuviera devolviendo a la vida.

Más gotas de sudor en mi frente mientras trabajo, deslizando el borde a lo


largo de la piedra con una medida cuidadosa. ¿Qué pasa si lo daño? ¿Se puede
dañar el hueso de un dios? ¿Y si el Coleccionista de Brujas me supera hoy cuando
sostenga esta espada contra su garganta?

Mis manos tiemblan ante la idea de pararme contra él, lo suficiente como
para que vacile en mi trabajo. El hueso choca contra la piedra: un corte en la
punta de mi dedo. Jadeo y chupo la herida.

La muerte de los dioses. Solo yo me mataría accidentalmente con la misma


arma que podría salvarme.

—Raina, ten cuidado —Madre deja su taza a un lado y estudia el corte. Ella
toca mi barbilla, el amor suavizando sus ojos—. Sé que consideras este cuchillo
como una conexión con tu padre, pero tal vez Finn debería echarle un vistazo
a la hoja si estás tan decidida a usarla. Prefiero tus hermosas manos intactas.

Mi pulso se acelera. Me siento como una niña otra vez, una niña que le
oculta algo a su madre. Pero este es el momento perfecto. No podría haberlo
planeado mejor.
—Finn probablemente esté de camino a la tienda —afirmo—. Se lo llevaré
y terminaré las manzanas mucho antes del mediodía. Lo prometo.

—Ve —Ella sonríe—. Pero no tardes. La cena de la cosecha no se preparará


sola.

Me pongo la capa, envuelvo el cuchillo en un trozo de piel de animal y me


dirijo a la puerta.

—Hija.

Miro por encima del hombro y mamá cruza la pequeña distancia que nos
separa.

—Te esfuerzas tanto por ocultarlo —dice—, pero una madre conoce a su
hijo mejor que nadie. No dejes que tu odio te lleve a ti, o a nosotros, a problemas
Raina. Si vas a prometerme algo, prométeme eso.

Sus agudos ojos índigo se lanzan al cuchillo envuelto como si supiera todas
mis intenciones, y la culpa y la vergüenza me estrujan el corazón por lo que
estoy a punto de hacer.

Lo que debo hacer.

Me inclino, beso su suave mejilla y miento de todos modos.

—Lo prometo —firmo, y me deslizo hacia la fría y gris luz del día.
2

La herrería de los Owyn se encuentra en las afueras del este de Silver


Hollow, cerca del huerto y el viñedo. Es una caminata larga, pero estoy
rebosante de suficiente energía nerviosa como para llegar en poco tiempo.

Mientras avanzo por el pueblo, memorizo cada detalle del pueblo. La nieve
brilla en el techo de paja de cada cabaña y choza, y las últimas y finas bocanadas
de los fuegos nocturnos brotan de las chimeneas. Los jardines están muriendo y
las flores silvestres que bordean el camino hacia los campos se han convertido
en cáscaras incoloras. Pronto, la nieve se acumulará en los aleros y se deslizará
hasta las rodillas sobre todas las puertas, y la vida aquí en el valle se volverá
amarga y difícil.

Pienso mucho en cuánto odio este lugar, pero la verdad es que solo odio
mis circunstancias, el no tener otra opción. Porque la vida podría ser peor. Podría
vivir en un clan bárbaro en los territorios del Este o en las profundidades de las
sofocantes arenas de las Tierras del Verano, o podría vivir a lo largo de la costa
de las Tierras del Norte, preocupándome constantemente por la guerra y el
peligro al otro lado del mar. En cambio, vivo en un pueblo pacífico lleno de
buena gente: Brujos Caminantes, mestizos y aquellos que no tienen ninguna
habilidad mágica.

Los guardianes del Bosque Frostwater.


Nuestros Brujos Caminantes, junto con los de Hampstead Loch, Penrith y
Littledenn, sirven como la segunda línea de defensa en las Tierras del Norte, solo
superada por la Guardia del Norte, que protege nuestras fronteras del sur. Hora
tras hora, las voces de los Brujos Caminantes llevan la magia al éter a lo largo
del borde del Frostwater para reforzar una barrera que mantenemos intacta a
toda costa.

He caminado por ese límite muchas veces, ayudando a fortalecer la


protección con mi canción silenciosa. Para un extraño, la barrera no es más que
un brillo en los árboles, el rocío brillando en una telaraña a la luz de la mañana.
Pero es mucho más que eso. Es una fortaleza impenetrable con un único punto
de entrada vigilado hacia el oeste cerca de Hampstead Loch, a través del cual se
dice que viajan el rey y su séquito, es decir, su Coleccionista de Brujas.

A veces, me pregunto si estamos manteniendo a los intrusos fuera del


bosque y, por lo tanto, fuera del misterioso Invernalia del Rey Helado.

O si custodiamos algo.

Al otro lado del muro de piedra que separa el pueblo principal de las
granjas, un puñado de ancianos sale del templo después de su habitual oración
matutina. Lo siguen varios aldeanos, incluida la madre de Finn, Betha, y sus
cuatro hermanas menores.

Los Owyn son habitantes del Norte leales, dedicados a adorar a los dioses
antiguos, especialmente al último dios de las Tierras del Norte en la memoria
reciente: Neri, un bastardo egoísta que ha estado muerto durante trescientos
años. A veces, estar cerca de la familia Owyn me hace sentir blasfema, pero, de
nuevo, soy todo menos piadosa. No he puesto un pie dentro del templo desde
que se eligió a Nephele.

Y nunca lo haré, nunca más.

—¡Raina! —Helena, la segunda hija de Owyn después de la mayor, comienza


mi camino.

No pasa un día sin que hable con Hel. La conozco de toda la vida, pero
cuando perdí a Nephele, Helena no se apartó de mi lado. Ella llenó un vacío en
mí que ni siquiera Finn podía alcanzar.
Saludo y las chicas aceleran sus pasos para encontrarme, sus caras de color
marrón claro se tensan contra el viento frío. Betha parece renuente y tiene una
expresión sombría en su rostro.

Las gemelas, Ara y Celia, no se inmutan. Corren y se aferran a mis piernas


mientras Saira, la menor de la familia Owyn, salta a mis brazos y se abraza a mi
cuello. Ella retrocede y firma la única frase que sus diminutas manos dominan,
gracias a su travieso hermano.

—Raina necesita un baño.

Saira se ríe y una sonrisa genuina se extiende por mi rostro. Ella es una
pequeña porción de alegría en un día sin alegría.

Helena se acerca, su cabello negro luchando contra la brisa. La daga que su


padre y su hermano le regalaron el año pasado cuando cumplió dieciocho años
está siempre atada a su costado, incluso durante la oración. Es alta y fuerte como
su padre, pero suave a la manera de su madre.

Los Owyn son aficionados a la magia del fuego, sabios para los herreros,
aunque la mayor parte de su habilidad reside en la magia común como el resto
de los aldeanos. Sin embargo, las marcas plateadas de bruja de Helena son
audaces hoy en día contra su piel dorada como el fuego, delineadas en un bonito
tono ocre.

Cuando me encuentro con su mirada, me toca el costado y sonríe, pero su


espíritu salvaje no se mueve, ni siquiera en sus ojos.

—Buenos días, Raina —señala Betha. Esboza una sonrisa forzada y mira a
sus hijas pequeñas, una forma silenciosa de decir que no quiere que escuchen las
preocupaciones tan evidentes grabadas en su rostro.

Después de todos los años que me conoce, Betha todavía no ha aprendido


a afirmar nada más que la comunicación más básica, ni tampoco los demás, salvo
Finn y Hel.

Miro hacia los profundos ojos marrones de Helena.

—¿Todo está bien? —pregunto.


Lo que sea que les moleste no tiene nada que ver con el Día de Recolección.
Los Owyn son Brujos Caminantes, y Finn y Helena aún tienen la edad para que
los elija el Coleccionista de Brujas. Los Owyn creen que el Rey Helado hace lo
que hace por una razón piadosa, un hombre dotado con la perspicacia de la
bendición eterna de Neri, un líder que pretende proteger nuestras tierras.

Sé que les entristecería perder a algún miembro de su familia hoy, pero


ven el sacrificio como un deber, a diferencia de mí. Algo más debe estar mal.

—Los cazadores de banquetes deberían haber regresado de las montañas


anoche —señala Helena—, a tiempo para preparar sus presas para la cena de la
cosecha. No ha habido rastro de ninguno de ellos. Ni siquiera papá.

Dejo a Saira de pie y la observo saltar hacia el pueblo. Cada otoño, los
cazadores de banquetes viajan al sur hacia las Montañas Gravenna, con la
esperanza de atrapar y matar algunos Cuernos Grandes para la cena de la
cosecha. Estancias dispersas y pequeñas aldeas se encuentran entre nuestro valle
y las montañas, pero aparte de eso, la tierra es un tramo de colinas ondulantes y
pastizales abiertos. Ciertamente no es una caminata peligrosa para los cazadores
que han viajado por ese terreno durante años.

—Estoy segura de que solo perdieron la noción del tiempo —respondo—.


Warek regresará con su alegre banda pisándole los talones, como si fuera el
mejor cazador de todos —Aprieto su mano para consolarla porque su inquietud
es visible, tensándose en líneas gemelas entre sus ojos. No sé si tengo razón, pero
más tarde, después de hablar con Finn, tengo una manera de averiguarlo.

La curación no es mi único regalo.

Helena se muerde el labio.

—Espero que tengas razón, pero ¿reza una oración a Loria por si acaso?

—Por supuesto.

Helena me conoce lo suficientemente bien como para no incluir a su señor


de las Tierras del Norte en su solicitud. Loria es la diosa de toda la creación, y
aunque no puedo decir que creo que los Antiguos escuchan, Warek era el amigo
más cercano de mi padre y, por impío que sea, le rezaré a nuestro creador.
Pero no a Neri. Nunca a él. Él es la razón por la que debemos tratar con el
Rey Helado en primer lugar.

Helena y yo chocamos los antebrazos. Presiona su frente contra la mía y


logra una suave sonrisa.

—Tuetha tah —dice, una frase de Elikesh que significa Mi hermana.

Presiono la forma firmada de las palabras contra su pecho, sintiéndome


más culpable con cada segundo que pasa. Guardo poco de Hel, excepto la historia
del cuchillo. Pero no he mencionado mi plan, o que voy a dejar el valle, esta vez
de verdad. Helena me ama, pero nunca lo entendería.

Reúne a sus hermanas y a su madre y las conduce hacia el muro de piedra.


Aunque su rostro todavía está ensombrecido por la preocupación, su sonrisa se
ilumina y guiña un ojo juguetonamente por encima del hombro.

—Finn está en la tienda si es ahí a dónde vas. ¿Nos vemos en el Verde al


mediodía? —Asiento con la cabeza. Como si estuviera en cualquier otro lugar.

Fuera de la fragua, paso por encima de Tuck, el perezoso perro dorado que
adoro, para llegar a la entrada. Un golpe detrás de su suave oreja atrae una mirada
de ojos brillantes, pero aparte de eso, no se mueve. Tal amor por la mujer que le
robó la muerte una vez cuando nadie miraba.

En el interior, no me sorprende encontrar a Finn sentado en un rincón


oscuro, recostado en una silla con los pies apoyados en una mesa de trabajo,
bebiendo de una humeante taza de hidromiel. Esta solía ser la tienda del padre
de Finn, y se nota. La bandera verde e índigo de Tiressia cuelga de las vigas
mientras que el estandarte de Neri cubre la pared sobre la cabeza de Finn. La
imagen de una criatura más lobo que hombre me mira fijamente, bordada con
hilo color ceniza sobre seda azul y blanca.

La vista me disgusta.

La puerta cruje y Finn mira hacia arriba. Sus salvajes mechones negros
están revueltos y colgando sobre su frente, sus párpados pesados. Con mejor luz,
su piel, como la de Helena y la de su padre, parece marcada con plata, excepto
por el contorno de ámbar tenue.
—Por esa mirada que llevas, deduzco que viste a mi familia —Toma un
trago largo y deja escapar un suspiro irritado—. Padre está bien. Regresarán a
tiempo para la cena. Son cazadores, los mejores. No estoy preocupado.

Esa es la manera que tiene Finn de detener una conversación que no quiere
tener antes de que comience.

No me importa esta vez. Estoy de acuerdo con él. Los cazadores de


banquetes conocen nuestras tierras mejor que nadie. Además, ¿qué pudo haber
salido mal para que los siete no regresaran?

—Sí. No hay necesidad de preocuparse —firmo. Cruzando el espacio entre


nosotros, coloco el cuchillo envuelto junto a los pies de Finn y le doy la vuelta
a la piel—. ¿Podrías afilar esto para mí?

Finn mira el Cuchillo de los Dioses, luego me mira a mí y frunce el ceño.

—¿Para qué? Ese es el cuchillo que encontró mi padre, ¿verdad? Un poco


grande para pelar manzanas —Toma otro sorbo de hidromiel, mirándome con
ojos curiosos.

—No es para manzanas. Lo necesito para ayudar a limpiar los Grandes


Cuernos para el festín. Debe ser lo suficientemente afilado para cortar carne y
huesos por igual.

Dioses, que terrible excusa. No habrá Grandes Cuernos para la cena de la


cosecha si los cazadores no regresan a tiempo.

Finn se pasa la mano por el pelo espeso y ladea la boca en una sonrisa.

—Eres la peor mentirosa de Tiressia, Raina Bloodgood. Estás tramando algo.

Me muevo para pararme de espaldas al calor de la fragua, arrastrando una


mano a lo largo de una fila de cinturones de dagas y cuchillos finamente
elaborados que Finn vende a sus clientes. Anoche, consideré cómo sería contarle
cada detalle de mi plan para liberar a Nephele y a los pueblos de las Tierras del
Norte del gobierno del Rey Helado. Suplicarle que sea valiente y me ayude.

Pero ahora que ha llegado el momento, no me atrevo a ser honesta. Puede


que sepa cómo formar y manejar todas las armas creadas, pero Finn es un
amante, no un luchador. Está contento donde estoy inquieta, saciado donde me
muero de hambre. Me llamará diez tipos de tonta y tratará de detenerme.

Muy bien podría tener éxito.

—No estoy mintiendo —Formo las palabras con firmeza y seguridad, con
la esperanza de ser convincente—. Madre me envió. Estamos usando el cuchillo
para limpiar el ciervo salvaje para la cena de esta noche. Los cazadores volverán.

Mejor aferrarse a una terrible mentira que reinventar otra.

Él entrecierra sus ojos marrones, y la necesidad de esconderme detrás de


algo me invade. Engañar a Madre ya era bastante malo, pero engañar a Finn
podría ser aún más desafiante.

Finn ha sido mi primer todo. Mi primer amigo. Mi primera pelea. Mi


primer beso. Mi primer amante. Mi primer desamor. Es la única persona con la
que he compartido la historia del Cuchillo. También es el hombre con el que
decidí no formar una familia porque se negaba a abandonar el valle y yo no
quería quedarme. Los momentos de mi vida están llenos de él. Me lee tan
claramente como cualquier libro.

Después de un gemido y una mirada penetrante, apoya su silla sobre las


cuatro patas y alcanza el Cuchillo de los Dioses. Todavía está medio dormido y
se muestra desinteresado o molesto.

O ambos.

—Ciervo salvaje, ¿eh? —Gira el pomo en su mano y la piedra de ámbar


refleja la luz del fuego de la fragua. Él me mira, entrecerrando los ojos de nuevo
como si me estuviera clasificando—. No te referirás a un Coleccionista de Brujas
en cambio, ¿cierto, Raina? ¿Quizás un Rey Helado? —se molestó.

Tomo asiento en la silla frente a él.

—Finn, detente. Por favor, no hagas esto difícil. Necesito tu ayuda.

Finn devuelve el cuchillo a la mesa y me habla con las manos.

—¿Ayuda con esto? ¿Matar al Coleccionista de Brujas? ¿Trayendo la ira del


Rey Helado sobre todas nuestras cabezas? Recuerdo la historia de tu padre.
Segura que no crees que este cuchillo lo cambiará todo. O lo que fuera. Si
pudiera, ¿realmente crees que Rowan y Ophelia Bloodgood, de todas las
personas, no lo habrían intentado?

Mi pecho se contrae ante el sonido de los nombres de mis padres. Cuando


se encontraron en Malgros, la ciudad más al sur de las Tierras del Norte, mi
padre era el Centinela Jefe de la Guardia de las Tierras del Norte, un brujo
guardia asignado para proteger el puerto. Mi madre también era guardia, a
menudo apostada cerca del territorio de mi padre. Poco tiempo después de que
Madre quedara embarazada de Nephele, las tensiones entre la reina del sur, Fia
Drumera, más conocida como la Reina de Fuego, y el Rey Regner del Este,
crearon disturbios. Mientras las rupturas del sur y el este se preparaban para la
guerra, los pueblos de las Tierras del Norte a lo largo de la costa temían que el
conflicto finalmente se extendiera por el mar hasta nuestras costas. Entonces Fia
Drumera mató a Regner, y pronto, en el este, un príncipe místico sin nombre
ascendió al poder.

A mis padres se les concedió permiso para criar a su familia, pero se les
pidió que se dirigieran al norte y ayudaran a proteger el valle. Nunca fueron
leales al rey. Pero eran leales a su tierra y a su gente.

—No puedo decir por qué nunca lo intentaron —le digo a Finn—. Solo que
yo no soy ellos —Agarro el cuchillo y la piel de animal y los pongo en mi
regazo—. ¿Me ayudarás o no? Necesito la hoja afilada. Eso es todo lo que pido.

—Quieres que afile una espada asesina —Cruza sus musculosos brazos
sobre su pecho—. Eso es, en esencia, lo que dijiste cuando entraste aquí. Algo
para cortar carne y hueso por igual. Y sé que no te refieres a los ciervos salvajes.

Aprieto mis dedos en puños de silencio. Cada espada que forja se usa para
matar, y eso es decir mucho. La gente viene de todas partes de las Tierras del
Norte para comprar el hermoso y mortal trabajo de Finn Owyn, para buscar su
experiencia.

Solo está en conflicto ahora porque soy yo quien está pidiendo su ayuda.

—Quiero que afiles un Cuchillo de los Dioses —respondo—. Y creas en mí.

—Un Cuchillo de los Dioses —Finn se frota la mano por la cara, su


frustración es evidente—. Hecho por el gran hechicero, Un Drallag, un producto
de la tradición del Este. Forjado de hueso y la esencia de una deidad, ¿sí? ¿Qué
dios, Raina? ¿A qué dios crees que perteneció este hueso? ¿Neri? ¿Asha?
¿Urdin? ¿Thamaos? ¿Uno de los antiguos? ¿La misma Loria?

—Yo…—Mis dedos todavía. Padre nunca mencionó esa parte. Siempre


pensé que él no lo sabía, aunque siempre me lo he preguntado—. Él nunca lo
dijo —respondo—, pero no importa para la tarea en cuestión —Hago una pausa
y agrego—: Ciervos salvajes y todo eso.

Una sonrisa prueba una comisura de la boca de Finn, pero no llega a


completarse. Él empuja sus rodillas y se pone de pie, bordeando la mesa entre
nosotros, una expresión cansada ensombreciendo su rostro. Agachándose a mis
pies, apoya esas manos fuertes, manchadas de negro y llenas de ampollas en mis
muslos como si pertenecieran allí.

Cuando me mira a los ojos, pruebo la amargura que ha vivido dentro de


mi corazón desde que se negó a huir del valle conmigo hace tres años. Podría
haberlo amado de la forma en que mis padres se amaban. Podríamos haber
tenido mucho más que esto. Por otra parte, si nos hubiéramos ido, no habría
tenido esta oportunidad de salvar a mi hermana y tal vez a todas las personas
que viven en el Norte de soportar vidas que no eligieron.

Suavemente, Finn coloca un mechón de cabello suelto detrás de mi oreja.

—Sabes que creo en ti, en todas las cosas. Y afilaré este cuchillo hasta que
pueda despellejar carne y penetrar huesos si eso es lo que quieres. Pero no eres
rival para hombres como el Coleccionista de Brujas, Raina. Y ciertamente no el
Rey Helado. También los odio, más de lo que crees o nunca sabrás. Pero si pienso,
aunque sea por un momento, que estás a punto de hacer algo tonto una vez que
llegue el Coleccionista de Brujas hoy, debes saber que no me quedaré allí para
ver cómo sucede. No puedo. Siempre te salvaré, incluso si eso significa salvarte
de ti misma.

Aprieto los dedos de nuevo. Hay tantas cosas que quiero decir, ninguna de
ellas amable. En cambio, sostengo la mirada de Finn hasta que toma el cuchillo,
se pone el delantal de cuero y camina hacia la fragua.

—Fulmanesh, iyuma —Pronuncia las palabras sobre las llamas bajas y se


elevan, suministrando más luz.
Después de un momento, lo sigo, deslizando en silencio uno de los
cinturones de dagas que noté antes mientras él no está mirando. Empujando el
cuero en el bolsillo de mi falda, observo por encima de su hombro. Estoy más
nerviosa de lo que quiero estar ahora que él sostiene el Cuchillo de los Dioses.
Él podría quitármelo tan fácilmente.

Finn estudia el arma.

—¿Por qué es tan frío?

Me encojo de hombros.

—Ha sido así desde que tengo memoria.

Prueba el peso del cuchillo en la mano, muerde la hoja entre los dientes y
arrastra el borde sin filo a través de un trozo de piel gruesa, que corta mucho
más fácilmente de lo que hubiera imaginado.

Corta una mirada de soslayo.

—Se siente como un hueso. Sabe a hueso. Pero no parece hueso, y no corta
como hueso.

Por supuesto, no se parece al tipo de hueso que estamos acostumbrados a


manipular. Los dioses eran prácticamente indestructibles. Después de todo, fue
necesario que el último de ellos se matara a sí mismo hace tres siglos para poner
fin a su reinado. Seguramente matar a un hombre que Neri solo dotó de vida
inmortal y gobierno no será una tarea tan imposible como Finn lo hace parecer.
Me imagino que un buen empujón al corazón del Rey Helado hará el truco.

En cuanto al Coleccionista de Brujas, es humano, tal vez condenado a su


deber hasta la muerte. A lo sumo, es un Brujo Caminante dedicado a su rey.
Helena cree que es un hombre mayor y yo estoy de acuerdo. Mantiene la cabeza
enterrada bajo su capa, pero es el mismo coleccionista que ha venido al valle
desde que yo era una niña. Conozco su voz y conozco su complexión alta. No
esperará que lo ataque, nadie lo desafía nunca. El elemento sorpresa y una
cuchilla sagrada en su garganta deberían hacerlo más fácil de dominar.

Si soy más rápida que él.


—Probaré primero con la piedra de afilar —dice Finn, y el filo de su voz
se aleja—. Entonces podemos ir desde allí. ¿Está bien?

Enlazo mi brazo con el suyo y asiento, descansando mi cabeza en su


hombro. La tensión en espiral en mis músculos disminuye. Finn y yo ya no
estamos juntos, no como antes, pero él sigue siendo mi consuelo, incluso cuando
es imposible. No sé cómo vivir la vida sin él, pero me temo que tendré que
hacerlo. Cuando llegue el momento hoy, todavía le daré a él, y a su familia, una
opción, pero si soy honesta conmigo misma, tomó esa decisión hace tres años.

Presiona un tierno beso en mi frente.

—No me des las gracias, Raina —susurra—. Simplemente no me hagas


arrepentirme de esto.
3

—Tengo un mal presentimiento. ¿No entiendes eso?

Colden Moeshka se apoya contra la pequeña chimenea de mi refugio de


caza, tirando de un hilo suelto que cuelga del puño con cintas doradas de su
abrigo de terciopelo azul. Puedo oler el frío en él, ese olor constante y fresco del
invierno que se ha adherido a su piel durante mucho tiempo.

Se pone en cuclillas, arroja otro leño al fuego y aviva las llamas hasta que
la madera prende y las chispas bailan. No puedo dejar de mirar. Su piel de
alabastro brilla dorada bajo la luz del fuego, y sus ojos oscuros brillan como el
ónix negro extraído de la Cordillera Mondulak. Gran parte de su cabello rubio
cuelga suelto de su gorro, dando a sus rasgos un aire de inocencia que no posee.

Moviéndome en mi taburete de madera, apoyo los codos en las rodillas y


me froto los ojos cansados.

—Mala sensación o no, tengo que irme. Nunca me he perdido un Día de


Recolección. La vida de los aldeanos debe continuar con normalidad, al menos
hasta que sepamos la verdad. Y la única forma en que podemos saber la verdad
es si voy al valle y consigo a la chica.

Ya llego varias horas tarde. Cada Día de Recolección, me despierto cerca


de la medianoche para terminar la última etapa de un viaje de una semana a
través del Bosque Frostwater. Por lo general, llego a Hampstead Loch, el pueblo
más cercano a mi cabaña y el Camino de Invierno, alrededor del amanecer y
termino mi día en Silver Hollow al mediodía.

Pero anoche, me desperté con Colden deslizándose por mi puerta en la


oscuridad, solo y cansado del viaje por tratar de alcanzarme, todo para darme lo
que considero noticias menos que confiables.

—Hemos escuchado rumores del Este a lo largo de la cadena de espionaje


antes —le recuerdo—. Nunca ha salido nada de ellos.

—Sí, bueno, este rumor es diferente —Colden sostiene una mano helada
sobre el calor creciente del fuego, un esfuerzo inútil para ahuyentar el frío que
vive en sus venas.

Solo hay una razón por la que el Príncipe del Este rompería el acuerdo de
paz del Rey Regner conmigo, y es si se entera de que soy mucho más valioso
como arma contra Fia que como aliado.

Fia. Pienso a menudo en la reina de las Tierras del Verano y me pregunto


si se preocupa por Colden como él se preocupa por ella.

—Todo lo que he hecho ha sido con Fia y todo Tiressia en mente —dice—.
Si el príncipe sabe mi secreto, vendrán por mí. Sabes que lo harán. Y destruirán
a cualquiera que se interponga en su camino.

—Nuestras fronteras están protegidas —le digo por lo que parece ser la
centésima vez—. Incluso sin nuestros Brujos Caminantes, las Llanuras de las
Tierras Heladas y la cordillera oriental son intransitables en esta época del año.
Los Habitantes del Este nunca han sobrevivido y nunca sobrevivirán navegando
a través de las Mareas Blancas, ni pueden pasar la flota de los Habitantes del
Verano para entrar a través de las Corrientes del Oeste. La costa está bien
fortificada. Estás a salvo, Colden.

Y Fia está a salvo. Ningún rey, y ciertamente ningún príncipe sin nombre,
la ha superado todavía. No necesita lidiar con que el Príncipe del Este le ponga
las manos encima a su antiguo amante, pero si alguien puede cuidar de sí mismo,
es la Reina de Fuego.
Colden rebana esa mirada negra a través de la habitación y arquea una ceja
perfecta.

—Tan bien como me conoces, ¿realmente crees que temo a los Habitantes
del Este por mí mismo? Si vienen por mí, convertiré su ejército en estatuas de
hielo para decorar el patio, colgaré las bolas heladas del Príncipe del Este en las
puertas de Invernalia y bailaré sobre los fragmentos de sus patéticos huesos
congelados —Se vuelve hacia el fuego como si en las llamas y las cenizas se
encontrara alguna respuesta a nuestra situación—. Es la gente del Norte lo que
me preocupa, Alexus. No puedo estar en todas partes a la vez.

Sus palabras suenan tan seguras, pero son mentiras. La verdad que Colden
no admitirá es que el Príncipe del Este lo asusta. Se dice que el príncipe lleva las
manchas de caminar en el Mundo de las Sombras, otro rumor, y uno que no
creo. Han pasado siglos desde que alguien cruzó las oscuras costas del Mundo de
las Sombras. No era un simple hombre y no habría sobrevivido de otra manera.

Levanto mis manos en fingida defensa.

—Solo estoy tratando de tranquilizarte. Son rumores. No hay necesidad de


agitación hasta que tengamos más evidencia.

Se deja caer en la silla a mi lado y su expresión irritada se transforma en


preocupación.

—Yo también me preocupo por ti. He tenido sueños. No, sueños no —aclara
con el ceño fruncido—. Pesadillas. Desde hace un tiempo.

Hemos estado hablando de esta situación desde que llegó, pero esta es la
primera vez que menciona pesadillas.

Hago un gesto hacia él.

—Continua.

—Es como si los Antiguos me estuvieran advirtiendo que se avecina un


peligro —dice—, pero no sé cómo detenerlo. Todo lo que sé es que temo que los
Habitantes del Este hayan descubierto lo que he estado escondiendo y que no es
necesario que estés en el valle esta noche.
Aunque considero preguntarle qué vio en sus sueños para llevarlo a tales
conclusiones, me inclino y apoyo mi mano en su rodilla que rebota. Su pie se
detiene.

—No puedes tener las dos cosas, amigo mío. No podemos obtener la verdad
sin un Vidente, y no podemos consultar a un Vidente si no voy al valle. Debo
conseguir a la chica. Es la única forma de acabar con esta preocupación.

La chica sin voz y sin marcas de bruja. La llamada Vidente.

Raina Bloodgood.

De todos los nombres que podría haber escrito en mi lista, el de ella nunca
ha sido una posibilidad. No hasta esta mañana de todos modos, ahora que
Nephele ha decidido convertir a su hermana en un activo.

Nephele siempre ha sido honesta conmigo, o eso creía yo, pero, aunque me
ha hablado mucho de su hermana menor, nunca ha mencionado este valioso y
oculto talento. Más bien, ha hecho todo lo posible para proteger a Raina de hacer
el viaje conmigo por el Camino de Invierno. Siempre he entendido y accedido
a dejar a Raina en paz. En verdad, nunca he sentido un poder lo suficientemente
fuerte dentro de ella para hacerla útil, ni la marca de una bruja. Pero los dioses
saben que un Vidente habría sido una valiosa adición en Invernalia.

¿Por qué Nephele negaría al reino entero una protección tan rara? Y si la
niña es todo lo que afirma Nephele, ¿por qué su poder no es visible con una
mirada?

Me recuerdo a mí mismo que Raina ha sido durante mucho tiempo una


mujer, no una niña. Una mujer cuyo rostro permanece en mi mente cuando no
tiene por qué hacerlo.

Colden se lleva la mano a la boca durante varios momentos, con los


nudillos apretados y blancos como la nieve.

—Será mejor que valga la pena el riesgo que estoy tomando al permitir
esto.

Aparto mi mano de su rodilla.

—¿No confías en la palabra de Nephele?


No puedo culparlo si no lo hace. Incluso me encuentro dudando de ella,
aunque el pensamiento me retuerce por dentro. La verdad que no puedo ignorar
es que, si Raina tuviera ese tipo de poder, su piel lo mostraría. A menos que haya
más magia en el trabajo.

—Por supuesto que confío en Nephele —responde Colden—. Pero el tiempo


desdibuja la realidad, ¿o lo has olvidado? Ella y Raina han estado separadas por
mucho tiempo. Lo que Nephele recuerda de su hermana puede no ser la verdad
que existe ahora —Colden no está mintiendo sobre los deseos de Nephele, lo
sentiría si lo estuviera, pero ayudaría si Nephele estuviera aquí. Después de ocho
años de jurar por mi vida que le ahorraría a su hermana el destino del deber en
Invernalia, no sé cómo sentirme si rompo mi palabra.

Me paso la mano por la barba.

—La pregunta es, ¿estás dispuesto a ignorar la posibilidad de que Raina


tenga la Vista, gracias a un mal presentimiento y un mal sueño? Si ella es una
Vidente, y si el rumor de que el Príncipe del Este traiciona tu acuerdo tiene,
aunque sea una pizca de verdad, entonces la necesitamos. La preocupación
injustificada por mi seguridad no puede interponerse en el camino de eso. Me
he enfrentado a cosas mucho peores que otro Día de Recolección. Seré
cuidadoso.

—Podría viajar contigo —ofrece Colden, con los ojos desprevenidos—. Solo,
eres formidable. Juntos, somos una fuerza de la naturaleza.

—Absolutamente no. Si hay peligro, ambos estamos más seguros si estás en


casa, y todo Tiressia está más seguro si estás protegido por las protecciones de
los Brujos Caminantes. Por favor, no discutas conmigo sobre esto. No ganarás.

Se inclina hacia adelante, descansando su frente sobre los dedos


entrelazados, y exhala una respiración larga y fría que cuelga en el aire antes de
alejarse flotando. Conozco su dilema. Puedo sentir su agitación. Es imposible no
preocuparse por alguien con quien has compartido tanto. Somos, después de
todo, como dos mitades de un mismo todo.

—Entonces ve —Él levanta la cabeza—. Conduce rápido. Ve directamente


a Silver Hollow. Encuentra a la chica y vuelve al bosque lo antes posible. No te
quiero en el valle después de que oscurezca por completo.
Le gusta pensar que me gobierna, pero ambos sabemos que solo sigo aquí
porque él necesitaba que estuviera.

—Sí, mi señor y poderoso rey. Nací para conceder todos tus deseos —Con
toda la sonrisa que puedo reunir, me pongo de pie y hago una reverencia falsa,
con la esperanza de aligerar su estado de ánimo antes de irme. Cuando me
levanto, medio espero que Colden ponga los ojos en blanco ante mis payasadas,
pero su rostro sigue serio, tal vez más. Cualquier humor en mi voz se
desvanece—. Bien. Pero dime que regresarás a Invernalia. No me esperes. Te
quiero tan seguro como tú me quieres a mí.

—Sé que lo haces —Me lanza una mirada que conozco bien—. Y sí, iré. No
me gustará, pero iré.

Nos miramos el uno al otro durante un largo rato, luego apago el fuego y
me pongo el tahalí, la vaina y las espadas.

—Al menos todo lo que debes hacer es conseguir a la chica —Colden se


pone de pie, sonando como si se estuviera convenciendo a sí mismo—. Tarea
bastante fácil.

—Esa es la esperanza. No puedo imaginarme a la mujer que recuerdo


causándome ningún problema.

Colden me da una media sonrisa oscura.

—Si se parece en algo a su hermana, es posible que estés muy equivocado


al respecto.

Salimos y montamos nuestros caballos, uno frente al otro bajo la débil luz
que se filtra a través del dosel del bosque.

Colden envuelve esos puños mortales en las riendas de su animal.

—Antes de irme, indiqué a Nephele y a los demás que centraran su atención


en los límites cuando se pusiera el sol. Si alguien entra en el bosque, mis Brujos
Caminantes lo sabrán. Si perciben una amenaza, se asegurarán de que el enemigo
se arrepienta de haber pisado nuestro valle. Ramas de hielo sobre las correas de
cuero a su alcance. No dejarán el Bosque Frostwater, al menos no hasta que me
hayan enfrentado.
Sus ojos son negros como el hollín, su rostro de piedra. Cualquier
vulnerabilidad que permitió deslizarse debajo de su piel momentos antes ahora
ha sido enterrada en sus huesos.

Colden Moeshka, el gélido Rey Helado, ha regresado.

—Te veré pronto —le digo, y después de que se golpea el pecho con el
puño, su forma de decir: Hasta que nos volvamos a encontrar, nos separamos.

Clavo mis talones en los costados de mi caballo y empujo hacia abajo para
un paseo sigiloso.

—Con el viento, Mannus. Busquemos a Raina Bloodgood.


4

Con el cuchillo afilado y el cinturón de la daga robado metidos en el


bolsillo, regreso a la cabaña y paso el resto de la mañana ayudando a mamá a
prepararse para el banquete de la cosecha. Después de verter las últimas
manzanas en una olla, las coloco sobre el fuego.

—Estoy segura de que los cazadores están bien —Madre se levanta de la


silla y se limpia las manos con la toalla ceñida a la cintura. Frunciendo levemente
el ceño, mira por la ventana—. Probablemente disfrutaron un poco de cerveza
y vino anoche.

Hace unas horas, habría estado de acuerdo, pero me siento menos segura
con cada minuto que pasa.

Dioses, necesito estar sola con mi plato de videncia. La idea de buscar al


padre de Finn me ha asaltado más de una vez, pero mi madre está
constantemente a mi lado. No puedo arriesgarme a que me atrape, incluso ahora.
El dolor que sentiría, la traición de saber todo lo que le he ocultado, podría
deshacer mi resolución.

Más tarde, ocupo mis manos nerviosas haciéndome útil afuera. Ayudo al
Sr. Foley a acarrear leña para las hogueras y ayudo a Mena a poner piedras para
nuestro círculo de ceremonias. Mena se mudó aquí desde Penrith después de
perder a su hija hace muchos años en el Día de la Recolección. Ahora no tiene
familia, pero ella y yo siempre hemos compartido una especie de parentesco.
Mientras presionamos las rocas contra el suelo, ella me mira con más
atención de lo que me gustaría. Su piel arrugada y pálida está cubierta de marcas
de bruja: azules como venas, relucientes como escamas de pescado. Con la edad,
su habilidad se ha desarrollado, pero se dice que el grado de magia que
supuestamente se requiere en Invernalia es demasiado agotador para la anciana.
Tengo que pensar que eso significa que el Rey Helado encuentra inútiles a los
ancianos porque la única otra opción es que él y el Coleccionista de Brujas
realmente se preocupan por lo que le sucede a la gente de las Tierras del Norte.

Lo sé mejor que eso.

Mena va hacia el carro y extiendo mis manos sucias por otra piedra, pero
ella duda.

—Tus palmas me están llamando hoy —Ella guiña un ojo.

Mena lee las manos, algo que le he dejado hacer un puñado de veces. Sabe
que soy reacia y no me presiona, pero le gusta bromear. Es una querida amiga,
así que tolero su mente indiscreta.

Tomo una piedra del carro y la coloco en el suelo, dándole una sonrisa
alegre.

—¿Qué dicen ellas?

—Que hay dos cosas que necesitas aprender. O tal vez, no aprender, pero
llegar a aceptar. Una —Se acerca, sonríe y me da un golpecito en la nariz—, es
que eres más capaz de lo que crees, querida. Tu fuerza está en tu corazón. Y
dos…—Se arrodilla a mi lado y empuja mi cabello sobre mi hombro, dejando que
su mano descanse allí—. La victoria solo viene a través del sacrificio, Raina. No
sé lo que te pesa, pero sé que estás en crisis. Puedo ver la carga. La mayoría de
las batallas son duras. Siempre se debe perder algo si se quiere ganar. No temas
esto. Nunca avanzarás si nunca dejas las cosas atrás.

Llorar es lo último que quiero hacer en este momento, he llorado lo


suficiente por todo Silver Hollow, pero las lágrimas brotan espontáneamente de
todos modos.

Tomo una respiración profunda y parpadeo para alejarlas.


—Gracias —Es todo lo que puedo pensar en decir. No sé qué significan sus
palabras para mí, pero es probable que sean las últimas palabras de sabiduría que
recibiré de Mena, así que las guardo. Algo de ella para guardar para siempre.

Poco tiempo después, después de que Mena y yo terminamos con las


piedras, Finn finalmente llega con Tuck trotando detrás de él. Juntos, apostamos
antorchas y banderas de Tiressian alrededor del Verde, pero Finn está callado,
con el ceño fruncido perpetuo. Lo conozco tan bien. Detrás de esa frente poblada,
su mente está desgarrando en los qué pasaría si. También sé que, si bien gran
parte de su preocupación es por mí y por lo que teme que pueda hacer hoy, la
mayoría de sus preocupaciones son por el paradero de su padre. Si puede
admitirlo o no.

Si tan solo pudiera tener un momento para mí misma para escudriñar,


podría aliviarlo. Pero el parque del pueblo está lleno de gente, nuestra cabaña
invadida, los amigos de mi madre entrando y saliendo. ¿Y Finn? Él es mi
sombra.

El sol calienta lo suficiente como para que la mayor parte del rocío se haya
consumido, así que cuando terminamos todas las tareas, nos sentamos en la
hierba, hombro con hombro, rodilla con rodilla, mirando el cielo del mediodía
hacia el oeste. Después de un rato, Tuck se acurruca contra mi costado y deslizo
mis dedos por su pelaje, aunque el acto no tiene su antídoto calmante habitual.
Mis pensamientos sobre los cazadores de banquete se disipan, reemplazados por
suficiente anticipación que mi corazón comienza a latir con fuerza contra mi
caja torácica.

—Te amo, Raina —dice Finn de la nada.

Mi corazón acelerado casi se detiene. Muevo mi cabeza alrededor,


buscando su atractivo rostro juvenil. ¿Por qué me dice esto ahora?

En el momento en que ese pensamiento me golpea, me doy cuenta de que


sé por qué.

—Sentí que necesitabas escuchar eso antes de hacer algo precipitado —dice.
Toma mi mano y presiona un tierno beso en la punta de mis dedos—. Te amo,
Raina Bloodgood. Siempre.
Al principio, estoy sin palabras. Quiero estar mareada, como escucharlo
decir que me amaba solía hacerme sentir. Quiero emocionarme, tanto que su
confesión me haga cambiar de opinión. Sin embargo, no es así, y no sé qué
pensar al respecto.

—Yo también te amo —digo y descanso mi cabeza en su hombro. Esas


palabras son ciertas, y necesito que él sepa que son ciertas, pero no puedo mirarlo
con esta otra verdad sin duda brillando en mis ojos. El que dice que nuestro
amor no es suficiente.

Nunca lo ha sido.

—¿Quieres saber por qué odio al Coleccionista de Brujas y al Rey Helado?


—él pregunta.

Asiento con la cabeza. Sus palabras de esta mañana no han salido de mi


mente. También los odio, había dicho. Más de lo que crees o nunca sabrás. Las
razones de Finn para odiar a los dos hombres son claramente diferentes a las
mías. Todavía adora a Neri, y no puedo entender por qué. Por otra parte, nunca
se han llevado a nadie de la familia de Finn. No sabe cuánto duele ni cuánto la
necesidad de culpar a todos los responsables puede quebrantar la fe más fuerte
y endurecer el corazón más devoto.

Se inclina más cerca y baja la voz—: Porque te apartaron de mí. Tal vez no
físicamente, pero no podemos tener paz gracias a ellos.

Levanto la cabeza y sostengo su mirada.

—Entonces, ¿por qué no me ayudas? ¿Por qué no luchar? ¿Por qué no…?

Cruza su mano alrededor de mis dedos, silenciándome.

—Porque preferiría tener esta vida, contigo, arriesgándome en una tierra


que conozco, que una vida allá afuera —Señala con la cabeza hacia el sur—,
donde no tengo idea de los peligros que podemos enfrentar. Crees que quieres
libertad, pero nunca consideras que tal vez el tipo de libertad que anhelas ni
siquiera existe —Inclina la cabeza, como si nada sobre mí tuviera sentido—. Tú
y yo no somos lo suficientemente capaces con la magia para que el Coleccionista
nos elija alguna vez, Raina. Se necesitan los más talentosos del valle para proteger
los confines de las fronteras del norte. Eso no somos nosotros. Sin embargo, estás
dispuesta a alejarte de todo. Por un sueño.

Tiro mis manos de su agarre, cualquier momento de ternura se perdió.

—No puedes saber a quién elegirá. Y eres complaciente. Dispuesto a alejarte


de mí por la seguridad de una prisión. El miedo te gobierna.

—Por supuesto que el miedo me gobierna —espeta—. No hay amor sin


miedo, Raina. Lo entenderías si pensaras en alguien además de ti y en lo que
quieres.

Sus palabras me golpean con fuerza como un puño. Nos ponemos rígidos,
y la pulgada entre nosotros se convierte en un abismo.

Fijando de nuevo mis ojos llorosos en el horizonte, hago todo lo posible


por no pensar en todo lo que podría perder. No solo estoy haciendo esto por mí,
por un sueño. Lo estoy haciendo por Finn, Hel y Saira, y cualquiera que esté
sudando de miedo mientras esperamos nuestro momento.

El Cuchillo de los Dioses está atado a mi muslo, y hace tanto frío que me
quema. El cálido cuerpo de Tuck lo presiona contra mi piel, gélido como una
estaca de hielo. Me gusta el frío recordatorio de que está ahí. El frío me enfoca.
En cualquier momento, el Coleccionista de Brujas cabalgará sobre las colinas del
oeste, y si puedo ser lo suficientemente fuerte, si puedo superar a Finn y al
Coleccionista de Brujas y cualquier otra persona decidida a detenerme, todo
cambiará.

Para mejor.

Excepto que llega el mediodía y desaparece sin ninguna señal del


Coleccionista de Brujas.

Finn y yo nos sentamos por un largo rato, mirando más allá de las afueras
del pueblo hacia el valle más allá. Todos los demás en el Verde también miran.
Un pueblo que contiene la respiración.

—¿Dónde podrá estar? —la gente pregunta—. Él nunca llega tarde.

—Algo anda mal —susurran otros—. Primero los cazadores, ahora el


Coleccionista.
Incluso cuando el sol se pone en el cielo, todavía no viene. Los cazadores
tampoco.

Las familias mestizas y humanas se cansan de esperar el espectáculo del


Día de la Recolección, por lo que comienzan a prepararse para la cena de la
cosecha. Los Brujos Caminantes aún se demoran, observando el horizonte con
una mezcla de cansancio y esperanza en sus ojos.

Salgo de mi aturdimiento, presiono un beso en la cabeza de Tuck y me


pongo de pie.

Finn me mira con los ojos entrecerrados, su rostro duro.

—Necesito algo de tiempo —le digo—. Sola.

Mira a su familia sentada a unos pasos de distancia, con tanta preocupación


en los rostros de Helena y Betha que se me oprime el pecho.

—Yo también —responde.

Veo a mi madre y la evito mientras me abro paso entre la multitud y me


dirijo hacia la cabaña. En el interior, agarro mi plato de videncia de la mesa de
trabajo y lo lleno con agua de lluvia clara recogida del balde del jardín. Con un
movimiento rápido, me pincho la yema del dedo con una aguja de coser y
exprimo una sola perla roja en el líquido, concentrándome en la primera
pregunta que tengo entre manos.

—Nahmthalahsh. ¿Dónde está Warek, el padre de Finn?

El agua solo me mostrará el presente, no el pasado y nunca el futuro.


También debo saber lo que estoy buscando. Exactamente.

Mirando la superficie resplandeciente, conjuro un pensamiento de Warek.


El agua se vuelve violeta, luego ondula como un charco roto por una piedra. Se
forma una imagen y dejo escapar un profundo suspiro. Warek se sienta cerca
de su caballo con la espalda apoyada en una gran roca. Está desplomado, con las
piernas extendidas, un frasco vacío tirado en el suelo, a centímetros de su mano.
Madre tenía razón. Demasiada bebida.

Al menos esa es una preocupación que puedo olvidar. Por ahora.


Después de cambiar el agua, pincho otro dedo y vuelvo a realizar el
sencillo ritual. Esta vez me imagino al hombre que planeo secuestrar y
eventualmente matar.

—Nahmthalahsh. Muéstrame al Coleccionista de Brujas.

El remolino violeta se ralentiza y cambia, estirándose y girando hasta que


la superficie se vuelve inmóvil y plana, reflejando mi respuesta. El Coleccionista
de Brujas monta su caballo oscuro a través del Bosque Frostwater, con la cabeza
siempre escondida debajo de esa capa negra. Al acercarse al claro en las afueras
de Hampstead Loch, está rodeado por la luz del día que se desvanece y el color
otoñal de los árboles.

Con un suspiro tembloroso, arrojo el agua por la ventana y me preparo


para la noche mientras una ira tranquila cobra vida dentro de mí. Me aferro a
eso.

Prospero en él.

Porque el Coleccionista de Brujas está llegando.

Es solo cuestión de tiempo.


5

Los Brujos Caminantes que protegen el Bosque Frostwater me permiten el


paso, reconstruyendo la brecha en el límite en el momento en que Mannus tiene
las cuatro pezuñas en el lado del valle del bosque. Consideré obedecer los deseos
de Colden de ir directamente a Silver Hollow. Sería más rápido y evitaría la
oscuridad que se avecina sobre el valle con una luz tenue, pero no puedo, incluso
con las preocupaciones de Colden sobre mi presencia en el valle esta noche.
Llego tarde y les debo a los aldeanos el alivio de saber que, al menos por este
día, están a salvo de mí.

Cuando llego a Hampstead Loch, la gente corre alrededor del Verde. Bajo
mi capucha, levanto mi mano y cabalgo a través de las masas.

—Está bien —grito por encima de sus voces murmuradas—. Solo estoy aquí
para decirles que este año no me llevaré a nadie de su aldea.

Lo que deben ser cuatrocientas personas permanecen congeladas, aunque


se descongelan una vez que se registra mi intención. Otros asoman la cabeza por
la puerta, la incredulidad en sus rostros se convierte en euforia.

Un anciano se acerca, juntando sus manos fuertemente marcadas en señal


de agradecimiento.

—Mi señor, únase a nosotros para la celebración de la cosecha. Déjanos


alimentarte. Darte un lugar para descansar.
La oferta es tentadora. Él no puede saber cuánto. Estoy cansado de una
semana en la espalda de Mannus y poco descanso gracias a la visita nocturna de
Colden.

Una mirada alrededor me tiene considerando, pero lo sé mejor.

—Muchas gracias, pero no puedo quedarme —le digo.

Un niño pequeño de pelo claro aparece a mis pies, un niño mediano al que
probablemente le han enseñado a temerme, pero es demasiado pequeño para
entender por qué. Sonrisa brillante y ojos verdes brillantes, tira de mi bota,
arrancando preciosos recuerdos que se apoderan de mi pensamiento racional.
Antes de que pueda decidir mejor, desmonto, agarro al pequeño y lo hago girar
en el aire como si yo fuera un padre y él mi hijo. Es una acción tonta. La más
tonta.

Disminuyendo la velocidad hasta detenerme, mi sonrisa se desvanece. Una


mujer está a mi lado, con el rostro pálido y tenso por la alarma. Ella es la madre
del niño, supongo, y mi presencia no es un espectáculo agradable. entrego al
niño.

Los aldeanos se quedan boquiabiertos mientras la confusión tuerce sus


expresiones, pero su visión del verdadero yo se disuelve rápidamente en sus
mentes. El trueno resuena en la distancia cerca del lago, seguido por la repentina
cacofonía de caballos gritando.

Todo el pueblo mira hacia el oeste.

Al principio, no hay nada más que el terrible sonido proveniente de los


animales y un extraño latido en el aire. Pero pronto, el humo se eleva desde los
establos, la tierra tiembla bajo los pies y las flechas con puntas de fuego caen en
cascada en arcos ardientes a través del cielo magullado.

Parpadeo, seguro de que esto no puede ser real. Sin embargo, no se puede
negar. No cuando la gente comienza a gemir, el techo de paja comienza a arder
y los guardias corren a salvar a las bestias en los establos incendiados.

Monto a Mannus y grito a los ancianos y guardianes restantes, pero no


pueden oírme por las voces frenéticas de cuatrocientos aldeanos. Me dirijo a la
mujer con el niño pequeño. Sus ojos están muy abiertos y aterrorizados.
—¡Corran! —grito—. ¡Pónganse a salvo!

Mientras la mujer se aleja, cabalgo hacia el oeste, decidido a enfrentar


cualquier destino que me aguarde, hasta que un muro de guerreros de las Tierras
del Este a caballo aparece a la vista en el borde suroeste del claro.

Ataviados con cueros de bronce oscuro de la cabeza a los pies, los


acompaña una bandada de graznidos cuervos, una nube chillona que oculta el
cielo. Algunos Habitantes del Este llevan antorchas de nudos de pino, mientras
que unas pocas docenas ondean banderas carmesíes: alas doradas y un ojo
siempre vigilante bordado en la seda.

El símbolo del viejo rey se fundió con el del nuevo príncipe.

La mayoría de los Habitantes del Este llevan espadas, hachas o arcos, y


apuntan sus hojas y flechas con una precisión letal. Al frente de la carga hay tres
hombres y una mujer cuyos rostros no puedo distinguir, pero cabalgan con
fuerza y rapidez.

Doy un tirón a Mannus y me dirijo de regreso al pueblo. El rumor


prometedor de cascos golpea la tierra, y el eco misterioso de mil alas golpea en
mi espalda.

Las riendas muerden mis palmas mientras retrocedo con fuerza,


deteniéndome, inseguro. Hampstead Loch es una flor solitaria en un campo
rodeada por un enjambre de abejas. No hay tiempo. No hay forma de correr o
llamar al orden antes de que los guerreros y sus depredadores convocados estén
sobre nosotros.

Y así, lo están.

Una sombra chillona de cuervos se abalanza sobre el pueblo, con sus picos
desgarrando la carne y arrancando el cabello y los ojos. Detrás de ellos cabalgan
cientos de jinetes, extendiéndose por el pueblo como una plaga.

Por un momento, no veo nada más que el destello de las espadas, no


escucho nada más que gritos y espadas encontrándose con la carne, recordando
demasiado bien la melodía de la batalla, la tonada de la guerra.

Mannus se levanta sobre sus patas traseras. Volviendo a mis sentidos, me


aferro a las riendas con una mano y lucho contra un cuervo con la otra. En el
segundo en que los cascos de mi caballo tocan el suelo de nuevo, un Habitante
del Este pasa a toda velocidad, con pintura de guerra bermellón cubriendo su
cabello gris trenzado. La hoja de su cuchillo curvo atrapa mi brazo derecho y
corta mi capa de viaje. El dolor es abrasador e impactante, pero no más que la
escena que se desarrolla a mi alrededor. Hay sangre. Muerte. Fuego.

Muchísimo fuego.

El del Este retrocede, sus ojos plateados enfocados. Es importante, uno de


los cuatro líderes. Una modesta armadura cubre sus hombros y su pecho, y su
caballo lleva una barda, la bandera roja y dorada de su tierra cuelga bajo su silla.
Me sacudo el aturdimiento y cargo hacia él, derribando a cualquier enemigo que
pueda manejar en el camino.

Cambia su hoja corta por una espada y, cuando nos encontramos, la corta
en mi dirección. Bloqueo su ataque, pero la empuñadura de mi espada gira en
mi mano. Aun así, lanzo un fuerte golpe con la parte plana de mi espada donde
sé que lo sentirá.

La parte de atrás de su cabeza.

Se sacude hacia adelante y cae de su caballo. Debería desmontar y matarlo,


pero no hay tiempo, y pronto será pisoteado.

Giro a Mannus, solo para encontrarme cara a cara con otro Habitante del
Este, una bestia pelirroja de un hombre que me mira tan fijamente que casi siento
una pizca de familiaridad. Su espada está levantada, pero la hoja no tiene sangre.
Aún.

Mi pulso bombea en mis venas. Estoy seguro de que estamos a punto de


chocar, que seré su primer ataque, pero el guerrero hace algo inesperado.

Se da la vuelta y se aleja.

Empiezo a clavar mis talones en los costados de Mannus para poder tomar
al hombre por detrás, pero los gritos de ayuda de la gente atraen mi atención.
Estamos tan superados en número. Los aldeanos de todo tipo luchan y los Brujos
Caminantes cantan, pero me temo que es demasiado tarde para cambiar la
situación a nuestro favor.
En el caos, la mujer de antes intenta entrar al refugio de una pequeña
cabaña. Ella protege a su pequeño hijo todo el tiempo, pero dos Habitantes del
Este los atrapan. Señalo a Mannus en esa dirección.

Corremos a través de la multitud, y corté mi espada en el cuello del primer


guerrero. La sangre salpica y su cabeza se cae, pateada por un anciano que huye.
El segundo del Este cae igual de rápido, solo porque el mayor encuentra su
valentía y atraviesa al enemigo con una espada.

Temeroso de que ella no acepte, alcanzo a la mujer. Ella duda un solo


segundo, luego agarra mi antebrazo. No sé qué pretendo hacer con ellos, pero
los subo a ella y al niño a mi caballo y los acomodo frente a mí. No puedo
dejarlos en este desastre.

El anciano agarra mi muñeca y señala hacia el este.

—¡Mi señor! Debes advertir a los demás. ¡Debes hacerlo!

—¡No los estoy dejando! Sería mejor morir aquí que abandonar a los
inocentes.

—¡Estás abandonando a dos mil más si no vas! ¡Ahora! —Canta magia en el


oído de Mannus y golpea los cuartos traseros del animal. El semental huye del
pueblo a paso rápido, ignorando mis órdenes de regresar. El anciano controla a
Mannus ahora.

El viento arranca lágrimas de ira de mis ojos y la devastación me atraviesa.


Alguna vez fue un consuelo para mí, Hampstead Loch está siendo destruido
hasta convertirse en cenizas, su gente con él, mientras me dirijo hacia Penrith,
llevando a una madre llorando y a un niño en mis brazos. ¿Los he salvado? ¿O
sólo amplió su ejecución?

Mientras Mannus atraviesa el valle como una tormenta, me enfrío de saber.

Este es el ataque rumoreado. Es por eso que Colden no podía apartar la


mirada del fuego.

Estoy en su pesadilla.

Los habitantes del Este llegaron y no se detendrán hasta llegar a Invernalia.


Hampstead Loch y las atalayas Penrith están vacías porque es Día de
Recolección. Estoy seguro de que todas las torres de vigilancia del valle están
desocupadas.

Cuando llego a Penrith, envío un mensajero joven a las otras aldeas a modo
de advertencia, junto con un rebaño de mujeres y niños, incluidos la madre y el
niño de Hampstead Loch. Son guiados por un grupo de guardianes para llevarlos
a salvo a Littledenn.

Un grupo de Brujos Caminantes todavía patrulla el borde del bosque,


cantando magia, intentando mantener la barrera fuerte, pero ordeno a otro
grupo que forme una protección alrededor de la aldea. Debido a esto, Penrith
está preparada, aunque apenas, cuando los Habitantes del Este rompen los límites
de sus tierras.

No es suficiente.

Las flechas de los Habitantes del este, y sus cuervos ruinosos, penetran el
velo de magia de los Brujos Caminantes como si no estuviera allí. El pueblo, al
lado de sus guardianes, debe luchar.

Es un esfuerzo valiente, uno que reduce los números del enemigo, y por
un corto tiempo, tengo fe en que podríamos sobrevivir. Pero pronto, estoy
cabalgando con una banda de aldeanos hacia Littledenn: Habitantes del Este y
esa bandada voladora de muerte pisándonos los talones, Penrith ardiendo a
nuestro paso.

Las zancadas de Mannus devoran el suelo y miro por encima del hombro.
El anochecer ha caído en la oscuridad total ahora, pero el cielo detrás de nosotros
brilla, el horizonte en llamas. Las antorchas de los Habitantes del Este están por
todas partes, esparcidas por el valle, persiguiéndonos como un fuego furioso a
través de un campo seco.

Algunos se desplazan hacia el norte, hacia el bosque, un pensamiento que


me provoca un escalofrío en la espalda. Los Brujos Caminantes que manejan la
barrera están a punto de ser masacrados.
El Bosque Frostwater quedará vulnerable.

Y no hay nada que pueda hacer para detenerlo.

Con el corazón acelerado, la furia enciende mi sangre y aprieto las riendas.


Vete o quédate. ¿Colden e Invernalia? ¿O la gente inocente del valle?

Murmuré una oración a los Antiguos, esperando con cada fibra de mi ser
que Nephele y los demás hayan hecho lo que pidió Colden, y que sea suficiente
para evitar que los Habitantes del Este rompan el bosque. Debo creer que lo es.
Conozco su poder y determinación. Conozco sus corazones.

Y conozco su magia.

Littledenn está listo cuando lleguamos. Sus hijos, junto con los de Penrith
y Hampstead Loch, han sido escondidos en el sótano de la aldea. Sin embargo,
mi mensajero de Penrith y uno del Este extraviado yacen muertos en medio de
la plaza del pueblo.

Agarro la capucha de un anciano que pasa.

—¿Enviaste a alguien para advertir a Silver Hollow?

Palidece cuando la conciencia lo golpea todo a la vez.

—No lo hicimos, mi señor. Nosotros…—Se frota la cara, las lágrimas caen—


. Estábamos demasiado superados. Teníamos mucho que hacer. ¡Les fallamos!

Es demasiado tarde para enviar a alguien ahora, porque en el momento en


que desvío la mirada de él, los Habitantes del Este descienden.

Los números de Littledenn son pequeños en comparación con los otros


pueblos. Aun así, se mantienen firmes, prendiendo fuego a cualquier cuervo
salvaje que se atreva a cruzarse en su camino. Arqueros altamente calificados,
encaramados en lo alto de cabañas, disparan flechas al corazón de los enemigos
mientras otros luchan con espadas, lanzas e incluso ganchos para segar. Son lo
suficientemente ventajosos como para mirar hacia el este, con Raina Bloodgood
en mi mente.

A este ritmo, la gente de Littledenn podría aniquilar los restos de este


ejército, pero no puedo correr el riesgo de que no lo hagan. Los Habitantes del
Este están aquí para matar, aunque también pueden tomar prisioneros, y la
posibilidad de que un Vidente pueda caer en manos enemigas es una idea
demasiado peligrosa. El Príncipe del Este tiene planes de destrucción más
grandes que este. Él debe. No se lo haré más fácil.

Quiero salvar a todos en Littledenn, pero no puedo. Puedo salvar a los seres
queridos de un querido amigo, un amigo que me ha rescatado de mi propia
oscuridad tantas veces antes.

Así que tiro a Mannus y me dirijo hacia Silver Hollow y a Raina


Bloodgood.

El problema es que no estoy solo.


6

La luna de la cosecha cuelga como una perla en el cielo nocturno, y el olor


a humo flota pesado en el aire. Las antorchas crepitan bajo el resplandor plateado
de la tarde, un círculo de calor resplandece alrededor del Pueblo Verde frío.

Las mesas de banquetes están repletas de las últimas flores del verano y
cuentan con más comida de la que he visto en años anteriores. En el centro del
verde se encuentra la fosa para asar, que debería estar vacía, pero un jabalí cuelga
del asador, gracias a la mala decisión del animal de huir de las colinas del oeste
y dirigirse hacia Silver Hollow poco después de la puesta del sol.

Alrededor del hoyo hay barriles de cerveza y vino fermentado, hombres


cantando y haciendo música, y una multitud de aldeanos perdiendo los sentidos
por la bebida. Todo el mundo está vestido con las mejores galas que posee,
nuestro tejido casero tradicional guardado esta única noche del año. Algunos
están felices, mientras que otros están tristes, preocupados por sus seres queridos
que nunca regresaron de la caza.

Me acerco a una mesa vacía y me siento. Más temprano, cuando regresé


para encontrar a Finn, él y su familia se habían ido. Quería aliviar su
preocupación por su padre, asegurarle que Warek está bien, pero Finn está
amargado conmigo y no puedo culparlo. Me voy, y creo que él lo sabe.
Los acontecimientos del día me han dejado con el estómago agrio, pero los
dulces aromas del pan a la piedra y las manzanas asadas despiertan mi hambre.
Parto un trozo de la hogaza, lo sumerjo en la fruta blanda y saboreo el bocado
tibio.

Me giro cuando una manada de niños corre detrás de mí, riendo y jugando
a la guerra. Uno arrebata una antorcha y desaparecen en la oscuridad del valle.
Sonriéndoles a los niños, mi madre se acerca y coloca su cuenco de madera para
flan junto a un ramo de flores de estrella y jazmín.

—Te ves hermosa. Sabía que estarías preciosa de azul —Pasa una mano por
la manga del vestido que me hizo y comienza a trenzar algunas de las gotas de
estrellas en mi cabello—. Ahí. Eso es perfecto —dice cuando termina—. Todo este
blanco es tan bonito en tu cabello oscuro.

Levanto la mirada hacia ella, hacia sus ojos tiernos y su rostro amable.
¿Estoy haciendo lo correcto?

Ella pellizca mi barbilla.

—Intenta ser feliz, Raina. Parece que llevas la luna sobre los hombros. Este
año no hay colecta, y esta noche nos despedimos de la luz, una noche de
celebración y equilibrio. Mostrémosles a los Antiguos nuestro agradecimiento
por la temporada de generosidad. Nos han bendecido.

Está equivocada, pero no es como si pudiera decirle eso.

Al compás de la música, baila alrededor de la mesa y hacia el hoyo para


asar donde sumerge una taza en un barril de vino. El humo de las antorchas y
la hoguera giran a su alrededor mientras pequeñas brasas parpadean y flotan
hacia el cielo nocturno.

Mi madre es sol y brisas cálidas, siempre reconfortantes, y esta noche, con


su vestido blanco, con su cabello canoso cayendo por su espalda, brilla más que
la luna o la llama. Su alegría es algo vivo. Miro con asombro cómo los aldeanos
quedan cautivados con su risa y alegría. Ella es vida, luz y amor, y por un
momento hago lo que me pide. Sonrío y me permito unos segundos de
verdadera felicidad. Porque si estoy agradecida por algo, es por ella.
La mirada de mi madre encuentra la mía, y capta mi sonrisa. Toma una
segunda taza, sumerge un ánfora en el barril y baila hacia mí.

—Ahí está ella —Con el rostro resplandeciente, llena la taza con un rico
líquido rubí—. Bebe, mi niña.

Una mirada a la tranquila superficie del vino me hace pensar en mi plato


de videncia y en lo que debería estar haciendo en este momento: vigilar al
Coleccionista de Brujas y Warek. Cuando miro hacia arriba, me doy cuenta de
que Helena y la familia Owyn caminan con Tuck por el césped lleno de gente,
y mi culpa solo se profundiza. Unos amigos detienen a Finn, pero Helena me ve
y se dirige hacia mí.

Qué hermosa está con su vestido dorado, la tela de seda cubre su escultural
figura. Su daga está envainada en un cinturón de cuero negro y dorado que
estoy segura que Emmitt, el hijo del curtidor, hizo para Helena y solo para
Helena.

Mientras camina hacia mí, una imagen se me viene a la mente, una de


Helena con una corona dorada. Es una imagen adecuada. Si no conociera a sus
padres, pensaría que ella era mitad diosa, mitad guerrera, nacida de una línea de
ancestros.

Sin embargo, su rostro está inclinado hacia abajo, su angustia y


concentración son evidentes. Debería pincharme el dedo cada hora, pidiendo
ver a su padre. En cambio, estoy en esta celebración con un vestido elegante con
una bonita pintura en mis labios y ojos, una daga quemándome fría como el
hielo contra mi pierna mientras lleno mi barriga. Soy una persona horrible,
porque se me hace la boca agua de deseo en el momento en que el aroma del
vino me hace cosquillas en la nariz y sorbo un trago.

Helena se desliza en el banco frente a mí.

—Aquí —Madre le entrega a Hel su jarra de vino y le da palmaditas en la


espalda—. Parece que necesitas esto más que yo. Las dejaré a ustedes dos para
que hablen.

—¿Todavía no se sabe nada de tu padre? —pregunto una vez que mamá se


ha ido.
Helena bebe un trago de vino y niega con la cabeza.

—Nada —Ella baja la voz—. Estoy pensando en ir al sur para buscarlo más
tarde. Antes del amanecer. Antes de que mamá despierte. ¿Quieres venir?

Dioses. Lo haría, y esa es la única forma en que dejaría que Hel se fuera
sola a las tierras abiertas de las Northlands, pero no planeo quedarme aquí. Me
inclino hacia adelante.

—Hel, dale a Warek más tiempo.

—No puedo, Raina —Ella mira a su alrededor con ojos cautelosos—. Juré
que, si no me elegían para Invernalia este año, convencería a mi padre de que
me llevara a Malgros para alistarme en la Guardia. Si le pasara algo… Si no
regresa… —Deja su taza a un lado y se enmarca la cara con las manos—. No puedo
dejar a mi madre y a mis hermanas.

Mi taza golpea la mesa más fuerte de lo que pretendo. Necesito dos manos
para esto.

—¿La Guardia? Segura que no hablas en serio. ¿Por qué recién ahora
mencionas esto?

En el momento en que las palabras salen de mis manos, me doy cuenta de


que no tengo derecho a castigar a Hel por no compartir esta noticia. Por mucho
que no lo entienda, esta es su elección. Una que sé que ha hecho voluntariamente.

—No lo mencioné porque sabía cómo reaccionarías —Ella me hace un


gesto—. Y tenía razón.

—La Guardia es una vida difícil —firmo—. Mis padres lo vivieron. Nunca
se sabe quién o qué podría llegar al puerto. Es una vida de constante
preocupación y miedo.

Ella se encoge de hombros.

—Solo si tienes miedo de los Habitantes del Este o los del Verano.

Abro mis ojos hacia ella.

—Como debería tenerlo cualquiera.


—No espero que lo entiendas —dice ella—. Y está bien que no lo hagas.
Pero creo que puedo encontrar un propósito en la protección de mi tierra y mi
gente. Podría aprender mucho en Malgros. Nadie me mirará y esperará
mantenerme a salvo metiéndome detrás de una fragua o en los campos o
cosechando manzanas. Mi vida está destinada a más que Silver Hollow, Raina.

No lo dudo, pero todavía no sé qué decir. Entrenamos junto al arroyo todas


las semanas, Helena me da lecciones de lucha encubierta, y aun así, no tenía idea
de que ella quisiera algo de esto. Soy una de las personas tan protectoras con
ella, pero puedo simpatizar. Sé lo que es querer una vida diferente. Pero donde
yo quiero una vida de paz, Helena quiere una vida de deber.

A un rey que no se lo merece.

Emmitt se acerca a nuestra mesa, sus ojos marrones brillan. Su sonrisa es


como un relámpago sobre su piel de ébano.

—Raina —Inclina la cabeza a modo de saludo, luego se vuelve hacia Helena


y le tiende una mano callosa—. ¿Te importaría caminar conmigo, Hel? La
hoguera está caliente.

Helena toma un último sorbo de vino y desliza su mano en la de él.

—Seguro. ¿Por qué no?

Caminan hacia el fuego, dejándome revolcarme en vino. Empapar mi


cuerpo con bebida se siente tonto pero necesario. Estoy cansada por los días de
anticipación, pero también temo que podría necesitar el coraje líquido para lo
que está por venir, especialmente una vez que mis ojos se encuentran con los de
Finn. Vestido con una chaqueta verde bosque, túnica blanca y pantalones
oscuros, se aparta de sus amigos y camina hacia mí como un hombre con un
propósito.

Inclino mi taza y la vacío, saboreando el bocado terroso. Después de una


recarga hasta el borde, tomo otro.

Finn da la vuelta a la mesa y toma mi mano. Con el cabello perpetuamente


en los ojos, inclina la cabeza hacia el Verde donde mi madre y otros Brujos
Caminantes se mueven al ritmo de la música.

—Vamos. Baila conmigo.


Todos mis músculos se tensan de irritación. No era una pregunta sino una
orden, y no me gustan las órdenes. Aun así, me encuentro siguiéndolo hacia el
círculo de piedra que ayudé a Mena a hacer hoy. Helena está junto al fuego con
Emmitt y algunos de sus amigos. Ella aparta la mirada de ellos el tiempo
suficiente para darme una pequeña sonrisa y arquea una ceja aguda cuando paso.
Pongo los ojos en blanco y miro la parte posterior de la cabeza de su hermano.

Es solo un baile.

Nos detenemos en una de las antorchas que encendimos hoy, una cuya
llama se está apagando.

—Fulmanesh —susurra Finn, y la llama vuelve a la vida. Debería haber


aprovechado el poder de la magia del fuego. Simplemente podría haber
quemado mi camino a Invernalia.

Finn me acerca y, después de un momento o dos de tensión, me relajo en


sus brazos. Comenzamos a movernos en los caminos de nuestra gente, cuerpos
arqueados y balanceándose al compás, suavemente al principio. Pero sus
movimientos se vuelven más dominantes.

Me da la vuelta, mi espalda contra su pecho, deleitándose con la música y


el aire fresco de la noche. Tomando una gota de estrella de mi cabello, arrastra
los pétalos blancos sobre el delicado borde de encaje en la parte superior de mi
corpiño antes de rozar la suave flor contra mi piel sensible.

—Te ves impresionante, Raina.

Mi respiración se acelera y no puedo contener un escalofrío. Desliza su


mano más abajo, por mi corpiño, arropándome contra él.

Algo en mi estómago se retuerce como una pregunta que necesita una


respuesta, algo que no debería verse afectado por Finn Owyn en absoluto. Él y
yo no hemos tenido intimidad en mucho tiempo, pero reconozco el tono sensual
de su voz, la forma familiar en que sus dedos frotan círculos debajo de mi
ombligo, la forma en que su cuerpo se amolda al mío.

Un escalofrío se eleva cuando su voz caliente corre a través de mi cuello.

—Tan hermosa —susurra, presionando un beso allí.


Casi lo acerco aún más, casi lo animo, pero desde algún lugar en lo más
profundo del Bosque Frostwater, un lobo blanco deja escapar un aullido
resonante, como una señal para que la celebración realmente comience. Nos
quitamos los zapatos y nuestro baile se convierte en algo más. La música cambia
de un rasgueo de cuerdas a tambores que golpean suavemente, y el jolgorio da
paso a la ceremonia.

Helena, Emmitt y varios otros Brujos Caminantes se unen. El cambio en


cada mente resuena a través de mí, el instinto se hace cargo, nuestros cuerpos
fluyen en un círculo alrededor del fuego. Por primera vez en mucho tiempo,
me siento libre.

Cierro los ojos y hago mi baile para seguir el ritmo de los tambores, con el
latido interno del corazón de la tierra mientras me balanceo y giro, alcanzando
las estrellas para llamar a la luna. Finn se desliza contra mí. Estaría mintiendo si
dijera que el contacto no hizo que mi corazón se acelerara, mi sangre se calentara.

Pero aquí, bajo la luna, con el ritmo palpitante de la vida latiendo en mis
venas, el mundo se desvanece, cualquier pensamiento sobre el Coleccionista de
Brujas junto con él. A través del ritual, las brujas estamos conectadas, somos
conductos entre los Antiguos cuyo poder se irradia a través del suelo hasta las
plantas de nuestros pies y las deidades en los cielos que brillan sobre nosotros.
Por un tiempo, eso es todo lo que siento. No hay Finn. Ningún deseo. Sin
ansiedad. Sin frío.

Nada. Solo conexión.

Sin embargo, no dura. Más allá de mi conciencia, la preocupación gotea un


cosquilleo por mi columna, atrayéndome de vuelta al aquí y ahora. Un olor flota
en el viento, familiar y empalagoso.

Parpadeando hacia las estrellas, bailo con más fuerza, tratando de


reconectarme, negándome a dejar que nada envenene este momento. Todo
terminará muy pronto, y es posible que nunca vuelva a experimentar esto.

En el borde de mi visión, Helena besa a Emmitt y lo conduce hacia la


oscuridad del este. La pareja desaparece en las sombras, de la mano.
Vivir. La palabra se forma en mi mente, pero la envío al otro lado del
pueblo a un amigo. Tal vez uno de nosotros encuentre el tipo de paz que se
queda esta noche.

Finalmente, la realidad se oscurece una vez más, hasta que estoy tan cerca
de una conexión profunda que no veo nada más que un caleidoscopio de colores
y luces, no siento nada más que poder y el toque de Finn y una extraña calidez
que irradia por la parte externa de mi muslo.

Las manos de Finn están por todas partes, pero luego discretamente recoge
y levanta mis faldas entre nosotros, sus dedos me hacen cosquillas en la parte
posterior de mi muslo, a la deriva…

La conexión se rompe, el calor se desvanece y Finn lo deja ir. Por un


momento, es como si me estuviera cayendo, bajando desde lo alto que había
olvidado que existía.

Entonces lo siento, la ausencia. La fuente del calor que había sentido se ha


ido.

Me doy la vuelta, solo para encontrar a Finn Owyn deslizándose entre la


multitud.

Con mi cuchillo.

Mira por encima del hombro. Una sonrisa se curva en un lado de su boca
mientras muestra la empuñadura de granito blanco de la hoja ahora escondida
en el bolsillo de su chaqueta.

Ven y tómalo, murmura. Luego corre hacia los huertos, desapareciendo en


una masa de aldeanos.

Aprieto mis manos en puños. Maldito sea ese hombre. Este no es un


momento para bromas o juegos. De acuerdo con lo que vi en el agua y dado el
tiempo que lleva cabalgar de pueblo en pueblo, espero que el Coleccionista de
Brujas llegue dentro de una hora. Debo conseguir ese cuchillo.

Me dirijo en dirección a Finn, pero en un solo respiro, todo cambia. Por


encima de los tambores y las carcajadas aullantes, un sonido extraño rompe la
noche.
Me detengo. Escucho.

El sonido se mezcla con el jolgorio y el canto de la ceremonia, pero pronto


se convierte en un clamor que hace que todos, incluso los músicos y los
bailarines, se detengan.

Con el corazón acelerado, me alejo el pelo de la cara empapada en sudor y


vuelvo la mirada hacia el cielo nocturno hacia el oeste. Mis manos se vuelven
húmedas con un miedo frío que se pega a mi piel como la niebla que se enrolla
alrededor de nuestros pies. Conozco ese sonido, esas voces. Los niños de antes,
los que jugaban a la guerra.

Ellos están llorando

Pequeñas figuras que gritan brotan de la oscuridad en el borde de la aldea,


rostros rojos manchados de lágrimas y tallados por el pánico, manos que se agitan
como para apartarnos.

Cada persona en el Verde se tambalea, aturdida y confundida, ya sea por


la cerveza y el vino o por invocar a la luna. Aun así, muchos padres reúnen sus
recursos y se lanzan hacia sus hijos que lloran. Todos están concentrados en los
pequeños, en sus palabras sin sentido, pero miro hacia atrás a la oscuridad. Esta
vez, presto atención al olor que satura el aire.

Muerte.

Algo se mueve en las sombras fuera del pueblo. Más allá, a lo largo del
horizonte, brilla lo que parecen luciérnagas gigantes en la profunda curva del
valle. Madre se para al otro lado del pozo de fuego. Ella está erizada de energía,
su piel brillando a la luz de la luna. Fuerzo cada gramo de emoción que puedo
en mi rostro y me muevo hacia el oeste.

—¡Ancianos! ¡Guardianes! —Ella grita. Los tendones de su garganta se tensan


por el esfuerzo, pero las personas encargadas de proteger nuestro pueblo se
sientan en una mesa con expresión perdida.

—¡Miren! ¡Ahí! —Una niña pequeña señala más allá de la cabaña del
herrador.

Un caballo, oscuro como la noche, carga hacia la luz, golpeando el suelo


con los cascos con tanta fuerza que montones de hierba y tierra vuelan detrás
de él. Los aldeanos se apartan del camino. Es como si el caballo tuviera la
intención de atravesar el verde.

Pero el caballo tiene un jinete, un jinete que tira de las riendas y detiene al
animal amenazador.

Un jinete escondido debajo de una capa negra.

El Coleccionista de Brujas azota a la bestia.

—¡Lleven a los débiles y jóvenes al huerto! —Su voz es tan profunda y


autoritaria que todos los aldeanos borrachos se ponen sobrios, incluyéndome a
mí—. ¡Guardianes, reúnan sus caballos y armas y todas las antorchas que puedan
encontrar! Brujos Caminantes, ¡preparen su magia! ¡Llenen todos los baldes y
jarras con agua de los abrevaderos! ¡Remojen el techo de paja! —De su costado,
libera una espada que lleva una mancha de sangre y apunta la hoja hacia las
ardientes lunas ámbar que crecen hacia el oeste—. ¡Llegan los Habitantes del Este!
¡Y van a prender fuego a este pueblo! ¡Apresúrense!

Los padres recogen a sus bebés y los guardianes finalmente corren a buscar
sus espadas y bestias. Los Ancianos y los Brujos Caminantes cantan los estribillos
iniciales de las canciones protectoras, todo mientras corren hacia los abrevaderos
para llenar los baldes. Las familias se dispersan en la noche, algunas se dirigen
al huerto y los viñedos, mientras que otras se tambalean desconcertadas.

Madre corre hacia mí y me toma de los brazos.

—¡Tenemos que ayudar! ¡Vamos al pozo!

Comenzamos a cruzar el Verde, pero miro por encima del hombro. El


pánico se arrastra por mi garganta y se apodera de mi corazón mientras examino
el mar de rostros en busca de Finn, pero no lo veo. Necesito ese maldito cuchillo.
Y también lo necesito a él. Necesito saber que está a salvo, pero hay tanto
desorden, tanta confusión.

Dioses, debería haber mirado las aguas. Debería haberme mantenido fiel.
Podría haber visto. Podría haber detenido esto.

No puedo ir al pozo. Debo levantarme y luchar.


Madre me mira confundida cuando la detengo de un tirón. Miro a mi
alrededor, buscando no un balde sino cualquier cosa que pueda usar como arma.
No hay nada salvo instrumentos musicales, vasijas para beber y demasiados
platos de comida. Sin embargo, sé dónde encontrar lo que necesito.

Algo afilado. Algo mortal.

Con ese pensamiento, agarro las manos de mi madre, demasiado asustada


para alejarla de mi vista, y corro descalza hacia nuestra cabaña.
7

Atravieso la puerta trasera y corro a través del patio hasta el pequeño


edificio anexo donde guardamos nuestras herramientas de cosecha. Con el
corazón palpitante, arrebato mi guadaña de su montura y giro para encontrar a
Madre boquiabierta.

—No —Levanta las manos como si solo eso fuera a detenerme—. No eres
una guerrera, Raina.

Ella está en lo correcto. No soy un guerrero. Soy una bruja, y no muy


buena en la mayoría de los casos, pero no estoy indefensa. Toda mi vida, al
menos hasta que murió, mi padre me enseñó a usar una guadaña en los prados
cercanos. Y aunque nadie lo sabe, Helena me ha enseñado mucho en el último
año. Hel es una guerrera, si a alguien le importaba prestar atención a la hija del
herrero. Solo sus lecciones me han hecho lo suficientemente hábil como para no
temer enfrentarme a una espada si debo hacerlo.

Descanso la guadaña en el hueco de mi brazo, junto mis manos.

—Puedo blandir una espada —firmo—. Un arma extra podría significar


salvar nuestro hogar. No puedo quedarme quieta mientras cantas magia y espero
que no se encuentren con una magia mayor.
Pienso en las historias que mi padre solía contarme, las lecciones sobre el
mundo más allá del valle. De todos los reinos, con el que menos quiero pelear
es con las Tierras del Este. Los Habitantes del Verano, por brutales que sean,
luchan por la vida y la tierra, pero los del Este luchan desde un lugar de codicia,
un lugar de puro privilegio y dominación percibida. Su soberano, el Príncipe
del Este, es más una figura mítica que un verdadero líder. Padre siempre me
aseguró que existe, un hombre que de alguna manera roba la vida y la magia de
los demás para otorgarse la inmortalidad y potenciar sus propios deseos oscuros.

Un hombre hecho de sombras, almas y pecado.

Sin embargo, los ejércitos de las Tierras del Este nunca han invadido las
Tierras del Norte, y no puedo imaginar por qué el príncipe los desplegaría aquí
ahora.

El dolor cruza el rostro de Madre. Abre la boca para protestar, pero


resuenan cascos, acompañados de gritos de guerra. Atravesamos corriendo la
cabaña donde ella arrebata uno de sus cuchillos de cocina, y nos apresuramos
hacia el verde, que se ha sumido en el desorden.

Girando en círculo, busco cada rostro aterrorizado una vez más y dejo
escapar un silbido familiar. Es un pequeño canto de pájaro que Finn me enseñó
para que pudiera convocarlo desde una distancia corta. Pero él no corre a mi
lado. No se encuentra por ningún lado.

Seguramente él y Hel hicieron lo mismo que yo. Seguramente, con todas


sus armas, resistirán lo que se avecina. Solo rezo para que se mantengan a salvo.

Mena encabeza un coro de voces, cantando una cortina de magia alrededor


de nuestro pueblo, incluso mientras esos mismos Brujos Caminantes cantan
sacando agua de los abrevaderos. Madre se mete el cuchillo en el cinturón
acordonado, toma un balde y se une a la multitud en su canción.
Lamentablemente, la construcción protectora lucha por levantarse, un velo
plateado levantado por brujas angustiadas.

Un viento del oeste se desliza sobre la construcción defectuosa. Entierro


mi nariz en mi codo, casi con arcadas por el hedor a muerte que hace llorar los
ojos. Apesta como mil almas que se desvanecen.

Dioses. ¿Estoy oliendo la muerte de otros pueblos?


Observo las muchas llamas parpadeantes que se acercan cada vez más, un
pulso extraño late en el aire, trayendo una sensación de fatalidad que nunca he
conocido.

Entonces lo veo, el Coleccionista de Brujas. Cabalga junto a mí, con la


cabeza descubierta girada hacia el otro lado.

Una mirada a él y todo el dolor, el dolor y el miedo dentro de mí se


convierte en rabia y odio. Los ejércitos no atacan a personas inocentes sin motivo
alguno. El Rey Helado tuvo que haber hecho algo para causar esto. Más pérdida
para poner a sus pies.

El Coleccionista de Brujas hace girar a su semental de un lado a otro,


recorriendo el pueblo como si estuviera buscando a alguien. Le grita a un
hombre que se encoge de hombros y niega con la cabeza antes de salir corriendo.
Le grita a otro hombre que pasa corriendo, pero hay demasiado ruido para
escucharlos.

Un pensamiento revolotea en mi mente. Flexiono mis dedos alrededor de


la guadaña y pongo rígida mi columna. Estamos tan cerca, el Coleccionista de
Brujas y yo. Sólo unos pocos metros entre nosotros.

Y está distraído. Podría matarlo ahora, un golpe por la espalda. Librar al


mundo de su terrible presencia.

Con la mandíbula apretada, doy un paso más cerca. Otro. Y otro.

Una chica me señala y mi último paso se queda corto. El Coleccionista de


Brujas se retuerce en su silla y se encuentra con mi mirada.

Juro que el aire entre nosotros se vuelve eléctrico.

Con el corazón temblando, me congelo cuando su atención se dirige a mi


guadaña. Me lanza una mirada penetrante e inclina su cabeza oscura. Esos ojos
verdes se estrechan, brillando bajo las antorchas encendidas y la luz de la
hoguera. Nunca he visto su cara. Su cabeza siempre está protegida detrás de la
capucha de su capa. Incluso si hubiera podido, siempre he tenido demasiado
miedo de mirarlo a los ojos.

Helena estaba equivocada. Es mucho más joven de lo que imaginaba,


menos de una década mayor que yo. Lleva una barba corta y prolija, y su rostro
tiene bordes peligrosos y líneas afiladas. Es guapo de una manera malvada y
oscura. Hermoso, incluso. Debe haber sido más joven que yo cuando se llevó a
Nephele.

El momento se extiende entre nosotros, delgado como un susurro, tenso e


insoportable. Su mirada es tan penetrante que es como si estuviera escudriñando
mi alma, hurgando en los rincones llenos de telarañas que no muestro a nadie.
Parpadeo y me recuerdo que él es el enemigo y que está justo aquí, a mi alcance.
Un golpe en su cuello es todo lo que requiere la muerte. Nunca más nos quitaría
nada.

La realidad se apodera de mí. El rey lo reemplazará, y si sobrevivimos esta


noche, habré asesinado mi única forma de encontrar a Nephele. Más que eso, el
Coleccionista de Brujas está entrenado, es un guerrero con un arma y, por lo
tanto, es muy probable que sea nuestra mejor defensa.

La supervivencia debe ser lo primero. Venganza después.

Resignada a luchar a su lado, al menos por ahora, formulo el signo de la


paz contra mi pecho. No puede saber lo que significa, pero asiente como si
entendiera.

Doy un paso atrás y dejo la guadaña a mis pies. Volviéndome hacia las
colinas del oeste, cierro los ojos en oración y levanto las manos para cantar,
formando cada letra, con cuidado de no cometer errores.

Las voces de los Brujos Caminantes se elevan, tan fuerte como pueden. Me
concentro en las palabras de Mena, que son las más claras, hasta que siento que
el muro de magia se eleva sobre nosotros.

Mis movimientos son lentos, mis dedos se relajan y abro los ojos. Una
cúpula de protección se cierne arriba, brillando bajo la luz de la luna.

En ese latido del tiempo, me siento segura, creyendo que podemos evitar
que los Habitantes del Este entren en Silver Hollow solo con nuestra canción.

Pero la primera flecha llameante pronto atraviesa el cielo y atraviesa el


velo. Luego la siguiente, y la siguiente, hasta que cientos de bolas de fuego llenan
la noche.
El cielo negro cambia, como si la oscuridad pudiera cobrar vida. Desde
dentro de esa oscuridad, desciende un enjambre de cuervos, seguido de flechas
que se clavan en el techo de paja secado en verano de las cabañas, incendiando
nuestro pueblo como una pila de leña seca. Con ellos viene una horda de
Habitantes del Este a caballo, con la muerte en los ojos.
8

Debería llevarme a Raina. Tomarla y correr.

Miro más allá de los pájaros enloquecidos que llueven sobre el pueblo hacia
donde los cascos del enemigo golpean alto y seguro y donde los primeros fuegos
prenden y llamean. Es un único momento de indecisión, pero cuando me doy
la vuelta, Raina se ha ido.

—¡Malditos sean los dioses! —Hago girar a Mannus y balanceo mi espada


hacia los cuervos, buscándola. Ese pelo largo y ese vestido azul. Esos ojos de
zafiro. Es como si ella desapareciera.

Miro hacia el oeste, donde los Habitantes del Este cargan directamente
hacia nosotros, la oscuridad que vive dentro de mí se hincha como una tormenta.
Anhelo dejar que una fracción se filtre, dejar que se asiente sobre mí, una
segunda piel. Armadura mágica. Sin embargo, tal cosa es imposible, e incluso si
no lo fuera, ha pasado mucho tiempo desde que probé ese poder.

Podría matar a todos.

En su lugar, desenvaino mi espada, el anillo de metal envía una ráfaga a


través de mi sangre. El hombre en mí tendrá que ser suficiente.

Los Habitantes del Este soplan a través de Silver Hollow como un viento
llameante, demasiado numerosos y rápidos en sus poderosos caballos para los
guardianes que nunca llegaron a los establos. Corté mi arma en el medio de uno
del Este, derramando sus entrañas, luego hundo mi espada en la boca de otro
antes de tirar hacia atrás para dar un golpe fatal en la garganta de uno más.

A su alrededor, los aldeanos luchan a pie, luchando para mantener a raya


a los cuervos y a los Habitantes del Este al mismo tiempo. Los Brujos Caminantes
corren, pelean y cantan todo el tiempo, pero no sirve de nada. Las flechas de los
del Este, lanzadas con una magia lo suficientemente fuerte como para penetrar
el velo, golpean a muchos y los matan de una manera en la que yo había estado
demasiado aterrorizado para notar en las otras aldeas. Me digo a mí mismo que
no pudo haber sucedido allí. Seguramente hubiera visto tal terror.

A mi lado, un hombre cae de rodillas. Una flecha de fuego se encuentra


alojada en lo profundo de su abdomen. Las llamas brotan de forma antinatural
de su boca y ojos, derritiendo la piel y los tendones de los huesos, quemándolo
vivo de adentro hacia afuera. Los cuervos se reúnen y pellizcan su carne antes
de que su cuerpo explote en polvo como si hubiera estado hecho de ceniza.

Magia de fuego, del tipo devastador que solo conocen los antiguos
Habitantes del Verano como Fia Drumera. Está sucediendo en todas partes, uno
tras otro, los aldeanos derribados e incinerados. Incluso los niños que no lograron
irse no se salvan.

—¡Cuidado! —Un joven sostiene una fuente de madera frente a mí y atrapa


una flecha disparada antes de que me atraviese el pecho. Una niña pequeña se
aferra a su pierna mientras llora de miedo. Tejiendo alrededor de ambos hay un
perro pequeño, ladrando y aullando de miedo. El joven me mira fijamente—. No
mereces vivir, gran hijo de puta. Pero te estoy dando una oportunidad de
redención. Ahora, me debes.

Estrecho mis ojos al valiente pequeño bastardo. Lo he visto a él y a la chica


antes, los hijos del herrero.

El niño tira el plato a un lado. Con una mano protectora agarrando a su


hermana, lanza una daga a un Habitante del Este que se acerca con la otra. Él
falla y deja caer su espada.

Una colorida maldición sale de sus labios, y el miedo retuerce su rostro


cuando el del Este se lanza.
Corto en diagonal y corto al guerrero por la mitad antes de que sea
demasiado tarde. Con una mirada atónita en su rostro, el cuerpo del Habitante
del Este se separa, las dos piezas caen al suelo.

La niña lanza un grito de dolor que parte la noche. El herrero la tira a sus
brazos, escondiendo su rostro en el hueco de su cuello. Me mira, con los ojos
muy abiertos y húmedos, la barbilla sobresalida, su fina túnica color musgo y
sus calzones oscuros pintados con la sangre del muerto.

—Ahora estamos a mano —digo con los dientes apretados.

No sé qué tiene este niño, pero no puedo decidir si estoy impresionado por
su valentía o si no lo soporto.

—Nunca estaremos a mano —Su rostro oscuro se endurece y está


temblando, de miedo o de ira, no puedo decir cuál. Mira a su alrededor, con
desesperación en los ojos, luego exhala un suspiro tembloroso y agrega—. Lo
intenté. Lo hice. Pero debo llevar a mi familia a un lugar seguro.

Esas palabras desesperadas están destinadas a persuadirse a sí mismo para


que se vaya, y no puedo imaginar por qué todavía está aquí, así que giro la
cabeza hacia las colinas.

—Ve al sur o al oeste. Será más fácil.

Encontrarán la ruina de cualquier manera, dependiendo de cómo llegaron


aquí los Habitantes del Este en primer lugar. Pero su muerte lo espera en Silver
Hollow, no en Littledenn, Penrith o Hampstead Loch, ni siquiera en el valle o
cerca de las montañas del sur. Envié a todos esos otros aldeanos al este antes, a
los huertos, un error cometido en el calor del momento. Ahora, una banda de
asesinos, dirigida por el general canoso contra el que luché en Hampstead Loch,
cabalga en esa dirección, en busca de sangre fresca.

Los encontrarán, gracias a mí.

El niño corre con la niña y su perro. Los tres desaparecen a través de una
nube de humo y graznidos de cuervos. Por todo el pueblo, el fuego corre de
techo de paja a techo de paja, persiguiendo cualquier trozo de madera que toque.
En la neblina cenicienta que demasiado pronto se asienta sobre el verde,
veo a Raina de nuevo. Es imposible alejarse. En todos los años que he mirado su
rostro, solo he visto nerviosismo. Miedo. Incluso repulsión, y tal vez odio.

Como esta noche.

Esta noche, me había mirado como si pudiera matarme. Brutalmente.

Pero nunca la he visto envuelta en pura rabia. Sale rodando de ella, caliente
y brillante como los fuegos que nos rodean, encendiéndola como una virago.
Una furia entre los hombres.

Un movimiento hacia arriba de su hoja golpea a uno del Este en la barbilla,


su final espantoso. Ella gira, y su próximo golpe aterriza en la curva del cuello
de un guerrero. En su mano, la guadaña de un granjero es mortal como cualquier
espada, sus movimientos son tan rápidos y precisos que me hipnotiza
momentáneamente, incluso en medio de tal devastación.

Salgo de mi admiración por un destello plateado en el aire. Me giro para


fallar la espada de un Habitante del Este, pero no antes de que corte
profundamente la carne de mi brazo herido.

El dolor alimenta mi ira, y aunque el peso de mi arma me hace sentir como


si estuviera sosteniendo el mundo con la punta de mis dedos, levanto la punta y
golpeo, atravesando la garganta del Habitante del Este donde estoy seguro de
que terminará con él.

Me retiro, y él se desliza de su caballo, sin vida, como el saco de huesos


que es.

El brazo de mi espada cae inerte. Las heridas arden y palpitan mientras la


sangre me llega a la punta de los dedos. Mannus deambula por el borde del
verde, confundido por el humo que se espesa y pide ayuda a gritos. El número
de cuervos y Habitantes del Este se ha reducido, pero los aldeanos siguen
luchando y muchos yacen muertos o agonizantes, quemados o incinerados.

Y ya no veo a Raina.

A unos metros de distancia, un enorme Habitante del Este lucha por salir
de su aturdimiento. Él fija sus ojos en mí. Con un gemido, levanto mi brazo
herido y envaino mi espada antes de recuperar mi daga de mi bota. No sé cómo
ganaré esta pelea si se dirige en mi dirección.

Miro hacia el muro de piedra al este donde cabalgan más Habitantes del
Este, seguidos por una bandada de cuervos mortales. ¿Podría ser ahí adonde se
ha ido Raina? ¿Para ayudar a los indefensos? Si se parece en algo a lo que
Nephele describió, eso es algo que haría.

Con mi mano buena, tiro de las riendas y giro a Mannus hacia el este, pero
la vista de la madre de Raina y Nephele de pie en medio del círculo de la
ceremonia, rodeada por una nube de humo translúcido, me detiene. Reconozco
su cabello gris plateado y su hermoso rostro. Es la versión mayor de Raina,
aunque también veo a Nephele en sus rasgos. El poder que emana de su cuerpo
es lo único que no reconozco.

Sus labios se mueven con seriedad mientras canta magia, sus manos y ojos
levantados en oración. Los pájaros muertos caen a sus pies, y los fuegos furiosos
que envuelven las cabañas cercanas se apagan. Las chispas voladoras se
desvanecen, el humo se despeja y una nube de lluvia retumba en lo alto.

Los dientes de los dioses. Ella está haciendo eso. Ella sola.

En todos mis años, nunca había sentido tal poder en esta mujer, como nunca
lo sentí en Raina, y solo una vez en Nephele: el año en que la elegí.

Ahora creo que entiendo por qué.

Ophelia Bloodgood hizo lo imposible. Ella escondió el poder de su familia.

Un Habitante del Este se acerca a ella, enseñando los dientes y con la daga
en alto, y a su espalda aparece otro asesino. Se forma a partir de una columna de
humo rojo, un espectro sonriente saliendo de una sombra escarlata, probando el
peso de una lanza en su mano. La oscuridad se arremolina a su alrededor y un
cuervo se sienta en su hombro derecho.

Conozco esas sombras y lo conozco a él. Nos conocimos una vez, después
de que el Rey Regner murió. Parecía tan inocente en ese momento. Nunca soñé
que vería su rostro en este valle, y mucho menos con el asesinato ardiendo en
sus ojos. Es el hombre que surgió de la nada, y de nadie para convertirse en el
líder de todo un continente.
El hombre que rompió su palabra.

El hombre sin nombre real.

El Príncipe del Este


9

La Habitante del Este que aplasta mi garganta con su codo es tan fuerte
como un oso, pero yo soy escurridiza y rápida. Giro y le doy un rodillazo en el
estómago. Ella se tambalea lo suficiente como para liberarme de su agarre.

Me paro en cuclillas, con los brazos abiertos, frente a Mena. Se sienta


acurrucada detrás de mí, cantando en el rincón lleno de humo de su cabaña. Tan
poderosa como es, su magia es demasiado débil para cualquier tejido ahora.

Ella está sangrando, de donde no sé, no tuve tiempo de mirar. Solo supe
que tenía que ayudarla cuando vi a esa mujer gigante Habitante del Este
empujarla dentro de su cabaña. Esa misma mujer que bloquea la puerta abierta
a camino a mi guadaña.

Ella levanta mi espada con un gruñido y se lanza a mí. En ese mismo


segundo se congela, su cara en blanco, y me toma un momento entender por
qué.

La mujer cae de rodillas y colapsa boca abajo sobre el suelo de rejilla. La


sangre cae de una herida punzante en la parte posterior de su cabeza rubia.
Detrás de ella está Helena todavía con la espada levantada, ensangrentada y en
guardia.

Bajando su arma, Hel pasa por encima del Habitante del Este y pone su
brazo alrededor de mi cuello. Sus palabras salen fuertemente—: ¡Tenía tanto
miedo de no encontrarte! ¡Reúnete con Finn y conmigo en los Campos de
Barbecho! ¡Tengo que encontrar a mi madre y a los gemelos!

Y así sin más, ella se fue, un revoloteo de seda dorada manchada de sangre
salió volando por la puerta.

Me giro hacia Mena y me arrodillo sin saber qué más hacer.

—Vete —dice mientras levanta una mano de herida en su estómago—. Mi


tiempo ha llegado.

Pero eso no tiene que ser así. Hay mucha muerte en el aire así que no puedo
decir si la de ella está tan cerca o no como ella cree.

Sin importar si ella descubre mi verdad. Comienzo a cantar mi canción:


“Loria, Loria, una wil shonia, tu vannum vortra, tu nomweh ilia vo drenith wen
grenah”.

Esas son las palabras para aliviar, para cuando la muerte no ha pasado
demasiado cerca.

Comienzo a repetir la letra, pero ella agarra los dedos de mi mano derecha.
Una leve sonrisa pasa por sus labios.

—Sabía que había más en ti. Pero no dejaré que desperdicies tu energía
conmigo —Ella señala con la barbilla hacia la puerta—. Vete. Encuentra a tu
preciosa madre. Ve a los campos.

La ignoro e intentó de nuevo.

“Loria, Loria, una wil shonia, tu vannum…”

—Vete Raina —ella grita—. Tu madre te necesita más que yo. Ve...

Algo en el tono de su voz se adentra en mí. No quiero dejarla aquí para


que se queme, pero no puedo cargarla y ella no me dejara curarla. Si la saco
afuera, alguien seguramente la matara.

Ella niega con la cabeza.

—¿No recuerdas lo que te dije? No hay victoria sin sacrificio. Estoy lista.
Ahora vete.
—Regresaré por ti —le digo—. Lo juro —Y lo haré, tan pronto como esté
segura de que mi madre está a salvo.

Decidida a ser rápida, salgo de la cabaña de Mena y me abro camino hacia


el Verde. Con cada corte de cuchillas y con cada corte en mi guadaña. Recuerdo
que mi vida puede terminar en cualquier momento. A través de lo que le debo
a cada persona en Silver Hollow. La muerte no puede venir por mí todavía. No
puedo permitirlo.

Como el arma que tengo en mis manos. Me he endurecido y pulido. Mis


movimientos precisos mientras mato golpe tras golpe.

Los incendios ¿Están muriendo? Y… ¿es eso un trueno? La lluvia podría


apagar las llamas restantes y darnos una oportunidad.

La vista de mi madre atrapa mi mirada. Ella está de pie en medio del círculo
de piedra, todavía cantando su magia. Me muevo para estar junto a ella, pero
cada músculo de mi cuerpo se pone rígido cuando un Habitante del Este aparece
en la esquina de mi visión. Acechando a través del humo en el lado oeste del
verde. Sus largas zancadas son calculadas y seguras.

Observó la liga que sujeta en su empuñadura y comprendo su intención.

La furia corre por mis venas.

Recogiendo mis faldas, corro, invocando el poder de la luna que aún fluye
dentro de mí, y subo a una mesa de banquete de dos saltos. El tercer salto me
saca del otro lado, y con un golpe hacia abajo de mi guadaña, asestó un golpe
que envió la cabeza del Habitante del Este rodando hacia las brasas del hoyo
para asar.

Mi madre no se ha movido, su mirada sigue en el cielo. El alivio me golpea


como a una ola rompiéndose.

La he salvado.

En el siguiente segundo. Una lanza cruza su estómago desde atrás.

El tiempo se detiene.

No puedo moverme.
No puedo respirar.

Sus ojos se encuentran con los míos, y agarra la lanza. Una expresión de
confusión retuerce sus hermosos rasgos.

—No —Es todo lo que dice mientras la sangre brota de su herida,


manchando el vestido blanco que cosimos juntas el verano pasado. Leí la única
palabra en sus labios, justo antes de que esos hermosos ojos suyos, con una luz
tan brillante, se oscurecieran.

La incredulidad me atraviesa, caliente y cruda. Cuando mi madre se


desploma en la tierra, el olor de su muerte próxima cae a través del espacio entre
nosotras y una oleada de la más profunda tristeza me inunda. La muerte de mi
madre me huele a ella. Clavos, hojas caídas y frialdad ahumada, enredados con
el recuerdo del sol y las cálidas brisas.

El asesino presiona su pie calzado en su espalda y la empuja fuera de su


arma como si no significaran nada.

Entonces él pone su mirada en mí.

Yo hice esto. Yo. Podría haberla salvado. Los sacó. Sacó a todos. A todos
esos niños pequeños. Finn. Helena. Betha. Saira. Los gemelos. Tuck. Emmitt. Sr.
Foley. Mena.

Quiero arrancarme los cabellos, golpear la tierra con los puños, vencer el
dolor de mi corazón. Oh dioses, ¿por qué no miré las aguas? ¿Por qué no
mantuve mis ojos en el Coleccionista de Brujas todo el día?

El Habitante del Este camina hacia mí. Lanza en mano, junto a un cuervo
sobre su hombro. Con un movimiento de su muñeca, el cuervo se va volando.

Salpicaduras de sangre decoran sus prendas. La sangre de mi pueblo, de mi


madre, y si se sale con la suya, de mí.

Parpadeo, limpiando las lágrimas de mis ojos y el shock de mi mente. Hay


algo inquietantemente diferente en este guerrero. Jirones de sombra carmesí se
retuercen a su alrededor como si estuvieran tratando de escapar, y se vuelven
más y más rojos a medida que se acerca. Su cabello corto yace peinado hacia
atrás, pulcramente en su lugar, haciéndolo notorio cuando su rostro y ojos
también se enrojecen. Incluso sus manos sostienen orbes de sombras color
sangre, como si la malevolencia se filtrara por cada uno de sus poros. Todo él se
vuelve algo tan siniestro de contemplar que estoy segura de que es la
encarnación del mal.

Retrocedo y me tambaleo sobre mis faldas, mi guadaña arrastrando el


suelo. Los incendios de las cabañas vuelven a prenderse, tan rápidos y
devoradores, y la nube de tormenta se desintegra. Ya no cuento con el poder de
la luna, ni con la esperanza, ni siquiera con la rabia infernal. En cambio, estoy
entumecida por la culpa y el dolor.

En esa franja de tiempo, no me importa si vivo. A mí alrededor yacen los


muertos y los moribundos. Los guerreros asaltan el huerto y los viñedos.
Escucho el golpeteo de los cascos de sus caballos, los gritos que se desvanecen
de los que se esconden en la arboleda, veo el humo ondulante de los incendios
hacia el este, incluso mientras mi pueblo, mi hogar, se quema hasta la nada.

El Coleccionista de Brujas cabalga por los márgenes del Verde, luchando


como un demonio. Sin embargo, no es más que un hombre, y está herido, con
el brazo derecho colgando mientras lucha para mantener a raya a un gigante
Habitante del Este con una daga.

¿Ha pasado esto en las otras villas? ¿Es por eso que el Coleccionista de
Brujas llegó tarde? ¿Soportó toda la gente del valle esta brutalidad? En mi
interior, sé que lo hicieron.

Caigo de rodillas, tragada por la magnitud de la pérdida y la devastación.


Y la muerte. En la rapidez del vuelo de una flecha, este valle fue borrado.

El misterioso Habitante del Este se acerca. Quiero decirle que matarme lo


perseguirá, que verá mi rostro en sus pesadillas, pero un brillo inquietante brilla
en sus ojos y sonríe, haciendo rodar la lanza en su mano.

—¿Cuál es tu nombre? —Inclina la cabeza, estudiándome con una mirada


curiosa.

Algo se aprieta dentro de mí, algún instinto que me grita que me levante
y pelee. Pero es muy tarde. Está tan cerca, tan cerca que le escupo.

Él ríe.
—Pequeña cosa ardiente, ¿no es así? Perdón por el juego de palabras. No
pude resistirme.

Qué criatura tan despreciable. No es el tipo de hombre que será perseguido


por ninguna de las vidas que ha tomado.

—Qué lástima matar a un luchador así —agrega—. Pero, por mucho que me
gustaría verte encadenada, sólo serías una distracción.

Un escalofrío me recorre la piel cuando apunta y echa el brazo hacia atrás.


Inhalo una respiración profunda y miró más allá de él, necesitando un último
momento con mi madre. Su rostro es una máscara en blanco, sus ojos vacíos de
vida, pero…

Su rostro, su cuello y sus manos están cubiertos de marcas de brujas,


brillando con una luz suave, como nunca antes había visto, especialmente en mi
madre. Debo estar imaginando cosas...

Pero… no. Las marcas están ahí, y su mirada muerta está fija en mí. Y su
boca... Se está moviendo. Su esfuerzo es débil y menguante, pero está cantando
magia.

Si queda un leve susurro de vida, puedo traerla de vuelta a la luz.

Justo cuando el Habitante del Este empuja su lanza hacia mi corazón, reúno
la fuerza suficiente para balancear mi guadaña por última vez y golpear el
extremo mortal de su arma. La punta desafilada golpea mi esternón como una
máquina de asedio golpeando la puerta de un castillo, tirándome.

El viento abandona mis pulmones hasta que logro exhalar una punzante
bocanada de aire lleno de humo que me obliga a doblarme y toser por el dolor
espantoso.

A través de la neblina ámbar y gris que llena la noche, veo al Coleccionista


de Brujas. Se interpone entre mi atacante y yo, de espaldas, con la espada
envainada. Su brazo derecho cuelga inerte a su costado, pero sostiene una daga
en su mano izquierda.

—¡No dejaré que la tengas! —Maniobra su espada en un arco amplio y


rápido.
El Habitante del Este retrocede y esquiva el ataque.

—Hola a ti también —Se ríe, y esta vez es un sonido horrible, bajo y


profundo pero ensombrecido por débiles chillidos agudos, como si los demonios
vivieran dentro de él. Arroja lo que queda de su lanza a un lado—. Y yo no la
quiero —dice—. Realmente no. Quiero matarla. Cosas muy diferentes.

El Coleccionista de Brujas se acerca, con la espada lista, pero en una ráfaga


de esa capa negra, está frente a mí. El Habitante del Este lo sujeta alrededor del
cuello, con la daga del Coleccionista de Brujas en la mano.

El Habitante del Este sonríe como un bastardo enfermo.

—¿Ahora qué? ¿También puedo matarte, viejo amigo? Ha pasado tanto


tiempo.

Una mirada perpleja pasa por el rostro del Coleccionista de Brujas.

—No somos amigos —Escupe las palabras, apretando la mandíbula.

—Estás en lo correcto. Lo que significa que no tengo que ser amable. Que
comience la fiesta.

El Coleccionista de Brujas me mira con ojos tan verdes que brillan a través
de la noche caliginosa.

—¡Corre! —grita, y el guerrero le clava la hoja en el costado. Una vez, dos


veces, con un giro entre las costillas.

Gritando, el Coleccionista de Brujas se desploma en el suelo, como mi


madre, y de nuevo, el Habitante del Este viene por mí. Esta vez no hay un brillo
enfermizo y juguetón en sus ojos. Sólo ira y determinación.

Me obligo a ponerme de pie y me lanzo alrededor de él, esquivando por


poco el filo de su daga robada. El Coleccionista de Brujas está arrodillado,
descansando el peso moribundo de su cuerpo en una mano. Su mirada todavía
está en mí, desconcertado mientras lo cargo y arrancó su espada de su tahalí. El
arma es más liviana y elegante de lo que imaginaba, así que avanzo con furia y
conduzco la hoja hacia el pecho del Habitante del Este. Espero golpearle el
corazón.
Con esa sonrisa malvada, explota en una ráfaga de humo carmesí.

Corro a través de él, o lo que era él.

Tropezando, caigo de rodillas, la empuñadura de la espada me lastima la


palma de la mano cuando aterrizó. Me invade una extraña sensación. Una
liberación, como una presión antinatural, una que se siente como si siempre
hubiera estado conmigo, que se suelta. Una oleada de poder se precipita a través
de mí, pesado, consumidor y completamente extraño.

Mis manos. Se parecen a las de mi madre. Cubiertas de marcas de brujas


que nunca antes había tenido. Parpadeo, jadeando, segura de que estoy soñando.
Que he soñado todo esto.

Pero también porque, allí mismo, en la hierba, justo a mi alcance, yace el


Cuchillo de los Dioses, como si Finn me lo dejara aquí a propósito.

Una presencia a mi espalda hace que se me erice el vello de la nuca.

—¿Me extrañaste? —Las palabras del Habitante del Este revolotean a través
de mi oído.

Agarró el Cuchillo de los Dioses y me doy la vuelta, cortando, rezando


para atrapar cualquier parte de él en el extremo de esta hoja. La sangre brota del
corte que le atraviesa la cara, desde la sien izquierda hasta la línea de la
mandíbula derecha, justo a través de los labios. Casi aúlla, el sonido es algo impío.

—¡Mi señor! —alguien llora

El hombre sentado a horcajadas sobre mí solo levanta la mano para


silenciarlos. —¡Vayan! —él grita.

Ya no sé qué daño es el que espero del Cuchillo de los Dioses. Este asesino
se transformó en humo ante mis ojos, pero medio imagino que se puede romper
como los aldeanos, él y ese hombre con cualquier magia malvada en que
prosperaren.

Espera. Mi Lord. El y ese hombre. Él es el líder. Pero…. Dioses


No es un Habitante del Este normal. No un comandante. Ni siquiera es uno
de sus hechiceros. Yo solo acabo de destruir la cara de su príncipe. Tal vez
incluso lo mate si el Cuchillo de los Dioses es tan mortal como decía Padre.

Tiene que ser así.

El príncipe presiona su mano contra su mejilla llena de sangre, sosteniendo


la cara en la costura. Ojos negros con llamas de violencia mientras mira el
Cuchillo de los Dioses. La hoja resbalosa por su sangre. Todo sobre él cambió. El
profundo rojo de su ser consumiéndose en oscuridad. Él alcanza el Cuchillo, pero
mi alcance es implacable. El agarra mi muñeca y golpea mi mano contra el suelo,
pero yo no me muevo, manteniendo un agarre mortal en la empuñadura.

Con un último rugido malvado, baja su atroz rostro a una pulgada del mío.
La sangre gotea de sus labios abiertos en mi barbilla, en mi boca.

—Nos encontraremos de nuevo, Guardián —murmura—. Y cuando lo


hagamos, voy a clavar ese cuchillo en tu corazón e inhalar tu patética pequeña
alma —No lo hará si está muerto.

Empujó la hoja hacia su corazón, pero de nuevo se transforma en zarcillos


rizados de oscuridad y se desvanece.

Me acuesto allí, parpadeando ante el cielo lleno de hollín. El shock me


recorre ola tras ola. El Cuchillo de los Dioses es tan extrañamente cálido, casi
zumbando en mi mano.

¿Era ese el poder del Cuchillo, justo ahora? ¿Borrar al Príncipe del Este de
la existencia? ¿O solo se estaba desvaneciendo? ¿Morirá por la herida en su
rostro? ¿Cómo puedo saberlo?

Me duele sentarme, pero me obligo. Ya no hay un Habitante del Este a la


vista. Deslizó el cuchillo en mi cinturón y luchó por ponerme de pie, tropezando
pasando al Coleccionista de Brujas al lado de mi madre donde caigo de rodillas.
Sus labios ya no se mueven, pero esas marcas… tengo que ayudarla.

Con los ojos ardiendo por el humo que se avecina, suplico a los Antiguos:
“Loria, Loria, anim alsh tu brethah, vanya tu limm volz, sumayah, anim omio
dena wil rheisah”, lanzando la canción de la vida en la noche como tantas
oraciones… llamando a la luna de la que desciendo, deseando que mi magia
repare el daño causado a su dulce alma, todo para devolverle la vida a su sangre
de bruja.

Puedo sentir el poder dentro de mí, sentirlo crecer.

“Loria, Loria, anim alsh tu brethah, vanya tu limm volz, sumayah, anim
omio dena wil rheisah”. Me imagino a mi hermosa madre viviendo, riendo,
bailando, y me esfuerzo mucho por tejer los brillantes hilos de su preciosa vida
de nuevo. “¡Loria! Loria! Anim alsh tu brethah! ¡vanya tu limm volz! Sumayah!
¡Anim omio dena wil rheisah!” Ella nunca se mueve.

Me siento allí, aturdida y angustiada. No hay más sonido que el crujido de


la madera ardiendo y el silbido y el rugido del fuego que se extiende de un lado
a otro. Lanzó una mirada llena de lágrimas a través del pueblo.

Ni uno se mueve. No en cualquier lugar. Ni siquiera en las sombras


ardientes. Sí Mena o alguien más se quedaron en las cabañas, ahora se han
reducido a cenizas.

Con la agonía agarrando mi corazón, me obligo a levantarme y correr hacia


la noche. El humo es tan denso que no puedo ver la luna y mucho menos el
muro de piedra en las afueras del pueblo.

Pero puedo encontrar mi camino a la tienda de Finn con los ojos vendados.

Está ardiendo, como todo lo demás. El templo. La curtiduría. Las huertas y


viñedos. Hay tantos muertos, y el mundo entero está en llamas.

Luchando para respirar, me tapo la boca con la manga y reviso el área en


busca de signos de vida. Cualquier señal de Finn o su familia o incluso del dulce
Tuck.

Corro hacia la casa de Finn, tratando de silbar, rezando para que pueda
escuchar mi llamada, solo para ver tres cuerpos tirados cerca de la puerta,
quemados y ennegrecidos.

Tropiezo hacia atrás, las lágrimas corren por mis mejillas. Dos de los
cuerpos son tan pequeños.

Betha y las gemelas.


Después de un terrible gemido, la casa se derrumba sobre sí misma. Una
familia, una historia, las personas que amaba... se fueron.

Pero luego lo recuerdo.

Helena. Finn. Los campos de barbecho.

Doy la vuelta y salgo disparado en esa dirección, pero cuando llego al claro,
no hay nada más que tierra vacía y una capa de humo. No sé cuánto tiempo me
quedé allí, mirando, esperando, pero eventualmente, me dirigí de regreso a la
aldea, muy entumecida. Me duele el pecho, ahuecado, una caverna donde solía
estar mi corazón. No puedo pensar en el dolor de saber que la muerte por fuego
es la forma en que Finn y Helena probablemente también encontraron su final.
Dioses, los habría matado yo mismo para evitar tal tortura. Hubiera hecho
cualquier cosa.

Pero no hice lo suficiente, ¿verdad?

Agotada y asfixiada por el humo y las lágrimas, vuelvo al lado de mamá.


No queda nadie. Sólo yo. Este fue probablemente el plan del Príncipe del Este
cuando no me mató, para castigarme con el destino del vacío y la soledad total.
Para quitarme todo menos mi aliento.

Alguien toca mi hombro. Me doy vuelta, con el Cuchillo de los Dioses


levantado, preparada para ser mutilada como todos los demás.

Los ojos verde valle del Coleccionista de Brujas se encuentran con los míos.
Está de rodillas, sosteniendo su costado sangrante. Abre la boca para hablar, pero
se derrumba antes de que cualquier expresión salga de sus labios.

Después de un momento, me arrastro más cerca y presiono mi hoja contra


su garganta, su borde listo para cortar la piel y el hueso, exactamente para lo que
Finn lo preparó. Estoy tan enojada, tan devorada por el dolor en mi corazón.
Dioses, quiero culparlo.

El Coleccionista de Brujas levanta la barbilla, mirándome de una manera


que hace que la culpa se arremoline en mis entrañas. No puedo dejar de llorar,
y detesto que me esté viendo de esta manera, consumida por el dolor. He vivido
aterrorizada por el Coleccionista de Brujas toda mi vida, y ahora tengo la
oportunidad de matarlo. Sin embargo, bajo el resplandor de esta terrible luz del
fuego, no veo a un hombre a quien temer o destruir, sino sólo... un hombre.

Luchando por respirar, cada aliento gorgotea en su garganta. Mira al cielo


negro, pero su mirada vuelve a encontrar la mía, y pregunta lo impensable.

—Cántame vida —Mira hacia mi madre—. Te vi. Te oí. Sé que puedes. N-


no… me dejes morir aquí. No podemos... dejar que ellos... ganen. Cántame vida.

Me mira, una súplica impotente escondida dentro de las líneas finas que se
abren en abanico desde las esquinas de sus ojos. Es la última persona que debería
salvar, pero aún lleva el aliento de vida, y estoy rodeada de muerte, y solo quiero
que alguien más esté conmigo cuando salga el sol.

Pero él no es cualquier otro.

Es el Coleccionista de Brujas.

Y así, con un corazón que se siente duro como una piedra, me pongo de
pie y me doy la vuelta para irme.
10

Por un instante, estoy seguro de que Raina Bloodgood podría ayudarme.

Era una falsa esperanza, porque un momento después, ella se levanta y gira
para irse.

Ella no es sólo una Vidente. Ella es una Resucitadora.

Y ella me va a dejar morir.

Al menos lo último que veré en esta larga vida es una mujer poderosa de
belleza y furia. Un alma delicada, pero salvaje y tan profundamente
conmovedora, incluso si desea que muera.

En los últimos años, cuando he visitado Silver Hollow el día de la


recolección, he sido incapaz de evitar que mi mirada se detenga en su rostro,
aunque ella ni siquiera levantaba la barbilla para mirarme a los ojos. No puedo
culparla. En otra vida, hubiera tratado de conocerla. La habría admirado y leído
sus poemas escritos por mi propia mano. Habría caminado con ella a través de
campos de gotas de estrellas, habría bailado con ella en el arroyo.

Esta no es otra vida.

Se da la vuelta y lanza una larga mirada por encima del hombro. La


observo, parada con su vestido ensangrentado y manchado de hollín, el viento
arrancando gotas de estrellas de su cabello largo, pétalos blancos flotando a
través del humo como copos de nieve.

Si pudiera hablar, le diría que vine aquí para ayudarla. Para ayudarnos a
todos. Le diría que no soy malvado. Que no soy del todo bueno, pero nunca
quise traerle pena. Le diría que estoy aterrorizado por lo que significa mi muerte,
y que me preocupa dejarla sola, porque ella no se da cuenta de lo sola que
realmente podría estar o del mal que está por venir.

Le diría que fuera a Littledenn. Para ver si todas esas mujeres y niños en el
sótano sobrevivieron. Le diría que los sacara del valle, aunque no puedo
imaginar adónde podrían ir.

Temo que se avecina una guerra como nunca han visto los Habitantes del
Norte. De hecho, el Príncipe del Este ha entrado en el Mundo de las Sombras.
También tiene un poder que no debería tener, una amalgama viviente de todas
las cosas que la gente reclama: sombras, almas y pecado.

En verdad, mi muerte debilitará las posibilidades de éxito de los Habitantes


del Este en la conquista de las Tierras del Verano, y me digo a mí mismo que
estoy listo para sacrificarlo todo.

Pero es lo que dejaré atrás lo que Tiressia debe temer. Soy salvación y
condenación. No puede haber uno sin el otro.

Algo en los ojos de Raina cambia de oscuro a claro. Vuelve a mí y se


arrodilla en la hierba, la ceniza cae por todas partes. El conflicto se arremolina
en su iris, pero cuando los últimos respiros de vida se escapan de mi cuerpo,
levanta sus esbeltas manos y, con los movimientos más gráciles que he visto en
mi vida, comienza a cantar.
11

La primera vez que me despierto, no veo más que un cielo lleno de humo
y me duele respirar. Estoy acostada junto a un cuerpo que se pliega alrededor
mío, cálido y reconfortante, y por un segundo, creo que es mi madre. Pero una
pequeña muerte vibra contra mi pecho, acurrucada en un rincón profundo de
mi corazón. No es de ella, y ese pensamiento me trae una tristeza abrumadora
que me arrastra de vuelta a la oscuridad. Al menos la muerte robada se siente
como si estuviera exactamente donde pertenece.

Dentro de mí.

Una voz profunda llega a mis oídos.

—Ven, pequeña belleza —susurra, y soy vagamente consciente de que me


están llevando, las cenizas desmoronadas de mi pueblo se desvanecen de la vista.

La segunda vez que abro los ojos, una capa larga y negra me envuelve
como una manta. El mundo ya no arde, y creo que estoy en el valle, la pálida
luz de la mañana se abre paso entre las nubes. Estoy encima de un caballo, fuertes
brazos acunándome mientras agarro las riendas. Escucho el clink clink, el
tintineo de una brida, el ruido sordo de unos cascos, y noto un vaivén
inconfundible que me acuna para volver a dormirme.

Antes de sucumbir, miró el rostro barbudo del hombre que me sostiene, y


se encuentra con mi mirada. Mi cabeza descansa sobre su hombro, su boca tan
cerca que el calor de su aliento se desliza sobre mis labios.

—Todo está bien. Descansa.

Mi corazón late con fuerza, algo dentro de mí grita: Aléjate, mientras otra
parte de mí quiere estar más cerca. No debería estar con él, pero lo estoy, y estoy
demasiado cansada para preguntarme adónde vamos. Mis ojos se cierran, no
tengo control sobre ellos, y me deslizo, acurrucándome contra el calor del
Coleccionista de Brujas.

El suave murmullo del arroyo que corre por las afueras de nuestro valle
me despierta por tercera vez. Me acuesto en un lecho de hierba alta y aplastada
bajo el dosel de un gran roble. Sus hojas revolotean y susurran en lo alto. Estoy
envuelta en una capa oscura que huele a especias y sándalo, y tal vez a enebro
y a la grasa de oveja que se usa para proteger el material de la lluvia. La tela
también lleva el olor a humo de ya mil muertes, un olor que me sacude el
cerebro.

Me incorporo de golpe y me estremezco, apoyándome en el esternón con


la mano. Me duele el pecho como si un dios lo hubiera golpeado con el puño.

Cautelosa, observo mi entorno. Un caballo de guerra, negro como una


noche sin luna, bebe del arroyo que avanza perezoso como siempre, como si el
resto del mundo no tuviera noción de la devastación que ocurrió en la noche.

Y en la orilla del agua en cuclillas está el Coleccionista de Brujas.

Su cabello azabache, húmedo y desatado, le cae por la espalda en ondas.


Viste calzones de cuero ajustados, agrietados por el tiempo, y una túnica de lino
holgada marcada por rasgaduras irregulares y manchas de sangre descolorida en
el costado y en la manga. Es una contradicción, ese es el pensamiento que
revolotea en mi mente. Un coleccionista imponente e intimidante: duro,
implacable e inflexible. Sin embargo, aquí en el valle, él se arrodilla, los anchos
hombros suaves, el cabello levantado por la brisa. Esa cabeza oscura se inclina
en reverencia, y en su mano descansa un manojo de gotas de estrellas arrancadas.

Pienso en la forma en que Finn me tocó con la flor que mi madre me había
trenzado en el pelo y levantó la mano para tocarlas. Se fueron.

Uno por uno, el Coleccionista de Brujas lanza pétalos a la corriente


tranquila donde cientos de flores flotan hacia el río.

—Una gota de estrella para cada alma —dice, susurrando las palabras como
una oración.

No se me escapa que está realizando un ritual de mi gente. En Silver


Hollow, Littledenn, Penrith y Hampstead Loch, es costumbre rezar una oración
a los Antiguos por los muertos recientes y ofrecer una simple ofrenda de la flor
más querida del valle.

Se gira para mirarme, y una carga vuelve a encender el aire entre nosotros.
Aunque desearía que no fuera así, un escalofrío recorre mi piel. Quiero
descartarlo como disgusto, pero eso sería una mentira.

Son sus ojos. Algo en ellos me hace querer mirar más de cerca, como si
pudiera ver un universo entero si miro lo suficiente. Pero es solo el color. No
pensé que podría ser más audaz, más penetrante. Sin embargo, aquí en el valle,
con la luz del día saliendo, sus ojos brillan como esmeraldas.

—¿Cómo te sientes? —Su voz es suave y amable, no como cuando gritó su


advertencia por el pueblo.

No sé cómo responder, siento como si flotara en un sueño.

En cualquier segundo, alguien me sacudirá para despertarme. Será la


mañana siguiente al Día de la Recolección, y mi mundo destrozado volverá a
reconstruirse. Pero mi garganta está áspera y seca por el hollín, y mi vestido azul
ahora tiene el color de un cielo tormentoso con manchas marrones que cubren
la falda y el corpiño.

Y mis manos...
Están temblando, y están cubiertos de ceniza y sangre vieja. Sangre que
pertenece a los guerreros que maté. Sangre que pertenece a mi madre. Sangre
que pertenece a un príncipe vil.

El Coleccionista de Brujas cambia las gotas de estrellas por un cuenco de


madera medio chamuscado lleno de agua corriente y me alcanza en tres largas
zancadas.

Tiemblo más fuerte. Madre solía decir que el dolor siempre golpea cuando
menos lo esperamos, y que rara vez nos damos cuenta de cómo aquellos a
quienes amamos habitan incluso las partes aparentemente más intrascendentes
de nuestras vidas. Es en esos momentos que el dolor de su ausencia golpea
mucho más profundo, porque el tiempo que dábamos por sentado de repente
brilla con un agudo relieve.

Como ahora mismo, mientras miro el plato de mamá.

El Coleccionista de Brujas colocó el recipiente en la hierba y desenvainó


un cuchillo de su bota. Corta una tira de su túnica del dobladillo, devuelve el
cuchillo a su escondite, y con un sumergimiento en el agua clara, me lava la cara
con un toque tierno.

—Shhh. Ahora, no llores. Se acabó. Estás segura.

Su voz sigue siendo tan cálida, tan suave. Es el tipo de voz en la que una
mujer podría encontrar consuelo, una voz que podría conquistar incluso la
voluntad más fuerte.

Debería alejarme de él, de su toque, su ayuda, su cercanía, pero mis lágrimas


fluyen fuertemente, incontrolablemente, y el temblor... Maté a tanta gente.

El Coleccionista de Brujas me aparta el pelo de la cara y me mira fijamente


a los ojos, tomándome

—Ven al agua. Podemos lavarte las manos.

Con un brazo alrededor de mi cintura, me ayuda a llegar al arroyo donde


nos arrodillamos junto a sus flores abandonadas. Ya limpio, su piel huele a
crujiente y terroso. Debe haberse bañado mientras yo dormía.
—Te agotaste con la magia —me dice, restregándome las manos en las olas—
. Se requiere mucha fuerza para salvar una vida al borde de la muerte. Me
desperté al amanecer y tú yacías derrumbada a mi lado.

De todas las personas que se enterarían de mi secreto, tenía que ser él. Este
hombre aparentemente bondadoso que mi mente ni siquiera puede comprender
está aquí, vivo, mucho menos por mi culpa.

Esos ojos verdes, inquisitivos, se levantan y sostienen mi mirada.

—Gracias por lo que hiciste. Te debo mi vida —Se vuelve hacia el arroyo,
sin dejar de lavarme las manos con delicadeza, pero la sangre y el hollín no
parecen irse.

Aturdida, me alejo del agua y me miro la piel. Remolinos de plata grabados


con toques de vid carmesí, violeta y dorada a lo largo del dorso de mis manos,
desde la muñeca hasta la punta de los dedos. Las mangas de mi vestido son
ajustadas, pero las levantó tanto como puedo, sólo para encontrar detalles más
intrincados. Sorprendida, me siento y me levanto las faldas. Mis piernas también
están cubiertas.

Marcas de bruja, que nunca antes había tenido. Vagamente, recuerdo


haberlos notado cuando el Príncipe del Este me persiguió. Oro para magia de
vida, rojo para magia curativa, plata para magia común, como la magia protectora
que construimos en el límite del bosque. La violeta debe ser para la visión.

Todo lo que puedo hacer es mirar fijamente, incrédula.

—Era tu madre —dice el Coleccionista de Brujas—. Ella era mucho más


poderosa de lo que nadie sabía. Escondió tus marcas, así como las suyas propias,
pero… —Hace una pausa, y la compasión llena sus ojos mientras toma mi mano
fría, doblándola dentro de la suya más cálida—. Cuando falleció, la magia se vino
abajo y tus marcas se hicieron visibles. Los vi aparecer en el Verde, Raina.

Mi cuerpo es tan pesado y mi mente tan lenta, como si mi pensamiento


necesitará ponerse al día. Nada de lo que dijo tiene sentido. Llamó a mi vida
entera una mentira, mi madre la maestra del engaño, y yo una tonta.

Pero también…
Aparto mis manos. El Coleccionista de Brujas conoce los nombres de las
familias, pero incluso esos deben ser difíciles de recordar. Los Owyn. Los
Bloodgood. Los Foley. Hay cientos de apellidos en todo el valle. ¿Pero nombres
de pila? ¿De una mujer olvidada para siempre?

—¿Cómo sabes mi nombre? —Imito las palabras con mi boca lo mejor que
puedo y fuerzo la pregunta en una expresión mientras toco mi garganta y labios,
sacudiendo mi cabeza, asegurándome de que entienda que no puedo hablar.

¿Escuchó a mi madre decírmelo?

Eso debe ser

Estudia mi rostro antes de hacer la cosa más extraña: mueve las manos y
los dedos de la forma en que mamá me enseñó.

—Conozco tu nombre desde hace muchos años —señala

Me pongo de pie y tropiezo hacia atrás varios pasos, finalmente


estabilizándome contra el roble. El Coleccionista de Brujas también se levanta,
con las manos levantadas a modo tranquilizador.

—Está bien —dice y vuelve a hablar con las manos—. No tienes ninguna
razón para confiar en mí. Incluso puedes odiarme. Pero por favor no corras. Ya
no hay adónde ir.

Mi columna se pone rígida, y pasa un largo momento antes de que pueda


hacer que mis manos funcionen.

—¿Cómo… cómo conoces este idioma?

La respuesta se desliza en mi mente antes de que él responda. Ha reunido


decenas de Brujos Caminantes de nuestro valle a lo largo de los años, pero solo
hay uno que podría haberle enseñado cómo hablar conmigo tan hábilmente.
Aun así, observó con fervor cómo su mano derecha deletrear la palabra.

N-E-P-H-E-L-E.

Mis pensamientos se enfurecen, al igual que el resto de mí. La palabra


mentiroso grita en mi mente. Lo cargo, empujó su pecho. Y aunque se siente
como si me hubiera topado con una pared y todavía estoy tan débil, titubea. En
ese lapso de tiempo, veo su tahalí y espada desechados. Está demasiado lejos, así
que me abalancé sobre el cuchillo envainado en su bota.

Se tuerce fuera de mi alcance, y cuando empiezo a atacarlo, arañando, me


agarra las muñecas y me lleva de regreso al roble.

Sujetando mis brazos contra las ramas bajas y gruesas, presiona el peso de
su pesado cuerpo contra el mío, pecho con pecho, cadera con cadera, muslo con
muslo. Me retuerzo para liberarme, pero rápidamente decido que no es mejor
esa idea.

Estamos respirando tan fuerte. La fricción entre nosotros es insoportable e


indeseable, así que giro mi cabeza hacia adelante y le doy un cabezazo. Él tira
hacia atrás, pero atrapó su boca con mi frente antes de que pueda escapar.

Sangrando el labio inferior, me mira como si fuera una especie de salvaje.


Quizás lo sea, al menos en este momento.

—Necesitas calmarte —gruñe, presionando su frente contra la mía,


manteniendo a raya incluso esa parte de mí—. No soy tu enemigo. Ya no. Si
quieres respuestas, te sugiero que dejes de intentar matarme y me dejes
explicarte.

Posicionándose contra mí una vez más, se sacude, un movimiento


destinado a acentuar sus palabras. Solo me hace demasiado consciente del cuerpo
que toca el mío. Su cálido aliento en mis labios, esas largas y fuertes piernas
firmes, ese grueso pecho subiendo y bajando contra el mío, y sus ásperas y
poderosas manos agarrándome con fuerza.

Ninguno de nosotros se mueve por lo que parece una eternidad mientras


un calor inesperado y no deseado se enrosca entre nosotros. Aprieta su agarre,
aunque la acción no provoca dolor. Despliego mis dedos, afirmo mi respiración
y dejó que la tensión en mis músculos se relaje, suavizándose contra él, todos
mis sentidos cediendo.

Porque si alguna vez he necesitado algo, necesito que él me suelte.

Ahora.

Finalmente, echa la cabeza hacia atrás y me mira, su gran cuerpo sigue


atrapando el mío. Mi rendición se refleja en sus ojos.
Gira la cabeza y escupe sangre en el suelo.

—No patear, no golpear, no morder, no atacar. Hablaremos. Solo eso. ¿Está


bien?

Cuando asiento, me suelta y retrocede unos pasos. Mirándome, se limpia la


boca con la manga, luciendo un poco nervioso. Tal vez él también necesitaba
distancia.

Durante demasiados momentos, me estudia de nuevo. Esta vez, su mirada


traza cada línea mía. Despacio. Finalmente, aparta la mirada, se pasa los dedos
por el pelo largo y suspira.

¿Por qué lo estoy mirando? ¿Observando cada uno de sus movimientos?

Froto mis muñecas donde su toque todavía persiste y me alejo del árbol
con piernas temblorosas. Estoy exhausta, amargada y afligida, mi mente y mi
cuerpo agotados por lo que he pasado y por salvar su maldita vida. Eso es todo.
No estoy pensando con claridad.

—Gracias por no comportarte como un animal salvaje —espeta, gimiendo


cuando se toca el labio herido con el pulgar. Cambia a hablar con las manos—.
Haz tus preguntas. Estoy seguro de que tienes muchas.

Dioses, no tiene ni idea. Las preguntas se forman tan rápido que tengo que
meter los dedos en puños en mi vestido mientras mi mente ordena cuál
preguntar primero. Una exhalación me estremece.

—¿Por qué Nephele te enseñaría mi idioma? —Doy forma a cada palabra


con fuerza.

—Porque es mi amiga —afirma—. Por difícil que sea para ti creerlo.

¿Amiga? ¿Mi hermana es amiga de este hombre? ¿Este hombre, este


Coleccionista de Brujas, como el que hemos temido toda nuestra vida? Es
imposible.

—Nephele me enseñó hace años una forma de pasar el tiempo —afirma,


moviendo las manos con una precisión impecable—. Y porque te echaba de
menos. Me hizo jurar que nunca elegiría a su hermana el Día de la Recolección.
Tu madre necesitaba que al menos una de sus hijas la cuidara sin tu padre.
Prometí que Raina Bloodgood nunca dejaría Silver Hollow. No por mi mano.

Sus palabras es un shock para todo mí ser. Nunca me eligieron, no por mi


falta de habilidad y marcas de brujas, sino porque mi madre me protegió y mi
hermana le pidió al Coleccionista de Brujas que me perdonara. No puedo
envolver mi mente alrededor de nada de eso. La idea de que mamá sabía de lo
que era capaz y que mi hermana podía pedirle protección al Coleccionista de
Brujas y hacer que su deseo se concediera parece muy erróneo.

—Debería haberlo sabido —señaló, golpeando el juicio con mis manos, cada
sacudida hace que me duela el pecho—. Además de todas las cosas horribles que
he llegado a saber que eres, también eres un mentiroso.

La forma amenazante en que me mira advirtiéndome y la forma en que


todo su cuerpo se pone rígido casi me hace estremecer. Pero me aferro.

—Ten por seguro que soy muchas cosas —Las venas de sus sienes y
antebrazos resaltan en relieve con cada palabra aguda—. Pero no soy mentiroso.

Señaló el valle que nos rodea.

—Sin embargo, aquí estamos. Hasta aquí tus promesas.

Es una acusación débil. Podría haber ignorado su acuerdo con mi hermana


y dejarme sola en las ruinas de mi aldea. Sin embargo, mi ira necesita liberarse,
y él es mi único objetivo en este momento.

—Sí —Él se burla—. Aquí estamos —Pasa otro momento infinito, su mirada
es dura y aguda—. Le debo a tu hermana llevarte a Invernalia sin sufrir daños
—continúa—. Pero, como dije, no miento, y se nos está acabando el maldito
tiempo, así que debo ser honesto contigo sobre lo que enfrentamos. Hace una
semana, llegó a Invernalia la noticia de que el Príncipe del Este planeaba romper
el tratado del Rey Regner con las Tierras del Norte. Para estar seguros de que
las noticias eran correctas, necesitábamos cierto tipo de magia. Del tipo que solo
tú posees. Ibas a ser mi elección para el día de la recolección porque tu hermana
afirma que tienes el verdadero don de la Visión. Pero llegué demasiado tarde.
Mira hacia el oeste, donde el cielo azul se desvanece en un gris nublado
mientras las brasas agonizantes de Littledenn, Penrith y Hampstead Loch
exhalan sus últimos alientos.

Presiono mis dedos en mi sien. Demasiados pensamientos se arremolinan


dentro de mi mente. Por un lado, rezo para enviar al príncipe de Este al Mundo
de las Sombras, para siempre, para que no pueda dañar a nadie más en cualquier
búsqueda malvada que lo haya poseído. Espero que ese bastardo se reduzca a
nada más que un espectro de sombra, acechando a través de los pozos más
profundos y oscuros de los Confines del Infierno.

Pero, en segundo lugar, la parte que no puedo hacer que mi cerebro procese
es que Nephele envió al Coleccionista de Brujas por mí. Le conté mi secreto.

Incluso si me sobreestimó, aun así, reveló algo que juramos no contar


nunca, nada menos que a nuestro mayor enemigo.

Dejó el pueblo poco tiempo después de que supe que podía ver cosas a
través de la videncia. Había sido un juego, una broma, hasta que las aguas me
hablaron. Realmente no entendíamos esa magia entonces, y no aprendí las reglas
por algún tiempo. Se fue hace ocho años, pero ¿ha cambiado tanto que vendería
el alma de su hermana al rey?

Miro al Coleccionista de Brujas.

—Ella nunca haría tal cosa.

Pero claramente lo hizo, incluso si la Visión no es tan fácil de manejar


como ella lo hizo parecer.

El Coleccionista de Brujas da un largo paso en mi dirección. Su túnica de


lino rasgada ondea con la brisa, revelando un brazo grueso y atado y los
músculos flexionados que cubren sus costillas donde deberían existir terribles
heridas de arma blanca. En cambio, vislumbro una piel perfecta y ligeramente
bronceada, gracias a mí.

—Con tu don —dice—, podríamos haber previsto un ataque. Tal vez


podríamos haber encontrado una manera de detener al ejército de la Tierra del
Este antes de que se convirtieran en una amenaza. Tal vez podríamos haber
salvado a todos en el valle. Nephele sabía eso y sabía que tenía que decirnos de
qué eras capaz. Ella solo estaba haciendo lo que cualquier persona que ama a su
patria haría. Estaba tratando de protegerla. No la culpes.

Mi temperamento inflamado se enfría y se congela en una bola de hielo


mientras sus palabras se asientan profundamente. Los del Este no llegaron al
valle para matar a los aldeanos y marcharse. Nunca se trató de nosotros en
absoluto. Sólo estábamos en el camino. Una tierra para quitar.

Una amenaza al silencio.

—Quieren llegar a Invernalia —afirmó—. ¿Por qué?

Los músculos de la mandíbula del Coleccionista de Brujas se tensan y sus


ojos se vuelven duros como piedras desgastadas por el río.

—Quieren al Rey Helado. Están en camino para capturarlo ahora. Entraron


en el bosque anoche.

Sin saber a qué emoción creciente aferrarme, miro hacia el Bosque


Frostwater en la distancia. En verdad, no me importa la seguridad del Rey
Helado. Pero mi hermana y todos esos Brujos Caminantes... son los más fuertes
del valle. ¿Serán suficientes sus voces contra los Habitantes del Este? ¿O serán
eliminados por proteger a un rey indigno?

—Había tantos —continúa el Coleccionista de Brujas—. Destruyeron


Hampstead Loch. Los Ancianos y Guardianes de Penrith redujeron el número
de Habitantes del Este, pero el enemigo solo se había reducido a la mitad cuando
llegaron a Silver Hollow. Y no porque todos cayeron a la cuchilla. En Littledenn,
el ejército se dividió aún más cuando la mayor parte de su número se adentró
en el bosque. Los Brujos Caminantes que manejaban el límite fueron masacrados.

Nuevamente, miró hacia el bosque y de regreso al Coleccionista de Brujas.


Mi pulso se acelera y mis palmas se humedecen.

Doy un paso enojado hacia él.

—¿Por qué estamos aquí? Tenemos que ayudarlos. Los del Este están muy
por delante de nosotros.

Una punzada de mareo hace que el mundo dé vueltas.


Nosotros.

No puedo creer que el Coleccionista de Brujas y yo estemos del mismo


lado. Hace un día planeé su final. Lo imaginé. Probé la dulzura de la venganza
y me pregunté si era lo suficientemente valiente como para quitarle la vida a
un hombre que amenazaba todo lo que amo. Ahora estoy aquí con la muerte de
docenas pintándome las manos, hablando con una de las tres personas que más
odio en este mundo, obligada a ser su aliada porque compartimos un objetivo
común.

Al menos creo que lo hacemos.

Parpadeo para estabilizar mi cabeza mareada y me muevo para pasar junto


a él. Me bloquea, sus ojos verdes brillando en la luz del sol moteada filtrándose
a través de las hojas. Es tan alto y ancho, arrojándome en su sombra.

El instinto envía mi mano a mi muslo, alcanzando el cuchillo en el que no


había pensado hasta ahora. El Cuchillo de los Dioses no está ahí, y su ausencia
me golpea fuertemente. No recuerdo cuándo lo sostuve por última vez y eso me
golpea fuertemente.

Las imágenes pasan de una a otra en mi mente. Son confusos, como si mi


cerebro los estuviera borrando de la memoria. Miro hacia atrás a la capa en el
suelo. Tal vez esté ahí.

—Escúchame —dice el Coleccionista de Brujas, y lo enfrentó. Sus ojos se


lanzan hacia mi mano, que todavía está presionada contra mi costado vacío—.
Nephele y los demás se protegieron a sí mismos y a Invernalia —continúa—.
Debían encantar los límites alrededor de la tierra del rey para que, si alguien se
infiltraba en esas líneas, se asegurará un viaje difícil. Esos Habitantes del Este
podrían haber viajado a través del bosque sin inmutarse por un corto tiempo,
pero en algún momento, se encontrarán con una magia como nunca han visto,
y se arrepentirán de haber venido aquí.

Ladeo la cabeza y arqueó una ceja.

—¿No te imaginas que los del Este puedan desentrañar la magia de los
Brujos Caminantes? ¿Una trampa? La magia de Silver Hollow no fue rival para
ellos. Nos limpiaron como nada más que una molestia.
Tengo que esperar que, como mínimo, los del Este están ahora sin su líder.
Lo corté con el Cuchillo de los Dioses.

—Los Brujos Caminantes de Silver Hollow solo tuvieron minutos para


cantar —responde—. No había tiempo para hacer magia alrededor del pueblo
para fortalecerlo. Estoy seguro de que Nephele y los demás han estado cantando
y tejiendo una gran magia desde anoche al atardecer. No dudo de las brujas del
rey. Conozco su habilidad.

¿Gran magia? Ese conocimiento debería calmarme, pero no lo hace. Una


cosa es que los ancianos que esperan cerca de la barrera destejan una pequeña
porción de magia para que el Coleccionista de Brujas pueda pasar y luego volver
a armarla. Otra cosa es que las brujas controlen su magia a kilómetros de
distancia. La magia vasta es una forma arcana de poder.

Nunca lo he visto. Nunca ha habido nadie en el valle lo suficientemente


hábil para enseñarlo. Tales ideas son leyendas: las historias de brujas que
proyectan su magia y su voluntad a través del espacio y el tiempo.

No sé cuán diestras se han vuelto las brujas en Invernalia, obviamente lo


suficiente como para que hayan aprendido formas inescrutables de habilidades
mágicas, pero sí la tradición es cierta, la gran magia tiene limitaciones. La gran
magnitud y el número de voces requeridas limitan el control. Incluso más allá
de esa preocupación, algo que Padre solía decir permanece: con las manos
adecuadas, casi cualquier magia se puede deshacer.

—No tengo tanto talento como mi hermana —confieso—, pero nunca he


oído que la magia extensa sea selectiva. Si el bosque ofrece un paso desgarrador,
entonces también nos enfrentaremos a la magia en el bosque.

Quiere llevarme a Invernalia y yo quiero ir, pero ¿qué soportaremos para


llegar allí? Los Habitantes del Este también son hábiles, pero al menos hay una
buena posibilidad de que ya no tengan al Príncipe de su lado. Algo me dice que
poseía el tipo de magia que probablemente todos deberíamos haber temido más
que nosotros.

Con las manos apoyadas en las estrechas caderas, el Coleccionista de Brujas


se inclina hacia ella.
—No dejaré que te pase nada malo, Raina. El bosque nos dejará pasar. La
magia de los Brujos Caminantes me conoce, especialmente la de Nephele —Su
rostro se oscurece y una sombra sombría se desliza por sus pupilas—. No puedo
decir que será fácil o rápido, pero se aclarará un camino. Tu hermana es más
capaz de lo que le das crédito.

La irritación se agita dentro de mí. El Coleccionista de Brujas tiene un


vínculo con mi hermana, el tipo de vínculo que tuve una vez, pero que se ha
desvanecido desde entonces.

Porque me la robaron.

Empujando mi odio profundamente, me concentro en Nephele y la


necesidad de salvar a la única familia que me queda. Mi cabeza se siente borrosa,
hecha de nubes, pero lo empujó, sin saber qué planeo hacer: ¿robar su bestia y
huir a un bosque encantado?

No llegaría lejos. Su semental parece estar a un millón de millas de


distancia, y el mundo se inclina, justo cuando mis rodillas se doblan en medio
de un paso.

El Coleccionista de Brujas cruza sus brazos alrededor de mi cintura y me


gira para enfrentarlo, sosteniéndome contra su cuerpo. El movimiento me hacía
sentir más mareada e instintivamente, agarró su túnica.

Baja la mirada hacia mí y echa un vistazo a mi boca, el nudo en su garganta


se mueve al tragar con fuerza.

Cuando habla, su voz cae de sus labios con bordes más suaves.

—Me temo que no iremos a ninguna parte hasta que puedas hacer magia
de nuevo. No podemos entrar en el Bosque Frostwater sin ella.

Con los párpados pesados, niego con la cabeza, sin entender, y manejo las
palabras.

—¿Por qué no?

—Traté de entrar en el bosque después de que salimos del pueblo. Los del
Este construyeron un muro a lo largo del perímetro. No hay seguidores a menos
que puedas invocar suficiente poder para romper su construcción —La presión
de su mano en la parte baja de mi espalda me hace temblar y calentarme al
mismo tiempo—. De alguna manera —continúa—, no creo que estés preparada
para la tarea todavía, por mucho que probablemente te gustaría estar en
desacuerdo.

Me baja sobre su capa, flotando sobre mí. No sé por qué me doy cuenta,
pero sus labios, aunque el inferior ahora tiene un corte hinchado, son un lazo
escarlata perfecto anidado dentro de su barba corta y oscura.

—Necesitas recuperarte —dice—. Cabalgaremos una vez que puedas y


rezaremos a los dioses para que no lleguemos demasiado tarde.

Quiero discutir, porque necesito encontrar a mi hermana. Ahora. En


cambio, suelto su túnica mientras el mundo a mí alrededor se oscurece. Luchó
por aferrarme a la conciencia, sólo para ser presionada por una oscuridad
imposible.

Nephele es mi último pensamiento mientras la conciencia me deja llevar


por una marea imparable.
12

A la mañana siguiente camino por la orilla del agua, esperando el regreso


del Coleccionista de Brujas. La memoria no es clara, pero lo recuerdo arrodillado
a mi lado, con el pelo suelto y oscuro enmarcando su rostro y detrás de él, el
cielo magullado con los primeros rayos de luz de la mañana. Dijo algo sobre ir
a Littledenn a por comida y ropa y que volvería pronto, pero yo seguía
demasiado atrapada por el sueño para que sus palabras permanecieran.

Busco el Cuchillo de los Dioses que estaba envuelto en su capa en la hierba


sin éxito, y luego observo la salida del sol mientras una fina niebla se extiende
por el valle. He estado en este arroyo muchas veces, contemplando la tierra
mientras el humo del hogar se elevaba de las chimeneas al oeste. Me quedo
durante mucho tiempo contemplando el horizonte, esperando que esos rizos y
briznas grises se eleven una vez más. Cuando el cielo se aclara, el único humo
en la distancia es lo que queda de los fuegos de las Tierras del Este.

Cansada de tantos recordatorios del ataque, me quito el cinturón de dagas


de Finn del muslo, intentando no pensar en sus últimos momentos con vida, y
me meto en el arroyo en el punto más profundo, detrás de dos rocas. Estoy
ansiosa, deseando irme, pero estoy atrapada aquí, esperando cuando no hay
tiempo para esperar.

El agua está fría, pero limpia bien el olor a fuego y muerte de mi vestido
y mi pelo. Mientras me baño, me maravillan las nuevas marcas que colorean mi
piel. Todo este tiempo, Madre me ha protegido ocultándole a todos lo que soy.
Lo entiendo, pero me gustaría haber podido compartir mi magia con ella,
conocer mis habilidades sin que la amenaza de ser elegida se cerniera sobre
nosotros como una nube oscura.

Con aquel último chapuzón bajo el agua, por fin me siento despierta, mis
pensamientos están más claros, así como la pena y la negación se desvanecen. En
su lugar sólo reside la determinación. Si planeo encontrar a Nephele, hay magia
que incumplir, así que tengo que concentrarme.

Si pudiera recordar lo que hice con el Cuchillo de los Dioses. Recuerdo que
le atravesé la cara al Príncipe del Este, y recuerdo que se desvaneció mientras
sostenía el arma en mi mano. Pero después de eso, todo lo que veo es muerte y
fuego y... al Coleccionista de Brujas.

Cuando termino de bañarme, me escurro el pelo y la ropa, deseando que


haga más calor fuera. Sin embargo, mi inquietud aparece demasiado pronto, así
que tomo el cuenco de madera de mi madre y lo sumerjo en el arroyo. Si los del
Este están atrapados en el bosque, y ruego a los Antiguos que así sea, tal vez
podamos sortearlos y llegar primero a Invernalia, eso si la vasta magia de los
Brujos Caminantes nos permite pasar.

Una espina me pincha la yema de un dedo, y una vez que mi sangre se


arremolina en el agua, centro todos mis pensamientos en el paradero de los
Habitantes del Este.

—Nahmthalahsh, muéstrame a los Habitantes del Este de anoche.

Una débil escena se forma en la superficie violeta del agua, un grupo de


hombres cabalgando por un estrecho camino a través de lo que parece la
oscuridad de la noche en un bosque. La cautela se desprende de ellos. Parecen
confusos, perdidos; percibo una fuerte magia.

Inclino el cuenco y la imagen permanece. No veo al Príncipe del Este, al


menos y sus guerreros no están invadiendo un castillo o una fortaleza, todavía.
Eso me tranquiliza.

Limpio el cuenco y vuelvo a preparar el agua.

—Nahmthalahsh, muéstrame el Cuchillo de los Dioses.


Aunque no puedo ver la hoja negra puedo distinguir la empuñadura
blanca, el cuchillo está rodeado de oscuridad por lo que es difícil de distinguir.
¿Acabó en el fuego? ¿Puede arder el hueso de un dios? ¿Está enterrado en las
cenizas de Silver Hollow? ¿Cómo podré encontrarlo si está en las ruinas de
Silver Hollow?

Frustrada, tiro el agua y miro fijamente al cuenco. Podría buscar a Finn y


a Helena, pero esa idea me aterra. Sé lo que veré: montones de ceniza o algo
mucho peor, y me siento demasiado pequeña. No puedo soportar las imágenes
de su sufrimiento impresas en mi memoria. En cambio, decido buscar al
príncipe. Él no estaba en esa banda de Habitantes del Este, pero necesito saber si
el Cuchillo de los Dioses funcionó, si incluso vale la pena buscarlo. Había creído
tanto que lo era.

Lleno el cuenco una tercera vez y sangro en el agua.

—Nahmthalahsh, muéstrame al Príncipe del Este.

El agua se arremolina más tiempo de lo habitual, y la claridad teñida de


violeta se vuelve nebulosa. Las sombras y el humo ruedan por el borde del
cuenco como una niebla sangrante. Me inclino más cerca, con el pulso acelerado.

Seguramente veré a un hombre muerto.

Su rostro se forma y me mira fijamente con ojos amplios y sin pestañear.


No sé si está vivo y me observa desde el otro lado de las aguas o si está muerto
en algún lugar, mirando a la nada. La visión de su herida abierta me hace
estremecer y vuelvo a lanzar el agua, observando cómo la bruma humeante
flota sobre la hierba y se deshace.

Muerto, me digo. El poder del Cuchillo de los Dioses es real.

Estoy de pie bajo el gran roble escurriendo de nuevo mis faldas cuando el
Coleccionista de Brujas regresa, cabalgando a paso rápido. Aunque lleva una
yegua blanca de aspecto fuerte detrás de su brillante semental negro, algo en mí
muere cuando se acerca. Su rostro es pálido y su expresión sombría, sus anchos
hombros ya no son tan altos y fuertes.
Antes, mientras miraba el amanecer, dejé de lado cualquier fe en que
pudiera volver con supervivientes, pero puedo ver que fue a Littledenn con
una esquirla de esperanza de doble filo en su corazón.

Desmonta y le ayudo a llevar a los animales al arroyo.

—Mannus, come —le pasa una mano reconfortante por el costado del
caballo y chasquea la lengua. Las orejas de la bestia se agachan, escuchando, y el
animal hace lo que se le dice, mordisqueando los trozos de hierba.

Sin embargo, el Coleccionista de Brujas no me dice nada. Me inquieta un


poco su silencio y el hecho de que no me haya mirado desde que llegó.

Me pongo a inspeccionar a la yegua ecuánime que me ha traído para que


podamos irnos. Acariciando su cabeza, decido ponerle Tuck. Deletreo la palabra
contra su hombro, necesitando aferrarme a algo de mi vida antes de este desastre.
Levanta el hocico de la corriente y presiona su nariz contra mi muslo, casi como
si lo reconociera. Le doy una palmadita en el lomo, confiando en que me
proporcionará un viaje seguro.

El Coleccionista de Brujas apoya su espada en el gran roble y se arrodilla


en la hierba. Con manos rápidas, descarga la ropa y las botas de una manta atada
y atestada de cuerda, una lámpara de aceite con marco de hierro y cristal ámbar
en los lados, una pequeña caja de yesca, un par de pellejos de agua, una petaca
(probablemente de algo lo suficientemente fuerte como para abatir un jabalí),
una taza de lata, varias manzanas y una hogaza de pan duro. Me hace pensar en
la mochila que escondía debajo de mi cama.

Al azar, toma una túnica y la sostiene entre nosotros. Finalmente, levanta


la vista y sus ojos se fijan en los míos.

Un momento después, su mirada recorre mi cuerpo como una caricia

—Estás mojada. Y tranquila —lo dice como si yo fuera una especie de


criatura rara.

—Me he bañado —respondo, con el pelo húmedo secándose con la brisa


fresca—, y consulté las aguas.

Su mirada se fija en el plato de mamá y se baja la túnica.


—¿Viste algo?

Asiento con la cabeza.

—Los del Este todavía no habían llegado al castillo. Estaban viajando, era
un camino oscuro. Estaban perdidos, preocupados, confundidos. La magia los
rodeaba. Era magia poderosa.

—¿Y el príncipe?

Dudando considero contarle sobre el Cuchillo de los Dioses y que estoy


bastante segura de haber matado al príncipe. ¿Pero qué haría él si supiera que
algo como el Cuchillo de los Dioses existe? ¿Que con un solo corte, él y su señor
inmortal podrían ser destruidos? Incluso con la remota posibilidad de que la hoja
no sea tan poderosa como dijo Padre, el Rey Helado no se arriesgaría a tener un
arma así en algún lugar, lista para ser tomada. Habría más de uno tratando de
averiguar cómo encontrarla, y por eso me guardo esa información.

—Perdido como los demás —miento.

Con las manos pegadas a los muslos, el Coleccionista de Brujas se relaja,


como si se le hubiera caído un yugo del cuello.

—Al menos el bosque está vigilado y no se nos ha acabado el tiempo —


dice—. Eso significa todo.

No se equivoca. La imagen de los Habitantes del Este es lo único que me


mantiene tranquila.

Se aclara la garganta y hace un gesto con la túnica.

—Para ti. No he podido encontrar ninguna armadura que pueda soportar


tu espalda. Pero aquí hay un gambesón acolchado. Un poco grande, pero mejor
que un vestido.

—Peleo bien con un vestido.

Una pequeña sonrisa curvó una esquina de su boca.

—Así es. No puedo discutirlo. Pero una túnica y unos pantalones facilitarán
la monta.
Me llevo la mano al pecho magullado. El corpiño cosido por Madre
proporciona apoyo, pero la túnica de lino de verano es fina y suelta. Demasiado
fina y holgada para que una mujer la lleve mientras atraviesa el valle y el
bosque. En cuanto al gambesón, parece hecho para un gigante. Se tragaría al
Coleccionista de Brujas, por no hablar de mí. Aun así, la armadura más suave
proporcionará una modesta protección contra una espada y flechas si se da el
caso.

Pero no puedo cabalgar con ese atuendo.

El Coleccionista de Brujas parece entender mis pensamientos. Sus mejillas


se sonrojan, y una extraña clase de tierna inocencia llena sus ojos.

—Oh, claro —deja caer la túnica, se sienta sobre sus piernas y estudia mi
vestido.

Al cabo de un momento toma un par de cueros de la pila, muy parecidos


a los suyos, aunque más pequeños y menos gastados, que probablemente
pertenezcan a un chico que esperaba poder estrenarlos algún día. Otro
pensamiento que hace que me duela el corazón, pero que también aviva mi
furia.

Con una sacudida, el Coleccionista de Brujas dice—: Ponte esto y ven aquí.
Tengo una idea.

Mira hacia otro lado y me apresuro a ponerme los pantalones, solamente


los llevo cuando trabajo en los campos y huertos o cuando entreno con Helena
y este par es ajustado y un poco largo, pero lo demás es perfecto.

Con mi vestido cubriendo el cuero, me acerco a él, sintiéndome incómoda


cuando me mira de frente y levanta la vista, todavía de rodillas. Saca un cuchillo
de la funda que lleva dentro de la bota y empieza a cortar una línea por la mitad
de mis faldas. Es un trabajo tedioso. Las capas de lana y lino son gruesas y están
anegadas, a pesar de mis esfuerzos anteriores.

De nuevo, pienso en el Cuchillo de los Dioses. El Príncipe del Este se


desvaneció mientras lo tenía en la mano, y cuando me levanté para ir a ver a mi
madre, no había nadie cerca, salvo el Coleccionista de Brujas, pero se estaba
muriendo. ¿Siquiera lo había llevado conmigo entonces? Dioses, necesito que
mi memoria se aclare.
Estudio el cuerpo del Coleccionista de Brujas. Su espalda ancha y alada
estira la tela de su túnica que se estrecha hasta la cintura. El material se adhiere
a él, no sólo porque llena la prenda por completo, sino también porque una brisa
fresca pega el lino a su piel. Sus largas piernas están dobladas bajo él, y sus pieles
abrazan cada músculo y cada curva como una segunda piel. No veo ningún lugar
en el que pueda esconder otro cuchillo, quizá salvo en su otra bota. Desde luego,
no hay ningún cinturón oculto bajo esa camisa.

¿Acaso tenía el Cuchillo de los Dioses a su alrededor? La última imagen


que mi mente tiene del arma es la hoja apretada en la mano, el hueso goteando
con la sangre del príncipe que prometió matarme algún día.

El Coleccionista de Brujas deja el cuchillo a un lado en la hierba y me mira


fijamente, apoyando las manos en las rodillas. Ha llegado a la mitad de mis faldas.

—Intento ser amable —dice—, pero a veces es mejor la mano dura.

Respiro profundamente.

—Haz lo que debas, Coleccionista de Brujas.

Las lágrimas me escuecen en el fondo de los ojos y me trago la opresión


que se me forma en la garganta. Mi madre hizo este vestido para la cena de la
cosecha. Trabajó muy duro cosechando el sargazo y extrayendo el tinte. Aparte
de su plato de madera, es lo único que me queda de ella.

El Coleccionista de Brujas agarra la tela a cada lado del corte y, con un


gruñido, rasga las capas hasta la parte inferior del corpiño. Tropezando con su
fuerza, me agarro a sus hombros y él me agarra por la parte trasera de los muslos
para estabilizarme.

Nuestros ojos se cruzan y él estudia mi rostro, sin duda viendo mi tristeza.


Una vez más, soy demasiado consciente de él, de los músculos tensos que rodean
sus hombros bajo mis palmas, del tacto firme de sus dedos agarrando mis
piernas, de lo reconfortante que es estar cerca de otra persona.

Incluso a él.

Nos soltamos el uno al otro como si hubiéramos tocado algo caliente,


retirándonos lo más posible. El Coleccionista de Brujas vuelve a tomar su
cuchillo y empieza a separar mis faldas del corpiño.
—¿Te das la vuelta? —me pregunta, y yo obedezco.

Mi corazón traidor se agita cuando desliza las yemas de sus dedos por la
piel desnuda por encima de mis pantalones.

Cuando ha terminado, me ha puesto en forma de una manera que creo que


no se puede mejorar, pero entonces se levanta, toma un par de botas y un
pantalón que deja caer a mis pies descalzos y se coloca detrás de mí. Todavía un
poco nerviosa a su alrededor, miro hacia atrás cuando me empuja el pelo por
encima del hombro.

Sus dedos callosos me rozan la clavícula, lo que me provoca un escalofrío


en los brazos cuando empieza a aflojar los cordones.

—Para que puedas respirar mejor —dice, y tengo que apartar la mirada.

Mis pechos caen, y mis pulmones y costillas se expanden en una inhalación


dichosa. Sin embargo, se inclina ante mi espalda y cuando habla, su cálido aliento
roza la curva de mi cuello, es todo lo que puedo hacer para no estremecerme.

—Me llamo Alexus. Alexus Thibault. No Coleccionista de Brujas —Se


acerca a mí y lo repite, esta vez con las manos.

Con las mejillas encendidas, firmo también su nombre. El tacto es tan


extraño en las yemas de mis dedos como lo sería en mi lengua.

Después de dedicarme una pequeña sonrisa de agradecimiento, se da la


vuelta y me deja allí, empapada de sensaciones extrañas y abrumadoras que debo
ignorar. Porque lunas y estrellas, no me fío de él, en lo más mínimo. Pero
empiezo a pensar que podría, y esa es la idea más insondable que jamás haya
imaginado.

Mientras él recoge nuestras cosas, carga la mochila en su caballo y cuelga


la lámpara de aceite de la silla de montar, yo me calzo las botas y los calcetines
demasiado pequeños y le pongo el gambesón a la yegua. Le entrego al
Coleccionista, no, a Alexus su capa que él acepta, pero me rodea con la prenda
sobre los hombros en lugar de hacerlo sobre los suyos.

—Te queda bien, igual que esto —recupera el cinturón de dagas de Finn y
saca una hoja con filo de fuego que debe haber tomado de Littledenn—. Eres
buena con la guadaña. Espero que también seas buena con una hoja pequeña.
Lo suficientemente buena como para rebanar la cara del Príncipe del Este,
un acto que supongo que Alexus no pudo ver desde su posición ventajosa
durante el ataque.

—¿Por qué quieren al rey? —El pensamiento sale a borbotones de mis


manos antes de aceptar el cinturón y el arma y atarlos a mi muslo.

Me mira fijamente, con el pelo negro atrapado por el viento.

—Es una larga historia. Sólo tienes que saber que los Habitantes del Este lo
necesitan, así que si consiguen ponerle las manos encima, no le quitarán la vida.
Todavía no. Pero hay una excelente posibilidad de que nos arrepintamos de
dejar que tengan éxito.

Quiero decirle que mi última preocupación es el Rey Helado. Que podría


derretirse en un charco, y no sentiría más que satisfacción. Sólo tengo curiosidad
por saber por qué los del Este quieren al rey ahora cuando todo ha estado en
silencio aquí durante tanto tiempo.

—Siempre podríamos usar tu don con las aguas antes de irnos —extiende
el cuenco entre nosotros—, para determinar dónde está el rey.

Respiro profundamente, temiendo mis próximas palabras. Otro rayo de


esperanza brilla en los ojos de Alexus, y estoy a punto de hacerlo pedazos.

—Me temo que no puedo ayudar. No de esa manera.

Su ceño se frunce.

—Explícate.

Agito mis cansados dedos.

—No puedo ver lo que yo decida. Debo formar una imagen en mi mente,
y sólo veo las cosas mientras están sucediendo. Como Nephele, no me volví
hábil en la adivinación hasta un año después de que se la llevaran. Dominé el
arte, pero la imagen de ella ya no coincidía con la mujer en la que se había
convertido. No podía verla.
Se estremece ante eso, y en verdad, yo también. Todo tiene sentido ahora
que lo he dicho. Nephele de verdad ha cambiado y lo ha hecho tan pronto
después de dejar Silver Hollow.

Me hace despreciar aún más al Rey Helado.

—Nunca he puesto los ojos en ese frío bastardo que llamas rey —añado—,
no sé qué buscar cuando se trata de él. Lo más que puedo hacer es vigilar a los
del Este y esperar ver al grupo correcto —Estoy divagando, y mis palabras han
sacudido claramente su fe, así que bajo las manos.

Alexus se restriega la cara, medio ahogando un gemido.

—Muy bien, entonces hagamos eso. Una última mirada antes de irnos.

Tomo el plato y lo vuelvo a llenar en la orilla del arroyo, en cuclillas. Esta


vez, uso mi nueva daga para atravesar mi dedo.

Mi sangre corre hacia el agua y, una vez más, aparece el bosque de noche.
El débil resplandor de un bosque nevado perfila las siluetas de las ramas de los
árboles y de los caballos y los hombres. Puedo percibir la angustia de los del
Este, sentir sus corazones acelerados.

Alexus se coloca sobre mi hombro, claramente curioso.

—No puedo ver sus caras, pero al menos un grupo de guerreros sigue en
el bosque —le digo—. Con frío y preocupados por no poder salir nunca.

Me mira fijamente.

—¿Puedes saber lo que sienten?

—A veces —me encojo de hombros, vacío el plato y me pongo de pie.

—¿Es eso... normal para ti? ¿Leer las emociones de la gente?

Levanto una ceja.

—¿Por qué? ¿Preocupado?


Alexus abre la boca para hablar, pero en su lugar sacude la cabeza, como
si claramente pensara mejor las palabras que le tentaban la lengua. Se inclina
para ayudarme a montar la yegua.

Después de subir a su caballo, nos sentamos frente a la premonitoria línea


de árboles en la distancia. Le miro, todavía sorprendida de que estemos aquí,
juntos. El peso de todas las cosas que ninguno de los dos parece poder decir
zumba entre nosotros.

—Al bosque, entonces —señalo.

Él asiente una vez, con los ojos brillando con una claridad nueva y
reveladora.

—Sí. Al bosque.
II
EN EL BOSQUE
13

Salvo por sus flechas lanzadas con magia, nunca he visto brujería de los
del Este. En realidad, nunca he visto una brujería de esta magnitud.

Estamos a media milla en la colina Borier, con vistas a un Littledenn


nebuloso, contemplando una compleja maraña de árboles y ramas espinosas que
se extiende de este a oeste durante kilómetros. El Bosque de Frostwater se
extiende a lo largo del valle, desde la base de las montañas nevadas cerca de
Hampstead Loch hasta el claro bajo la escarpada cordillera oriental que se
encuentra a un corto trayecto de Silver Hollow. Todo el bosque está ahora
rodeado por esta barricada malévola.

Aunque es similar a la construcción de los Brujos Caminantes del valle, este


muro es diferente porque es tangible. Nuestra barrera era una fuerza que
teníamos que mantener día tras día, un límite repelente que hacía imposible el
paso.

Este es real, algo creado de la nada, a menos que los habitantes de las Tierras
del Este hayan utilizado el bosque en alguna forma de alquimia mágica. Tal cosa
no es imposible, sólo que no es algo que haya podido hacer.

Tampoco hay nadie que pueda impedir que la construcción se convierta


en un montón de palos y zarzas, a menos que haya docenas de habitantes de las
Tierras del Este al otro lado del bloqueo, otra posibilidad, aunque poco probable.
No había suficientes Habitantes del Este restantes anoche para esa tarea, lo
que hace que este nivel de arte sea aún más aterrador. Alguien debe mantener
esta magia.

Trago saliva y miro al cielo. Una nube oscura se mueve por encima de
nosotros, el sol nos baña en un suave calor de mediodía mientras quema la niebla
que se arrastra.

Alexus entorna los ojos.

—Esto es obra de un hechicero. Un hechicero poderoso. O quizás más de


uno.

No puede ser el Príncipe del Este. Sigo diciéndome que el Cuchillo de los
Dioses acabó con él.

Tuvo que hacerlo.

—¿Puedes atravesar semejante monstruosidad? —Alexus pregunta—.


Puedes conquistar la muerte, ver a través del tiempo y sentir las emociones de
la gente a kilómetros de distancia. Tal vez no sea la tarea que temo.

Enrosco mis dedos en torno a las palabras no pronunciadas. Salvarle ha


sido la magia más grande que he hecho. He salvado a una cierva, al perro Tuck,
a un pájaro y a algunas otras criaturas pequeñas, y he realizado algunas
curaciones minúsculas, pero ¿robar la muerte de una persona? Anoche, gracias
a la desesperación, había mantenido la suficiente fe en que podría salvar a Madre
y a Alexus, pero nunca hubo garantías.

—Ya veremos —es mi respuesta.

Media hora después, cabalgamos por la franja espinosa del bosque, en


dirección a Littledenn. Pasamos por delante de tantos Brujos Caminantes caídos
que me detengo, queriendo enterrar a los muertos, o al menos construir una pira
apilada con cuerpos y cenizas y rezar a Loria por sus almas.

Alexus frena su caballo y me echa una larga mirada, con una pizca de
tristeza en su frente.

—Lo siento. Va en contra de todo lo que soy dejarlos aquí, pero no hay
tiempo suficiente.
Sé que no hay tiempo, pero mi corazón se rompe de nuevo, y se forma
una grieta en mi alma que quizá nunca se cure.

Alexus desmonta de todos modos y recupera una bandera pisoteada que


yace arrugada y sucia en el suelo. Es la bandera de Neri: azul hielo y blanca
como la nieve, con un lobo blanco cosido con hilo de plata. Me la entrega, una
ofrenda, un trozo de mi hogar que cree que podría querer conservar. Para
conservarlo.

Acepto, pero tomo la daga que me ha dado y la clavo en la tela, desgarrando


la hoja de un extremo a otro, una y otra vez, hasta que el material no es más que
jirones, y el dolor creciente en mi interior se ha calmado.

Se me escapa una única lágrima por la mejilla, pero Alexus me observa, así
que la ignoro. En lugar de limpiarla, tiro la bandera al suelo y le hago una señal.

—Odio a Neri.

Pone las manos en las caderas y levanta las cejas oscuras.

—Ya lo veo.

La preocupación aparece en su rostro, y algo más también, pero se da la


vuelta y monta en su caballo antes de que pueda situarlo. Estoy seguro de que
le parezco un sacrilegio, pero no me importa.

—Busca cualquier debilidad —le digo—. Miembros rotos. Lianas delgadas.


Zarzas perdidas.

Observa la barrera espinosa con diligencia mientras cabalgamos, pero el


muro está perfectamente intacto, la magia elaborada con una precisión
impecable. Para los Brujos Caminantes, si un estribillo se canta mal o una letra
se deja sin decir, se manifiesta como un hilo dañado en el tejido de nuestra
construcción. No puedo imaginar a una horda de guerreros creando magia tan
segura como ésta, sin una sola imperfección.

Pronto recuerdo que nada es perfecto.

Llegamos a un punto débil en la barrera a lo largo de las afueras de


Hampstead Loch, un lugar donde las gruesas ramas son lo suficientemente
escasas como para ver a través de ellas, proporcionando una visión de la
extensión verde y marrón que es el Bosque Frostwater. Me desmonto para
sentarme en la linde del bosque y empiezo a intentar todo lo que está a mi
alcance, que, decididamente, no es mucho, para entrar en él.

En primer lugar, intento conjurar una plaga devoradora de madera. Una


vez, cuando Finn y yo éramos jóvenes, conseguimos lanzar esa enfermedad
sobre el arbusto favorito de Betha, porque nos hizo recoger sus brotes para su
jabón, y nos habíamos cansado de las puntas de los dedos ensangrentadas por sus
espinas. Apenas teníamos diez años y nos importaban un bledo cosas como el
olor a fresco. Sin embargo, esto no es un arbusto y Finn no está aquí para
elaborar su parte de la canción.

Mi corazón se aprieta alrededor del lugar vacío que solía habitar, y me


obligo a no llorar.

Más tarde, cuando el sol de la tarde está más bajo en el cielo, y he probado
el puñado de diseños mágicos que existen en mi arsenal, estoy dispuesta a
rendirme.

Entonces pienso en el rayo.

Siempre me han atraído las tormentas, la forma en que el aire palpita con
poder de antemano, haciéndome sentir que, si me quedo afuera el tiempo
suficiente, puedo absorberla. A veces las tormentas atraviesan el valle en pleno
verano, dejando tras de sí un camino de destrucción para que nos curen. Pero
otras veces, las que más me emocionan, los rayos cruzan el cielo, con una luz
blanca y caliente teñida de lavanda, fracturando noches febriles, salvajes e
inquietas como yo.

Por desgracia, nunca he podido capturar un rayo. Y cuando me esfuerzo


por crear una canción construida con palabras antiguas, rogando a Loria que
impregne mi espíritu con un rayo de energía, del tipo que puede dividir incluso
los cielos, para que pueda separar este muro olvidado por los dioses, no ocurre
nada.

Ni una maldita cosa.

Alexus se agacha a mi lado, observando cómo se desmorona la pequeña


construcción de mi magia. Ha permanecido en silencio mientras lo intentaba,
fallaba y volvía a intentarlo, lo cual es mucho teniendo en cuenta que
necesitábamos atravesar el muro hace horas.

Sintiendo su creciente decepción, dejo que las últimas hebras plateadas de


mi hechizo se derrumben, y mis manos también.

Él baja la cabeza y deja escapar un suspiro tranquilo. Cuando vuelve a


levantar la vista, dice—: ¿Puedo dar algunas instrucciones?

Empiezo a poner los ojos en blanco, pero recuerdo con quién estoy. Se trata
del Coleccionista de Brujas, un hombre que, por mucho que me duela admitirlo,
parece conocer realmente a los Brujos Caminantes a su cargo, así como su talento.
Ayer, la idea de permitirle que me enseñara algo me habría hecho implosionar
por lo absurdo de todo ello. Pero ahora asiento con la cabeza, molesta y
avergonzada de que mi falta de habilidad sea tan dolorosamente visible,
independientemente de las marcas que decoran mi piel.

—Estás pensando demasiado —se golpea el pecho—. La magia puede crearse


a partir de una canción, pero no es necesaria. En realidad, la magia más poderosa
se conjura desde lo más profundo de nuestras almas, no con voces, manos o
cualquier otra cosa. Pero, no importa cómo un conjurador construye sus
construcciones mágicas, debe venir del corazón. Lo sabes, ¿verdad? Nace de la
emoción, del amor, de la esperanza, de la tristeza, de la desesperación, todo ello
ligado a los antiguos mandamientos de los viejos dioses. Las palabras son fáciles.
Llegar a la emoción es lo difícil.

—¿Fácil? —le dirijo una mirada incrédula—. No puedes imaginar lo difíciles


que son las palabras para mí.

Todo en la antigua lengua de Elikesh es diferente de cómo hablamos en


Tiressia, hasta la forma en que se ordenan las palabras en cada frase. No puedo
permitirme el lujo de imitar el sonido. El énfasis en ciertas sílabas también debe
ser correcto, algo que hago con movimientos precisos, o de lo contrario toda la
construcción falla.

Es todo menos fácil.

Miro hacia abajo, pero Alexus me inclina la barbilla, obligándome a mirar


sus ojos sin fondo.
—Perdóname. Fue un error por mi parte decir eso. Solo quería decir que
podía darte las palabras. Puede que ya no tenga poder en mi sangre, pero
conozco a Elikesh como nadie en las Tierras del Norte. Conozco las palabras
correctas si puedes traducirlas.

Asiento con la cabeza, apartando la barbilla de su contacto. Nunca he


pensado en qué tipo de magia posee el Coleccionista de Brujas. Nunca ha
importado. Es el hombre del rey, lo que le da poder a pesar de todo. Ni siquiera
estaba seguro de si tenía magia hasta ahora. No hay marcas en su piel, lo que me
deja curiosa. Puede que ya no tenga poder en mi sangre, dijo.

Lo que significa que lo tenía, hace tiempo. ¿Qué pasó con eso?

Guardo esa información y esa pregunta en el fondo de mi mente para más


tarde.

—Me salvaste por todos los sentimientos que inundaron tu alma —dice—.
Miedo. La ira. Dolor. Sufrimiento —apunta con un dedo a la pared—. Esta magia
no es diferente. Los que crearon esta barrera lo hicieron con sus corazones, por
muy corruptos que estén. El odio, la avaricia y la venganza no se pueden ignorar.
Los Habitantes del Este entienden cómo aprovechar esa emoción y canalizarla
en su trabajo, como los Brujos Caminantes infunden el sentimiento en la canción
—me toca el pecho y, aunque sé que debería hacerlo, no me inmuto ante el
contacto ni me alejo—. Debes escuchar tu alma, Raina. Escucha las emociones
que bullen en lo más profundo y úsalas —se levanta y extiende la mano,
haciendo un gesto con los dedos —. Arriba.

Me mira fijamente cuando vacilo, y dioses, esa cara es persuasiva en formas


que desearía que no lo fueran.

Deslizo mi mano entre las suyas y me pongo en pie, intentando no pensar


en la fuerza contenida de su agarre ni en la forma en que dobla sus dedos tan
delicadamente alrededor de los míos cuando le miro a los ojos. Me suelta y, con
un toque firme, me toma por los hombros y me dirige hacia la zona débil de la
pared. Me esfuerzo por contener un escalofrío cuando se acerca, situándose
detrás de mí.

—Como he dicho, puedo darte las palabras —suavemente, me agarra de las


muñecas y me junta las palmas—. Cierra los ojos y mantenlos cerrados. Ahora
piensa en esa noche. Piensa en lo que los de las Tierras del Este hicieron a tus
amigos, a tu familia, a tu casa. Piensa en los incendios. Recuerda la devastación.
¿Lo ves?

No quiero recordar, pero ante su mención, las imágenes aparecen en mis


pensamientos. Llamas y humo. Una madre sangrando. Otros yaciendo muertos.
Alexus mirándome fijamente cuando la muerte se acercaba.

—¿Cómo te sientes, Raina? Escucha tu miseria. Escucha tu rabia. Si estás


enfadada, deja que hierva. Si tienes el corazón roto, deja que se rompa.

Sus labios rozan mi oreja, enviando un escalofrío por mi espina dorsal.

—Y si odias, odia con el fuego de mil soles.

Me late el pulso y los recuerdos entran y salen de mi mente, un suceso


horrible tras otro, hasta que la furia se eleva dentro de mí como las tormentas
que siempre deseé poder dominar.

—Eso es —susurra Alexus—. Ahora teje tu magia. Lunthada comida, bladen


tu dresniah, krovek volz gentrilah.

Bladen. Conozco esa palabra. Significa espada.

El antiguo canto sale de sus labios con tanta naturalidad y belleza que se
me erizan los pelos del cuello y los brazos. Escucho cómo repite cada palabra,
memorizando las entonaciones y los suaves movimientos de su lengua, y su voz
me hace vibrar la sangre. Este canto que sale de sus labios me canta.

Formo la inquietante canción que ahora resuena en mi corazón, ya no


tratando de dar vida a un débil rayo de esperanza, sino a lo que sé que es una
espada de intención.

—Lunthada comida, bladen tu dresniah, krovek volz gentrilah.

Alexus me hace avanzar, todavía recitando las palabras, y me imagino el


muro de espinas y madera ante nosotros, bloqueando nuestro camino. No puedo
evitar vacilar y ponerme tenso.

—Relájate. Te tengo —pasa sus manos ásperas por mis brazos y vuelve a
rodear mis muñecas con sus dedos.
Trago saliva y construyo mi canción, concentrándome en las hebras
plateadas de mi magia, mezclándola con las palabras que él sigue recitando
contra mi pelo.

Pero entonces su boca me toca la oreja.

—Piensa en las palabras. Lleva la canción en tu corazón. Escúchala. No dejes


que se calle.

Un escalofrío involuntario me recorre, pero me aferro a las palabras,


incluso cuando los dedos de Alexus se enredan con los míos, deteniendo mis
dedos.

Me estremezco. Finn siempre me silenciaba así, y aunque no siento que eso


sea lo que está ocurriendo ahora, la realidad es que no puedo hacer magia sin
mis manos.

—Confía en mí, Raina —susurra Alexus, y yo lo intento—. Escucha la


canción. Cántala en tu mente. Lunthada comida, bladen tu dresniah, krovek volz
gentrilah.

Con un toque firme y constante, empieza a guiar mis movimientos de otra


manera. También podría enseñarme a blandir una espada contra la maleza. Un
arco hacia abajo aquí. Un corte hacia arriba allí. Una y otra vez mientras nos
movemos, su cuerpo se flexiona y se tensa detrás del mío, un golpe fluido tras
otro. Una danza que siento en mis huesos. Una conexión que no puedo negar.
Empiezo a sentirme como en la cena de la cosecha, vinculada a algo mucho más
poderoso que yo misma al convertirme en un conducto, vibrante y vivo.

Nos detenemos. Mi corazón se acelera mientras estoy allí, escuchando la


canción, mi cuerpo envuelto en Alexus Thibault.

—Abre los ojos —su voz es suave y cálida en la concha de mi oído.

Obedezco, justo cuando su tacto se aleja, para descubrir que estoy


sosteniendo una espada hecha de luz amatista.

En mi asombro, la canción en mi mente se detiene, y el arma mágica se


evapora como polvo de estrellas en la brisa. Sin embargo, el alivio me invade y
observo el bosque que me rodea.
Cuando me doy la vuelta, Alexus está flanqueado por nuestros caballos,
con una sonrisa orgullosa de labios cerrados. El muro de los Habitantes del Este
sigue en pie detrás de él, una obra realmente poderosa, sólo que ahora existe un
camino entre las espinas ennegrecidas y los árboles retorcidos.

—Yo... lo hice —señala, medio creyendo.

La sonrisa de Alexus se ilumina, y un hoyuelo se hunde profundamente


en su mejilla izquierda, sin que la barba lo oculte. Me muerdo el labio y le
maldigo en silencio, porque esa sonrisa es un espectáculo encantador que quiero
odiar pero que no puedo.

—Enorgullécete —responde y luego señala—: Conjuraste la canción


perfecta, y tu magia nos entregó.

Por mucho que quiera sentirme poderosa y emocionada, la emoción de


conquistar el muro se desvanece. En primer lugar, yo no conjuré realmente la
canción perfecta. Él me la cantó.

En segundo lugar, tengo la sensación de que la parte difícil de este viaje no


ha hecho más que empezar.

Con un ojo preocupado, estudio el paisaje que nos rodea, sintiéndome tan
pequeña e insignificante en comparación. Nunca he visto la inmensidad del
bosque desde dentro. Siempre ha sido un reino misterioso que se encuentra en
el límite de mi mundo. Los Brujos Caminantes nunca cruzan la línea de árboles,
nunca pisan la sombra del bosque. Frostwater es tan extraño para mí como lo
será Invernalia.

Si es que alguna vez llegamos allí.

Los árboles aquí parecen tan antiguos como Tiressia, colosales y en su


mayoría de hoja perenne, aunque hay mucha madera que muestra los tonos
bruñidos del otoño, portando miembros que pronto estarán desnudos. Miles de
árboles se extienden hasta donde alcanza la vista, creando una sensación de
confusión que estoy seguro podría atrapar a cualquiera aquí.

Aunque el bosque es intimidante, también es una maravilla. Las nudosas


raíces se extienden por el suelo del bosque, retorciéndose bajo el suave musgo
y serpenteando alrededor de los verdes helechos cuyas frondas se retiran
volviéndose marrones para el invierno. Aquí es más oscuro y más fresco, el sol
se esfuerza por atravesar el espeso dosel del bosque. La escarcha se ha instalado
y sobrevivido en las ramas expuestas y en las dunas barridas por el viento entre
las hojas caídas.

No sé qué esperaba, pero no es esto. Quizás árboles monstruosos que


cobran vida o sombras que pueden tragarse a una persona entera. La belleza, la
quietud silenciosa y el misterio arcaico no son descriptores que imaginaba.

Alexus se arrodilla y toma un palo.

—Estamos a un día y medio de los del Este, a una semana de Invernalia sin
que el encantamiento que tenemos por delante nos haga sufrir —despeja una
franja de musgo para revelar el suelo que hay debajo y comienza a dibujar un
tosco mapa que no significa absolutamente nada para mí—. Nephele y los demás
harán todo lo posible para mantener a los del Este lejos del Camino de Invierno—
dibuja una línea doble para el camino, tajos afilados en la tierra—. Ahí es donde
tú y yo tenemos que ir si planeamos viajar al norte con algún sentido de la
orientación. Sólo tenemos que evitar el barranco.

Camino de Invierno. Otra parte de mi mundo que parece más un mito que
una realidad. Se supone que es la única ruta clara entre el valle y el rey.

—¿Y si nos cruzamos con los del Este antes de llegar al Camino de
Invierno? —pregunto.

Puede que la magia de los Brujos Caminantes no nos haga daño, pero el
enemigo es otra historia.

—Es una posibilidad —responde Alexus, dibujando otra extraña línea y una
X para marcar algún punto al azar en este bosque interminable—. Lo que
significa que necesitamos mejores armas que las que tenemos —hace una pausa
y se frota la frente—. Pero no puedo remediarlo hasta que lleguemos al Camino
de Invierno. Tenemos que esperar lo mejor de aquí a entonces.

¿Esperar lo mejor? Ni todos los hoyuelos sexys del mundo me dejarían


quieta ante ese comentario.

—Maravilloso. Suena como un gran plan —esta vez, pongo los ojos en
blanco.
Él arquea una ceja ante mi cínico comentario.

—No estoy seguro de lo que quieres de mí, Raina. Estamos entrando en un


juego de azar. Intento darte una idea de adónde vamos en caso de que nos
separemos —tala una torre y clava el palo en el suelo antes de volver a sentarse
en sus piernas—. Puede que ya sea demasiado tarde para impedir que el Príncipe
del Este y sus hombres lleguen al castillo. No hay forma de saberlo. No tenemos
ni idea de si tu visión nos muestra la única banda de del Este o si hay más. Más
de un grupo cabalgó hacia el bosque anoche. ¿Y este muro? Este muro y la
magia del fuego que vimos en el valle podrían ser lo más simple de su poder. El
príncipe está casi infectado con el Mundo de las Sombras. No podemos saber a
qué nos enfrentamos.

Las palabras brotan de mis dedos antes de que tenga tiempo de pensarlas.

—Pensé que no dudabas de la habilidad de tus Brujos Caminantes.

—No lo hago —dice—. Entre ellos y nuestro rey, los Habitantes del Este
están en problemas. Pero he visto cosas en el último día y medio que nunca
imaginé. Los Habitantes del Este no conocen este tipo de magia, o al menos no
lo han hecho hasta ahora, y el Príncipe del Este es… —suspira—, ya no sé qué
carajo es, pero no puedo evitar preocuparme de que lo hayamos subestimado
mucho.

Otro nosotros. Esta vez se refiere a él y al Rey Helado, estoy seguro. Y tal
vez Nephele.

—Si los del Este llegan al castillo y se llevan al rey —dice—, entonces existe
la posibilidad de interceptarlos en su viaje de regreso.

Frunzo el ceño, cuestionando la estrategia de este hombre y sus habilidades


para elaborar mapas, pero también nuestra lógica.

—Hay más de una salida de las Tierras del Norte —le recuerdo—. La
Cordillera de Mondulak. Las Montañas del Oeste. Las llanuras de las Tierras
Heladas.

En el momento en que las palabras salen de la punta de mis dedos, me doy


cuenta de que si hay otras formas de salir, hay otras formas de entrar. Tal vez
deberíamos haber intentado otra ruta.
—Si conquistan la magia de los Brujos Caminantes y toman Invernalia —
responde, tomando su bastón y formando cordilleras escarpadas—, evitarán
ambos tramos de montañas cuando se vayan. Al igual que nosotros. Hay
demasiados pasos fatales a ambos lados en esta época del año. En cuanto a las
llanuras, nunca sobrevivirían a la caminata hasta los pueblos más al norte. Estoy
seguro de que se dan cuenta de eso. El Bosque Frostwater es el único camino
posible para entrar o salir —hace una pausa y mira hacia el cielo antes de
encontrarse con mis ojos—. Así que el plan es sencillo. Llegar al Camino del
Invierno y salvar a nuestro rey, de una forma u otra.

Se levanta y se gira para ayudarme a montar la yegua de nuevo,


agachándose con las manos ahuecadas. Cuando no hago ningún movimiento, se
endereza hasta alcanzar su máxima altura y, con esas grandes y fuertes manos
plantadas en las caderas, entrecierra los ojos como si presintiera que algo va mal.

Algo va mal.

El Coleccionista de Brujas y yo nos hemos encontrado en el mismo bando,


pero ahora que mi mente no está tan nublada, me temo que tenemos objetivos
muy diferentes.

—¿Qué pasa? —pregunta—. Di lo que quieras decir. Tu cara no esconde


nada, Raina.

Como si no fuera consciente.

—Tu rey no es mi rey —respondo—. Nunca lo ha sido. Por mí puede


pudrirse en un pozo de las Tierras del Este. No quiero interceptar a nadie, y
mucho menos a alguien que pueda haberse llevado a tu patético e indefenso rey.
Quiero ir a Invernalia a buscar a mi hermana antes de que ataquen el castillo y
la maten como mataron a mi madre. Tiene que haber una forma de eludir al
ejército. Me propongo encontrarla.

Algo parecido a la ira aparece en el rostro de Alexus, que agacha la cabeza,


atrapando mi mirada.

—No deberías condenar tan rápidamente a un hombre que no conoces.


Sabes poco de él.

Sus palabras no son tan agudas como las mías, pero son igualmente afiladas.
—Sé que trajo a los Habitantes del Este a nuestra puerta. Sé que no habría
pasado los últimos ocho años sin mi hermana si no fuera por él. Mi madre aún
estaría viva. Todavía tendría un hogar. Si los Antiguos escuchan, espero que
dejen que los Habitantes del Este se salgan con la suya.

Alexus da un paso adelante, acortando la distancia que queda entre


nosotros hasta que su nariz está a menos de un dedo de distancia de la mía.

—No tienes ni idea de lo que estás diciendo.

—Sé que voy a encontrar a mi hermana —continúo, sin inmutarme—, y


que no voy a correr al rescate del rey. Me encontrarás besando al Príncipe del
Este justo en su asquerosa boca antes de que eso ocurra —hago una pausa, estiro
los dedos y me sacudo el hecho de que acabo de resucitar a ese bastardo asesino
en mi mente—. Te agradezco tu ayuda —añado—, pero considera tu deuda
conmigo saldada. A partir de ahora seguiré mi propio camino.

Me evalúa, la incredulidad nublando su expresión.

—Eres una tonta. Nunca encontrarás el Camino de Invierno sin mí. Y sé


que esto. Esa es la única manera en que tienes alguna posibilidad de llegar a
Invernalia. Segundo… —mueve la cabeza entre risas, mirándome por debajo de
la capucha de esas pestañas oscuras y plumosas—. Si los del Este se llevan al rey,
que es tan patético e indefenso como tú, querida, entiende que hay muchas
posibilidades de que tu Nephele, la alta sirvienta y amante del Rey Helado, se
encuentre siempre a su lado. Los amantes suelen ser así de protectores.

Una ola de náuseas amenaza. ¿Amantes? Esa palabra rebota en mi cerebro


y unos puntos negros nadan por mi visión. Cierro las manos en un puño, y las
lágrimas de rabia me escuecen en los ojos.

—Mientes. Ella nunca lo haría.

Siento que eso es todo lo que he dicho hoy con respecto a mi hermana.

—Oh, pero lo haría —sonríe, y su boca escarlata se convierte en una línea


fina y apretada—. Pero hazlo a tu manera. Vete por tu cuenta como una niña
despreocupada. No sólo te encontrarás perdido, sino que también arriesgarías
cualquier posibilidad de volver a ver a tu hermana, porque si los del Este se
llevan a Nephele y al rey, no tendré tiempo de cazar a gente como tu obstinado
trasero, lo que significa que probablemente morirás aquí fuera. Solo —los
tendones de su cuello se ponen rígidos—. Tú escribes tu futuro ahora, Raina
Bloodgood. Decídete.

Se sube a su caballo y toma las riendas, esperando mi respuesta. No parece


que la paciencia sea una virtud para Alexus Thibault, o quizás he puesto a prueba
sus límites. Porque después de una burla molesta y una última mirada irritada,
dice—: No tengo tiempo para esto.

Se adentra en el bosque, zigzagueando entre los árboles, dejándome de pie


en un bosque infinito sin más que una yegua blanca solitaria y una decisión.
14

El día pasa con Alexus cabalgando a la vista, un punto en la distancia. A lo


largo de más kilómetros de los que puedo contar, nunca mira hacia atrás. Decidí
seguirlo el mayor tiempo posible, y luego averiguar cómo encontrar el Camino
de Invierno yo misma, porque no puedo dejar que gane. Ha destrozado mi
memoria de Nephele. Temo no reconocer a mi hermana en lo más mínimo
cuando la vuelva a ver.

También me ha hecho débil. El Coleccionista de Brujas es más que guapo,


su rostro fue creado para matar con una mirada, besado y bendecido por los
mismos dioses. Esa cara, combinada con su forma de ser tan gentil, que sale de
debajo de todo ese poder templado, hace cosas horribles en mi mente. Incluso
cuando se enfada conmigo, mi cuerpo responde. Lo odio todo. Me siento como
una joven de nuevo, incapaz de controlar lo que sea que pone tal fuego en la
sangre. Más que nada, no quiero necesitarlo.

Ya no quiero necesitar a nadie.

Cuanto más viajo, más se desintegra mi plan. Los espesos árboles se vuelven
aún más densos, y el aire adquiere un frío amargo, la tenue luz del día se
convierte en crepúsculo. A veces, si no fuera por el vapor y el aliento de Mannus
o el tintineo de la brida o el tintineo de la lámpara de aceite atada a la montura
de la silla de Alexus, estaría perdido en cuanto a qué camino tomar. No soy un
rastreador, y tenía razón en una cosa: Frostwater es un lugar confuso, incluso
sin encantamiento. No importa hacia dónde gire, tiene el mismo aspecto,
especialmente bajo el manto gris del crepúsculo.

Las sombras se arrastran, cobrando vida como espectros del bosque que se
agazapan y arrastran por los bordes de mi visión. Unos sonidos espeluznantes
vienen de detrás de mí, enviando un toque invisible a lo largo de mi nuca, lo
suficiente para hacerme temblar. Muy pronto, el Coleccionista de Brujas se
fundirá en la oscuridad, y entonces estaré realmente sola.

Es lo que creía que quería, pero ahora, con la noche descendiendo, debo
admitir que fui, estoy siendo tonta. Hay muchas cosas que no puedo hacer, y me
temo que cruzar el Bosque Frostwater sola es una de ellas.

Aunque preferiría comer corteza de árbol todo el tiempo que estemos aquí,
no tengo más remedio que seguir el plan de Alexus. Tengo que alcanzarlo
primero, mientras todavía hay un poco de luz.

Insto a Tuck a seguir adelante, pero pierdo a Alexus cuando gira a la


izquierda en torno a un matorral enmarañado. Mannus, familiarizado con el
bosque, cabalga duro y rápido, pero mi yegua, aunque obediente, es lenta e
insegura en cada trote. No puedo culpar a la pobre chica. Parece que nos
adentramos en un mundo impío. Las ramas se siluetean con la llegada de la
oscuridad, y las criaturas nocturnas se despiertan y se agitan en la maleza y las
copas de los árboles en sombra. Cuando una fría brisa serpentea por el bosque,
una fina escarcha se asienta sobre el mundo.

No llegaremos mucho más lejos, Tuck y yo. No antes de que debamos


detenernos y acostarnos en el frío suelo hasta la mañana. Para entonces, puede
que no volvamos a encontrar al Coleccionista de Brujas.

Entierro la nariz en la capucha de su capa, agradecida por el calor, pero su


olor, como el de las ricas especias, la madera oscura y, tal vez, la miel, me invade.
Me hace empujar a Tuck con más fuerza.

Cuando llego a la curva en la que desapareció Alexus, tiro de las riendas y


hago que Tuck se detenga con dificultad. Escucho los cascos de Mannus y miro
alrededor del bosque que se oscurece por si veo a mi antiguo compañero. No lo
encuentro por ninguna parte, y no tengo ni idea de dónde estoy. Con amargura,
desearía poder decirle a Alexus que su dibujo del Bosque Frostwater carece de
detalles y es totalmente inadecuado.
Un terrible y espeluznante aullido resuena en el bosque, enviando una
ráfaga de cuervos desde las copas de los árboles. Jadeando, me agacho, cubriendo
mi cabeza, y aprieto mis piernas contra los costados de Tuck cuando ella estampa
y resopla.

No tengo tanto miedo de que me lancen desde su espalda o de lo que ha


sonado como un lobo blanco. Lo que temo son los cuervos dementes. Me había
olvidado de ellos. ¿Son los demonios alados del príncipe? ¿Se quedaron atrás sin
su amo? Si lo son, no atacan.

El graznido se desvanece, las copas de los árboles se quedan quietas y Tuck


se tranquiliza. Me siento, con el corazón acelerado, y miro el follaje que bloquea
la mayor parte de la luz de la luna. Con un suspiro, me paso una mano
temblorosa por el pelo, despejando los mechones de mis ojos, y me propongo
que mi corazón se ralentice. He heredado la cabeza caliente de mi padre, algo
que a menudo me ha llevado a un gran apuro, pero quizá ninguno como éste.

—No te tomé por una alumna tan difícil.

Sobresaltada, doy un latigazo a Tuck para encontrar a Alexus sentado


despreocupadamente sobre el lomo de Mannus, con las dos manos apoyadas en
el pomo de su montura. Un rayo de luz plateada atraviesa el dosel del bosque,
iluminándolo lo suficiente como para que pueda distinguir la mirada de
suficiencia en su rostro. Aunque quiero estrangularlo, no puedo negar la
abrumadora sensación de alivio que siento en su presencia.

Cabalgo hacia la suave luz.

—Y yo no te tomé por un maestro embaucador —respondo con manos


rápidas—, así que supongo que los dos estábamos equivocados.

Una ceja oscura se levanta, y él levanta la barbilla. Me echa un vistazo que,


si no me equivoco, contiene un brillo de admiración a pesar de sus ojos llenos
de irritación apenas contenida.

—Tienes fuego en ti. No lo desprecio.

Me burlo, pero él continúa.

—No lo hago. Prefiero que me acompañe una luchadora, aunque se asuste


de su propia sombra.
Mi ira se dispara y preparo las manos para lanzar una dura réplica, pero él
me detiene con una mirada.

—No. Tienes que escuchar, no me gusta que me desafíen cuando sólo


intento ayudar. Tus acciones no han hecho más que retrasarnos —presiona sus
talones en los flancos de Mannus y hace avanzar al animal hasta que está a mi
lado. Con una mirada penetrante, Alexus levanta un puño y extiende su dedo—
. Esto fue una lección. El Camino de Invierno no debe estar lejos ahora, pero si
tu cabeza estuviera donde debe estar, sentirías que la magia tampoco está lejos.
No tengo ni idea de a qué nos vamos a enfrentar, pero es muy posible que no
sea agradable, y no será nada que quieras soportar tú solo. Si tu independencia
interesada vuelve a ser un problema, que sepas que no seré tan amable como
para correr en tu ayuda. Las personas que nos importan nos necesitan, y ya no
me disuadirán. ¿Lo entiendes?

Dudo en responder, y su voz se hace más grave.

—He dicho que si lo entiendes.

El orgullo es difícil de tragar cuando se trata de él, pero la oscuridad se


cierra alrededor, así que lo hago de todos modos. Aunque me mata, le doy al
Coleccionista de Brujas un único y rígido asentimiento.

Una media sonrisa molesta adorna sus labios.

—Bien. ¿Ves lo fácil que ha sido? Puede que te domine —empuja su barbilla
hacia el oeste—. Ahora busquemos un lugar para descansar.

Desde mi asiento en un viejo tocón de árbol, acurrucado sobre mí mismo


contra el frío, miro a Alexus Thibault, preguntándome si las miradas pueden
matar. No quiero pasar la noche con él. No quiero ni siquiera estar en su
presencia, y él lo sabe. Ciertamente no quería dejar de cabalgar, pero está muy
oscuro y los caballos están cansados. Sé que lo mejor es que durmamos al menos
unas horas antes de enfrentarnos a lo que nos espera, pero, Dios mediante, no
me hace ninguna gracia.
Después de lo que ha pasado antes, no es que pueda discutir.

—Mira —dice desde donde está agachado, con las rodillas abiertas mientras
añade ramitas y palos al fuego que ha hecho en un pequeño claro—. Antes
reaccioné con dureza. Es que, a lo largo de mi vida, he pasado incontables días
y noches en este bosque. Incluso sin estar encantado, Frostwater no es un lugar
para nadie que no haya recorrido su terreno muchas veces. Sólo quería
mantenerte a salvo, y tú estabas siendo imposible.

Un rubor me sube por el pecho y el cuello. Me gusta pensar que podría


haberme mantenido a salvo, pero a veces, me importe admitirlo o no, la
experiencia supera a la osadía.

—Además —continúa—, hay muchas posibilidades de que nos veamos


obligados a pasar varias noches juntos, así que deberías acostumbrarte a mí. No
muerdo —un destello de humor reluce en sus ojos—. No es difícil, al menos.

—Divertidísimo —afirmo, haciendo lo posible por mantener mi rostro


inexpresivo.

Una sonrisa tensa su boca.

—Sólo digo. Hay muchas cosas peligrosas en este bosque además de mí.
Lobos, jabalíes, serpientes venenosas. Fantasmas, espectros. Nunca se sabe lo que
puede salir arrastrándose de la oscuridad.

Me lanza un pequeño guijarro a los pies, el movimiento es tan rápido que


casi lo pierdo. Aun así, me sobresalto. Es cierto que pensar en lobos, jabalíes y
serpientes me aterroriza, pero al menos las otras criaturas que ha mencionado
no existen. Ya no, claro.

—Eres un niño.

—Creía que era un maestro embaucador. Un mentiroso.

—También eres eso. Y más.

De nuevo, sonríe, y es irritante lo devastador que es, incluso con el labio


roto. Su único hoyuelo también hace acto de presencia, empeorando aún más las
cosas, es difícil despreciar a alguien que ilumina el mundo cuando sonríe.
Que se vaya a los infiernos.

Aunque me alegra extrañamente que la tensión entre nosotros haya


disminuido, y aunque me cuesta dejar de mirarlo, no me hace ninguna gracia su
broma sobre el bosque. Las hojas y las ramas de un árbol cercano no dejan de
crujir como si algo trepara o caminara por allí, lo que me hace temblar. Me he
criado en un valle. Estoy acostumbrada a que todo tipo de criaturas entren en el
pueblo, trepen por la paja y se metan en la casa. Pero el bosque ha estado siempre
contenido. Todavía es demasiado nuevo para mí. Todavía se siente prohibido
por una razón.

La idea me hace temblar.

Dioses. Lo mejor que puedo hacer es irme a dormir.

El suelo es duro y gélido, pero me tumbo y me pongo de lado, de espaldas


a Alexus. En el momento en que cierro los ojos, su voz se escucha por encima
del fuego.

—No he tenido ocasión de decirte que siento la pérdida de tu pueblo. Y de


tu madre.

En el momento en que pronuncia esas palabras, lo veo sonreírme, tan


sincero.

Me incorporo, con el corazón acelerado, y abrazo mis rodillas contra el


pecho. Después de unos minutos, me enfrento a él. No quiero hablar de anoche,
especialmente con él, pero parece sincero, y no he tenido tiempo de procesar la
enormidad del desastre. La pérdida es tan grande que creo que aún no me ha
golpeado, como si la realidad llegara en forma de olas.

Recuerdo cómo fue cuando perdí a mi padre. Caminaba aturdida la mayor


parte del tiempo, el fantasma de él me seguía a todas partes. A veces incluso le
oía reír, o le veía de lejos, o corría a la casa de campo con noticias en la punta de
los dedos que tenía que contarle, sólo para darme cuenta de que no estaba allí.

—¿Tenías un compañero? —pregunta Alexus.

Sacudo la cabeza, luego asiento y termino sacudiéndola de nuevo. Finn


nunca fue mi pareja, no como lo fueron mis padres, pero durante un tiempo,
había creído que lo era todo.
—Tenía a alguien. Era... complicado.

Y eso es todo lo que digo sobre eso.

—Bueno, perder a todos los que amas es algo que nadie debería estar
obligado a soportar. Deja una marca indeleble en tu alma —Alexus mira
fijamente al fuego pero luego se encuentra con mis ojos—. Lo siento de verdad,
Raina. Lo cambiaría si pudiera.

De nuevo, sus palabras son tan sinceras, como si vinieran de un hombre


con experiencia o con una carga de culpa. O tal vez ambas cosas.

El estómago se me revuelve en un nudo apretado. Él tiene parte de la culpa


de mi pérdida. Se llevó a Nephele, aunque parece que ella ha estado bien
viviendo en Invernalia. Todavía no puedo entender cómo es posible, y pienso
que tal vez me están engañando, porque si tiene tanta influencia sobre el
Coleccionista de Brujas y el Rey Helado, ¿por qué no ha vuelto a casa?

—Háblame de mi hermana —señalo, necesitando alejar mi mente de la


noche anterior—. ¿Cómo es ella ahora?

Al principio, parece que no está seguro de cómo responder, pero


finalmente lo hace, con una sonrisa divertida.

—Es un lobo con piel de cordero, eso es seguro. Tiene afinidad con el
choque de espadas, sobre todo conmigo. A veces gano, pero no voy a mentir. La
mayor parte del tiempo, me gana, limpiamente.

No puedo evitar una leve sonrisa ante eso.

—Nephele solía rogarle a Padre que le enseñara la espada.

Padre también le enseñó a ella. Era tan pequeña, ella es seis años mayor
que y, pero lo recuerdo. Sin embargo, a medida que envejecíamos, se
antepusieron deberes más importantes, y hubo que dejar de lado los juegos de
simulación de lucha con espada. Otro motivo de mi sonrisa es que Alexus habla
de ella con tanta familiaridad y admiración. Antes me enfadaba mucho, pero
ahora me reconforta un poco. Aunque todavía no conozco los detalles de la
situación de Nephele, parece que ha sacado lo mejor de ella.
—Nephele también cuida de los niños en Invernalia —continúa—. Les
enseña —cambia a las señas—. Incluso les enseña el lenguaje de las manos.
Tenemos dos niños sordos que se benefician mucho de ella. No puedo decirte
cuántas veces me ha dado un golpe en las manos por equivocarme en algo
demasiadas veces.

Me rio, pero hace que me duela el corazón por una razón que no puedo
ubicar. Me alegro de que haya tenido esta otra vida. Una vida rica, parece.
Realmente lo estoy.

Y que no haya sido tan infeliz como yo.

Las estrellas están fuera, así que me tumbo y miro al cielo, inesperadamente
consciente de la caverna vacía que hay en mi interior. No tengo motivos para
hablar con Alexus abiertamente, para confiar en él, pero ese vacío me duele
mucho, y las palabras se precipitan de todos modos de mis dedos.

—Nunca he matado a nadie antes.

Hay un momento de silencio. No estoy seguro de si me estaba mirando,


pero entonces...

—Hiciste lo que tenías que hacer —Él estaba mirando.

—Pero no fue suficiente —respondo después de un largo momento—. Maté


a todos los de mi pueblo.

Se levanta y viene a sentarse en el tocón a mi lado, con los codos sobre las
rodillas.

—Eso no es cierto. ¿Por qué piensas eso?

—Podría haber vigilado las aguas. Podría haberles visto llegar, verlos
luchar, ver a los Habitantes del Este persiguiéndoles. Podría haberlos sacado —
cruzo mis manos temblorosas y una lágrima caliente se desliza por mi sien. Me
la quito de encima, pero otra ocupa su lugar.

Esta es una de esas olas que crecen. No puedo dejar que me arrastre, pero
la verdad es que Finn tenía razón. Sólo pienso en mí.
Alexus se inclina sobre mí, con el pelo cayendo sobre sus hombros, y me
mira fijamente a los ojos.

—No puedes cargar con esa responsabilidad. Todos nos enfrentamos a


momentos de decisión, y cuando miramos atrás, es tan fácil pensar en lo que
podría haber sido. Pero tú no supiste mirar las aguas, Raina. No lo sabías —hace
una pausa—. Si alguno de nosotros es culpable, soy yo. Dejé a todo un pueblo a
su suerte.

—¿Littledenn?

Asiente con la cabeza, y su garganta se mueve en un duro trago.

—Tú y yo necesitábamos provisiones, pero cuando te dejé en el arroyo esta


mañana, fue porque tenía que saber si lo habían logrado. Estaban todos muertos,
y esa es una pérdida que nunca me perdonaré.

Me lo imaginaba cuando volvió con los caballos, y ahora veo esa misma
tristeza en él. Por mucho que quisiera culparle a él y al Rey Helado por todo, la
tragedia que vivimos en el valle está en manos de un hombre.

Un hombre que ruego esté muerto.

Permanecemos en silencio durante mucho tiempo, hasta que mis ojos están
tan cansados que no puedo mantenerlos abiertos por más tiempo. Quiero dormir,
pero hace demasiado frío, el suelo es demasiado duro, lleno de raíces.

Alexus se dirige a grandes zancadas hacia donde están atados los caballos
y quita el gambesón de la espalda de Tuck, junto con la manta de Littledenn.
Extiende la armadura acolchada en el suelo, cerca de un árbol caído, y se sienta,
apoyado en el tronco, con la manta lista para extenderla sobre sus piernas.

Con un gesto, señala el espacio a su lado.

—Si puedes dejar de lado tu aversión por mí durante un rato, ambos


podremos descansar. Los Habitantes del Este nos llevan mucha ventaja, pero
seguiré vigilando. Y seré siempre honorable.

De todos los sucesos que podría haber imaginado que ocurrieran en esta
noche, éste nunca fue uno de ellos. Pero estoy cansada, y un cuervo grazna, y
las hojas de ese maldito árbol crujen una vez más. En la siguiente respiración,
estoy allí, a medio brazo de distancia del Coleccionista de Brujas, agradecida por
el gigante que poseía una prenda tan bendita como el gambesón.

Alexus extiende la manta sobre nosotros, y aunque no evita el frío por


completo, es suficiente.

Me quedo a la deriva, observando el baile de las llamas del fuego. Cuando


finalmente cierro los ojos, un rostro aparece en mi mente. Es distante y tenue,
pero lo reconozco.

El príncipe se asoma allí, una maldita pesadilla, observándome. Y desde el


abismo del sueño, sonríe.
15

El Bosque Frostwater es mi hogar. He cruzado sus terrenos cientos de


veces, he descansado bajo su fresca sombra, he cazado entre sus sombras, he
recorrido su suelo en busca de hierbas especiales, es tanto como lo soy yo.

Y sin embargo, esta mañana, el bosque es extraño.

Por delante hay un túnel de árboles y zarzas espinosas que sólo puedo
distinguir gracias a la débil luz del amanecer. Cientos de ramas entrelazadas se
arquean a través de un camino cubierto de hojas que conduce a la más absoluta
oscuridad.

O eso parece.

La magia que irradia el túnel es tan fuerte que la fuerza me estremece la


piel. La entrada casi se retuerce, como si las ramas sólo permanecieran abiertas
para atraernos hacia dentro.

Tiro de las riendas de Mannus y lo detengo. Ya está bien de llegar a mi


refugio de caza para conseguir mejores armas antes de que las cosas se pongan
feas. Esto es ciertamente una gran magia, una enorme construcción enclavada
en el bosque.

Una trampa.
Raina detiene a su yegua como yo, ambos animales se quedan quietos con
poco esfuerzo. Estoy seguro de que también sienten la magia.

—Esto no es el Camino de Invierno —dice Raina.

—No. Eso no es. Es la oscuridad que viste en las aguas, imagino.

Asiente con la cabeza, pero cuando los lobos aúllan en la distancia, haciendo
sonar su llamada de atención matutina, se retuerce en su silla de montar.

—¿No te alegras de no haber huido sola? —le pregunto—. Esta es la tierra


del lobo blanco.

Tengo que dejarlo pasar, pero incluso después de nuestra conversación y


de unas horas de sueño, sigo erizado. No fue el desafío de Raina lo que me
enfureció. Me gusta su fuego, demasiado. Lo suficiente como para que me queme
si no tengo cuidado. Fue la idea de tener que abandonarla a su suerte lo que me
sacudió, y por la única razón de que es demasiado terca para su propio bien.

Mira a la derecha y a la izquierda del túnel, donde el bosque parece


ordinario y tranquilo. Unos rayos de sol suaves se cuelan entre las hojas y las
ramas desnudas de los árboles de hoja caduca, brillando en la escarcha que se
aferra a los árboles de hoja perenne. La mañana está marcada por el canto de los
pájaros y los animales que se deslizan, pero tengo la sensación de que no seguirá
siendo tan inocente una vez que crucemos a la construcción.

—Supongo que me vas a decir que no podemos ir por otro camino.

—Sólo hay un camino, y es a través —respondo—. Aunque hubiéramos


seguido caminos distintos, lo más probable es que hubiéramos acabado aquí. Sólo
que no estaríamos juntos. Esta es la parte de la vasta magia que no puede ser
cambiada si está destinada a mantenerse. La construcción más grande. Son las
cosas más pequeñas dentro de lo que las brujas de Invernalia pueden manipular
cuando pasamos.

Conozco a mis brujas. Son astutas y estratégicas. Sólo espero que puedan
mantener esta construcción el tiempo suficiente para acabar con los Habitantes
del Este. La magia vasta es un desafío para mantenerla por largos períodos. Esa
es la verdadera falla del plan.
El ceño de Raina se tensa con desconfianza, pero tengo razón, y sé que
tengo razón, así que giro a Mannus hacia la izquierda y lo guío hacia el bosque
Pacífico, un acto de compromiso y educación. El túnel se desplaza, dirigiéndose
hacia mí, una caverna abierta y sin luz que espera tragarme entero. Me desvío
y me dirijo en la dirección opuesta, pero de nuevo...

—El túnel está en todas partes —le digo—. Ese es el diseño de la magia. Para
que los habitantes de las Tierras del Este no tengan más remedio que encontrarse
dentro de la oscuridad encantada de una tumba esperanzadora.

El rostro de Raina se endurece, y sus manos, tan bonitas como son, se


mueven de forma casi amenazante cuando hace la señal.

—Dijiste que el bosque nos dejaría pasar. Que la magia te conoce. ¿Por qué
no permite el paso seguro ahora?

—También dije que esto podría no ser fácil ni rápido —respondo,


manteniendo la voz firme—. Pero pasaremos. Las brujas de Invernalia están
tratando de contener a un ejército de muchos kilómetros de distancia. Su
construcción no puede distinguir entre los invasores y nosotros. Al menos no
hasta que estemos dentro. Su magia debe probarnos primero para que los Brujos
Caminantes sepan que estamos aquí, e incluso entonces, tienen que distinguirnos
en medio del caos de este tipo de construcción y manipular las hebras correctas,
de entre miles, sólo para ti y para mí. Tratarán con nosotros lo mejor que puedan.

Nada de esto es mentira, pero lo que no digo es que no es la magia de los


Brujos Caminantes lo que me preocupa que nos haga daño.

Es el enemigo que nos acecha.

Ella mira el túnel y luego vuelve a mirarme. Por su mirada medidora y la


expresión de fastidio en su rostro, mis palabras han resultado poco convincentes.
Se pone rígida, sujeta las riendas con firmeza y mueve la barbilla hacia el
intimidante camino.

Hay que empujar a los caballos hacia el túnel, pero en el momento en que
cruzamos por debajo de su arco, un frío inminente crece por delante. La salida
segura comienza a cerrarse detrás de nosotros.
Raina mira por encima del hombro, con la atención puesta en el crujido y
el gemido antinatural de la madera que gime como si los árboles del túnel
hubieran cobrado vida. Me giro también en mi silla pero no digo nada mientras
la observo. En la esquina de mi visión, una masa de troncos comienza a trenzarse
a través de la entrada, encerrándonos y cerrando lentamente la luz del día.

—¿La lámpara? —señala ella.

—No. Si la construcción sigue en pie, eso significa que aún hay habitantes
de las Tierras del Este atrapados aquí. No podemos iluminarnos para que todos
nos vean, y sólo hay una cantidad de aceite. La comunicación es más difícil de
esta manera, pero viajaré cerca. Si me necesitas, ¿puedes silbar?

Hace una seña con la palabra.

—Sí —y la melancolía suaviza sus rasgos cuando silba en voz baja. Es un


sonido tan bonito, como el trino o el gorjeo de un pájaro que anida. Sin embargo,
parece tan desolada.

No estoy seguro de lo que he dicho para provocar esa reacción, pero le


dirijo la mejor mirada tranquilizadora que puedo reunir dadas las circunstancias,
y seguimos cabalgando, uno al lado del otro, mientras el túnel se oscurece.

Nos adentramos en la construcción, todavía animando a los caballos, y


estudio un parpadeo de movimiento a lo largo del camino. Pequeñas flores
blancas, similares a estardropajos, surgen de las hojas de las enredaderas
serpenteantes, abriéndose de par en par y haciendo brillar una luz tenue a lo
largo del camino. La iluminación es suficiente para que los caballos puedan ver
por dónde van, y las líneas de la cara y las manos de Raina se perfilan en un
difuso resplandor plateado.

Cuando me mira con asombro, sonrío.

—Te lo dije. Su magia me conoce.

Pone los ojos en blanco de forma exagerada, pero también noto una sonrisa
que se burla de sus labios.

Seguimos avanzando.
Los troncos de los árboles que bordean el sendero son tan numerosos que,
si tuviéramos que refugiarnos entre ellos, no podríamos. En cada hueco crecen
densos arbustos de zarzas, cubiertos de espinas, largas y afiladas como dientes
de oso. En las copas de los árboles, unos ojos pequeños nos observan, como si
fueran pájaros posados en las ramas, al igual que los cuervos de anoche.

Esta parte de la construcción tiene que ser obra de Nephele. Con los años,
ha desarrollado una tendencia hacia una magia más... intimidante.

No puedo decir que no lo aprecie ahora.

Mis pensamientos se dirigen a la espada mágica de Raina. Es posible que


ella pueda cortar las paredes del túnel, pero dudo que eso sirva de algo. El túnel
sólo nos encontraría de nuevo.

Mi atención vuelve a centrarse en el camino. Mientras cabalgamos, la


cubierta otoñal cambia, la suciedad y el follaje podrido se ven manchados por
vetas de escarcha cristalizada. El frío que espera nos alcanza, arañando el suelo
para arrastrarnos.

Más adelante, la ligera nieve se arremolina en una brisa que se aproxima,


depositando un polvo blanco sobre un bosque que antes sólo tenía un poco de
escarcha. Con las ráfagas bailando, casi me pierdo el segundo parpadeo de
movimiento a lo largo del borde del camino.

Echando una mirada por encima del hombro, observo con más
detenimiento cuando pasamos. La nieve se adhiere a un grueso parche de
enredaderas rizadas que han sido cortadas, dejando un agujero con púas lo
suficientemente grande como para que un hombre se meta dentro si estuviera
lo suficientemente desesperado. Más allá, creo ver el blanco de los ojos. Un
animal quizás, pero no puedo estar seguro.

Para ser prudente, envuelvo mis dedos alrededor de la empuñadura de mi


espada y miro hacia abajo mientras Raina cruza la pequeña distancia que nos
separa. Cierra su mano en mi muñeca un momento antes de que las flores
blancas comiencen a marchitarse en la enredadera. Las flores luchan contra su
indeseada muerte, intentando abrirse de nuevo, esforzándose por brillar. La
mayoría pierde la batalla, pero unas pocas se mantienen fuertes, iluminando
apenas el camino a los pies de nuestros caballos.
Sólo dos cosas pueden causar esto. O mis brujas están ya demasiado
agotadas para mantener un cambio como el de estas flores, o alguien más está
matando la luz.

Alguien capaz de luchar contra la inmensa magia.

Trago con fuerza y contengo un escalofrío, la inquietud me invade, del


mismo modo que una mirada fija hace que la piel se erice.

—Está bien —susurro, apretando la mano de Raina mientras el mundo se


vuelve más frío. Su tacto desaparece.

Con el tiempo, los suaves cascos de nuestras bestias cambian, el suelo


nevado cruje bajo su peso. Me concentro en guiar a los caballos. Vacilan y se
tambalean, sin duda percibiendo el mal, pero afortunadamente obedecen y
siguen adelante.

No hay forma de saber lo que nos espera. Aquí no brilla la luna. No hay
estrellas. Sólo noche y más noche sin luz. Mis ojos se ajustan, y aunque nuestros
caballos tienen una excelente visión nocturna, adentrarse en un abismo sigue
siendo inquietante. Un largo tiempo aquí llevaría a alguien al borde de la
desesperación.

Es probable que ese sea el objetivo.

Raina me agarra el antebrazo con fuerza, clavando sus uñas en mi piel.


Apenas puedo distinguir su silueta, pero siento su energía. Me late dentro, y una
tensión inconfundible llena el aire.

Ya no estamos solos.

De nuevo, echo mano de mi espada, pero el gélido mordisco de un cuchillo


se clava profundamente en mi muslo antes de que pueda liberar mi arma.
Demasiado aturdido para hacer otra cosa, rodro con mi mano la empuñadura de
la espada que sobresale.

Mannus se encabrita, pateando salvajemente. Intento recuperar el control


con una mano en las riendas, pero mis muslos se tensan instintivamente
alrededor de sus costados, y el cuchillo se clava más profundamente.
No puedo respirar por el dolor. Por un momento, lo único que puedo
pensar es que estoy jodidamente cansado de que me apuñalen. Sin embargo, mi
conmoción pasa rápidamente y mis pensamientos se dirigen a Raina. Grito su
nombre, pero el único sonido que llega a mis oídos es el de dos cuerpos
chocando.

Está luchando contra uno del Este y no puedo verla.

Las partes de mí que mantengo encerradas se sacuden contra la prisión de


mis costillas, anhelando ser libres, saboreando una pelea, tentándome para
liberarme. En cambio, agarro la empuñadura del cuchillo y lo arranco de mis
músculos.

El calor húmedo de la sangre fresca recorre mi pierna, pero no puedo dejar


que un pequeño corte me frene. Me doy la vuelta, dispuesto a balancearme sobre
la espalda de Mannus, y rezo para que la hoja que tengo en la mano encuentre
un corazón del Este y no el de Raina.

Un sonido divide la noche, congelándome en la silla de montar. Es un


sonido que conozco demasiado bien: el deslizamiento del filo de una daga a
través de la fina carne, seguido del gorgoteo de la sangre en una garganta
asfixiada.

—¡Raina! —Su nombre sale de mis labios y una mano me agarra la rodilla,
haciendo que mi pulso aumente. No sé si atacar o contenerme. Si es el del Este
o Raina.

La negrura que me rodea lo abarca todo, y mi cabeza nada, pero me preparo


para asestar un golpe mortal. Una tierna inhalación es lo que detiene mi mano.
Incluso en el poco tiempo que llevo con ella, he aprendido la forma en que Raina
exhala, he memorizado el dulce sabor de sus suspiros. Reconozco esa respiración.
Lo siento. La conozco.

Alargo la mano y encuentro su brazo, luego deslizo mi mano hacia sus


dedos temblorosos. El alivio me inunda, aunque me preocupa que haya más
Habitantes del Este esperando en las zarzas. Pienso en desmontar, o tal vez
debería subir a Raina a Mannus conmigo y cabalgar con fuerza. Pero no tengo
la oportunidad de hacer ninguna de las dos cosas, porque de repente me inclino,
con la cabeza ligera como el aire, y caigo del caballo.
16

No sé mucho sobre Alexus Thibault, pero sí sé que pesa como un maldito


buey.

Mi sangre aún está encendida por la pelea con el Habitante del Este, y
aunque peso la mitad que Alexus, me las arreglo no sólo para atraparlo antes de
que se deslice de su caballo, sino que también tengo suficiente fuerza para
empujarlo hacia arriba hasta que quede boca abajo contra el cuello del animal.

La única muerte que huelo es el olor a tierra del Este, lo que significa que
Alexus sólo está herido, pero no sé dónde. Su mano está pegajosa de sangre, y
trato de que no cunda el pánico. Todavía no está muerto, pero si muere, si no
puedo mantenerlo respirando, entonces estoy sola. Lo mismo que esperaba
evitar al estar con él en primer lugar.

Calma, Raina. Piensa.

Me limpio el sudor de la frente y le tomo el pulso en el cuello. Es lento y


se debilita. Tengo que encontrar y detener la hemorragia, u oleré su muerte.

Pero dioses. La noche es espesa, un océano de tinta. Los contornos son todo
lo que veo gracias a los pocos brotes de luz que luchan por mantenerse
encendidos al borde del camino, e incluso estos se distorsionan si miro un punto
demasiado tiempo.
Recorro con las manos el frío cuerpo de Alexus: su poderoso muslo, su
ancha espalda, su musculoso costado, su brazo acordonado, su calvario y la
empuñadura de su espada. También deslizo una mano por su pecho, de curva
en curva, sintiendo los latidos de su corazón, pero no hay rastro de sangre.

Me dirijo a su otro lado y al instante me encuentro con ese revelador olor


metálico. Se mezcla con el olor de la muerte del Habitante del Este que aún
perdura en mis fosas nasales.

Mis manos tiemblan con más fuerza. La emoción de la lucha se convierte


en remordimiento por haber matado a un hombre, pero se disipa en una
comprensión malvada. Los pantalones de Alexus están húmedos, pegajosos y
rotos. Paso las yemas de los dedos por el corte, evaluando la carne abierta donde
la sangre pulsa libremente. La puñalada es profunda, tal vez hasta el hueso, y
quizás demasiado cerca de los vasos sanguíneos valiosos. Se desangrará pronto
si lo dejo así.

Suspiro. ¿Cuántas veces voy a salvar la vida del Coleccionista de Brujas?

La respuesta es un susurro en mi mente: Tantas veces como sea necesario


para llegar a Nephele.

—Loria, Loria, una wil shonia, tu vannum vortra, tu nomweh ilia vo


drenith wen grenah.

Formo las palabras, y con una imagen de mi voluntad, que es todo un


Alexus, empiezo a entrelazar las brillantes hebras rojas de su herida para detener
la hemorragia.

Pero algo llama mi atención mientras canto y tejo. Es tan inusual que casi
me detengo, pero me obligo a seguir. Los hilos de la carne son diferentes de los
hilos de la vida o incluso de un hechizo. Suelen ser más fáciles de controlar,
aunque la verdad es que sólo he trabajado con heridas leves. He cerrado mis
propias heridas una o dos veces, he curado un pequeño corte en la pata de Tuck,
una fea ampolla de forja en el brazo de Finn mientras dormía, y he cosido un
corte de pergamino en el dedo de Madre una vez cuando no estaba mirando.

Lo curioso es que las hebras de carne de Alexus tienen los bordes


deshilachados, algo que nunca había visto antes. Aún más curioso, juro que veo
múltiples hilos, aunque los duplicados no son precisamente iguales a los
originales. Son más bien un vestigio, el residuo de las sombras que brillan.

Los hilos de su vida también eran así. Han pasado tantas cosas que mi mente
no desenterró el recuerdo hasta ahora, cuando su vida vuelve a descansar en mis
manos. No tengo experiencia en curar ni en salvar a la gente de la muerte, y
tengo que preguntarme qué significa eso.

Cuando termino, apoyo la cabeza en el hombro de Alexus, luchando contra


los párpados pesados y la atracción de un espíritu oscurecido. He salvado su
vida, sí, pero también he acabado con otra. No estoy seguro de si este desastre
en el que sigo caminando ha revelado que soy un misericordioso dador de vida,
tan asesino como el Príncipe del Este, o que soy algo egoísta en el medio, como
el Rey Helado.

La nieve invernal se arremolina en mis pestañas, haciéndome pensar en él.


Desde que tengo uso de razón, he imaginado a Colden Moeshka como un
hombre corpulento con una corona helada sentado en un trono de hielo, con
una barba blanca recubierta de rimeros colgando hasta la cintura. En mi
imaginación, soplaba un viento helado a través del bosque, su aliento se
congelaba y caía al suelo en forma de cristales y copos de nieve. Suena ridículo,
pero no sé de qué otra manera imaginarlo.

Lo veo ahora, en la parte posterior de mis párpados, pero su rostro es


pronto sustituido por otro, un adversario de sombra carmesí que no esperaba.

Levantando la cabeza, me sacudo el pensamiento y toco el lugar de la


pierna de Alexus donde había estado el corte, sólo para sentir una piel suave.
Vuelvo a deslizar la mano por su pecho, tratando de ignorar su perfecta y
poderosa constitución, y apoyo la palma sobre su corazón. Su piel está helada
por el frío, pero su pulso es más fuerte y retumba en las yemas de mis dedos.

Vivirá. Y ahora mismo, eso lo es todo.

Busco la mochila de Alexus en la oscuridad y libero el frasco que había


visto en el arroyo. Lo que sea que espera en su interior es tan fuerte que un solo
olor me quema las fosas nasales. Lo subo de todos modos. El líquido me abrasa
la garganta y se asienta en mi pecho dolorido como un fuego cálido, que me
reanima y relaja.
Mi mente zumba con preguntas acerca de por qué el del Este estaba allí,
esperando, cómo sabía que estaríamos allí, o si tal vez sólo estaba buscando una
salida. Dudo que nunca lo sepa, pero el hecho de que estuviera allí, en el
momento perfecto, me inquieta.

Cuando termino con el frasco, sujeto a Alexus a Mannus con la cuerda de


Littledenn. Su espada sigue pesando hacia un lado, así que la sujeto a la silla de
montar. Una vez que lo he cubierto con el gambesón, conduzco a los animales
hacia adelante.

Se me pasa por la cabeza la idea de acostarme, de acurrucarme con Alexus


hasta que se despierte, incluso hasta la mañana, pero es mejor que sigamos
avanzando. Hace mucho frío aquí, y el bosque parece imposible y aterrador para
entrar.

La magia está en todas partes. Nunca he entrado en una construcción, y los


caballos tampoco. Ese hecho, junto con la preocupación por lo que pueda haber
más allá de la pesada oscuridad que nos rodea, llena cada paso de expectación.
Sin embargo, no llega nada horrible, salvo escalofríos y algunos graznidos de
cuervos, y por suerte, los caballos no me dan demasiados problemas.

Parece que pasan años antes de que la luz azulada tiña el bosque como un
crepúsculo invernal. El camino es ahora claramente visible, cubierto de nieve y
escarcha. Su suave curva emite un brillo apagado en la oscuridad.

Cuando tomamos la curva, tengo las manos, los pies y la cara tan fríos que
apenas los siento, pero mi incomodidad es la menor de mis preocupaciones. Más
adelante, el camino se acaba, y lo que hay más allá me hiela la sangre.

Detengo a los caballos, con las piernas plomizas y entumecidas. Mi corazón


se aloja en la base de mi garganta.

Un lago helado.

La densa pared forestal del túnel se ensancha, extendiéndose a lo largo de


la orilla del lago hasta donde alcanza la vista. Debe ser una distorsión de la magia,
un truco para el ojo, porque el lago se prolonga eternamente, al este y al oeste.
Es extraño, porque hasta donde yo sé, no hay ningún lago en el Bosque de
Frostwater.
Volviendo a la extensión de hielo que tengo ante mí, intento calcular la
distancia hasta el otro lado, al menos unos cientos de metros. Pero la distancia
no es lo que me preocupa. He estado en Hampstead Loch en invierno y he
jugado en su sólida y cristalina extensión.

Este lago está plagado de grietas. El frío aguanieve pugna por fluir bajo la
superficie azul pálido destrozada, a la espera de tragarse a alguien una vez que
se abra paso. A menos que pueda reunir la energía y el poder para separar una
masa de agua sólida o construir alas para sobrevolarla, nuestra única opción es
atravesarla.

Un viento silbante azota el lago y me arranca la capucha. La ráfaga es tan


fuerte que casi ahoga el gemido detrás de mí. Casi.

—Raina.

No se me escapa que soy el primer pensamiento de Alexus al despertar.


Lucho con lo que eso me hace sentir, cómo el sonido de su voz me da una
extraña seguridad, pero sólo por un momento, porque de repente se agita, su
ancho cuerpo se esfuerza contra las cuerdas que lo mantienen atado.

Me apresuro a llegar a su lado, le agarro la cara entre las manos y le hago


mirarme. En cuanto encuentra mi mirada, sus ojos se aclaran y se tranquiliza. Su
pelo largo y oscuro está alborotado, sus ojos verdes son un jade plateado bajo
esta luz nacarada y helada. El gambesón ha caído al suelo y la nieve se adhiere
a su túnica y a su barba.

Cerrando los ojos, apoya el peso de su cabeza en mi palma antes de mirarme


de nuevo.

—Estás bien.

Asiento con la cabeza, tragando una extraña opresión en la garganta, y dejo


caer las manos. Ocupo mis dedos congelados en desatar las cuerdas.

Cuando está libre, Alexus se lleva la mano a su muslo herido, sólo para
encontrar sangre congelada en sus cueros, pero ninguna marca.

Levanta la vista, con el ceño fruncido.

—No soñé lo que ha pasado.


—No —señalo y sacudo la cabeza.

—Tú... me has curado, entonces.

Me encojo de hombros.

—Era eso o dejarte morir.

Me mira como si no supiera qué pensar, como si me hubiera salido un


cuerno entre los ojos.

—Así que no sólo ves cosas y vences a la muerte, sino que también puedes
curar.

Algo que Nephele no le dijo. Ese conocimiento me da una pizca de


esperanza de que no estará totalmente irreconocible una vez que llegue a
Invernalia.

—Puedo —respondo, demasiado fría para pensar en negarlo. Mis dedos no


pueden sostener una discusión en este momento. Con una mano rígida, hago un
gesto hacia el lago—. Y tú dijiste que nunca sobreviviría a este bosque sin ti.
Entonces, ¿qué hacemos ahora, Oh Gran Sabio?

Desmonta, manteniendo un firme agarre de las riendas de Mannus para


apoyarse. Sus movimientos son lentos y un poco tambaleantes al principio. Ha
perdido una buena cantidad de sangre. Si a esto le añadimos el frío, estoy seguro
de que aún necesita tiempo para recuperar sus fuerzas. Pero el tiempo es un lujo
que no tenemos.

Estudiando el hielo blanco-azulado que parece una hoja de vidrio rota,


suspira.

—Maldita sea. No es bueno.

Eso parece un eufemismo severo.

—Al menos tenemos un poco de luz ahora —añade—. Y no soy ajeno al


hielo.

Eso es lo único positivo de nuestra situación actual. Bueno, eso y que


ninguno de nosotros está muerto todavía.
—Sabes que esto es una trampa tendida por tus brujos, ¿verdad? —le
pregunto. Y aunque no estoy nada contento con el lago, admito que es un
obstáculo inteligente para la tierra del Rey Helado. Sin embargo, los del Este
deben haber logrado cruzar, porque no hay señales de que hayan estado aquí.

A menos que sean la razón de las fisuras en el hielo.

—Por supuesto que lo sé. Toda esta construcción es una trampa —se acerca
a la orilla del agua y pisa un témpano de hielo—. Pero no podemos quedarnos
aquí. Y ni se te ocurra pedirme que dé marcha atrás. Si el camino de entrada
fuera una salida, ese Habitante lo habría encontrado. Ha estado aquí por un
tiempo.

Si es que por eso el Habitante estaba allí en primer lugar. Estaba esperando.

Como un cazador.

Dioses, tuve suerte de ganar la ventaja. Sólo tuve un momento para


prepararme. Todo lo demás fue impulso e instinto, nacido del miedo.

Con el frío que tengo, el calor sube por mi cuello y se extiende por mi
cara.

Unas gotas de sudor frío se acumulan en mi labio superior.

—La magia nos dejará salir —señalo, tratando de no respirar tan fuerte—.
Como has dicho. Nos proporcionará un camino.

Pienso en cuando Alexus llamó a este lugar una tumba esperanzadora, y


vuelvo a mirar el hielo. Una tumba para los Habitantes del Este podría ser muy
probablemente una tumba para nosotros también.

Alexus me pasa la mano por el hombro.

—Lo hará, Raina. Te lo juro.

Sopla otro viento helado. Me vuelvo a subir la capucha de la capa y me


entierro lo más posible dentro de la lana, escondiendo las manos en el ligero
calor que hay bajo mis brazos. No conozco el hielo, ni tampoco un frío tan
intenso. No puedo imaginarme sobrevivir a estos elementos durante el resto de
la noche, y mucho menos la semana que me llevaría cruzar el bosque y llegar a
Invernalia en condiciones normales. Ahora tardaré más. ¿Pero cuánto tiempo?
¿Cómo de grande es la construcción?

Alexus arranca el gambesón del suelo y me envuelve con él. Tiemblo con
fuerza, pero aún así sacudo la cabeza y me alejo. Puede que esté acostumbrado
al duro clima invernal, pero eso no significa que deba exponerse a los elementos
sin más que una fina túnica y unos malditos pantalones de cuero.

A pesar de ello, me envuelve con la suave armadura y vuelvo a ver toda


mi frustración en su mirada. Se acerca y sujeta el cuello del gambesón a ambos
lados, justo por debajo de mi barbilla.

Con la cabeza inclinada, se acerca y su pelo oscuro cae alrededor de su


rostro serio.

—Me has salvado la vida dos veces, Raina Bloodgood. Sabia o no, estoy
eternamente en deuda contigo. Lo menos que puedo hacer es mantenerte
caliente.

Supongo que no es terrible tener a un hombre como Alexus Thibault en


deuda conmigo, pero no quiero nada más de él que su ayuda para llegar a mi
hermana. Ciertamente no quiero esta cercanía ni la forma en que su proximidad
hace que mi corazón lata más fuerte. No quiero actuar como una estúpida niña
del valle atrapada en la presencia de un hombre hermoso, hundida en su mirada
absorbente. Soy una mujer adulta que puede pensar sin necesidad de hacer esas
tonterías.

Me recuerdo a mí misma este hecho y que no es un hombre cualquiera.


Pero debo de estar delirando por el frío, porque ahora mismo, abrazada así,
encuentro cada cosa de él embriagadora.

Sonrojada, doy un paso atrás y él me suelta. Conservo el gambesón, pero


sólo porque no quiero que me vuelva a tocar. Sin embargo, recuerdo la manta
de Littledenn enrollada en la espalda de Mannus.

La libero de la silla de montar, la sacudo y doy un paso hacia Alexus, a


punto de envolverlo con la manta como él me envolvió con el gambesón. Pero
vacilo, prefiriendo mantener las distancias, y se la doy.
—Gracias. Ya me siento mejor —se echa la manta sobre los hombros y
vuelve a mirar a su alrededor, con la mirada verde puesta en el lago—. Tenemos
que cruzar al otro lado. A menos que tengas una sugerencia diferente. ¿Tu magia,
quizás?

Niego con la cabeza. Su capa se agarra a las mangas del gambesón cuando
meto los brazos dentro, y aunque la barrera contra el viento sienta muy bien,
mis dedos siguen estando demasiado fríos para formar letras.

Su mirada me dice que entiende que no puedo hacer nada. Incluso si me


da las palabras para un hechizo, mis manos están casi congeladas y estoy agotada
de luchar, curar y caminar en este clima insoportable, con zapatos demasiado
pequeños. Con su ayuda, es probable que pueda resolver algo una vez que haya
descansado, pero no tenemos tiempo para esperar.

Alexus recoge la cuerda que usé para atarlo antes y le acaricia la nariz a
Mannus mientras las orejas del animal se mueven de un lado a otro con energía
nerviosa. Tuck está agitada, también, dando zarpazos en el suelo como si quisiera
correr, pero no hay a dónde ir.

—Nos llevamos los caballos —dice Alexus—. No puedo dejarlos.

Se me aprieta el estómago de miedo. Tiene razón, y me destruiría dejar


atrás a Mannus y a Tuck también, pero...

—Necesitarán influencia —le digo.

La idea de que los animales se enfrenten a nosotros o pisen el hielo me


acelera el pulso. Ya es bastante peligroso con su peso. Ese riesgo hace que
nuestras circunstancias sean mucho más peligrosas. Hay poco que hacer al
respecto, salvo esperar que el hielo aguante, porque una vez que estemos ahí
fuera, cualquier desastre no dejará tiempo para la magia.

Alexus pasa una mano por la cabeza de su caballo y por su largo cuello.

—¿Puedes intentarlo? ¿Tal vez un simple hechizo calmante?

Lucho, jadeando por el dolor de mis nudillos. Mis dedos están tan
insoportablemente rígidos que se sienten quebradizos. Por suerte, las palabras
para calmarme no son complejas, una pequeña construcción de sólo tres palabras
que he usado antes.
Mala, mulco, calla.

Al tercer intento, mis dedos se ablandan y se doblan alrededor de la forma


de la antigua y elegante lengua, formando una pequeña bola de luz blanca.
Repito las palabras tres veces más y empujo la sencilla construcción hacia los
caballos.

Se dispersa en hilos brillantes por encima de ellos, goteando como la lluvia


y desapareciendo en sus crines con la nieve que cae. En cuestión de segundos,
se asientan.

Al bajar las manos, me doy cuenta de que los ojos de Alexus están fijos en
mí, sin parpadear, como si lo hubiera hechizado. Sus pestañas se agitan y
carraspea.

—¿Qué? —vuelvo a deslizar las manos hacia el calor de mis brazos.

—Nada —responde con un pequeño movimiento de cabeza—. Tu magia es,


es realmente hermosa.

Aprieto los dedos, sin saber qué responder, sin querer decir nada porque
tengo las manos muy frías. Por suerte, Alexus toma las riendas y nos conduce
hacia la orilla del lago. Uno al lado del otro, nos paramos donde las piedras caídas
se encuentran con la escarcha y el hielo, mirando el terreno glacial. Compartimos
una mirada, un momento de comprensión de lo que vamos a hacer.

Luego nos adentramos en el hielo.


17

Cuando era un niño, mi padre me llevó a un pequeño pueblo de montaña


en las afueras de lo que ahora se llama Hampstead Loch. Allí conocimos a un
comerciante de pieles, un hombre que también comerciaba con pieles de foca.
Él nos guió hasta un campamento situado a muchas millas de distancia, y más
tarde hicimos el viaje hasta los confines del Descanso de las Tierras del Norte,
donde un bosque arbolado daba paso a las Llanuras de las Tierras Heladas.

Lo primero que recuerdo de aquel viaje es la caminata a lo largo de la costa,


observando el mar oscuro con sus crestas blancas que se agitaban hacia la orilla.
Lo segundo es cuando mi pie rompió un lugar débil en el hielo, y el terror
absoluto me tragó por completo.

Tuve suerte. Mi diligente padre me agarró de la mano y me tiró para


ponerme a salvo, pero no antes de que el agua me llegara a la cintura. Me cargó
durante varios kilómetros, y recuerdo haber pensado que podría perder mis
piernas por el frío.

No fue así, y aunque ahora vivo en las Tierras del Norte y he visitado los
pueblos de las Llanuras cientos de veces desde entonces, siempre evito las
afueras. Imagino que el destino está sonriendo en las sombras ahora, porque me
ha dado otra oportunidad de enfrentarme al hielo.

Me paso la mano por la frente, intentando con todas mis fuerzas creer en
mis propias palabras, que la magia no nos hará daño. Pero la fe es un esfuerzo
arduo en este momento. Todavía estoy un poco débil y agarro las riendas de
Mannus con manos frígidas. Él me sigue por detrás, cauteloso pero firme.

Tal vez sea yo quien necesite el hechizo tranquilizador, porque cada golpe
de los cascos de los caballos me produce una punzada de ansiedad, especialmente
cuando nos acercamos al centro del lago.

Sólo tenemos que llegar al otro lado.

—Pisa ligeramente —le recuerdo a Raina—. Ten cuidado con las grietas y
la superficie delgada —Aunque sé que ella ya lo está haciendo. Se adelanta,
guiando a su yegua, una figura oscura y encapuchada que flota en la noche teñida
de azul. Puedo alcanzarla más fácilmente de esta manera si el hielo cede.

A menos que nos lleve a nuestros caballos y a mí también.

Ese pensamiento es más aleccionador que el viento frío, y me reprendo en


silencio por haberlo pensado. Nephele y los otros deben sentirme. No dejarán
que el hielo ceda.

Y, sin embargo, el hielo se resquebraja, una línea que zigzaguea entre Raina
y yo, acompañada de un ruido de astillas que hace que se me caiga el estómago.

Nos congelamos y el crujido se detiene. Durante un largo momento, sólo


hay un silencio ensordecedor al otro lado del lago, hasta que nuestras
respiraciones jadeantes y los latidos de un corazón rugiente llenan mis oídos.
Raina echa una lenta mirada por encima del hombro, con los ojos azules muy
abiertos.

Asiento con la cabeza.

—Sigue.

Tenemos que hacerlo.

Cada paso adelante es insoportablemente lento y cuidadoso, la aprensión


tensa cada músculo y cada movimiento. Estoy midiendo mentalmente la
distancia que nos separa del otro lado, unos cien pasos más, cuando Raina se
detiene bruscamente. Me detengo, con el corazón retumbando.
—¿Qué pasa? —No tenemos que ir muy lejos, pero en mi preocupación, me
he acercado demasiado a ella. Se acerca y señala el hielo—. ¿Se está agrietando?
— Pregunto—. Quédate quieta.

Mi mente es un torbellino de pánico. Estoy tratando de alcanzar la cuerda


atada a mi lado antes de darme cuenta de que Raina está sacudiendo la cabeza,
todavía señalando.

Miro hacia abajo. Me acerqué medio paso.

El rostro de un guerrero nos mira fijamente desde debajo del hielo. Miro a
mí alrededor, sólo para ver más rostros y también caballos.

La magia de los Brujos Caminantes ha creado una tumba, sin duda. Los
habitantes de las Tierras del Este acechan bajo la superficie, con sus últimos
momentos de miedo congelados para siempre en sus rostros helados. Ruego a
los Antiguos que esta parte de la construcción se haya tragado a todo el ejército
del príncipe, incluido él.

—Sal de este trozo de hielo —le digo a Raina—. Es demasiado fino.

Con cautela, ella rodea con su yegua el helado cementerio. La sigo, guiando
a Mannus, intentando no mirar más las caras. Son los rostros del enemigo, pero
hubo un tiempo en que los de las Tierras del Este eran buenos. Un tiempo antes
de que el amor de su dios y su antigua codicia los corrompiera a ellos y a sus
reyes. Algo en mí todavía espera tontamente un retorno a la paz.

La verdadera paz.

Es una larga caminata, pero después de un tiempo, finalmente despejamos


la tumba helada de los guerreros, y estamos a pasos de la orilla opuesta del lago.
Estoy seguro de que Nephele debe sentirnos ahora, porque si no lo hubiera
hecho, ¿habría resistido el hielo?

Raina avanza hacia un terreno más seguro, arrastrando a la yegua con ella.
Yo voy justo detrás, guiando a Mannus, agradecido cuando las rocas y la nieve
crujen bajo nuestros pies.

Mi fe se restablece hasta que una mujer sale de la oscuridad, cerca de los


árboles, lanzando un grito de guerra, y se abalanza contra mí.
Antes de que pueda esquivar su ataque o de que se me ocurra agarrar mi
espada de la silla de montar, se me echa encima como un perro hambriento.
Caigo en el hielo y me deslizo por el lago de espaldas.

La mujer se sienta a horcajadas sobre mí, con los dientes desnudos y los
ojos desorbitados. Su piel marrón claro, cubierta de cortes rosados, brilla con una
capa de sudor frío mientras me apunta a la cara con un cuchillo.

Mi cuchillo, que nunca sentí que ella tomara.

Agarro su muñeca para evitar que me clave la hoja en el cráneo, y ella se


echa encima. Es fuerte. Lo suficientemente poderosa como para hacer esto difícil.

El control es fundamental, así que le rodeo la cintura con una pierna y le


doy la vuelta, inmovilizando sus brazos contra el agua helada que tenemos
debajo. Su mano aprieta más mi espada y se resiste a que la sujete.

Golpeo su muñeca contra el hielo repetidamente hasta que cede, notando


el sonido de mi arma patinando y raspando sobre el lago.

Maldita sea. Me ha hecho sudar.

Mueve las caderas de nuevo, más fuerte de lo que parece, y yo soy más
débil de lo que creía. Mis manos están tan entumecidas que mi agarre se afloja
y mi mano izquierda resbala en el hielo resbaladizo.

En el límite de mi visión, capto un movimiento, pero no antes de que ella


me dé un golpe. Su puño conecta con mi sien, un golpe tan fuerte que me hace
caer de espaldas sobre las piernas de Mannus. Sobresaltado, lanza un gruñido y
sale disparado hacia la tierra, llevándose mi espada.

Trato de levantarme, miro el hielo y contemplo los ojos muertos de un


guerrero ahogado. Incluso hay una silueta de la bandera roja y dorada de los
Habitantes del Este, ese inquietante ojo siempre vigilante en el centro.

Sin embargo, el lago no se los llevó a todos. Al menos dos sobrevivieron,


el bastardo que me clavó el cuchillo en el muslo y esta bestia de mujer.

Cuando me encuentro con sus ojos fulminantes, pisa la frágil capa de hielo
con un pie pesado y calzado, una y otra vez, con una voz que me eriza la piel.
—Tu viaje termina aquí, Coleccionista de Brujas.

Me pongo en cuclillas y el hielo se resquebraja bajo nuestro peso. En lo


más profundo de mí ser, mi oscuridad se despierta, anhelando la libertad,
cantando promesas de ayuda. La apago y me concentro, liberando mi miedo,
luego bajo la cabeza y cargo.

Si voy a caer, esta perra vendrá conmigo.

Chocamos, y el aliento abandona su cuerpo en un silbido. El impacto nos


hace resbalar de nuevo, esta vez hacia la orilla.

Hacia Raina.

Ella está a un puñado de zancadas, inmóvil en la orilla con el gambesón1,


con el pecho agitado. Tiene la capucha echada hacia atrás y la daga congelada en
la mano. Sus ojos brillan de alarma, las pupilas chispean como si tuviera fuego
en su interior.

Siempre una virago2.

Abro la boca para gritar su nombre, para prohibirle que salga al hielo, pero
la mujer del Este me clava el talón de la mano en la barbilla.

Viendo las estrellas, me pongo en pie con dificultad, agarrando un puñado


de su larga y oscura melena por el camino. La pongo de rodillas y coloco su
cabeza dentro de mi brazo, ahogando su aire.

Nunca olvidaré que esto forma parte de mi pasado, que mi cuerpo funciona
a partir de la memoria muscular, que es naturalmente un asesino. Un rápido giro
es todo lo que se necesita.

Pero cuando mi visión se aclara, dudo.

La mujer huele a muerte, y sus ojos están lechosos y nublados. Me araña el


antebrazo, enseñando los dientes mientras me mira fijamente con una mirada
tan penetrante que es como si se metiera dentro.

1 Prendas de vestir acolchadas que se utilizaban durante la Edad Media para proteger el cuerpo de
las corazas metálicas y de los golpes.

2 Mujer que tiene aspecto, ademanes y actitudes que se consideran propios de los hombres
Una mirada oscura e inquietante cruza su rostro, pero por primera vez
puedo ver algo más que mi cabeza agitada. Puede que lleve botas, pero también
lleva los restos de un vestido. No lleva cueros de bronce. Es impresionante, y
jove, un puñado de años más joven que Raina. Cuando miro más allá de las
heridas de espinas y de esa feroz mueca, hay algo que me resulta familiar... pero
también algo totalmente equivocado.

Un sonido llama mi atención y levanto la vista, justo cuando Raina patina


sobre el hielo. Se abalanza sobre mi costado y me quita a la chica salvaje de
encima. El golpe me hace caer de pie. Vuelvo a aterrizar de espaldas con un
fuerte golpe que me hace perder el aliento.

Dioses, ya he tenido suficiente.

Me levanto de golpe y me pongo de rodillas, preparado para reaccionar,


sólo para encontrar a Raina y al demonio que intentó matarme abrazadas en el
hielo. La chica mira hacia mí y se sobresalta como si acabara de verme. Sus ojos
ya no están borrosos; se han vuelto oscuros como la noche. Parpadea,
desconcertada. Es como si antes estuviera en trance y ahora estuviera despierta.

Raina suelta a la chica y hace señas tan rápido que no puedo entender sus
palabras. Cuando termina, se admiran mutuamente las manos, las marcas de
bruja de Raina son brillantes, pero las manos de la niña no muestran ningún
signo de su arte. Raina alisa el enmarañado pelo negro de la niña, cuyas mejillas
brillan con lágrimas de felicidad. Chocan los antebrazos y presionan sus frentes.
La niña susurra algo que no puedo oír, y Raina presiona una señal en el pecho
de la niña. Raina sonríe. Sonríe de verdad. El tipo de sonrisa que ilumina toda
su cara. Es una cosa rara, y la visión hace que mi corazón se apriete, casi
dolorosamente.

Dioses. Es tan hermosa.

Me mira, con las cejas levantadas en una expresión dulce e inocente,


aferrándose a los fuertes hombros de la otra chica como si me estuviera
enseñando un premio. El alivio y la alegría que emanan de ambas son innegables.

Me doy cuenta de quién es la chica salvaje, ahora que no estoy a la


defensiva. Sus marcas de bruja han desaparecido, aunque solían brillar en plata
con bordes de color óxido. Hay algo más que no puedo ubicar, algo más oscuro
de lo que esta chica tiene derecho a poseer.
Es una luchadora, pero no era de las Tierras del Este. Era de Silver Hollow.

La hija del herrero.


18

No puedo procesar a la chica que estoy viendo. Helena está aquí. En el


bosque.

Viva.

Nos sentamos acurrucados bajo un árbol, protegidos de la nevada por sus


extensas ramas, cada miembro densamente repleto de suaves agujas verdes y
nieve. He envuelto a Helena en el gambesón para calentar sus huesos. Todavía
lleva el vestido dorado con el que estaba tan guapa la noche de la cena de la
cosecha. La prenda cuelga hecha jirones, la tela sucia incapaz de proteger su piel
de la congelación, aunque se enganchó un par de botas en algún lugar del
camino. Huele a algún tipo de hedor, algo probablemente recogido en el bosque
o quizás en el pueblo.

Y sus cortes. Hay muchos. De espinas, creo. Los curaré cuando esté
durmiendo, o tal vez deba decirle la verdad y terminar con esto. En cuanto a sus
marcas de bruja perdidas, ninguno de nosotros tiene una explicación. Por
primera vez, el color brillante pinta mi piel, antes sin marcas, y la suya está lisa
y en blanco como un trozo de pergamino nuevo.

Mientras los caballos permanecen cerca, al alcance más lejano de la


protección del árbol contra la fuerte nevada, Alexus acecha la orilla del lago y
bosque circundante. Lo miro, agradeciendo que nos dé privacidad a Helena y a
mí para hablar.
Me vuelvo hacia ella, aunque percibo la energía nerviosa de Alexus al
margen de mi atención, la siento con cada una de sus crujientes pisadas en la
nieve. Yo también estoy nerviosa, mi piel zumba por la anticipación y la
conmoción, ninguna de las cuales puedo evitar.

Por Dios, casi mata a Helena. Sé que no se dio cuenta de quién era ella, y
en verdad, ella lo atacó como un animal rabioso, pero no puedo dejar de pensar
en lo que estuvo a punto de suceder.

Casi la pierdo. Dos veces.

—Un minuto estaba con Finn y Saira —dice— y luego ya no estaban,


tragados por el fuego y el humo. Fue un caos, Raina. Los busqué y los busqué,
y a Madre y a los gemelos, pero un Habitante del Este de pelo gris, al que llaman
General Vexx, empezó una pelea conmigo y... —Se toca un corte profundo
encima de la frente, seco con sangre vieja, y respira de forma insegura—. Me
golpeó y todo se volvió oscuro. Cuando volví en mí, estaba colgada sobre el
lomo del caballo de otro habitante del Este. Un hombre grande. Joven, con el
pelo como el fuego. Mis manos estaban atadas. El ejército acababa de cruzar al
Bosque Frostwater, y cabalgamos hasta aquí porque no había otro camino. Esta
magia... —escudriña la construcción— no se parece a nada que haya visto.

—Es Nephele —le digo—. Y las brujas de Invernalia. Han aprendido una
gran magia y están protegiendo al rey. Alexus dice que su magia nos reconocerá,
que permaneceremos a salvo.

Mis palabras pretenden tranquilizarla, pero mi fe en esas cosas aún no es


fuerte. Si la magia nos conoce, ¿por qué la nieve se acumula a nuestro alrededor?
¿Por qué hace tanto frío que apenas podemos movernos? ¿Por qué no hay
refugio? ¿No hay un camino claro a través de este bosque?

Helena mira por encima de su hombro con un brillo receloso en sus ojos.

—Ya lo veo. El hielo simplemente... se abrió. Un segundo, era estable. Al


siguiente, empezó a comenzó a fracturarse. El agua de abajo absorbió a la
mayoría de los Habitantes del Este, pero no a todos. Muchos lograron cruzar el
hielo, incluyendo a Vexx. El guerrero con el que estaba es un gigante, y yo no
soy una mujer pequeña. Estaba tan asustada de que pudiéramos atravesar el hielo,
incapaz de hacer nada más que ver a los demás caer, el lago cerrándose a su
alrededor y volviéndose a congelar —Aprieta los dientes, su sien se flexiona con
el movimiento. Es como si estuviera bloqueando un recuerdo—. Los odio por lo
que le hicieron al valle, pero ver a los guerreros golpear contra el hielo, rogando
por salir... —Me mira con esos ojos oscuros y atormentados—. Nunca olvidaré
eso.

—No, pero eso no fue culpa tuya. No puedes cargar con la muerte de los
Habitantes del Este.

Tomo sus manos temblorosas entre las mías y aprieto mi frente contra la
suya. Ojalá pudiera seguir mi propio consejo, pero llevo demasiado bien el peso
de la masacre de nuestro valle, tanto de los inocentes como de los culpables.

Un pensamiento me asalta.

—¿Había un hombre con el rostro herido? —Pregunto—. ¿El príncipe?

—No, no que yo haya visto.

Un alivio inexpresable me recorre. No es una respuesta definitiva a que el


príncipe esté vivo o muerto, pero su ausencia es una buena señal.

—Hay montañas más allá de aquí —continúa Helena. Un fuerte escalofrío


la recorre—. Y un camino, en su mayor parte cubierto de maleza, que se bifurca
en dos rutas. A la derecha, las montañas. Es un camino horrible. Hay mucha
nieve y... lobos blancos. Por suerte, me bajé del caballo del habitante del Este y
corrí. Me atrapó, pero luché contra él como un terror impío.

—Sin embargo, escapaste —Me siento agradecida por todas las peleas que
Helena y Finn tuvieron cuando crecíamos, y aún más por su amor a la espada.

Ella asiente, frunciendo las cejas.

—Aunque creo que él me dejó. No puedo estar segura. Podría haberme


sometido fácilmente, pero no lo hizo. Corrí hasta que vi la luz del lago, y sólo
me detuve lo suficiente para cortar mis amarres en una roca dentada. Terminé
aquí de nuevo. Me enfrenté al lago, intenté volver a casa. Pero había un guardia
estacionado allí, y el bosque no permitía la salida.

—¿Lo viste? —Pregunto—. ¿Y te dejó vivir?

Sus ojos se vuelven distantes y se muerde el labio.


—No recuerdo lo que pasó. No recuerdo mucho de los últimos días.

Ella exhala un largo suspiro, y el hedor que se adhiere a ella se desprende


de su cuerpo y su aliento. Noté el olor en el momento en que nos abrazamos en
el hielo, pero ahora, cuanto más tiempo estoy cerca de ella, más fuerte es. Me
recuerda al viejo trozo de azufre que mi padre guardaba en su baúl, encontrado
cerca de una fuente termal al sur de Hampstead Loch. La roca de ámbar, su
superficie rugosa con escarpadas piedras de ámbar, siempre ha tenido un olor
tan acre, aunque el aroma se haya desvanecido con los años.

—¿Recuerdas lo que pasó después de ver al del Este? —Pregunto.

—Volví aquí y me escondí en el bosque —se restriega la cara como si le


molestara su presencia— y traté de no morirme de frío mientras pensaba qué
hacer. Dormí un rato. Luego me desperté con el sonido de un caballo resoplando.
Vi lo que parecían dos personas y caballos cruzando el lago. Estaba segura de
que eras una ilusión, de que el frío me había afectado. Pero te acercaste, y te
reconocí a ti y a él —inclina la cabeza hacia Alexus, que se dirige a los caballos—
. Y, no sé, algo en mi mente... se rompió —Sus ojos brillan y su barbilla tiembla—
. De nuevo, ni siquiera lo recuerdo. ¿Estás segura de que lo ataqué?

Alexus se burla y tira de la manta que le cubre los hombros, su única


protección contra el viento y la nieve. Sigue mirando el hielo donde se
encuentra su daga, congelada en el lago.

Ignorándolo, asiento con la cabeza y acaricio la mejilla de Helena,


acercándome para darle calor, con la esperanza de calmarla. Está tan nerviosa,
sus palabras y su discurso son tan rotos.

Y ese olor...

—Estás en tal estado. No es de extrañar que no puedas recordar.

—Creo que no podía perder a nadie más. No otra vez. Lo siento —Ella lanza
esas dos últimas palabras sobre su hombro a Alexus, y él gruñe una respuesta
de reconocimiento.

—Lo entiendo —aprieto la mano de Helena—. Pero estoy aquí, y Alexus


está bien. Todos estamos bien.
Lo más retorcido de esta situación es que, aunque me alegro mucho de que
haya hecho lo correcto, al menos lo correcto a mis ojos, me alegro igualmente
de que no haya matado a Alexus. Cuando los vi pelearse en el hielo, el miedo a
que ella pudiera herirlo me hizo sentir tanto pánico como cuando lo vi apretar
su brazo alrededor del cuello de ella. Helena era tan feroz, más salvaje y violenta
de lo que nunca la había visto.

Y aun así, Alexus dudó.

Helena se inclina hacia él y desvía brevemente la mirada en su dirección.

—¿Ahora lo llamas por su nombre? La semana pasada estabas apuñalando


a un espantapájaros en su honor —aunque baja la voz, su pregunta sale envuelta
en su habitual tono ronco que transmite.

Alexus dirige una mirada en mi dirección, sin duda preguntándose cómo


podría responder a esta chica que no sabe qué pensar sobre el hecho de que aún
no lo haya matado. Aunque no le he contado mi plan, mi ira hacia los dos
hombres más influyentes de las Tierras del Norte nunca ha sido un secreto.
Ciertamente, no pude ocultar mi animosidad cuando me dijo que fingiera que el
espantapájaros era él.

—Era la única otra persona que sobrevivió. O eso creía yo. Lo necesitaba
para que me llevara a Invernalia. Para encontrar a Nephele.

Caigo en la cuenta de que Helena probablemente no sabe nada de lo que


está pasando entre los Territorios de las Tierras del Este y el Rey Helado, y se lo
explicaré, pero no ahora. Ahora mismo, el tiempo está empeorando. El viento
se levanta, azotándonos con amargos latigazos y aguanieve. Mis manos
hormiguean como miembros fantasmas, y mis labios están tan entumecidos que
es como si ya no estuvieran en mi cara.

Agarrando la manta en su pecho con una mano, Alexus guía a los caballos
hacia él con la otra. Los animales tiran de las riendas, inquietos. Mi hechizo
tranquilizador se desvanece.

—No podemos quedarnos aquí más tiempo —dice Alexus. Su rostro está
ligeramente quemado por el viento, sus labios tienen un tono más pálido que su
rojo habitual—. Empezaremos a perder los dedos de las manos y de los pies si
no encontramos refugio.
Helena gira la cabeza. Arrastra una mano a lo largo de su muslo como si
buscara una espada que no está allí.

—No hay ningún refugio —dice, con la saliva volando, su voz se hace más
profunda—. He estado más allá de aquí.

Tuck sopla una ráfaga de aire por la nariz, y un estremecimiento recorre


su espalda. Mannus sacude la cabeza y se adelanta a la yegua como un guardián.

Algo no está bien. Hay una extraña tensión en el aire. Incluso los caballos
lo perciben.

Miro a Helena, incrédula. No es totalmente inocente, pero en su mayor


parte es obediente. Las cosas más desafiantes que ha hecho han sido su práctica
constante de blandir la espada en la espesura junto al arroyo y escaparse de las
cenas ocasionales para dejar que Emmitt le haga tambalear el mundo en el pajar
de su padre. Hablarle al Coleccionista de Brujas de esa manera, un hombre
considerado la mano derecha del rey inmortal del continente, no es propio de
ella.

Es propio de mí, pero no de ella.

Una vez más, dejo de lado la inquietud. Ella acaba de desmoronarse, y los
caballos sólo se estremecen. Comprensible dadas nuestras circunstancias.

Las fosas nasales de Alexus se agitan al oír sus palabras, mientras estabiliza
al semental y a la yegua.

—¿Prefieres sentarte aquí y convertirte en estatuas? ¿O moverte y vivir?

Helena me mira fijamente, y detecto que se está gestando una guerra detrás
de sus ojos cuando no hay ocasión para tal conflicto. Sus oscuros iris se aclaran,
reflejando la nieve que cae.

—Deberíamos irnos —le digo.

Una extraña sombra pasa por su rostro y un resoplido irritado sale de sus
labios. Se levanta bruscamente, rígida, con los hombros bien alineados y la
barbilla levantada. Incluso el simple hecho de ser es diferente de su norma,
carece de la elegante gracia de una espadachina dotada que acompaña a Helena
en cada minuto de vigilia.
Mete los brazos por las mangas del gambesón y abrocha los broches desde
el cuello hasta la cintura con las manos más firmes. Actúa como si ya no tuviera
frío, en lo más mínimo.

Con la cara dura, le arrebata a Alexus las riendas de Tuck y balancea una
larga pierna hacia arriba y sobre el caballo.

—Raina viene conmigo.

Otro temblor recorre a Tuck desde las crines hasta la cola, y el blanco de
sus ojos es visible. La mirada de Alexus se desplaza, encontrándose con la mía
en forma de pregunta.

Su rostro parece decir, ¿Está todo bien aquí?

Me siento insegura, pero también convencida de que Helena no es más que


una mujer joven y protegida que experimenta un trauma en medio de una
calamidad absoluta. Lo entiendo mejor de lo que quisiera, así que preparo otro
hechizo para calmar a los caballos y tomo la mano de mi amiga.
19

—Vamos a morir aquí.

Mi corpiño y la capa de Alexus son las únicas barreras entre mi persona y


la precipitación invernal que cae más y más pesada con cada hora que pasa.
Llevamos dos días enteros cabalgando, por lo menos. No puedo decirlo porque
aquí no existe el concepto de tiempo. No hay sol, ni luna, ni atardecer, ni
amanecer. Sólo miseria y músculos doloridos que se han congelado hace tiempo.

Descansamos una vez, hace muchas horas, antes de llegar a este camino.
Ahora, los cascos de los caballos están calzados con hielo, y sus pasos son mucho
más lentos y trabajados. La nieve se posa sobre mis hombros y la escarcha cubre
mi cara.

Intento invocar mi magia, pensar en algún hechizo que pueda ayudarnos.


Incluso me imaginé caminando en un círculo de protección, tratando de conjurar
una cabaña hecha con miembros del bosque. Pero caminar sería traicionero en
la profunda nieve del borde del sendero, y mis manos se habían vuelto aún
menos flexibles de lo que eran en el lago. Los intrincados movimientos
necesarios para un hechizo complejo son imposibles de realizar.

En cuanto al bosque, parece que la construcción sólo permite dos pasos, tal
como dijo Helena. Directamente hacia las montañas o alrededor de ellas.
—Hay cosas oscuras en esas colinas —nos recuerda, y Alexus acepta
quedarse en cambio en el denso bosque que bordea la cordillera.

Ahora tengo que estar de acuerdo con él sobre mi idea de las otras rutas.
Las montañas ya son lo suficientemente difíciles de atravesar sin los peligros
añadidos de esta magia helada.

La vieja lámpara de aceite que Alexus encontró en Littledenn cuelga de su


mano. La vacilante llama emite suficiente iluminación suave a través de su
cristal ámbar como para que viajemos dentro de un orbe de luz dorada. La
preocupación de que los Habitantes del Este nos descubran hace tiempo que ha
pasado, siendo nuestra necesidad de luz la mayor preocupación. El mundo fuera
de nuestra pequeña burbuja está oscuro, pero blanco de frío. La nieve y el hielo
que cubren cada rama, cada aguja y cada hoja emiten el más tenue resplandor,
un bosque hecho de plata y sombras.

El bosque está envuelto en un silencio absoluto, hermoso pero alarmante.


De vez en cuando, el batir de las alas cruje en lo alto de los árboles, un graznido
se arrastra desde un nido o el lejano grito de un lobo blanco aúlla a través del
bosque. No puedo evitar la sensación de que me observan o me siguen, así que
no pierdo de vista el camino a nuestras espaldas. Todo forma parte de la
construcción, dice Alexus, destinada a la confusión, el engaño y el miedo. Como
la oscuridad cuando entramos por primera vez en el túnel. Como el lago.

Misión cumplida, Brujos Caminantes.

Castañeteando los dientes, me aferro a la cintura de Helena, aplastando


nuestros cuerpos mientras cabalgamos. El calor es algo precioso, y me aferro a
cualquier cosa que pueda encontrar. Pero es difícil. Su olor pútrido me pica en
las fosas nasales y me hace preguntarme si me estoy imaginando el olor.

Desde la espalda de Mannus, Alexus nos mira, presionando sus nudillos


bajo la nariz antes de soltar una tos áspera que es más bien una arcada.

No soy sólo yo.

Seguimos cabalgando. Obligo a mis ojos a permanecer abiertos, buscando


cualquier señal de un lugar donde podamos refugiarnos. Sin embargo, por
mucho que avancemos, sólo hay árboles espesos y enmarañados que se elevan
hacia el cielo a ambos lados del sinuoso camino.
Finalmente, me rindo y cierro los ojos, apoyando la cabeza en el hombro
de Helena. Estoy tan terriblemente helada, hasta la médula helada de mis huesos,
que no sé si me despertaré en caso de quedarme dormida.

Mis pensamientos se dirigen a Nephele.

Tuetha tah, si puedes oírme, ayúdanos. Llévanos a través de este bosque,


llévanos a Invernalia. Por favor, no me dejes morir aquí.

Repito las palabras en mi mente como una canción. ¿Qué más puedo hacer
para que me escuche? Esta construcción está tan lejos de mi comprensión. No
hay hilos que cuelguen en el éter o incluso dentro de la comprensión de mi
mente. El funcionamiento interno de esta magia está oculto, lo que hace
imposible llegar a ella simplemente arrancando algunos hilos.

Pasa más tiempo, quizás una o dos horas. Es muy difícil mantenerse
despierta, así que, de vez en cuando, recito mentalmente mi súplica a mi
hermana. Tener una tarea, aunque sólo sea en mi mente, me ayuda a no
rendirme. Dormir parece un consuelo. Un gran alivio.

Cierro los ojos y, durante demasiado tiempo, permanecen cerrados.

Un rostro se desvanece en los ojos de mi mente, al borde de un sueño. Una


vez guapo, el rostro lleva ahora un tajo abierto.

El Príncipe del Este me mira fijamente, con los ojos entrecerrados en un


curioso estudio.

No hay nada más allá de él, sólo un halo escarlata de sombras


arremolinadas.

Las comisuras de su boca talladas se vuelven en un profundo ceño.

—Hola, Guardián —dice—. Te veo.

Me despierto de golpe, con el corazón acelerado, y parpadeo al verle.


Dioses, eso parecía tan real. Su voz era tan clara.

Pero era sólo un sueño. ¿No es así?


Trago con fuerza, recordando algo débil. Algo lejano. El príncipe me llamó
Guardián después de que lo abriera. Seguramente soñar con él es sólo mi mente
conjurando ese mismo momento, remodelándolo en una nueva tortura.

Un largo suspiro sale de mí, dejando una nube de aliento helado colgando
a mi paso. Está nevando con tanta fuerza que apenas puedo ver la pálida luz de
la lámpara, y los caballos se mueven con pasos muy trabajados.

Sin darme cuenta, he apretado mis brazos alrededor de la cintura de Helena


como una prensa, y entonces aflojo mi agarre. Helena no parece darse cuenta.
Tampoco tiembla como yo, y sus hombros no están caídos por mi peso. De
alguna manera, no le afecta el frío y está muy abrigada. Debe ser el gambesón.

Me siento más erguida para aliviarla y le aprieto en el muslo las señales de


¿Todo bien? Apenas se inmuta y no responde.

Es sólo el frío, me digo. El tipo de frío que hace que los dientes parezcan
romperse y hace que la piel y el cerebro estén demasiado adormecidos para
comprender algo como la presión de una señal.

—Hay un camino despejado más adelante —dice Alexus—. Nos estamos


acostando. Se hace imposible ver.

Acostarse también suena imposible. ¿Con esta tormenta de nieve? ¿Y qué


hubiera hecho un camino lo suficientemente grande para que Alexus viera su
camino a través del bosque?

Helena está de acuerdo, su suspiro suena más como un silbido. Pero pronto,
estamos guiando a los caballos fuera del camino hacia los árboles, Alexus
guiando el camino con su tenue luz.

Miro por encima del hombro de Helena, preocupada por si los caballos
consiguen atravesar las profundas corrientes de aire. Todo lo que se ve por
delante es una neblina gris y nieve compacta, como si más caballos hubieran
pisado ya este terreno, lo que no alivia mis preocupaciones. Nada de este
escenario es sensato, y quiero decirlo, pero ¿de qué serviría? No es como si
pudiéramos dar la vuelta y regresar a casa.

Alexus hace que Mannus se detenga, y el suave círculo de luz de la lámpara


se mueve hacia Helena y hacia mí. Cuando por fin puedo distinguir el rostro de
Alexus, es como si hubiera sido pintado en los tonos de la noche, todo el color
lavado por el frío.

Mira a Helena y sostiene su lámpara en alto. Su cabello oscuro se agita con


el viento nevado.

—Tienes la magia del fuego, ¿no?

Ella se eriza y, después de un momento, dice—: No soy buena con la magia


del fuego.

Alexus arquea una ceja.

—No tienes que ser buena. Sólo necesito que me ayudes a encender un
fuego —Me mira y mueve la barbilla hacia Mannus—. Hay un saliente rocoso
por allí. Espero que sea obra de Nephele.

Se aleja y Helena resopla.

—Hombre tonto —dice de una manera que no es la suya en absoluto.

Alexus se detiene, con los anchos hombros rígidos, y se vuelve, levantando


de nuevo la lámpara.

—Soy más sabio de lo que crees, chica. Harías bien en recordarlo.

Algún tiempo después, los caballos están bajo la parte más alta de un
refugio de piedra, protegidos de la nieve y de la mayor parte del viento.
Empiezo a despejar un lugar para el fuego a unas pocas zancadas, bajo el extremo
inferior del saliente, mientras Alexus recoge madera y maleza. Helena se sienta
acurrucada en el suelo, en silencio.

Cuando termino de quitar la nieve, tomo asiento a unos metros de ella,


sintiéndome un poco inquieta por la forma en que la luz de las lámparas
proyecta nuestras siluetas sobre el muro de piedra a nuestras espaldas y envía
sombras vacilantes, como de dedos, que se extienden entre los árboles. Quiero
creer que este refugio es un regalo de mi hermana, pero no siento su presencia.

Alexus tira la leña en el suelo despejado y, protegiendo la lámpara de aceite,


trabaja para sacar la llama de la mecha con la lana de la caja de yesca. Si la madera
húmeda se prende, el fuego comenzará con fuerza, pero un fuerte viento se
lleva la luz que Alexus ha robado. Vuelve a intentarlo y, de nuevo, el viento
hace desaparecer la llama.

—Dios mío —maldice, cerrando la puerta de cristal de la lámpara—. No


puedo arriesgarme a perder la única luz que tenemos —se sienta a mi lado,
mirando a mi amiga a través del montón de ramas y miembros rotos—.
Fulmanesh —dice después de un rato, dirigiendo su voz a Helena—. Esa es la
palabra para invocar el fuego. Iyuma si es necesario instarlo.

Ella lo sabe. Incluso lo sé yo, que no he manejado un hilo de fuego en mi


vida. Los Brujos Caminantes nacen con habilidades específicas que se
manifiestan en diferentes momentos y de diferentes maneras para todos
nosotros. Sin embargo, muchas formas de magia pueden ser aprendidas. Como
la familia de Finn que aprendió la magia del fuego. Nunca me ha gustado
aprender a manipular más hilos de los que ya tengo. Pero a Helena le encanta la
magia del fuego, aunque no se haya destacado. Y sin embargo, ante las palabras
de Alexus, se queda sentada, mordiéndose el labio, mirando a la nada mientras
nosotros nos quedamos helados.

—Te lo dije, Coleccionista de Brujas —dice entre dientes apretados—. No


soy buena con el fuego.

Su mirada oscura se levanta de entre las pesadas pestañas negras, y hay una
extraña inclinación de la cabeza. Sin decir nada más, se levanta, todavía envuelta
en el gambesón, tan alta que, como Alexus, tiene que agacharse bajo el bajo techo
de la cornisa. Se dirige al borde más alejado del remanso pedregoso y se sienta
contra las rocas, escurriéndose en el suelo y dándonos la espalda, como si fuera
a dormir.

No había pensado mucho en sus marcas de bruja desaparecidas hasta ahora.


Estaban ahí la última vez que la vi, iluminando su piel como si tuviera fuego
dentro. Ahora no hay nada en su piel visible, y está actuando de forma más que
extraña.

Preocupado, me dirijo hacia ella. Alexus me agarra de la muñeca, y su mano


se retira cuando lo miro.

—Déjala descansar —me dice—. Quizá necesite dormir la siesta.


—Necesitamos fuego —respondo. Tengo los dedos tan rígidos que me
duelen, las articulaciones me palpitan.

Sé que mi amiga está luchando. Yo también. Pero ella ni siquiera se ofreció


a ayudar. Ni siquiera lo ha intentado.

—Conseguiremos fuego, Raina —su voz es tan suave como la nieve que
cae—. Aunque tengamos que conjurarlo nosotros mismos.

Después de un tirón de la manta más fuerte sobre sus hombros, intenta


encender un fuego con el contenido de la caja de yesca de nuevo. El frío es tan
intenso sin el calor de Helena y Tuck que el dolor de mis dedos se extiende por
el resto de mi cuerpo. A pesar de que Helena tiene el gambesón, no puedo
imaginarme cómo está ahí tumbada, tan quieta. Incluso los dedos de Alexus
tiemblan mientras tantea el pedernal y la lana sin éxito.

Cierra la caja de yesca y se frota los brazos bajo la manta.

—Puedo enseñarte a invocar el fuego. Puede que no te guste, pero puedo


enseñarte. Una vez, es todo lo que se necesita. Después de eso, con algo de
práctica, deberías ser capaz de buscar hilos de fuego por ti misma.

Soy tan frígida, pero el calor sube dentro de mí, calentando mi cara.

—Sé lo que hay que hacer para verlos —consigo decirle.

Mucho en nuestro mundo de la magia tiene que ver con la conexión.


Conexión con el universo, con nuestro ser interior, con nuestra paz interior, con
el mundo que nos rodea.

Y la conexión con los demás.

Las cejas de Alexus se alzan.

—¿Y aún así no sabes invocar el fuego? ¿Quién te enseñó a ver los hilos
pero no se tomó el tiempo de ayudarte a dominarlos? ¿O es otra habilidad que
no sabía que poseías?

Me considera y luego mira a Helena, y puedo leer su mente. Pero no era


ella.
Nunca admitiría esto, ante Alexus, de entre toda la gente, pero ayudé a
Finn en numerosas ocasiones, antes de que me diera cuenta de que podía
cosechar hilos de fuego lo suficientemente bien sin mi ayuda. Sólo quería una
excusa para estar cerca de mí, y funcionó. Nunca se ofreció a enseñarme nada.

—No es una habilidad, y no puedo verlos —aclaro—. Sólo sé lo necesario


para hacerlo.

—O crees que lo sabes —responde, con una ceja aún levantada—. Me temo
que has tenido una experiencia inadecuada —abre los brazos, sujetando la manta
como si fueran alas, y extiende las piernas dobladas—. Ven aquí. Deja que te lo
enseñe.

Dioses. Esto es tan malo como dormir a su lado, y lo último que quiero
hacer en todo el territorio de Tiressia, excepto morir. Así que, con renuencia en
cada uno de mis movimientos, me levanto y voy hacia él.

Alexus se desliza hasta que su espalda se apoya en la piedra detrás de


nosotros, y yo me acomodo entre sus piernas. Como si fuera lo más natural, me
dobla en sus brazos, cubriéndome con la manta, que no es mucha protección
contra el frío. Está cubierta de escarcha, como todo lo demás.

Al principio, pienso que no hay manera de que esto funcione, pero pronto,
un fragmento de calor se acumula entre nosotros. Incluso esa pizca de calor es
un auténtico placer.

—Puedes relajarte —su voz es baja, tranquila para que Helena pueda
dormir—. Esto es mucho más fácil si no estás rígida como un árbol. Mientras no
intentes apuñalarme como hiciste con ese espantapájaros.

Lo fulmino con la mirada, luego saco una mano de debajo de la manta y le


hago una señal.

—Estoy congelada.

Lo que no haría por una piel de lobo ahora mismo.

Deja escapar una pequeña risa que retumba en mí. Ambos sabemos que mi
malestar no es sólo por el frío. Simplemente no quiero estar tan cerca de él.
—Congelada o no —susurra— necesitamos calor o fuego si voy a ayudarte
a cosechar las hebras. Así que será mejor que te pongas cómoda. El calor del
cuerpo, será entonces.

Miro la lámpara y abro los ojos. Esa parece una mejor idea para cosechar
hilos de fuego que acurrucarse con el Coleccionista de Brujas. Al final me di
cuenta de esto con Finn, aunque no puedo decir que la cercanía de sus días de
principiante en la magia del fuego no nos llevara a ser más que amigos.

—No hay lámpara —responde Alexus—. Si se apaga, estaremos en total


oscuridad, y créeme, recoger hilos de fuego del calor corporal no es algo que
quieras hacer en la oscuridad si te preocupa tocarme. Ahora siéntate y coopera.
Cuanto más rápido recojamos los hilos, más rápido podrás calentarte junto al
fuego y no contra mí —se inclina cerca, bajando aún más la voz—. Ya que es
evidente que es horrible estar cerca de mí. Tu amiga es una miserable y huele
como un orinal sin vaciar, y elegiste montar con ella de todos modos. No sé
cómo sentirme al respecto —Lo fulmino con la mirada por encima del hombro,
pero él se limita a sonreír y a tomarme suavemente de los hombros y tirar de
ellos—. Vamos. Reprime tu orgullo. Esto es amargo —cuando sigo dudando,
dice—: ¿Soy realmente tan horrible que preferirías morir a estar cerca de mí?.

¿No sabe quién es para mí?

Poniendo los ojos en blanco, me rindo y me recuesto contra él, pero sólo
porque nuestro calor compartido me hace desear más. Los dos estamos
temblando, pero el temblor disminuye cuando estamos más cerca.

Me toca el brazo a través de la capa y frota su mano desde la muñeca hasta


el hombro para crear más calor. Me vuelvo hacia mi lado, haciendo lo mismo
con él, aunque con rigidez. Quiero que esto termine, pero a medida que aumenta
el calor entre nosotros, la urgencia por alejarme de él no es tan fuerte.

Finalmente, me relajo, al ritmo de la palma de su mano haciendo círculos


relajantes en mi espalda. A nuestro alrededor, el viento aúlla y, de vez en cuando,
los copos de nieve se arremolinan en nuestro pequeño refugio. Cuando los copos
de nieve entran en nuestro pequeño refugio, él me rodea de forma protectora,
y odio que me parezca una acción tan amable.

—Cierra los ojos y mantenlos cerrados —su voz sigue siendo tan baja y
profunda. Entonces toca mi pecho. Justo sobre mi corazón.
Levanto la mano pero me detengo. Finn y yo nunca hicimos esto. Él
siempre decía que sólo requería cercanía, calor corporal. Concedido, había
toques. Mucho. No es que me importara en ese momento.

Pero nunca se habló de corazones.

Después de un momento de vacilación, apoyo mi mano en el centro del


pecho de Alexus. Su pulso late con fuerza bajo mi contacto.

—Imagina cuerdas —dice—. Que si mueves los dedos con delicadeza, como
si estuvieras tocando el arpa, puedes atraer esas cuerdas a través de mi piel y
hacia tu agarre. También puedes hacerlo con las llamas. Algunas brujas, magos
y hechiceros pueden incluso aprovechar los hilos de fuego de las tormentas. Hay
mucho poder en el aire durante una tormenta. Calor y luz. Los hilos de fuego
pueden incluso ser recogidos usando vidrio y luz solar. Sólo hay que
concentrarse y convocarlos. Vendrán.

Mi magia siempre ha estado muy escondida. Es extraño compartirla,


precisamente con el Coleccionista de Brujas. Dejo que me enseñe, y aunque
nunca me había preocupado mucho por ampliar mis conocimientos, ahora
descubro que quiero aprender, incluso bajo su dirección.

Agito los dedos contra su pecho, con delicadeza, como él dijo. El


movimiento es sencillo, no es que haya tocado nunca el arpa, pero he visto cómo
lo hacen, así que imito el flujo a través de las yemas de los dedos,
concentrándome, notando cómo la conexión entre nosotros se hace cada vez
más cálida.

Mirando a Alexus, recuerdo cuando cabalgamos juntos en el valle después


del ataque, cómo su calor me reconfortó incluso entonces.

—Cierra los ojos, pequeña rebelde —una sonrisa se dibuja en la comisura


de su boca, y cuando la tenue luz de la lámpara proyecta una sombra en su
hoyuelo, tal vez una sonrisa se dibuja en mis labios también—. Ahora, fulmanesh
—susurra—. Fulmanesh, iyuma tu lima, opressa volz nomio, retam tu shahl.

Se me acelera el pulso al oír su voz, la forma en que canta el Elikesh con


tanta suavidad. Esta letra consta de más palabras de las que Finn suele utilizar,
pero conozco cada una de ellas.
—Piensa en los latidos de mi corazón —continúa Alexus—. La fuerza de la
vida dentro de mí. Alcanza lo más profundo de mí. Sigue rasgueando, como lo
estás haciendo ahora. Luego cierra los ojos y repite esas palabras en tu mente.
Fulmanesh, iyuma tu lima, opressa volz nomio, retam tu shahl.

No me fío de intentar escuchar las palabras. Sigue siendo una noción tan
extraña para mí. Así que, en su lugar, firmo las palabras contra su pecho,
repitiéndolas una y otra vez.

—Fulmanesh, iyuma tu lima, opressa volz nomio, retam tu shahl.

Fuego de mi corazón, ven a que te vea, calienta mis huesos cansados, sé mi


lugar de descanso.

A la tercera vez, Alexus deja escapar un suspiro entrecortado, con su mano


apoyada en mi muñeca.

—¿Ya ves los hilos?

Los veo. Estos hilos son más audaces que cualquier hoguera. Son del color
de las llamas, tan impresionantes de contemplar. Pero como todos los hilos que
pertenecen a este hombre, hay más hebras de las que debería haber, y algunas
están dañadas, destrozadas en los bordes como si las hubieran pasado por los
dientes más afilados.

Asiento con la cabeza y él susurra—: Bien. Ahora dame la mano.

Cuando saco los dedos de su pecho, siento su calor, como si los hilos
estuvieran pegados a las yemas de mis dedos. Como si los sacara de su núcleo.

Otra respiración entrecortada lo abandona. Me toma de la mano.

—Muy bien. Otra vez. Sólo en tu mente. Fulmanesh. Piénsalo.

Fulmanesh. Fulmanesh, fulmanesh, fulmanesh. Iyuma.

No hay advertencia. No hay una oleada de energía crepitante en el aire.


Ningún calor incipiente. Sólo un calor repentino en el centro de mi palma.

Abro los ojos y me levanto de golpe, aturdida al encontrar un fuego


parpadeante a un centímetro de mi mano. No es mucho, no más grande que la
llama de una lámpara, pero es algo. Y, de alguna manera, no arde. Simplemente
está ahí, listo para ser controlado.

Finn nunca hizo esto. Nunca sostuvo el fuego, no que yo sepa. Siempre ha
querido que una llama ya hecha arda más alto.

Con los ojos muy abiertos, miro a Alexus. Se levanta de un salto, perdiendo
la manta en el proceso, y toma la yesca de la lata. En cuclillas, la mete entre dos
trozos de madera.

—Ahora —me mira fijamente—. Esta es la parte difícil. Envía el fuego hacia
aquí —hace un gesto con la mano.

¿Enviar el fuego hacia allí? Me quedo boquiabierta y le miro con toda la


incredulidad que puedo forzar en mi rostro.

Se levanta y cruza el pequeño espacio que nos separa y se coloca detrás de


mí de rodillas. De nuevo, me toma de la mano y la dirige hacia el montón de
ramitas.

—Es mental. Llevas el fuego a donde quieres que vaya. Como la mayor
parte de la magia, hará lo que quieras una vez que lo hayas aprovechado.

Voluntad. He querido recuperar vidas. Puedo hacer que el fuego se mueva,


sin duda.

Cierro los ojos y veo la llama en mi mano derritiéndose sobre la leña.


Imagino un fuego ardiente que se eleva y a mí mismo cerniéndose sobre él,
calentando mis manos congeladas. Imagino las brasas ardientes deshaciéndose
en cenizas, el calor abierto dando lugar a nuevas llamas.

—Piensa en lo que más quieres en este mundo —dice Alexus contra mi


oído—. Esto puede fortalecer tu magia. Es de donde proviene el verdadero
poder. A menudo tenemos la mayor voluntad para nuestros deseos más fuertes.

Mi mente nunca está en blanco, especialmente estos últimos días, pero en


ese momento, no hay nada. Nada posible, al menos. Lo que más deseo en este
mundo son cosas que no puedo tener. Mi madre. Mi padre. Mi hermana. Mi
pueblo.

Retroceder el tiempo.
Los vientos soplan con más fuerza, y una ráfaga de nieve me azota el pelo
contra la cara, picándome las mejillas y los ojos. Intento aferrarme al fuego como
me aferré a la magia de la espada, intento mantener mi mente concentrada. Pero
otra ráfaga aguda me atraviesa, y sigo sin ver nada en el ojo de mi mente, lo que
más quiero.

Ya no sé qué es lo que más quiero. ¿Venganza? ¿Matar al Príncipe del


Este? ¿Encontrar a mi hermana? ¿Vivir? ¿Morir y terminar con este mundo
congelado? Tengo demasiados deseos, y todos se sienten fuera de mi alcance o
equivocados.

Abrumada, abro los ojos. La llama ha desaparecido. Al borde del pánico,


me enfrento a Alexus, respirando con dificultad.

—Puedo volver a intentarlo —le digo.

Él parpadea, con los copos de nieve asentándose y muriendo en su cara.

—¿Qué ha pasado? Lo estabas haciendo muy bien.

Lo estaba haciendo, pero entonces...

Sacudiendo la cabeza, me alejo de él y me llevo las rodillas al pecho.

Me pasa la mano por la espalda.

—Está bien, Raina. Imagino que tendremos mucho frío para practicar en
estas próximas noches.

Vuelve a la leña y a la caja de yesca, y yo le echo una mirada furtiva. Sus


manos tiemblan con más fuerza ahora, el mundo fuera de nuestro pequeño
fuerte de piedra es un muro de color blanco. Es persistente, y eso es bueno,
porque finalmente, después de un tiempo, el pedernal golpea y una pequeña
llama se enciende y se mantiene.

Trabaja incansablemente, tratando de aumentar las llamas mientras yo


pienso las palabras Fulmanesh, iyuma, una y otra vez. Sin embargo, no creo que
sirva de nada.

Finalmente, hay suficiente fuego para que mi piel comience a calentarse.


La pequeña hoguera lucha contra el viento y la nieve y gana. Alexus apaga la
luz de la lámpara para ahorrar aceite, se echa la manta sobre los hombros y se
sienta más cerca del fuego. Compruebo que Helena respira. Lo hace, más fuerte
y más rápido de lo normal, y su mano está más caliente de lo que debería estar.
Me preocupa que pueda ser fiebre, así que le curo los cortes y las heridas,
incluido el corte que el general Vexx le hizo encima del ojo.

Cuando termino, vuelvo al fuego y me siento cerca de Alexus, acercando


las manos al calor mientras el cansancio me invade. Estoy preocupada por
Helena, pero no estoy segura de qué más puedo hacer. A veces, incluso con toda
esta magia dentro de mí, me siento tan impotente.

—Lo siento —firmo, mis dedos comienzan a descongelarse—. Lo he


intentado.

Alexus me da un codazo con el hombro.

—Ya te lo he dicho. No pasa nada. Vamos a vivir —señala el fuego con un


puño cubierto de mantas—. Has estado muy cerca. La magia del fuego no es fácil.
Sin embargo, lo hiciste parecer así.

—Hasta que lo perdí.

Se encoge de hombros.

—De nuevo, viviremos para intentarlo otro día.

—La magia del fuego habría sido útil en el valle. Todos esos inviernos.

—Estoy seguro. Pero esa magia tiene tendencia a propagarse, enseñada de


padres a hijos, de amigos a amigos, de mentores a alumnos —hace una pausa,
como si no estuviera seguro de sus próximas palabras—. El fuego en un pueblo
puede ser peligroso.

Mordiéndome el labio, me sacudo la imagen que me viene a la mente y


concentro mis pensamientos en otra cosa.

—Tu habilidad —dice—. ¿Eres vidente, sanadora y resucitadora? ¿Cómo es


eso?

Hago una mueca.


—Vidente, sí. Sanadora, sí. ¿Pero resucitadora? No. ¿Existe algo así?

Se ríe, pero su rostro se vuelve más serio.

—Pero en el Verde, te vi...

Hace una pausa, aunque sé lo que iba a decir.

—Sano, pero nunca he resucitado a nada ni a nadie de entre los muertos.


He salvado a animales de morir, y a ti, pero eso es todo. No soy muy hábil. Pensé
que mi magia era secreta. Me enseñé a mí misma.

Al principio, parece arrepentido, como si se diera cuenta de que me ha


hecho pensar en Madre una vez más, pero también hay una pizca de sorpresa
en su expresión.

—Has hecho bien en llegar hasta aquí con habilidades tan complejas sin un
maestro —dice—. Y sí, ser un resucitador es posible. Suele ser un tipo de magia
más oscura y una forma de nigromancia. No estaba seguro sobre ti. La línea que
separa la curación de la resurrección suele ser delgada. Parecía que eso era lo
que hacías, o intentabas hacer, con tu madre.

Resurrección. Puedo ver la tentación. ¿Ser capaz de traer de vuelta a


alguien que amas? ¿Rescatar su alma del Mundo de las Sombras?

Sacudo la cabeza, despejando ese pensamiento, y dejo pasar el momento.


No puedo dormir, cansada como estoy, y un extraño deseo de seguir hablando
con Alexus se apodera de mí.

—¿Sigues creyendo que la magia de los Brujos Caminantes no nos hará


daño? —Pregunto.

A estas alturas tengo todas las dudas sobre esa teoría.

—Lo creo. Creo que el problema es que parte de esto no es su magia. Como
las flores que se mueren cuando entramos en el bosque. Mis brujas tampoco nos
harían soportar condiciones tan miserables. A menos que los Habitantes del Este
estén más cerca de lo que creemos.
—¿Entonces quién lo está haciendo? —aprieto los dedos y me muerdo la
mejilla. Como antes, sé lo que va a decir antes de que las palabras salgan de sus
labios.

—El príncipe, lo más probable. La pregunta es: ¿cómo sabe que estamos
aquí? ¿Y dejó a ese hombre del Este detrás para matarnos? ¿O fue un choque
desafortunado con un guerrero pícaro?

Cierro los ojos por un momento. No es el príncipe. Los Habitantes del Este
deben tener un hechicero entre ellos. Eso es todo. Alguien con una tremenda
habilidad.

—Helena mencionó a un general. ¿El general Vexx? —deletreo el


nombre—. Podría ser él.

Alexus inclina la cabeza y sus ojos revelan un pensamiento contemplativo.

—Posiblemente. Por desgracia, no creo que podamos saberlo hasta que nos
encontremos cara a cara con quien sea.

Eso no es algo en lo que quiera pensar, así que de nuevo desvío esa línea
de pensamiento. Hay una pregunta que me quema por dentro y que tengo que
hacer, y no tiene nada que ver con el príncipe.

—¿Qué pasó con tu magia? —Pregunto—. ¿Por qué ya no puedes usarla?

Imagino que sería letal si pudiera. Conoce a Elikesh tan íntimamente, tan
completamente, todos los detalles finos, como si hubiera estudiado cada palabra
desde cada ángulo.

Tras un fuerte suspiro, dice—: Murió. Hace mucho tiempo

Ni siquiera sabía que la magia podía morir.

—¿Cuándo eras un niño?

Levanta la vista de mis manos, y allí, bajo la luz del fuego, algo se mueve
en sus ojos. Juro que a veces veo oscuridad allí, sin fondo y líquida.

De otro mundo.
—Algo así —se echa hacia atrás y se tumba en el frío suelo, mirando el
saliente de piedra que hay sobre nosotros—. Basta de preguntas por esta noche.
Debes estar cansada. Descansa un poco mientras puedas.

Por mucho que quiera, no le presiono para que me dé más información


sobre su magia o su pasado. Tengo curiosidad, más aún gracias a su críptica
respuesta, pero tiene razón. Estoy cansada, mis manos también. Y aunque no lo
estuviera, estoy segura de que acaba de terminar nuestra conversación.

Cuando me recuesto, el suelo es tan miserable como se esperaba. Puede que


haya calor esta noche, u hoy, sea lo que sea aquí, pero sin el gambesón no habrá
comodidad, y estoy segura de que nunca descansaré así.

Más allá de nuestro refugio, un cuervo grazna y un lobo aúlla, provocando


un escalofrío en mi piel. Sin embargo, puedo oír la respiración de Alexus,
incluso a unos metros de distancia. El ritmo constante me calma, y pienso en sus
palabras, repitiendo cada sílaba en mi mente, agitando los dedos como había
hecho cuando sacaba hilos de su pecho. Fuego de mi corazón, ven a que te vea,
calienta mis huesos cansados, sé mi lugar de descanso.

En pocos minutos, después de tantas horas despierta, meto el brazo bajo la


cabeza y me duermo, con el recuerdo de los latidos de Alexus Thibault
palpitando en las yemas de mis dedos.
20

Cuando me despierto, es porque oigo una rata en el sótano. Tras abrir los
ojos, tardo un momento en orientarme. No estoy en la casa de campo, y ese
sonido no es ninguna rata. Tampoco hay ya ningún sótano. Estoy en un mundo
oscuro y nevado donde el tiempo no es nada y la supervivencia lo es todo.

Tampoco estoy en mi cama con mamá. Estoy en el gélido suelo, doblada


dentro de los brazos del Coleccionista de Brujas, cubierta por su manta. Mi
cabeza está acurrucada firmemente contra su pecho musculoso, mis brazos
apretados alrededor de su cintura. Incluso nuestras piernas se encuentran en la
noche, entrelazadas como si hubiéramos dormido juntos durante años.

Ya estaba inmóvil, estaba medio dormida, pero me vuelvo aún más


inmóvil, cerrando cada músculo, incluso aquietando mi respiración, como si
pudiera alejarme de este momento sin que él lo notara.

—Buenos días —Esa voz profunda se arrastra sobre mí, a través de mí, y
algo firme me presiona el estómago.

¡Dioses! Cierro los ojos de golpe y aprieto los párpados con fuerza. Una de
las risas de Alexus, del tipo bajo y profundo que retumba irradia hacia mí,
enviando una extraña sensación directamente a mi estómago, haciéndolo girar.

—Respira, Raina. No pasa nada. El mundo no se va a desmoronar porque


me hayas tocado. Mucho, debo añadir, pero, aun así —Inesperadamente, inclina
la cabeza, su barba y sus labios me hacen cosquillas en la oreja—. Además, estás
muy caliente, y he disfrutado bastante de tu compañía, si no es obvio, pero ahora
que estás despierta, ¿podrías desenredar tus piernas de las mías? Si no orino, los
dos vamos a tener problemas.

Mi cara nunca ha ardido tanto como ahora.

Mortificada, me alejo y me siento, restregándome las mejillas, sólo para


encontrarme con la gélida mirada de Helena desde el otro lado de nuestro
refugio. Ella empuja las cenizas con un palo, sacudiendo lo que queda de la
hoguera. El dulce olor del humo del bosque persiste en el aire, pero no
enmascara el aroma sulfúrico que emana de ella.

Agachado para proteger su cabeza del saliente, Alexus me envuelve con la


manta sobre los hombros, dándome los últimos restos de nuestro calor.

—¿Qué? —Le hago una seña a Helena una vez que le da la espalda y se
dirige a hurtadillas hacia el bosque—. Me has abandonado.

Ella levanta una ceja, no como Helena, pero su falta de palabras es


sorprendente. Suele estar llena de réplicas ingeniosas o comentarios sarcásticos,
pero entre nosotras no hay más que silencio.

Alexus no puede ir muy lejos, sólo al borde de la luz del fuego. La nieve
es profunda más allá de nuestro refugio, y aunque es más clara que cuando nos
dormimos, sigue siendo oscura, como el atardecer.

Frotándome el cuello, miro hacia él, notando que se afloja los pantalones
por detrás.

—Él es tu enemigo.

Vuelvo la cabeza, atrapada en mi voyeurismo, pero también sorprendida


por las palabras de Helena y el sonido de su voz.

—Soy plenamente consciente —respondo.

Su oscura ceja se arquea más alto y sus fosas nasales se agitan.

—¿Lo eres?
Alexus regresa y comprueba la lámpara de aceite.

—No estoy seguro de cuánto tiempo hemos dormido —dice—. Parece una
eternidad. Deberíamos volver al camino mientras no esté muy oscuro.
Aprovechar la luz y cubrir algo de terreno —se arrastra hacia la parte trasera
del saliente donde la roca se junta con la roca. Los racimos de hierba se han
abierto paso entre las piedras, marrones y muertas. Los arranca de raíz con
facilidad y se dirige a dar de comer a los caballos. Cuando regresa, tiene el frasco,
una manzana y la mitad de la barra de pan duro. Con cuidado, coloca anida el
pan y la manzana sobre una roca en las brasas para que se calienten.

—Las cáscaras de agua están congeladas, pero esto —agita el frasco— debería
estar bien.

En poco tiempo, estamos disfrutando de nuestra primera comida en días.


Pan tostado con papilla de manzana caliente. No es mucho, pero es suficiente
para aliviar el dolor de estómago.

No quiero dejar el calor. En realidad, nada me gustaría más que atender el


fuego hasta que rugiera, olvidar el extraño comportamiento de Helena y volver
a acurrucarme contra Alexus. No puedo creer que esté pensando tal cosa, pero
tengo frío y hambre, estoy cansada de no tener un techo sobre mi cabeza ni un
guiso en mi barriga ni una cama bajo mi espalda. Echo de menos todo lo
relacionado con la cabaña y el valle.

Todo.

Sin embargo, no digo nada, y pronto, estamos luchando a través de la nieve


profunda, los caballos haciendo todo lo posible para viajar de regreso por el
camino que vinimos. Yo cabalgo con Helena, y Alexus lidera el camino.

No muy lejos del campamento, se hace evidente lo que estampó la nieve


lo suficiente como para revelar el camino.

No fue Nephele.

Alexus se detiene y desmonta. Alrededor de una docena de Habitantes del


Este y sus caballos yacen semienterrados en la nieve, dispersos bajo los árboles.
Antes no podíamos verlos, pero ahora, con más luz, es imposible no verlos.
Deben haberse perdido, o tal vez se mojaron en el lago y se congelaron aquí.
Parecen estatuas, todos los tonos de negro, gris y blanco, dejando otra imagen de
la muerte en mi mente.

Podrían ser nosotros. Podríamos ser nosotros, eventualmente.

Alexus escarba en la nieve, buscando armas. Se me revuelve el estómago


cuando las manchas de sangre y la carne desgarrada se hacen visibles.

Levanta la vista.

—No mires. Los lobos han estado aquí.

Entierro mi cara en la capucha de su capa y miro fijamente al suelo


mientras él sigue cavando, hasta que se pone a la vista. Ha liberado un cuchillo
curvo y lo mete en su bota, sustituyendo la daga que perdió en el lago.

Salimos entonces, llegando al camino más rápido de lo que esperaba. Una


vez más, viajamos por el camino que dice Helena, evitando las montañas, pero
después de varias horas, la nevada desdibuja el mundo una vez más, y el
miserable frío en mis huesos regresa.

Seguimos adelante, luchando por ver a través de la ventisca que se


arremolina a nuestro alrededor. Alexus se detiene y trata de encender la lámpara
con pedernal, acero y yesca, pero no consigue encender una chispa con el fuerte
viento. Al final, utilizando la manta para protegerse del viento y la nieve, la
lámpara se enciende y emite una suave iluminación. Seguimos cabalgando, pero
no tendremos esa luz por mucho tiempo. La lámpara tiene poco aceite.

Como antes, llamo a Nephele desde mi mente. Tuetha tah, si puedes oírme,
ayúdanos. Llévanos a través de este bosque, llévanos a Invernalia. Por favor, no
me dejes morir aquí. Lo intento de nuevo, en Elikesh, cada palabra.

No ocurre nada, y me encuentro luchando contra las lágrimas.

Pero mi atención se detiene en una rama que cuelga sobre el camino. El


árbol al que pertenece es macizo y torcido, doblado con fuerza hacia la derecha,
con una corteza nudosa que parece un rostro asomando entre la nieve. Me he
fijado en él antes. Es el mismo árbol.

No soy la única que se da cuenta.


—Vamos en círculos —Alexus tira de las riendas de Mannus—. Tenemos
que dar la vuelta. Dirígete a la bifurcación del camino y toma la ruta hacia las
montañas. Tú has recorrido ese terreno, Helena. ¿Puedes guiar el camino?

—¿Por qué no hablas con tus brujas? —Ella detiene la yegua, tirando de las
riendas con demasiada fuerza, su voz cortando con el filo de una navaja—. No
puedo saber cómo manipulan esta construcción.

Observo a Alexus desde debajo de la capucha, veo cómo levanta la lámpara


para verla mejor. Su fría mirada se detiene en Helena, pero desliza sus ojos hacia
mí y me habla a solas.

—No vamos a seguir así —levanta la voz por encima del silbido del
viento—. He sido más que paciente con nuestro guía, pero esto se acaba ahora.
¿Estás conmigo o no?

Alexus Thibault sigue siendo un desconocido, pero sé sin duda que lo que
no ha dicho es que si no estoy con él, estoy sola.

Antes de que pueda quitar mis manos de la cintura de Helena para


responder, ella responde por mí.

—Por supuesto, no está contigo. Está conmigo. Y no vamos a ir a esas


montañas, Coleccionista de Brujas.

No puedo precisar qué es lo que me parece tan mal, sus palabras,


obviamente, y su tono. Pero hay muchas otras señales de alarma que suenan
cuando considero el conjunto de las últimas horas con Helena.

Finalmente suelto a mí amiga y me bajo del caballo. Mis botas se hunden


en la nieve hasta los tobillos.

Una expresión de irritada sorpresa se apodera del rostro de Helena. Su


labio se curva hacia atrás en un lado, sus fosas nasales se abren y la piel alrededor
de sus ojos se tensa.

—Vuelve a montar en este caballo, chica —Sus palabras se cuelan entre los
dientes apretados, palabras que Helena nunca me diría.

Tuck resopla y sacude la cabeza, pisando la espesa nieve. Pero eso no es lo


que arraiga mis pies en ese horrible camino invernal. Ni siquiera son los ojos de
Helena, nublados por una bruma blanca que se mueve y se desliza, tragándose
sus pupilas.

Son las sombras teñidas de escarlata que se filtran de su cuerpo.

Espirales de oscuridad asquerosa se filtran repentinamente de su boca y


nariz e irradian de su piel. Salvo por el hedor, me recuerda al Príncipe del Este.

Me alejo un paso, y otro, y sólo me detengo cuando algo metálico choca


detrás de mí, seguido del ruido sordo de unas botas que golpean la nieve.

Una mirada nerviosa revela la lámpara de aceite aún encendida en el suelo


y a Alexus de pie, firme detrás de mí.

Desliza su mano por mis caderas hasta mi cintura y me acerca mientras el


anillo de su espada sisea en la noche.

—Deja a la chica. Vuelve al Mundo de las Sombras del que viniste, espectro.

Mi corazón tartamudea. No puede ser. Los espectros son sólo historias de


miedo que se cuentan alrededor de las hogueras en verano. No quedan dioses
que caminen por el Mundo de las Sombras para liberar semejante abominación.

Excepto que... tal vez un dios no era necesario esta vez. Tal vez el culpable
sea el propio hombre hecho de sombra.

La cosa dentro de Helena echa la cabeza hacia atrás y se ríe, el sonido es un


chillido desgarrador.

—A mi príncipe no le haría mucha gracia descubrir que le he desobedecido.

No. Sacudo la cabeza. No puede ser.

La sombra desmonta el cuerpo de Helena de la misma manera torpe y


rígida, llevando su piel como una capa. Se acerca cada vez más, sonriendo, pero
luego se detiene y se quita el gambesón, arrojándolo a un lado. Como antes,
desliza la mano de Helena a lo largo de su muslo, pero esta vez, arrastra el vestido
destruido de Helena por una pierna elegante y oscura hasta que la hebilla de uno
de los cinturones de dagas de Finn queda a la vista.

Rápido como un latido, el espectro desenfunda un arma.


Pasa un largo momento mientras capto lo que estoy viendo, todo envuelto
en sombras, la razón por la que las aguas me mostraron tan poco en el arroyo.

Se me revuelve el estómago porque, según este demonio, el Príncipe del


Este no está muerto.

Pero también porque su espectro sombrío sostiene el cuchillo de mi padre.


21

Me abalanzo hacia delante, para hacer lo que no sé, pero Raina abre los
brazos y me bloquea como un escudo. Intento rodearla, no soy yo quien está sin
armas, pero me empuja hacia atrás, con los ojos desorbitados e imponiendo.

Me golpea el pecho con una señal, lo suficientemente fuerte como para que
me salgan moratones. Cubro su mano con la mía, sintiendo las letras.

Obedece.

Me hace falta todo lo que hay en mí para escuchar y mantener los pies en
su sitio. Los espectros sombríos son parte de la antigua historia de Tiressia que
ya no pertenece a nuestro mundo. Los espectros no han vagado por nuestras
tierras durante siglos, la conexión con el Mundo de las Sombras fue cortada por
Urdin, Dios de las Derivas del Oeste. Sin embargo, uno está aquí, cumpliendo
las órdenes de un hombre peligroso.

Miro a mí alrededor. ¿Cómo sabía el príncipe que estábamos en el bosque?


¿Su magia nos percibió?

—Mi príncipe dice que no estoy destinado a matarte, bella Raina. Tu hora
de morir no es ahora. Debo llevarte ante mi señor —La cosa me apunta con la
daga de Helena en su lugar—. Pero puedo matarlo si debo hacerlo —da un paso,
levantando la ceja angulosa de Helena sobre su mirada felina—. Y debo hacerlo
Raina me mira por el rabillo del ojo y agita los dedos.

Instintivamente, sé lo que está pidiendo.

Mi espada.

Sólo hay una forma de destruir a un espectro. Raina tiene que matar a
Helena, de forma rápida y precisa, para atrapar al espectro en su interior. Si falla,
si la chica se aferra a la vida un momento más, el espectro podría deslizarse
dentro de uno de nosotros.

Lo último que necesito es algo más dentro de mí.

No hay palabras de Elikesh que susurrar para enviar a este demonio de


vuelta a los confines del Mundo de las Sombras, así que le doy a Raina mi arma.
Esto es algo que debo dejar que afronte. Es la vida de su amiga. Este espectro es
suyo para matarlo.

Pero aunque ella prepara la espada y prepara su postura, aún temo que no
sea capaz de hacer lo que debe hacerse. El espectro también duda de ella. Se ríe,
un sonido vil que resuena en la madera.

—Nunca lo harás —dice la cosa, la luz de la lámpara ilumina a Helena de


una manera que la hace parecer demacrada y sombría—. Nunca matarás a tu
querida y joven amiga.

Inclina la cabeza de Helena con una inclinación anormal, y la mirada que


sale de los ojos de la chica cambia. La tormenta blanca que se cierne sobre sus
pupilas se disipa, y sus iris se oscurecen a su estado normal.

Pero dulces dioses, su cara. Cambia, contorsionándose al borde de un grito


creciente mientras el resto de su cuerpo permanece rígido y quieto como el
hielo. Su ceño se arruga con el frío miedo, y el terror se refleja en sus rasgos,
ensanchando sus ojos, temblando en su barbilla.

Cuando su grito se desata, rompiendo el aire helado del tranquilo bosque,


es Helena. El sonido, tan perturbador como agonizante, es enteramente suyo,
consciente y presente, resonando sin una pizca de la perversa posesión que vive
en su interior.

—¡Raina, por favor! Ayúdame.


Las lágrimas resbalan calientes y rápidas por las oscuras mejillas de la chica
mientras se esfuerza, luchando contra lo que la mantiene prisionera. Se eriza, y
sus hombros se sacuden violentamente, sus pies mueven su cuerpo hacia
adelante con pasos torpes, como si tal vez estuviera ganando la pelea.

O tal vez el espectro se está burlando de nosotros. Burlándose de Raina.


Dejando que vislumbre lo suficiente de su amiga para dificultar el necesario
final.

Raina flexiona sus dedos alrededor de la empuñadura, el pecho sube y baja


rápidamente con respiraciones rápidas. Puedo sentir su indecisión. Su
incertidumbre. La imposibilidad del momento.

No sucumbe al señuelo. En cambio, cambia su peso de un pie a otro


mientras Helena se acerca.

Este espectro no me dejará escapar fácilmente, y no dejará que Raina


simplemente se aleje. Utilizará a Helena para lograr su objetivo, sea cual sea. El
Príncipe del Este quiere eliminar la amenaza de mi existencia, pero parece que
también tiene planes para Raina.

Y no lo logrará.

Mientras el espectro ha cedido un poco de su dominio, me agacho, y voy


a por el cuchillo curvo de mi bota. Si Raina no puede detener esta cosa, yo lo
haré.

Pero no tengo la oportunidad.

El espectro barre el brazo de Helena en el aire y, con tan poco esfuerzo,


aparta a Raina de su camino, haciéndola caer por el sendero nevado. Los caballos
se asustan y salen en la misma dirección mientras el espectro se abalanza sobre
mí como lo hizo en el lago. Enfunda su cuchillo y me agarra de la manta,
consiguiendo atizarme también la túnica, y me lanza por el aire como si no fuera
más que una rama molesta bajo sus pies.

Me estrello contra un árbol al borde del camino, el dolor me sube por la


columna vertebral y me hace sonar el cráneo antes de caer de bruces en la nieve.

Ni siquiera tengo tiempo de levantar la cabeza antes de que me den la


vuelta, con las muñecas clavadas en el suelo. La cara de Helena me mira
fijamente, con los labios contraídos en un gruñido hambriento. No es una chica
pequeña, construida para ser una luchadora, no una debilucha, pero no es tan
fuerte.

Las sombras brotan de ella, llenando las cuencas de sus ojos, las fosas nasales
y la boca de humo rojo. Esas sombras escarlatas se retuercen y se retuercen, se
enroscan y se mueven en espiral hacia mí.

Aprieto la nuca contra la nieve y muevo las caderas para quitármela de


encima, pero no hay lugar donde ir y ella no se mueve.

En cambio, se acerca y me besa profundamente.

Al principio, me atraganto con su lengua invasora, sus dientes mordaces,


incluso sus labios suaves pero hambrientos. Huele y sabe a muerte punzante y
a las entrañas de los confines. Pero algo dentro de mí cambia. El olor que me
quemaba la nariz y me abrasaba la garganta se desvanece, y mi asco y mi furia
desaparecen, dejándome lleno de deseo.

Helena me suelta las muñecas y me agarra la cara, presionándome con más


fuerza. Ya no lucho contra ella. No puedo, porque no quiero.

La necesidad crece dentro de mí, una necesidad de inhalarla, de dejar que


me inunde, llenando cada célula con su presencia. Deseando más, deslizo mis
manos por su cuerpo y enhebro mis dedos en la cortina negra de su pelo. Aprieto
la sedosidad y la aprieto contra mí, con mi propia hambre, deseando algo oscuro
y carnal que sólo ella puede dar. Tengo sed y su boca es una fuente, mi único
alivio.

Arrastra sus dientes por mi labio inferior, sacando fácilmente la sangre de


la herida que Raina me hizo en el arroyo. Al retirarse, se lame el carmesí de la
boca, y en ese pequeño lapso de tiempo, me queda un dolor en el pecho, pero
también un momento de comprensión.

—Oh, eres tú —dice la cosa—. No estaba seguro. No creía. Pero saboreo la


sombra dentro de ti, hechicero.

El espíritu del espectro se extiende en una nube y se pliega a mí alrededor


como una mano nebulosa. Cuando utiliza a Helena para besarme de nuevo, soy
incapaz de luchar, aunque puedo sentir su aceitosa presencia vertiéndose en mí,
arrastrándose y enroscándose bajo mi piel, oscureciendo toda la luz hasta que
caigo, precipitándome en un abismo sin fondo.

Pero no es un abismo. Estoy retrocediendo a través de los años, una larga


vida de recuerdos que pasan tan ilusorios como siempre.

La caída se ralentiza, y allí, en este lugar de la nada, me encuentro con las


partes más oscuras de mí mismo. Se iluminan con una luz audaz y
sobrecogedora, los momentos de mi vida que seguramente un día me verán
atado a las fosas del Mundo de las Sombras, junto con todos los demás monstruos.

Trato de luchar, de liberarme. No puedo soportar esto.

Sin embargo, esa cosa no me deja otra opción, y me obliga a ver cómo
todas las vidas que he tomado desaparecen de la existencia, incluida la mujer
que una vez tuvo mi corazón por completo, y el hijo que dio a luz en mi nombre.

Es como si volviera a estar allí, metido hasta las rodillas en las cosechas de
mediados de verano, oyendo sus gritos perseguir el valle. Corro, hoz en mano,
la desesperación apretando mi corazón mientras el sol caliente golpea mi espalda.

Veo el corte de las cuchillas antes de que pueda alcanzarlas, las hendiduras
ensangrentadas sonriendo en sus gargantas, sus ojos vacíos mirando un cielo azul
por última vez. Siento el pelo castaño de mi amor en mis manos, el pequeño
cuerpo de mi hijo acunado en mis brazos.

Yo no los salvé. Yo soy la razón por la que fueron asesinados. Un hombre


con magia que quería ser un granjero don nadie pero que se enredó con el rey
equivocado. Con el tiempo, he olvidado los detalles de sus preciosos rostros, pero
ahora, en esta creación infernal de un espectro de sombra, me miran con una
claridad insoportable.

La miseria me atraviesa, intensa y violenta. La sombra se pliega alrededor


de la parte más profunda de mí, la parte que debo mantener encerrada a toda
costa. Hay una prisión dentro de mí, y la sombra sacude la jaula, agitando lo que
mi magia ha mantenido cautivo durante tanto tiempo.

No. No, no, no.

No lo agites, suplico. No me debilites. Nephele, por favor. Te lo ruego.


¿Dónde estás?
Desde algún lugar más allá, siento el dolor, sabiendo inherentemente que
no es mío. Sólo está mezclado con mi conciencia. De repente, vuelvo a caer, esta
vez hacia una luz tenue pero presente, rodeada de sombras.

Abro los ojos y me encuentro con que Helena sigue encima de mí. Una
mueca de incredulidad tuerce su rostro, y su mano se levanta, con la palma
sangrante doblada alrededor del filo de mi espada como si la hubiera cogido a
mitad de camino.

Porque lo hizo.

Raina se sitúa por encima de nosotros, con las manos apretadas alrededor
de la empuñadura, la rabia caliente en sus ojos.

Con el sabor del Mundo de las Sombras aún presente en mi boca, me


levanto sobre los codos, pero antes de que ninguno de nosotros pueda hacer otro
movimiento, la tierra tiembla y el bosque más allá del espectro sombrío cambia.

Entrecierro los ojos en el bosque fantasmal, sin saber qué estoy viendo.
Incluso el espectro sombrío echa una mirada por encima del hombro de Helena.
Raina también mira.

La densa arboleda se abre, y un árbol tras otro se desprende de la maraña,


volviendo a crujir a su sitio. Un gemido llena la noche, el sonido de la madera
que se despierta, seguido de suspiros antinaturales que susurran en el aire en un
gemido silencioso.

La tierra vuelve a temblar, con tanta fuerza que el espectro se desprende


de mí. Las rodillas de Raina ceden y cae a mi lado. Le rodeo la cintura con el
brazo, la acerco y la sostengo con fuerza mientras se desprenden profundos
montones de nieve; las vibraciones hacen que las densas capas se rompan y se
asienten, dispersándose por la madera.

Intentando ponerse de pie con pies humanos, el espectro se agarra a las


estrechas ramas de dos árboles jóvenes situados a un brazo de distancia. El suelo
se asienta, pero el pánico cuelga como una máscara del rostro de Helena, como
si el espectro supiera más que nosotros.
Intenta huir, pero los retoños cobran vida, serpenteando alrededor de las
piernas de Helena antes de que el espectro pueda llevarla lejos, haciendo que el
cuerpo de la chica caiga de rodillas a mis pies.

Las nudosas raíces de una docena de árboles se desprenden del suelo y se


agitan en el aire, esparciendo tierra congelada por el bosque. Las hojas caen de
las ramas y los pájaros huyen de sus nidos cuando las raíces se posan como garras
de madera retorcidas, clavándose en la ahora delgada nieve. Se arrastran hacia
el espectro, casi burlándose, como el demonio se burló de nosotros.

La siento entonces, Nephele, su magia cálida y tranquilizadora contra mi


piel. Raina me mira, con los ojos redondos. Ella también la siente.

Una raíz cubierta de tierra se extiende y se enrosca alrededor de la cintura


de Helena. El espectro lucha contra el agarre leñoso, pateando salvajemente, pero
cuando no puede liberarse, me mira con la maldad brillando en los ojos de
Helena. De repente, me rodea el tobillo con una mano.

Con una fuerza extraordinaria y un gemido antinatural, el espectro me


arranca de los brazos de Raina, llevándome con él cuando más raíces se aferran
al cuerpo de Helena y nos arrastran más adentro del bosque. El espectro grita,
un gemido que me hiela la sangre.

Me vuelvo de frente y araño el suelo, agarrándome a cualquier cosa hasta


que finalmente dejo de deslizarme y las manos de Helena me sueltan.

Jadeando, me doy la vuelta y Raina se precipita a mi lado. Se aferra a mi


túnica y a mi brazo, y su respiración es tan fuerte y rápida como la mía. Más
adelante, en esa penumbra plateada, el espectro se arrodilla dentro de una jaula
hecha de raíces y plantas. Se agita contra una enredadera oscura que rodea las
muñecas y la boca de Helena, una enredadera que ahoga los gritos del espectro.

Pero ya no es el espectro postrado ante nosotros. Es Helena. Está lo


suficientemente cerca como para que pueda distinguir el horror completo que
marca las líneas profundas de su rostro, el pánico que arde en sus ojos. El espectro
la ha dejado pasar una vez, más para atormentarnos.

Pero dioses, cómo debe atormentar a Helena.


Raina se lanza hacia el bosque. Me pongo en pie a trompicones y corro tras
ella, enganchando un brazo alrededor de su cintura un segundo antes de que
alcance la prisión improvisada de Nephele. Ella se retuerce y gira, se sacude
contra mí, pero yo me mantengo firme.

No hay nada que podamos hacer por Helena ahora, no si queremos vivir.

—Escúchame, Raina —la hago girar y atrapo su mirada salvaje con una
mirada fija—. Esto es obra de Nephele —le digo—. Sé que la sientes. Lo hace
porque Helena ya no es Helena. Me habría matado y te habría llevado con el
príncipe si Nephele no hubiera intervenido, y no tienes ni idea de lo que eso
habría supuesto para tu futuro.

Raina se aparta de mis brazos.

—¿Qué es ella entonces? —Señala—. Ella no es esa cosa que acecha en su


interior —echa una mirada por encima del hombro a su amiga que solloza,
sentada indefensa en su jaula. Cuando Raina me devuelve la mirada, las lágrimas
corren por su rostro sucio—. Lo he perdido todo. No puedo perderla a ella
también. No dejaré que el Príncipe del Este me la arrebate. Me niego.

Camina por el bosque, estudiando el suelo, las copas de los árboles, y se


lleva las manos al pelo. Puedo ver su angustia, su desesperación por encontrar
algo, pensar en algo, hacer algo que pueda ayudar a Helena.

A medida que fluyen más lágrimas, su llanto inconsolable atrapa mi


corazón. Una sensación de derrota palpita en ella, una sensación de que está
aceptando su impotencia en esta situación.

Casi me rompe.

Me acerco a ella y tomo su rostro entre mis manos.

—Para. Mírame —cuando encuentra mi mirada, su furia disminuye. Sigue


jadeando, pero sus manos frías se enroscan en mis muñecas como si yo fuera lo
único que la mantiene atada a este mundo. Aprieto mi frente contra la suya—.
Respira.

Su jadeo disminuye y la nieve deja de caer a nuestro alrededor. Juro que la


madera también se siente más cálida.
Momentos después, reúno mi voz más tranquila y suave.

—Si hubiera otra forma de protegernos, Nephele la tomaría. Le evitaría a


tu amiga esta tortura. Sabes que lo haría. Esta jaula tiene que ser todo lo que ella
pueda manejar. Debes creer que es lo mejor. Ese espectro no dejará morir a
Helena. La necesita viva si planea permanecer en este mundo. Nephele también
hará cualquier cosa puede para aliviar las condiciones, aunque tener un espectro
dentro de ella hace que Helena sea mucho más tolerante a los extremos.
Nosotros, sin embargo, no tenemos esa ventaja. No podemos quedarnos aquí, y
no podemos liberar a tu amiga de este espectro de una manera que no la dañe
—me alejo y borro las huellas de las lágrimas de la cara de Raina con mis
pulgares, memorizando el tacto de su piel, las curvas de su rostro—. Pero
encontraremos una manera —le digo—. Y volveremos. Te lo juro. Necesito que
confíes en mí. Por favor.

Me mira como si me viera por primera vez. Entiendo que sabe poco sobre
la sabiduría y los talentos de las brujas de Invernalia, y sé que soy el último
hombre del que pensó que tendría que depender, pero necesito que sepa que
puedo ser el tipo de hombre que merece su confianza. Que ya lo soy.

Después de un latido, asiente con la cabeza y se suelta de mi mano.

—¿Por qué él hace esto? —pregunta.

Suelto un largo suspiro y me paso la mano por el pelo. Su pregunta es vaga,


y dejo que siga siéndolo. Podría referirse a muchas cosas, cosas en las que no
podemos entrar ahora. Así que le digo una vaga verdad. Es todo lo que puedo
hacer.

—No lo sé. Ni siquiera sé cómo lo hace, pero lo hace.

No debería tener este poder. Manejar espectros era una vieja práctica de los
magos de las Tierras del Verano. Unos pocos hechiceros de las Tierras del Este
manejaban la habilidad, pero eso fue hace siglos, antes de que Urdin sellara el
Mundo de las Sombras.

—Quiero despedirme —dice por señas.

No puedo evitar mirarla con recelo. Supongo que soy yo quien debe
confiar.
—Sólo ten cuidado. Ese espectro no tiene órdenes de hacerte daño, pero
mantén las distancias de todos modos —flexiono mi mano, la piel todavía
hormiguea por tocar a Raina tan íntimamente—. Recogeré los caballos.

Minutos después, regreso con Mannus, la yegua, nuestra lámpara rota y mi


espada, demasiado preocupado para hacer otra cosa que no sea apresurarme.
Raina se sienta de rodillas en la nieve junto a la jaula con raíces.

—Volveré a por ti —le dice Raina a la chica—. Volveré y nos vengaremos.


Juntas. El Príncipe del Este pagará por esto. Por todo. Por mi honor.

Un escalofrío se apodera de mí cuando ella desliza su brazo a través de una


brecha en las raíces. Sin embargo, el espectro sigue enterrado, y Helena sólo se
inclina más cerca, permitiendo que Raina presione en su pecho el mismo signo
que compartieron en el lago. Excepto que esta vez, me doy cuenta de que no es
uno sino dos signos, por las antiguas palabras de Elikesh.

Tuetha tah.

Mi hermana.

Helena frunce el ceño y un sollozo ahogado resuena en su garganta. La


misma desesperación que vive en el interior de Raina irradia de su amiga, pero
aun así le hace un leve gesto de comprensión, uno que dice que cree en Raina y
en sus promesas de salvación y retribución.

Raina se aleja de la jaula y se levanta, limpiándose las mejillas.

Cuando se enfrenta a mí, furiosa, yo también le creo. Mientras montamos


en los caballos, el espectro regresa.

—¡Nunca escaparás de él! —Esa voz espeluznante es un grito, un sonido que


hace que se me erice la piel de la nuca.

Raina y yo nos enfrentamos a la jaula de madera mientras el espectro


presiona la cara de Helena entre dos ramas. La enredadera que le cubría la boca
y las muñecas momentos antes lucha por volver a subir por el cuerpo de Helena,
como si algo se resistiera a ello.

—Llama a tus brujas todo lo que quieras, Coleccionista —El espectro


muestra una sonrisa malvada—. Ruega a tus antiguos dioses que te ayuden. Pero
es al Príncipe del Este a quien Tiressia acabará rezando. Él ve. Él sabe. Ni siquiera
tus secretos están a salvo.

Con una mirada hacia el cielo, el pavor me invade. Eres tú, dijo el espectro
cuando probó mi sangre.

Cierro los ojos. Si el espectro sabe quién soy, quizás el príncipe también lo
sepa. No estoy seguro de lo que eso significa para Tiressia o para mí, pero no
puede ser bueno. El Príncipe del Este quiere gobernar este imperio, y está
ejecutando su plan, uno que aún no comprendo del todo.

Y no tengo idea de cómo detenerlo.


22

Cabalgo entre las piernas de Alexus, acurrucada contra él, con el Cuchillo
de los Dioses escondido en mi bota. Cuando Alexus se fue a recoger los caballos,
vi el cuchillo en la tierra removida cerca de la jaula de Helena. Es tan cálido
ahora, donde fue amargamente frío durante tanto tiempo. Aunque percibo ese
cambio en el arma, y la siento más viva, me encuentro mucho menos seguro de
si el Cuchillo de los Dioses es tan poderoso como siempre dijo Padre o si Madre
era la que tenía razón. Porque he deslizado esa hoja en la cara del Príncipe del
Este, y aún así, vive.

Aunque no por mucho tiempo. De algún modo, de alguna manera, voy a


salir de esta construcción y, con Cuchillo de los Dioses o sin él, voy a destruirlo.

Ha pasado mucho tiempo desde que dejamos a Helena. Tres días por lo
menos. Tal vez más. Mis manos se volvieron demasiado frías para manejar las
riendas poco después de que giráramos hacia las montañas, y mis manos son mi
salvavidas. Y aquí estoy, acurrucada contra un hombre al que creía odiar,
dejando que me abrace con fuerza, hora tras hora gélida, aliviándome con la
curva de su cuerpo, respirando su calor en mi cuello. Cualquier incomodidad
por estar tan cerca de él ha desaparecido. El Cuchillo de los Dioses se esconde a
unos metros de mi mano, pero no me imagino usándolo para dañar a Alexus
ahora.

Ya no somos nada como extraños, y ciertamente nada como enemigos.


Compasivos como amigos. Tiernos como amantes.

Estoy aprendiendo la forma de su cuerpo. Cómo duerme. El sonido de su


respiración. Y estoy agradecida por todo ello, la forma suave en que me pasa las
manos por los muslos para generar calor dentro de mí, la forma en que me
agarra las manos y las mantiene contra su pecho cuando tiemblan, la forma en
que me mete los labios en el pliegue del cuello cuando necesita calentarlos. No
me molesta. Por el contrario, me siento extrañamente bien, como si encajáramos
en todos los sentidos.

Y eso me confunde hasta el punto de tener que dejar de pensar en ello.

El gambesón no es lo suficientemente grande como para doblarse


alrededor de los dos por completo y proporciona poca comodidad mientras
luchamos por permanecer despiertos. La pobre Tuck sigue detrás, atada y
cubierta con la manta de Littledenn.

Nuestra lámpara está rota, pero el cielo proporciona más luz que antes.
Ahora es de un color extraño, que me recuerda al suave tono rosado de las rosas
de mi madre, como un amanecer matutino, si el cielo del amanecer nunca
cambiara. No podemos saber cuántos Habitantes de las Tierras del Este pueden
estar esperando en el bosque circundante o qué animales pueden estar esperando
para brotar, así que la luz es una bendición.

De vez en cuando, nos detenemos a descansar unas horas, normalmente


acurrucados contra un árbol. Luego retomamos el camino y seguimos adelante.

No hemos hablado de lo que pasó. Lo que sea que le haya hecho el espectro
a Alexus, lo ha hecho tambalearse. Cabalgó aturdido durante varias horas
después, con la mente en otro mundo. Pero cuando mi dolor por mi amiga fue
demasiado, se sacudió su propio malestar y me abrazó, me secó las lágrimas y
me susurró bondades al oído mientras llegaba otra ola creciente.

Mientras viajamos, Alexus llena el tiempo contándome historias sobre


tierras lejanas que estoy segura de que deben ser de ficción, y me habla en
Elikesh, recitando lo que parecen poemas que son tan hermosos que me
adormecen fácilmente. Otras veces, detenemos nuestra cabalgata para mover las
piernas y mordisquear lo que podemos de la mochila. El frío ha arruinado las
manzanas, aunque todavía alimentamos con la papilla y las pieles a los caballos.
Ya hemos agotado la cantimplora, lo que nos hace desear el calor de la bebida
en las fosas del vientre.

Nos estamos agotando rápidamente. Necesitamos verdadero sustento,


sueño y fuego, o esta construcción podría convertirse en nuestro último lugar
de descanso.

Cuando volvemos a cabalgar, le ruego a Nephele que envíe pronto ayuda,


que encuentre algún encantamiento que teja todo lo que necesitamos en esta
construcción olvidada por los dioses. La nieve y los vientos abrasadores casi han
cesado, y Alexus jura que el frío ha cedido, pero ambos seguimos luchando. Mis
ojos se cierran por voluntad propia, un destino horrible, porque cuando mis ojos
se cierran, veo todas las cosas que me han llevado a este momento, empezando
por la entrega del Cuchillo de los Dioses en la puerta de nuestra casa. Después
de eso, veo mis intrigas y robos, mis preparativos ocultos y la pequeña mentira
blanca que le dije a mi madre la mañana del Día de la Recolección.

A partir de ahí todo empeora.

También me encuentro con la devastadora verdad de nuestra circunstancia


cuando cierro los ojos. Tres días desde que dejamos a Helena en el bosque, el
Príncipe del Este me ha encontrado. Me mira fijamente desde mis sueños como
un producto, pero sé que está aquí, muy vivo, y sé que está observando.

Sólo que no sé cómo y no sé por qué.

Dos pensamientos se arremolinan en mi mente. Guardián. ¿Por qué me


había llamado así en el campo? La palabra se repite en el fondo de mi cerebro,
pero no tiene ningún significado. El otro pensamiento me lleva de vuelta al
arroyo. Alexus dijo que había llegado a Invernalia el rumor de que el Príncipe
del Este pretendía romper el tratado del Rey Regner e invadir las Tierras del
Norte, todo porque quiere al Rey Helado. En ese momento, no podría haberme
importado menos lo que pretendía hacer con el rey, pero ahora, entiendo que el
Príncipe del Este tiene una misión mayor.

Y necesito saber cuál es.

Nos detenemos una vez más, y esta vez, acurrucados bajo un árbol, no
puedo dormir, aunque Alexus me abraza, compartiendo su calor. Me caliento
las manos entre nuestros cuerpos hasta que siento que puedo decir algunas
frases. Es la misma pregunta que hice antes de tener que dejar a Helena, pero
que he evitado desde entonces por miedo a conjurar al enemigo. Pero ya no
puedo evitarla.

—¿Por qué hace esto el príncipe? ¿Qué quiere con el rey? Una respuesta
real esta vez.

Alexus frunce el ceño.

—Esas son dos preguntas diferentes. Realmente no puedo decir que sepa
por qué está haciendo esto. No conozco su objetivo final. Tengo ideas, pero
cuanto más tiempo estoy en esta construcción, menos seguro estoy de todo lo
que creía saber. Como Helena. Si la usó para retrasarnos o para detenernos a
todos, no estoy seguro. El espectro quería matarme a mí, no a ti, y no estoy
seguro de qué hacer con eso, de qué pretende hacer el príncipe contigo una vez
que te tenga —cambia a las señas—. A menos que sepa lo que eres.

Trago con fuerza y me late el pulso.

—¿Crees que lo sabe? —Alexus añade—. ¿Ha visto tus marcas de bruja?

Sacudo la cabeza con seriedad, pero luego repaso cada segundo de nuestra
pelea en el campo. No recuerdo que el príncipe haya mirado mis marcas una
vez que se hicieron visibles. Las marcas de mis manos, mi cuello y mi pecho
estaban al descubierto, pero al menos una mano, la que él enfocó, estaba
empapada de su sangre. En cuanto a mi cuello y mi pecho, tengo el pelo largo y
grueso.

Mi mente se tambalea. ¿Y si el príncipe lo sabe? Cuando lo vi mientras


cabalgaba con Helena, dijo Hola, Guardián. Te veo. Había tenido la sensación de
ser observada, de ser seguida, pero no había habido nada.

¿O sí?

Un cuervo oscuro vuela de árbol en árbol por el borde del camino y sus
ojos se fijan en mí. Me acurruco más contra Alexus y me meto más dentro de
su oscura capa, agradecida por la protección.

¿Y si esos son los ojos que he sentido? ¿Y si sus cuervos me vieron curando
a Alexus? ¿A Helena? Tal vez me sintió curando a Helena a través de su
espectro.
Dioses. ¿Y si termino con el príncipe después de todo? ¿Su sanadora y
vidente personal?

Mientras mis pensamientos se funden en puro pánico, Alexus se duerme,


su cuerpo se ablanda alrededor del mío. Hasta aquí mi pregunta sobre el rey. De
todos modos, no estoy segura de poder soportar más información ahora mismo.

Otro cuervo revolotea por encima de mí, sin dejar de mirarme, sólo por su
príncipe, estoy segura. No puedo evitar que los pequeños espías espíen, pero al
menos ahora sé que debo buscarlos. Y juro que en algún momento los mataré
con mis propias manos.

Esta vez, cuando se me cierran los ojos y aparece el príncipe, tengo la


sensación de que busca algo más que a mí.

—En nombre de Thamaos, ¿qué eres? —susurra, extendiendo la mano a


través del tiempo y el espacio para tocarme la cara, observándome desde Dios
sabe dónde, incluso mientras descanso en los brazos de Alexus.

¿Qué soy yo? envío el mensaje desde mi mente. ¿Qué coño eres tú?

Abriendo los ojos, me estremezco al recordar su cercanía. Sentí que estaba


a un centímetro de mi cara, el calor de las yemas de sus dedos persistiendo como
un toque real. ¿Preguntó qué soy porque escuchó a Alexus antes?

La capacidad del príncipe de proyectarse en mi conciencia, y el hecho de


que pueda desaparecer a su antojo, me hace preguntarme si está dentro de esta
construcción. No puedo imaginar por qué se quedaría aquí si simplemente puede
desvanecerse en la nada, a diferencia de nosotros los simples mortales que no
hemos aprovechado la oscuridad misma.

Por otra parte, si es tan hábil para viajar por este mundo como el viento,
¿por qué invadir el valle? ¿Por qué no ir directamente a Invernalia por el
hombre que quiere y llevárselo en una nube roja de muerte? ¿Por qué venir así,
como un fantasma? ¿Por qué no puede aparecer aquí mismo, en este mismo
camino, con toda su gloria infestada de sombras?

¿Es porque es realmente un cobarde? ¿Tiene miedo de que esta vez pueda
hacer algo más que herirle?
Cobarde. Pienso la palabra, con la temperatura de mi cuerpo aumentando
por el calor de la irritación y la rabia a punto de hervir. Cobarde, repito, y
empujo el insulto con toda la fuerza que puedo hacia el éter, rezando para que
me escuche y le haga enfadar lo suficiente como para encontrarse conmigo cara
a cara.

Sin embargo, el momento se rompe porque algo al otro lado del camino
me llama la atención: una luz añil, una red trenzada de magia que flota en el aire
en un delgado claro más allá del borde del camino, casi oculto por los árboles.

Cierro los ojos, preocupada porque estoy tan agotada que estoy imaginando
cosas.

Pero cuando los abro, la magia sigue ahí.

Respiro excitada, golpeo el pecho de Alexus y apunto hacia el bosque. Se


despierta de golpe y me abraza con fuerza.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —Toma su espada.

Le señalo de nuevo, y esta vez lo ve. Lo siente, como yo.

Nephele.

Nos ponemos en pie más rápido de lo que nos hemos movido en días,
quitando el polvo de la nieve, conduciendo ambos caballos hacia el claro, hacia
la magia. Estoy tan rígida, pero me muevo con pasos rápidos, demasiado rápidos,
demasiado excitados, especialmente para una mujer con un cuchillo que
supuestamente puede matar a cualquiera metido dentro de su bota.

No puedo evitarlo, mi corazón se acelera al saber. Puedo sentir a mi


hermana, casi como si estuviera de pie en ese claro esperándome cuando llegue
allí.

Sólo que no está.

Lo que hay allí me hace sonreír.

Bajo las brillantes hebras azules de la magia insertada, hay leña. Leña seca.
Está amontonada en medio de un círculo de hierba, como si un prado primaveral
hubiera sido recortado de un tapiz y colocado dentro de este mundo mágico
cubierto de nieve y construido por brujas de kilómetros y kilómetros de
distancia. Hay dos grandes troncos para sentarse y descansar, y los arbustos de
moras de luna crecen por todas partes. Sus frutos, de color azul pálido, están
maduros para ser recogidos, y las raíces contienen agua dulce de la que podemos
atiborrarnos.

Y lo que es mejor, uno de los cuervos del príncipe, una cosa enorme, se
sienta en un árbol de pocas ramas y me observa con atención.

El suspiro de alivio que emite Alexus es más bien un gemido de éxtasis, y


no puedo evitar mirarlo y sonreír. Vamos a descansar, a llenarnos la barriga y a
calentarnos los huesos, y luego voy a salir de esta construcción para encontrar
al Príncipe del Este y acabar con esto.

Es extraño cómo ha cambiado todo. Cómo mi odio al Rey Helado ha sido


lo último en mi mente durante un tiempo. Cómo ahora sonrío al hombre que
quería secuestrar hace un puñado de mañanas y me duele la muerte de otro
hombre que acabo de conocer. Ahora, cuando intento descifrar quiénes son mis
verdaderos enemigos en este juego, ya no estoy tan segura. El juego es más
grande de lo que jamás soñé, y yo soy su nuevo jugador.

Camino hacia el hábil refugio de Nephele y me detengo junto al cuervo.


Con valentía, me encuentro con su mirada y espero hasta sentir que su amo se
despierta detrás de esos ojos brillantes, curiosos como siempre.

Cuando agarro al molesto explorador sin alma, ninguno de los dos se lo


espera. Antes de romperle el cuello, con mis propias manos, tal y como dije que
haría, lanzo un mensaje desde mi mente y lo envío directamente al príncipe de
las sombras, dondequiera que esté ese bastardo hijo de demonio.

Gracias por la cena, gusano. Voy a por ti.

Su voz me llega al borde de la carcajada.

Mucha suerte, Guardián. Te espero.


23

—La muerte de los dioses, Raina. Podría besarte ahora mismo.

Alexus está sentado al otro lado del fuego, medio oculto por suaves
remolinos de humo gris mientras roe un ala de cuervo asada. Incluso desde aquí,
puedo ver esos labios carnosos, brillantes por la grasa de la carne oscura. Bebe
de una raíz de baya de la luna y me mira por encima de las brasas.

—Por matar al pájaro —añade.

—Por supuesto —firmo—. Por matar al pájaro.

Mis mejillas se calientan, y no por las llamas que parpadean entre nosotros.
Sé muy bien que sólo se siente aliviado por tener un bocado para comer, un
fuego ardiente y un lugar donde descansar nuestros cansados huesos.

No sé por qué una parte de mí desearía que fuera algo más.

Acurrucada dentro de su capa, vuelco una raíz de baya de luna y la vacío


antes de colocar su cáscara en un montón con las otras que he drenado.
Agradezco el líquido nutritivo que me quita la sed, pero también las raíces,
carnosas y de piel gruesa. Si limpiamos la pulpa, serán un excelente almacén
para las bayas, protegiéndolas del frío. Tal vez, junto con las bayas, eviten que
nos muramos de hambre, lo que estoy segura que era la intención de Nephele.
Me apoyo en el tronco a mi espalda y suelto el más largo y profundo
suspiro. El Cuchillo de los Dioses yace enterrado bajo un mechón de musgo a
mi lado, y el plato de Madre está sobre una roca cerca del fuego, con puñados
de nieve derritiéndose en su interior. Son las dos cosas que simbolizan lo que
me ha estado acosando desde que nos sentamos a comer. Quiero comprobar
cómo están los Habitantes del Este y el Príncipe, y también Helena, pero ahora,
incluso me siento lo suficientemente valiente como para buscar a Finn. Necesito
el cierre de saber qué pasó con él, especialmente después de todo lo que pasé
con Hel.

En cuanto al Cuchillo de los Dioses, no puedo dejar de pensar que tal vez
debería decirle a Alexus que existe. Ese nivel de honestidad con él debería
parecerme tan extraño, pero ya no lo es. En lugar de eso, me pregunto si tal vez
él sabe algo sobre esas cosas. Tal vez él puede proporcionar una visión.

O tal vez contárselo complique aún más las cosas.

Estoy muy cansada, demasiado cansada para hablar de eso esta noche. Es
un tipo de cansancio que mi cuerpo nunca ha experimentado, pero del que no
tengo derecho a quejarme. Antes de encender el fuego, he curado la congelación
de nuestros dedos, y después de que Alexus preparara el cuervo y lo pusiera a
asar, nos lavamos las manos y la cara. Él se ocupó del pájaro mientras yo me
ocupaba de mis pies y de los pequeños cortes y pezuñas heladas de los caballos.
Incluso esos pequeños actos de curación me agotaron.

Aunque ahora me siento rejuvenecida, es difícil sentirse a gusto. Aquí


yazco con comida en el estómago, estirada sobre una hierba caliente que no tiene
derecho a existir dentro de este bosque helado, mientras una banda de Brujos
Caminantes trabaja incansablemente para mantener esta construcción intacta, no
sea que los restantes Habitantes del Este invadan su hogar como lo hicieron con
el pueblo. Luego está Helena, atrapada como un animal y sufriendo los terrores
de un demonio sola en el frío. El calor de su cuerpo tuvo que provenir del
espectro, así que lo más probable es que esté a salvo de la congelación, pero
todavía me preocupa.

No puedo ayudar a Hel ni a las brujas de Invernalia a menos que esté


entera, así que me esfuerzo por acallar la culpa que siento por estas horas de
indulto.
Dejo caer la cabeza hacia atrás, cierro los ojos y me concentro en lo
maravilloso que es el calor del fuego, la forma en que ahuyenta todo el
entumecimiento y lo reemplaza con vida. Pero un lobo blanco aúlla y yo los
abro inmediatamente y me incorporo, con los músculos de la nuca tensos.

No puedo dejar de preocuparme por si vuelvo a ver al Príncipe del Este o


por si me inundan los recuerdos de nuestro pueblo en llamas y moribundo o las
imágenes de Helena luchando contra su demonio o los hombres muertos bajo el
hielo y la nieve. No estoy segura de poder volver a dormir.

—Helena está a la intemperie —firmo cuando Alexus me mira desde que


se limpia las manos—. Hay lobos.

—Ella está bien, lo juro —Sus ojos son siempre el ancla, calmando el
revoloteo de la preocupación dentro de mi pecho—. Su olor es suficiente para
enviar una manada de lobos en la otra dirección. Pero, además, mi olor está por
todas partes. Es la única razón por la que los lobos no nos han molestado. Saben
que deben mantener la distancia. Ella estará a salvo. Estamos a salvo.

Se levanta y hace un gesto hacia el suelo a mi lado.

—¿Puedo?

Asiento con la cabeza, y él se sienta con la espalda apoyada en el tronco,


con las largas piernas dobladas por la rodilla.

—Deberías dormir. Apenas has dormido durante el viaje —Señala hacia el


fuego donde el gambesón cuelga de dos palos—. Ahora estará seco y muy
caliente. Es una buena cama, si lo recuerdas.

¿Cómo puedo hacer algo más que sonreírle como una tonta? Hay tantas
cosas en las que pensar y, sin embargo, él se preocupa por que yo duerma y
tenga una cama "adecuada".

—Me acuerdo —firmo.

Sería imposible olvidarlo.

Antes me preguntaba cómo podía ser Nephele amiga de Alexus, pero ahora
no es difícil de imaginar. No puedo decir que lo entienda, por qué se lleva a la
gente del valle y por qué no lo odian por ello, pero tampoco puedo odiarlo, por
mucho que lo deseara antes de que todo esto sucediera.

Extiendo el brazo por el pequeño espacio que nos separa y tomo su mano
entre las mías. Hay un conocimiento profundo cuando se trata de él, y por eso
no me sorprende que las líneas que cruzan su palma me llamen. Estoy segura de
que no me llaman como las palmas llamaban a Mena, pero la necesidad de verlas
más de cerca es real.

Trazo las líneas de Alexus en la memoria, deleitándome cuando se


estremece ante mi contacto. No tengo ni idea de lo que significan, pero me lo
pregunto.

—¿Lees las palmas? —pregunta—. Tenemos una dama en Invernalia, de


Penrith, que lo hace.

—No —digo—. Ni idea.

—¿Mentes?

Me rio y aprieto otro "No" en su palma.

Él guiña un ojo y sonríe, luego deja caer la cabeza hacia atrás mientras le
hago cosquillas en la piel.

—Eso es probablemente algo bueno. Aunque apuesto a que podrías si lo


intentaras.

Es curioso que le preocupe que yo sepa lo que siente y piensa. Primero me


preguntó si leía las emociones de la gente, y ahora esto.

Me gustaría poder leerle, sus emociones, su mente, sus palmas. Mena


siempre decía que las líneas de las manos definen quiénes somos. Me etiquetó
bastante bien, llamándome idealista con tendencias volátiles y alguien que lucha
con una existencia mundana. Me llamó impulsiva, impaciente e imaginativa, un
ser inquieto que necesita libertad para florecer y amor para prosperar.

Creo que tenía razón, pero me temo que esos dos últimos requisitos para
la paz podrían ser ya imposibles.
Alexus exhala y se relaja, como si mi contacto fuera todo lo que necesita
para relajarse. Aunque llevamos días apretados el uno contra el otro, mentiría si
dijera que no se siente bien al tocarlo fuera del modo de pura supervivencia,
igual que se sintió bien cuando nos tocamos en el arroyo. Sus manos son grandes
y callosas, con cicatrices de espadachín, fuertes y cálidas de una forma en la que
no debería pensar.

Delirio. Debe serlo.

Pero tal vez no lo sea. Porque desde sus palabras antes de dejar a Helena,
no puedo dejar de rumiar lo mucho que confío en Alexus, cómo supe que
confiaba en él en el momento en que me lo pidió mientras estábamos en la
nieve. La confianza se gana, y aunque él no ha tenido mucho tiempo para
hacerlo, sólo ha demostrado ser infalible. Si tuviera que imaginar lo que su
palma me diría, sería eso.

Infalible.

Cuando estoy afligida, él me reconforta. Cuando estoy enfadada, me


permite enfurecerme, pero templa mi furia. Cuando tengo miedo, está a mi lado,
enfrentándose a lo que venga. Y a veces lanzando piedras para asustarme.

Reprimo una sonrisa. Mi mente está enredada por él.

Sacudiendo la cabeza, salgo del hechizo y apoyo su mano en mi regazo.


Todavía tiene un poco de congelación en algunas partes y ampollas por las
riendas, así que me pongo a curarlo.

Hace una mueca de dolor y se estremece, e incluso sisea un par de veces,


mientras entrelazo los hilos rotos de su carne. Finalmente, se tranquiliza,
observando mis manos mientras canto y trabajo. Este hombre es un misterio,
aunque también parece un libro abierto. Quizá haya páginas y líneas que aún no
he tenido tiempo de leer, capítulos en los que perderme. Y quizás no debería
querer hacerlo.

Pero dioses, sí quiero.

Una vez que las hebras de sus heridas están entrelazadas, pregunto—:
¿Alguna otra herida?
Tuerce la boca hacia un lado como si estuviera considerando si debe
decirme algo.

—No hay que avergonzarse, sólo muéstrame. ¿Son los pies?

Ladra una carcajada, como si lo que dijera fuera gracioso, pero lo decía en
serio. Mis dedos tenían un aspecto horrible, con las puntas negras y cubiertos de
ampollas por unos zapatos demasiado pequeños. Los pies ya están bastante mal
sin todo ese daño.

—¿Congelación? —digo, reprimiendo una risa—. ¿En los dedos de los pies?

—No —Se ríe de nuevo—. De alguna manera, mis vergonzosos pies están
bien. Pero esto…—Engancha el pulgar en el dobladillo de su túnica y tira de la
tela hacia arriba de su largo torso—. Es otra historia.

Trago con fuerza. No sólo porque las horribles rozaduras zigzaguean desde
el ombligo hasta la clavícula, sino porque no necesitaba ver tanto de él ahora
mismo.

A veces desearía que mi cara no fuera tan expresiva.

Esta es una de esas veces.

—¿Cuándo ocurrió esto? —pregunto, distrayéndome de la oscura


espolvoreada de pelo en su pecho y del rastro aún más oscuro que desaparece
dentro de sus pantalones. Pero recuerdo cuándo tuvo que recibir estas marcas,
y él ve el recuerdo en mi cara.

—La maldita cosa me arrastró un buen trecho. Rocas y raíces y palos y los
dioses saben qué más había bajo la nieve y la tierra removida. Pero se curará
solo. No hace falta que te agotes aún más por unos pocos rasguños.

Dejo de lado mis sentimientos de agitación y me pongo de rodillas.

—Más que arañazos. Algunos son profundos, probablemente dolorosos.


Debería ser fácil —le digo, lo cual no es una mentira. No son heridas complejas,
pero llevan días ahí y no tienen buena pinta. Aunque siento que podría dormir
durante una semana, comer y beber han repuesto gran parte de mis fuerzas, así
que empiezo mi trabajo.
Sus hebras se están volviendo tan familiares, y cada vez que jugueteo con
su curación, la pequeña oscuridad de su muerte robada zumba y se agita y
chispea, una pequeña tormenta de rayos dentro de mi corazón. Es extraño, esa
conexión, ese acercamiento de energías, pero descubro que me gusta, sentirme
unida a alguien más que a mí misma.

No tardo en curar sus rasguños. Decido curar también el corte que aún
tiene en el labio, la herida que le hice. Cuando termino, me relajo y abro los ojos.

Me espera un bostezo, pero mi mente lo apaga y opta por enviar mi mano


directamente al cuerpo de Alexus antes de que pueda pensar en refrenarme.

Bailo con las yemas de los dedos por su piel curada, donde un corte poco
profundo recorrió su estómago ondulado hasta la parte inferior de su pecho hace
tan solo unos instantes. Hay cicatrices que no pude ver antes. Marcas extrañas
que me recuerdan a las runas, elevadas y ásperas como si alguien hubiera tallado
en él con un cuchillo caliente.

Su vientre se estremece ante mi contacto y mueve las caderas.

—Raina.

Me paralizo al oír su voz ronca, deteniendo mi inspección sobre su corazón


palpitante.

Sólo que no era una inspección. Era una exploración. Mi mano acaricia, no
analiza.

Cuando levanto la vista hacia él, mi pulso late tan fuerte que es lo único
que oigo. Esos ojos verdes me miran fijamente, oscuros y prometedores, y ya no
puedo hacer que me importe que sea el Coleccionista de Brujas. Todo lo que
puedo ver es el hombre que ha estado conmigo desde hace días, el hombre que
me sacó de un pueblo en llamas, que me lavó la sangre de las manos, que pensó
en mí y sólo en mí cuando se despertó de la casi muerte, un hombre que me
mantuvo caliente mientras él se congelaba.

Veo a un hombre. Nada más y nada menos.

Y quiero algo de él, aunque no puedo decir si sólo anhelo la comodidad de


la cercanía o si busco algo más.
Me recorre la mandíbula con las yemas de los dedos.

—Sería mejor que no me miraras así.

Me inclino más hacia él y me relamo los labios.

—¿Así cómo?

Me lanza una mirada penetrante.

—Como si quisieras que te besara. Porque lo haré.

Suavemente, froto mi pulgar sobre su labio curado. Desliza su mano hacia


mi pelo, apretando las raíces, con una agradable invitación brillando en sus ojos.

El deseo me recorre la espina dorsal y se me acumula en el vientre cuando


aprieta su mano.

No me muevo. Me limito a sostenerle la mirada, un desafío que espero esté


a la altura. Soy plenamente consciente de que estoy poniendo a prueba cualquier
resolución que cualquiera de nosotros haya podido erigir con respecto al otro,
pero las barreras que he montado en defensa del odio ya no parecen necesarias
cuando se trata de Alexus Thibault.

Sé lo que quiero, aunque no deba quererlo.

Incluso si me arrepiento más tarde.

Y en este momento, quiero su boca en la mía, delirante por el cansancio o


no. Quiero olvidar. Encontrar algún tipo de paz, aunque sea por un rato.

Alexus desliza su mano por mi costado hasta la parte posterior de mi


rodilla. En un rápido movimiento, me arrastra sobre él, con mis piernas a
horcajadas sobre sus caderas. Me quita la daga y el cinturón del muslo, tirándolos
a un lado, y me quita la capucha de su capa de la cabeza, desatando los cordones
de mi cuello. Las yemas de sus dedos forjan un camino ardiente por mi clavícula,
por encima de mi hombro.

Cuando la capa cae, dejándome sentada en cueros y los restos de mi vestido,


un escalofrío me recorre. El aire es una mezcla del frío circundante, el calor
abrasador de nuestro fuego y el cálido confort de un prado. Hace que mi piel se
sienta viva y sensible, hiperconsciente de cada una de sus sutiles caricias.

Con el torso aún desnudo ante mis ojos y las manos apoyadas en mis
caderas, Alexus me mira fijamente como si fuera una especie de encantamiento.
La vacilación también baila en su mirada, y no sé por qué.

—Eres tan tentadora —dice—. Pero tienes que saber algo.

Me toma la mano y la aprieta contra su pecho.

—Hay oscuridad dentro de mí, Raina. Oscuridad que no te va a gustar.

Paso la palma de la mano por la curva del músculo grueso, por su pezón
duro, por su estómago, haciendo que se estremezca de nuevo.

—También hay oscuridad dentro de mí —señalo—. Quizá puedan ser


amigas.

Él tiene oscuridad. La he visto, como la estoy viendo ahora, moviéndose


como un fantasma detrás de sus ojos. También he oído al espectro. Sé que Alexus
tiene secretos.

Y no me importa. Más que nada, quiero que me toque, y cuando por fin lo
hace, cuando pasa esas manos mortales por mis muslos, por mi cintura,
recorriendo mis costillas hasta llegar a mis pechos, la presión de su agarre hace
que el deseo ardiente me desgarre la sangre.

Alexus me rodea con el brazo y me atrae hacia abajo, enredando de nuevo


su puño en mi pelo. Pongo las manos en el tronco detrás de él, pero me acerca
hasta que no hay espacio entre nosotros. Puedo sentir cada centímetro rígido de
él, y él se siente divino. Es un momento embriagador, que me hace desear mucho
más que un beso.

Roza su boca con la mía, un beso susurrante, un contacto tan suave y a la


vez tan dolorosamente prohibido. Aunque sólo sea por mí. Aun así, me
estremezco hasta los dedos de los pies cuando sus labios se deslizan por los míos,
como si estuviera saboreando cada curva, preparándose para devorarla.
Vuelve a mirarme a los ojos, otro destello de vacilación, de demasiados
pensamientos, pero la batalla que se libra en su mente termina, y me besa de
verdad.

No espero el hambre descarnada que se enciende ante su dulce sabor, pero


en el tiempo que tarda mi corazón en agitarse, hundo mis manos en su oscuro
cabello, y soy yo quien devora. No puedo pensar en otra cosa que no sea este
anhelo dentro de mí, esta prisa, la forma en que su calor y su dureza me tientan
más allá de toda racionalización, la forma en que su lengua se desliza contra la
mía me hace jadear.

Se suponía que debía secuestrarlo, no besarlo. No desearlo tanto que apenas


pueda respirar.

Nos convertimos en una maraña de manos y besos vagabundos, y


cualquier indecisión sobre la situación desaparece. Le quito la camisa a Alexus
por la cabeza y me maravilla su aspecto. Esos hombros anchos y redondos y
esos brazos que podrían sostener a una mujer durante días. Entonces sumerjo mi
boca en su pecho, arrastrando mis dientes sobre su carne firme y llena de
cicatrices en un suave mordisco. Él gime, ese sonido de éxtasis que incendia mis
sentidos.

He odiado estar indefensa estos últimos días, sentirme impotente.

Pero ahora me siento como un dios.

Con destreza, desenreda los cordones de mi espalda, uno a uno, besándome


todo el tiempo hasta que la prenda se afloja. Me incorporo, me despojo del
corpiño y de la fina ropa interior y los tiro a un lado. Mis marcas de bruja brillan
a la luz del fuego, en tonos dorados, carmesí, violeta y plata.

Alexus apoya sus manos en mi cintura, impidiendo que vuelva a él. Pasa
sus cálidas palmas por mi piel desnuda, admirando mis marcas, mis curvas, cada
hendidura y hueco. Mi cuerpo responde, partes tiernas de mí se tensan, me
duelen, me palpitan, tan conscientes de sus ojos sobre mí, de sus manos
aprendiendo lo que me quita el aliento.

Respira con fuerza, sus labios ligeramente hinchados, su pelo despeinado.


Es una visión encantadora que me digo a mí misma que sólo me hace desfallecer
porque necesito el alivio que sólo él puede darme. Esto no tiene nada que ver
con nada más que eso.

Nada que ver con mi corazón.

Nada en absoluto.

—Dioses, Raina —Cierra su mano sobre mi pecho en un agarre posesivo—


. Te deseo.

No tengo intención de hacerle esperar.

Hacía mucho tiempo que no estaba con un hombre, desde Finn, pero el
instinto me guía. Me inclino, presionando mi cuerpo desnudo contra el pecho
desnudo de Alexus, y recorro con mi lengua la columna de su garganta. En
respuesta, susurra mi nombre, un sonido ahogado y desesperado, como si no
pudiera soportar mucho más cuando apenas hemos empezado.

Me encanta cómo suena mi nombre al salir de sus labios. Quiero que lo


diga cien veces más. Quiero que me ruegue que lo bese, que me ruegue que lo
tome, que me ruegue que no pare nunca.

Pasa sus ásperas palmas por mis hombros, curva esos largos dedos
alrededor de mis costillas, y me arqueo contra él, mi piel hormigueando cuando
su tacto se desliza por mi espalda y sobre mis caderas.

Clavando sus dedos en mi trasero, presiona toda esa dureza entre mis
piernas, haciéndome temblar, haciéndome desear.

Esto es desesperación, un deseo tan cautivador que hago girar mis caderas
una y otra vez, exigente y codiciosa, sintiendo que podría morir si no lo siento
pronto dentro de mí.

Desliza su mano entre nosotros, tirando de los lazos de mis pantalones.


Rompiendo nuestro beso, levanto las caderas para él, y él desliza su mano dentro
del cuero.

Cierro los ojos en un suspiro, dejando que me toque donde quiero más de
él. Es hábil con esa mano, y en segundos, estoy subiendo hacia el punto donde
no hay retorno.
Esto no debería estar pasando. No debería ser el Coleccionista de Brujas el
que me saque un calor tan húmedo del cuerpo, haciendo que mi mente se
adormeciera ante cualquier cosa que no fuera el dolor que está avivando como
un fuego. Ese pensamiento se evapora cuando me clava los dientes en el hombro,
devolviéndome el suave mordisco de antes, y hunde su boca hambrienta en mi
pecho. Me muevo contra su tacto, persiguiendo la promesa que vive en el febril
remolino de su lengua, la áspera punta de su dedo.

Arrastra sus dientes desde mi pecho y besa un camino abrasador hasta mi


oreja.

—No te detengas. Toma lo que necesites.

Sus labios se mueven calientes en mi garganta y luego se cierran sobre mi


boca, tragándose mis suspiros. Estoy al borde de la euforia, con los ojos cerrados,
la boca consumiéndose, cuando el bello rostro de Alexus, impreso en el dorso
de mis párpados, desaparece. En su lugar flota el rostro engreído y dañado del
Príncipe del Este. Me alejo de Alexus de un tirón, el placer enrollado en mi
interior se desenrolla como los hilos de una vida moribunda, y el fuego en mi
interior se convierte en hielo. Mantengo los ojos cerrados, aguantando esa
conexión, decidida a hacer algo esta vez, aunque no sé qué.

—Vaya, vaya —dice el príncipe—, te vuelves más interesante a cada


momento. ¿Qué significan todas estas bonitas marcas?

Sacude la cabeza.

—No importa. Ya tendré tiempo de aprenderlas más tarde. Por ahora, he


pensado en decirte que he descubierto lo que me lleva de nuevo a tu mente. Era
algo que no sabía que existía hasta que lo percibí en ti, pero es algo que necesito
terriblemente que vuelva a su sitio, y pienso hacerlo —Una risa brota de él, un
sonido humeante y obsceno—. Esto es un adiós, Guardián, por ahora. Odio
dejarte en esta terrible construcción, pero estarás a salvo para cuando esté listo
para ti. Y obviamente sabes cómo mantenerte entretenida. Ha sido encantador.
Y quiero decir encantador. Mi más sincero agradecimiento por el espectáculo.

Se inclina y levanta una ceja malvada.

—Pero más importante, gracias por el Cuchillo de los Dioses.


24

En un momento, Raina está en mis brazos en la cúspide de la felicidad. Al


momento siguiente, se baja de mí y se dirige a un cuervo encaramado en un
mechón de musgo por el suelo, medio desnuda. El pájaro se va.

El pájaro sale, agitando las alas, pero Raina se lanza, con la mano extendida
como un rayo, y agarra a la criatura por el ala. Arroja el cuervo al suelo, su
chillido es suficiente para despertar a los Antiguos, y antes de que pueda hacer
algo más que incorporarme, le clava un cuchillo en el grueso pecho.

—Dioses, ¿qué demonios?

Me levanto y voy hacia ella. Todavía estoy enfurecido y en una nube de


lujuria, aunque la mujer que quiero tiene sangre de cuervo salpicada en su pecho
desnudo.

Respirando con fuerza y rapidez, ella echa la mano hacia atrás, llevándose
el cuchillo. El sonido de la hoja al abandonar el pájaro es un repugnante chirrido
en la noche.

No he visto una espada en posesión de Raina desde nuestros momentos en


el campo del pueblo, salvo la daga Littledenn que le regalé, la que le saqué del
muslo hace unos minutos. Pero la espada que me puso en la garganta no estaba
en su poder cuando la recogí en el pueblo. O al menos no creo que lo estuviera.
En realidad, la revisé en busca de armas y sólo encontré un cinturón vacío atado
a su muslo.

Sin embargo, Helena tenía un cuchillo.

Raina me mira, con el torso bellamente marcado y pintado de sangre. Sus


ojos vidriosos están abiertos y duros, con un cuchillo manchado de carmesí en
una mano y un cuervo muerto presionado bajo la otra.

Dioses. Virago, ciertamente.

Y aun así, estoy estúpidamente excitado. Tal vez más.

Me sacudo lo mejor que puedo, alejo el pájaro muerto de una patada y, tras
unos momentos, me agacho ante Raina. Ella ya ha bajado la espada, protegiéndola
detrás de su espalda como si intentara ocultarla de mí. Inhala profundamente y
se sienta sobre sus talones, luego exhala un largo suspiro.

—¿Quieres hablar de ello? —pregunto con una media sonrisa, un esfuerzo


por desmontar parte de la energía y la tensión crepitantes en el aire—. No estoy
seguro de qué fue todo esto —Señalo al cuervo sacrificado—, ni de dónde sacaste
ese cuchillo, pero soy todo oídos si quieres contarme una historia.

Ella mira sus pechos ensangrentados y vuelve a mirarme.

—Ah, eso no servirá —Le saco un paño de la mochila junto con el cuenco
de nieve derretida que hay junto al fuego, el cuenco que ella dijo que pertenecía
a su madre—. ¿Te unes a mí? —pregunto y señalo el tronco.

Con el cuchillo aún en la mano, se sienta conmigo. Está temblando, aunque


no de miedo. La rabia se desprende de ella y supongo que me dirá lo que le pasa
cuando esté preparada.

Es extraño lavarla así, su cara, sus manos, su cuerpo, pero me lo permite,


casi como si lo necesitara.

Aparte del extraño asesinato del cuervo, sigue siendo la cosa más hermosa
que he visto nunca. Deslizo el paño cálido y húmedo por su piel leonada, aun
deseándola tanto, a pesar de que hay una hoja en su mano y la furia ensombrece
sus ojos.
Miro su mano. Qué blancos están sus nudillos, como si no fuera a soltar ese
cuchillo por nada del mundo. Dejo el cuenco a un lado y recupero el corpiño y
la ropa interior desechados. Probablemente, el calor de su ataque sigue hirviendo
en su sangre, pero el frío acabará por imponerse.

Finalmente, mira el cuchillo, luego a mí, y se gira para limpiarse la mano


y la hoja en el agua, secando el arma sobre el musgo. Cuando me acerco de
nuevo, acepta el corpiño, pero mantiene el cuchillo a su lado, fuera de mi vista.

Le tiendo la mano.

—Puedo sujetar la hoja por ti.

Ella niega con la cabeza, mete el cuchillo entre las rodillas y empieza a
luchar por ponerse la ropa.

—¿Al menos me dejas ayudar con los cordones?

Ella asiente y, aunque es lo último que quiero hacer, me siento detrás de


ella, a horcajadas sobre el tronco, y la ayudo a vestirse. El momento que
compartimos ha pasado, y probablemente sea lo mejor. Estamos en medio de
una situación terrible, una en la que las emociones pueden torcerse fácilmente
hasta convertirse en sentimientos irreconocibles.

Ella me puso un cuchillo en la garganta hace sólo unos días, casi me dio
por muerto, la única otra persona en el valle que sabía que se aferraba a un hilo
de vida. Esta lujuria, esta atracción, llevará a Raina a un duro despertar una vez
que estemos a salvo en Invernalia. Hay mucho que ella no sabe sobre mí. Mi
oscuridad y su oscuridad son dos cosas muy diferentes. No soy nada si no un
gran secreto, lejos del tipo de hombre que ella necesita en su vida.

Saber eso no hace que la desee menos.

Después de atar la última cinta, recupera el cinturón del muslo, se lo pone


y cambia la vieja daga por esta nueva hoja.

Se mete la daga en la bota y vuelve al tronco, sorprendiéndome cuando se


mete entre mis rodillas, me toma la cara con las manos y me besa de nuevo. Es
un beso tan fuerte y profundo que me deja sin aliento y con ganas de más cuando
se separa y presiona su frente contra la mía.
Dioses, me duele esta mujer en los huesos.

—No puedes seguir besándome así, o puede que nunca salgamos de aquí —
le digo.

Mi corazón se acelera como si volviera a ser un niño, maldita sea la


oscuridad y los secretos.

—Peor aún —añado—, podría no saber nunca por qué odias tanto a los
cuervos.

Es una broma de mal gusto teniendo en cuenta lo ocurrido en el valle, pero


se necesita un momento de frivolidad.

Por fin, la tensión se disipa y una sonrisa se dibuja en la comisura de sus


labios, aunque no llega a sus ojos.

—El Príncipe del Este nos ha estado siguiendo. Observando. Sus cuervos.

Tardo un momento en asimilar sus palabras, pero entonces…

Cierro los ojos con un suspiro, sintiéndome como un maldito tonto. Por
supuesto que lo ha hecho. Por supuesto que un príncipe que puede comandar
una bandada de cuervos los usaría como espías. Después de todo, hay un ojo que
todo lo ve en su bandera.

—Pero es más que eso —añade—. Me ha estado observando.

Se palmea el pecho.

Frunzo el ceño, no me gusta el camino que está tomando esta historia.

—¿A través de los pájaros?

—Sí. Y viene a mí cuando duermo.

Se me hiela la sangre.

—¿Por qué no me lo has contado? ¿Y qué quieres decir con que viene a
ti?

Se encoge de hombros y se golpea la sien con dos dedos.


—Aparece. En mi mente. Acaba de ocurrir. Me ha preguntado qué
significan mis marcas y me ha dado las gracias por el espectáculo, y por…

Entrecierro los ojos cuando hace una pausa.

—¿Por... qué?

Mira hacia su pierna, hacia ese cuchillo y, tras un momento de vacilación,


desabrocha la correa de cuero de su cinturón de dagas con una mano temblorosa.

—Esta hoja pertenecía a mi padre. La encontró en la Costa de Malorian. Era


un brujo de la guardia. La llamaba… —Sus manos vuelven a quedarse quietas y
se muerde el labio, con una mirada de lucha interna.

—Puedes confiar en mí, Raina —Le empujo un mechón de pelo detrás de


la oreja—. Lo juro.

Desenvainó la espada y la sostuvo ante mí con una mano. Con la otra


firma—: El Cuchillo de los Dioses.

Mi mente tropieza con sus palabras, tal vez porque aún me debato entre el
deseo y la confusión más absoluta, pero…

Miro la hoja. La miro de verdad. Ya no hay sangre cubriéndola. No hay


una hermosa mano rodeando la empuñadura. No hay una mujer despampanante
que la oculte de mi vista.

Mi magia, enterrada y sujeta a la tarea, grita como un animal en una trampa.

Temblando, miro fijamente y empiezo a sudar frío. Ha pasado tanto tiempo


desde la última vez que sostuve el cuchillo, tanto que no lo reconocí a primera
vista. Ya no lo percibo. La hoja sigue siendo negra como la medianoche, y la
Piedra de Gante sigue brillando, pero cualquier vínculo que haya tenido con esta
creación se siente roto, al menos para mí.

—Esto es imposible —Instintivamente, me alejo de ella. Mi corazón tropieza


consigo mismo y apenas puedo respirar—. Sólo hubo un Cuchillo de los Dioses,
y desapareció hace muchos, muchos años.

Me llevo la mano al pecho, buscando un poder que no puedo alcanzar.


Ella parpadea una vez, observando mi reacción tan de cerca.

—Pero es real —dice—. ¿Sabes lo que es un Cuchillo de los Dioses?

Tengo que luchar para no burlarme de eso.

—Sí, sé lo que es el Cuchillo de los Dioses —Me restriego la mano por la


cara, seguro de que estoy congelado en un sueño—. Pero tú no deberías, y desde
luego no deberías tenerlo.

En un impulso, alcanzo el cuchillo, pero Raina es demasiado rápida. Se


levanta y se aleja a dos zancadas, cuchillo enfundado en su muslera, antes de que
mi mano pueda acercarse tanto como un centímetro a la empuñadura.

Mi mente sigue sintiéndose como si hubiera caído en una realidad rota,


incluso más rota que en la que me encuentro, tratando de devolver todas las
piezas a su lugar correcto para poder dar sentido a lo que esto significa.

Una de las piezas se desliza en su lugar.

—¿Era ese el cuchillo que pusiste en mi garganta? ¿Lo has tenido todo este
tiempo?

Asiente con la cabeza, pero luego sacude la cabeza como si estuviera


confundida en cuanto a la respuesta. No hay negación en su rostro, ¿y por qué
habría de haberla? No me debe nada, y ciertamente no me debía nada antes.

—Helena lo tenía. Pensé que lo había perdido en el incendio. Lo tomé de


cerca de su jaula.

Nunca lo vi. Nunca me tomé el tiempo de notarlo. El espectro sombrío usó


mi daga cuando vino a por mí en el hielo, pero cuando atacó en el bosque…
Estaban pasando tantas cosas, y tan rápido, que no puedo recordar qué cuchillo
llevaba la chica. Todo lo que sé es que el espectro tenía permiso de su príncipe
para acabar con mi vida, y me llamó "hechicero", probando la sombra que había
en mí. Esa cosa, y muy posiblemente el Príncipe del Este, sabe más de mí que
casi nadie.

Con el corazón palpitante, me pongo de pie, con las manos levantadas en


señal de aplacamiento, mientras otra pieza de nuestra situación se hunde y se
asienta en mi mente, seguida de otra y otra hasta que imagino todo tipo de caídas.
Raina no tiene ni idea del poder que tiene en sus manos, de cómo esta arma
podría cambiar el rumbo de todo nuestro mundo si cae en las manos
equivocadas.

Y las manos equivocadas están trabajando muy, muy duro para adquirirla.

—Así que tienes el Cuchillo de los Dioses —Mantengo mi voz firme


mientras ordeno mis caóticos pensamientos—. Y el Príncipe del Este sabe que
existe.

Ella asiente, con las cejas fruncidas.

—Y envió a su cuervo aquí para recuperarlo. ¿Porque puede vernos?

De nuevo, ella asiente. Me cubro la boca con la mano y me paso las yemas
de los dedos por la barba.

—Quizá no importe —firma ella—, o quizá el cuchillo no sea tan real como
he creído.

La miro fijamente, estupefacto, aunque me doy cuenta de que su falta de


comprensión no es culpa suya.

—Corté al príncipe con este cuchillo —añade—. Después de que te


apuñalara.

Se dibuja una línea en la cara, de la sien a la barbilla.

—Y todavía está vivo.

Por supuesto que lo está, aunque no entiendo por qué no se lo quitó cuando
tuvo la oportunidad. Antes de que pueda seguir preguntando, dice—: Dijo que
lo sentía en todo momento, que lo atraía hacia mí. Quiere que el cuchillo vuelva
a su sitio.

No sé qué significa eso. El último lugar en el que el príncipe debería querer


el cuchillo es donde pertenece. No es útil para él de esa manera.

—También dijo que esto es un adiós, por ahora. Que estamos atrapados
hasta que él esté listo para mí. Me llamó Guardián. Me llamó así antes, en el
campo. ¿Qué significa?
Guardián. Rebusco en los recovecos de mi mente en busca de algo que
pueda dar significado a esa palabra en este caso. Había guardianes en las Tierras
del Verano, en el Salón de los Santos, magos que protegían los antiguos
pergaminos y la sabiduría que allí se albergaba. Raina no es un mago, no es un
Habitante del Verano. Tampoco lo eran sus padres.

—Realmente no sé lo que significa. Tal vez me puedas decir cómo llegó tu


padre a tener el cuchillo. En detalle.

Ella lo intenta, pero su padre le ocultó muchas cosas, y mucho de lo que


sabía del cuchillo estaba contaminado por siglos de retorcida tradición. Sin
embargo, una cosa destaca.

Sí, hija. Lo guardo. Porque debo hacerlo.

Estudio la hoja una vez más, despejando mi asombro para poder


concentrarme. A primera vista, no hay nada. Los ojos normales no verían ningún
efecto mágico; imagino que el hechizo de la hoja se diseñó así. Requiere una
concentración absoluta, pero puedo ver la magia que emana del arma cuando
me fijo bien. El encantamiento es débil y viejo en años normales para la mayoría
de los conjuros, pero puedo leerlo igualmente. Hay muchos hechizos vinculantes
en el mundo de la magia, y éste es uno más.

Guardián. Ahora empieza a tener sentido. Su padre no tenía opción cuando


se trataba del Cuchillo de los Dioses. Alguien lo maldijo con la tarea de cuidar la
hoja, una maldición que, aunque débil, se aferró a Raina. El príncipe no lo tomó
porque no podía. Incluso ahora, cuando miro en el éter alrededor del cuchillo,
tenues zarcillos de magia se aferran a la hermosa mano y muñeca de Raina como
garras.

Por eso el príncipe envió al cuervo. Raina estaba distraída. Bajó la guardia.
Dejó el cuchillo a un lado.

Y lo vio.

Miro alrededor del campamento, otra pieza muy crítica del rompecabezas
se desliza en su lugar.

Helena.
No sé cómo llegó la chica a tener el cuchillo después de lo que pasó entre
Raina y yo en el campo, pero el Príncipe del Este se enteró de que lo había
conseguido y trató de usar un inmanejable espectro sombrío para traerle la hoja.
Si busca lo que creo que busca, no se detendrá hasta tenerla. Aunque la
afirmación de que quiere devolverla a su sitio todavía me confunde.

Raina se acerca con paso firme.

—¿Por qué está haciendo esto? Dímelo.

Es la tercera vez que me lo pregunta, y esta vez no me contendré, en cuanto


sea más seguro hacerlo.

—Te lo diré —firmo, por si algo o alguien está escuchando—. Pero primero,
debemos salir a la luz. Este campamento fue un indulto. Regalado por tu
hermana. Ella sabía que necesitaríamos nuestra fuerza para lo que nos espera. Tú
frustraste los esfuerzos del príncipe. Puede que se asegure de que estemos
atrapados aquí, pero también enviará algo peor que un cuervo tras el cuchillo.
No podemos sentarnos y rezar para que no tome represalias.

La comprensión aparece en su rostro, y puedo ver en sus ojos que captan


la gravedad del momento, incluso sin más detalles.

Esta vez, soy yo quien se acerca con paso firme.

—Necesito que me dejes el cuchillo, Raina.

No sé si esto es prudente. Puede que sea más seguro con ella que conmigo,
pero no puedo imaginar cómo, y sólo quiero sentirlo, para ver si la conexión se
ha perdido de verdad.

Retrocede, observándome con esos ojos afilados.

De nuevo, alzo las manos.

—No podemos dejar que el príncipe se lleve esta espada. Es la clave de


mucha devastación. Y créeme cuando te digo que, de los dos, mi oscuridad es la
que el Príncipe del Este no querrá enfrentar.

Cuando ella sigue dudando, me arrodillo, rindiéndome ante ella.


—Estabas dispuesta a confiarme tu cuerpo, Raina. Confía en mí con esto.

La tensión de su mandíbula se agudiza mientras me mira fijamente, pero


su mejilla apretada finalmente se relaja. Aunque tarda varios momentos,
extiende el cuchillo entre nosotros.

Tiemblo como un potro recién nacido cuando envuelvo la mano en la


cálida empuñadura.

Mi sangre palpita con conciencia, el calor de la piedra envía una llamarada


directamente a mi corazón y a través de mi piel. Hace tanto tiempo que eso no
ocurre que el subidón es casi tan intenso como el placer que habría conocido si
Raina me hubiera tomado minutos antes.

Cierro los ojos e inspiro profundamente, jadeando en torno al vínculo que


zumba y se forma de nuevo en mi sangre.

—Hola, Drallag —susurra la daga.


25

Vamos con paso firme por el camino nevado, nuestra precaución es una
vibración en el aire. He conocido el miedo. Aquellos momentos de pie en el
Verde, esperando el ataque de los Habitantes del Este, y el tiempo posterior
cuando la violencia y el fuego se lo llevaron todo, fueron puro terror. También
lo sentí mientras observaba a Helena, consumida por un espectro sombrío.
Cuando blandí esa espada, el saber que era ella o nosotros fue uno de los
momentos más dolorosos de mi vida. Me siento así ahora, con las entrañas tan
retorcidas como algunos de los árboles de esta construcción. Es como si estuviera
de pie en el precipicio de una pesadilla, tan cerca de caer y nunca aterrizar.

Todo lo que necesito es que alguien, o algo, me haga caer al vacío.

Un cosquilleo me recorre la columna vertebral y miro por encima del


hombro. Siento una presencia. Empezó un rato después de salir del refugio, pero
no hay más que bosques oscuros y nieve. Más adelante, sólo hay más bosques
oscuros, nieve y montañas que se ciernen.

Y Alexus Thibault, un hombre del que no estaba seguro de que pudiera


sentir un miedo genuino hasta hace varias horas. Ahora su miedo es mi miedo,
porque si él tiene miedo, estoy bastante segura de que yo también debería
tenerlo. Sólo que no estoy del todo segura de qué es lo que más debo temer: el
Príncipe del Este, la preocupación por lo que me espera o los secretos de mi
compañero.
Envuelta en el gambesón, mantengo mis ojos cansados mirando hacia la
línea de árboles, balanceando mi mirada de un lado a otro con una mirada
ocasional al cielo. Durante las últimas horas, el color ha ido cambiando
gradualmente del suave rosa que me recordaba a las flores de mi madre a un
rojo profundo y sombrío, un tono que tristemente también me recuerda a ella.
El mundo entero se ha iluminado con esta luz de luna sangrienta, que se refleja
en la nieve.

Los lobos blancos están fuera, merodeando en las sombras, y los cuervos
nos siguen a través de los árboles. Ya he superado el punto de agotamiento y he
llegado al lugar donde me cuestiono todo. ¿Es esto real? ¿O es una ilusión gracias
al estado de angustia de mi mente y mi cuerpo?

La impía melodía de aullidos y graznidos, junto con una fría ráfaga de


viento, me recuerda que esto es muy real.

También se siente como una advertencia.

Me meto los pies en las botas, la presión del acero caliente me tranquiliza.
En mi bota izquierda reside la vieja daga de Littledenn. En la derecha, la hoja
curva del Este que Alexus encontró en la nieve. Me la dio a cambio del Cuchillo
de los Dioses y el cinturón de dagas. Fue lo correcto, pero hay momentos como
ahora, aunque sean breves y cortantes, en los que cuestiono mi juicio.

Pero confío en él. Incluso con sus palabras de oscuridad. Incluso aunque
sepa cosas que aún no ha compartido. Y aunque sea el Coleccionista de Brujas,
me siento más segura con él guiando el camino, con el Cuchillo de los Dioses a
su alcance.

Más que nada, le creo cuando habla de su oscuridad. No sé qué es, pero la
verdad de su existencia es innegable. Cuando Alexus vio el Cuchillo de los
Dioses, lo vio de verdad, el verde de sus ojos se volvió negro y líquido, esa
mirada antigua se clavó en mi alma como si pudiera entrar en ella si la miraba
lo suficiente. De otro mundo, lo habría llamado antes.

Pero es más que eso. No puedo definirlo.

Todavía.
Llegamos a una cresta en el bosque y Alexus detiene a Mannus. Lanza un
puño al aire para detenerme a mí también. Respiro profundamente, oliendo a
madera quemada.

Sin hacer ruido, se quita la espada y la vaina y las sujeta a la espalda de


Mannus. Cuando desmonta, es extraño lo silencioso que es, cómo cada
movimiento y cada paso son tan silenciosos como una nevada.

Se arrastra por el sendero con largas y cuidadosas zancadas, una figura


encapotada y amenazante, y luego avanza a lo largo del borde del sendero, con
la espalda apoyada en la ladera rocosa.

Cierro los ojos y concentro mi oído.

Voces. Son débiles, como murmullos alrededor de una hoguera, pero están
ahí.

¿Es esto de lo que Nephele esperaba protegernos?

Cuando abro los ojos, Alexus se acerca, todavía en un silencio inquietante.


Me rodea la cintura con las manos y me levanta de Tuck. Me agarra de los brazos,
se inclina y me mira a los ojos.

—Habitantes del Este —firma—. Unos veinte. Acamparon en el camino. El


príncipe no está con ellos.

—Al bosque —digo, señalando.

Porque ¿cuáles son nuestras opciones? En cuanto al príncipe, me preocupa


que pueda estar en cualquier parte en un instante, así que el hecho de que no
esté calentando los huesos con sus hombres no es precisamente tranquilizador.

Alexus sacude la cabeza.

—Sé dónde estamos ahora. Demasiado cerca de las montañas. El paisaje es


demasiado accidentado.

Miro hacia atrás por donde hemos venido.

—No podemos volver atrás.

—No.
Suspirando suavemente, vuelve a sacudir su oscura cabeza y sus anchos
hombros caen.

—El único camino a seguir es el que nos atraviesa —Suavemente, presiona


su frente contra la mía y susurra—: Yo me encargaré de ellos. Quédate aquí.

Agarro su capa antes de que pueda apartarse.

—No deberían morir para que nosotros vivamos.

Se me revuelve el estómago, enferma de saber lo que quiere hacer. Si es


que puede. Él solo no puede derribar a veinte hombres, del Este. ¿Puede? El
Cuchillo de los Dioses no ha demostrado ser el arma divina que una vez creí,
aunque él parece pensar que es una pieza crítica en este juego que estamos
jugando.

Me inclina la barbilla, e incluso bajo esta neblina roja, puedo ver que el
bonito verde de sus ojos se ha vuelto negro.

—Créeme, esto es lo último que quiero hacer —dice—. Pero ya has visto de
lo que es capaz esta gente. No nos perdonarán, Raina. Nos matarán o nos llevarán
con su príncipe. O algo peor. No te equivoques.

Se levanta la capucha, ensombreciendo su rostro, y me besa. No sé por qué


sus manos en mis mejillas o la presión de sus labios me resultan tan impactantes.
Tal vez porque también se siente tan natural, tan imposiblemente correcto,
cuando debería sentirse cualquier cosa menos esas dos cosas. Es un beso tierno,
pero me debilita igualmente, dispersando mi mente como estoy segura de que
él sabía que lo haría.

—Haz lo que te digo —susurra contra mi boca—. No me sigas. Tu vida


depende de ello. Volveré a por ti, pero no importa lo que veas, no importa lo
que oigas, no me sigas. Júralo.

Odio todo esto, pero aprieto la palabra Promesa contra su pecho, sin perder
de vista la forma en que su corazón late como un tambor de guerra bajo mi
toque.

Resulta que soy más mentirosa de lo que nunca imaginé, porque minutos
después, la tierra tiembla y retumba como si una estrella cayera del cielo y se
estrellara en medio de este bosque olvidado por los dioses. Entonces estoy
atando nuestros horrorizados caballos a un árbol, despojándome del engorroso
gambesón, liberando mis dos espadas, y subiendo sigilosamente por el sendero
en el frío, al igual que Alexus.

Una luz blanca momentánea parte el bosque, deteniéndome en mi camino.


El horrible gemido de los árboles que caen y se rompen, un millar al mismo
tiempo, destroza la noche, seguido de los gritos de los hombres en la miseria.

Sus gritos mueren de inmediato, y el bosque se sume en un silencio


absoluto y una quietud que hace que mi sangre se convierta en hielo. Los lobos
han dejado de llorar y los cuervos han abandonado los árboles.

La ladera rocosa se clava en mi espalda, las piedras dentadas se aflojan a


medida que me muevo. Una de ellas se me clava en el cuerpo, bajo el brazo, y
atraviesa la tela que me cubre las costillas. El dolor agudo me hace estremecer.
Creo que me he cortado, pero me preocupa más cada guijarro ruidoso que cae y
me acelera el pulso. Soy una mentirosa al romper una promesa, pero debo saber
si Alexus está bien.

Finalmente, estoy al borde del acantilado, jadeando por mi ansiedad. Me


cuesta todo lo que tengo reunir mi valentía desafiante y asomarme a las rocas.

El corazón se me agita en el pecho, se detiene de golpe y vuelve a


acelerarse. El campamento de los del Este, no, el camino e incluso parte del
bosque, es exactamente como lo había imaginado.

Como si una estrella se hubiera estrellado en el Bosque Frostwater.

Hay un cráter en medio del bosque, borrando el camino y el paisaje


circundante. En cuanto a los Habitantes del Este, no hay rastro de ellos, aunque
manchas oscuras salpican la tierra abierta, y trozos de carne húmeda cuelgan de
las ramas de los árboles rotos.

En medio de todo ello está Alexus, arrodillado como un dios caído.

Incluso desde aquí, puedo ver que está sufriendo. Apoya su peso en un
puño mientras con la otra mano se golpea el pecho como si le clavara una estaca
en el corazón. Jadea tan fuerte que su espalda se dobla con el esfuerzo.

Me apresuro a bajar la colina, tropezando y deslizándome hacia el cráter


poco profundo. En cuanto llego a la cuenca, corro. Cuando lo alcanzo, suelto el
arma y me arrodillo, deslizando mi brazo por su espalda, con la esperanza de
ayudarlo cuando ni siquiera estoy segura de lo que ha sucedido en la muerte de
los dioses.

Al oírme, levanta la cabeza. Unas venas negras surcan la piel blanqueada


alrededor de sus ojos, que siguen teniendo la misma oscuridad líquida, solo que
ahora no es solo el iris. Incluso el blanco de sus ojos ha sido superado.

—¡Vete! —ruge, y el sonido profundo y reverberante de su voz es lo


suficientemente excitante como para que el eco golpee mi núcleo en ominosas
ondas. Es tan impactante que me estremece, y casi obedezco.

Casi.

Siento la magia. No la magia de Nephele. No la magia de los Brujos


Caminantes. Es diferente a todo lo que he experimentado, besando mi piel como
esa carga en el aire las primeras veces que me encontré con la mirada de Alexus
Thibault. Sólo que más fuerte.

Se me erizan todos los pelos del cuerpo y me recorren escalofríos por los
brazos, pero no por miedo. La magia en el aire es sedosa al tacto, tan fría, y lo
suficientemente espesa como para saborearla. Sabe a él, como a miel y clavo, y
a algo más. La madera quizás, donde la magia ahora impregna el suelo, las raíces,
los árboles, las hojas.

De forma reverente, Alexus presiona su frente contra el suelo, con las


palmas de las manos apoyadas en la tierra cruda, y se balancea hacia adelante y
hacia atrás, cantando. Su voz es demasiado baja para que pueda distinguir las
palabras, pero son Elikesh, antiguas y hermosas, y conozco su cadencia.

Una súplica, no una oración.

No estoy segura de cuánto tiempo estamos sentados, él cantando, yo


observando y escuchando, impotente, pero finalmente, su balanceo se ralentiza,
sus palabras se desvanecen y él se derrumba sobre sí mismo. Su capa cae a un
lado, dejando al descubierto el Cuchillo de los Dioses, que sigue enfundado en
su muslo dentro del cinturón de dagas de Finn.

Lo pongo de espaldas y le toco la cara, limpiando los copos de nieve que


se depositan en sus ojos y en su barba. Las venas negras que rodean sus ojos se
han desvanecido, dejando en su lugar moretones violáceos, y su túnica está
desatada, dejando al descubierto su pecho enrojecido.

Al cabo de un momento, parpadea y me toma la mano, presionando mi


palma contra su mejilla. Espero que esté furioso, que me grite de nuevo. Pero
no lo está, y no lo hace. Parece aliviado, como un hombre que acaba de
sobrevivir a algo que no puedo entender.

—¿Estás bien? —pregunta, y yo asiento con la cabeza—. Bien. ¿Me ayudas


a levantarme?

Lo hago, aunque no estoy segura de que sea una gran ayuda. Alexus es dos
de mí, y lo que sea que haya hecho a esos hombres lo debilitó mucho.

Con su brazo alrededor de mis hombros y mis espadas aseguradas,


volvemos a subir la colina hacia la cresta, pero me detengo, apoyándolo contra
la ladera rocosa una vez que llegamos hasta allí.

—Has matado a veinte hombres.

Asiente con la cabeza y se frota los ojos, entrecerrando los ojos como si le
ardieran.

—Sí, lo hice.

—Solo.

—Sí.

—De una forma poco natural.

Un medio asentimiento.

—Eso depende. La magia no es antinatural.

—Lo es si tu magia murió hace mucho tiempo.

Magia que no empleó durante el ataque de los Habitantes del Este, ni con
los espectros, y tengo que preguntarme por qué.

—Sí. Ofrecí a los Habitantes del Este un indulto. No aceptaron. Y entonces


hice lo que tenía que hacer —Suspira—. ¿Me odias de nuevo?
De nuevo. Porque está claro que perdí esa batalla en particular.

—No —respondo, y lo digo en serio, aunque hay restos de guerreros


muertos que brillan en la luz carmesí que se cierne sobre el bosque. Aunque
más muertes innecesarias es lo último que necesito que pese sobre mi ya
sobrecargada conciencia, éramos nosotros o ellos, y empiezo a comprender la
miseria de esa situación.

Tenían una opción. Eligieron mal. Sólo me alegro de no haberlo visto pasar.

—Bien —Hace una mueca de dolor—. Tampoco te odio, por romper tu


promesa y ver cosas que no debías ver. Podrías haber sido herida. Asesinada,
incluso. Podrías estar en esos árboles, todo por no escuchar.

Me lanza una mirada de irritación, la misma mirada que tenía cuando me


engañó antes de entrar en la construcción. Sólo que ahora es la mitad de severa.

Arqueo una ceja.

—Pero no me han herido ni me han matado. Y ahora, requiero una


explicación exhaustiva. No en este momento, pero pronto.

Todavía respirando con dificultad, mira más allá del camino destruido.

—¿Qué tal dentro de una hora? Hay un tramo de cuevas más adelante, en
el barranco que esperaba evitar. Pero quizás sea la mejor ruta. Estamos más al
norte de lo que pensaba. Podemos perdernos de vista, calentarnos, descansar, y
te contaré todo lo que pueda.

Esto parece demasiado fácil, aunque escucho sus límites con claridad: Todo
lo que pueda.

Aun así, lo acepto. Este hombre tiene secretos. Está dispuesto a hablar, y
estoy cansada de estar en la oscuridad. Además, puedo ser más que persuasiva.

Ahora está un poco más firme, así que nos abrimos paso a través de la
nieve hacia Mannus y Tuck. Lo sorprendo mirándome fijamente, sin prestar
atención al camino que tiene ante sí, con un destello de diversión brillando en
sus ojos vidriosos que poco a poco vuelven a su tono normal.

—¿Siempre eres tan desobediente? —me pregunta.


Me limito a sonreír, y durante unos minutos, mientras caminamos, me
permito vivir la extraña sensación de normalidad que se instala sobre nosotros,
sólo Alexus y yo, hombro con hombro. No hay pensamientos sobre la magia o
el príncipe o el rey o los Habitantes del Este muertos a nuestra espalda. No hay
susurros en mi mente que me recuerden quién es él y que hay muchas
posibilidades de que sea más de lo que jamás soñé. Sólo estamos nosotros y la
nieve, y la necesidad de lo ordinario, esa existencia mundana con la que Mena
dijo que lucho.

Sin embargo, ahora mismo, me duele lo mundano, el sueño que tuve el Día
de la Recolección. Imagino estar en otro lugar, lejos de todo este horror. Yo y
mi familia y amigos, y tal vez Alexus. No quiero luchar. No quiero enfrentarme
a un príncipe mágico y mítico que podría acabar conmigo. Sólo quiero algo
simple y sencillo. Largos paseos y contemplar las estrellas en un mundo que no
parezca que vaya a desmoronarse en cualquier momento.

Vuelvo a mirar a Alexus. Su rostro es serio y, cuando se detiene y me atrae


hacia él, besándome, con su cuerpo temblando por la prisa de una batalla
unilateral, pruebo lo que queda de su poder. El potente sabor es tan dulce como
la miel fresca en mi lengua.

Oscuro. Prometedor. Consumidor.

Y sé, sin lugar a dudas, que me he metido de cabeza en la peor clase de


problemas.

Y que todo, todo, está a punto de cambiar.


26

La caminata hacia las cuevas es peligrosa, ya que nos lleva por una colina
empinada hacia un desfiladero seco al noreste de Hampstead Loch. Cabalgamos
juntos sobre la confiable espalda de Mannus, tirando de Tuck detrás. Ambos
animales están tan cansados que el corto viaje es aún más una batalla. En cuanto
a mí, me duele el costado donde me enganché con las rocas, y creo que podría
estar sangrando un poco, pero realizar una curación en un terreno tan
traicionero es imposible.

El suelo se aplana una vez que llegamos al barranco, lo que hace que el
viaje sea más manejable, aunque el lecho del río yermo es rocoso y está lleno de
cantos rodados. En lo alto, el cielo parece estar pintado de sangre y salpicado de
nieve.

Un viento azota y silba a través de los acantilados y casi arranca el


gambesón al que me aferro con toda mi vida. Tiro de él con fuerza a mi
alrededor y meto la barbilla contra el pecho para protegerme de la ráfaga, lo que
me hace perder las venas de electricidad que se arquean arriba. Pero todavía
siento el poder y veo el parpadeo de la luz.

Nunca he visto relámpagos en medio de una nevada, mucho menos


relámpagos silenciosos, pero de vez en cuando, un destello blanco atraviesa el
cielo rojo. Es suficiente para hacerme estremecer con cada racha, pero
eventualmente, se desvanecen y el viento se detiene, y me dejo llevar. El
verdadero sueño me ha eludido durante demasiados días, y mi cuerpo
finalmente se rinde.

Cuando me despierto, tardo en volver a la vida. Lo primero que capto es


que creo haber oído el aullido de un lobo. En segundo lugar, estoy en una
caverna, acostada sobre el gambesón. Un fuego moribundo y el plato de mi
madre, lleno de nieve derretida para adivinar, esperan a unos metros de
distancia.

Los brazos de Alexus están a mi alrededor, uno colgando de mi cintura,


sosteniéndome fuerte contra él mientras el otro descansa debajo de mi cabeza
para mayor comodidad, nuestros dedos entrelazados. La vieja manta nos cubre,
y su cálido y constante aliento me revuelve el pelo. Su barba ha crecido un poco
en estos últimos días y me hace cosquillas en la oreja. He tenido muy pocas
razones para sonreír en los últimos días, pero esta cercanía es tan tranquilizadora
que dejo que se despliegue una sonrisa satisfecha.

El fuego que Alexus debe haber encendido después de traerme al interior


de la cueva se ha convertido en brasas, así que creo que hemos dormido por un
largo rato. No me siento completamente descansada, pero tampoco siento que
podría morir por la falta de sueño.

La cueva no es lo que imaginaba. Hay luz, y no solo de nuestro fuego. El


tenue resplandor del cielo carmesí brilla a través de un pequeño espacio entre
dos formaciones en forma de dedos que sobresalen del techo. Las entrañas de la
caverna son lo suficientemente profundas y altas como para que Alexus pudiera
llevar los caballos adentro. Descansan en la parte trasera de la cueva, acostados,
exhaustos.

Por último, me sorprende que el Príncipe del Este no haya venido a mí


mientras dormía. Tal vez realmente se haya ido, aunque no estoy segura de que
se hubiera ido sin el Cuchillo de los Dioses. Pensó que lo tenía, pero Alexus tenía
razón. Destruí su momento de regodeo. No dejará que eso permanezca así si
puedo evitarlo.

Suspiro. No puedo pensar en el príncipe en este momento. No quiero


pensar en él. Solo quiero acostarme aquí, absorbiendo el calor corporal de
Alexus mientras descansa, pensando en la forma en que su corazón late contra
mi espalda, el ritmo al compás del mío.
—Deberías estar durmiendo —Su voz envía un delicioso escalofrío a través
de mí.

Aprieto su mano, no queriendo soltarla para hablar.

Se inclina y presiona un tierno beso en mi cuello, haciendo que cada


centímetro de mi piel cobre vida.

—Necesito echarle leña al fuego —dice contra mi oído—. O se enfriará


mucho muy rápido.

Sin embargo, se relaja y luego no se mueve. Supongo que ninguno de los


dos quiere perder este momento de paz.

Una vez, mi padre hizo una bola de nieve para mi madre. Usó pétalos de
gota de estrellas y agua del arroyo, y los vertió dentro de una esfera de vidrio
soplado que hizo en el horno. Recuerdo agitarla y ver las gotas de estrellas caer
como copos de nieve, deseando que toda la nieve del mundo pudiera ser
capturada dentro de ese pequeño recipiente. Con el tiempo, los pétalos se
volvieron marrones y una película oscura cubrió el interior del vidrio. Este
fragmento de soledad se siente como uno de esos pétalos de gota de estrellas,
atrapado dentro de una bola de nieve con un millón de otros momentos que han
sido eclipsados por la muerte, el miedo, la pérdida e incluso el deseo
interrumpido.

No quiero interrupciones en este momento, así que nos quedamos así,


acurrucados uno contra el otro.

—Tu padre era un Guardián —susurra eventualmente Alexus.

Me doy la vuelta, enfrentándolo.

—¿Qué?

Mantiene la voz baja.

—Hay magia. Acomodada en capas en el Cuchillo de los Dioses. Es vieja y


débil, pero sigue funcionando para lo que se suponía que debía hacer, que era
atar el arma a tu padre para que pudiera mantenerla a salvo y fuera del alcance
de las personas equivocadas.
No tengo palabras. Solo puedo mirar y parpadear, aturdida. Ni siquiera sé
qué es un Guardián, no realmente, pero sigue siendo una revelación inesperada.

—Cuando te dijo que se quedó con el Cuchillo porque debía hacerlo —


continúa Alexus—, no mentía. No sé si lo pidió o no lo sabía, pero alguien ató la
espada a tu padre, y ahora ese hechizo se adhiere incluso a ti.

Presiono una mano contra mi pecho. Eso no suena nada bien. No quiero
estar atada a nada que tenga que ver con los dioses.

—Estoy bastante seguro de que es magia del Verano —continúa—, aunque


una forma antigua. ¿Quizás era alguien que visitaba el puerto cuando tu padre
lo encontró? ¿Un mago?

Agito la mano y me encojo de hombros. No tengo este conocimiento.

—Bueno, independientemente de eso, me he devanado los sesos con todo


lo que ha pasado. No debería haber sido posible para el príncipe leer el
encantamiento de Verano en la hoja. La magia de los magos es una de las más
arcaicas del mundo, y se remonta a la misma Loria.

—Sin embargo, los Habitantes del Este la usaron en el valle —señalo—. Con
sus flechas.

—Sí, y todavía no puedo entender cómo. Una cosa es aprovechar los hilos
de fuego. Es una magia completamente diferente hacer que el fuego incinere
desde adentro hacia afuera. Solo aquellos con un conocimiento profundo de los
antiguos sistemas de magia pueden leer estos arcaicos trabajos de Verano. Lo
enseñan, en la Ciudad de la Ruina, pero solo a los muy dotados mágicamente.
Pero creo que, de alguna manera, el príncipe vio el hechizo cuando te atacó y
supo que no podía tomar el cuchillo mientras estuviera en tu posesión. De lo
contrario, se habría esforzado más de lo que lo hizo. Por supuesto, más tarde, la
espada no estaba en tu posesión porque Helena de alguna manera la encontró,
así que él la usó para llevársela. E incluso más tarde, escondiste la hoja en el
musgo, cortando cualquier protección, y él envió a su cuervo en una expedición
de caza.

Si la magia vinculante debería haber sido imposible de ver para el príncipe,


¿cómo podría Alexus verla? ¿Y cuándo encontró Helena el cuchillo? Ella no
mencionó eso en su explicación de lo que sucedió. Más importante…
Me levanto de un tirón.

—Debería llevar el cuchillo. Para que él no pueda tomarlo.

—Tranquila —Alexus se levanta sobre un codo, frotándome el brazo para


calmarme—. Está atado a mi muslo, y soy mejor protección que cualquier
Guardián —Guiña un ojo—. Incluso tú.

No estoy segura de que tenga razón.

—Finn me quitó el cuchillo —le digo. Me lo habían atado al muslo la noche


de la cena de la cosecha y, sin embargo, Finn lo sacó del cinturón como el mejor
de los ladrones.

Alexus entrecierra los ojos.

—¿Quién es Finn?

El calor florece en mi pecho y me persigue por el cuello, seguido de otra


ola creciente contra la que lucho con todo lo que tengo. Me he esforzado tanto
por no pensar en él, pero aquí está, levantándose como un fantasma mientras yo
yazco junto a otro hombre.

—¿Finn es el alguien especial que perdiste? —pregunta Alexus. Ni siquiera


tengo que asentir para que él sepa que lo era—. Lo siento mucho, Raina. ¿Cómo
tomó el cuchillo? ¿Por qué?

Aparto la mirada de su mirada inquisitiva.

—Estábamos bailando en la cena de la cosecha. Llamando a la luna. Solo me


estaba molestando.

—Así que habías perdido tu conexión con el aquí y el ahora. No estoy


seguro de cómo Finn supo ir por el cuchillo cuando no estabas vinculada a la
realidad, pero... que hombre tan inteligente.

Finn no lo sabía. De eso estoy segura. Solo sabía que todavía podía hacerme
lo suficientemente débil como para engañarme.

Examino mis manos y pienso en lo que dijo Alexus sobre el príncipe.

—¿Por qué la magia se aferraría a mí si era mi padre quien estaba atado?


Se encoge de hombros.

—Depende de cómo se elaboró el hechizo. La magia de ese tipo tiene


muchos matices, y cada brujo tiene métodos diferentes, especialmente los de
Verano. Podría haber sido un deber impuesto a tu padre y a sus hijos y a los
hijos de sus hijos, y cuando falleció, fuiste la hija que finalmente la reclamó. Al
no haber estado allí cuando el cuchillo fue encantado, esa es mi mejor suposición.

Con la distancia entre nosotros, el aire que serpentea a través de la entrada


de la caverna se vuelve demasiado frío.

—¿Un poco de ayuda con el fuego? —dice Alexus, y yo asiento—. La mayor


parte de la madera que encontré estaba húmeda, alguna muy mojada, al igual
que las agujas de pino y las hojas. Todo lo que necesitas hacer es invocar los hilos
de las brasas. Tu magia recordará qué hacer. Sólo usa tus palabras.

Me deja y arroja lo último de la maleza reunida al fuego, a excepción de la


ramita que usa como atizador de fuego. Me siento y me froto los ojos, todavía
pensando en la idea de mi padre siendo un Guardián. Luego estoy sacando hilos
de fuego de la ceniza, mal, pero es algo que nunca pensé que sería capaz de hacer.
Sin embargo, con Fulmanesh, iyuma repitiéndose en la punta de mis dedos,
logro encender un pequeño fuego de la maleza húmeda y las cenizas humeantes.

Con una expresión orgullosa, Alexus viene a sentarse conmigo, mochila


en mano. Siempre caballeroso, dobla la manta a mi alrededor y se pone de
rodillas para quitarme las botas, hasta mis calzas. Suavemente, coloca mis pies
sobre una roca plana cerca del fuego para calentarme. El calor y su toque se
sienten tan lujosos que cierro los ojos, solo por un momento, y suspiro.

Acomodándose, saca la taza de hojalata y un par de raíces de bayas lunares


que empaqué apresuradamente antes de que dejáramos el refugio de Nephele.
Una no es más que una cáscara protectora llena de fruta, la otra todavía rebosa
de agua dulce, aunque el líquido ahora está congelado.

—¿Hambrienta? —Hace un gesto con la raíz llena de frutos—. Puedo asar


estas. Di de comer a los caballos las últimas manzanas.

Asiento en respuesta, pero en verdad, quiero respuestas más que comida.


Alexus pone la raíz con agua dulce entre dos piedras para descongelarla,
luego extiende la fruta sobre una roca plana y la desliza cerca de las llamas.
Sostiene la hoja del Este sobre el fuego para limpiar el acero antes de colocarla
sobre el círculo de piedras.

Se mantiene mirando a la entrada de la caverna. Era un lobo lo que escuché


antes. Una manada entera aúlla en la distancia, probablemente descendiendo
sobre el festín sangriento que queda en el bosque.

Al menos los cuervos se han mantenido alejados. Me digo a mí misma que


están demasiado asustados para volver a acercarse a Alexus Thibault.
Probablemente debería seguir su ejemplo, pero estoy más atrapada que nunca.
Y no por la construcción, ni por el príncipe.

Alexus deja escapar un gemido cansado, un sonido que está en algún lugar
entre la resignación y el temor.

—¿Supongo que no vas a comer primero y hablar de todo lo demás


después? Yo vigilaré.

Levanto una ceja tan bruscamente como puedo.

—De ninguna manera. Dime cómo hiciste lo que hiciste. ¿Por qué no usaste
esa magia antes?

Dejando la mochila a un lado, mira fijamente al fuego. Estudio su perfil, la


forma en que la luz del fuego proyecta sombras a lo largo de las líneas afiladas
de su rostro y baila en sus ojos.

—Mi magia está contenida —dice finalmente, apoyando los codos en las
rodillas—. Dormida, en cierto sentido. Ya no puedo acceder a ella con facilidad.
Está... como enredada con otra fuente de magia. Un poder que nunca pedí.
Cuando desato ese poder, aunque sea una pequeña cantidad, parte de mi vieja
magia viene con él. No soy bueno controlando la fuerza de tal liberación, así que
nunca lo hago, a menos que sepa que está bien destruir todo lo que está cerca.
Es por eso que no empleé esa habilidad particular cuando los Habitantes del Este
asaltaron el valle, ni cuando los espectros atacaron. También es por eso que te
pedí que no me siguieras. No tanto porque no quisiera que lo supieras, sino
porque quería que estuvieras a salvo.
Mi cara se calienta.

—Si lo hubieras dicho así, te habría escuchado.

—No, no lo habrías hecho, porque eso es lo que eres. Es parte de tu fuego


—La comisura de su boca se curva hacia arriba, y me empuja con el hombro—.
Tú, pequeña rebelde.

Sonrío y coloco mi cabello detrás de mi oreja. Me gusta cuando dice eso.


Lo dice de una manera como si lo estuviera... aceptando. Sin juzgar. Sin ser una
voz de la razón tratando de convencerme de que es mejor ser otra cosa que no
sea como soy, una persona que no siempre hace lo que le dicen. Lo dice como si
hubiera aprendido a gustarle esa parte de mí. Nadie más, ni siquiera mis padres
o Finn, me hizo sentir que estaba bien tener defectos, e incluso que tal vez mis
defectos también podrían ser mis puntos fuertes.

—¿Dónde conseguiste ese poder? —señalo.

Su rostro se endurece y sus ojos se oscurecen, pero no como al usar magia.

Se oscurecen con recuerdos, como si estuviera viendo cosas que no quiere


revelar.

Se pasa una mano por su pelo largo.

—¿Por dónde empezar?

—Desde el principio.

—Ah. Tan simple, pero no sabes lo que pides. Hay tantos comienzos, Raina,
y todos desembocan en una sola y larga historia.

—Entonces cuéntame cada una —respondo.

Una pausa tensa el aire, pero finalmente, sus ojos se vuelven distantes y
comienza.
—Supongo que un buen lugar para empezar es con Colden Moeshka, y una
historia de los dioses.

No sé qué esperaba, pero no era esto.

—Antes de subir al trono como Rey Helado, y mucho antes de que las
Tierras del Norte fueran un reino neutral, Colden Moeshka era un joven
guerrero de Neri, Dios del Norte, en la Guerra de Tierras hace poco más de
trescientos años. Solo un chico en ese momento. Con apenas veinte años, creo.

Parpadeo, confundida. Esta es una historia del Rey Helado. Se supone que
estamos hablando de Alexus. Aun así, estoy sorprendida por esta información
por otras razones también. He oído hablar de la Guerra de Tierras, solo de la
historia transmitida a través de leyendas, pero nunca imaginé al rey como algo
más que un rey. Ciertamente no un guerrero y definitivamente no un chico.

—¿Y cómo se convirtió en el temido Rey Helado?

Alexus me da una media sonrisa que rápidamente se desvanece en


seriedad.

—Él y un pequeño ejército fueron enviados a proteger las puertas de la


reina de las Tierras del Verano durante la guerra. Hacia el final, cuando se había
conquistado un pequeño frente al norte, se encontraron luchando contra un
séquito de Habitantes del Este que intentaban un ataque furtivo. Colden y sus
guerreros fueron superados en número, pero Colden es una furia y un líder. Su
pequeña banda del norte destruyó al enemigo fuera de las puertas de la reina.
Cuando terminó, la reina mandó llamar a los que quedaban, para agradecerles —
Él estudia sus manos entrelazadas—. Eso no terminó bien.

—¿Qué pasó?

—Todo —responde—. Verás, la Guerra de Tierras nunca ocurrió por las


tierras. Fueron por los celos, la lujuria y la amargura de los dioses. Neri quería a
Asha. Y Thamaos, Dios del Este, quería las amadas Tierras del Verano de Asha.
Neri ofreció su ejército a Asha y a su reina, pero a un costo. No solo se convirtió
en un enemigo devoto de Thamaos, sino que, a cambio de su ayuda, quería el
corazón de Asha. Ella estuvo de acuerdo porque Neri era fuerte y guapo, y
aunque no tenía una reina o un rey terrestres para gobernar a sus guerreros del
norte, de todos modos, le servían. Lo adoraban, incluso —No puedo evitar poner
los ojos en blanco. Algunas cosas nunca cambian.

» Asha sabía que ese tipo de lealtad sería ventajosa para salvar las Tierras
del Verano de manos de Thamaos —prosigue Alexus—. Entonces prometió su
corazón y su cuerpo a Neri, convirtiéndose en su amante. Y por eso, muchos
perdieron la vida, y la vida de unos pocos cambió para siempre.

Aunque estamos a solo unos centímetros de distancia, me acerco a él.


Disfruto la historia, pero estaría mintiendo si dijera que no disfrutaba también
del sonido relajante de su voz.

—Continúa —insisto, tirando más fuerte de la manta a mi alrededor.

—Las guerras duraron mucho tiempo antes de que Colden fuera enviado a
luchar. Los hombres del Norte y los del Verano lucharon contra los ejércitos del
Este hasta que quedó poco del enemigo. Las cosas se calmaron por un tiempo, y
Asha, siendo la seductora que era, se cansó de Neri. Entonces, cuando la batalla
final ocurrió fuera de las puertas de la reina, y Colden y los otros guerreros del
Norte sobrevivientes fueron llevados al trono en el Monte Ulra, Asha estaba
allí, sin los ojos gobernantes de otros dioses, y en su soledad, uno de los hombres
atrapó su atención.

Me pongo rígida.

—¿Colden Moeshka?

—Sí, Colden Moeshka —Alexus gira nuestra fruta con su palo—. Asha se
enamoró de él al instante. Las relaciones entre dioses y mortales estaban
prohibidas, pero Asha era tonta. La reina dejó que hiciera lo que quisiera con
Colden porque, aunque los Habitantes del Verano le debían la vida, ningún
gobernante terrenal se atrevería a desafiar al dios o la diosa de su tierra. Entonces
Asha sedujo a Colden con Lila Febril, una flor cuyas raíces contienen los poderes
del deseo. Los Habitantes del Verano muelen la raíz hasta convertirla en un
polvo dorado y pintan los cuerpos de las novias y los novios en su noche de
bodas. Sin embargo, la flor solo solidificó su lujuria por ella, no el amor, porque
Colden nunca le dio su corazón a Asha. De hecho, durante sus primeros días en
el Monte Ulra, antes de que Asha lo engañara para entrar a su cama, su alma se
encendió por la princesa en ciernes de las Tierras del Verano, una joven llamada
Fia.
—¿Fia Drumera? ¿La Reina de Fuego de las Tierras del Verano? —Siento
que estoy escuchando chismes reales, solo que la ficción real de Tiressia nunca
ha sido tan intrigante.

Alexus levanta un dedo.

—Solo espera. No te adelantes. Se pone mejor.

Reprimo una pequeña sonrisa mientras se levanta y arranca el extremo de


la raíz de baya lunar con los dientes, luego exprime el agua dulce parcialmente
descongelada en la taza de hojalata para que se caliente.

—Cuando no se pudieron encontrar más Lilas Febriles —dice, volviendo a


mi lado—, Colden recobró el sentido, y no estaba contento. Colden parece
inocente, Raina. En verdad, es exquisitamente hermoso. Sabrás a lo que me
refiero cuando lo veas. Su apariencia es engañosa. No es un hombre frágil con
el que se pueda jugar. En cuanto a Asha —continúa—, bueno, subestimó al
hombre al que había engañado para entrar a su cama. Mientras él había estado
en trance por sus flores, ella hizo algo horrible. En lo que ella creía que era un
poder infinito, convirtió a Colden en inmortal, un regalo divino, para que
pudiera estar con ella para siempre. Y él la odió por eso. Tanto que casi la mata,
pero en cambio, la encadenó a un acantilado en el Monte Ulra, con grilletes de
hierro, para poder huir y regresar bajo la protección de Neri. Esperaba que, si
ella vivía, tal vez su maldición pudiera deshacerse.

De repente, no puedo evitar cuestionar todo lo que he aprendido sobre el


Rey Helado. Toda mi vida me han dicho que su inmortalidad fue un regalo de
Neri. No una maldición de Asha.

Él fue violado. Su vida fue robada.

—¿Por qué grilletes de hierro?

—Porque el hierro sofoca el poder divino. Cuando se coloca en las


extremidades, como el cuello, las muñecas, los tobillos, se une a ellos. Incluso
puede quemar la piel y filtrarse en las venas de un dios, dejándolos tan inútiles
como cualquier ser humano —Vuelve a enarcar una ceja—. Colden escapó de las
garras de Asha, reunió a sus compañeros guerreros y regresó al Norte donde, en
su ira, comenzó a construir una aldea. Un lugar donde podría aislarse del mundo.
—Invernalia.

—Eso mismo. Colden y sus hombres trabajaron durante meses en el frío,


justo bajo los ojos vengativos de Neri. El Dios del Norte estaba celoso de Colden,
aunque no dio muestras de ello hasta más tarde. Pasaron algunos años. En ese
corto tiempo, Colden consideró la muerte, pero sus amigos lo desafiaron a que
no se quitara la vida.

Confundida una vez más, niego con la cabeza y señalo.

—Pensé que era inmortal.

Después de lamerse las yemas de los dedos, Alexus toma la taza junto al
fuego y la pone sobre las piedras para que se enfríe.

—La inmortalidad es una cosa curiosa. Uno puede vivir para siempre hasta
que alguien logre matarlo. La magia ciertamente puede competir con la muerte,
pero nada es eterno. Ni siquiera una vida dada por una diosa. Y aunque Colden
detestaba su circunstancia, hay pocas cosas más insoportables que la idea de
perder una vida que una vez amaste, especialmente por tu propia mano.

Presiono mi mano contra mi pecho, mi corazón duele por la decisión


imposible que debe haber enfrentado Colden todos los días de su larga vida. Por
mucho que haya odiado incluso pensar en él, puedo compadecerlo.

—¿Qué le pasó a Asha?

—Terminaron la Guerra de Tierras. Por un tiempo, de todos modos. Los


dioses intentaron obligar a Asha a eliminar la maldición de Colden Moeshka,
pero ella se negó. Su castigo, por lo tanto, por acostarse con un mortal y otorgarle
un regalo divino, fue que ella nunca, sin importar la magia que intentara usar,
podría hacer que él la amara.

—Y ella estaba furiosa.

—Mucho. Pero, ¿qué podía hacer?

Alexus saca la piedra que sostiene las bayas asadas. Coloca la roca plana en
el suelo y levanta mis pies, dándome la vuelta para que mis piernas queden
metidas entre las suyas, nuestras rodillas dobladas, las suyas envolviendo las
mías. Toma el cuchillo curvo y comienza a cortar nuestra fruta.
—Pasaron algunos años más —continúa—, hasta que un día, la recién
coronada reina, Fia Drumera, envió hombres al valle para encontrar a Colden y
darle un mensaje. Quería enmendar las malas acciones de su diosa y celebrar a
Colden una vez más por el sacrificio lanzado sobre su pueblo. Era esencial
mantener la paz con un hombre que rápidamente se estaba convirtiendo en un
líder en el norte. La carta de la reina juraba que Asha no estaría allí; los otros
dioses no lo permitirían. Colden se negó a ir, pero... —Hace una pausa cuando
algo parecido al arrepentimiento pasa por su rostro, tan rápido que casi lo
pierdo—. En los años transcurridos desde que había estado en el desierto —dice—
, había hecho un nuevo amigo. Alguien diferente a todos sus otros conocidos.
Alguien que no había luchado junto a él durante la guerra.

Con las manos más firmes, Alexus equilibra un trozo de fruta caliente y
ampollada, en la parte plana del cuchillo y lo lleva a mi boca. Me inclino hacia
delante y, con los dientes, acepto cuidadosamente.

—¿Quién era el amigo?

—Un joven del valle. Se conocieron mientras el hombre estaba cazando en


el Bosque Frostwater. Ese amigo le dijo a Colden que debería ir a la celebración,
al menos para honrar a sus hombres caídos. Los dioses habían atado a Asha. Ya
no era una amenaza, o eso le habían prometido. Colden le pidió al amigo que lo
acompañara y el hombre accedió, porque nunca había estado tan al sur y siempre
había sido un sueño lejano. Así que partieron.

Alcanza la taza de metal y me la ofrece. Acepto y tomo un sorbo, dejando


que el calor de la lata me caliente las manos.

—Las Tierras del Verano son tierras desérticas, marcadas por oasis. Colden
mostró a su nuevo amigo tal belleza, como nunca antes habían visto sus ojos —
Un asomo de sonrisa curva sus labios mientras toma un bocado de fruta—. La
gente era amable, la comida tan dulce y picante, el agua clara y fresca. Entonces
Colden y su amigo llegaron a la gran muralla que rodeaba la ciudadela. Era
impresionante, pero las puertas, hechas de oro y adornadas con más joyas que
granos de arena tiene el desierto, tenían que haber sido forjadas por los dioses.
En el interior, las cabañas de barro eran independientes, aunque muchas estaban
construidas en acantilados y bajo salientes rocosos, en cuevas profundas e incluso
en la ladera del Monte Ulra. Durante tres días, la gente del Verano se reunió
para las festividades. Había música y risas, vino y baile —Me mira de soslayo—
. Y Fia.
Mis ojos se amplían. Las historias de los dioses y la Ciudad de la Ruina son
lo suficientemente fascinantes, pero conocer las verdades sobre el Rey Helado
y la Reina de Fuego me tiene hechizada. Me siento tan fascinada, como cuando
mi padre me contaba historias cuando era niña.

Alexus vuelve a cortar nuestros alimentos calientes.

—En el momento en que Colden vio a Fia, quedó flechado otra vez, una
idea tonta para un hombre que podría sobrevivir a todos los que alguna vez
conocería. Pero Fia sintió lo mismo. Los dos fueron inseparables los primeros
días de la celebración, y en esa tercera noche, Fia bailó con Colden hasta que el
pobre hombre apenas pudo ver más allá de las estrellas en sus ojos. Había vuelto
a encontrar la alegría, y quería aferrarse a ella. Con el resto del mundo distraído,
Fia llevó a Colden a su vivienda.

—¿Para qué? —señalo. Instantáneamente, me arrepiento de las palabras, mis


dedos retroceden.

Alexus sonríe.

—¿Qué piensas? Ella lo deseaba —Me mira fijamente—. Ya sabes cómo


puede ser el deseo. Puede consumir todo.

Mi rostro arde cuando imágenes y pensamientos inesperados cruzan mi


mente, imágenes y pensamientos que Alexus sin duda está viendo jugar en mis
ojos.

—La historia habría sido triste de todos modos —continúa,


afortunadamente—, porque Colden estaba enamorado de Fia, y tenía una
maldición que solo Asha podía romper. Y la Reina Drumera, bueno, la nueva
reina traicionaba a Asha con el hombre que la diosa aún deseaba, un hombre
despreciado por todos los dioses por su inmortalidad. Colden sabía que este era
un juego peligroso, pero no podía dejar los brazos de Fia. Y eso fue su perdición.

Su oscuro cabello cae sobre su rostro mientras corta otro trozo de fruta de
baya lunar y lo desliza con cuidado en mi boca.

—En esa tercera noche —dice—, Asha traicionó el pedido de la Reina


Drumera y llegó a la celebración solo para descubrir que Colden no estaba, al
igual que Fia. Cuando Asha los encontró juntos, el Monte Ulra y todas las
viviendas circundantes temblaron. Colden se acercó a ella, en un intento de
calmar su ira, pero en su furia y celos, Asha lo rechazó y le prohibió volver a
poner un pie en la Ciudad de la Ruina o de lo contrario se convertiría en polvo.
Ni siquiera tuvo tiempo de darle un beso de despedida a Fia, y mucho menos
de decirle lo que había hecho Asha. Poco sabían que Neri estaba cerca,
observando a su antigua amante consumida por su deseo por un simple hombre.
Más tarde, Neri se acercó a Asha con otra oferta.

Con su cuchillo, Alexus me señala y entrecierra los ojos de una manera que
deja en claro que está absorto en su narración.

—Asha nunca podría tener a Colden Moeshka —dice—, y Colden Moeshka


no podría entrar en la Ciudad de la Ruina, pero ¿quién impediría que Fia
Drumera dejara su trono y buscara al hombre del norte? Así que Neri hizo un
trato con Asha. Si ella le entregaba su corazón una vez más, esta vez por la
eternidad, él haría lo que ella no podía. Haría inmortal a Fia Drumera también,
pero peor aún, arrojaría dentro de ella el elemento fuego y en Colden Moeshka
el elemento hielo, para que nunca, durante todos sus días infinitos, vuelvan a
estar juntos.

Me siento, entristecida por estas personas que nunca he conocido. Personas


que han vivido solo como leyendas para mí. ¿Mi hermana conoce esta historia
de su amante? Y si es así, ¿no le importa que su corazón una vez ardió tan
intensamente por otra? ¿Que todavía podría?

—Los Habitantes del Este han aprendido esta historia —dice Alexus—. Se
ha mantenido en secreto durante más de tres siglos. Es la razón por la que los
dioses se destruyeron a sí mismos. Gracias a la influencia de Thamaos, Neri y
Asha fueron condenados y enterrados en el Monte Ulra, donde podrían pasar la
eternidad juntos en su vergüenza. Después de sus muertes, Thamaos quiso
reclamar sus tierras, pero el único dios decente de Tiressia, Urdin de las
Corrientes del Oeste, culpó a Thamaos de todo. Thamaos sabía que Urdin sería
un problema, así que hizo algo de lo que tú y yo podríamos arrepentirnos,
incluso tres siglos después.

—¿Qué? ¿Qué hizo?

Una expresión solemne cae sobre el rostro de Alexus.


—Thamaos, a diferencia de Neri, creía en elegir un rey o una reina para
gobernar sus tierras. Los trataba como sirvientes, sus propósitos eran tratar con
los patéticos Tiressians en su camino. Puso en el poder a un hombre llamado
Rey Gherahn —He escuchado este nombre, también del folklore.

» Y el Rey Gherahn —continúa Alexus—, empleó a los hechiceros de la


tierra para la Guerra de Tierras. Su hechicero preeminente era un joven de la
Tribu de Ghent. Lo llamaban Un Drallag.

De nuevo, asiento con la cabeza, esta vez con más urgencia, reconociendo
el nombre de las historias de mi padre. Estoy empezando a ver las diferentes
historias entrelazándose.

—Un Drallag —Escribo el nombre en Elikesh, aunque nunca lo imaginé


siendo un hombre joven—. El hechicero que creó el Cuchillo de los Dioses —
añado.

Los ojos de Alexus se iluminan.

—Sí. ¿Conoces esta parte?

Me encojo de hombros.

—Padre me contó un poco. Que Un Drallag fabricó el cuchillo con el hueso


de un dios muerto hace mucho tiempo. ¿Thamaos?

—Sí, pero Thamaos estaba muy vivo cuando se hizo el cuchillo. Se cortó y
se arrancó su propia costilla, ofreciéndosela a Un Drallag para la creación de un
arma, para que pudiera derrotar a Urdin cuando llegara el momento. Pero
fracasó. Se produjo una batalla a lo largo del Río Jade, cerca de las puertas de Fia
Drumera. Thamaos tomó a Urdin por detrás y le clavó el Cuchillo de los Dioses
en el pecho. Pero antes de que Urdin muriera, empujó la hoja a través de su
propio cuerpo, sacándola por su espalda y hacia el corazón de Thamaos. Los dos
últimos dioses de Tiressia murieron ese día. Los Habitantes del Verano llegaron,
y las últimas deidades de nuestras tierras fueron enterradas en la Arboleda de
los Dioses.

Suelto un jadeo.

—¿La Arboleda realmente existe? Creía que era un mito. Todos lo


creíamos.
Alexus se pasa una mano por la barba.

—Es un lugar muy real. Antiguo como Loria. Dioses de otras tierras incluso
están enterrados allí. El Príncipe del Este lo sabe, al igual que otros gobernantes
del Este antes que él, pero Fia Drumera ha logrado mantener a raya a los
Habitantes del Este. Ahora, sin embargo, se han enterado de que la mayor
debilidad de la reina podría ser el aislado Rey de Invernalia, que se convertirá
en nada más que arena del desierto si lo llevan al otro lado del Río Jade. Es por
eso que soy tan selectivo sobre a quién recojo del valle, y es por eso que no
regresan a casa. Tienen una opción, pero saben que es mejor para todo Tiressia
si se quedan, aprenden y protegen. Después de que se les dice la importancia de
proteger a Colden, entienden por qué no podemos decirle a todo el valle.
Algunos secretos pueden cambiar el mundo, y los que más amamos pueden ser
terriblemente tentadores.

Aprieto los dedos con fuerza mientras se me cierra la garganta. No puedo


decir que sería tan noble, pero saber esto me da una sensación de paz sobre el
asunto, sobre por qué Nephele nunca volvió a casa.

—Colden Moeshka es su propia fuerza para tener en cuenta —continúa


Alexus—. Como restitución, los dioses dieron a Colden y Fia cierto grado de
dominio sobre sus elementos. Él puede respirar una niebla helada. Congelar a
un enemigo con un toque. Si los del Este logran llevárselo, me preocupa que lo
usen contra la Reina de Fuego para poder acceder a la Arboleda y la magia que
ella ha protegido durante tanto tiempo.

—¿Qué podría hacer el Príncipe del Este? —pregunto—. Los dioses están
muertos.

Frunciendo el ceño, Alexus cambia a hablar con las manos.

—En el refugio de Nephele, me preguntaste qué quería el príncipe con el


cuchillo. Se dice que un dios puede ascender, Raina. ¿Recuerdas lo que te dije
acerca de la resurrección?

Tantas cosas se precipitan a mi mente a la vez. Las palabras de Alexus sobre


la resurrección, sí, pero también las palabras de mi padre sobre el Cuchillo de
los Dioses. Puede matar a cualquiera y a cualquier cosa, a los benditos y los
malditos, a los que viven para siempre y a los muertos resucitados, incluso a
otros dioses.
Los muertos resucitados.

—Hace siglos se llevó a cabo una resurrección con un Antiguo —dice


Alexus en voz baja—. La historia habla de rituales y Sanadores, parecidos a ti,
usando el cabello de un dios muerto para traerlo de vuelta del más allá. Algunos
adoradores guardaron mechones de las trenzas del dios, sin darse cuenta de que
su tesoro podría usarse en un rito para restaurar la vida. Todo lo que se
necesitaba era un remanente del dios y una tumba intacta.

Un escalofrío recorre mi piel cuando miro el Cuchillo de los Dioses atado


a su muslo.

—¿Estás diciendo que… Thamaos podría resucitar?

—Me temo que eso es exactamente lo que planea hacer el Príncipe del Este,
especialmente ahora que se ha encontrado el cuchillo.

Mi mente va de pensamiento en pensamiento.

—¿Qué significa eso? ¿Para nosotros? ¿Si el príncipe tiene éxito?

—Thamaos quería el gobierno absoluto, y no le importaba cuántas vidas se


destruyeran para lograrlo. Estoy seguro de que está aún más enojado que antes,
después de haber pasado siglos en los pozos del inframundo. Si vuelve de entre
los muertos, no se detendrá hasta que todas las personas que viven en este
imperio destrozado se inclinen ante él. Comenzaría una guerra en Tiressia en
primer lugar para deshacerse de Fia. Después de eso, no sé. El mundo es mucho
más grande que Tiressia. Hay otras tierras que conquistar, otros gobernantes que
dominar, incluso unos pocos godlings vivos. Podría cambiar el mundo tal como
lo conocemos, a menos que yo impida que el príncipe lleve a Colden a las Tierras
del Verano y mantenga esto —Golpea el cuchillo—, a salvo.

Me invade un repentino sentimiento de lealtad. Por Tiressia y su gente.


Por Alexus. Incluso por partes de nuestro mundo que son solo historias para mí.
¿Puedo encontrar a mi hermana y ayudar a Alexus también? ¿Ayudarlo a salvar
a Colden Moeshka y proteger a una reina que nunca he visto?

—Cuando terminó la batalla de los dioses —continúa Alexus—, el rey


Gherahn exigió que Un Drallag viajara a las Tierras del Verano y recuperara el
Cuchillo de los Dioses. Se decía que se había perdido en el Río Jade o en las
arenas donde nunca más se podría encontrar. El hechicero se fue a la costa, pero
en realidad estaba cansado. Tenía una esposa para entonces, un hijo en camino.
Quería una vida que fuera más que la que vivió bajo el control del rey como
espía, asesino, arma. Así que abandonó el único hogar que había conocido y huyó
al valle del norte, donde había sido un espía una vez. El Cuchillo de los Dioses
nunca fue localizado, pero Un Drallag podía sentirlo llamándolo. Hay tanto
poder en este cuchillo, Raina —Lo toca—. Sería mejor que no existiera, pero ya
no quedan dioses para destruirlo.

El temor se acumula en mi estómago.

—Mi padre dijo que la hoja recuerda a aquel de cuyo cuerpo fue hecha. ¿La
espada está llamando a Thamaos ahora?

Ese pensamiento me aterroriza, que podría haber estado cargando una


reliquia que convoca a un dios muerto y peligroso.

—No, eso no es cierto —responde, inclinando la cabeza, mirándome como


si necesitara que sus próximas palabras se hundieran profundamente—. La hoja
llama a su creador, Raina —señala.

Después de un momento embarazoso, estira la mano por encima de su


cabeza, agarra un puñado de su túnica y se quita la camisa. Con la tela enrollada
en sus manos, se inclina de nuevo hacia adelante, con los codos en las rodillas, y
tira de su larga cabellera hacia un lado.

Su espalda está bellamente hecha, ancha y afilada como alas, como noté en
el arroyo. Pero la piel desde los hombros hasta la cintura está marcada con
cicatrices, ásperas y abultadas, como las de su pecho.

La luz del fuego se refleja en la piel plateada, resplandeciente.


Envalentonada, dejo caer la manta de mis hombros y me pongo de rodillas. Allí,
acurrucada entre sus piernas, toco una de las runas de su omóplato. Él se
estremece al principio, pero los escalofríos aumentan cuanto más lo admiro.

Porque es admiración. Sus marcas parecen haber sido dolorosas al


recibirlas, marcadas o talladas, pero lo han dejado luciendo como un artefacto,
algo para ser estudiado, entendido, descifrado.

Quiero saber la historia detrás de cada línea.


—¿Los reconoces? —Levanta la vista, buscando en mi rostro alguna
respuesta que claramente no tengo que ofrecer.

Niego con la cabeza.

—Solo sé que son runas.

—¿Qué tan detalladamente has examinado el cuchillo? —pregunta.

—Me lo sé de memoria.

—No estoy seguro de que lo hagas —dice, sacando el Cuchillo de los Dioses
de su funda—. Déjame mostrarte algo.

Me entrega el cuchillo. Una vez más, la hoja es tan cálida al tacto.

—Mira la piedra —señala—. Sostenlo a la luz.

He sostenido el Cuchillo de los Dioses cerca de las velas en mi mesa de


trabajo varias veces, lo suficiente como para saber cómo se ve. Sin embargo,
nunca he mirado profundamente el ámbar, y cuando lo hago, estoy más perpleja
que nunca. Débiles marcas que nunca había notado antes se esconden dentro de
la piedra. Observo con más atención y giro la empuñadura hacia la luz del fuego,
haciéndola rodar entre mis dedos. Una docena o más de runas están grabadas en
el propio pomo o forjadas en la piedra.

Mis manos se quedan quietas, y una oleada de conciencia me golpea. Las


marcas son las mismas que las del cuerpo de Alexus.

—Esas son runas, sí —señala—. Runas de Elikesh. El joven que forjó ese
cuchillo usó runas y su propia sangre para atarse a la hoja. Las runas pueden
actuar como un… —hace una pausa, como si estuviera buscando la palabra
correcta—, recinto —dice finalmente—. Atrapan la magia necesaria dentro de los
objetos, como un cuchillo. O dentro de... la gente. También pueden forjar una
conexión.

He oído hablar de tales cosas, pero solo en el folklore. Incluso he visto


runas, están grabadas en algunas de las piedras antiguas dentro del templo. Pero
esos métodos de magia son antiguos y arcaicos, practicados cuando aún vivían
los últimos dioses. Ni siquiera creo que los dioses de tierras lejanas usen todavía
runas.
Sentada sobre mis talones, toco la marca sobre el pecho derecho de Alexus.
Él toma el cuchillo, lo vuelve a envainar y toma mi mano entre las suyas,
presionando mi palma contra su piel calentada por el fuego.

—El Cuchillo de los Dioses llama a Un Drallag, Raina —susurra—. Ha estado


intentando, todos estos años, volver a las manos de su creador. Su refugio, su
hogar.

Una pregunta revolotea en mi mente, perseguida por una respuesta que


estoy segura de que ya sé.

Con el corazón acelerado, pregunto de todos modos, mis dedos vacilando


alrededor de mis palabras.

—¿Y lo ha hecho? —señalo—. ¿Finalmente encontró su hogar?

Un nudo se acumula en mi garganta y la tensión en mis dedos mientras


espero su respuesta.

Él levanta una mano a mi mejilla y traza la curva de mi mandíbula,


mirándome con esos ojos de otro mundo.

—Sí.
27

Alexus Thibault es Un Drallag.

El hechicero que forjó el Cuchillo de los Dioses. Un Habitante del Este de


la Tribu de Ghent.

Un hombre de trescientos años.

Me duele la cabeza por todos los pensamientos que rebotan en mi mente.


Sus hilos de vida. Están tan deshilachados porque están hechos jirones por la
edad. Y la magia del Verano en la hoja, él podía verla porque es lo
suficientemente mayor como para haber aprendido a leerla, posiblemente en las
Tierras del Verano. Y ahora tiene sentido por qué el Cuchillo de los Dioses se
calentó contra mi muslo en los minutos antes de que él llegara al Verde y cada
vez que estaba cerca.

Porque sabía que su creador estaba ahí.

Me siento tan quieta, mirando sus ojos tormentosos, sin saber qué sentir.
De alguna manera, había sentido su antigüedad. Exuda permanencia, segura e
incesante como las estrellas en el cielo. Me ha atraído esa parte de él desde el
momento en que nuestros ojos se encontraron por primera vez.

—Di algo —señala.


Toco su pómulo afilado, acaricio su frente fuerte con dedos temblorosos,
luego paso mi toque a través de sus suaves labios. Sostiene mi mirada todo el
tiempo, dejándome estudiarlo, dejándome pensar.

—Deberías ser mi enemigo —señalo.

Es un Habitante del Este. Le han quitado tanto a Tiressia. Tanto a mí.

—Sí. Si el lugar de nacimiento decide quién es bueno y quién no, entonces


deberías odiarme.

Pero no es así, y lo sé. También sé que huyó de una vida que no quería, un
deber que no eligió, todo para hacer un mejor camino para él y su familia.

Y yo, mejor que nadie, lo entiendo.

Deslizando mis manos sobre sus hombros y subiendo por su cuello hasta
su cabello, me inclino más cerca. No quiero hablar más. Su aliento es cálido en
mis labios, y sus manos fuertes suben por la parte posterior de mis muslos.
Puedo sentir lo rápido que está respirando, la dureza de su cuerpo contra el mío
mientras me acerca.

Sus ojos se agitan con conflicto cuando me mira. Lo beso de todos modos,
y él acepta el contacto, abriendo esa boca encantadora para mí, pasando sus dedos
por mi cabello, acercándome más hasta que mi cuerpo se presiona contra el suyo.

Calor buscando calor.

Él deja un rastro de besos a lo largo de mi garganta y más abajo, saboreando


la carne tierna en el escote de mi corpiño. Desafortunadamente, rompe el beso
y un gemido resuena en la parte posterior de su garganta.

—Raina —Me aparta el pelo de la cara y me sujeta las mejillas con las
manos—. No quieres esto. Crees que sí, pero créeme cuando te digo que no —
Un destello de culpa pasa por sus ojos—. Ya he dejado que esto vaya demasiado
lejos. Déjame terminar lo que necesito decir, y luego podrás decidirte, pero no
antes.

Mi corazón se hunde. ¿Qué más puede decir? ¿Cuántos secretos puede


tener un hombre? No quiero más verdades y revelaciones. Solo quiero que todo
esto desaparezca, no sentir que estoy siendo empujada hacia una colisión
horrible e inevitable.

Me siento, deseando que haya algún lugar a donde ir, pero no lo hay, y de
todos modos, quedo cautivada de nuevo en el momento en que gira su mano,
revelando más cicatrices en la parte inferior de su antebrazo.

—Estas runas me unen al Cuchillo de los Dioses —Toma mi mano y


presiona mis dedos contra la cicatriz en su pecho una vez más—. Pero estas, y
las marcas en mi espalda, son para otra cosa completamente distinta.

Aparto la mano, haciendo todo lo posible por mantener la cabeza despejada.


Si la colisión es inevitable, que venga.

—Dime —digo.

—Cuando el espectro me tuvo en el suelo, cuando me besó, me mostró


todos los males que he hecho. Hay muchos agravios, pero te juro que he pagado
diez veces mis crímenes.

El tono de su voz suena como una campana del fin del mundo dentro de
mi cabeza.

—Un Drallag —Deletrea la palabra con las manos—. ¿Sabes lo que significa
ese nombre?

—No —le digo. No estoy segura de que incluso mi padre supiera lo que
significaba.

—Significa El Recolector. Bajo la orden del Rey Gherahn, me vi obligado


a vagar por las Tierras del Este y reunir hechiceros para el servicio del rey
durante la Guerra de Tierras. Aquellos que se negaron... —Dirige su mirada hacia
el fuego—. Los que se negaron murieron. A mi orden.

Una sensación de malestar se arremolina en la boca de mi estómago.


También hay historias de esto. No de Un Drallag matando a sus compañeros
hechiceros, sino del rey haciendo que su propia gente fuera ejecutada por no
querer pelear en una guerra que no significaba nada para ellos.

Alexus hizo eso. Tomó la vida de las personas. No sus enemigos, y no robó
brujos a otra parte del país. Muerte: segura y definitiva.
—Me he ganado el título de Coleccionista de Brujas —continúa—. Pero en
el momento en que tuve la oportunidad, hui de esa vida y vine al valle con mi
esposa y mi hijo recién nacido. Prosperamos durante un tiempo, hasta que el rey
envió cazadores a buscarnos —Se encuentra con mi mirada llorosa—. Mataron a
mi familia antes de que pudiera hacer algo para detenerlos. El espectro de Helena
se aseguró de que reviviera ese momento y tantos otros.

No puedo hacer que mis dedos funcionen, demasiado desgarrados por la


emoción para responder. No sé si odiarlo por su pasado o compadecerlo. La cosa
es que tengo la sensación de que no ha terminado, que este no es el momento
del impacto.

No aún.

—Se pone peor —dice, como si supiera mis pensamientos—. Sufrí después
de que los mataron y estaba determinado a traer a mi familia de regreso a la
tierra de los vivos. Pasé meses viajando por el mundo, barco a barco y de costa
a costa. Hablé con magos, brujas y hechiceros e incluso con un godling, hasta
que finalmente sentí que podía intentar lo impensable. Y lo logré. Algo así. Fui
al Mundo de las Sombras, pero no salí solo.

Cierro los ojos. El mundo está girando.

—¿Tu esposa? —pregunto, con manos temblorosas—. ¿Tu hijo?

Cuando abro los ojos, él niega con la cabeza y toca la runa en su pecho
mientras unas cuantas lágrimas diminutas se acumulan en los anillos de pestañas
oscuras que ensombrecen sus ojos.

—Mi cuerpo es una jaula, Raina —señala—. Estas runas son una trampa. Se
necesita toda la magia que poseo, junto con estos límites rúnicos, para mantener
controlado ese poder. Cuando lo canalizo para mi propio uso, como lo hice en
el camino, existe el riesgo de que se escape, de que no pueda bloquearlo —Su
voz sale como un susurro—. Casi no pude contenerlo antes. Hace cien años, era
mucho mejor empuñándolo, pero no lo he necesitado en tanto tiempo que soy
más débil de lo que quiero ser. Esa incapacidad para controlar este poder es la
razón por la que te dije que me dejaras. Tenía tanto miedo de lastimarte o de
causar que mi magia colapsara y soltara esta cosa, pero fue tu presencia lo que
me hizo ganar la pelea.
Lo miro, preguntándome qué podría haber traído del inframundo que
podría causar tanto daño. Los espectros poseen poder, pero no devastan franjas
enteras de tierra y cualquier otra cosa que pueda interponerse en el camino.

—Solo dilo —demando, cada músculo de mi cuerpo tensándose—. ¿Qué es


esta cosa dentro de ti?

Sin vacilaciones ni preámbulos, finalmente llega la colisión.

—Es Neri —señala.

Minutos después, estoy caminando a lo largo de la cueva en calcetines. Me


siento asaltada, lo suficiente como para que el estupor de una cara bonita, ojos
misteriosos y un cuerpo hermoso, un hechizo bajo el cual he estado durante días,
se haya evaporado. Quería saber todo lo que Alexus acaba de decirme, incluso
lo pedí. Pero mi mente ya no puede resolver las cosas.

Aunque hemos descansado, todavía estoy privada de sueño y medio


muerta de hambre, viviendo de un poco de carne de cuervo, trozos de fruta y
agua dulce. Mis nervios están más que alterados, y aunque me siento más lúcida
que en días, mi mente es un caos absoluto. Alexus tiene a Neri, de todas las cosas,
dentro de él. Incluso si Neri es solo en parte responsable del gobierno del Rey
Helado, sigue siendo un dios muerto y cruel que debería ser olvidado de forma
segura en los Confines del Infierno.

Durante varios minutos insoportables, estoy segura de que Alexus está


mintiendo, pero cuando le pregunto si está mintiendo y lo niega, siento la verdad
en él.

Se pone de pie y se apoya contra la pared de la cueva, con los brazos


cruzados sobre su pecho desnudo, observándome. Dejo de caminar y le lanzo su
camisa.

—Póntela.
Estoy enojada. Confundida. Molesta. No sé qué significa nada de esto, pero
no necesito que todos esos músculos arruinen aún más mis pensamientos. Se ha
hecho suficiente daño tal como está. No es de extrañar que pareciera antiguo. Ha
estado vivo durante tres malditos siglos, y un dios, viejo como un milenio, lo
habita.

Me cubro la cara con las manos y trato de estabilizar mi respiración.

Al menos nosotros no…

Por lo menos no me dejo...

Neri podría haber estado tan fácilmente dentro de mí. No estoy segura de
cómo funciona eso, si Neri lo hubiera sabido, pero para mí, no habría habido
vuelta atrás. Habría sentido su terrible presencia manchando mi núcleo por el
resto de mis días.

Me doy la vuelta, mis manos violentas en su orden.

—Hay más. Lo sé. Dilo.

—No hay más. Se ha dicho todo lo que necesitas saber, y terminó tal como
pensé que terminaría —Levanta las manos en fingida defensa, pero veo una
pizca de irritación en sus ojos—. Y con razón. No te culpo por tu disgusto. Tenía
la sensación de que la verdad podría detener las manos y los besos errantes.

—¡Entonces deberías haberme dicho antes! ¡Y no tengo manos errantes!

Con las fosas nasales dilatadas y los tendones tensos en el cuello, se aparta
de la pared.

—Oh, sí. Las tienes. ¡Y lo intenté! —Pasa un momento y la tensión de su


cuerpo se alivia un poco—. Te dije que tenía oscuridad dentro de mí. Tú querías
que nuestras tinieblas fueran amigas, si no recuerdo mal. Amigas muy desnudas,
por cierto.

Se encoge de hombros en su túnica, tirando de la tela por su torso tenso.


Lo miro fijamente, demasiado desconcertada para saber qué hacer.

—Detente —Su voz rompe el incómodo silencio—. No me mires como si


fuera un fenómeno de la naturaleza.
—Eres un fenómeno de la naturaleza.

Su mirada se vuelve oscura y fría.

—No. Soy la salvación y la condenación de Tiressia, aunque nunca he


querido ser ninguna. Mantengo a Neri atado para que no pueda causar estragos
en las Tierras del Norte ni en ninguna otra parte de este imperio. Hace tres siglos,
salí a trompicones del Mundo de las Sombras con el corazón destrozado,
luchando contra una maldita deidad que me usó para escapar de su castigo eterno
y estaba listo para destruir el mundo —Sus ojos brillan a la luz del fuego—. Y
gané. Un pequeño agradecimiento podría estar en orden.

Sus palabras se hunden, y me pregunto qué habría pasado si hubiera dejado


que Alexus muriera en el Verde. ¿Neri también habría muerto? ¿O habría sido
liberado?

—Habrá más vida después de esta —prosigue—. Verás a tu hermana, y


decidirás tu futuro a partir de ahí. Si no llego demasiado tarde para salvar a
Colden, el reino y el valle se reconstruirán. Si llego demasiado tarde, supongo
que me embarcaré en una misión para salvar este imperio, y tú irás a los mares
y terminarás con alguien que te hará una mujer muy feliz —Suspirando, pasa
una mano por su cabello y apoya su mano en su cadera—. Solo tenemos que
salir de esta construcción abandonada por los dioses primero sin hacer cosas de
las que nos arrepentiremos.

Nos quedamos allí, respirando con dificultad, como si hubiéramos escalado


los acantilados con nuestras propias manos. Antes de que pueda responder, un
aullido infernal atraviesa la noche. Los caballos se sientan, con las orejas
aguzadas, y Alexus y yo miramos hacia el túnel.

Levanta una mano apaciguadora.

—Todo está bien. Los lobos solo vagan, buscando sangre después del
desastre que dejamos en el bosque.

Sangre.

Deslizando mi mano debajo de mi brazo, meto dos dedos dentro del agujero
en mi corpiño donde las rocas se clavaron en mi piel. Me estremezco. La herida
irregular arde cuando la toco, y está húmeda y pegajosa.
Pongo mi mano ensangrentada entre Alexus y yo y levanto mi brazo para
mostrarle el corte.

Su rostro palidece, e inmediatamente cruza la distancia entre nosotros e


inspecciona la herida, con una mano firme en mi cintura.

—Dijiste que estabas bien.

Me limpio los dedos en los pantalones y me alejo de él.

—Pensé que lo estaba.

Otro aullido sobrenatural se arrastra hacia la cueva, seguido de otro y otro,


como si los animales estuvieran comunicando una advertencia al otro lado del
barranco.

—Te lo dije antes. Los lobos no nos harán daño. Tengo al Dios del Lobo
Blanco dentro de mí, por el amor de Dios —Agarra el gambesón y se lo pone—.
Voy a echar un vistazo y recoger más maleza. Deberías curar esa herida y
consultar las aguas para que podamos decidir qué hacer a partir de aquí. Ya sabes
a quién buscar.

Se mueve hacia el pasadizo que conduce a la boca de la cueva, pero duda.


Después de un momento, se da la vuelta y retrocede, viniendo directamente
hacia mí.

Cuando me alcanza, me presiona contra la pared de la cueva y me besa con


tanto fervor como siempre, sin importar sus palabras sobre futuros y
arrepentimientos.

Debería alejarlo. Esto nunca terminará bien. Pero no puedo. Un toque de


su lengua a la mía, y nada más importa excepto nosotros.

Se aleja y pasa su pulgar por mis labios.

—Raina Bloodgood, tu boca será mi ruina —Con ternura, besa mi frente,


luego se da vuelta para irse. Antes de entrar en el charco de oscuridad sangrienta
que se derrama desde la entrada de la caverna, mira por encima del hombro y
levanta un dedo—. Volveré en breve. Quédate. Aquí —Ladea esa cabeza oscura—
. Y por todos los dioses, escúchame esta vez.
En el momento en que desaparece, presiono mis dedos en mi boca,
deseando poder atrapar la sensación de hormigueo que deja cada uno de sus
besos.

Estoy. En. Tantos. Problemas.

Por un tiempo, me siento junto al fuego, toda esta nueva información


hierve a fuego lento y se cuece en mi mente. Fuera de las complicaciones con
Alexus, el Príncipe del Este pretende conquistar la Ciudad de la Ruina y levantar
a Thamaos. No viví cuando los dioses gobernaban, y siempre he estado
agradecida por eso. No quiero vivir en un mundo donde reine Thamaos, lo que
significa que tengo que evitar que eso suceda.

Cojo el plato de mi madre. Alexus y yo no hemos estado separados en días,


y en su ausencia, estoy agradecida por la distracción de escudriñar. Pero antes
de que pueda comenzar, mis ojos se fijan en la espada de Alexus, apoyada contra
la pared de la cueva.

Debería llevársela.

No. Me quedaré aquí. Volverá pronto; sé que lo hará. Él es infalible e


incesante y una serie de otras palabras con las que lo he pintado. Y tiene el
Cuchillo de los Dioses.

Agarro la hoja del Este y me pincho la punta del dedo. Una brillante gota
de sangre se forma y espera a caer mientras mi mente analiza mis opciones.
Podría comprobar cómo estaba Helena o buscar a Finn como hubiera querido
hacer antes de que las cosas se complicaran, pero Alexus tiene razón. Sé a quién
tengo que buscar.

Con un giro de mi mano, mi sangre salpica en el agua.

—Nahmthalahsh. Muéstrame al Príncipe del Este.

Esta vez, no hay sombras, humo o niebla, solo una imagen en movimiento
que se desarrolla en la superficie violeta del agua.

El príncipe monta a caballo, con un manto rojo ondeando a su espalda. Le


siguen una treintena de guerreros y una bandada de cuervos. Están en la madera,
pero no dentro de esta construcción. Al menos no parece que estén dentro de
esta construcción. Viajan duro, en una carretera, no en un camino. Los árboles
están ligeramente cubiertos de blanco, sus hojas otoñales y sus ramas
puntiagudas acunan una nieve temprana. Las ráfagas soplan suavemente en el
viento, y los últimos rayos del sol poniente atraviesan el dosel del bosque, la luz
cálida y vacilante.

En la distancia cercana, detrás de un velo resplandeciente de protección, se


encuentra un castillo, un monolito oscuro que se eleva sobre los árboles de hoja
perenne, sobresaliendo de la tierra como una de las montañas al este y al oeste.

Mi pulso truena.

El Príncipe del Este está a punto de tomar Invernalia.

No tengo tiempo para considerar qué hacer. El sonido de pasos y


respiraciones pesadas llena el pasillo que conduce al exterior.

Tan rápido como puedo moverme, agarro el cuchillo del Este y me lanzo
hacia la pared al lado de la entrada donde ese charco de oscuridad sangrienta se
derrama en la cueva. Presiono mi espalda contra las rocas y levanto mi arma.

Una forma alta con una capa escarlata y pantalones de cuero bronce surge
de las sombras, hacha en mano.

No lo dudo

Con toda la fuerza que me queda, bajo mi espada.


28

El barranco Frostwater corre de norte a sur, justo al este del Camino de


Invierno y muy al norte de mi refugio de caza. Esta gran grieta blanca, teñida
del tono de las mejillas febriles, es en su mayor parte roca, aunque los arbustos
de hoja perenne y los árboles jóvenes de pino han brotado del antiguo lecho del
río gracias a un verano temprano y lluvioso. La mayoría de los arbustos están
enterrados en la nieve, y saqué lo que pude de los matorrales que crecían por
donde vinimos, así que caminar hacia el norte es la única opción si queremos
mantenernos calientes aquí.

Sigo moviéndome de esa manera, mirando los escarpados acantilados,


pensando en todo lo que acaba de pasar entre Raina y yo, lo que ella todavía no
sabe sobre mí y lo cerca que estamos de lo que se siente como la libertad, aunque
no hay manera de estar seguro a menos que camine hasta el final de la
construcción. No sé hasta dónde llega el encantamiento o cuánto tiempo los
Brujos Caminantes del reino lograrán mantener su magia en su lugar.

O lo que sucederá una vez que crucemos al mundo real.

Sin embargo, juro que la construcción se está debilitando. Silenciosos


crujidos de relámpagos plateados fracturan el profundo cielo rojo, dejando tras
de sí un moretón oscuro. No me atrevería a decírselo a Raina, pero me temo que
el cielo rojo es un reflejo de la miseria que soportan los Brujos Caminantes, la
fisura una señal de su control menguante.
Puede que estemos libres antes de lo esperado.

Todavía cae nieve, pero no hace tanto frío como cuando llegamos, se siente
cada vez más como el frío del hogar, fresco y relajante. Aquí también hay paz,
así que me tomo mi tiempo y le doy a Raina espacio para pensar sin que yo
nuble sus pensamientos. Sé cómo es eso. Ella es todo lo que veo, despierta o
dormida, y no es así como se suponía que iba a ser todo esto.

Entrar. Traer a Raina. Llegar a casa.

Negar mis sentimientos. Mi corazón. Mi cuerpo.

Ese había sido el plan original y el nuevo plan.

Y he fallado en ambos.

Espectacularmente.

Cuando me encuentro con un pequeño matorral de plántulas, recojo la poca


leña que puedo y me vuelvo para dirigirme a la cueva.

Algo choca contra mí por detrás, me quita el aire de los pulmones y me


lanza a toda velocidad hacia una roca cubierta de nieve. Tardo una fracción de
segundo en darme cuenta de que lo que me derribó no es una cosa, sino una
persona.

La leña se esparce por la nieve, y caigo contra la roca, el peso de otro cuerpo
me impulsa hacia adelante mientras mi brazo es torcido detrás de mí. Sin aliento,
me muevo para darme la vuelta, para pelear, pero la persona que me sujeta me
apuñala con una rodilla contundente en el riñón, presionando mi muñeca contra
mi columna, todo mientras su otra mano colosal agarra mi cuello,
inmovilizándome completamente contra la piedra.

—Quédate muy, muy quieto, y escucha —susurra un hombre—. Estamos


siendo observados. No tengo mucho tiempo.

Mi mano libre está extendida sobre la roca. Estiro los dedos y levanto la
palma de la nieve, en un esfuerzo por mostrar un momento silencioso de
rendición.

Se inclina cerca.
—Soy un espía del rey. No me recuerdas. Yo era solo un niño cuando dejé
Invernalia con mi madre hacia las Tierras del Este. Ella era de Penrith —Su
agarre se aprieta y habla con los dientes apretados—. Envié un aviso de que
venía el príncipe. ¿Por qué no hiciste caso?

Dioses. El rumor.

Rostros pasan por mi mente, personas que se ofrecieron como voluntarios


para trabajar en la cadena de espionaje que se ha convertido más en una red, en
realidad. He escoltado a decenas de Brujos Caminantes, Habitantes del Hielo e
incluso personas de los pequeños pueblos mineros de Mondulak Range hasta
Invernalia. Varios ofrecieron sus servicios después.

Este hombre podría ser cualquiera.

—El Príncipe del Este va camino a Invernalia, así que ahora debes
enfrentarte al General Vexx. Y no podré salvarte —Hace una pausa, respirando
con dificultad contra mi cara—. Te hemos estado siguiendo desde que volaste el
maldito bosque. El príncipe dejó atrás a otros, pero fallaron, por lo que ordenó
a su mejor batallón, el mío, por supuesto, que permanecieran en este lugar
infernal y encontraran este cuchillo que ustedes dos han protegido tan
patéticamente —Deja escapar un largo suspiro molesto—. Los guerreros están
bajando de los acantilados mientras hablamos. ¿Dónde está la mujer? Solo puedo
ayudarla si sé dónde está.

—¿Qué quieres con ella? —Me esfuerzo contra su agarre, pero él solo se
inclina.

—Ni una maldita cosa. El príncipe la quiere, probablemente para matarla.


Ella le partió la cara con un corte tan ancho como este barranco. La va a castigar,
estoy seguro, y créeme, no quieres que ella encuentre su ira.

Aprieto los ojos contra la imagen que se forma en mi mente: Raina bajo las
manos del príncipe. Yo lo desollaría vivo, lo colgaría de un árbol y llamaría a
los lobos.

Botas crujen en la nieve. El sonido se acerca.

Se vuelve más fuerte.


Sería muy fácil borrar a estos Habitantes del Este de la existencia, pero es
probable que Raina sea enterrada viva por el efecto dominó con tanta roca suelta
y caída. Tengo que protegerla, pero no puedo confiar en que este hombre sea su
salvador.

—Déjame ver tu rostro.

—Pueden oler tu fuego, Thibault. No pueden verlo, pero pueden olerlo. La


olfatearán. A menos que llegue a ella de antemano.

Aprieto los dientes. —Tu. Rostro. Primero.

Me voltea, y me toma un momento, pero su rostro se registra. Si era un


niño cuando se fue, y si me conocía, hace mucho tiempo que lo olvidé.

Pero lo reconozco. El Habitante del Este pelirrojo al que me enfrenté en


Hampstead Loch. El guerrero con la espada sin sangre que me miró fijamente y
cabalgó hacia el otro lado.

—Me llamo Rhonin —Levanta la vista, solo sus ojos, su aguda mirada
explorando el barranco. Un segundo después, levanta un puño carnoso y se
encuentra con mi mirada—. Perdón por esto, pero te estoy haciendo un favor.

Por encima de él, ese extraño y silencioso relámpago plateado divide el


cielo rojo.

Entonces su puño cae como un martillo, y mi mundo se vuelve negro.


29

El Habitante del Este gira, agarrando mi muñeca con mano firme antes de
que pueda dar en el blanco. Respiro hondo y empujo con más fuerza, pero debajo
de la capa, un rostro familiar me devuelve la mirada.

No es un Habitante del Este.

Es Helena.

El miedo me atraviesa como un fuego ardiente, mi cuerpo está bloqueado


por la indecisión. Espectro sombrío. Eso es todo lo que puedo pensar mientras
sus ojos buscan los míos.

—Soy yo, Raina. Solo yo —Su voz es la suya, y sus ojos son vívidos y
conscientes, su espíritu salvaje de vuelta. No emana ningún olor a podrido, sus
movimientos no tienen ninguna cualidad antinatural y su piel es tan fría como
la mía.

La tensión en mis músculos disminuye, la incredulidad se aferra a mí como


un mal sueño.

Sus cejas se juntan, las lágrimas brotan de sus ojos. —¿Puedes simplemente
abrazarme ahora? —Presiona su frente contra la mía, y vislumbro sus marcas de
bruja ocre teñidas, floreciendo desde detrás de su cuello—. Tuetha tah —susurra,
soltándome la muñeca.
Dejo caer mi espada y cruzo mis brazos alrededor de sus hombros,
apretándola con tanta fuerza que se ríe entre lágrimas.

—Me vas a romper —dice, y la dejo ir, sonriendo tan fuerte que me duelen
las mejillas.

Agarrando sus manos, compruebo si hay congelación. Hay algo, pero no


es grave. Puedo curarla rápidamente.

Sujeto su rostro. Se ve agotada, y su piel está agrietada y enrojecida por el


frío, pero por lo demás, se ve… entera. Sana. Y aunque una pizca de tristeza
ensombrece sus ojos, está sonriendo.

Me preocupaba que no quedara nada de ella cuando regresáramos, que el


espectro hubiera cambiado su mente lo suficiente como para que ya no
recordara quién era. El alivio dentro de mí es abrumador, tanto que no puedo
evitar atraerla hacia mí y llorar.

Una vez que ambas hemos derramado una gran cantidad de lágrimas,
retrocedo.

—¿Cómo? —pregunto.

Se encoge de hombros y limpia mi cara, luego resopla y frota la suya.

—No sé. Fuera lo que fuera esa cosa, se fue un día o dos después que tú. El
tiempo es imposible de seguir aquí. Sentí que me dejaba como un viento que me
chupa, y se fue, chirriando en la madera. Después de que se fue, el árbol que me
sostenía se retiró —Sus ojos se abren con asombro—. ¿Esa era Nephele también?
¿Cómo en el lago?

Levantando las cejas, asiento con la cabeza, comprendiendo su


consternación, aunque temo que estoy a punto de atacarla con todo lo que
necesita saber. Está a punto de descubrir mis secretos y los de Alexus también,
y las historias de espectros sombríos y el Rey Helado y Fia Drumera y los dioses
y el Cuchillo de los Dioses y el posible final de la vida tal como la conocemos.
Pronto podríamos vivir en una era de dioses. O al menos la era de un dios.

Pero no dejaremos que eso suceda. No lo haremos.

Mientras Alexus pueda mantener a Neri contenido, por supuesto.


—¿Cómo me encontraste? —pregunto, atónita por la fortaleza y firmeza de
esta chica, aunque no debería estarlo. Es joven e ingenua a veces, pero en su
interior vive un fuego que pocos poseen. Podría ser una guerrera como ninguna
otra.

Solo necesita la libertad para dejar que ese fuego arda.

Supongo que ahora tiene esa libertad.

—Me dirigí hacia las montañas —responde—, y me encontré con un grupo


de Habitantes del Este muertos. No fue divertido, y no fue bonito, pero le quité
la ropa a uno. Tenía que hacerlo, o iba a morir congelada allí mismo con ellos —
Se frota el lugar sobre la frente donde había estado una herida—. Esperaba que
el General Vexx estuviera entre los muertos, pero ese no fue el caso —Sostiene
su hacha—. Al menos me birlé esto.

Los Habitantes del Este que encontramos debajo de los árboles. Casi mato
a Helena con una de sus espadas.

—Me encontré con un campamento —continúa—. Demasiado nuevo para


pertenecer a los Habitantes del Este. Llevaban días muertos. Después de eso,
seguí tu rastro como Padre me enseñó mientras rastreaba ciervos. Solo había dos
juegos de huellas de cascos que la nieve no había cubierto. Mantuve la esperanza
de que fueras tú. En un punto, las huellas continuaron, pero hubo un terremoto
y las huellas desaparecieron. Seguí adelante, hasta que llegué a un agujero abierto
en la tierra. Solo había una forma de pasar, así que la seguí. No mucho después,
entré en el barranco. Vi humo saliendo de esta cueva. Podría haber sido
cualquiera, pero tenía que saber si eras tú.

Asombrada por ella, tiro de mi cabello sobre un hombro, pensando en


cómo habría sido haber soportado el bosque sola, pero los ojos parpadeantes de
Hel captan mi atención. Toca el dorso de mis manos, mi cuello, mi pecho, sus
ojos muy abiertos, como si recién ahora estuviera notando mis marcas de bruja.
Y supongo que así es.

—¿Qué en las estrellas de los dioses, Raina?

Hago un gesto hacia el fuego moribundo.

—Ven. Siéntate. Necesitamos hablar.


Le cuento todo, empezando por mis habilidades. Le muestro mi habilidad
con la magia del fuego y la curación, quitando sus quemaduras por el frío y
dándole nueva vida a los dedos de sus manos y pies, cortes y moretones, además
de reparar el corte en mi costado.

Cuando termino, le cuento lo que sucedió durante el ataque y todo lo de


después. Incluso lo difícil que fue ver a ese espectro alejarla de mí. Cuando le
cuento sobre el Cuchillo de los Dioses y que Alexus es Un Drallag del folklore
del Este, una mirada inquieta se apodera de su rostro como si estuviera juntando
cosas que no puedo ver.

—Raina, los hombres del príncipe tenían ese cuchillo. Por mí.

Inclino la cabeza y ella lee mi expresión, entendiendo que necesito que me


explique.

—Después de dejarte en lo de Mena, me dirigí a los campos baldíos. Tuve


a Finn y Saira conmigo en un punto, pero nos separamos.

Recuerdo esto de su historia en el lago, pero su memoria se había roto,


probablemente porque el espectro dividió su realidad.

—Llegué a nuestra cabaña —continúa—, pero mi madre y mis hermanas ya


estaban muertas. Me dirigí hacia los campos, pero ahí fue cuando me encontré
con Vexx —De nuevo, se toca la frente, recordando—. Cuando volví en mí,
todavía estaba oscuro. Corrí hacia el Verde y tú estabas allí, pero pensé que
estabas muerta. Estabas acostada tan quieta, al lado del Coleccionista de Brujas, y
yo estaba... irracional. Había sangre por todas partes. Y ese cuchillo, el de la
empuñadura blanca, yacía sobre el Verde. Me... llamaba. A tomarlo. No una voz,
sino un saber. Estaba al lado de tu mano, y quería una parte de ti conmigo, así
que lo tomé.

Se me escapa un suspiro y me llevo una mano a la cara. Dioses. No es de


extrañar que no pudiera recordar lo que hice con el cuchillo.

—Después de eso —dice ella—, fui hacia el este y encontré un camino a


través de la barrera que erigieron, una abertura en forma de cuña llena de
espinas. Corrí a través de Frostwater hasta que no pude correr más —Ella mira
sus manos, pellizcándose nerviosamente una uña—. Estaba devastada. Quería
hacer que alguien pagara.
Me estiro a través del espacio entre nosotras y tomo su mano. Conozco ese
sentimiento. Sé por lo que ella pasó.

—Me topé con los hombres de Vexx en la boca del túnel y me capturaron.
Cuando Vexx vio la espada que llevaba, la confiscó, pero no creo que supiera
lo que tenía hasta más tarde. No hubo urgencia hasta el día siguiente, después de
cruzar el lago. Salió del bosque y ordenó a uno de sus hombres que le trajera el
cuchillo. Después de eso, viajamos más y más rápido. Querían alcanzar al
príncipe; lo recuerdo ahora. Iba por delante con otro grupo. Vexx quería
matarme o al menos dejarme atrás, pero hay un guerrero pelirrojo en ese grupo.
Rhonin, lo llaman. Parece importante, aunque no tanto como Vexx. Exigió que
Vexx le permitiera quedarse conmigo.

—Y, por supuesto, Vexx estuvo de acuerdo —señalo.

—Por supuesto.

El asco me recorre. Quiero matar a los dos hombres, y ni siquiera los


conozco.

Helena mira hacia arriba, y ese fuego suyo parpadea en sus ojos.

—Me di cuenta por la forma en que Vexx estaba actuando que el arma era
importante. Simplemente no sabía cuán importante. Aun así, logré atraparlos a
todos desprevenidos en medio de la noche. Incluso con las manos atadas, robé
el cuchillo del muslo de Vexx y corrí como el viento.

Ella sonríe, y yo también sonrío.

—¿Y Rhonin te dejó ir?

—Así pareció. Vino detrás de mí, y hubo un momento en que estaba a unos
pasos de distancia, mirándome a través de los árboles. Podría haberme llevado,
pero no hizo nada —Se encoge de hombros—. Solo me dijo que corriera.

—¿Y después?

Después estaba el espectro sombrío.

Helena palidece. Toma una respiración temblorosa.


—Todo eso aún no está claro. Recuerdo haberte visto. Estar contigo y
Alexus. Y recuerdo cuando el espectro se fue.

El príncipe tenía que estar mirando. Tenía que saber dónde estaba. ¿Por
qué regresar al interior de la construcción cuando su espectro podría obligar a
Helena a devolver la espada? ¿Por qué poner más en peligro a sus hombres por
una cacería? Dejé la espada desprotegida, y él se abalanzó para tomarla.

Hasta que Nephele lo detuvo.

Me alegro de que Hel no lo recuerde; sufriría con esos recuerdos. Rezo


para que permanezcan enterrados para siempre.

Hablando de rezar, le hablo de Neri. Cuando termino, ella se sienta en un


silencio conmocionado.

—Neri está aquí —dice—. Dentro del Coleccionista de Brujas.

Me siento culpable. Las historias de Alexus fueron difíciles de asimilar para


mí, pero Helena está asimilando aún más. Le he mentido a ella y a todos los que
me conocen desde hace años, pero ella parece perdonar fácilmente. Conciliar lo
que siempre ha creído sobre el Dios del Lobo Blanco con la verdad
proporcionada por un hombre que lo conoce íntimamente es lo que parece hacer
añicos lo que queda de su creencia.

—Neri ha sido una parte muy importante de mi vida —dice—. Si lo que


Alexus dice es verdad, entonces…

Entonces Neri no era un dios tan bueno y protector.

—Neri era manipulador y codicioso —señalo—. Jugando con la vida de los


Habitantes del Norte por su deseo por una diosa. No nos dio al Rey Helado como
guía y autoridad. Nos dio a Colden Moeshka como producto de su venganza.

Apoyando los codos en sus rodillas dobladas, Helena entierra su rostro


entre sus manos. No presiono ni digo nada más. Ella ha perdido mucho. Ahora
está perdiendo al dios vengativo al que reza.

Ella levanta la mirada y exhala como si estuviera despejando su mente.


—No podemos dejar que el príncipe obtenga ese cuchillo, y no podemos
dejar que alcance a Colden —Mi cara cae.

—¿Qué? —dice—. ¿Qué es? ¿Por qué esa mirada?

Miro el plato de adivinación.

—Antes de que llegaras, vi al príncipe en el Camino de Invierno. Iba de


camino a Invernalia.

—Bueno, no podemos simplemente sentarnos aquí —Se pone de pie—.


¿Dónde está Alexus?

—Recogiendo leña, pero ya debería estar de vuelta.

—No estaba al sur. Me habría cruzado con él —Con energía nerviosa


saliendo de ella, se sienta de nuevo—. Creo que viene una tormenta. No hay
truenos ahí afuera, pero hay relámpagos. Podría volverse peligroso, y lo
necesitamos.

Los relámpagos. Lo olvidé.

Agarrando el plato de Madre, me apresuro a salir, vuelvo con un cuenco


de nieve y acomodo el recipiente en las últimas brasas moribundas.
Rápidamente, invoco los poderes de Fulmanesh y, en cuestión de minutos, tengo
un tazón de nieve derretida. De nuevo, me pincho el dedo y remuevo mi sangre
en el agua tibia.

—Nahmthalahsh. Muéstrame a Alexus.

El agua se arremolina y se ralentiza, y una imagen se condensa en la


superficie violeta.

Alexus. Inconsciente. Su cara hinchada y sangrando. Está siendo arrastrado


por el cuello del gambesón a través del barranco por una montaña de un hombre
vestido con pantalones de cuero bronce, un hombre con cabello llameante.

Un sudor frío brota de mi frente y mi corazón late en mi pecho. Parpadeo,


rezando para que esta visión esté mal.
Les siguen más hombres con armas colgadas al hombro. Lucen sonrisas
orgullosas, como cazadores furtivos después de una matanza. No puedo decir en
qué dirección se están moviendo, pero debe ser al norte como dijo Helena,
porque el barranco se ve diferente de lo que recuerdo.

—Habitantes del Este —digo, mi miedo y mi preocupación


transformándose en furia—. Ellos… Ellos lo tienen —Me levanto, sin estar segura
de lo que voy a hacer, pero un ciclón de ira se gesta dentro de mí.

Los ojos de Helena brillan, no con lágrimas, sino con la promesa de una
pelea.

—Bueno, no se lo van a quedar, ¿verdad? —Se levanta y recoge su hacha,


mi espada y la espada de Alexus—. ¿Con cuál eres mejor?

—El cuchillo y el hacha —respondo, como si ella no lo supiera. Quería


darme una opción, pero he entrenado con espadas con ella lo suficiente como
para comprender que necesita la espada si hay cabezas a punto de rodar.

Ella me entrega las armas más pequeñas.

—Ponte las botas y toma tu capa. Nos vamos de cacería.


30

Me despierto con el aplastante impacto de una bota que golpea mis costillas.

Las patadas acaban por cesar y una tos jadeante brota de mi pecho, lanzando
sangre y nieve al viento. Estoy tumbado a varios metros de una hoguera en la
que unas cuantas docenas de hombres se sientan a reír, mirar y animar. Me han
despojado de mi gambesón, mi túnica está mojada y se me hiela la piel. No puedo
ver por el ojo derecho, siento que me aprietan la garganta con dos manos y me
duele el cuerpo como si alguien me hubiera hecho rodar por los acantilados y
me hubiera dejado caer al fondo del barranco.

En lo más profundo de mi ser, Neri se enfurece en su jaula, haciendo sonar


mis huesos.

Otra rápida patada, esta vez en el estómago, seguida de un pisotón en el


pliegue de la rodilla, hace que un dolor fresco y caliente irradie por todas partes,
lo suficiente como para que la miseria casi me haga perder la conciencia. Aun
así, me aferro a ella, con desesperación.

Raina. Está sola y me buscará.

No puedo dejar que eso ocurra.

—Por fin vuelves en sí —dice una voz.


Un pie calzado me da un empujón en el costado hasta que me veo obligado
a girar, cayendo de espaldas. Grito. Mi pierna está dañada y mi cuerpo está
agobiado.

Sobre mí, el mismo cielo rojo se cierne mientras las ráfagas de viento se
arremolinan y descienden. Una figura se inclina sobre mí, obstruyendo la vista,
y parpadeo para alejar la nieve y las lágrimas para verle.

—Deberías haberme matado cuando tuviste la oportunidad —dice. Una


sonrisa cruel se dibuja en sus labios.

Cierro los ojos y los aprieto con fuerza, aunque sólo sea para memorizar el
despiadado arrepentimiento que me recorre. Sabía que era importante por su
armadura, su bandera, su caballo.

Y, aun así, no me tomé el tiempo de destruirlo.

Su larga melena gris trenzada conserva los escasos restos de pintura de


guerra, la laca bermellón lavada por la nieve. Su armadura ha desaparecido, pero
lleva los cueros de bronce de sus hombres y el hedor de la muerte.

Cuando se pone en cuclillas a mi lado, me llevo instintivamente la mano al


Cuchillo de los Dioses. Una vez más, mi cuerpo no se mueve como yo quiero,
mis manos son torpes y mis movimientos, forzados.

—¿Buscas esto? —Me levanta el arma y gira la muñeca mientras examina


la hoja. Me mira de reojo con ojos del color de una tormenta de nieve—. Te reto
a que intentes quitármelo. Se supone que no debo matarte hasta que tenga el
cuchillo y a la mujer, pero viendo lo que les hiciste a mis hombres, me siento
bastante despiadado.

—Si has visto lo que soy capaz de hacer —le digo, escupiendo sangre a sus
pies—, entonces deberías estar aterrorizado ahora mismo.

Él echa la cabeza hacia atrás y se ríe.

—No hay nada que temer. Estás atado, Coleccionista.

Lo siento entonces, el frío peso que me envuelve el cuello, las muñecas, los
tobillos. Arrastro una mano pesada hasta tocarme la garganta y recorro con las
yemas de los dedos la corta longitud de hierro que hay allí, presionando mi
gaznate. Unas apretadas esposas me cortan las muñecas y los tobillos, unidos por
cadenas.

Neri no está furioso. Está en la miseria.

Y yo soy impotente.

—Sé quién eres, Un Drallag, y lo que hay dentro de ti —dice el hombre


que debe ser el General Vexx—. El príncipe también lo sabe.

—Eso es imposible. —Pero obviamente, no lo es.

—Te sorprenderían las historias que los espectros están dispuestos a


compartir sobre su tierra natal. Como la de Un Drallag que viajó a los Confines
del Infierno cuando su intención era viajar a los Campos Empíreos y salió con
un dios entretejido en su alma. Fue necesario que el espectro te probara y entrara
en tu memoria para asegurarse de que tenía razón sobre quién eras. Fue hace
trescientos años. El príncipe sintió algo inusual en tu amiga, pero una vez que el
espectro estuvo seguro de que eras Un Drallag, se aseguró de que el Príncipe del
Este supiera exactamente a qué nos enfrentábamos. Los muertos lo cuentan todo,
amigo mío.

El Príncipe del Este sabe sobre mí. Sobre Neri. Todo por culpa de los
malditos espectros.

El General se acerca.

—Me pregunto qué historias revelarás una vez que cruces las oscuras
orillas de los Confines del Infierno. Ahí es donde vas. Lo sabes, estoy seguro. El
príncipe tiene un plan, y no incluye tu interferencia, ni que Neri sea liberado.
Lo necesitamos de vuelta donde pertenece. En el Mundo de las Sombras.
Afortunadamente, aún está enjaulado, porque de alguna manera sobreviviste al
príncipe —Levanta el lado de mi túnica—. Sin ninguna herida, debo añadir.

Mi mente se queda con dos partes de lo que acaba de decir. Cuando el


príncipe le habló a Raina de necesitar la cosa que sintió en su espalda donde
debe estar, no estaba hablando del Cuchillo de los Dioses como yo había creído.
Estaba hablando de Neri. Él sintió a Neri sobre Raina por mi culpa.

Segundo...
—¿Qué plan? —De nuevo, escupo sangre al suelo, mi boca comienza a
llenarse al instante.

Él sonríe, como si supiera que iba a preguntar.

—El plan para que el príncipe aproveche la magia en la Ciudad de la Ruina.


Los huesos de los dioses deben reunirse con sus almas. Los resucitaremos del
Mundo de las Sombras y los mantendremos contenidos, mientras el príncipe
desvía su poder. Sin embargo, no pueden estar ensuciando toda la creación de
Loria, o nunca los capturaremos. Es por eso que debemos enviar a Neri de vuelta
a los confines de las tinieblas. Por ahora. Hay un método en la estrategia del
príncipe. Pronto tendremos al Rey Helado, una forma de debilitar a Fia
Drumera. La ciudadela caerá, el Príncipe del Este reclamará la Arboleda de los
Dioses, y el imperio roto de Tiressia tendrá un gobernante.

—Un gobernante con el poder de Thamaos, Neri, Asha y Urdin. ¿Eres tan
tonto como para pensar que esto es sabio?

—No soy tonto —responde—. Un tonto creería que Tiressia puede


prosperar dividida. El príncipe quiere unificar las tierras.

—O eso es lo que te dice. El poder corrompe. Y él ya está corrompido. ¿En


qué crees que se convertirá sin límites?

Tras un momento ponderado, el hombre se pone de pie, ignorando mis


últimas palabras.

—Levántalo. Encontrémosla y acabemos con esto de una vez por todas.

Sólo a medias, veo al hombre pelirrojo, Rhonin, caminando hacia mí. Con
el campamento y Vexx a sus espaldas, mete la mano en el cuello y saca algo de
detrás de su chaqueta de cuero de bronce. Algo que cuelga de una gruesa cadena
alrededor de su cuello.

Nuestras miradas se encuentran y él guiña un ojo.

Una llave de hierro.

—Si esto fuera un favor —susurro—, no me ayudes nunca más.


Rhonin deja que una sonrisa tiente su boca, pero luego la mata y vuelve a
meter la llave en su escondite. Él y una mujer me agarran por debajo de los
brazos y me ponen en pie.

Casi ahogado por la banda de hierro que me rodea la garganta, vomito


sobre la nieve. Es imposible no hacerlo una vez que el mundo se inclina. No sé
cuántas veces me pateó Vexx ni qué me hizo en la rodilla, pero se aseguró de
que no lo olvidara.

Y no lo haré.

Algunos de los guerreros se mantienen sentados cerca del fuego mientras


otros toman las espadas o las hachas. Unos pocos echan mano de las antorchas
que yacen arrojadas en un montón. La mayoría de los nudos de pino se han
quemado hasta la mitad de su tamaño original, pero son los mismos que los del
Este utilizaban en el valle. Han estado conservando.

Encienden las antorchas en las llamas de la hoguera, entregan una al general


Vexx y un pequeño grupo de nosotros camina, con Vexx a la cabeza. Su forma
alta y delgada se mueve como un fantasma, su pelo ceniciento se agita con el
viento, mezclándose con el paisaje invernal.

Si sobrevivo a esto, tendré su cabeza.

Con Rhonin a mi lado, hacemos el camino en silencio, salvo por el horrible


ruido de mis cadenas. La nieve amortigua el sonido cuando tropiezo, que es casi
a cada paso gracias a mi rodilla palpitante. Mis cadenas son pesadas, pero no soy
un dios y, afortunadamente, no siento ninguna agonía que me queme la piel.
Sólo siento una inquietante vibración en el pecho, una tormenta de viento
atrapada que gira en torno a mi corazón.

Invoco energía, mi magia, cualquier cosa, pero el hierro reduce a cenizas


el poder de Neri y mi magia. Después de todos estos años, los dos están tan
entrelazados que apenas puedo distinguirlos.

Hay once guerreros y su General, si no cuento a Rhonin, que se dirigen a


buscar a Raina. No tengo medios para luchar contra ellos, ningún recurso. Y
ellos lo saben. No hay ni un ápice de inquietud entre ellos mientras me conducen
hacia el interior del barranco, hacia las cuevas.
Finalmente, el olor del humo del bosque tiñe el aire. Me obligo a no
reaccionar, pero no importa. Vexx levanta un puño, con la nariz al viento, y nos
detenemos.

Probablemente voy a morir pronto, porque nunca les diré dónde está
Raina, y si la encuentran por su cuenta, acabaré con mi vida intentando salvarla.

Vexx se vuelve hacia mí, sus movimientos son lentos y rígidos, sus ojos
son duros y fríos, y alumbran su antorcha encendida en mi dirección.

—Llámala.

Los otros Habitantes del Este también me miran.

Miro fijamente a su líder y me burlo—: Es mejor que acabes conmigo,


porque me niego.

Vexx se queda mirando un largo momento antes de acortar la distancia


entre nosotros en unas largas zancadas, hasta quedar a escasos centímetros de mi
cara.

—Llámala. O te cortaré la lengua de trescientos años. Y me tomaré mi


tiempo. Hasta que tu mujer venga corriendo porque oye tu miseria sin sentido.

—Ella no puede responder —le digo, mi garganta trabajando contra mis


ataduras—. Nació sin voz.

Arquea una ceja.

—No necesito que responda. Necesito que se muestre. Yo me encargaré del


resto —Desenvainó el Cuchillo de los Dioses de su muslo y presionó la parte
plana de la hoja de hueso contra mi mejilla—. Ahora llámala, o te dejaré tan
silencioso como ella.

—Sólo mátame. No importa cómo me amenaces. No seré la razón por la


que la encuentres.

Vexx gruñe y presiona la hoja con más fuerza en mi mejilla.

—Déjalo en paz —Una voz femenina se transmite en el viento—. Te llevaré


hasta ella.
Vexx gira la cabeza. Los pocos portadores de antorchas apuntan sus luces
a una figura que se encuentra en medio del barranco, envuelta en un manto rojo.
La nieve se arremolina en torno a la forma escultural, y las antorchas proyectan
sombras que compiten entre sí sobre el suelo blanco.

Las espadas se desenvainan y las hachas se levantan, y Vexx baja el


Cuchillo de los Dioses de mi cara.

—Muéstrate —ordena, apuntando con su antorcha a la figura encapuchada.

Las sombras se mueven. Pasa un latido.

—Acércate y lo haré.

Me inclino un poco para escuchar mejor. Es esa...

No puede ser.

Vexx vacila, pero avanza, con el Cuchillo de los Dioses fuertemente


empuñado en la mano. Se detiene a pocas zancadas de la mujer encapuchada.

—Quítate la capucha, o todos los guerreros de aquí enviarán su espada


directamente hacia tu corazón. Tienes tres segundos.

Uno. Dos.

Se retira la capucha y mi corazón se estremece.

Helena.

A mi lado, Rhonin se tensa, y si no me equivoco, incluso jadea. Si el


espectro sigue dentro de Helena, no puedo decirlo. Su aspecto es muy parecido,
aunque es difícil ver la verdad con la nieve, la luz de las antorchas y las sombras.
El espectro es escurridizo, eso lo sé. No puedo confiar en la chica que tengo ante
mis ojos.

—Bueno, bueno —dice Vexx—. La Ladrona de Cuchillos. Nos encontramos


de nuevo —Hace un gesto a dos de sus guerreros—. Revísenla en busca de armas.
No olviden lo rápida que es.

Helena es tan joven, apenas marcada como adulta en términos del Norte.
Y, sin embargo, por la forma en que está allí, con los brazos levantados a los
lados, la barbilla alta, la columna vertebral fuerte y segura, parece tener mil años,
segura como cualquier diosa, cualquier reina. No hay ni un solo rastro de
presencia antinatural, ni ningún indicio de la muchacha agitada del lago, y tengo
que preguntarme si todo eso fue obra de los espectros, y si ésta es la verdadera
Helena.

Los guerreros la despojan de su capa, sin revelar ningún arma. Ya no está


vestida de oro, el material vulnerable de su vestido de seda. En su lugar, está
vestida con las pieles de bronce de los hombres de Vexx.

El general se lleva las manos a la espalda, con los pies abiertos, estudiándola.

—¿Mataste a mis hombres y tomaste sus ropas?

Un viento atrapa su pelo, hace volar su aroma en mi dirección. No huele a


flores, pero tampoco huele a pozo del mundo.

—No —le responde a Vexx—. Sus hombres ya estaban muertos, pero sí,
tomé sus ropas —Ella se mira a sí misma y se encuentra con su mirada de
nuevo—. Claramente.

Cuando Vexx se aproxima, merodeando hacia ella, sus guerreros se alejan


y Helena baja los brazos. Fija sus ojos brillantes en Vexx mientras se acerca.

—Raina Bloodgood está muerta —le informa—. Esa es la única razón por la
que te llevaré con ella.

Al oír sus palabras, me tiemblan las rodillas, pero Rhonin me levanta. Aun
así, me balanceo sobre mis pies, con un vacío bostezando dentro de mí,
tragándose mi corazón.

Helena debe estar mintiendo. Debe estarlo.

Vexx se encuentra con ella de pies a cabeza, nariz a nariz. Con una mano
ligera, aparta el pelo azabache de Helena de su cara, lo retira a la altura de la sien
y le pasa un pulgar por la ceja inclinada. Ella se estremece ante su contacto.

—Qué raro. La última vez que te vi, todavía llevabas la marca sangrienta
de mi puño —Me devuelve la mirada y, por primera vez, Helena me mira—. Es
curioso que las heridas sigan desapareciendo —añade—. Tendré que hacer un
mejor trabajo la próxima vez —Vexx se enfrenta a Helena—. Si estás mintiendo,
chica, te arrastraré desde aquí hasta Invernalia detrás de mi caballo, y disfrutaré
cada segundo. Ya me has costado bastante —Con eso, da un paso atrás y hace un
gesto con el brazo—. Ahora, guíe el camino, mi señora.

Ensanchando los hombros, Helena se vuelve hacia las cuevas. Vexx coloca
dos guerreros a sus lados, y él se queda justo detrás. Lo que sea que haya pasado
entre estos dos antes de que Helena nos encontrara a Raina y a mí, los convirtió
en enemigos.

Un gemido ahogado, medio suspiro, retumba en el fondo de la garganta de


Rhonin. Lo miro mientras cojeo, mirando hacia donde se esconde la llave, pero
hay hombres por todas partes… delante, detrás, al lado, y él sólo mira hacia al
frente, concentrado en el paisaje escarpado y nevado.

Y en Helena.

Al alcance de la luz del fuego, sube la pendiente áspera y llena de cantos


rodados que conduce a la misma cueva donde dejé a Raina.

Vexx lanza una sonrisa malvada por encima de su hombro.

—Asegúrate de traer a Drallag.

Rhonin me empuja hacia delante, con el pulso retumbando en los puños de


mis muñecas. Ya puedo sentir un zumbido en el aire, la forma en que la
atmósfera se diluye en torno a una crisis que se avecina. Pero no sé cuál es esa
crisis. O bien he encadenado mi alma a los Confines del Infierno de forma aún
más segura al condenar a Raina a una muerte temprana, o bien hay algo más por
delante que podría hacer que me cobrara aún más vidas. No es que importe.

Me guste o no, mi alma es irredimible.

Con pasos torpes, subimos hasta que Helena dice—: Está justo delante.
Sígueme.

En el momento en que esas palabras salen de su boca, Vexx nos detiene,


sus guerreros se detienen, cada uno dispersado a pocos metros de otro por la
ladera. Los dos guerreros que siguen a Helena la agarran, y de nuevo, ella mira
a la cueva y luego a mí, esta vez con ojos muy abiertos y preocupados.
Vexx apoya un pie en una roca y apoya las manos en las caderas. Señala
con la cabeza a los dos guerreros que la flanquean, uno de los cuales sostiene
una antorcha.

—Ustedes dos. Adelante —Mira con atención a un hombre y una mujer a


su derecha—. Y ustedes dos, sujétenla. Ella se mantiene a la vista.

El hombre y la mujer agarran a Helena, retorciéndole los brazos a la


espalda, mientras los otros guerreros desaparecen en la oscuridad de la cueva, su
luz es un orbe brillante que pronto se apaga. No hay sonido. No hay
movimiento. Sólo un abismo negro en la ladera de un acantilado.

Vexx espera unos minutos, pero cuando los guerreros no regresan, hace
un gesto a otra persona.

—Ve.

Con el hacha de guerra preparada y la antorcha en alto, un Habitante del


Este se adentra en la oscuridad con un toque de precaución en cada paso. La luz
de la antorcha pronto se apaga, y de nuevo, nada.

Vexx mira hacia el cielo rojo y ruge. Se dirige a la cueva y grita dentro de
ella—: ¡Estoy cansado de estos juegos! O vienes aquí y sueltas las armas, o la
sangre de esta chica y la tuya correrá por este barranco como un río. No creas
que no lo haré. Ya he adquirido la parte más importante de esta misión.

Blandiendo el Cuchillo de los Dioses, se dirige hacia Helena, mirándola


fijamente a los ojos. Cuando habla, su voz es lo suficientemente alta como para
que, si Raina sigue dentro de esa cueva, le oiga—: Tu amiga bruja tiene una
oportunidad de vivir —dice—. Ella puede inclinarse ante el Príncipe del Este y
rogar su misericordia por lo que le hizo. No puedo decir que vaya a complacerla,
pero si ustedes dos siguen jugando conmigo, toda esperanza está perdida. Y en
cuanto a ese bastardo… —Hace un gesto con la cabeza hacia mí y agita el Cuchillo
de los Dioses-—, su destino ha llegado. Muy pronto, Un Drallag y Neri dejarán
de existir. Ambos volverán al Mundo de las Sombras, y se habrá eliminado
cualquier posibilidad de que el mayor enemigo de Thamaos sea liberado y pueda
interferir en el plan del príncipe.

Ah. Vexx quiere matarme, no es que no lo supiera ya, pero planea hacerlo
con el Cuchillo de los Dioses, la única arma que puede matar a un dios, para que
el alma de Neri regrese al Mundo de las Sombras, junto con la mía. Pero tal vez
el espectro y el príncipe no saben tanto sobre mí y el Cuchillo de los Dioses
como creen.

Vexx inclina la barbilla de Helena con una mano, luego le da un puñetazo


en el pelo a la altura de la coronilla y la hace girar, de espaldas a él, de cara a la
cueva. Peligrosamente, presiona el Cuchillo de los Dioses contra su garganta.

Dirigiendo su voz hacia la cueva, dice—: Tú decides, bruja. ¿Vive tu amiga?


¿O muere?

Por un momento, no hay nada más que la nieve que cae a nuestro
alrededor, y otro silencioso chasquido de relámpagos helados baila por el cielo.

Entonces, desde las sombras, una figura encubierta emerge de la cueva.


31

Me introduzco en la luz carmesí de la construcción y dejo caer mi cuchillo


ensangrentado y el hacha de guerra del Este. A continuación, me despojo del
abrigo y la espada de Alexus y los arrojo a un lado. Por último, me despojo de
mi capa, para que el enemigo pueda ver que estoy desarmada. No morirán más
inocentes por mi culpa.

Especialmente Helena.

Esto no era como se suponía que las cosas sucedieran. Vimos a los
Habitantes del Este y sus antorchas, y a Alexus, hace media hora, pero atacar a
trece guerreros cuando no teníamos ventaja era imprudente. Cambiamos el
rumbo y planeamos que Helena los atrajera a la cueva donde yo había apagado
el fuego. Los atacaría, uno por uno, cuando entraran en el pasadizo.

Por desgracia, el General tenía otros planes.

—Buena chica —me dice Vexx. Se pone de pie junto a Helena, inclinando
su cabeza hacia atrás en un ángulo doloroso contra su hombro. La punta del
Cuchillo de los Dioses está presionada en su garganta, lista para abrir una vena.
Está viva, por ahora, y eso me da un poco de esperanza.

El General empuja con la barbilla a dos de sus guerreros.


—¿Tengo que decírselos siempre? Armas. Sujétenla. Y que alguien revise
la cueva.

Me quitan de una patada mi única defensa y me doblan los brazos por


detrás. Uno de los Habitantes del Este muerto que los guerreros de Vexx están
a punto de encontrar logró apuñalar mi brazo. Con mi bíceps arrancado de esta
manera, no puedo evitar encogerme por el dolor.

—¡Raina!

Sigo la voz de Alexus. Se acerca al fondo del barranco, haciendo fuerza


contra las ataduras de hierro mientras los guerreros lo mantienen a raya. El
hierro sofoca el poder divino: el poder de Neri. No sé qué significa eso para la
magia de Alexus, pero si pudiera acceder a ella, ya lo habría hecho.

Nuestras miradas se encuentran. Él grita mi nombre una vez más, pero la


mujer que está a su lado le clava el puño en la mandíbula para silenciarlo.

El General suelta a Helena y enfunda el Cuchillo de los Dioses en su cadera,


observándome atentamente mientras avanza hacia mí. Detrás de él, dos mujeres
agarran a Helena y la obligan a arrodillarse.

Vexx no es un hombre excesivamente grande, no mucho más alto que


Helena, pero su presencia es como la de una tormenta creciente sobre el valle,
algo que siento cada vez más cuanto más se acerca. Sus ojos tienen un brillo
mortal, afilado y plateado como el filo de una espada, y su rostro pétreo, con su
piel curtida, ha visto muchas batallas, decorado con las cicatrices que lo
demuestran.

—Todo esto —El general señala la ladera salpicada de Habitantes del Este—
es por tu culpa y la de tu amigo —Ladea la cabeza, mirándome más allá de la
nieve que cae, como si me estuviera desconcertando—. Un Brujo Caminante que
no puede hablar ni cantar. Eso debe haber hecho que decepciones a tu gente.

—¡Cerdo! —grita Helena, retorciéndose contra las mujeres que la


presionan—. Ella tiene más magia...

La detengo con una mirada de advertencia que podría cortar el hielo.

Vexx se ríe, con la curiosidad brillando en sus ojos.


—¿Enserio? Interesante —Me aparta el pelo y me pasa la yema del dedo
por el cuello y la clavícula, trazando mis marcas de bruja.

Después de un momento, parece que se olvida de esa información y me


agarra por el pelo y me obliga a bajar la colina. Detrás de mí, los caballos y
Helena gruñen, probablemente sufriendo el mismo destino que yo.

Nos dirigimos directamente hacia Alexus.

Dioses, quiero correr hacia él. Su ojo está hinchado y los brotes de sangre
salpican su túnica. Está de pie con una extraña inclinación, como si algo estuviera
mal en su pierna.

Vexx y yo estamos a dos pasos del fondo del barranco cuando el mundo
entero parpadea. Es como la luz de una habitación por la noche, cuando una
corriente de aire ha besado la llama de una vela.

La nieve deja de caer, y Vexx deja de caminar, y todos miramos hacia


arriba. Helena dijo que se avecinaba una tormenta, pero esto no es una tormenta.

Como antes, cuando Alexus y yo entramos en el barranco, los relámpagos


blancos astillan el cielo sin un solo ruido. Esta vez, hay miles de arcos de luz
afilados que destrozan la atmósfera teñida de rojo, extendiéndose como grietas
a través de un cristal fino. La sensación constante de la magia de construcción,
la sensación que me acompaña desde hace días, se desintegra, y la luz
deslumbrante del día se abre paso.

Los Habitantes del Este gritan, pero mis ojos tardan unos instantes en
adaptarse y mi mente en asimilar lo que está sucediendo.

Lo que ha pasado.

El Príncipe del Este ganó. Llegó a Invernalia, los Brujos Caminantes no


pudieron resistir más.

—Ya era hora —dice Vexx—. Esta pequeña expedición en el Norte está casi
terminada.

No tengo ni un momento para disfrutar del calor del sol antes de que Vexx
me empuje hacia delante, todavía sujetándome el pelo. Su euforia es evidente en
sus pasos más rápidos y en el endurecimiento de su agarre, el dolor y la repentina
luz del sol hacen que me lloren los ojos.

Tropiezo y me caigo, y un mechón de mi pelo se desprende de las raíces


antes de aterrizar en la nieve. Alguien, que no es Vexx, me levanta y me
inmoviliza las muñecas en la espalda. Sacudo la cabeza, avanzando a
trompicones, parpadeando para alejar la nieve de mis pestañas.

Y así, sin más, estoy de pie, jadeando, a un brazo de distancia de Alexus.

La luz del día ilumina brutalmente sus heridas, y mi cuerpo siente su dolor.
Las cadenas que lo mantienen atado son tan sólidas y gruesas que no sé cómo
sigue en pie.

La forma en que me mira casi acaba conmigo. Veo su miedo y sé que no


es por él mismo.

Es por mí.

—Lo siento mucho, Raina.

Sacudo la cabeza, esperando que sepa que no le culpo. Sólo quiero volver
a esa cueva, acurrucada con él cerca del fuego, escuchando sus historias.

Dioses, ojalá nunca le hubiera dejado marchar.

Una lágrima sale de mis ojos cuando Mannus y el dulce Tuck son guiados
más allá de nosotros, y las mujeres que conducen a Helena la llevan al lado
opuesto de Vexx. El General se dirige al gigante pelirrojo que sostiene el brazo
de Alexus.

—Puedes despedirte de tu pequeña amiga, Rhonin. Se te ha escapado y casi


nos cuesta todo. Seguro que quieres castigarla.

Me late el corazón. Rhonin.

Me inclino hacia adelante, encontrando la mirada vidriosa de Helena. Rezo


para que tenga razón, para que la deje ir. Rezo para que no sea tan malvado como
su General o su príncipe.
Rhonin parece no saber qué hacer o decir, un momento de conmoción pasa
por su rostro como una nube. Alexus le mira, pero Rhonin mantiene la mirada
fija en Vexx.

—Podemos dejarla ir —Mira lo que parece ser un cielo de principios de la


tarde—. No tenemos tiempo para esto. Ella no es nada para nosotros. Nada para
nuestro príncipe o nuestra misión.

Vexx inclina la cabeza y entrecierra los ojos.

—Rhonin, a veces me pregunto si tienes el temple necesario para estar


siquiera en este ejército —Empuja a Helena hacia el del Este—. O la castigas tú, o
lo hará otro.

El músculo de la mandíbula de Rhonin se frunce. Con aparente reticencia,


suelta a Alexus. Tiene los ojos azules, y esa mirada cerúlea encuentra a Helena,
aunque ella está mirando al suelo, con el pecho subiendo y bajando rápidamente.

—Bien —responde Rhonin—. Pero su paliza ocurre en privado. No me


gusta el público.

Vexx observa a su guerrero con atención, la sospecha se filtra por cada


uno de sus poros.

Rhonin le toma con fuerza la muñeca a Helena y la arrastra hacia las


cuevas, acechando la ladera nevada donde otros guerreros retiran los cuerpos de
los Habitantes del Este que maté. Helena lucha, como sabía que lo haría, pero
Rhonin se la echa al hombro y ambos desaparecen en una cueva.

Con el corazón en la garganta y la rabia hirviéndome la sangre, piso el pie


del hombre que me sujeta y me abalanzo sobre mi amiga. Es Vexx quien me
reclama, agarrándose de nuevo a mi pelo y tirando de mí hacia atrás con tanta
fuerza que una punzada de dolor me atraviesa el cuello.

Me empuja hacia delante, conduciéndome colina arriba tras los pasos de


Helena hasta que volvemos al punto de partida.

—Sólo por eso —dice—, vamos a quedarnos aquí y dejaremos que la veas
cuando salga. Aunque sea para su entierro.
Si pudiera liberar mis manos, enviaría fuego a través de este barranco y
acabaría con esto, pero Vexx me sujeta con fuerza, una mano en mi pelo, la otra
apretando mis muñecas, apuntándome al acantilado.

Alexus ruge como si protestara, pero un sonido agónico le abandona y se


calla.

La tierra retumba, las rocas tiemblan y pierdo el equilibrio.

Vexx me sostiene. Se estabiliza a sí mismo.

No puedo ver a Alexus, pero sé que de alguna manera lo hizo.

—No es nada —dice Vexx a sus hombres, riéndose de su miedo—. Sucede


en estas montañas todo el tiempo —Intenta sonar muy seguro, aunque oigo un
nerviosismo inquieto en él, la forma en que su risa se desvanece y muere.

Vexx me aparta, como si fuera demasiado, una interrupción en el


espectáculo de Helena. Intento ver a Alexus, pero mi línea de visión es
rápidamente corregida con un tirón en la cabeza por otras manos.

Todos los del Este que se encuentran en la ladera junto a las cuevas están a
la espera, como monstruos salivados, especialmente Vexx. Por la expresión de
su cara y la forma en que mira fijamente la boca de la cueva, puedo decir que
esto es una prueba para el guerrero del Este llamado Rhonin.

Algo se anima en el aire, y hay otro momento de pausa al otro lado del
barranco. No sé qué es, pero resuena en mi médula. Es algo que nunca he sentido,
una presencia arrolladora que huele a frío si el frío tuviera aroma. Está en todas
partes a la vez, calmando incluso el viento.

Un lobo blanco aúlla en la distancia. Otro y otro. Los Habitantes del Este
se mueven y lanzan miradas cautelosas de uno a otro.

Después de demasiados minutos tortuosos y silenciosos, el grito de Helena


resuena en el barranco, resonando como un toque de muerte. Quiero arrojarme
de rodillas, pero me mantengo firme, tratando de respirar mientras ella grita.

Lo mataré y le arrancaré el corazón. Colgaré su cabellera y todas sus trenzas


rojas de mi cinturón. Maldeciré su nombre de tal manera que cada momento de
vigilia se convertirá en una oración para que no lo encuentren personas como
yo. El Príncipe del Este y su ejército lamentarán que la silenciosa Bruja
Caminante de Silver Hollow haya vivido.

Vexx se encuentra con mi mirada, una sonrisa de satisfacción se extiende


por su rostro, y los gritos de Helena se acallan. Al cabo de un rato, Rhonin sale
de la cueva, arrastrando tras de sí a una Helena tambaleante y sollozante. Mira
al cielo con inquietud, como si notara esta nueva presencia moviéndose por el
barranco.

Los pelos de mi nuca se erizan.

Rhonin está de pie ante Vexx, todavía aferrado a Helena, que aún no ha
mirado a mis ojos. Sus hombros cuadrados han caído, y su pelo cuelga en una
cortina negra sobre su cara.

—Se acabó —dice Rhonin, con la cara roja y manchada—. Deberíamos irnos
ya.

El del Este a mi espalda afloja su agarre, lo suficiente como para que el


dolor en mi cuello disminuya. Parece que él también está cansado de esto.

Vexx mira a Rhonin, e incluso yo siento la tensión que vibra entre los dos
hombres.

El General dirige su atención a Helena. Rhonin le suelta la muñeca, y ella


se queda allí, a centímetros de él, encogida como un cachorro vencido.

—Serías una buena soldado, chica —dice Vexx—. Si conseguimos domarte


—Le toma la barbilla y le levanta la cara por detrás del pelo—. Tal vez ahora
sabrás que no debes robarme.

Sus ojos se deslizan hacia los lados, encontrándome. Tiene el labio partido,
y su ojo derecho está amoratado. Si Rhonin...

Dioses. Todo dentro de mí vibra. Podría explotar de odio. Helena ha


soportado mucho. Ella no puede soportar más. Juro que no la dejaré soportar
más, que nos sacaré de este lío y la alejaré de tal peligro.

Pero en el siguiente segundo, ella lanza un puñetazo, haciendo caer su puño


sobre la cara del General. Su cabeza se mueve, y cuando vuelve sus ojos hacia
Helena, están llenos de rabia. En un rápido movimiento, la empuja hacia delante
y le planta el pie con la bota en la parte baja de la espalda, dándole una patada
en la ladera.

Jadeando, me abalanzo sobre ella. Esta vez, me libero del agarre de mi


captor, pero es demasiado tarde. Sólo puedo observar con frío horror cómo
Helena cae por la escarpada ladera cubierta de nieve y choca con una roca. Su
columna vertebral se dobla por el impacto y cae inmóvil y sin vida.

El olor de su próxima muerte llega hasta mí. Inhalo profundamente,


absorbiendo el aroma del fuego de una fragua, del vino dulce y de la hierba de
los prados en primavera.

Me lanzo hacia ella antes de que nadie pueda detenerme, imaginándola


luchando, blandiendo su espada, viviendo su vida en algún lugar lejos de las
Tierras del Norte. Veo su brillante sonrisa, el calor que vive en sus ojos, el rubor
del combate y la juventud en sus mejillas.

En el momento en que estoy a su lado, cierro los ojos, buscando sus hilos
de vida. Están ahí, débiles y todavía dorados, pero desvanecidos.

—Loria, Loria, anim alsh tu brethah, vanya tu limm volz, sumayah, anim
omio dena wil rheisah —firmo.

Trabajo con rapidez, tejiendo sus hermosas hebras en mi mente, vertiendo


cada pedazo de mí en la curación hasta que sus hilos atenuados comienzan a
reformarse. Mi amor, mi ira, mi tristeza, mi miedo... Todos ellos inundan mi
magia.

—Loria, Loria, anim alsh tu brethah, vanya tu limm volz, sumayah, anim
omio dena wil rheisah. Loria, Loria, anim alsh tu brethah, vanya tu limm volz,
sumayah, anim omio dena wil rheisah.

Un brazo me rodea la cintura. De repente, soy arrancada de mis


pensamientos, los hilos de la existencia de Helena se deslizan como hilos de seda
entre mis dedos mientras soy arrojada a un lado en la nieve.

Medio aturdida y con la cabeza nublada, me levanto sobre los codos,


preguntándome si he hecho lo suficiente.

Vexx y Rhonin se ciernen sobre Helena.


Ella tose. Respira. Se mueve.

Vive.

Otra pequeña muerte revolotea en mi pecho, un final no deseado


conquistado.

Débilmente, Helena me mira con esos ojos imposiblemente oscuros y


brillantes. Las heridas de su rostro, el labio abierto y sangrante, el ojo amoratado,
han desaparecido.

El general gira la cabeza y me lanza una mirada que me llega al corazón.

—¿Eres una Sanadora? —Se acerca a mí, con las manos apretadas a los lados,
dando una vez más la sensación de que se acerca una tormenta—. Por eso no
tenías ninguna marca de mi puño y por eso el Drallag vivió, sin heridas, después
de lo que el príncipe le hizo en el valle —Mirando hacia abajo, sus ojos se
estrechan—. ¿Lo trajiste de entre los muertos?

Sacudo la cabeza. No lo hice, y no podría haberlo hecho, pero sé a dónde


va esto. Los de Habitantes del Este quieren que Thamaos resucite de entre los
muertos, por cualquier medio, y aquí estoy yo, una mujer que acaba de salvar a
su amiga de las garras de la muerte.

Vexx nunca me creerá, no importa lo que diga, y ya veo su mente


trabajando detrás de sus ojos, juntando todas las formas en que podría ser útil.
Nephele siempre dijo que el poder que vive dentro de mí me hace valiosa.

Y las cosas valiosas se guardan bajo llave.

Me pongo en pie a la fuerza, queriendo correr o dirigirme a Alexus, pero


Rhonin me atrapa al instante y me arrastra para que me enfrente al general.

Sus finos labios se convierten en una sonrisa.

—Oh, voy a ser recompensado por esto —Vexx mira a Rhonin—. Tráela.

El brujo pelirrojo obedece, manejándome como un juguete infantil.

—¿Y a la otra? —pregunta mientras bajamos la colina.


Vexx se gira y me toma por los hombros, suspirando con irritación como
si la vida de Helena no fuera más que una ocurrencia tardía.

—Sube y córtale el cuello. Estoy jodidamente cansado de la gente que no


quiere morir.

Rhonin no duda. Lo veo marchar, desenfundando su espada.

Dioses, ¡quiero luchar! Pero el agotamiento de la curación de Helena me


nubla la vista, convirtiendo mis miembros en agua.

Vexx me lleva hacia Alexus. Está sentado de rodillas, balanceándose como


un árbol al viento, con las pesadas cadenas que lo atan al lecho seco e invernal
del río. Detrás de los eslabones de sus grilletes, su túnica está abierta, y el cuerpo
cicatrizado que tiene debajo está marcado por una roncha enrojecida con forma
de estrella que estalla.

El general me suelta y, finalmente, me desplomo en la nieve, con las


piernas demasiado débiles para sostenerme mientras lucho contra el olvido que
me arrastrará a la oscuridad total.

Vexx se coloca sobre mí, bloqueando la luz del sol, y me da un empujón


en la barbilla con la punta de su bota.

—Ven, ahora. Seguro que quieres despedirte.

Me encuentro con la mirada de Alexus, con lágrimas rodando por mis ojos.

—Iré por ti —promete—. Confía en mí, Raina.

El General Vexx se arrodilla entre nosotros, mirando de Alexus a mí,


desenvainando el Cuchillo de los Dioses.

—De alguna manera —dice—, creo que está equivocado.

Lo último que veo antes de que el olvido me lleve es a Vexx, clavando el


Cuchillo de los Dioses en el corazón de Alexus.
32

El hombre llamado Rhonin baja su daga y la clava en el suelo junto a mi


pecho.

Lo hace de nuevo, para darle efecto. Es bueno fingiendo. Fingió en el


bosque hace días, dejándome correr detrás de Vexx, con el precioso Cuchillo de
los Dioses en la mano, como si no pudiera atraparme.

Y fingió en la cueva. Se arrodilló a mis pies, dispuesto a hacer lo que le


pedía, excepto lo que exigía Vexx, cualquier cosa menos eso. Él no levantaría
una mano contra mí, sin importar lo que nos esperara. Tuve que ponerme un
ojo negro con una piedra. Romper mi propio labio. Gritar a todo pulmón y fingir
ser la víctima herida que el general quería.

Discretamente, Rhonin desliza su espada debajo de la manga de su traje de


cuero y la libera de un tirón. Agarra la curva de su codo y aprieta, dejando que
la sangre roja corra por su mano y manche la nieve. Mira por encima del
hombro, y cuando se vuelve hacia mí, su rostro está pálido, sus ojos bajos. Con
su mano sana, toca una llave que cuelga de su cuello y cierra brevemente los
ojos.

—Odio dejarte sola —susurra—, a pie, nada menos. Pero te juro que cuidaré
de tu amigo. Evita la carretera de invierno. En su lugar, quédate al norte. Llega
a Invernalia de otra forma. Encontrarás refugio allí. No puede estar lejos. Tal vez
un día, día y medio para caminar.

Toca mi frente con dedos suaves, y cierta tristeza satura sus ojos azules,
pero luego se aleja, dejando un rastro carmesí a su paso, como si la sangre que
gotea de su hoja fuera la del Ladrón de Cuchillos.

Así es como me llamó el General Vexx, antes, pero también en el bosque,


antes de que el espectro de las sombras me reclamara.

Pero no puedo detenerme en el pensamiento. Mientras Rhonin se aleja y


el resto de los Habitantes del Este despejan el barranco, mi mente se desliza hacia
un sueño irresistible, aunque soy consciente de una extraña sensación que me
roza.

Un viento helado y sedoso.

Estoy sola en el barranco, mirando el cielo negro y púrpura a medida que


marca el comienzo del amanecer. No he visto un amanecer real en lo que
parecen años. Estoy congelada en el lugar, pero me siento, dolorida por dormir
en el suelo helado, mis extremidades pican como agujas heladas. De lo contrario,
estoy bien. Estoy viva, gracias a Raina y Rhonin, y eso es todo lo que importa
ahora.

Porque tengo que encontrarla.

Me limpio una capa de escarcha y nieve de la cara, el pelo y las pieles. Y


me pongo de pie. Me toma un momento para que mis piernas funcionen bien y
mi vista se ajuste, pero pronto me estoy tambaleando por el lecho blanco del río.

Más adelante, los cuerpos yacen en la nieve. Cuatro.

Los tres primeros son los Habitantes del Este que Raina mató en la cueva.
Vexx no les concedió el respeto de un entierro, pero peor aún, ni siquiera les
dio el respeto de un lecho de muerte. Yacían amontonados con las extremidades
en ángulos extraños, con los ojos bien abiertos.
Tampoco hice esto por nadie en el pueblo. Había estado demasiado
angustiada; pero no estoy tan angustiada ahora.

Con cuidado, arrastro los cuerpos a los lugares de descanso individuales y


cierro los párpados. Incluso ofrezco una oración por sus almas.

Pero mi corazón no está en eso, por mucho que me gustaría. La guerra


convierte en demonios a personas que de otro modo nunca habrían sido
demonios, pero de todos modos eran demonios para mi pueblo.

De pie sobre el último cuerpo, me siento... aturdida. Sus cadenas se han ido,
pero es el Coleccionista de Brujas.

Alexus Thibault. Un Drallag. El hombre inmortal que lleva a Neri.

¿Están ambos en el Mundo de las Sombras ahora?

Obligándome a no llorar, me muerdo el interior de la mejilla. Aunque


realmente no lo conocía, lamento la pérdida de Alexus. Estoy segura de que
Vexx hizo que Raina mirara.

Estoy segura de que la hizo verme morir también.

Pienso en cómo puedo enterrar al Coleccionista de Brujas, pero las rocas


aquí no son demasiado grandes para cubrirlo, y no tengo nada para cavar una
tumba. Con toda la reverencia que puedo ofrecer, lo hago rodar sobre su espalda,
cruzo sus manos sobre su pecho ensangrentado y canto una antigua oración de
Elikesh por su alma, dirigiéndola no a Neri sino a Loria y al resto de los Antiguos.

Son los únicos dioses a los que rezaré ahora.

Todavía no recuerdo mucho de mi tiempo con el Coleccionista en el


bosque, pero sé que pasó trescientos años protegiendo a Tiressia del desastre, y
por eso, merece una eternidad en los Campos Empíreos.

Después de mi oración, recorrí el barranco en busca de armas, pero lo


mejor que puedo decir es que, en la penumbra, no quedó nada atrás. No aquí al
menos. Tendré que moverme hacia el norte como dijo Rhonin, de regreso a su
campamento, y espero encontrar algo allí.
Cuando escucho mi nombre en el viento a mi espalda, estoy segura de que
me estoy imaginando cosas. Me detengo, las lágrimas se acumulan en mis
pestañas. He escuchado la voz de Finn muchas veces desde el incendio. Cuando
estaba con los Habitantes del Este, esperaba que mi hermano mayor apareciera
y me salvara, pero nunca llegó. Podía escucharlo riéndose de mí, diciéndome
que dejara de ser un bebé y me levantara y me salvara.

Y lo intenté. Creo que estaría orgulloso de que haya llegado tan lejos.
Todavía lo extraño con todo mi roto corazón. Extraño a mi madre, a mis
hermanas.

A mi padre.

Puede que aún esté por ahí. Otra razón por la que tengo que dejar de llorar
y seguir moviéndome. Así que sigo adelante, pero nuevamente, escucho mi
nombre, a la deriva en el viento.

Lentamente, miro por encima del hombro y limpio una lágrima medio
congelada de mi mejilla. En la pálida luz de la madrugada, uno de los cuerpos se
mueve.

Con su cabello largo y oscuro y su túnica hecha jirones, el Coleccionista de


Brujas empuja su figura corpulenta sobre sus rodillas. Lucha por ponerse de pie,
pero después de un largo momento, su cuerpo se despliega, los hombros giran
hacia atrás, los pies bien abiertos, las manos en puños como martillos a los
costados.

Un viento frío sopla a través del barranco y un embudo de copos de nieve


gira alrededor de Alexus, azotando su cabello y su túnica. Detrás de él, una niebla
rueda hacia el desfiladero, deslizándose a su alrededor. Toma la forma de un
hombre, o tal vez algo más que un hombre. Sea lo que sea o quien sea, está
parado a unos metros del Coleccionista de Brujas.

Desde dentro de la niebla, los lobos blancos emergen con gracia


depredadora y aúllan como si quisieran despertar a los muertos.

Y la tierra retumba.
III
CAMINO DE
INVIERNO
33

Abro los ojos al sonido de los graznidos de los cuervos y me sacudo como
si me estuviera cayendo. Al principio, creo que todavía estoy envuelta en el
lomo del caballo que me llevó desde el barranco y a través del bosque, pero tal
vez todavía estoy soñando. Solo que mi sueño era del Día de la Recolección, el
último día que pasé con mis seres queridos.

Y ahí no es donde estoy ahora.

Estoy en una tienda, de costado. El aire es muy frío, helando mi aliento en


suaves plumas, la luz sombría pero brillante para mis ojos. Vuelvo la oreja,
escuchando a los cuervos y la lona de la tienda azotando con fuerza en el viento.

—Ah. Pensé que nunca despertarías, cariño.

Esa voz envía un fuerte escalofrío a través de mis huesos. No es la voz que
anhelo escuchar, pero es familiar, no obstante.

—Haz que me mire a la cara.

De repente, Rhonin se asoma arriba. Mi instinto es golpearlo justo en su


nariz perfectamente angulosa, pero mis muñecas están atadas frente a mí,
restringidas aún más por una cuerda que conecta mis manos con mis pies.
Con una mano, agarra la masa anudada en mis muñecas y me levanta,
haciéndome jadear por el dolor que se asienta en lo profundo de mis hombros
y el brazo lesionado. Sin una segunda mirada, regresa a su puesto.

A la mano izquierda del Príncipe del Este.

—Bienvenida al Camino de Invierno, Raina Bloodgood —dice el príncipe.


Su rostro parece demacrado bajo la tenue iluminación de una lámpara de aceite
cercana, e incluso en la débil luz, sus sombras carmesíes son visibles, un halo
que se contrae y se retuerce.

Se sienta a dos pies de distancia en un trozo alto y grueso de tronco de


árbol cortado, con los codos en las rodillas. Viste los cueros de bronce de sus
hombres, manchados con tanta sangre que son casi del color de la bandera de
las Tierras del Este, que se apoya en la esquina detrás de él. Sus largas manos
están cubiertas de cortes, como si hubiera perforado vidrio, y las yemas de sus
dedos y orejas están negras por la congelación. A su derecha está el General
Vexx, con las manos detrás de la espalda, luciendo demasiado complacido
consigo mismo mientras me mira con una expresión de suficiencia que quiero
arrancarle de la cara.

Están todos aquí. Los tres hombres a los que quiero acabar. Tan cerca y tan
diferentes de los hombres que pensé que ya habría matado cuando todo esto
comenzó.

El príncipe se pone de pie y luego en cuclillas frente a mí, lo


suficientemente cerca como para oler el aroma de algo parecido a la ceniza y el
aroma especiado de la raíz de milenrama3 molida, puesta en la herida que viaja
por su rostro. El pelo negro le cubre la barbilla y la mandíbula, pero la piel
alrededor de la herida parece retorcida y febril.

Interiormente, me rio. Se ve como la miseria.

Espero que lo sea.

Los ojos del príncipe son suaves y errantes como si me conociera. Me doy
cuenta de que me conoce mucho mejor de lo que desearía.

3La milenrama es una planta medicinal con numerosos usos tanto a nivel interno como externo,

entre los que destaca el uso oral contra los problemas estomacales en general y en el uso externo como
cicatrizante.
Alcanza a tocar mi mejilla, pero me alejo. Sorprendentemente, deja caer la
mano mientras una sonrisa maliciosa curva la comisura intacta de su boca.

—Deberías sentirte muy cómoda conmigo, Raina —dice con voz tierna—.
Vamos a convertirnos en los amigos más cercanos.

Como en nuestra primera vuelta, escupo. Esta vez di en el blanco, justo en


su fea cara.

Con las fosas nasales dilatadas, respira hondo y exhala lentamente,


templando la ira que arde en sus ojos. Sin romper la mirada que pulsa entre
nosotros, extiende su mano a su costado. Vexx le entrega un pañuelo y el
príncipe limpia cuidadosamente mi falta de respeto.

—Planeaba matarte —dice—. Dolorosamente. Pero ahora tienes un uso —


De nuevo, se mueve para tomar mi barbilla, y de nuevo, retrocedo. Pero esta
vez, no me deja. Atrapa mi mandíbula y, con las yemas de los dedos cavando
dolorosamente, me tira hacia adelante para que esté a una pulgada de su boca
podrida—. La realidad que necesita comprender, señorita Bloodgood, es que
ahora es mía. Guardián. Sanadora. Estoy seguro de que hay más misterios por
descubrir detrás de ese hermoso rostro y todas esas lindas marcas de bruja.
Puedes revelar tus habilidades de buena gana, o encontraré formas de
descubrirlas yo mismo. Puedo ser amable, o puedo ser tu peor pesadilla. Tu
elección.

Me empuja lejos y mueve su mano hacia su hombro. Vexx se mueve hacia


el borde de la tienda y retira la solapa, yendo al exterior donde la luz del día se
desvanece del cielo.

¿Cuánto tiempo estuve fuera? No recuerdo nada después...

Cierro los ojos y me trago las lágrimas. Dioses, desearía que el recuerdo del
barranco no fuera parte de mí, pero está grabado en mi espíritu, junto con tantas
otras imágenes horribles que me perseguirán por el resto de mi vida.

Ante la idea, dos pequeños aleteos en la parte posterior de mi pecho hacen


que mi corazón dé un vuelco: dos pequeñas tinieblas. Aunque Helena y Alexus
se han ido, una parte de ellos siempre estará conmigo.
Cuando abro los ojos, mis lágrimas ruedan libres. En el momento siguiente,
mi aliento sale de mis pulmones como si me hubieran pateado en el estómago.

Bien podría haberlo sido.

Cuando salíamos del barranco, soñé con Nephele. La vi gritar, rodeada de


llamas. Estaba aferrada a Madre, que estaba con los ojos muy abiertos y pálida,
con la punta de una lanza sobresaliendo de su pecho. Buscándome, llorando.
Rogándome que los ayude.

Mi madre parecía triste y perdida, pero Nephele estaba enojada, sus ojos
llenos de acusación. Era tan real que incluso ahora, solo pensarlo hace que mi
piel se estremezca por el recuerdo del fuego y hace que mi corazón se tambalee
contra mis costillas, un recordatorio de todo lo que sentí en el momento en que
vi la vida de mi madre dejar su cuerpo. He temido lo que podría esperarme
cuando volviera a ver a mi hermana, cuando tuviera que decirle que dejé morir
a nuestra madre.

Al otro lado de la tienda se encuentra una mujer, alta y esbelta, vestida con
pantalones de piel de foca y una chaqueta manchada de sangre, del color de una
piedra de berilio azul, del mismo color que sus ojos. Tiene las manos atadas a la
espalda y la boca amordazada. Una serie de marcas de brujas multicolores cubre
la piel suave y pálida de sus manos y cuello, incluso los lados de su cara,
rizándose en sus sienes.

Nephele.

Lucho por poner mis piernas debajo de mí, mi mente grita su nombre.

Rhonin agarra mi brazo bueno y, por primera vez, me ayuda. Me levanta


y me deja firmemente sobre mis pies, pero cuando me muevo hacia Nephele y
ella hacia mí, el Príncipe del Este se interpone entre nosotras, levantando las
manos para detenernos.

—Oh, vamos. ¿De verdad crees que dejaría que ustedes dos tuvieran un
momento especial de unión sin nada a cambio? —Inclina su cabeza hacia mí—.
¿Cuánto tiempo ha sido para ustedes dos hermanas, ¿eh? Veo el parecido.

No puedo dejar de mirarla. Ella es tan encantadora. Rizos largos y pálidos,


caídos de una trenza suelta, cuelgan alrededor de su rostro rubio. Unas cuantas
líneas arrugan su delicada frente y parece más que agotada, con moretones
purpúreos que ensombrecen la delgada piel debajo de sus ojos inyectados en
sangre. Pero por lo demás ella no ha cambiado. Sus ojos siguen siendo como los
de papá, claros como un cielo primaveral y tan abiertos que cuando me mira,
juro que veo hasta el fondo de su corazón.

Mi hermana. Aquí. A un puñado de pies de distancia, bien podría haber


ocho años más separándonos, gracias al Príncipe del Este.

Es entonces cuando me llama la atención. Él no debería saber que Nephele


es alguien para mí, ciertamente no mi familia. Somos parecidas, pero ella es
parecida a Padre mientras que yo soy más como Madre. Mis rasgos son más
oscuros y mi cuerpo tiene más curvas y músculos por trabajar donde Nephele
es ágil y esbelta.

¿Cómo podría el príncipe saber?

Tira de la mordaza de la boca de Nephele, pero Vexx está allí de inmediato,


presionando la punta de una daga profundamente en su mejilla.

—Una declaración de Elikesh. Eso es todo lo que necesito para cortarte la


lengua, bruja. Debes hablar solo cuando el príncipe te lo diga.

Por mucho que desee lo contrario, temo que la magia de mi hermana no


nos sacará de esto. Está agotada por sostener la construcción durante días.

El príncipe repite su pregunta a Nephele—: ¿Cuánto tiempo?

—Ocho años —Su voz es grave y entrecortada por cantar magia, sus ojos
duros como el acero mientras sostiene su mirada.

El príncipe se pasea por un camino corto, lentamente, entre nosotros, y


desliza esos ojos insidiosos hacia mí.

—Traje a tu hermana aquí para poder hacerte una oferta, Raina. Varios de
mis hombres murieron gracias a ti y a los de tu calaña, y varios más están
gravemente heridos. Tenemos un largo viaje a la costa. Necesito tantos hombres
a mi espalda como sea posible en caso de que haya sorpresas en el camino. Si
quieres pasar tiempo con tu hermana, te lo permitiré —Mira a Vexx y Rhonin—
, con la supervisión adecuada. Pero solo si accedes a curar a mis hombres y
mostrarme de qué estás hecha —Hace un gesto a su cara—. Y estoy yo, por
supuesto. Es solo que limpies lo que ensuciaste, ¿sí?

Intento levantar las manos para decirle que se meta en un agujero y muera,
pero la cuerda que me une las muñecas y los tobillos no tiene suficiente holgura.

—Tienes que liberar sus manos, cretino —dice Nephele.

Vexx le clava la hoja en la cara y ella se estremece cuando una brillante


gota de sangre se desliza por su mejilla.

Me muevo hacia ella, pero Rhonin tira de mí por los cordones de mi


corpiño.

El príncipe deja de pasearse y me mira.

—Un simple asentimiento será suficiente. ¿Estás de acuerdo con mis


términos?

Lanzo una mirada a Nephele, quien me da un asentimiento casi


imperceptible. No quiero ser la razón por la que las heridas del príncipe sanen,
y no quiero ser la razón por la que él y sus hombres vivan para cruzar las Tierras
del Norte y matar otro día. Pero necesito a mi hermana. Al menos el tiempo
suficiente para descubrir qué demonios podemos hacer para salir de esto.

Finalmente, asiento. Una vez.

Vexx vuelve a meter la mordaza en la boca de Nephele y, con una mirada


del príncipe, Rhonin me saca a rastras de la tienda.
34

Rhonin atraviesa con un cuchillo las cuerdas entre mis tobillos para que
pueda caminar con pasos más largos. Deja mis manos atadas y unidas a la corta
cuerda que lleva a mis pies. Me recuerda a alguien.

¿Tal vez a Mena? Es el pelo.

Cuando termina, toma una manta de lana de un montón, me la cuelga sobre


los hombros y me lleva por un pequeño terraplén hasta el Camino de Invierno.
Mientras caminamos, con la nieve crujiendo bajo nuestras botas, observo el
campamento. A mi derecha, el Príncipe del Este y su general se acercan a una
tienda más grande montada bajo dos altos árboles, cuya lona brilla en el
crepúsculo. Unas figuras oscuras esperan dentro, iluminadas por la luz de las
lámparas. Los guerreros no heridos, al menos cincuenta, se sientan alrededor de
unas cuantas hogueras dispersas, asando varios animales pequeños para comer.
Vigilan tres carruajes anidados en un claro y unas cuantas docenas de caballos
atados. Muchos menos de los que necesitan.

Pienso en Mannus y Tuck. Tienen que estar aquí.

Arriba, anunciando la llegada de la noche, se posan los espías del príncipe,


con mil ojos brillantes mirando hacia abajo. Cómo me gustaría utilizar
Fulmanesh para cada uno de los pequeños pinchazos.
Desde el rabillo del ojo, me llama la atención la pálida cabellera de Nephele.
Uno la lleva por el borde del camino y luego por el bosque hasta uno de los
carruajes. Una mujer abre las puertas y el hombre mete a mi hermana dentro.

No son vagones. Prisiones transportables. ¿Está Colden Moeshka ahí dentro


también?

A mi izquierda, a lo largo de un camino nevado, sonidos de dolor flotan a


través del bosque. Rhonin me guía hacia esos sonidos y los heridos, y también
hacia otra tienda situada en el bosque.

―Espero que no tengas el estómago sensible ―dice―. Esto parece un


campo de batalla.

Niego con la cabeza, pero la verdad es que he visto más muertes y heridas
en la última semana, o el tiempo que dure atrapada en el Bosque Frostwater, que
en toda mi vida. No he tenido tiempo de estar enferma. He estado funcionando
en un estado de supervivencia. Pero tengo suficientes años para saber que todo
este horror va a caer sobre mí en algún momento.

Esas olas crecientes.

Se han clavado antorchas en el suelo cada tres metros más o menos,


creando un camino, y a cada lado, arden más fuegos. En los charcos de luz del
fuego, sobre mantas de lana y contra los árboles, decenas de guerreros yacen
heridos, sin más alivio que el vino que unos pocos asistentes sirven con
cucharones de un cubo de madera. Robado de Invernalia, estoy segura. Puedo
oler la amargura.

Sin embargo, el vino no hará mucho para aliviar el dolor. Estos guerreros
tienen miembros rotos, huesos desarticulados, heridas de cuchilla, quemaduras
y trozos de hierro y acero clavados en los músculos.

Y fueron congelados.

No. Es más que eso. Algunos tienen las manos y los brazos ennegrecidos
que podrían necesitar una amputación si no puedo devolverles la salud.

Maldita sea, Rhonin. La vista hace que mi estómago se maree.


Las palabras de Alexus vuelven a mí. Como restitución, los dioses dieron
a Colden y Fia un cierto grado de dominio sobre sus elementos. Puede respirar
una niebla helada. Congelar a un enemigo con un toque.

El Rey Helado. Si él hizo esto, y estoy segura de que lo hizo, entonces


seguramente los Habitantes del Este no pudieron alcanzarlo. Estos hombres
tienen que ser una señal de que Colden Moeshka se mantuvo como un arma
contra Fia Drumera. En este punto, necesitamos cualquier ventaja que podamos
conseguir.

Rhonin y yo llegamos a la tienda. Él echa la solapa hacia atrás y me conduce


al interior. No puedo evitar notar lo rápido que nos encierra, lejos del resto del
mundo.

Cuando se pone frente a mí y se endereza hasta alcanzar su gran altura,


doy un paso atrás. Otro. Hay un tocón de árbol en esta tienda y una mesa de
trabajo chamuscada detrás de mí. Otro hallazgo de Invernalia, sin duda. Dos
lámparas de aceite arden en lugar de una, y una bolsa de herramientas de
sanadora está sobre la mesa.

No soy ese tipo de sanadora, quiero decirle, pero incluso si pudiera leer
mis manos, no habría tenido la oportunidad de formar las palabras.

Me sujeta por los hombros, con extraño cuidado de evitar mi herida, y


acerca su cara a la mía. Demasiado cerca. Es una acción tan repentina que pienso
en darle un cabezazo, pero él habla en un susurro muy suave.

―Escucha con atención. Soy un espía del rey. No le hice daño a tu amiga
en esa cueva. Ella se hirió a sí misma para que pudiéramos sobrevivir a Vexx.
Y cuando me envió a matarla, no lo hice ―Se levanta la manga de su chaqueta
lo suficiente como para revelar el final de un corte de aspecto airado―. Sangré
en la nieve y en mi daga para que pareciera que la había matado, pero estaba
viva cuando la dejé en el barranco. Le dije que fuera a Invernalia. Juro mi vida
a los Antiguos si no digo la verdad ―Mira la solapa de la tienda―. Sólo rezo
para que nos rodee en lugar de cruzarse en nuestro camino.

Sacudo la cabeza con incredulidad incluso después de que termina de


hablar. Sigo esperando oír una mentira en su voz o ver una en su mirada, pero
nunca llega.
Mi corazón tartamudea, y un alivio que me cuesta procesar se apodera de
mí.

¿Helena está viva? Y el rey tiene espías. Por supuesto que los tiene.

Los ojos acerados de este hombre gigante se suavizan hasta el punto de ser
amables.

―Yo también quería salvar al Coleccionista, pero no podía estar en dos


lugares al mismo tiempo. No sabía lo que Vexx planeaba hacer. Lo siento.

La caverna dentro de mí arde, sus palabras son sal para una herida abierta.

Yo también lo siento. Siento no haber podido detener a Vexx. Que no haya


podido hacer nada más que mirar.

Rhonin me toma del codo y me lleva a la bolsa del reparador. Se arrodilla


junto al catre y dobla el cuero para abrirlo, sacando una pequeña y sencilla daga.
Una fina vaina cubre la hoja, y la empuñadura es delgada y corta. Apenas tiene
la extensión de mi mano, desde la punta de los dedos hasta la muñeca. Es perfecta
para clavarla a corta distancia, o tal vez para lanzarla, pero solo eso.

―Este es el plan ―susurra―. El príncipe se va a reunir con Vexx y Killian,


su segunda generala, pero quiere que seas su primer sanador. Después, enviará
a Killian al sur con el convoy uno. Ella y a otros soldados escoltarán el primer
vagón, un puñado de Brujos Caminantes, aunque no a tu hermana. Ella se
quedará con el príncipe, al igual que el rey.

Aprieto los ojos. Maldita sea. Colden Moeshka está aquí.

―Lo sé ―murmura Rhonin, como si comprendiera mi decepción―. Se


dice que el príncipe desató suficiente fuego en Invernalia como para que el hielo
del rey no tuviera importancia. El Rey Helado se rindió para salvar a su pueblo.
Sus Brujos Caminantes eran demasiado débiles para resistir al príncipe, pero el
príncipe está más débil ahora. Desgastado.

Eso me hace sentir mejor. Más débil es bueno.

―Una vez que su trabajo esté completo ―continúa Rhonin― el príncipe,


Vexx y todos los demás se dirigirán al sur. Se reunirán con hombres importantes
en Malgros, los mismos que los hicieron pasar por los puertos en primer lugar,
para llevarlos a través del Mar Malorian hacia Itunnan.

Padre solía hablar de Itunnan, una ciudad portuaria en las Tierras del
Verano. Por hombres importantes, supongo que Rhonin se refiere a los hombres
de la Guardia de las Tierras del Norte. Traidores. No sé cómo tantos orientales
pudieron atravesar el puerto, pero está claro que el príncipe pensó en un plan
mejor que enfrentarse a toda una costa de brujas de la guardia.

Dioses. Esto no puede estar pasando ya.

―El príncipe planea dejarme llevarte con tu hermana después de que lo


cures, sólo por unos minutos, luego tu deber en este lado del campo comienza.
Él sabe que tus manos deben estar libres para tu magia, pero no creas que no
tendrá a Vexx rondando con una espada en todo momento, posiblemente algo
peor. Tienen curiosidad por tus habilidades, pero prefieren verte muerta como
el polvo que actuando como interferencia. ¿Entiendes?

Sí, entiendo lo que dice. No, no entiendo qué cree que debo hacer con esta
información. De todos modos, asiento con la cabeza.

―Más tarde, vendré por ti y por tu hermana. Usarás esta daga para liberarte
de tus ataduras, me herirás y luego huirás ―Se inclina―. Tampoco seas amable
al apuñalarme. Tiene que parecer real.

¿Este es el plan?

Me mira a la cara.

―Mira, te estoy dando tu libertad. Es todo lo que puedo hacer. Tómala.

Sus palabras caen sobre mí como una ráfaga de aire frío.

Libertad.

Rhonin se levanta y me mira fijamente, poniendo una cara inocente, y se


encoge de hombros.

―Esto puede ser frío e incómodo, pero es increíblemente afilado. Lo


necesitarás. Más tarde.
Desde detrás de un mechón de pelo flamígero caído, me guiña un ojo,
recordándome de nuevo a Mena. Su hija fue elegida para Invernalia muchos
años antes de mi nacimiento.

Seguramente Rhonin no es...

Hago una mueca, aspirando entre mis dientes apretados mientras Rhonin
desliza con cuidado la pequeña daga dentro de mi corpiño, hasta que queda
encajada entre mis pechos. El acero está helado.

Me sujeta la caja torácica, desplazando mi corpiño y mis pechos para ocultar


la empuñadura, y presume de apretar los cordones de mi espalda.

―Para evitar que la daga se caiga ―dice.

La tristeza me recorre al recordar un momento similar. Éste es igual de


incómodo, el roce, pero no es tan íntimo como lo fue con Alexus junto al arroyo.
Ojalá pudiera volver a ese momento con los conocimientos que tengo ahora.

Aun así, agradezco el contacto. Si este hombre quiere darme un arma, sin
duda se lo permitiré. En cuanto tenga la oportunidad, clavaré esa pequeña hoja
en la sien del príncipe, o tal vez en ese tierno lugar bajo la barbilla del que
siempre habla Helena. No hay manera de que pueda dejar que esté lo
suficientemente cerca para curarse y no matarlo si se presenta la oportunidad.

Ese pensamiento me hace preguntarme algo. Rhonin es un espía de las


Tierras del Norte. El príncipe de las Tierras del Este confía en él. ¿Por qué no lo
ha matado?

Cuando levanto la vista, mis ojos se clavan en su rostro, sonrojado en siete


tonos de rojo. Es tan robusto como la Cordillera Mondulak, pero cuanto más de
cerca lo miro, más ingenuidad e inocencia veo, dos cosas tan incongruentes con
el resto de él. No proporciona ninguna respuesta a mi pregunta, pero no tengo
forma de preguntar.

Lo intento, forzando la pregunta en mis ojos. Miro hacia abajo, donde se


esconde la daga, y luego a la solapa de la tienda donde supongo que pronto
aparecerá el príncipe, y vuelvo a Rhonin, negando con la cabeza.

Los ojos y las caras pueden decir mucho más de lo que la gente cree.
Exhala un suspiro, leyéndome con facilidad.

―Sí, muchas veces he pensado en sacrificarlo todo para detenerlo, pero


nunca esperé nada de esto. Me llamaron a filas para esta misión hace dos meses.
No tuve tiempo para los preparativos antes de partir, y el príncipe tiene a mi
familia a su alcance. Mi madre, mi hermano y mi hermana también ―Rhonin
señala al cielo, manteniendo la voz baja―. Los ojos siempre están observando.
Podría matar a todos los Habitantes de este bosque, incluido el príncipe, y echarle
la culpa a un ataque de los Brujos Caminantes, pero a menos que mate a cada
uno de sus malditos cuervos, su consejo sabrá lo que he hecho antes de que
pueda abandonar este continente ―Suspira, sus ojos buscan los míos, buscando
comprensión―. Mi familia no se salvará. Necesito volver a casa, asegurar a mis
seres queridos lejos del palacio del príncipe. Después, podré hacer lo que deba
hacerse. Si alguien no se me adelanta.

Las cosas siguen empeorando, pero hay una gracia salvadora. El príncipe
ya no tiene control sobre mí.

Salvo por Nephele y Helena, no tengo a nadie más que perder, y mis
hermanas están en este bosque conmigo.

Si mato al príncipe como preveo, si destruyo a los del Este, si libero a los
Brujos Caminantes y al Rey Helado, estos cuervos pueden delatar todo lo que
quieran al consejo del Este. La familia de Rhonin se salvará, el plan de atormentar
a Fia Drumera con la muerte de Colden se frustrará, el Príncipe del Este ya no
vivirá, y ningún dios se levantará. El Cuchillo de los Dioses seguirá existiendo,
pero si puedo robárselo al príncipe o a este campamento, permanecerá a salvo
en la mano de mi Custodio. La serpiente del Este perderá su cabeza, y podré
llegar a las Llanuras de las Tierras Heladas con Nephele y Helena y encontrar
un pasaje para salir de Tiressia antes de que el consejo se convierta en un
problema.

Todo lo que se interpone en mi camino es un príncipe y lo que queda de


su ejército.

Se oyen voces fuera de la tienda: el príncipe y Vexx. Rhonin vuelve a


colocar la bolsa del mendigo donde estaba y me empuja hacia el tocón del árbol
que está cerca de la mesa de trabajo. Se pone a mi lado, con las manos juntas
como un buen guardián, mientras mi corazón late contra la daga helada.
―Sólo un poco más ―susurra―. Entonces serás libre, Raina Bloodgood.
No hay victoria sin sacrificio.

Es imposible no mirar hacia él, y cuando lo hago, veo a mi vieja amiga en


las líneas de su rostro, en el fuego de su pelo.

Oh, Mena. No hay victoria sin sacrificio.

Miro hacia adelante, mi sangre se agita de nuevo.

Estoy lista.

Que venga el sacrificio.


35

El Príncipe del Este está sentado ante mí con sus cueros ensangrentados, y
con la intriga pintada en su rostro. Detrás de él, una sorpresa.

Nephele.

Todavía está atada, todavía amordazada, y una mujer que nunca he visto
sostiene su codo. Killian, la llamó Rhonin. Segunda generala.

―Tengo preguntas ―El príncipe hace un gesto por encima del hombro―.
Pensé en traer a tu hermana para obtener respuestas. Mientras te comportes con
esas manos mágicas tuyas, no te haré lamentar que ella esté aquí.

Rhonin tenía razón en cuanto a que Vexx está rondando. Se pone a mi


lado, atando una cuerda alrededor de mi cuello. No hay cuchillo en la mejilla.
No hay puñetazos en mi pelo. En su lugar, aprieta un nudo en forma de lazo, del
tipo que sólo se estrechará aún más si me muevo en la dirección equivocada.

Vexx se aparta, sujetando la cuerda como si hubiera atado a un sabueso


rebelde.

―Sus ataduras, Rhonin ―dice el príncipe.


Miro al príncipe. No hay rastro del Cuchillo de los Dioses. Tampoco está
en Vexx o Killian.

Aunque noto que las manos de Rhonin tiemblan, trabaja con rapidez,
desatando el nudo imposible de la cuerda que me ha dejado las muñecas en carne
viva. No importa que Rhonin esté nervioso. El príncipe mantiene sus ojos fijos
en los míos, incluso después de que mis manos están libres.

Es un momento pesado. Mis pensamientos van a todas partes, aunque me


niego a apartar la mirada. La desesperación actuará como catalizador de los
impulsos si no tengo cuidado. Puede que sea una rebelde, pero ahora necesito
ser una inteligente. Si busco la daga, Vexx me ahogará.

―¿Cómo funciona esto? ―pregunta el príncipe―. He conocido a muchos


tipos de portadores de magia en mis días, pero nunca a una Sanadora. ¿Sabes lo
rara que eres? ―Sus palabras están impregnadas de una especie de asombro
enfermizo.

Lo sé, y por eso traté de mantenerlo en secreto. Me ha servido de mucho.

Hace frío y tengo las manos agarrotadas y doloridas por haber estado atada
tanto tiempo, pero lo que más deseo es hablar con mi hermana. El príncipe no
puede hacer nada contra lo que decido comunicar.

Levantando las manos, hago una señal.

―Te he echado mucho de menos, Nephele. Siento haberles fallado a ti y a


madre. Te quiero, y haré que esto se arregle. Dile que tejo los hilos de la herida.

La mujer, Killian, le quita la mordaza a Nephele y le pone un cuchillo en


la garganta.

―Las mismas reglas que antes ―dice Vexx.

Los ojos de Nephele se vuelven vidriosos. Su amor por mí brilla en su


mirada.

―Raina teje los hilos de la herida ―traduce. Su voz desgarrada es suave


pero espesa por las lágrimas.
―Ah. Si los demás pudiéramos ver los hilos de las heridas. Viviríamos sin
miedo al dolor ni a la muerte ―El príncipe se inclina hacia delante y me pasa
un dedo por el brazo hasta llegar a la tela rebanada y ensangrentada de mi
manga―. Muéstrame.

Su tacto me disgusta, pero rápidamente se aleja, y yo tejo mis hilos,


agradecida por la oportunidad de curar mi herida.

Cuando bajo las manos, me toma por el brazo y, con dos dedos, estira el
material de mi manga rasgada, revelando una piel lisa y sin daños.

―Maravilloso ―dice, y sus ojos se dirigen a mi cara―. Ahora yo.

Para centrarme, cierro los ojos, sin saber qué voy a hacer: ¿sanarlo o
intentar matarlo? Pero entonces los hilos de su herida se hacen notar, saliendo
de entre los remolinos de sombras carmesí, distrayéndome de mi dilema.

Esto no puede estar bien. Sus hilos están... ardiendo. Desmoronándose en


motas de ceniza e igual de frágiles. Esto es lo que he olido en él antes, pero los
distintos olores son más claros ahora. Todavía huelo la milenrama séptica, es
abrumadora, pero bajo ella se esconde el aroma del fuego, de un día sofocante,
del polvo y la tierra.

Es el olor de la muerte de alguien, pero el Príncipe del Este está muy vivo.

Miro más de cerca. Los hilos de su herida necesitan entrelazarse para sanar,
pero no sólo están ardiendo. Están todos mal. Hay dos hilos por cada caso en que
debería haber uno, enrollados uno alrededor del otro con fuerza.

Tengo demasiada curiosidad para no mirar también los hilos de su vida.


No están ardiendo, pero tampoco son de oro. Y de nuevo, hay dos por cada uno.
Esta vez, no parece ningún tipo de tejido. Una de las hebras se arrastra por la
otra, aferrándose como una enfermedad. Ambos llevan los colores pálidos de la
decadencia, pero hay algo más. Hay docenas de filamentos sueltos que flotan
alrededor de los hilos principales, tan finos como un hilo de araña, como las
cáscaras muertas de los hilos viejos.

Juraría que percibo otra persona, alguna presencia que se retuerce para
liberarse, pero eso es imposible. Excepto que no lo es.
Los hilos de Alexus tenían múltiplos, el residuo de sombras brillantes.
Porque él contenía el alma de un dios.

Sin embargo, sus hilos aún contenían los colores de la vida, y se sentían
preciosos, hilos que debían ser manejados con manos y palabras cuidadosas. Los
hilos del príncipe son aún más delicados dado su estado. Tengo la sensación de
que, si intento tejerlos, se convertirán en cenizas o se desintegrarán por
completo.

Abro los ojos, con un poco de repulsión, pero más que dispuesta a
intentarlo. Si se disuelve en la nada, mejor.

Bailo con las manos y los dedos alrededor de la canción, consciente de que
la cuerda me roza el cuello todo el tiempo.

―Loria, Loria, una wil shonia, tu vannum vortra, tu nomweh ilia vo


drenith wen grenah.

―No puedo repetir sus palabras ―dice Nephele―. A no ser que te parezca
bien que hable la letra de Elikesh.

El príncipe lanza una mirada por encima del hombro.

―No. Déjala trabajar.

―Loria, Loria, una wil shonia, tu vannum vortra, tu nomweh ilia vo


drenith wen grenah.

Los restos de sus hilos tiemblan, y luego revolotean y se elevan como


brasas flotantes que escapan de un incendio.

Haciendo un gesto de dolor, se toca la mejilla.

No puedo evitar pensar en la magia de fuego que él y sus guerreros


utilizaron en Silver Hollow, en la forma en que sus flechas quemaron a los
aldeanos desde dentro. ¿Pero cómo? Ha estado en el Mundo de las Sombras,
pero el más allá no concede magias ni enseña trabajos antiguos. ¿En qué se ha
metido el príncipe que ha corrompido toda su existencia por un poco de poder?

Una extraña compulsión se apodera de mí. Alargo la mano y toco la sien


del príncipe. Él se estremece, pero no me detiene.
Una imagen pasa por mi mente, un hombre en una celda húmeda, una
torre con vistas a un mar espumoso y salvaje. Está tumbado en un lecho de
piedra con una muda raída, inmóvil. Su piel parece despojada de todo color y
espíritu. Sus mejillas están huecas, sus músculos agotados. Hay piel, y hay huesos,
y hay un soplo de vida, pero no es mucho. Sólo lo suficiente para evitar que
pierda su alma en el Mundo de las Sombras.

Dioses. Perder su alma.

Reculando, aparto la mano del príncipe y la aprieto contra mi pecho,


recordando las palabras de mi padre. El Príncipe del Este es un hombre que, de
alguna manera, roba la vida y la magia de los demás para concederse la
inmortalidad y potenciar sus propios deseos oscuros.

Un hombre hecho de sombras, almas y pecado.

Las sombras están de hecho aquí, siempre, y los dioses saben que está lleno
de pecado hasta el borde.

Pero también lleva un alma. Una que es un participante involuntario. Una


cuya vida y magia están siendo robadas. Y si tuviera que adivinar, diría que es
el alma de un Verano en una celda húmeda con vistas al mar.

El príncipe me mira y sonríe con un lado de la boca, con un brillo maligno


en los ojos.

―¿Has visto algo que no te ha gustado?

El corazón me late en los oídos. Me estremece hasta la médula. Esos


filamentos de telaraña, ¿son almas viejas que ha utilizado?

El príncipe se acerca más.

―Te sentí. Dentro de mí. ¿Rebuscas a menudo en otras personas?

Respiro con dificultad, tratando de asimilar lo que acaba de suceder. Nunca


he sido capaz de ver dentro del alma de alguien, pero tampoco lo he intentado.
Nunca ha habido necesidad. ¿Podría haber visto a Neri si hubiera mirado más
profundamente cuando curé a Alexus?
Mientras el príncipe se sienta allí, analizándome, pienso en la daga. Está a
un centímetro de la punta de mis dedos.

Podría hacerlo: matarlo. Ahora mismo.

Bajo la mano una fracción, perlas de sudor frío rompiendo en mi frente.

Un repentino alboroto en el exterior hace que mis ojos se dirijan a la solapa


de la tienda un segundo antes de que el clamor de los pájaros que huyen de sus
nidos ondee en la lona. Un guerrero irrumpe en el interior, jadeante, con el
rostro enrojecido.

Con los ojos muy abiertos, se inclina ante su príncipe.

―Perdóneme, mi señor, pero algo anda mal. Debería venir. Ahora.

Con un suspiro y un gemido de irritación, el príncipe me da una larga


mirada y se dirige al exterior. Momentos después, regresa con un cuervo de ojos
saltones posado en su hombro. Su mirada se llena de ira, su cuerpo vibra.

Lanza a Vexx una mirada aguda.

―Tú y yo tenemos que tener una pequeña charla ―Casi escupe la última
palabra antes de señalar a Rhonin y Killian―. Lleva a estos dos a las bodegas y
prepara a los hombres. Tenemos un visitante inesperado en camino ―Se dirige
a Killian―. Lleva a los prisioneros al camino del sur. Todos ellos.
Inmediatamente.

Miro a Vexx. Parece desconcertado. Y asustado.

Los cuervos del príncipe vieron algo, este visitante inesperado y eso ha
puesto al señor del este en estado de alerta. Pienso en Helena. Por favor, dioses,
que no sea ella.

Rhonin comienza a atar de nuevo las cuerdas de mis muñecas, aunque no


con tanta fuerza como antes, mientras Vexx retira el lazo y sigue al príncipe al
exterior. Estamos solos Rhonin, Nephele, Killian y yo.

Me encuentro con la mirada de Rhonin, y me pongo todos mis


pensamientos en la cara y en los ojos. Si él pudiera someter a Killian, Nephele y
yo podríamos huir.
Pero dos guerreros más entran en la tienda. Agarran los brazos de Nephele
y la conducen hacia la noche mientras Rhonin termina de asegurar mis ataduras.
Mueve la cabeza, un movimiento minúsculo, advirtiéndome de que no es el
momento para un esfuerzo de huida.

Killian se asoma al exterior. Cuando la mujer se da la vuelta, su rostro es


sombrío.

Atraviesa el pequeño espacio y me agarra del brazo.

―Vamos. Llevémosla a los carruajes.

Rhonin me agarra de la muñeca y dirige una mirada cerúlea a Killian. Todo


en él adquiere un aire defensivo.

―Yo la llevaré.

Inclina la cabeza, sus ojos grises y planos la evalúan. Sin intimidarse lo más
mínimo, deja caer su mano libre hacia un anillo de llaves de hierro que cuelga
de su cadera.

―La llevaremos. Porque la llevaré al sur. Como ordenó el príncipe.

En el momento en que salimos de la tienda, los lobos aúllan, con sus voces
unidas en un único y terrible grito que parece extenderse y estirarse. Rhonin y
Killian se paran en seco, y la piel se me eriza, la piel de gallina sube por mis
brazos. La energía que sentí en el barranco ha regresado con toda su fuerza, esa
presencia antinatural rodando en una niebla blanca y fría que abraza el suelo,
flotando sobre nuestras botas. Un viento helado me pellizca la cara y agita las
ramas por encima de nosotros, silbando y serpenteando por el bosque nevado.

Rhonin me mira con desconfianza cuando empezamos a subir por el


sendero iluminado con antorchas, cuyas llamas luchan por sobrevivir al viento.
Todo se siente mal, y la vacilación traza mis pasos. Killian me mira y acelera el
paso, casi arrastrándome. El príncipe y Vexx no están a la vista, pero más
adelante, al otro lado del Camino del Invierno, el campamento está vivo, las altas
sombras de los guerreros bullen a la luz del fuego.

Mientras escudriño el bosque, me doy cuenta de que los asistentes han


abandonado sus puestos para atender a los hombres heridos, sus cubos de vino
están desechados al azar a lo largo del camino. Apenas puedo distinguir las
formas heridas de los hombres en la niebla helada, pero oigo claramente sus
gemidos.

Cuando llegamos al campamento, los guerreros están preparados,


observando la madera y los árboles, preparando sus armas, encendiendo más
antorchas. Hay charlas y murmullos, discusión, y suficiente aprensión que tensa
el aire y que haría picar si pudiera arrancarla. El príncipe y Vexx están dentro
de la tienda de antes, sus cuerpos reflejados en silueta detrás de la lona. Vexx
está de rodillas, claramente suplicando clemencia, el príncipe acurrucado sobre
él en forma amenazante.

No sé qué está pasando, pero casi agradezco que me encierren por ello.

Pasamos a toda prisa por delante de las hogueras hasta llegar a las prisiones
con ruedas donde los guerreros se apresuran a enjaezar los caballos,
enganchándolos a los carruajes. Los transportes son sólidamente construidos,
madera en todos los lados reforzada con marcos de acero. Las puertas están
sujetas con pesadas cadenas y candados.

Killian se dirige a la carreta del centro.

―Espera ―Rhonin empuja su barbilla hacia la derecha―. Ese podría ser


mejor.

La mujer hace una pausa.

―No puedo imaginar cómo.

―No creo que tengamos que ponerla con su hermana, es todo ―responde
Rhonin―. Y el otro vagón ya está lleno ―Me hace avanzar―. Ella es valiosa.
Lo suficientemente valiosa como para estar... ―vuelve a levantar la barbilla
hacia la derecha― ahí dentro.

Un dedo helado de temor recorre mi nuca cuando le echo una mirada. Por
supuesto, necesito estar con mi hermana. ¿A qué está jugando?

Killian reflexiona sobre las palabras de su compañero y se dispone a abrir


el candado que sella el carruaje a mi derecha. Se me acelera el pulso. Me siento
como si me echaran a los lobos.
Detrás de nosotros, el campamento estalla en actividad, los guerreros
corren hacia el sendero donde los heridos esperan. Killian abre de un tirón la
puerta de la carreta, me aparta de la sujeción de Rhonin y me empuja al interior.

Aterrizo en los tablones del suelo en un derrame de luz de luna rota.


Cuando la cadena y el cerrojo suenan desde el otro lado de la puerta, me arrodillo
y me pongo en pie con dificultad, corriendo hacia la pequeña ventana con
barrotes para ver qué demonios está pasando. Rhonin se aleja. Killian debe estar
atendiendo a los caballos.

Rhonin echa una mirada por encima del hombro y, aunque desearía por
los dioses poder leer la mente, no lo necesito. Se frota las muñecas y se dirige
hacia la tienda donde había visto al príncipe y a Vexx.

Libero mis manos de las cuerdas que dejó sueltas y observo la escena de la
niebla: la forma en que los guerreros forman un muro en el camino, mirando
hacia el este, como si algo viniera de esa dirección. La dirección del barranco, si
estoy en lo cierto.

―Grandioso. Justo lo que quería. Compañía.

En un suspiro, me doy la vuelta. En la esquina, medio escondido en la


sombra, hay un hombre con las piernas dobladas. La luz plateada de la luna entra
en nuestra pequeña cárcel y se desliza por el cuero oscuro de sus pantalones.

Tiene cadenas en los tobillos y grilletes en las muñecas. Sus manos parecen
hermosas. Hermosas y mortales. Descansan entre sus piernas.

―Al menos pareces hábil ―añade―. Una mujer que sabe manejar un poco
de cuerda. Siempre es algo bueno ―Tira de su torso hacia delante, un esfuerzo
bajo el peso del hierro, hasta que los puños de su abrigo de terciopelo azul, con
cintas doradas, brillan a la luz. Me mira con los ojos más oscuros e inquietantes
que jamás he visto―. A no ser que te hayan metido aquí para matarme.

Observo ese cabello pálido y dorado, ese rostro de porcelana esculpido y


el collar de hierro en su garganta. Aunque nunca lo he visto, y aunque está tan
lejos de la imagen que mi mente ha conjurado desde que era una niña, sé quién
es sin un segundo de duda.

El Rey Helado.
36

―¿Quién eres? ―Colden Moeshka me mira fijamente con un todo. Sólo él.
Sólo yo. Él atado. Yo con una daga escondida.

Pero nada es como debía ser. El mundo se siente al revés. Quise secuestrar
al Coleccionista de Brujas, no besarlo. Y quise matar al Rey Helado, no salvarlo.
Y, sin embargo, aquí estamos.

Me toco el hueco de la garganta y los labios y sacudo la cabeza. La


comprensión aparece, y su boca de puchero se convierte en un ceño fruncido.

―Bueno, bueno. Raina Bloodgood. Realmente esperaba que nos


conociéramos en otras circunstancias. De alguna manera, sabía que no lo
haríamos, pero nadie me hace caso.

No estoy segura de por qué escuchar mi nombre salir de sus labios se siente
tan extraño, pero así es. Me conoce por Nephele, al igual que yo lo conozco por
Alexus, pero este es un hombre al que he querido matar durante años. Si alguien
debería hablarme con familiaridad, no es él.

―Te pareces a Nephele. Un poco ―Hay una extraña pausa entre nosotros
antes de que mire a la ventana― ¿Qué está pasando ahí fuera? ¿Dónde está
Alexus?
El sonido de ese nombre hace que se me apriete el pecho. No quiero decirle
a Colden que el general del príncipe acabó con la vida del Coleccionista de
Brujas, pero me parece mal no hacerlo.

―El general Vexx lo mató ―digo.

Una ola creciente amenaza con pincharme en la parte posterior de los ojos,
haciendo que me duela el pecho, pero la obligo a bajar.

Por la forma en que Colden me observa, me doy cuenta de que no ha


entendido nada de lo que he dicho. Puede que Alexus haya aprendido el lenguaje
de mis manos y que Nephele se lo haya enseñado a los niños de Invernalia, pero
al Rey Helado no le interesa aprenderlo.

―No conozco sus signos ―dice― no lo suficiente como para eso, pero su
rostro habla claramente. ¿Le ha pasado algo? ¿Algo malo?

Asiento con la cabeza. Poco más puedo hacer. Aunque el rey parece no
inmutarse por la noticia.

―¿Y qué pasa fuera? ¿Todo el alboroto?

Me encojo de hombros y me vuelvo hacia la ventana. La niebla se ha hecho


más espesa, merodeando por el bosque en un remolino amenazante. Esa
presencia está en todas partes, el olor a frío, a pino y... a algo animal.

Antes de que pueda ver algo más, la carreta da un bandazo hacia adelante,
haciéndome caer en la esquina opuesta a Colden. Me agarro a la barandilla que
rodea las paredes, probablemente para atar a los animales.

Los empujones disminuyen una vez que los caballos toman el Camino de
Invierno, en dirección al sur. Me acerco a la ventanilla y veo que el bosque
oscurecido pasa volando a un ritmo vertiginoso a medida que ganamos
velocidad.

Pero esa niebla. Nos sigue. Se precipita a nuestro lado. Puedo saborearla.
Lleva una mordida metálica, como pegar la lengua a la plata.

Colden lucha contra sus cadenas para ponerse de rodillas. Me mira con una
ceja ladeada y bruñida.
―Un poco de ayuda sería excelente en este momento, o podrías quedarte
ahí de pie y no ser de ninguna utilidad.

Mi cuero cabelludo se tensa, y la daga entre mis pechos se siente tan


tentadora.

―Cualquier día de estos ―añade, balanceándose con el bamboleo del


carruaje.

Aunque el Rey Helado me molesta mucho, incluso después de unos


minutos en su presencia, le agarro del brazo y, con todas mis fuerzas, le ayudo
a levantar su arrogante trasero.

Se arrastra hacia la ventana. Un bache en el camino le hace chocar contra


la pared, lo que me produce un momento de alegría, pero se endereza para mirar
al exterior.

Le miro fijamente, igual que él me miraba a mí, viendo la luz de la luna


caer en cascada sobre su cara. Alexus no se equivocó. Llamó a Colden
exquisitamente hermoso, y lo es. Es tan femenino como masculino, algo
impresionante en el medio. Es cautivador e impresionante. Etéreo.

Incluso si también es un completo y absoluto imbécil.

―Esto no es posible ―Mira fijamente hacia la noche, y no puedo evitar


notar los escalofríos que surgen a lo largo de su cuello y el costado de su cara―.
No sé qué diablos ha hecho Alexus ―añade― pero las cosas van a ir muy mal
muy rápidamente si estoy viendo lo que creo que estoy viendo. Será mejor que
te prepares.

No tengo ni idea de lo que quiere decir, y no me da tiempo a pensar en


ello. Libero la daga de mi corpiño, desenvaino la hoja, y en el siguiente suspiro,
estamos rodando, lanzados de un lado a otro de la carreta como si fuéramos
ligeros. Colden y sus cadenas. Yo y mi daga, hasta que la pierdo, mi cuerpo es
lanzado contra el techo antes de ser golpeado contra el suelo. La madera gime,
se astilla y se rompe, una y otra vez, antes de que nos detengamos.

Lo único que oigo es el latido de mi corazón, y no puedo respirar. Tardo


un minuto en recuperar el aliento, un profundo jadeo que llena mis pulmones
de aire frío mientras toso trozos de tierra y madera. La mayor parte del vagón
yace en pedazos a mi alrededor, con el armazón de acero deformado y doblado
hacia un lado. Arriba, el cielo nocturno se extiende eternamente, con la nieve
cayendo en grandes copos blancos. Pero abajo, esa fría niebla se acerca,
derramándose sobre la carretera, con volutas de blanco flotando entre los restos.

Me levanto, me arrodillo y me arrastro, con las astillas de pino clavadas en


las palmas de las manos. Los caballos yacen inmóviles y Colden descansa cerca
de un árbol, arrugado en un lío de cadenas. Uno de los otros carruajes, el que va
delante de nosotros, está igual de destrozado. Está lo suficientemente cerca como
para que pueda distinguir los cuerpos esparcidos por todas partes, pero algunos
se mueven, levantándose.

El vagón que va detrás de nosotros descansa de lado, apoyado contra un


árbol. Todavía está intacto, aunque los habitantes de las Tierras del Este que
manejan los caballos están atrapados bajo el peso de sus animales heridos.

Nephele. ¿En cuál estaba ella?

Unas voces llaman mi atención. No, gritos. Y gruñidos. Acero chocando


contra acero. El eco del campamento. Con cada momento que pasa, los sonidos
se hacen más fuertes.

Los sonidos de la batalla.

Colden no está lejos. Me acerco a él, la nieve fría en mis manos, la niebla
enredándose en mis muñecas. No sé contra quién pueden estar luchando los del
Este. Debe ser quien sea que el príncipe mencionó como el visitante, aunque ese
sonido ciertamente no viene de una pelea con una persona.

Lo que significa que no puede ser Hel. ¿Más Brujos Caminantes? Eso
tampoco parece correcto. Incluso el Rey Helado sintió un momento de miedo
cuando miró por esa ventana.

En cualquier caso, necesito un hacha de guerra y un montón de nueva


fuerza muscular. Si puedo liberar sus cadenas, Colden Moeshka podría acabar
con todo esto.

A pesar de que pesa como un ancla, lo pongo de espaldas. Suelta un largo


gemido seguido de un prolongado "Mallldición".

Dioses. Mi daga se ha clavado en su hombro.


Abre los ojos y me asimila, luego mira la empuñadura que sobresale de su
cuerpo.

―Saca esa maldita cosa de mí.

Se la quito de un tirón y apenas se estremece.

―Ahora, úsalo para abrir la cerradura de estos malditos grilletes ―Se


esfuerza por sentarse, la niebla que nos rodea se eleva, y mira detrás de mí―.
Por el amor de los demonios, date prisa.

Oh, sí, abre la cerradura. Con una daga sangrienta. En una niebla colgante.
Porque eso es algo que hago todos los días. No puedo empezar a pensar con
claridad. Cada parte de mí me duele. Mi mente está tan agitada como mi cuerpo,
y mis manos tiemblan, una hoja en una tormenta. Ni siquiera estoy seguro de
estar de una pieza.

Pero no hay un hacha de guerra, por supuesto, así que intento forzar la
cerradura, metiendo la fina daga en el mecanismo hasta dónde llega. Con manos
temblorosas, hago girar el metal de un lado a otro, pero no tengo ni idea de lo
que estoy haciendo. O de lo que se supone que estoy haciendo.

―Magick ―dice Colden―. Eres tan colorida como un maldito fuego


artificial. Seguro que tienes habilidad. Y no me mires así. Casi puedo oír tu
mente maldiciendo. Quítame estas cosas de encima si quieres vivir.

Tal vez tenga que morir. Si no, nunca sobreviviremos el uno al lado del
otro.

Y está claro que no sabe tanto de mí como creía. Con o sin marcas, el pánico
no es un buen motivador. Mi mente está tan en blanco que ni siquiera puedo
recordar la palabra "adivinación", y mucho menos una cadena de Elikesh que
pueda deshacer una cerradura.

―¡Olvídalo! ―Él aparta sus manos―. Sólo corre. Encuentra a Nephele y


corre. Ve ―Sus ojos oscuros se elevan hacia el cielo, fijos en algo detrás de mí.
Esos oscuros iris están ensombrecidos por el blanco, como si mirara fijamente al
propio invierno. Retrocede―. Esto no puede estar pasando.
Algo frío y helado se desliza a mi alrededor, más frío que la niebla. Me
quedo inmóvil. Luego sigo la línea de visión de Colden por encima de mi
hombro.

La niebla se eleva, tan alta como los árboles, y se convierte en una criatura
tan alta como el caballo de guerra Mannus.

En medio del Camino del Invierno se encuentra un ser desnudo y


nebuloso, con pelo blanco hasta la cintura, orejas puntiagudas y rasgos lupinos
inconfundibles... desde los ojos rasgados de color ámbar hasta los colmillos
escondidos tras el labio superior curvado. Sus manos son enormes, y aunque
tienen dedos, cada uno de ellos es oscuro y con punta de garra, sus palmas son
más de garra que de carne. Tiene el torso delgado y musculoso de un hombre,
pero se sostiene sobre las patas traseras densamente musculadas de una bestia,
cubiertas de un pelaje sedoso y prístino.

Trago. Con fuerza.

Mitad hombre. Mitad lobo.

Neri.

No me extraña que el príncipe haya ordenado preparar el campamento.

Los lobos se arrastran desde las sombras neblinosas del bosque circundante,
mostrando sus dientes, gruñidos que vibran en el fondo de sus gargantas. Hay
cientos: ojos afilados, colmillos desnudos, fauces húmedas de espuma. Uno de
ellos se acerca sigilosamente a mi lado hasta que su hocico está a medio metro
de mi cara. Levanta el hocico, soplando su aliento caliente sobre mí,
desafiándome a moverme.

Agarro la pequeña daga ensangrentada que me dio Rhonin con un apretón


de muerte, pero cada centímetro de mi cuerpo podría estar arraigado al suelo, el
miedo implacable me atrapa en el momento.

Colden mira al dios como si pudiera masacrarlo.

―Hijo de puta. ¿Qué le hiciste a Alexus?

La niebla que formó a Neri se cristaliza, volviéndolo corpóreo pero blanco


como la nieve, con la piel brillando como si estuviera hecha de estrellas. Inclina
la cabeza y sus ojos ambarinos se iluminan. Cuando habla, su voz es tan profunda
y resonante que el bosque se estremece.

―¿Qué le hice? ―El Dios del Norte da pasos largos y acechantes hacia
nosotros y se cierne sobre Colden. Baja la cabeza, con el cuello más largo de lo
que tiene derecho a ser, y atrapa el rostro de Colden con sus garras―. Le concedí
piedad ―gruñe―. Que es mucho menos de lo que él me concedió a mí y nada
parecido a lo que yo te concederé a ti ―Agarra con el puño las cadenas cruzadas
en el pecho de Colden y lo levanta en el aire hasta que los pies del Rey Helado
ya no están en el suelo―. Después de tres siglos, por fin ha llegado tu hora de
morir en mis manos, Colden Moeshka. Y no hay otros dioses aquí para
detenerme esta vez.

Colden gruñe al dios.

―Hay destinos peores que la muerte. Sé creativo, al menos. Mestizo.

Neri gruñe, con un ruido sordo, y golpea al rey contra el suelo.

El cuerpo de Colden rebota, el viento abandona sus pulmones en una ráfaga


de aliento helado. Neri agita una mano, y las cadenas de Colden se desprenden
como si fueran desbloqueadas por fantasmas. Colden agarra la muñeca de Neri
y hace que unas líneas de color azul pálido se ramifiquen y se entrelacen en la
mano del dios, formando hielo que se extiende en forma de lianas heladas a lo
largo del antebrazo del dios.

Pero Neri se ríe y, antes de que el hielo llegue a su codo, flexiona los dedos
y los riachuelos helados se rompen y caen.

―Yo te di ese poder, patético humano. Y puedo quitártelo. Esta es mi tierra


―dice con los colmillos apretados―. Yo no siento a los reyes. La única corona
en las Tierras del Norte me pertenece.

―Y, sin embargo, te quedas aquí mientras la gente de 'tu tierra' sufre por
un miserable Príncipe del Este que pretende resucitar a tus enemigos.

El rostro de Neri se tensa.

―Eso es lo que quiere ―continúa Colden―. Medrar de su poder. Entonces,


¿qué va a hacer? ¿De verdad crees que dejará tu tumba intacta para que vuelvas
a ella? Si no puede quitártela, se asegurará de que no seas más que esta... ―Le da
a Neri una mirada despectiva― cosa hecha de niebla, para la eternidad. Puedes
olvidarte de volver a ser un verdadero dios.

Un gruñido sale de Neri, un sonido que reverbera en el bosque. La furia


ilumina los ojos ámbar del dios, y presiona una enorme mano sobre el pecho de
Colden, justo encima de su corazón, clavando sus garras ennegrecidas muy
profundamente.

El corazón me golpea contra las costillas, y subo la daga, seguro de que un


ataque sería un intento insensato, pero no puedo dejar que Neri mate a Colden.

Neri vuelve sus ojos de bestia hacia mí, y no puedo moverme. No por el
terror, aunque hay mucho de eso en mi sangre. Sino porque me detiene, como
si todo lo que tuviera que hacer fuera pensar en calmar mi mano y el resto de
mí, y estuviera hecho.

El lobo a mi lado gruñe y se acerca, chasquea los dientes.

―¡Sólo hazlo! ―Colden grita en la cara de Neri― ¡Acaba conmigo si eso es


lo que quieres hacer!

El dios vuelve a deslizar su mirada ambarina hacia Colden. La mirada


oscura y despiadada de Neri me sacude el alma. Es la expresión salvaje de alguien
que disfruta con la tortura y pretende repartirla.

―Hay destinos mucho peores que la muerte ―responde Neri, con el rostro
contorsionado en una mueca―. ¿No es eso lo que has dicho? Tal vez te permita
descubrir cuán cierta es esa afirmación.

Neri retira su mano, y con ella salen hilos.

Son tan luminosos que entrecierro los ojos, asombrada y atrapada en la


prensa invisible de Neri mientras el cuerpo de Colden se levanta del suelo.

Deja escapar un espeluznante grito de miseria, y el mundo que nos rodea


se vuelve más frío que nunca. Más frío que el lago helado. Más frío que el bosque
amargo. Más frío que la muerte. El frío, por todas partes, persiguiendo un
doloroso escalofrío a través de mi piel, quebrando mis ropas, brillando en los
fragmentos de madera astillada, incluso cubriendo mi daga con un barniz de
hielo.
Con un aullido de ira, Neri cierra el puño y echa el brazo hacia atrás,
arrancando los hilos del alma de Colden con tanta fuerza que su abrigo de
terciopelo azul se rompe y los botones dorados se esparcen por la nieve. Esos
hilos, azules como el hielo y blancos como la nieve, se enroscan alrededor de
Neri y se funden en su piel, como si pertenecieran a su interior.

Pero... espera. Lo hacen.

Neri hizo un trato con Asha. Si ella le entregaba su corazón una vez más,
esta vez para la eternidad, él haría lo que ella no podía hacer. Convertiría a Fia
Drumera en inmortal también, pero lo que es peor, arrojaría dentro de ella el
elemento del fuego, y en Colden Moeshka el elemento de la escarcha, para que
nunca, por todos sus infinitos días, volvieran a estar juntos.

Neri acaba de eliminar la maldición que lanzó hace trescientos años.

Y robó el poder del Rey Helado.


37

Neri vuelve a clavar sus ojos en mí. Es imposible apartar la mirada de su


rostro gruñón y lobuno.

―Dile que te salvé ―Gruñe tras las palabras―. Dile que, si no fuera por el
gran Dios del Norte, te habrías perdido en el camino hacia el sur. Dile que, si no
fuera por la misericordia de Neri, no serías más que una mancha sangrienta en
la nieve. Dile que no te salvaré para siempre. Pueden pudrirse en tumbas de
tierra por lo que me importa. La deuda del Lobo Blanco está pagada. No me
invoquen.

Se oye un sonido estridente, como el de un cristal que se rompe contra


otro, y Neri desaparece, dejando tras de sí nada más que un vapor turbio que se
desvanece y un sabor amargo y metálico en la parte posterior de mi lengua. Sus
lobos incluso se retiran, desapareciendo en el bosque, y la niebla blanca sobre la
que cabalgaba se disipa por el bosque.

Su poder me suelta y exhalo con fuerza. Temblando, me sacudo la espada


de la mano, el metal helado pegado a mi piel.

Intento descifrar las palabras de Neri.

¿Quería que le dijera al Rey Helado todas esas cosas?


Colden gime y se pone de rodillas, quitándose las cadenas rotas. Pasan
largos momentos mientras pronuncia No, no, no, no, no una y otra vez antes de
extender una mano que se enrojece rápidamente, temblorosa.

Extiende los dedos y enfoca su mirada hacia el frente. Las venas de las
sienes y del cuello estallan por el esfuerzo, resaltando en relieve sobre su piel
blanca. Todo su cuerpo tiembla por el esfuerzo.

No pasa nada.

Jadeando, baja la cabeza y exhala un suspiro. Enrolla los dedos en un


apretón y golpea el suelo con un puño blanco.

―Bueno, a la mierda todo. Ahora estamos metidos en un lío.

Los murmullos de la respiración irregular y el crujido de las pisadas sobre


los restos de hielo me hacen correr en busca de mi daga. La fría empuñadura
está en mi mano, con su afilada punta apuntando a un esbelto cuello, en el tiempo
que tarda un corazón en emitir un latido.

Con la misma rapidez, una mano me agarra la muñeca. Jadeo y retrocedo.


Me arrodillo y la persona que está sobre mí tiene los ojos abiertos como una
cierva asustada.

Nephele.

Me pongo en pie de un empujón y la aplasto contra mí, dispuesta a tomarla


y correr, como dijo Rhonin.

―¡Raina! ―Me aprieta fuerte y se aparta para mirarme, sonriendo,


acariciando mi cara con sus pulgares―. Mi dulce niña.

Ha pasado tanto tiempo, pero ella se siente igual. Suena igual. Huele igual.
Dioses, la he echado tanto de menos. Tanto que me hace falta todo lo que soy
para no romper en un charco de lágrimas aquí mismo, en esta carretera olvidada
por Dios.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Dos hijas de granjeros de Silver Hollow
luchando contra un hombre verdaderamente malvado para salvar a Tiressia?
¿Respirando el mismo aire que un antiguo dios?
La abrazo de nuevo. Mi corazón tiene tantas heridas, está destrozado, pero
juro que estar aquí con Nephele, escuchar su voz, ver su rostro, mirarla a los
ojos, ya ha comenzado una especie de reparación.

Algunas de las brujas de su carruaje mato tropiezan con el camino mientras


otras ayudan a los necesitados. Miro a Nephele. Tiene un nudo en la frente,
encima del ojo, y hay moratones y cortes, visibles a la luz de la luna. Parece muy
cansada.

―¿Estás bien? ―Le pregunto― ¿Hay algún herido grave?

―Yo estoy bien ―dice por señas―. Estamos bien. Golpeados y agotados,
pero hemos soportado algo peor que una caída de carruaje.

Una caída de carruaje. ¿Fue un accidente? O...

No. Neri hizo esto. Neri y su niebla. Podría habernos matado. Tal vez eso
es lo que pretendía. O tal vez sólo venía por su némesis. De cualquier manera,
Colden tenía razón. Neri dejó a su gente aquí, abandonada, en el bosque de su
tierra, con los del Este.

Lo odio aún más que antes.

Colden se aclara la garganta.

―Esta es una reunión realmente encantadora, pero estoy bastante seguro


de que la batalla por el fin de Tiressia está ocurriendo justo en el camino. Así
que si ustedes, señoras, quieren acompañarme, todavía tenemos una lucha entre
manos.

En medio de todo, Nephele se lanza a través de los restos de nuestra carreta


destruida, donde ahora está Colden, le echa los brazos al cuello y lo besa en la
boca. Colden también sonríe, incluso mientras abraza y besa a Nephele a su vez.

Hay alegría real en su expresión. El gélido Rey Helado, sonriendo como


un diablillo, incluso después de enfrentarse a Neri y de que le arrancaran su
poder del pecho. Es casi tan alarmante como ver al Dios del Norte desnudo en
niebla.

Nephele presiona su frente contra la de Colden.


―No supe qué te pasó después de que te llevaron. Y entonces vi... ―Sacude
la cabeza―. No sé lo que vi. No pude haber visto lo que creo que vi. Debo
haberme golpeado la cabeza más fuerte de lo que creía.

―Estoy bien ―La besa una vez más―. Sí lo viste. Neri estaba aquí, lo que
no tiene ningún sentido, pero era real.

―¿Pero cómo es posible? ―La preocupación bordea los rasgos de


Nephele― ¿Y qué te hizo?

Una parte de mí quiere detener su conversación y decirle a Nephele que


es posible porque Vexx mató a Alexus, su amigo. ¿Cómo no se dan cuenta de
eso? ¿Debo decírselo y arriesgarme a disgustarlos?

Nephele pasa la mano por el abrigo y la túnica arruinados de Colden,


tirando de la tela hacia atrás lo suficiente como para revelar una porción de una
estrella rosa que florece en la piel nívea de su torso.

Como la que tenía Alexus en el barranco.

Colden se encoge de hombros ensangrentados.

―No tengo ni la más mínima idea de cómo es posible. ¿En cuanto a lo que
hizo Neri? Digamos que ya no es exactamente mortal, pero si encontramos un
cuchillo, eso puede cambiar. Busquemos en los Habitantes del Este.

Nephele lanza una mirada de preocupación a Colden.

―¿Él... quitó la maldición? ¿Eso es lo que lo vi hacer?

Colden asiente, levantando las cejas.

―Por eso necesito todas las armas que podamos encontrar.

Con un nuevo peso asentado sobre sus hombros, Nephele se apresura a su


carruaje mientras yo voy en busca de Killian. Me meto la daga de Rhonin en
una presilla de cuero en la cintura de mis pantalones, con mi mente dando
vueltas a demasiadas cosas para ordenar.

La segunda generala yace a unos tres metros de los caballos, con la mitad
del cuerpo en el camino. Está desparramada de una manera tan horrible que
debe estar muerta. Su espada corta aún está atada a su costado, así que la tomo,
junto con su llavero, y me reúno con Nephele y un puñado de Brujos
Caminantes. Juntos, nos dirigimos hacia Colden.

Está en el carruaje más cercano al campamento, de rodillas junto a los


Habitantes del Este atrapados bajo sus caballos. No se me escapa que, cuando les
rompe el cuello a los guerreros, ninguno de los Brujos Caminantes se inmuta.
Siguen caminando hacia él, como si todo esto fuera perfectamente normal.

Colden toma un hacha y utiliza las llaves de Killian para abrir la parte
trasera del último vagón. Siete Brujos Caminantes salen, ilesos y preparados para
luchar por la libertad, pero parecen demacrados, cansados como Nephele, y me
pregunto si alguno de ellos, incluida mi hermana, pueden siquiera blandir la
magia ahora mismo.

Supongo que voy a averiguarlo, porque minutos más tarde, estamos


corriendo en la fría noche, a través del Bosque Frostwater mi hermana, el Rey
Helado, unos desconocidos a los que no conozco y yo, dirigiéndonos al lado este
del campamento.

Mi sangre bombea con más fuerza y rapidez cuanto más nos acercamos, y
nuestra velocidad aumenta. Lo desconocido se avecina, pero huelo el aroma de
las muertes mezcladas. Hace que me lloren los ojos.

Los guerreros luchan en el camino, donde los heridos esperan que los cure.
Las antorchas que iluminaban la zona todavía arden, iluminando a un par de
docenas de figuras, dando un tinte ámbar a la escena, un color que asociaré para
siempre con los ojos de Neri y la Piedra de Gante dentro del Cuchillo de los
Dioses.

El enfrentamiento a corta distancia parece una pintura, una pintura de


guerra, pero no puedo distinguir contra quién luchan los orientales.

Hasta que atravesamos los árboles.

Me detengo a trompicones en la linde del bosque, con el corazón acelerado


en la garganta, robándome el aire. Colden y Nephele siguen avanzando,
directamente hacia el derramamiento de sangre, pero los Brujos Caminantes sin
armas se detienen como yo.
Colden clava su hacha de guerra en el cuello de un guerrero y arroja al
hombre al suelo como si nada. Su cuerpo cae, aterrizando en medio de tantos
otros, y Colden sigue luchando.

No puedo empezar a contar los muertos, el fétido aroma de la vida que se


desvanece es espeso y demasiado familiar. Los habitantes de las Tierras del Este
cubren el camino nevado, la raya blanca en la madera ahora estropeada con la
huella roja de sus muertes. Algunos de los heridos deben haber intentado luchar.

Por encima, cerca de las copas de los árboles, flotan docenas de masas
sedosas y fibrosas, ondeando al viento. Nunca he visto nada parecido, pero sé lo
que son esas masas. Lo siento a nivel de la médula ósea.

Almas. Que perduran en este mundo.

Con el pulso acelerado, veo el caos en el camino. La última ola de guerreros


se acerca a Helena, Rhonin, Colden, Nephele y...

Alexus.

Me recorre un estremecimiento de conmoción, me recorre violentamente


desde la cabeza hasta los dedos de los pies. No puedo dejar de mirar.
Seguramente he caído en un sueño, en una distorsión de la realidad.

He visto morir a Alexus. He visto cómo el Cuchillo de los Dioses le


penetraba en el pecho, el pecho lleno de cicatrices que ahora tengo al
descubierto.

No lleva túnica. Sin cadenas.

Ninguna herida de muerte.

Neri. Neri es libre. No había estado segura de lo que podría ser de él si algo
le sucedía a Alexus, pero el hecho de que el dios del norte estuviera a un paso
de mí significa que Alexus lo dejó ir, en lo que yo creía que era la liberación de
la muerte.

En el barranco, una marca pintó el pecho de Alexus en una roncha furiosa


y estelar, una marca que aún está impresa en su piel y se parece a la de Colden.
Un beso dejado por una eliminación de poder. La marca de Alexus tuvo
que ser causada por la salida de Neri. Y sin embargo...

La roncha había estado allí antes de que Alexus muriera.

Liberó a Neri antes de que Vexx lo apuñalara, cuando la tierra retumbó.

Vendré por ti, había dicho en los momentos previos a que perdiera la
conciencia. Confía en mí.

Dioses. Todavía no sé cómo es posible que Alexus Thibault esté aquí, vivo,
pero mi sangre canta por él.

Los Brujos Caminantes se extienden a lo largo del camino y entonan una


canción de poder.

Finalmente, sacudiéndome del shock, cargo hacia la lucha.

Es como estar de nuevo en la aldea, sólo que esta vez me acompañan mi


hermana, Helena, el Rey Helado y el Coleccionista de Brujas, y esta nueva
persona llamada Rhonin, a la que podría llamar amigo.

Me enfrento a mi primer atacante, un guerrero que recuerdo vagamente


del barranco. Empuña una espada más larga, por lo que me resulta difícil medir
mis golpes.

Con cada giro, puñalada y tajo, el cielo oscuro, las antorchas encendidas y
la canción de Elikesh me devuelven a aquella noche, los recuerdos surgen en
una marea oscura. Mi ira y mi dolor se convierten en verdadera rabia cuando
me veo obligada a recordar los momentos en los que vi cómo mi vida se
convertía en cenizas.

Pero no estoy sola. En la periferia de mi visión, mi hermana blande una


lanza y Helena sus espadas, ambas apuñalando, esquivando y abalanzándose con
ágiles movimientos. Rhonin es una bestia con la daga, y Colden es una fuerza
violenta con su hacha. Él y Alexus se complementan, y aunque Alexus lucha
con una rodilla herida, sus movimientos siguen siendo artísticos.

Los restantes Habitantes del Este están disminuyendo, quedan menos de


una docena. Esta vez no hay flechas lanzadas con magia. No hay magia de fuego
robada para hacer esto fácil para ellos. Su príncipe está perdiendo su poder.
Incluso en la fría noche, el sudor mancha mi piel mientras lucho. Es una
verdadera batalla, chocando espadas mientras maniobro alrededor de los
cuerpos caídos y la nieve manchada de sangre.

Y este Habitante es fuerte. Con cada golpe de su espada, me empuja a través


del camino, obligándome a navegar por el suelo lleno de basura con pasos hacia
atrás, sin saber lo que hay detrás de mí.

Se enfrenta a mi espada con un rápido golpe bajo. Retrocedo un paso, pero


luego giro, cambiando nuestra dirección. Él gira y, al avanzar, levanta su arma.

Lo bloqueo, sujetando su brazo con mi mano, y con la distancia entre


nosotros reducida, empujo mi espada más corta hacia su pecho. Me cuesta un
segundo esfuerzo, pero siento que su cuerpo cede y mi espada se desliza con
facilidad. Retiro la espada y el guerrero cae, con la luz de sus ojos apagada.

Cuando alzo la vista, veo a dos hombres de pie en el bosque, bajo los
árboles.

El Príncipe del Este y Vexx. Antes no estaban allí.

Aunque el general tiene un aspecto ceniciento, con los puños apretados y


el rostro dibujado en una máscara de rabia templada, el príncipe lleva ese halo
de sombras carmesí y luce una sonrisa enfermiza. Es como si ver morir a sus
hombres fuera un deporte de sangre.

Levanta la barbilla y extiende la mano hacia el cielo, agitando los dedos.


Una de las almas desciende de las copas de los árboles, rindiéndose como se le
ha ordenado. Se cierne sobre él, una cáscara indefensa.

El príncipe abre la boca y... la inhala.

Una ola de éxtasis lo invade, el pecho sube y baja rápidamente, su éxtasis


es evidente. Sus ojos se cierran, se lame los labios, y yo quiero vomitar.

Cuando termina, el príncipe baja la cara y su mirada encapuchada se


encuentra con la mía.

Levanto mi espada, en guardia.


Al principio, hay un momento de sorpresa en sus ojos al verme, no debería
estar aquí, y mucho menos con un arma, pero su sonrisa maliciosa regresa y se
extiende.

Con un movimiento de su mano, el fuego florece a su alrededor, aunque


sin consumir nada.

Es un muro. Un escudo.

Puedo oler la magia del mago de las Tierras del Verano en el aire, mezclada
con su muerte prolongada, ese mismo aroma de antes en la tienda. El aroma del
fuego, de un día sofocante, de polvo y tierra.

El príncipe y yo nos miramos fijamente. Él está allí, un pilar de piedra que


no ha sido tocado por las llamas, con la diversión en su rostro. Para él, no somos
nada y él lo es todo.

Sube por el terraplén, con Vexx pisándole los talones, rodeando la escena,
con las manos entrelazadas a la espalda mientras le sigue un rastro de sombras
escarlatas. Los dos hombres pasan por delante de los Brujos Caminantes que
cantan. Nadie más los mira o los sigue. Porque no pueden verlos.

Pero yo sí.

Me doy la vuelta, respirando con dificultad, manteniendo los ojos en el


príncipe que merodea, incluso cuando mis amigos y mi hermana luchan a sólo
unos pasos de distancia. Este momento me recuerda todas las veces que vino a
mí, un espejismo, observando desde algún otro plano.

Cobarde. Empujo ese pensamiento por el aire como lo hice hace días. Rezo
para que lo escuche, lo sienta, lo sepa. Es un cobarde, dejando que sus hombres
mueran, escondiéndose en las alas, sin hacer nada, parado detrás de su escudo de
fuego robado de la magia de alguien más. El alma de otra persona. Todo mientras
se envuelve en el manto de su Mundo de las Sombras, demasiado asustado para
enfrentarse a sus enemigos por sí mismo.

Un vistazo a Nephele capta mi atención. Clava su lanza en la boca de un


guerrero y la saca de un tirón, pero luego se queda quieta. Con los ojos muy
abiertos. Parpadea. Se aferra a la garganta, jadeando como si una mano invisible
la sujetara del cuello.
Antes de que pueda llegar a ella, o al príncipe, una del Este avanza hacia
mí.

Sus movimientos son tan rápidos que me cuesta igualar cada golpe.

Me tambaleo hacia atrás y casi pierdo el equilibrio en el terraplén, pero la


canción de los Brujos Caminantes me llega una vez más desde los límites del
bosque. Levantan sus voces, cantando el poder, sin saber que un demonio acecha
tan cerca.

La energía pura cae sobre mí, cálida como la luz del sol de verano en medio
de todo este frío, despertando algo primitivo en lo más profundo de mi ser.

Despertando algo más también.

Con cada movimiento de mi espada, las pequeñas muertes que he robado


se hinchan, llenándome de un torrente que no estoy segura de poder contener.
Mi corazón palpita, rebosante de pena, miseria, odio, miedo, asco, angustia,
adoración, serenidad, anhelo. Hay tantas emociones que no puedo discernirlas
todas, pero bullen, una fuente de conexión infinita con sentimientos que ni
siquiera fueron míos.

Me abalanzo hacia delante, con mi agarre firme e implacable en la espada


de Killian, y con paso seguro, clavo mi espada en el centro de la mujer.

Antes de que pueda liberar mi arma, otro choca contra mí. Tropiezo, y él
aprovecha para levantar su daga, con la luz del fuego brillando en sus afilados
bordes y en sus ojos igualmente afilados.

Cuando baja el brazo, le agarro la muñeca. Lleva tanta fuerza que tengo
que soltar la espada y usar las dos manos para retenerlo.

Se abalanza sobre mí, presionándome para que me arrodille ante él.

―¡Lunthada comida, bladen tu dresniah, krovek volz gentrilah!

Alexus. No puedo verlo, pero puedo oírlo, esa voz aterciopelada que me
da vida, que me recuerda de lo que soy capaz.

Lunthada comida, bladen tu dresniah, krovek volz gentrilah. Lunthada


comida, bladen tu dresniah, krovek volz gentrilah.
Pienso las palabras, manteniéndolas en mi mente, y cerrando los ojos,
alcanzo toda esa emoción, sabiendo lo que quiero que ocurra. Deseando que sea
así. Imaginándolo.

La espada que hice cuando entramos en el Bosque Frostwater, la veo ahora,


la veo clavándose en el pecho del enemigo.

¡Lunthada comida, bladen tu dresniah, krovek volz gentrilah!

La presión que pesa sobre mí se afloja, y un crudo jadeo abandona el cuerpo


del hombre, un chorro de aliento húmedo en mi cara. Abro los ojos y me
encuentro con una mirada vacía y sin vida, y una espada de luz amatista que
sobresale de su boca abierta.

Cuando me llega su olor a muerte, pierdo todo el control mental que tenía
sobre mi magia, y la espada se aleja, mezclando el polvo púrpura con los copos
de nieve que siguen cayendo. Él se desploma y yo esquivo su peso, resbalando
en su sangre y cayendo de espaldas.

Un ruido llega a mis oídos mientras miro al cielo. Risas.

Giro la cabeza y veo al Príncipe del Este. Su burla está al borde de otro
sonido: el grito creciente de una bandada de cuervos que graznan.

Los pájaros se desprenden de los árboles, volando en lo alto de la noche


oscura, más allá del lugar donde las motas de brasas brillantes y flotantes y los
copos de nieve giran de la mano. Vuelan hasta donde se reúnen las almas de los
muertos.

Y las inhalan, una por una.

Me levanto de golpe, resbalando en la sangre y la nieve, y aterrizando


sobre el codo con un golpe seco. Levanto la vista y me encuentro con los ojos
verdes de Alexus, que brillan en la noche. Está a tres zancadas, con Helena a su
espalda. Cada uno lucha con dos espadas cortas que deben haber tomado de los
guerreros muertos a sus pies.

Pero Nephele no está en ninguna parte.

Cuando el atacante de Alexus hace retroceder su hacha, Alexus levanta y


cruza sus espadas por encima de su cabeza y, con una fuerza mortal, las corta,
sus afilados filos desgarrando y atravesando el cuerpo del guerrero. La sangre
salpica el camino nevado, y las vísceras caen, más carmesí para añadir a este
blanco cementerio.

El hombre se desploma, el último de los orientales y, en el siguiente


parpadeo, Alexus está conmigo, poniéndome de pie y abrazándome.

Me aprieta el pelo con los puños y sus labios aplastan los míos.

―Hermosa virago ―dice contra mi boca―. Estoy tan feliz de verte.

Le beso de nuevo. Toco su frío pecho. Siento su corazón palpitante. Sólo


para asegurarme de que está realmente aquí. Sonríe, como Nephele sonrió a
Colden. Aparece su hoyuelo, y la visión envía suficiente alivio a mi corazón
para sanarlo para siempre.

¿Pero cómo es que está aquí? ¿Cómo?

Lee la pregunta en mis ojos.

―Tu padre te contó leyendas. El Cuchillo de los Dioses no mató al príncipe


cuando lo cortó porque no puede matar con un simple golpe. Aunque es un
resto de dios y es peligroso en las manos equivocadas, la hoja que forjé sólo es
letal para los dioses vivos porque puede penetrar en sus huesos. Eso es todo.
―Presiona mi mano contra su pecho, donde la hoja ha penetrado hasta la
empuñadura―. No es letal para mí ―dice― porque un hechicero inteligente
sabe que no debe crear un arma que pueda usarse contra él. Yo marco lo que es
mío. El Cuchillo de los Dioses me conoce. Lleva mi runa. Mi nombre.

Otro beso, más profundo y tan intenso que jadeo cuando se separa.

―¡Baja! ―Helena grita.

Los cuervos se giran y se abalanzan, cientos de ellos se lanzan hacia


nosotros en un ataque antinatural. Porque no son naturales. Estas cosas no son
aves. Son demonios que roban las almas de los hombres.

Al igual que su creador.

Y he terminado con estos bastardos. Con todos ellos.


―Fulmanesh. Fulmanesh, fulmanesh, fulmanesh, fulmanesh, iyuma.

Formo las palabras con mis manos, extrayendo del fuego de la antorcha
que nos rodea, canalizando todo mi poder para encender estos pequeños
pinchazos como luciérnagas.

En cuanto el fuego se forma en mis manos, lo dirijo hacia el cielo. Los


cuervos retroceden, pero yo extiendo los brazos a los lados, extiendo mi postura
y profundizo en mi oscuridad, haciendo que esas pequeñas muertes revoloteen
con deleite.

Los demonios alados del príncipe atrapan mi llama. Los sonidos que salen
de ellos son chillidos impíos que me arañan los huesos. Instintivamente, cierro
los dedos en puños y aprieto hasta que las uñas me cortan la piel.

Las llamas brillan más alto, pero luego se extinguen, y los pájaros se
desploman sobre sí mismos, la oscuridad en la oscuridad. La ceniza cae del cielo
como una lluvia de muerte.

Alexus me mira con asombro, sus ojos se oscurecen con una mirada que
aprendí demasiado bien aquella noche en el refugio de Nephele, una de pasión
encendida.

La victoria se apodera de mí. En el calor del momento, con la confianza y


el poder vibrando en mis venas, me vuelvo hacia el Príncipe del Este.

Pero no está allí. Tampoco está Vexx.

Me doy la vuelta, escudriñando el bosque, buscando.

Vexx escapa hacia el bosque. Empiezo a perseguirlo, pero una oleada de


viento caliente se cuela por el camino.

Alexus levanta el brazo y se inclina sobre mí, un escudo contra el calor, y


la magia de los Brujos Caminantes que había sentido tan abundantemente se
desvanece, su canción se silencia.

Alexus y yo nos enderezamos y me giro, como si mi mente supiera


exactamente dónde tengo que mirar para encontrar al hombre que había
buscado momentos antes.
Mi mirada se posa en el rostro aún marcado del Príncipe del Este. Está de
pie en el lado oriental del camino, a seis metros de la matanza, cerca de la tienda
donde vi el interior de su asquerosa alma.

Nephele está con él, de rodillas, con el negro filo del Cuchillo de los Dioses
colocado sobre la pálida columna de su garganta.
38

Dondequiera que el príncipe estuviera antes, observándome desde el más


allá, ahora no está allí. Ahora está aquí, como si hubiera pasado de un mundo a
otro.

De invisible a visible.

Alexus, Rhonin, Colden y Helena me miran fijamente con los ojos muy
abiertos: a mí, a los demás, al príncipe, a Nephele. La escena es tan silenciosa
como la medianoche en el valle en pleno invierno, salvo por el ruido de nuestras
respiraciones.

Las últimas cenizas de los cuervos se asientan sobre el bosque, coloreando


el blanco mundo de gris. Las cenizas se convierten en polvo en mi pelo, en mi
piel, en mi ropa, el olor a muerte pesa en mis pulmones. Bosque húmedo,
podredumbre acre y plumas quemadas.

Pero hay más. Nuevos olores. Nuevas muertes.

Los Brujos Caminantes se han ido. La nieve donde se encontraban también


ha desaparecido, sustituida por una mancha oscura de ceniza que se arrastra por
la franja del bosque y luego se desvanece.
―Raina Bloodgood ―dice el príncipe― ¿Realmente pensaste que podías
tomar de mí tan descaradamente y no pagar?

Tardo un momento en comprender lo que quiere decir. No está hablando


de Nephele.

Ese viento caliente. La magia de los Verano.

Destruyó a los Brujos Caminantes. Los redujo a cenizas como quemé sus
cuervos.

Colden levanta su hacha de guerra. Apunta.

―Bastardo.

El príncipe chisporrotea, su mano fuertemente enrollada en el pelo de


Nephele.

―Eso sería muy tonto, especialmente para un rey ―Recorre la punta de la


hoja de hueso por el lado de la cara de mi hermana hasta la sien y la inclina justo
para penetrarla―. A menos que quieras que esta talentosa bruja tuya se abra
camino hacia el Mundo de las Sombras más pronto que tarde.

Lo dice en serio. Sus sombras se enroscan alrededor de Nephele, atando sus


manos, cerrándose sobre su boca. Me pregunté por qué no ha venido en su nube
roja y se ha llevado a Colden de Invernalia, en lugar de tomarse la molestia de
colar un ejército a través de las Tierras del Norte.

Pero ahora creo que sé por qué. El príncipe debe estar cerca de lo que
quiere si quiere tomarlo. Es por eso que no pudo simplemente encontrarme en
el bosque y robar el cuchillo. Su magia no es tan simple como atravesar el
mundo y llegar a donde quiera. Aparte de verle moverse entre las sombras aquí
en el bosque, sólo le he visto desvanecerse. Toda magia tiene limitaciones, y
tengo que preguntarme si ésta es la suya.

Debe serlo, y eso me deja con la preocupación de que, si el príncipe decide


dejarnos, se llevará a Nephele con él, y ella no podrá luchar. No sólo ha silenciado
su voz, sino que de alguna manera está sometiendo su poder.

Sus marcas de bruja han desaparecido.


―¿Qué quieres? ―Hago una seña, demasiado asustada para acercarme a él,
pero sabiendo que necesito mantener una apariencia de control sobre la
situación.

Alexus está a mi lado, rígido y en guardia, con todos los gruesos músculos
de su torso en tensión.

―Preguntó: ¿Qué quieres?

Sonriendo como un demonio, el príncipe responde.

―Bueno, para empezar, te quiero a ti, Raina Bloodgood. Al principio no,


pero ahora, como hemos discutido, tienes utilidad. También quiero que Neri
vuelva al Mundo de las Sombras, pero alguien se ha asegurado de que eso no
pueda ocurrir. No fácilmente, al menos ―Le dirige a Alexus una mirada
aguda―. Todo porque quería salvar a la pequeña bruja de Silver Hollow que ha
captado su antiguo ojo. Liberó a un dios por una mujer que apenas conoce.

Dioses y estrellas. A eso se refería Neri cuando dijo que le dijera que sí me
había salvado. No estaba hablando de Colden. Hizo un trato con Alexus: su
libertad de la prisión de Alexus a cambio de mi seguridad.

El príncipe pone sus ojos en Rhonin y Helena.

―Y oh, cómo quería este Cuchillo de los Dioses una vez que supe que
existía. Y ahora lo tengo, no gracias a ustedes dos, ladrona y espía ―Desliza su
mirada hacia Colden―. Luego está el infame Rey Helado. Un peón en un juego
que planeo ganar. También te quiero a ti, aunque ya no percibo ningún poder
en tu interior. Sólo una inmortalidad inútil. ¿Qué sentido tiene vivir para
siempre si eres aburrido? ¿Acaso tienes habilidad?

Colden se burla, formando una sonrisa mortal en su rostro. Se mantiene


rígido, listo para arremeter en cualquier momento.

―Suelta a Nephele y te mostraré cuánta habilidad tengo, patético pedazo


de mierda.

El príncipe se ríe y echa la cabeza de Nephele hacia atrás.

―No puedo hacer eso porque, verás, necesito poder. El mago que me ha
alimentado durante bastante tiempo se está apagando. Necesito una nueva fuente
de vida. Podría ser uno de los míos. ―Vuelve a mirar a Alexus―. Un Drallag,
el poderoso hechicero de las Tierras del Este, habría proporcionado suficiente
poder para convertirme en algo parecido a un dios. Lamentablemente, toda esa
magia está inactiva por ahora. ¿No es así, Alexi de Gante?

Alexus aprieta la mandíbula.

―No estará dormida para siempre, y cuando despierte, te juro que te


arrepentirás de haber venido aquí... si es que sobrevives a esta noche.

Maldita sea. No hay suficiente poder en ninguno de nosotros para evitar


que este momento se intensifique.

―Necesito una fuente de vida que sea joven ―dice el príncipe―. Alguien
que prospere más que el viejo mago. Alguien con suficiente magia en sus venas
para encantar un bosque entero. ―El príncipe mira a Nephele y acaricia su
mejilla sin marcas con el Cuchillo de los Dioses ―. Ni siquiera pretendas que la
mayor parte de esa vasta magia no era toda tuya.

Con el corazón martilleando, doy un paso. El mago del príncipe está


muriendo, lo que significa que el señor del Este está debilitado. Necesita a
Nephele, no más tarde, sino ahora.

Observo el alma de mi hermana. Los hilos de su vida brillan en oro, pero


una infección sangrienta se arrastra por sus bordes.

Está desviando su magia. Va a enredar los hilos vibrantes de su vida con


sus jirones envenenados y decadentes, a utilizarla hasta que no sea más que una
cáscara encadenada a una mesa de piedra en una torre o una cáscara de espíritu
despreciada que flota en el cielo nocturno.

No puedo permitir que eso ocurra.

Los ojos del príncipe están puestos en Nephele, pero su mirada amplia y
firme se fija en mí. Después de todos estos años, todavía puedo leer su rostro,
pero me niego a responder al brillo severo de su mirada acuosa, a la
determinación pellizcada de su boca. Me dice que acabe con ella para que no
pueda utilizarla.

Pero acabo de recuperarla. Por encima de mi cadáver la perderé de nuevo.


Somos más inteligentes que esto. Mejores. Más fuertes. Más rápidos.
Con un ligero movimiento de cabeza, arqueo la ceja y dejo que mis
pensamientos irradien de mi rostro para darle una advertencia. He sido sigilosa
toda mi vida, y mi puntería es aguda, así que deslizo la pequeña daga de la
presilla de mi cintura y salgo disparada hacia ella, saltando por encima de los
cuerpos, con el brazo preparado para lanzarla.

En ese instante, suceden muchas cosas. Helena grita mi nombre y Alexus


se acerca a mí. Las yemas de sus dedos se deslizan por la tela ensangrentada de
mi codo.

Lanzo la hoja por el camino con todas mis fuerzas.

El Príncipe del Este mira hacia arriba. Se inclina hacia la izquierda. Hace
brillar sus sombras.

Mi espada las atraviesa, y él y Nephele se desvanecen en una columna de


humo rojo.

Las sombras carmesí permanecen, y me muevo demasiado rápido para


detenerme. Salen disparadas, con monstruosos tentáculos que se aferran a mí.

Un brazo me rodea por la cintura y me detiene. Quien me sujeta se retuerce


para intentar tirar de mí en la otra dirección, pero las sombras me rodean los
tobillos y me arrancan, haciéndome caer a la tierra y quitándome el aire del
pecho.

Cuando levanto la vista, la mirada salvaje de Colden se encuentra con la


mía. Después de todo, después de todas las noches que pasé despierta pensando
en cómo lo mataría algún día, el Rey Helado intentó salvarme.

Las sombras escarlatas se arremolinan y caen, envolviéndolo como un


puño, arrastrándolo hacia una nube de color sangre. En un parpadeo, desaparece.

Hay un fuerte tirón en mi cuerpo, y clavo los dedos en el camino cubierto


de ceniza en el momento exacto en que Alexus corre y se desliza, gritando mi
nombre, buscando mi mano.

Pero me absorbe una niebla roja.


39

No hay nada. Nada más que oscuridad. Mi visión turbia corrige, o intenta
corregir, el mundo borroso que me rodea.

Parpadeo para enfocar. El mundo no está borroso; está lleno de sombras


en movimiento.

Un dolor perverso me sube por la base del cráneo. Estoy de rodillas sobre
un suelo negro y rocoso, rodeado de almas, como las cáscaras que flotaban sobre
el bosque. Hay miles, ondeando contra un cielo lúgubre y sin nubes de color
gris pizarra. Aunque no tengan ojos, su atención me atraviesa.

Guardiana, sisean. Vidente. Sanadora. Resucitadora. Asesina.

Bruja.

Más allá de ellos se encuentra una montaña escarpada que no tiene fin. Está
custodiada por una puerta, una enorme creación, ni de acero ni de piedra, sino
algo a lo que mi mente no puede dar nombre.

Porque no pertenezco a este lugar.

Yo lo sé.
Las almas lo saben.

Este lugar lo sabe.

Un ser parecido a un espectro con una capa roja hace pasar a las almas por
la puerta. Algunas van a la izquierda. Algunas van a la derecha. Otras pasan
directamente. Entonces mira hacia arriba con dos orbes brillantes por ojos y me
espía.

Intrusa.

Intento levantarme, correr, pero todo está mal. Es como si me moviera en


el agua, mis movimientos son arrastrados por un peso invisible.

Me doy la vuelta. Nephele y Colden están detrás de mí, de lado, todavía


asegurados por las sombras carmesí. Ambos tienen expresiones de pánico.
Quiero ir hacia ellos, pero una sombra me rodea por el medio, sujetándome con
fuerza. Está luchando, porque estoy atada a otra parte, una tremenda presión en
mi interior, en mi pecho, alrededor de mi corazón. Como si algo tirara del órgano
en dos.

Más sombras carmesíes se deslizan por el suelo en brillantes zarcillos. Me


echo hacia atrás y aparto las manos cuando una se arrastra por mi hombro.

Entonces llega esa risa escalofriante, que aprieta la mandíbula, deslizándose


con las sombras, enroscándose hacia arriba y sobre mis oídos.

El Príncipe del Este se asoma como un carcelero, como alguien que sí


pertenece a este lugar, con el Cuchillo de los Dioses atado a su cadera.

―Bienvenidos al Mundo de las Sombras, ustedes tres ―dice, el corte que


se filtra en su cara es un recordatorio de que esto no es un sueño―. No podemos
quedarnos mucho tiempo. A este lugar le gusta quedarse con los intrusos, así que
sólo lo uso como medio para un fin cuando es absolutamente necesario. La
pregunta es, ¿a dónde ir desde aquí?

Colden se levanta como una serpiente y ataca al príncipe. Las sombras que
mantienen atado al rey se enroscan cada vez más a su alrededor hasta que éste
grita, con el cuerpo arrojado al duro suelo.
―Vuelve a intentarlo ―dice el príncipe― y desearás ser el siguiente en la
fila de los muertos. Tengo que mantenerte vivo, pero no tengo que hacer que
sea una existencia cómoda. Harías bien en recordarlo.

Cierro los ojos, tratando de calmar mi estruendoso corazón, pero algo


sucede. Algo extraño.

Bien podría ser una de las almas que se ciernen sobre el Bosque Frostwater,
porque de repente, estoy allí. Puedo ver el camino ensangrentado, una hendidura
roja que atraviesa el bosque blanco.

Me acerco como los cuervos del príncipe, a vista de pájaro. Mi cuerpo está
allí, en el Camino de Invierno. Y sin embargo... estoy aquí. En el Mundo de las
Sombras.

Alexus está sentado en la nieve, con su pierna herida extendida. Yo estoy


tumbada ante él, con la cabeza apoyada en su regazo. Helena y Rhonin se
arrodillan a ambos lados de mí. La mirada de Hel es de conflicto y desesperación
mientras le entrega a Alexus una daga: la daga de Rhonin. La hoja que le arrojé
al príncipe.

Con la más firme de las manos, Alexus presiona la afilada punta contra el
grueso músculo de su pecho, una suave mancha de piel junto a las runas por las
que arrastré mis dientes con tanta avidez la noche en que casi nos tomamos el
uno al otro, runas que había tocado con tiernos dedos en la cueva.

Talló un signo en su piel, dos surcos sangrantes y paralelos con un solo


punto en el centro, unidos por una línea en forma de V.

Bajando la daga, me aparta el pelo del cuello y me pasa la mano por el oleaje
del pecho. Luego me corta, justo debajo de la clavícula, haciendo la misma marca.
De la herida brotan finos riachuelos de sangre.

Se pone de rodillas, con una mueca de dolor en la pierna. Reverentemente,


junta nuestros dedos y baja su frente a la mía, meciéndose suavemente, un ritual
similar al que realizó aquella noche en el bosque cuando mató a todos esos
hombres. Está suplicando, o rezando. No sé cuál de las dos cosas, pero lo siento
plenamente.

Intenta llevarme de vuelta al otro lado.


Abro los ojos y mi corazón late con más fuerza. Pero sigo en el Mundo de
las Sombras.

El príncipe me mira fijamente, me recorre con la mirada, su sonrisa de


suficiencia cae.

―Un Drallag nunca se rinde, ¿verdad? Bueno, dos pueden jugar a este
juego.

Se aleja, pasándose una mano por encima del hombro. Sus sombras se
retuercen, y Nephele, Colden y yo somos atraídos una vez más, siendo
desangrados de la tierra a través del Mundo de las Sombras hacia alguna gran
división, desvaneciéndose más lejos de las Tierras del Norte. Más lejos de la
seguridad. Más lejos del hogar.

Este reino es sólo una parada. Un camino. Un portal.

Un riesgo, pero aun así un camino para que un hombre hecho de sombras,
almas y pecados escape con lo que quiere.

¿Pero a dónde nos lleva?

Una de las pequeñas tinieblas dentro de mi pecho zumba, se agita y chispea,


una pequeña tormenta de rayos revoloteando alrededor de mi corazón. Es
extraña esa conexión, ese acercamiento de energías, pero me aferro a ella.

Me aferro a él.

Alexus.

Busco la mano de Nephele y luego la de Colden, aunque estén unidas por


las sombras. Busco el calor y la luz de la muerte robada de Alexus, el poder
candente que vive allí, el vínculo que nos une incluso ahora.

Estoy débil y cansada, pero no puedo dejar que el príncipe tenga a Colden
y a Nephele. Que me tenga a mí.

Debo luchar.

Pienso en la espada de luz amatista. Sé que puedo conjurarla.


Lunthada comida, bladen tu dresniah, krovek volz gentrilah. Pienso las
palabras una y otra vez, pero no ocurre nada. Demasiado miedo se inmiscuye
en mi mente. O tal vez mi magia no es buena aquí.

El príncipe me dirige una mirada oscura por encima del hombro y ladea
la cabeza. Siento su desprecio desde el otro lado de la roja y sombría distancia
que nos separa. Tengo que profundizar más. Hasta lo más profundo de mí, la
fuerza de la vida que hay en mi interior.

Tragándome todo el miedo, busco mis propios hilos, los hilos de mi


corazón. Como los que saqué de Alexus la noche que me enseñó a invocar la
llama.

Fulmanesh, iyuma tu lima, opressa volz nomio, retam tu shahl.

Fuego de mi corazón, ven que te vea, calienta mis huesos cansados, sé mi


lugar de descanso.

Llevo la canción en mi corazón. La escucho. No dejaré que se calle.

Se forman llamas, una bola de calor parpadeante que ruge ante mí. El
príncipe se dirige hacia mí, la malevolencia y la violencia ondulan desde él en
olas. Imagino que este fuego ardiente se eleva y se derrama sobre él, lo imagino
ardiendo como quemó mi pueblo. Pero primero, debo hacer que el fuego haga
lo que yo quiero que haga.

Las palabras de Alexus vuelven a mí. Piensa en lo que más quieres en este
mundo. Es de donde viene el verdadero poder. A menudo tenemos la mayor
voluntad para nuestros deseos más fuertes.

Esta vez no hay dudas. Sé lo que más quiero.

Quiero la paz. Estar rodeado de los que amo. Que estén seguros. Conocer
la alegría. Conocer la pasión. Conocer la serenidad.

Eso es todo. La paz en todas las cosas. El fuego obedece.

Con fulmanesh, iyuma en mi mente, las llamas corren a lo largo del suelo
rocoso, consumiendo las sombras carmesíes entre el Príncipe del Este y yo. Esas
mismas llamas rugen a su alrededor, no como el escudo que hizo en la madera,
sino como un fuego salvaje que lo envuelve en un calor tortuoso, lamiendo sus
cueros de bronce, fundiéndolos con su piel, besando su rostro dañado.

Ruge y se agita, tirándose al suelo para apagar las llamas, los sonidos de la
miseria resuenan en este lugar de espera lleno de almas, un lugar que parece
querer tragarnos enteros o escupirnos.

La cuerda de mi corazón vuelve a tirar. Con más fuerza. Colden y Nephele


siguen en mi mano. Cierro los ojos y nos alejo de este Mundo de las Sombras.
Puedo ver el bosque, y dioses, cómo anhelo sentir la nieve y la voz de Alexus
flotando sobre mi piel.

Pero cuando abro los ojos, seguimos aquí.

El Príncipe del Este se levanta y pasa por delante del fuego, acechando
hacia mí, arrastrando las llamas con él, agitando el pecho mientras me mira como
una especie de criatura, un monstruo que es más un cadáver andante que un
hombre.

Su rostro ha cambiado, y no por el fuego. Es viejo. Más que viejo. Hundido


y sin color, como el hombre de la celda junto al mar. Sus ojos son vacíos, algo
de las partes más profundas y oscuras de los Bajos Fondos.

Junta las manos y las extiende a los lados como si estuviera partiendo un
río. Colden y Nephele son arrancados de mi mano.

El príncipe se lanza hacia mí. Una mano quemada me rodea la garganta.


Me empuja hacia abajo, de espaldas al suelo rocoso, con su rostro hueco a un
centímetro del mío, apestando a podredumbre y ruina. Para ser una cosa tan
marchita, es sólido e inamovible, totalmente antinatural.

Rápidamente, desenfunda el Cuchillo de los Dioses

―¿Qué te dije cuando me paré frente a ti en tu pueblo?

No necesito buscar en mi memoria. Esa noche es tan permanente en mi


mente, marcada en mi alma.

Nos encontraremos de nuevo, Guardián, había dicho. Y cuando lo hagamos,


voy a clavar ese cuchillo en tu corazón y aspirar tu alma.
Apretando mis manos sobre las suyas, subo mi rodilla entre sus piernas,
rezando para que sea, de hecho, algo humano. Es suficiente para que retroceda
una fracción de segundo y tropiece, pero el Cuchillo de los Dioses se escapa de
mi alcance.

Me obligo a ponerme en pie, sus sombras y el extraño peso de este mundo


intentan arrastrarme hacia abajo. Me mira y sé que quiere matarme,
independientemente del poder que pueda ofrecerle. Probablemente inhalará mi
alma aquí mismo, con todo el Mundo de las Sombras mirando.

El aire se me escapa al borde de la furia. Lo necesito muerto, y necesito ese


Cuchillo de los Dioses

Me abalanzo sobre él, con los dientes desnudos. El príncipe hace lo mismo,
con sus ojos vacíos abiertos y salvajes.

Pero me muevo muy lento, como si no fuera real. Como si este lugar no
fuera real.

Justo antes de que choquemos, el príncipe gira, me agarra del brazo y me


da una patada en los pies, haciéndome caer de espaldas con una sacudida que me
hace temblar todos los huesos. Se acerca a mí, pero le doy con el talón de la
palma de la mano en la nariz, haciéndole retroceder.

Tenemos que salir.

Agarro a Colden por los brazos y lo arrastro hasta Nephele. Me arrodillo


y agarro las manos de ambos, sin dejar de mirar al príncipe.

Comienzo mi camino, y rezo para poder hacerlo, aunque ni siquiera sé qué


es esto.

Sin embargo, antes de que pueda hacer nada, el príncipe estalla en una nube
roja y reaparece ante mis ojos. Cae sobre mí como un león de montaña sobre
una cierva, montando a horcajadas sobre mí.

De él brotan sombras rojas y alborotadas. Se extienden, se arremolinan y


se arrastran hacia Colden y Nephele, ríos sangrientos y nebulosos que fluyen
por la tierra agrietada.
En un instante, esas mismas sombras se retuercen en torno a mi hermana
y su rey, intentando arrancarlos de mi agarre de nuevo, pero yo me mantengo
firme. Me esfuerzo y tiro, apretando los dientes, aferrándome a sus manos.

El lazo que rodea mi corazón se estrecha: Alexus, trabajando para llevarnos


de vuelta a casa.

Esta vez, no me soltaré.

―Qué decepción ―El príncipe levanta el Cuchillo de los Dioses una vez
más―. Intenté perdonarte. Podrías haber sido de gran utilidad para mí. Ahora
debo dejarte en el Mundo de las Sombras mientras me dirijo a las Tierras del
Verano para levantar a los dioses y poner a este imperio de rodillas.

Dioses. No sólo Thamaos.

El príncipe se inclina cerca y roza sus decadentes labios contra mi mejilla.

―Al menos tu alma me restaurará. Apuesto a que sabe a humo y luz de


estrellas.

Cierro los ojos. Me niego a presenciar la mirada asesina que debe brillar en
sus ojos muertos mientras se echa hacia atrás. Sólo siento a Alexus, su atadura y
nuestras runas, tirando de mí mientras el gélido Cuchillo de los Dioses se entierra
hasta la empuñadura entre mis pechos, igual que Vexx hizo con Alexus.

Jadeando, abro los ojos de golpe. El dolor es insondable, una cosa brillante
y ardiente que me desgarra, derritiendo los huesos alrededor de mi corazón.

Me estoy muriendo. Debo estarlo.

Pero no es el cuchillo. El cuchillo ni siquiera está ahí. Estoy rodeada de


oscuridad, espesa como la tinta. La única luz proviene de las líneas y ranuras
ardientes de la runa en mi pecho. El sello se introduce en mí, extendiendo el
calor por mis venas, su poder me reclama.

Estoy en este lugar intermedio, el vacío entre dos mundos. Alexus me


marcó, y ahora siento su llamada, su voz es un susurro en el fondo de mi mente.
Colden y Nephele no están conmigo, pero aún puedo sentirlos, al borde de mi
alcance.
―¡Suéltame! ―Colden grita― ¡Salva a Nephele! ¡Esta es la única manera!

Aunque suena a un millón de millas de distancia, están tan cerca, sus manos
en las mías. Me niego a soltarlos. Soy lo suficientemente fuerte. Puedo hacerlo.

Pero no me dan la oportunidad.

Los dedos agarrados en mi mano izquierda, dedos que sé que pertenecen


al Rey de las Tierras del Norte, se sueltan de mi agarre.

En el momento en que se va, en el momento en que siento que se lo lleva,


grito por él en mi mente. No hay victoria sin sacrificio, pero no es así como la
historia debía terminar. No se suponía que debía fracasar. El príncipe no debía
ganar. El Rey Helado no debía estar dispuesto a darlo todo por nosotros.

Por mí. Por mi hermana. Por su pueblo.

En un sollozo, agarro la otra mano que aún tengo apretada: Nephele. Con
todo lo que soy, jalo y jalo hasta que ya no estoy sola en la oscuridad.

Me aferro a mi hermana, las dos llorando y temblando en este abismo.


Cerrando los ojos, me concentro en las oraciones de Alexus, en su tierna voz y
en la promesa de su runa, y dejo que me guíe de vuelta a la luz.
40

Mi magia no ha fluido libremente en trescientos años. Esta noche, sólo un


delgado hilo de poder gotea en mi sangre, pero es suficiente.

Y se siente extraordinario.

Zumbando en mis venas.

Cobrando vida en mis huesos.

Cuando finalmente se despierte por completo, hasta las montañas lo sabrán.

Raina yace en mis brazos. El príncipe casi me la quita, pero un astuto


hechicero marca lo que es suyo. Raina Bloodgood ahora lleva mi runa.

Mi poder.

Mi sello.

Mi nombre.

Alexi de Gante.

Compartido con ella.


Sus ojos se abren por un breve momento mientras la nieve cae a nuestro
alrededor. Está demasiado débil para firmar, pero conozco su rostro, cada
expresión. Puedo leer sus pensamientos en ese ceño fruncido, verlos flotar en
sus profundos ojos azules.

―No ―susurro―. No te he salvado. Sólo te ayudé a salvarte a ti misma.

Toco la runa de su pecho y aprieto mis labios contra ella. La verdad es que
esta mujer me está salvando. Me salvó en el campo, en el bosque, en el barranco,
y me está salvando ahora mismo, sólo con su respiración.

Sus ojos se cierran, pero su corazón sigue latiendo bajo mi contacto. En otra
vida, habría intentado conocerla. La habría admirado y leído sus poemas escritos
por mi propia mano. Habría caminado con ella por campos de estériles, habría
bailado con ella en el arroyo.

Pero esta no es otra vida.

Y empiezo a preguntarme si tiene que serlo.


IV
INVERNALIA
41

La primera vez que me despierto, no veo más que un cielo nevado y me


duele respirar. Estoy sola, pero entonces un cuerpo se pliega alrededor del mío,
cálido y reconfortante, y por un instante pienso que es mi madre. Pero un poco
de muerte late dentro de mi pecho, anidado en un rincón profundo de mi
corazón. Es él. La certeza de este hecho me produce un alivio abrumador que
me devuelve a la oscuridad. Está exactamente dónde debe estar.

Conmigo.

Su profunda voz llega a mis oídos.

―Ven, pequeña belleza ―Y soy vagamente consciente de que me lleva, el


Bosque Frostwater se desvanece.

La segunda vez que abro los ojos, un largo manto negro me cubre como
una manta. El mundo sigue siendo blanco, y creo que estoy en el valle en
invierno, con la pálida luz de la mañana abriéndose paso entre las nubes. Estoy
encima de un caballo, con unos brazos fuertes que me acunan mientras me
sujetan las riendas. Oigo el chink, chink, clink de una brida, el suave ruido de los
cascos, y noto un inconfundible balanceo que me hace dormir.

Antes de sucumbir, miro el rostro barbudo del hombre que me sostiene, y


él encuentra mi mirada. Mi cabeza se apoya en su hombro, su boca está tan cerca
que el calor de su aliento roza mis labios.

―No pasa nada. Estoy aquí. Descansa.

Me late el corazón, algo dentro de mí teme que esto no pueda ser real
mientras otra parte de mí reza a la luna para que lo sea. No debería estar aquí,
pero lo está, y si es un sueño, quiero aferrarme a él un tiempo más.

Se me cierran los ojos, ya no los controlo, y me quedo a la deriva,


acurrucada contra el calor del Coleccionista de Brujas.

ALEXUS.

Su nombre suena una y otra vez en mi cabeza y me hace despertar por


tercera vez. Abro los ojos y tardo un momento en darme cuenta de dónde estoy.

Y de que aún respiro.

Estoy tumbada en una elegante cama con cuatro postes intrincadamente


tallados, un dosel de brocado negro con cortinas a juego. La habitación es muy
cálida. Es del tamaño de la casa de campo, con un fuego ardiendo en un hogar
de piedra. Ya no llevo mi corpiño ensangrentado ni las pieles ni las botas
prestadas. Estoy vestida con un vestido de gasa del color del colorete. Mi pelo
aún está húmedo y huele a jazmín y a lila.

Lo recuerdo todo. El barranco. El Camino de invierno. El Mundo de las


Sombras. Ver Invernalia en persona por primera vez. Ser despojada, bañada y
remendada por extraños mientras estaba aturdida. Explicar a Alexus, Helena y
Rhonin todo lo que pude sobre lo ocurrido. Sostener a Nephele junto al fuego
mientras lloraba por la pérdida de su pueblo, su madre, su rey.
Buscando a Alexus cuando todo terminó.

Pidiéndole que se quedara.

Curando sus heridas.

Su cuerpo acurrucándose alrededor del mío.

Instintivamente, paso la mano por la cama detrás de mí. Para mi decepción,


las sábanas están frías y vacías. Alexus y yo sólo dormimos cuando él estuvo
aquí, demasiado agotados para hablar, y mucho menos para cualquier otra cosa.
Me encuentro lamentando no haber encontrado la energía para algo más antes
de que la realidad se precipitara a recibirnos.

He perdido al rey de las Tierras del Norte y al Cuchillo de los Dioses a


manos del enemigo, Vexx ha huido del bosque ileso, y el Príncipe del Este y
Neri están libres. Las cosas podrían ser peores. Tengo que seguir recordando ese
hecho.

La lucha no ha terminado.

Aunque me duele, tiro la colcha y me levanto. La profunda y plateada luz


de la luna inunda la habitación a través de una enorme ventana arqueada. No he
tenido la suficiente lucidez para asimilarlo todo antes. Esto debe de ser una
antigua biblioteca convertida en habitación de invitados. Hay libros por todas
partes. Se han construido altas estanterías en todas las paredes, que abarcan desde
el suelo de pizarra hasta el techo artesonado, cada estante abarrotado al máximo.

Siendo del valle, lo más parecido a una biblioteca que he visto fue el alijo
de libros que Mena trajo de Penrith hace años, volúmenes recogidos en sus viajes
a la costa cuando era joven. Tenía doce libros, un tesoro. Mis padres guardaban
una estantería con seis obras que he leído mil veces. Desde luego, nunca había
visto un número de libros como éste.

Podría vivir aquí.

Un ornamentado escritorio de madera se encuentra a unos pasos de la


cama, colocado en ángulo, de cara a la vista más allá del cristal. El escritorio está
cubierto de finos rollos y pergaminos, organizados por tamaños, y una serie de
tinteros y plumas, un quemador de cera y un sello.
Cojo el sello y estudio su impresión. Es el mismo sello que llevo en mi piel.

La marca de Alexus. Su sello.

Estos son sus aposentos.

Con cuidado, deslizo la mano por la hendidura del cuello de mi vestido y


toco la marca que se ha grabado a fuego en mi cuerpo, marcando el nombre de
Alexus en mis huesos. Ahora forma parte de mí, como mi alma. En ese camino
del bosque, él despertó lo suficiente de su magia como para crear un vínculo
entre nosotros, manteniéndome en el aquí y ahora. Me dio algo a lo que
aferrarme en mi hora más oscura. Alguien a quien aferrarme. Gracias a él, he
sido lo suficientemente fuerte como para estar a caballo entre dos mundos.

Devuelvo el sello y paso la mano por un pergamino desenrollado,


sintiendo el suave ascenso de las palabras de Elikesh que Alexus debió empezar
a escribir hace tiempo. La tinta está seca, la mesa un poco polvorienta por el
desuso. No reconozco la letra, por supuesto, pero su elegancia me llama.

Hay una túnica colgada sobre la silla.

La toco. Me la llevo a la nariz. Respiro profundamente.

Todo huele a él, ese aroma de ricas especias, madera oscura y el dulce aroma
de la magia antigua. Me vuelvo hacia la cama. Incluso las sábanas huelen a él, y
no sólo porque se haya acostado conmigo durante un rato. Sino porque esa cama
conoce su cuerpo íntimamente. Me dan ganas de volver a acurrucarme y no
salir nunca.

Tomo un libro de su escritorio y lo aprieto contra mi pecho. Él lee. Y


escribe. Cosas que posiblemente habría adivinado, pero que no sabía. Todavía
hay mucho que aprender sobre él, y quiero tener esa oportunidad, por muy
asustada que me haga sentir.

Desde la ventana, contemplo el pueblo nevado que ha quedado en silencio


durante la noche. Uno casi podría pensar que aquí no ha pasado nada, si esta
fuera la única perspectiva. Los tejados blancos y el humo que sale de las
chimeneas me recuerdan a mi hogar.

Pero por muy bonita y serena que parezca la escena, si me giro a la


izquierda, también se ven las cimas de los establos y el granero, quemados
durante el ataque hasta convertirse en nada más que esqueletos de madera.
Recuerdo la puerta principal destruida, los cuerpos esparcidos por el patio
cuando llegamos, y al menos una docena de Brujos Caminantes heridos que
estaban siendo atendidos en el salón principal cuando Alexus me llevó al
interior.

Los pensamientos surgen, mi mente especula con los peores escenarios. No


quiero imaginar la destrucción que tuvo lugar, la forma en que el fuego tuvo
que dominar al hielo. No quiero pensar en más derramamiento de sangre, y
mucho menos mirar su daño a los ojos, pero debo bajar y ver cómo puedo ser
útil con los heridos. Tratar de encontrar a Alexus. Nephele. Helena.

Antes de que pueda darme la vuelta, una voz profunda llena la habitación.

―¿Te gustan los libros?

Sobresaltada, miro a mi visitante.

Alexus está de pie en la puerta, observándome, apoyando su largo cuerpo


en el marco. Un pie calzado se cruza con el otro, su capa cuelga sobre su brazo.
No me di cuenta de cuando abrió la puerta, demasiado perdida en mis
pensamientos.

Se me hace un nudo en el estómago. Ya he visto la tristeza que lleva, esa


expresión de desamparo cuando regresó de Littledenn en el arroyo. No sé dónde
estuvo hoy ni a qué se ha enfrentado con la gente de Invernalia, pero le afectó
profundamente.

Empuja la moldura y cruza el umbral, cerrando la puerta tras de sí. Trago


saliva cuando la cerradura hace clic y él arroja su capa sobre una silla, y luego
se adentra en la habitación.

El corazón me da un vuelco. No le he contestado, y todavía tengo uno de


sus libros pegado al pecho. Lo deslizo bajo el brazo, me encojo de hombros como
una tonta y encuentro mis palabras.

―Me encantan los libros ―firmo― Aunque no hay muchos en el valle.

Una nube se cierne sobre su rostro, una de culpabilidad, sus ojos brillan a
la luz del fuego cuando pasa por el hogar.
―Pensé que podría ser necesaria ―continúo, tratando de hacer que la
incomodidad entre nosotros se evapore, aunque soy consciente de que la mayor
parte de esa incomodidad proviene de mí―. Para curar ―añado―. Iba a mirar
abajo. Buscar a Nephele y a Helena.

―Nephele te revisó hace una hora, pero aún estabas dormida. Ahora está
descansando. Todos están descansando. Si puedes curar cortes y quemaduras por
la mañana, bien, pero es mejor que demos al castillo tiempo para llorar y
descansar esta noche ―Se sienta en el borde de la cama más cercana a mí, se
pasa las palmas de las manos por los muslos revestidos de cuero y deja escapar
un suspiro―. Ven aquí. Por favor.

Vuelvo a deslizar el libro hacia mi pecho como un escudo. No sé por qué


estoy tan nerviosa. Llevamos días juntos, apenas nos hemos separado. Me he
acostado en esa cama con él. Lo he besado. Lo he tocado.

Lo anhelo.

Sin embargo, estoy aterrorizada.

Lentamente, me acerco a él. Me mira con esos ojos verdes y atrevidos y


toma el libro que sigue pegado a mi cuerpo. Finalmente, lo suelto y lo deja a un
lado en la cama.

Su mirada me recorre y, de repente, me doy cuenta de que mi fina bata


oculta poco. Alexus posa sus fuertes manos en mis caderas y deja caer su frente
sobre mi pecho, con un agarre cada vez más fuerte.

Las lágrimas se precipitan dentro de mí por razones que no puedo explicar,


un dique bien levantado que amenaza con ceder. Ha dicho tan poco, y sin
embargo siento su dolor, su preocupación, su miedo, su deseo filtrándose en mí.

Le meto las manos en el pelo y vuelve a mirarme a los ojos, con la mirada
fija.

―Tenemos que hablar.

Esas no son las palabras que quería oír. Te quiero. Te necesito. Deja que te
tenga. Esas eran las cosas que esperaba que dijera.
Me toca el cuello y desliza las yemas de sus dedos a lo largo de mi garganta,
haciendo que un fuerte escalofrío recorra mi columna vertebral. Tira de la fina
tela de mi bata a un lado, revelando la runa que ha grabado en mi cuerpo. Con
ternura, presiona sus cálidos labios sobre la piel justo debajo de la herida.

Ese beso me deja sin aliento. La reverencia. La conexión.

Me empuja el pelo detrás de la oreja.

―Me ha preocupado todo el día que pudieras odiarme por esto.

Sacudo la cabeza.

―¿Debería?

―Tal vez. A menos que invirtamos la runa, siempre estarás atada a mí. Tu
corazón buscará encontrarme hasta tu último aliento. Y eso no es algo que tenga
derecho a hacer.

―¿Invertir la runa? ―Hago una señal.

―Es una especie de ritual ―dice―. Si decides que quieres hacerlo, sólo
tienes que decírmelo.

Toco la marca en mi pecho, y luego desato su túnica y la abro, sintiendo


también su runa.

―Ya estábamos conectados ―le firmo―. Por la muerte que robé. Puedo
sentirla. Sentirte. Dentro de mí. Ese vínculo no se soltó en el Mundo de las
Sombras. Tú eras mi atadura. Incluso antes de la runa.

―¿Y tienes este vínculo con Helena? También la salvaste.

―Siento su pequeña muerte dentro de mí, sí. Pero había una diferencia
cuando estaba en el Mundo de las Sombras. Tal vez porque eras tú quien
intentaba traerme de vuelta.

―O porque yo mismo he estado en el Mundo de las Sombras ―dice.

Me sostiene la mirada durante un largo momento, como si tuviera


curiosidad, y luego vuelve a poner sus manos en mis caderas, con los dedos
apretados, la cercanía entre nosotros es espesa y tentadora.
―Lo estás haciendo de nuevo ―dice, con la más pequeña de las sonrisas
inclinando una de las comisuras de su boca.

Frunzo el ceño.

―¿Haciendo qué?

―Mirándome como si quisieras que te besara.

No firmo nada. En lugar de eso, le rodeo el cuello con los brazos y vuelvo
a pasar los dedos por su pelo.

Si soy obvia, que así sea.

Alexus cierra los ojos, y emite un gemido cansado que suena en el fondo
de su garganta. Cuando vuelve a mirarme, me inclino más hacia él, dispuesta a
ser valiente, a ceder a lo que ambos queremos.

Pero me detiene.

―Tengo que decirte algo. Algo importante.

No puedo evitar apartarme y exhalar un estremecedor suspiro. Conozco


este tono.

―¿Cómo puede haber algo más que contar? ―le pregunto.

―Raina ―Su voz es tan suave. Tan dolorosa―. Te quiero, más que nada.

Respiro superficialmente. Si esto es lo que necesitaba decirme, entonces


estrellas y dioses, estoy lista. Pero continúa, y ese tono sigue ahí, enhebrando su
voz como si cada palabra fuera un castigo para hablar.

―Quiero acostarte junto al fuego ―dice―. Quiero llevarte por el resto de


esta noche, borrar todo pensamiento de tu mente excepto los pensamientos de
placer. Pero al igual que en el bosque, no puedo dejar que eso ocurra hasta que
haya sido sincero contigo. Hay una cosa que no te dije en la cueva. Una cosa que
necesitas saber sobre mí. Especialmente ahora.

Había pensado en él como un libro abierto, incluso consideraba que había


páginas y líneas que simplemente no había tenido tiempo de leer todavía,
capítulos en los que quería perderme. Hace unos momentos, quería esto,
aprender más sobre él.

Y, sin embargo, nada de este momento se siente como pensé que podría.

Me roza la sien con las yemas de los dedos.

―¿Recuerdas cuando te conté la historia de Colden y Fia? ¿Recuerdas a su


amigo?

Asiento con la cabeza, preguntándome qué ha sido del hombre del valle, y
esperando más allá de toda esperanza que un hombre de siglos atrás no tenga
nada que ver con nosotros.

―Un puñado de años después de la muerte de los dioses ―dice Alexus―


ese amigo viajó de vuelta a las Tierras del Verano para ver a la reina. Estaba en
un lugar oscuro, y la culpa de haber jugado un papel en la maldición de Colden
lo había vencido. Si no hubiera persuadido a Colden para que fuera a esa
celebración, él y la reina nunca se habrían reunido. El hombre del valle, sin
saberlo, hizo que el hombre que se convertiría en su amigo más querido se viera
envuelto en una circunstancia que convirtió a Colden en un ser con hielo en las
venas y escarcha en el aliento, una cosa que nunca más podría ver o tocar a la
mujer que amaba. Todo, incluso su humanidad, le había sido arrebatado.
―Alexus hace una pausa, y su garganta se mueve con dificultad―. Fia aceptó
ver al amigo. Le pidió que le ayudara a vivir para siempre, para poder mostrar
su lealtad a su nuevo rey y ser digno de perdón. Sintió que no tenía nada. El
honor era todo.

La emoción me envuelve la garganta. Otro enigma, aunque ya demasiado


claro.

―En su preocupación por Colden ―continúa―, la reina aconsejó que el


amigo buscara al clan más poderoso de sus magos. Así lo hizo, y aunque no
podían concederle la inmortalidad, sí podían atarlo a la vida eterna de otra
persona. Su mujer y su hijo habían muerto en un reciente ataque a su pueblo, así
que dejó que los magos hicieran su magia ―Hace una pausa, el vacío sofoca la
luz viva de sus ojos―. No he dejado de estar al servicio de Colden Moeshka
desde entonces.
Sus palabras, claras y directas, tardan un momento en calar en mi mente.
Pienso en el momento en que lo vi en el arroyo, en la forma en que sabía que
había que liberar las gotas para los muertos, en el modo en que su rostro se
ensombrecía cada vez que mencionaba al amigo de Colden.

Es inmortal. Algo que sabía, en cierto sentido. Es Un Drallag el Hechicero.


Alexi de Gante, lo llamaba el príncipe. Sabía que había estado vivo durante
trescientos años. Sólo que no he tenido tiempo de preguntarme por qué.

―Esto no es una novedad ―le digo, intentando esbozar una débil sonrisa.

―Supongo que no, pero la vida eterna para mí es muy diferente, Raina.
Estoy ligado a la inmortalidad de Colden. Los magos que crearon el hechizo
entre Colden y yo se han ido, y su magia unificada sigue siendo fuerte. No hay
manera de deshacerlo. ¿Estás entendiendo lo que estoy diciendo?

Se me aprieta el pecho y me siento mal, aunque la repentina avalancha de


sentimientos que me ataca no tiene sentido. Es como si mi cuerpo supiera algo
que mi mente aún no ha comprendido.

―No, no lo entiendo. Tú y yo estamos unidos...

―Sí, pero el vínculo que compartimos es sólo una conexión. Un vínculo.


Si yo pierdo mi vida, tú no pierdes la tuya. Porque Colden y yo... Somos dos
mitades de un mismo todo, Raina. Mi inmortalidad sólo llega hasta la del rey.

No hay forma de evitar que la verdad se hunda ahora.

―No ―La palabra se forma en mis dedos sin pensarlo.

La repito una y otra vez mientras la comprensión hace vibrar mi corazón.

Alexus se levanta y toma mi cara entre sus manos. La mirada de sus ojos y
la expresión de sus bellos rasgos responden a todas las preguntas que se plantean
en mi mente, sellando mi corazón con un frío temor. Cierro los ojos y busco los
hilos de su vida, esperando verlos como deberían ser ahora que Neri se ha ido.

Pero no. Alexus todavía lleva múltiples hilos. Sombras brillantes. La vida
de Colden. Y ahora la mía.
Me alejo de él y huyo de la habitación, sin saber a dónde voy. El miedo a
perder a un hombre que conocí hace sólo unos días no debería tener tanto poder
sobre mí, pero me consume. La ola creciente a la que he negado cualquier poder
se levanta, y esta vez, va a arrastrarme.

Alexus Thibault está ligado al Rey Helado hasta la muerte. Si Colden


Moeshka pierde la vida a manos del Príncipe del Este, se llevará a Alexus con
él.

Y no habrá una maldita cosa que pueda hacer para detenerlo.


42

A la mañana siguiente, Nephele me despierta.

―Hola, cariño ―Utiliza mi antiguo apodo, pero la luz del mismo no llega
a sus ojos―. Alexus convocó una reunión, y le gustaría que asistieras. Vamos a
vestirte.

Me siento y me restriego la cara, arrastrando mis manos por el pelo.


Después de tropezar torpemente en la habitación de Rhonin la noche anterior,
encontré un rincón oscuro al final del pasillo y me escondí, llorando hasta que
ya no quedaban lágrimas que perder.

Cuando pasó la oleada, encontré benditamente los aposentos de Nephele.


Ella y Helena compartieron la cama conmigo. Ninguna de las dos preguntó por
qué había abandonado a Alexus en mitad de la noche ni por qué no podía dejar
de estremecerme con las réplicas. Sin embargo, Helena me abrazó y yo me
aferré a ella, tan agradecida de que estuviera allí.

―¿Dónde está Hel? ―Le pregunto a mi hermana.

Nephele empieza a rebuscar en su armario.

―Abajo con Rhonin. Preparando la reunión. Son gente muy estratégica,


esos dos. Creo que serán grandes amigos ―Con una túnica en la mano, se sienta
en el borde de la cama. El blanco de sus ojos está más claro hoy, pero sigo viendo
tristeza, la que yo causé― ¿Quieres hablar de lo de anoche? ―me pregunta.

No estoy preparada para decirle que me duele el corazón porque la vida


de Alexus pende de un hilo o que temo porque su querido amigo me cautivó
desde el primer momento en que vi su rostro. No puedo decirle que anoche
pensé en un millón de maneras de salvar a Colden Moeshka, ni que tuve que
contenerme para no salir a escondidas del castillo y robar un caballo para
cabalgar sola hacia las Tierras del Verano. Ella ha pasado por mucho. Su corazón
está roto. No necesita soportar mi dolor también.

―Han sido unos días angustiosos ―firmo―. Sólo estoy cansada.

―Sí ―Se mira las manos, jugueteando con los lazos de la túnica―. Colden
no cree que Fia se doblegue. Ha pasado tanto tiempo. Ya no tienen los mismos
sentimientos. No tenía miedo de los Habitantes del Este por esa razón ―Me toma
la mano―. Sé que Alexus hará todo lo posible por recuperar a Colden, y confío
plenamente en que el príncipe, sin importar la magia que posea, no vencerá a
Fia Drumera. Tiressia no caerá en sus manos.

Estas palabras son para su propio consuelo, y tal vez el mío también, pero
no estoy convencida. Ella puede saber sobre el mago de las Tierras del Verano,
y el Príncipe del Este puede haber tocado su magia, pero no ha visto dentro de
su alma. No se da cuenta de lo virulento que es.

Ella mira hacia arriba.

―Escucha. Vi a Alexus esta mañana. Se detuvo para asegurarse de que


estabas bien. No sé qué pasó entre ustedes dos anoche o en el bosque, pero pude
sentir el magnetismo que comparten. Estaba claro en la construcción ―Pasa las
delicadas yemas de sus dedos por la runa visible en la hendidura de mi bata―.
Te marcó. Eso no es poca cosa, Raina. Te reclamó. Alexus nunca ha reclamado a
nadie. Es un rito antiguo. Significa que compartió su poder contigo. Si no quieres
eso, puedes decírselo. Se puede cambiar.

No sé qué decir porque no sé lo que quiero. Alexus dijo que podía revertir
la runa, pero aun no comprendo realmente las implicaciones de todo lo que
sucedió. Sólo sé que me siento bien al tener la marca de Alexus Thibault en mi
piel, aunque ahora debo preguntarme si estoy siendo tonta. Me he abierto a un
hombre que ya me ha cambiado mucho. No puedo imaginar lo que pasará si
dejo que esto vaya más allá.

Peor aún, una parte de mí quiere averiguarlo.

Media hora más tarde, Nephele y yo bajamos las escaleras y entramos en


una magnífica biblioteca de tres pisos con veinte veces más libros que los que
llenan la habitación de Alexus. Llevo la ropa de mi hermana, un asunto rojo que
no me gusta mucho. Me recuerda al príncipe, a la sangre y a la muerte, y estoy
muy cansada de pensar en esas tres cosas.

Alexus se sienta a la cabeza de una larga y brillante mesa. Lleva el pelo


atado a la nuca y va vestido de negro, un caballero oscuro como nunca antes vi.
Aparto la vista en el momento en que su mirada me acaricia de pies a cabeza.
La marca de mi pecho se calienta con su cercanía, recordándome que soy suya
de una manera extraña.

Una docena de hombres y mujeres se sientan alrededor de la mesa. Otra


docena está de pie a lo largo de los bordes de la sala calentada por el fuego,
incluyendo a Helena y Rhonin. Todas las espinas están rígidas, los rostros
pálidos.

Nephele y yo nos sentamos, y Alexus comienza un discurso sobre lo


poderoso que se ha vuelto el enemigo del Este, sobre cómo estos líderes no
pueden culparse por la invasión. Hicieron todo lo que pudieron para detener al
ejército de las Tierras del Este, pero el Príncipe del Este, con su magia de fuego
robada, sacó a Colden Moeshka de su escondite, un rey que se rindió para salvar
a su pueblo de una mayor destrucción.

―Encontrar y recuperar al rey no será un viaje ni una tarea fácil ―dice


Alexus―. Hay un largo camino hasta la costa. Si planeamos entrar en las Tierras
del Verano, nos veremos obligados a enfrentarnos a los traidores de la Guardia
de las Tierras del Norte en Malgros, y si conseguimos pasarlos, tendremos que
soportar el mar. No hay paso para los habitantes de las Tierras del Norte, y si
logramos cruzar, los puertos de las Tierras del Verano están fuertemente
vigilados. Tendremos que ser muy convincentes, muy astutos, tener un golpe
de suerte, o quizás las tres cosas.

―¿Y si el rey no está en las Tierras del Verano?


Me sorprende que Helena hable, aunque supongo que no debería.

Por algo quería formar parte de la Guardia de las Tierras del Norte.

―Raina puede revisar las aguas ―continúa Hel―. Ver dónde está.

Cuando ella hace una pausa, Rhonin habla.

―Es probable que el príncipe haya llevado al rey al territorio de las Tierras
del Este, a su palacio, especialmente si su poder es débil o ha desaparecido por
completo. No tiene a Nephele, y el rey no tiene magia para que el príncipe la
robe. Debe encontrar a alguien que reemplace a su mago, o su plan se desmorona.
Podríamos ir directamente a la fuente. Atacar mientras él es vulnerable.

Alexus mira a la pareja con aprecio.

―Me gusta tu forma de pensar, pero ahora mismo no somos suficientes


para enfrentarnos a los orientales en su tierra natal. El príncipe irá a las Tierras
del Verano. Debe hacerlo, en algún momento, si su misión se mantiene.
Tendremos muchas más posibilidades contra él si llego primero a la reina
Drumera ―Solemnemente, mira alrededor de la habitación―. Muchos de
ustedes han dado sus vidas a esta tierra, de una forma u otra, y aunque me duele
pedirles que den más, no querría afrontar esta situación con nadie más. Los
mozos de cuadra están preparando nuestras mochilas y caballos para partir por
la mañana. Les pido que todos pasen el día consultando a sus familias y
consideren acompañarme en el viaje a las Tierras del Verano. Salvo Nephele y
Raina.

En el momento en que me pongo rígida en mi asiento, Nephele me agarra


de la rodilla y pronuncia mi nombre entre dientes, como solía hacer mi madre
cuando me advertía que me mordiera la lengua en la mesa.

Aprieto la mandíbula, mi mirada es cortante, afilada como cualquier


cuchillo.

Alexus levanta una mano.

―Se acaban de encontrar. No me interpondré en su camino si alguna de


ustedes quiere irse ―Me mira fijamente―. Esto es lo que querías.
Puedo sentir la atención de Rhonin y Helena, esta misión necesita una
Vidente, pero mantengo mi mirada fija en Alexus, con algo apretado en mi
pecho.

Esto es lo que quería. Desde el principio. Encontrar a Nephele y llevar a


mi familia lejos de la guerra, lejos del Rey Helado, lejos de las Tierras del Norte.
Rhonin también me ofreció la libertad, y pensé que podría aprovecharla, pensé
que podría huir de todo.

Pero esa vez, dudé. Porque Finn tenía razón. El tipo de libertad que anhelo
no existe, no importa a dónde vaya. No en un mundo donde el Príncipe del Este
tiene algún poder y Neri el Lobo Blanco vaga libre.

Me vuelvo hacia Nephele, quizás para que tome la decisión por mí. Ella
sacude la cabeza, con una súplica de perdón pintada en su rostro. Aunque
hubiera llegado a Invernalia mientras Madre aún vivía, Nephele no habría
huido. Ahora tiene una nueva lealtad, y no es hacia mí.

Me levanto bruscamente y mi silla cae al suelo tras de mí. Nephele me


toma la muñeca, pero yo me alejo del contacto de mi hermana. Alexus se levanta
y abre la boca para hablar, pero esta vez soy yo la que levanta una mano,
silenciando al Coleccionista de Brujas, con el alma desgarrada por tantas razones
que no puedo analizarlas todas.

Marcho hacia la puerta de la biblioteca, sintiendo a Alexus justo detrás de


mí, pero me giro antes de salir. Está tan cerca, imponiéndose ante mí. Su cercanía
me quita el aliento y me calienta la marca en el pecho.

Baja la voz, sus palabras están dirigidas sólo a mí, aunque todos los ojos y
oídos detrás de él se centran en nosotros dos.

―No te pediré que cabalgues a la batalla por un hombre que no consideras


tu rey, Raina. Si prefieres dirigirte a las Corrientes del Oeste o incluso fuera de
este descanso, no puedo culparte.

¿Qué fue lo que dijo? ¿En la cueva?

Habrá más vida después de esto. Verás a tu hermana, y a partir de ahí


resolverás tu futuro. Si no llego demasiado tarde para salvar a Colden, el reino
y el valle se reconstruirán. Si llego demasiado tarde, supongo que iré en una
búsqueda para salvar este imperio, y tú te lanzarás a los mares y terminarás con
alguien que te hará una mujer muy feliz.

Nunca ha imaginado otro resultado. ¿Pero por qué lo haría?

Las lágrimas me pinchan los ojos, y el calor me sube por el cuello y me


recorre la cara. No sé por qué esto me enfada tanto. Sólo sé que me asusta lo que
estoy sintiendo, me asusta que mi ya herido corazón se sienta en riesgo de sufrir
más pérdidas indescriptibles.

Pero, de todos modos, formulo las palabras que arden en la punta de mis
dedos.

―Cabalgaría a la batalla por Colden Moeshka, el hombre que lo dio todo


por mi hermana y por mí. Cabalgaría a la batalla por el futuro de Tiressia ―Me
doy la vuelta para marcharme, pero me enfrento a él una vez más. Con mis
manos, le digo una verdad que necesito que entienda, una verdad que se está
convirtiendo rápidamente en algo que no puedo soportar―. E iría a la batalla
por ti.
43

Hay una ventana en el dormitorio de Nephele, cubierta por una sólida


persiana para evitar el frío. La abro, me aseguro de que no hay nadie abajo, y
tiro el agua ensangrentada del plato improvisado de adivinación que me dio mi
hermana. Llevo casi todo el día vigilando las aguas en busca del Príncipe del
Este y de Colden. El príncipe está envuelto en la sombra, casi como si se
escondiera de mí, y el rey está en una sucia celda en algún lugar, cuya ubicación
me es imposible reconocer. Aunque percibo su frustración y su ira, no está
sufriendo ni se siente mal. Esa es la mejor información que puedo
proporcionarles a Nephele y a Alexus por ahora.

Contemplo el patio de Invernalia, que se oscurece, pero está lleno de gente.


Aquí vive más gente de la que imaginaba, algo que le pregunté antes a Nephele
cuando me trajo un tazón de estofado y pan. No todos son Brujos Caminantes.
Muchos vinieron de las Tierras Heladas, muy al norte de aquí, buscando la
protección del rey y la compañía de un pueblo bullicioso. Esta noche, se
preparan para la partida de su Coleccionista de Brujas y su séquito que, con
suerte, rescatará a su rey.

A mediodía, Alexus habló a los aldeanos sobre Neri, sobre cómo vigilar a
sus lobos y sentir su fría presencia. Nadie puede saber lo que el dios del norte
hará ahora que está libre de la prisión de Alexus. Sólo hay que esperar que no
cause problemas y que deje al pueblo de Invernalia en paz. Pero con Colden
fuera y Alexus lejos, no puedo evitar preguntarme si Neri no intentará gobernar,
incluso sin el caparazón de su forma humana. Dijo que la única corona de las
Tierras del Norte le pertenece, y ahora supongo que tiene la oportunidad de
reclamarla.

Mis ojos se fijan en Alexus cuando sale de lo que queda de los establos.
Después de hablar con la gente sobre Neri, Alexus y Rhonin cabalgaron hacia
el norte para visitar a algunas de las familias de aquellos a los que había pedido
que hicieran el viaje a las Tierras del Verano, y ahora, cuando la noche se asienta
sobre la tierra, por fin regresaron.

Llevo pensando en él desde la mañana, con la mente en guerra sobre qué


hacer. Su capa y su pelo ondean en el viento nevado, cada una de sus zancadas
son seguras y fuertes, pero pesan con una carga invisible que sé que lleva. Mira
hacia mi ventana y, aunque lo pienso mejor, no me alejo. Mi ira se ha moderado.
No quiero discutir.

Pero tampoco quiero hacer más daño.

Con un movimiento de cabeza en mi dirección, desaparece en la sala


principal.

Nephele y yo decidimos que estaremos en la banda de los Brujos


Caminantes y cualquier otro que salga de Invernalia por la mañana. Sin
embargo, una decisión que tomé por mi cuenta fue la de proteger mi corazón,
sofocar esta creciente presencia entre Alexus y yo que prospera como una
entidad propia. Conservaré la runa por ahora, al menos hasta que sepa más sobre
lo que implica, pero no puedo poner mi corazón en manos tan precarias como
las de Alexus Thibault. Lo que vive entre nosotros sólo está ahí porque hemos
sobrevivido a mucho juntos, como dijo en la cueva.

Sólo necesito decirle lo que siento.

Estoy esperando junto a su puerta cuando gira por el pasillo. Estoy vestida
para ir a la cama, con mi bata de dormir cubierta por una bata de terciopelo azul.
Él lleva su capa de viaje, una figura llamativa con una túnica negra y pantalones
de cuero oscuro.

Cuando levanta los ojos, al verme detiene sus pasos, pero después de un
momento, continúa, aunque un poco más vacilante.
Se detiene en la entrada de su habitación y se quita un par de guantes de
las manos. Sin decir nada, abre la puerta y me hace un gesto para que entre.

Paso al interior y echo un vistazo a la habitación mientras su aroma me


envuelve. Las sirvientas han avivado el fuego para la noche, y en cada rincón
arden nidos de velas colocadas sobre elegantes soportes de plata.

He ensayado mis palabras durante horas, pero cuando me enfrento a


Alexus, no sé qué decir. Da un paso hacia mí y, de repente, se aleja unos
centímetros.

Lo respiro y todo el aire de mis pulmones se evapora. Estar cerca de él es


todo lo que se necesita para enviar una ráfaga de conocimiento a través de mí.

Me he mentido a mí misma todo el día.

―Lo siento ―dice―. Sé que has soportado bastante desde que me


conociste. No quería hacerte sufrir más, pero tenía que decirte la verdad sobre
Colden y yo.

Sacudo la cabeza y miro fijamente mis dedos inquietos.

―Lo sé ―es todo lo que digo.

―Y no intentaba apartarte esta mañana en la biblioteca ―añade―. Sólo


quería que supieras que no espero que vayas más allá de esto.

―También lo sé.

Me toma la mano y, tras un momento ponderado, me da un beso en la


palma. Con una pregunta en los ojos, me mira fijamente, con su boca persistente
y tan cálida mientras presiona lentamente besos por mi muñeca.

Mi cuerpo cobra vida cuando me toca, pero cuando sus labios están en mi
piel, siento como si el universo se moviera a través de mí. Es divino. Mejor que
llamar a la luna.

Pero no puedo soportarlo.


Me alejo de un tirón, con el corazón latiendo a un ritmo frenético. Me
muerdo el labio y miento por razones que no puedo discernir del todo, incluso
cuando las lágrimas se agolpan en mis ojos.

―No quiero esto ―firmo, y no lo quiero. Lo quiero, pero no quiero


arriesgarme a que mi corazón sufra más―. Dondequiera que vayamos a partir
de aquí, debe ser como amigos y compañeros de lucha. Nada más.

Se queda ante mí congelado, pero sus ojos brillan, haciendo que me duela
el corazón.

―Ninguno de los dos pidió esto ―dice, con la mirada fija―. Ninguno de
los dos esperaba encontrarse luchando contra el deseo en cada momento. Sin
embargo, he luchado contra mi deseo por ti desde aquella noche en tu pueblo.
―Se acerca, tanto que huelo el jabón de lavanda en su piel. Acerca su boca a mi
oído―. Puedes llamarme amigo mil veces, Raina, pero sé que sientes esto.

Esto. Este calor. Esta ansia. Este anhelo.

Destruyéndome por dentro.

Se aparta y me roza la mejilla con el dorso de los dedos, me recorre el


cuello y el hombro con un toque fantasma. Un escalofrío involuntario recorre
mis huesos y mis pechos se tensan.

―Dime otra vez que no soy más que un amigo ―Sigue el rastro de su
toque por la parte delantera de mi bata, deteniéndose sobre mi inquieto
corazón―. Dime que solo soy el Coleccionista de Brujas, y te acompañaré a tu
habitación y no volveré a mencionar lo que siento por ti.

Tengo las manos apretadas a los lados. Despliego los dedos, con la intención
de formar más mentiras, pero no puedo hacer otra cosa que tocarlo. Me aferro
a su túnica, sintiendo que no puedo respirar, insegura de lo que viene a
continuación.

Alexus posa sus manos en mi cintura y me trae hacia él, mareándome de


deseo.

―¿De qué tienes miedo? ―me pregunta, con una voz tan suave― ¿A qué
le temes cuando se trata de mí?
Le miro y mil respuestas pasan por mi mente. Pero la verdad se reduce a
una sola cosa, una verdad que ya no puedo retener.

―Que nunca me permitiré saber lo que es ser tuya. Que me negaré a mí


misma esto. Me negaré a ti. Por miedo ―Le acaricio el pecho antes de
continuar―. Porque tengo mucho miedo de perder a alguien más.

Alexus me lanza una mirada muy dulce, con una expresión tierna. Desliza
su mano por debajo de mi pelo, por la nuca, inclinando mi cabeza hacia arriba,
con su pulgar acariciando mi mejilla.

―¿Eso es lo que quieres? ―Se inclina, su aliento es cálido en mi boca―


¿Saber lo que es ser mía?

Cierro los ojos y aprieto los dientes, asintiendo, encontrando estabilidad en


su abrazo y contra la solidez de su cuerpo mientras me besa la mandíbula.

Me toma la barbilla con la mano.

―¿Dejarás que te lo enseñe? ―En respuesta, asiento con la cabeza y aprieto


mi cuerpo contra el suyo― ¿Protección? ―susurra―. No he tomado nada. No
sabía que tendría la necesidad.

Asiento una vez más. Bebo un tónico hecho por Mena cada luna llena,
como hacen muchos aldeanos de cierta edad, gente de todo tipo. Lo último que
necesito en mi vida ahora es un niño.

Con una mirada de alivio, Alexus baja su boca y toca sus labios con los
míos. Al principio, su beso es suave y atento, pero pronto se vuelve totalmente
penetrante, su lengua acaricia la mía con una gracia fluida y una precisión
sorprendente. Se toma su tiempo, trazando cada curva como si estuviera
memorizando este momento, y a mí.

Hay una pausa, una fracción de segundo en la que lo siento sonreír, y


percibo la alegría abrumadora que irradia su ser. Yo también sonrío y muevo
las caderas contra él mientras recorro su espalda con las manos, deseando su
tacto, la sensación de su piel desnuda sobre la mía.

Gime y profundiza el beso, deslizando sus manos por mi pelo, sujetándome.


Su agarre es suave pero firme mientras me reclama con sus labios, y su hábil
lengua me asegura lo que está por venir.
Dioses, siento tanto en este beso. Es estimulante y hace que me tiemblen
las rodillas, pero al mismo tiempo hay tanto afecto y cuidado en este hombre,
en su forma de besar y tocar, tanta promesa de que la mujer que salga de esta
habitación no será la misma que entró.

Su necesidad de mí me presiona el estómago. Incapaz de esperar un


segundo más, meto las manos por debajo de su túnica y rompo nuestro beso el
tiempo suficiente para tirar de la prenda por encima de su cabeza y dejarla en
las alfombras que hay bajo nuestros pies. Su cuerpo es tan hermoso, tan
esculpido y poderoso, que no podría apartar la vista ni, aunque la luna cayera
del cielo.

Bailo con las yemas de los dedos por cada curva bronceada, corte y runa,
explorando no sólo con las manos sino también con la boca. Sus pezones se
endurecen cuando paso la lengua por ellos, pero cuando beso la piel que hay
bajo la nueva runa de su pecho, gime y me pasa los dedos por el pelo, sujetándose
como si fuera a salir flotando si me detengo.

Desliza su mano hacia abajo y retuerce la faja de mi cintura, dándole un


tirón. Fuera.

Se me corta la respiración y asiento con la cabeza. En un latido de mi


corazón, la bata cae en un charco de terciopelo azul a mis pies.

Alexus se quita las botas y se desprende del cuero, quedándose de pie sobre
las piernas largas y fuertes más hermosas que he visto, sin llevar nada más que
un fino par de corpiños que no ocultan nada de su deseo.

Se acerca a mí, me besa y me rodea las costillas con sus cálidas manos.

Un momento después, me agarra los pechos, amasándolos, provocándolos


y acariciándolos.

―Te sientes tan bien en mis manos ―susurra, besando de nuevo mi boca
antes de agachar la cabeza. A través de la fina tela de mi camisón, arrastra sus
dientes con dolorosa lentitud sobre mis pezones, mordiéndolos lo suficiente
como para quitarme el aliento. Con un toque delicado, arrastro mis uñas por su
espalda y lo atraigo más cerca.

No hay amor sin miedo.


No puedo llamar a esto amor, todavía no, pero tengo que preguntarme si
podría convertirse en algo extraordinario. Eventualmente. Nunca lo sabré si dejo
pasar esta noche.

Algo se apodera de mí, el mismo algo que me guio en el bosque, en el


refugio. Me rindo y empujo a Alexus hacia la cama. Sus manos se deslizan por
mis muslos y por mis caderas desnudas, me agarran y calientan mi carne en
todas las partes que toca.

Quiero más. Quiero esto. Lo quiero a él.

Quiero terminar lo que empezamos hace días.

Recogiendo mi bata, me la pongo por encima de la cabeza, desnudando mi


cuerpo. Sus ojos se oscurecen al verme, pero entonces vuelve a bajar su boca
hasta mi pecho, y su lengua y sus dientes me hacen sentir un placer fundido en
mi interior. Me pasa la mano por la columna vertebral, por las caderas, y más
abajo, preparándome, haciéndome palpitar mientras empujo contra su contacto.

Me mira fijamente, con una pequeña sonrisa perversa curvando una de las
esquinas de su boca.

―Iba a ser suave.

Sacudo la cabeza y le devuelvo sus palabras, las que había pronunciado en


el arroyo.

―A veces, una mano dura es lo mejor.

Sosteniendo mi mirada, desliza un dedo dentro de mí, empujando


profundamente, haciéndome jadear. El pulso me late en los oídos, le insto a que
baje a la cama y entierro mis manos en todo ese pelo oscuro, besándole más
fuerte y con más hambre de lo que jamás besé a nadie. Su tacto permanece, sus
hábiles dedos me rozan y me atormentan.

Nunca me había dolido tanto. Nunca sentí que pudiera morir de necesidad.
Nunca he ardido por otro como ardo por él.

Sólo nos separa su fino corpiño, y la fricción y la presión son ya


embriagadoras. Descaradamente, me muevo para poder deslizar mi mano entre
nosotros. Desato los cordones y tiro de la tela hacia abajo, lo suficiente para poder
agarrarlo con la mano. Me ha tocado tan perfectamente en la madera. Sólo le
devuelvo el favor.

―Dioses, Raina ―Con cada caricia, mi nombre es un dolor al que se le da


vida, colgando del borde de una respiración entrecortada.

Alexus levanta las caderas. Juntos, empujamos torpemente sus corpiños


hacia abajo de sus muslos, y él patea la prenda a un lado. La acción sólo presiona
su rígida longitud contra mí, sin ninguna barrera. Está tan duro, tan perfecto.

Resbaladiza por el deseo, me muevo contra él y me trago su gemido febril


con un beso.

―Quiero ―Aprieto esa palabra en la piel de su corazón.

Alexus Thibault se separa de mi boca y dice las dos palabras que son mi
perdición.

―Entonces, tómame.

Apoyándome en sus anchos y redondeados hombros, me hundo sobre él


y jadeo. Hay tan poco de mí y tanto de él, y sin embargo nunca será suficiente.

Meciéndome suavemente, saco un profundo gemido de su pecho.

―Y yo que pensaba que tu boca sería mi ruina ―Respirando con


dificultad, cierra los ojos durante el lapso de un latido y luego me mira fijamente
a los ojos―. Puede que no sobreviva a esto.

Una sonrisa tienta mi boca. Me sentí como una diosa cuando me senté a
horcajadas sobre él en el bosque, y me siento igual ahora.

Me muerdo el labio mientras él hace rodar sus caderas con cuidado, cada
empuje superficial se corresponde con el ritmo que he marcado. Veo la tensión
en él, la forma en que los tendones de su cuello se tensan, la forma en que la
vena de su hombro se hincha mientras se aferra a mis caderas.

Se está conteniendo. Por mí.

Pronto mi cuerpo se pliega a sus movimientos, abriéndose a él, para él... Y


me pierdo.
No hay nada suave en todo lo que le haga a partir de este momento. Estoy
voraz, el calor se enrolla dentro de mí, el dolor más apretado y dulce que me
hace moverme con implacable abandono.

Alexus me sube las manos por el cuerpo, me aprieta el pelo con los puños
y me echa la cabeza hacia atrás con tanta fuerza que un escalofrío cubre cada
centímetro de mi piel.

―Tómame ―me ordena―. Tómame todo.

El suave y oscuro pelo de su pecho tortura la punta de mis pechos mientras


me muevo, mi ritmo impulsado por los suaves mordiscos que me da a lo largo
del cuello y la forma en que lame y chupa los lugares donde sus dientes podrían
haber dejado una marca. Durante un largo momento, creo que voy a
desmoronarme sólo por esto.

Pero entonces cierra su boca sobre la punta de mi pecho y presiona con


sus dientes alrededor de mi pezón, chupando. Mirándome, mueve la lengua y
levanta las caderas, presionando tan profundamente que dejo caer la cabeza hacia
atrás y mi cuerpo se queda quieto mientras intento respirar en torno a la
plenitud.

Me agarra por la cintura y nos da la vuelta, poniéndome boca abajo. Me


estremezco cuando desliza sus cálidas manos por mi espalda y arrastra esas
ásperas palmas por las curvas de mis caderas y baja por mis piernas, hasta los
tobillos, antes de volver a hacerlo. La tercera vez me separa las piernas y me
pone de rodillas, con el torso aún pegado a la cama.

―Eres tan hermosa, Raina ―Me mantiene ahí, con sus dedos apretados en
mis caderas mientras me besa por la columna, cada vez más abajo, hasta que...

Me saborea.

Aprieto las mantas de la cama y muerdo la gruesa tela de brocado. Me deja


sin sentido, hundiendo su lengua en mí y sobre mí hasta que apenas puedo
pensar en el deseo que no me deja liberar.

Me hace doler, y el deseo me abruma. En un segundo, me aprieto contra


él, rechinando mis caderas, necesitando que su lengua penetre más
profundamente. Al momento siguiente, me está tocando, abriéndome,
deslizando sus dedos dentro de mí, con su lengua todavía asolando mi cuerpo, y
yo estoy arañando las sábanas de la cama para escapar.

Se le escapa una risa gutural mientras me agarra de las caderas y me atrae


hacia su boca hambrienta.

Qué fácilmente me rindo.

Gime, saboreando, devorando. La vibración de su voz sobre mi tierna y


dolorida carne me produce un escalofrío que me recorre la piel y me lleva al
clímax que tanto necesito.

Esto es adoración. Alexus Thibault me ha colocado en su altar y ha alabado


cada centímetro de mí.

Justo cuando creo que no puedo soportar más, me besa suavemente los
muslos, recorre con su lengua la curva de mi trasero y se arrodilla detrás de mí.
Lentamente, me penetra, poco a poco, cada centímetro es una tortura
insoportable.

Codiciosa, muevo mis caderas y empujo contra él, hasta que se entierra
profundamente. Mi recompensa es él, la lasciva maldición que sale de sus labios
y su estremecedor jadeo.

Con el corazón palpitante, me rodea la cintura con el brazo y me levanta


contra él, dándole la espalda.

La runa de mi pecho se calienta cuando él levanta la mano hacia ese suave


calor, tocando delicadamente su marca mientras mueve las caderas.

―Hay magia incluso en esto ―me susurra al oído―. Si cierras los ojos, si
buscas, verás los hilos de mi deseo por ti. Ahora estamos conectados. Sólo tienes
que atraer los hilos dentro de ti. Podemos enredar nuestra magia. Aunque la mía
sea débil, hará que esta noche sea como nada que hayas conocido.

Dioses. ¿Enredar nuestra magia? Hago lo que me dicen.

Los hilos son más fáciles de encontrar de lo que imaginaba. Arden


brillantemente como una estrella, y cuando los busco con la mente, se filtran en
mí como la luz del sol.
―¿Los tienes? ―pregunta, y yo asiento con la cabeza―. Bien. Ahora voy
a besarte ―susurra, inclinando mi cabeza hasta que su aliento llega a mis
labios―. Y juro por todos los dioses que han existido, que me vas a sentir en
todas partes.

Roza su boca con la mía, el sabor de nosotros es dulce en sus labios.


Hambriento, desliza su lengua hasta el fondo, besándome con la misma pasión
que cuando me besó entre las piernas.

Un destello de magia y placer recorre mi piel, haciendo que mi cuerpo se


apriete alrededor de la dureza de Alexus. La intensidad casi me destroza, la unión
de nuestro poder, enredándose y retorciéndose como tramos de seda plateada.
No había pensado que dos personas pudieran estar más cerca que la intimidad
que se produce al hacer el amor, pero siento a Alexus Thibault a través de cada
mota de polvo de estrellas que me forma.

Me gira la barbilla hacia delante. Nuestro reflejo reluciente y su penetrante


mirada esmeralda se contemplan en la ventana.

―Mira qué impresionante eres ―Traza las marcas de bruja que se


extienden en espiral alrededor de mi pecho y luego baja la mano hasta la parte
más sensible de mí―. Mira lo que me haces.

Entonces no hay nada en el mundo más que nosotros. Nada más que la
forma en que encajamos, los cuerpos y la magia, la forma en que me toma tan a
fondo. En un momento me agarra el pecho, y al siguiente me acaricia entre las
piernas, con su magia cantando en mi sangre. Es una danza cruel, que él
prolonga, enviándome al borde del éxtasis una y otra vez, con cada uno de
nuestros movimientos captados por el cristal de la habitación.

Soy arcilla bajo sus hábiles manos, cambiando, como si me estuviera


moldeando. No vuelvo a ser la mujer que era, sino alguien nuevo, alguien
dañado pero intacta, herida y sin embargo curada. Temía que me cambiara y, sin
embargo, me recuerda quién soy y quién puedo ser con cada caricia, cada beso,
cada empuje, nuestra magia entrelazada, brillante como un faro, mostrándome
partes de mí misma enterradas desde hace tiempo, partes de mí misma
desconocidas. Me gusta lo que soy con él.

En quién me estoy convirtiendo.


Arqueando la espalda, le rodeo el cuello con el brazo y me retuerzo sobre
él, con ese dolor que me invade hasta el punto de ruptura.

Se mueve con más fuerza, murmurando mi nombre como un


encantamiento sagrado. Esta vez, no deja de tocarme. Con maestría, pasa la yema
de su dedo por ese manojo de nervios y se demora. Esos círculos despiadados y
su ritmo de golpeteo comienzan a desentrañar mi cuerpo. Se mueve más rápido,
empujando tan fuerte y tan profundamente que puedo saborear su magia,
sentirla deslizándose por mi piel.

No sé dónde acaba él y dónde empiezo yo. Es demasiado. Me consume


demasiado.

Lo es todo.

―Ven por mí ―suplica en una respiración desgarrada, tocándome.


Tocándonos―. Déjame sentir que te corres por mí ―Mi cuerpo obedece.

El placer me atraviesa, un relámpago que flamea como el fuego en mis


venas, mi núcleo se llena de calor líquido mientras tengo espasmos alrededor de
su dureza. Es como si me saliera de mí misma, la conexión con el éxtasis es tan
intensa y emocionante que, durante esos largos y maravillosos momentos, es
todo lo que siento.

Un éxtasis absoluto.

Tan pronto como empiezo a volver a la realidad, Alexus me pone la mano


sobre el corazón y me rodea la cintura con el otro brazo. Hay tanta fuerza en él,
aunque contenida. Incluso ahora es casi insoportable, pero todavía quiero
liberarlo. Quiero experimentar cómo es cuando está dentro de mí y rebosa de
magia.

―Detenme si te hago daño ―susurra contra mi cuello.

Se me aprieta el estómago de anticipación. Niego con la cabeza, porque no


hay forma de detenerlo, y de nuevo su sonrisa me hace cosquillas en la piel.

Baja sus fuertes manos a mis caderas y la euforia vuelve a aumentar.

Su liberación aumenta, palpitando dentro de mí.


Un oscuro deseo recorre mis venas mientras miro la ventana. La ferocidad
de su reclamo es impresionante, sus músculos se tensan y flexionan mientras
empuja y empuja, cada embestida sacude mi cuerpo, avivando mi excitación de
nuevo.

Sus dedos muerden mis caderas, y en la ventana, con la nieve cayendo más
allá, inclina la cabeza hacia atrás y gime. Todo ese sedoso pelo negro se desliza
sobre su hombro mientras un tenso "dioses" sale de sus labios.

Cubro sus manos con las mías, apretando, porque nos está llevando de
nuevo, y no puedo hacer nada más que aguantar y dejarle. Jadeando, tomo todo
lo que tiene que dar, hasta que grita mi nombre. Su cuerpo musculoso se
estremece contra el mío y yo me rompo por segunda vez, temblando de placer.

Cuando termina, nos desplomamos, bañados en sudor y exhaustos,


envueltos en los brazos del otro y en su magia. Nos tumbamos uno al lado del
otro, mirándonos a los ojos durante mucho tiempo, acariciándonos suavemente,
explorando, tocándonos, siendo el fuego crepitante y nuestras respiraciones
lentas los únicos sonidos de la habitación.

Alexus me besa las yemas de los dedos y luego me acaricia la mejilla antes
de acercar sus labios a mi boca. Es un beso lento y dulce, deliberado y sin prisas.
Me encanta, pero me alejo.

―No puedes seguir besándome así, o puede que nunca salgamos de aquí
―le digo, devolviéndole las palabras que me había dicho.

Una preciosa sonrisa de infarto se despliega en su rostro.

―Pues ya ves, eso ―dice contra mis labios― es lo que tiene ser mía, y
pienso demostrártelo varias veces más esta noche, si te parece bien.

Yo también sonrío. Una sonrisa genuina. Una sonrisa que siento en mi


corazón, en mi alma. Toco su hoyuelo y arrastro las yemas de mis dedos por su
barba antes de tirar de él encima de mí.

―¿Lo prometes? ―Le firmo.

Él presiona su respuesta en la piel sobre mi corazón.

―Lo prometo.
44

No hay amor sin miedo, pero nadie me dijo que el miedo se ceba con los
que tienen algo que perder. Ese ha sido mi problema todo el tiempo, y aunque
todo parece muy diferente ahora cuando miro mi vida, esa parte permanece
firme y verdadera.

Imagino que siempre lo será.

La crudeza de esta certeza se instala en lo más profundo mientras me


tumbo ante el fuego con la cabeza de Alexus descansando sobre mi pecho. Su
largo cuerpo está envuelto en el mío, tan quieto y tranquilo, aferrado a los restos
de nuestra relación amorosa. Mi mente se deja llevar fácilmente por la
preocupación de que, en cualquier momento, ese suave latido suyo podría cesar,
y yo no puedo hacer nada para evitarlo. No sé cómo conciliar esto. Aceptar que
este es nuestro destino a menos que derrotemos al Príncipe del Este con un
puñado de Brujos Caminantes está fuera de mi alcance.

Alexus no parece vivir bajo el peso de tales preocupaciones. Cuando se


despierta, me toma de nuevo, hasta que mi mente queda en blanco de cualquier
cosa que no sea la pasión que compartimos. Pero no podemos permanecer en el
mundo de los sueños de su alcoba para siempre.

Demasiado pronto, estoy de pie con Helena en el vestíbulo principal,


viendo a los sirvientes llevar los últimos paquetes y mantas fuera. Estamos
vestidos con pieles, túnicas de lana gruesa, capas pesadas forradas de piel y
guantes de piel de foca. Nuestras botas son altas, con dagas atadas a ambos lados,
y cada uno de nosotros lleva un baldric4 en el pecho, con espadas que se ajustan
perfectamente a nuestras manos.

No puedo evitar mirar a Hel, que parece la guerrera que está destinada a
ser. Cada hora que pasa aquí trae algún cambio nuevo que hace que mi antigua
vida sea cada vez menos reconocible, pero empiezo a sentir que estos cambios
encajan de alguna manera. Helena me hace un gesto con la cabeza para que la
siga, y giramos por el impresionante pasillo que lleva a las cocinas. Pasamos por
delante de media docena de tapices, cada uno de ellos de al menos treinta manos
de altura, que representan la guerra en un desierto. La Guerra de Tierras.

La guerra que llevó a Colden Moeshka a una vida que nunca esperó: la de
un rey inmortal.

Hel abre la puerta que lleva a la cocina principal, y nos deslizamos dentro.
No hay nadie más que nosotros.

―¿De qué se trata esto? ―Pregunto.

Ella arquea una ceja oscura y me guía por la habitación. Una jarra y un
plato de adivinación llenos de agua esperan sobre una mesa tosca.

―¿Puedes buscar a mi padre? ―pregunta―. Si está ahí fuera, Raina,


necesitamos otro par de manos para luchar. Posiblemente siete pares de manos
de combate si el resto de los cazadores están bien. Son buenos con las armas.
Buenos en la caza. Supervivencia. Rastreando.

Exhalo un largo suspiro. Ella tiene razón. Los cazadores de Silver Hollow
serían una gran adición a nuestros esfuerzos, pero desde la noche del ataque a la
aldea, he tenido la terrible sospecha de que nuestros cazadores cayeron en manos
de los Habitantes del Este horas antes de que el enemigo devastara el valle. Vi a
Warek. Lo que parecía un hombre desmayado por el exceso de bebida podría
haber sido también un muerto que se me reveló desde un ángulo poco claro.

Pero debo mirar de nuevo. Debo estar segura.

4 Es un cinturón que se lleva sobre un hombro y que normalmente se usa para llevar un arma.
Deslizo una daga de mi bota y me pincho la punta del dedo. La sangre cae
y hago girar el agua.

―Nahmthalahsh. Muéstrame a los cazadores.

La imagen que se forma en la superficie violácea del agua casi me hace


caer de rodillas. Los cazadores están allí, en el valle, enterrando cuerpos.

Me tapo la boca con las manos y miro a Helena con los ojos muy abiertos.
Dejo caer las manos y sonrío, con lágrimas de felicidad en el borde de los ojos.

―¿Están ahí? ―La euforia se extiende por su rostro― ¿Los ves?

Me enjuago los ojos y asiento con la cabeza, y me vuelvo a dirigir al agua,


que vierto en una palangana y vuelvo a llenar con la jarra. Otro pinchazo. Otra
gota de sangre.

―Nahmthalahsh. Muéstrame a Warek.

El agua se arremolina y llega otra escena violeta.

Rostros. Rostros oscurecidos. Gente, caminando detrás de las hojas bajas de


un árbol. Miro con más atención y sopla un viento que despeja las hojas.

Jadeo y me agarro al borde de la mesa. Warek camina hacia los restos


carbonizados de la aldea, con el rostro entristecido y abatido, pero revestido de
la misma dulzura por la que era conocido en Silver Hollow.

Pero no está solo.

Mena, que cojea, va detrás de él con una niña que se aferra a su mano: Saira.
El perro Tuck trota perezosamente junto a su niña.

Y allí, junto al padre de Helena, hay otra persona. Su rostro oscuro es duro
y está lleno de amargura, con la piel agrietada por el viento frío de la mañana y
el sol de otoño. Una pala descansa sobre su fuerte hombro.

Cierro los ojos y mi corazón se parte en dos.

Finn.
Estoy con mi hermana en la nieve que cae, justo fuera de lo que queda de
los establos. Nunca la habría imaginado así, pero tiene un aspecto feroz, con su
largo cabello en apretadas trenzas contra el cráneo, su cuerpo vestido con pieles
y armas relucientes.

Estamos rodeados por más de dos docenas de Brujos Caminantes y de las


Tierras del Norte, así como por sus familias, amantes y amigos, todos
despidiéndose. Los mozos de cuadra sacan a Mannus y a Tuck de sus establos en
medio de un viento frío, y aunque mi corazón está lleno de angustia, todavía se
hincha por los caballos que nos vieron a Alexus y a mí a través del bosque y
que nos llevarán a través de otra aventura.

Alexus toma las riendas de los caballos, con su pelo oscuro y su capa negra
azotados por el viento. Cuando me ve, sonríe, pero con un deje de tristeza. Sus
últimas palabras antes de salir de sus aposentos fueron: Si mi vida se acorta,
moriré feliz por haber pasado este tiempo contigo. Pero lucharé por más.
Lucharé por Colden. Y lucharé por nosotros.

Nephele me toma por los hombros. La ternura brilla en sus ojos.

―Sé que no estás segura de estar aquí, Raina. Sobre este viaje. Sobre Finn.
Han pasado muchas cosas. Y sé que no he estado cerca de ti y de Finn en mucho
tiempo, pero Alexus es uno de mis amigos más verdaderos. Veo la forma en
que te mira. Ese hombre quemaría el mundo por Raina Bloodgood, y la conoce
desde hace apenas dos semanas ―Me regala una pequeña sonrisa y desliza sus
manos para agarrar las mías―. También sé que estás en una posición difícil. Pero
si puedo darte un consejo, es que escuches a tu corazón ―Hace una pausa y
luego me sostiene la mirada―. Alexus Thibault es un hombre que no da su amor
o su cuerpo libremente, Raina. Esto es diferente para él. Tú eres diferente para
él.

Cuando Alexus se acerca, Nephele lanza una mirada y una sonrisa en su


dirección y luego se gira y se aleja a grandes zancadas. Me lanza una última
mirada y un guiño por encima del hombro.
No necesitaba el consejo. Supe lo que tenía que hacer en cuanto vi el
hermoso rostro de Finn.

Alexus detiene los caballos a unos metros de mí. En el espacio que nos
separa se crea una distancia incómoda, una distancia que habría sido impensable
hace unas horas.

―He oído lo de los cazadores ―dice―. Y de tus amigos, la abuela de


Rhonin. Warek y Finn Owyn ―Se aclara la garganta―. No me había dado
cuenta de que Finn era el hermano de Helena, el hijo del herrero ―Sus ojos son
suaves y amables cuando dice el nombre de Finn, pero la incertidumbre y la
agitación llenan su voz―. Me alegro de que estén bien ―añade―. Estamos a una
semana de distancia del valle, pero contigo vigilando las aguas, estoy seguro de
que podremos encontrarlos en caso de que viajen ―Hace una pausa, su voz
tranquila, sus ojos sinceros―. No me debes nada, Raina. Que Finn esté vivo
cambia las cosas, lo sé. Y lo entiendo.

―No cambia nada ―le digo.

Porque no lo hace. No lo ha hecho. No sé cómo voy a explicarle a Finn lo


que siento por Alexus o cómo sucedió en tan poco tiempo. Sólo han pasado doce
días desde el Día de la Recolección y, sin embargo, todo en mi mundo ha
cambiado.

Yo he cambiado. Y no puedo dejar de pensar en las sabias palabras de


Mena. La mayoría de las batallas son difíciles de librar. Siempre hay que perder
algo para poder ganar. No temas esto. Nunca avanzarás si nunca dejas cosas atrás.

No quiero dejar atrás a Finn. Ha sido mi amigo más querido, una parte
enorme de mi vida. Pero él no sufrirá que esté con Alexus de ninguna manera.
Una cosa es que me vea viviendo mi vida sola. Será una circunstancia totalmente
diferente para él verme con alguien que no sea él.

Y no estoy dispuesta a renunciar al hombre que tengo delante.

―¿Estás segura? ―pregunta Alexus. La incertidumbre marca su ceño


fruncido.

―Más segura de lo que he estado sobre cualquier cosa en mucho tiempo


―Me acerco y le cojo la mano.
Exhala, su aliento se nubla en el aire invernal, y sin dudar un instante, me
atrae hacia sus brazos, se inclina y me besa como si no me hubiera besado en
mucho tiempo. Mi cara se calienta y, cuando por fin me suelta, agacho la cabeza.

―¿Qué pensarán los demás? ―señalo.

Con una sonrisa tan verdadera que hace aparecer su hoyuelo, se inclina
hacia mí, con su mirada verde brillando a la luz de la mañana.

―Pensarán que estamos desesperados el uno por el otro, y no se


equivocarán ―Me besa de nuevo, más profundamente, durante más tiempo. En
esos momentos, el mundo se desvanece. Cuando rompe el beso, vuelve la
realidad. Alexus se dirige a la multitud que está detrás de nosotros y silba con
fuerza para llamar la atención de todos―. Monten ―grita―. Es hora.

Me ayuda a subir al lomo de Tuck y me acomoda en la silla de montar.


Aprieto los dedos alrededor de las riendas mientras Helena, Nephele y Rhonin
suben a su lado.

Rhonin inclina la cabeza y aprieta el puño sobre su corazón.

―Gracias por controlar las aguas, Raina. Significa todo.

Asiento con la cabeza. Está preocupado por su familia, gente a la que no


puedo ver, pero su abuela está viva en el valle, y eso ha traído una luz a sus ojos
que no había visto en él desde que lo conocí.

Helena sonríe y mira a Rhonin.

―Qué lejos hemos llegado. Enemigos un día, cabalgando juntos a través de


toda una aventura al siguiente.

No veo preocupación en sus ojos. No se lo he dicho, pero creo que ella sabe
dónde está mi corazón cuando se trata de su hermano. Sin embargo, su amor
por mí no está diseñado en torno a Finn. Quiere que sea feliz, y si eso significa
besar al Coleccionista de Brujas hasta que me ponga azul, sé que eso es lo que
quiere para mí.

Los Brujos Caminantes se despiden de sus seres queridos, y luego cruzamos


las puertas de Invernalia y nos enfrentamos al Bosque Frostwater. No tengo ni
idea de lo que me espera, pero creo que los días que han llevado a este momento
estaban destinados a prepararme.

Alexus nos guía, y yo cabalgo cerca, pero él detiene a Mannus e inhala


profundamente el aire lleno de escarcha que viene del norte.

Me mira por encima del hombro, y sus ojos son devastadoramente audaces
contra el fondo nevado.

―¿Y estás segura de que estás preparada para esto? ―me pregunta―. Esto
es sólo el principio.

Me acerco hasta que está a un brazo de distancia.

―Estoy segura ―firmo, mi determinación es tan sólida como el suelo


helado que tengo debajo―. Tenemos que salvar a un rey.
SOBRE LA AUTORA

CHARISSA WEAKS es una autora premiada de fantasía


histórica y ficción especulativa. Crea historias con fantasía,
magia, viajes en el tiempo, romance e historia, y alguna
que otra búsqueda apocalíptica. Charissa reside al sur de
Nashville con su familia, dos arrugados Bulldogs ingleses y
el Pastor Alemán más dulce que existe.

También podría gustarte