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Existe la cuestión adicional de si puede simultáneamente observar lo que se desea hacer y además
tener conocimiento de las razones por las que se elige hacer eso en lugar de otra cosa.
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Las interrogantes más profundas sobre la existencia humana giran a menudo alrededor de
las cuestiones sobre la voluntad.
La alusión al trabajo bien hecho habla de una acción humana y de una calificación
acerca de la perfección lograda. No es un deseo ni una promesa, por el contrario, es
una muestra patente, cabal y evidente. ¡Una muestra! Pero ¿de quién? Sin duda de su
autor, quien formaliza su existencia, al tiempo que le confiere su sello personal en la
medida que vierte en el trabajo operaciones propias de su naturaleza. El atributo
de bien hecho es resultado de lo que pone el productor y de lo que opone la materia en
su acabamiento. El esfuerzo que reclama el trabajo en su confección no es solo debido
al costo que supone incorporar sostenidamente las operaciones humanas: inteligencia
(pensar) y voluntad (querer) sino también, a la resistencia que pudiera presentar la
materia para dejarse dominar, formar o precisar. En este sentido, el vínculo que se
establece entre el autor y su obra es de tal condición que mutuamente se influyen. El
trabajador, al operar sobre una materia, no queda igual: adquiere experiencia,
conocimientos, constancia, laboriosidad, creatividad… notas que, a su vez, influyen
positivamente en la confección de la siguiente tarea o producto.
El trabajo, todo trabajo, se puede definir como: “una acción humana que consiste en
producir algo, es decir, proporcionar al ser una cierta perfección que antes no tenía” (J.
La Torre: 1982). A tono con la definición se puede declarar que la existencia y la
esencia de un trabajo son originadas por la persona. En este hecho va implicado que:
a) que no hay trabajos más importantes que otros, su valía depende de cómo se
realicen; b) tampoco hay dos iguales en tanto que los agentes son personas singulares
y desde esa índole, autografían su trabajo; y, c) si el trabajo bien hecho, existe y es,
entonces, es posible atribuirle las propiedades trascendentales que todo ser posee.
Esto es, todo ser o ente tiene verdad, bondad, unidad y belleza que las tienen por
participación del Autor del universo. Por analogía se puede decir que también el
hombre, la persona, cuyo mandato es dominar y custodiar la tierra, retiene las
particularidades y talentos convenientes para que, realizando un trabajo bien hecho,
resplandezca las mencionadas propiedades trascendentales.
Resolutivo
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