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En la Modernidad, ese problema que los autores tradicionales no acertaron a resolver bien
-la relación entre el individuo y la sociedad, entre el bien particular y el bien general— llevó
a contraponer de modo unilateral ambos polos, dando lugar respectivamente a las
concepciones individualista y colectivista:
Fue Louis Dumont quien opuso el individualismo, propio de la cultura occidental moderna,
al holismo, que caracteriza a las demás sociedades (la Grecia de las ciudades, la India de las
castas, el Occidente medieval, el comunitarismo africano, etc.).
Las raíces del individualismo se remontan a dos momentos de la historia de las ideas. En
primer lugar, la Reforma luterana, que defendía una relación directa del creyente con Dios
sin necesidad de ninguna mediación eclesiástica. En segundo lugar, la filosofía de Descartes,
que exigía desconfiar sistemáticamente de cuanto nos transmiten los demás y verificar todo
de modo personal. En el Discurso del Método escribe: «Tan pronto como estuve en edad de
salir de la sujeción en que me tenían mis preceptores, abandoné del todo el estudio de las
letras, y me resolví a no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en el
gran libro del mundo».
Macpherson llamó «individualismo posesivo» a ese individualismo original, el del siglo XVII,
porque consideraba que el individuo «es esencialmente el propietario de su propia persona
o de sus capacidades, sin que deba nada por ellas a la sociedad».
Entonces, ¿por qué viven en sociedad esos individuos tan autosuficientes? Desde luego, no
porque tengan una naturaleza social sino porque comprenden la conveniencia de establecer
con los demás un «contrato» que permita defender la vida y las posesiones de los
asociados. Es necesario, sin embargo, organizar la convivencia de modo que, a pesar de vivir
en sociedad, cada uno «no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes».
Según Mili, el «modo de vida inglés» se caracteriza porque «todo el mundo actúa como si
los demás (con poquísimas excepciones, si es que hay alguna) fuesen enemigos o estorbos».
Como es lógico, para un individualista puro el concepto mismo de bien común despierta no
pocas suspicacias. «Un “bien” -decía Nietzsche, desde su aristocratismo- ya no es bien en
boca del prójimo. No puede haber, por tanto, un “bien común”. Esa expresión encierra una
contradicción en sí misma».
En todo caso, si cada individuo concibe su propio bien claramente diferenciado -o incluso
opuesto- al bien de los demás, el bien común sólo puede entenderse como una suma de
bienes individuales, por lo que cada uno debe buscar libremente y sin trabas el interés
propio (en el siguiente capítulo comentaremos el famoso pasaje de la «mano invisible» de
Adam Smith).
En nuestros días, el colectivismo marxista es casi nada más que una reliquia del pasado,
pero no olvidemos que antes de 1989 los partidos comunistas controlaban los gobiernos de
diecisiete países -la Unión Soviética, China, Camboya, Vietnam, Laos, Corea del Norte, Cuba,
Yugoslavia, Albania, Mongolia, Hungría, Bulgaria, Rumania, Polonia, Checoslovaquia, la
República Democrática Alemana y Afganistán-; algunos de ellos tan poblados que medio
mundo vivía bajo ese régimen. Veamos su concepción del bien común:
Como ocurría en las sociedades tradicionales, lo valioso no son los individuos, sino la
colectividad; aunque ahora no se trate del clan o la tribu, sino la clase social o el Estado.
Así, pues, bajo el colectivismo, los individuos se pierden en la colectividad igual que una
gota de agua se pierde en el océano. El valor de cada gota radica únicamente en que
contribuye con las demás a crear el mar; pero ninguna de ellas, en su particularidad, es
realmente importante. No son, por tanto, sujeto de derechos los individuos particulares,
sino el conjunto de ellos. En consecuencia, para el colectivismo, el bien común es el bien de
un Todo hipostasiado (raza, partido, grupo, etc.) al que se pueden sacrificar las partes si
fuera necesario.
Concepción cristiana
Frente al individualismo, los padres conciliares afirmaron que «la persona humana, por su
misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida social no es, pues, para
el hombre sobrecarga accidental». Como dirá más poéticamente nuestro Antonio Machado,
«un corazón solitario / no es un corazón».
Y, frente al colectivismo, la antropología cristiana considera que, si bien el todo vale más
que las partes, la persona humana no es solamente parte con relación a la sociedad, sino
que tiene valor por sí misma porque no formamos «una sociedad de iguales, sino una
comunidad de diversos, de únicos». Como escribía Alfons Busto, «se ha producido este
hecho único e irrepetible que es mi vida. Nadie, antes de mí, ha sido igual que yo ni lo será
nunca. Nadie verá jamás el mundo con mis ojos. Nadie acariciará con mis manos ni rezará a
Dios con mis labios. Nadie amará con mi corazón. Mi vida es insustituible. Es tarea mía y
sólo yo la puedo vivir. Si yo no lo hago, quedará para siempre sin hacer. Habrá en la
creación un vacío que nadie podrá llenar».
Frente al colectivismo, afirmamos que, si la persona humana tiene valor por sí misma, el
bien común no puede ser el bien de un Todo hipostasiado al que pueden sacrificarse los
individuos porque entonces caeríamos en la injusticia radical que caracteriza a todos los
totalitarismos.
Y, frente al individualismo, afirmamos en primer lugar algo obvio: «“Común” significa “que
incluye a todos”: el bien común no puede excluir o eximir a un sector cualquiera de la
población.
Pero, afirmamos más todavía: Para que el bien común sea verdaderamente «común» es
necesario que no sea «la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo
social. Siendo de todos y de cada uno, es y permanece común, porque es indivisible y
porque sólo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo».
Una comparación sencilla puede ayudar a comprender lo que acabamos de decir: Si tuviera
sentido hablar del «bien común» en botánica, diríamos que ese bien «indivisible que es de
todos y de cada uno» es el suelo fértil y con agua en el que las distintas plantas pueden
echar raíces fuertes y absorber después los nutrientes que cada una de ellas necesita.
Según Juan XXIII, «en la época actual se considera que el bien común consiste
principalmente en el reconocimiento efectivo de los derechos y deberes de la persona
humana».
Según recordará el lector, dijimos más arriba que la justicia exige garantizar los derechos
humanos a todos. Ahora hemos afirmado que el bien común consiste principalmente en el
reconocimiento efectivo de los derechos humanos. La justicia y el bien común están, por
tanto, íntimamente relacionados. Santo Tomás decía expresamente que la justicia, y en
particular la justicia contributiva -es decir, lo que cada individuo debe aportar a la
comunidad-, «se ordena al bien común como objeto propio». La justicia, en efecto,
identificada con el respeto a los derechos humanos, constituye una parte fundamental del
bien común; pero el bien común incluye además otras dimensiones, como las tradiciones de
cada pueblo; las iniciativas culturales, deportivas y religiosas; las comunicaciones; una
economía saneada, etc.
Dentro de un país, el bien común debe prevalecer sobre el bien particular porque la vida
ordenada en sociedad sólo es posible si cada uno acepta limitar sus propios intereses para
contribuir a la armonía general, de la que por otra parte será el primer beneficiario.
Dado que vivimos en un contexto de escasez, es necesaria una autoridad que valore y armonice
los intereses particulares «según una equilibrada jerarquía de valores» 56. Podríamos decir, por
tanto, que la realización del bien común constituye la razón misma de ser de los poderes
públicos. Pero, en realidad, todos los ciudadanos deben colaborar en la consecución y
mantenimiento de ese bien común -decía Benedicto XVI que “desear el bien común y esforzarse
por él es exigencia de justicia y caridad”-, por lo cual los poderes públicos deben respetar el
principio de subsidiariedad; es decir, no sólo deben permitir a cada individuo y grupo social que
lleven adelante sus iniciativas en pro del bien común, sino además estimularlas y apoyarlas.
EVALUACIÓN FORMATIVA