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nuestro verdadero nombre no lo conocemos ni siquiera nosotros; tan sólo lo
conoce el Señor. Y Él nos lo revelará la final de nuestra vida aquí en la tierra, si
permanecemos fieles a su amor: “Al vencedor le daré maná escondido; y le
daré también una piedrecita blanca, y, grabado en la piedrecita, un nombre
nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe” (Ap 2,17).
Que Jesús me llama por mi nombre, significa que Él me dice cosas, a
mí, que sólo me dice a mí. Y que Él me pide, me propone, me sugiere también
cosas que sólo me las sugiere a mí, es decir, que él hace con cada uno de
nosotros una historia que es única e irrepetible, y que se inserta en la gran
historia de la salvación que él hace con toda la humanidad. El cristianismo,
hermanos, consiste en una relación personal y única de cada uno de nosotros
con Cristo. En la mañana de la resurrección María Magdalena se encontró con
Cristo resucitado, pero no lo reconoció y lo confundió con el jardinero. Sólo
cuando el Señor le dirigió la palabra y la llamó por su nombre fue cuando María
Magdalena le reconoció (Jn 20,11-16): “¡María! (…) ¡Rabbuni!”.
Nosotros venimos todos los domingos a misa a escuchar la voz del
Señor. Porque tenemos la experiencia de que esa voz pronuncia nuestro
nombre de tal manera que el corazón se nos llena de esperanza y sentimos
que, a pesar de todas nuestras limitaciones y fallos, es posible la alegría.