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IV Domingo de Pascua (ciclo A)

El cuarto domingo de Pascua es llamado el domingo del buen Pastor,


porque en él la liturgia nos presenta a Cristo bajo esta figura. En el evangelio
de hoy el Señor nos habla de la relación que Él mantiene con cada una de sus
ovejas y nos la describe diciendo que “las ovejas lo siguen, porque conocen su
voz”.
En una relación de amor la voz es muy importante, es un signo
inequívoco de reconocimiento mutuo entre los que se aman. Escuchar la voz
del amado llena el corazón de alegría. “¡La voz de mi amado!”, exclama la
novia en el Cantar de los cantares (2, 8), a lo que responde el novio diciendo:
“Deja que escuche tu voz porque es muy dulce tu voz” (2,14).
En la vida de cada uno de nosotros resuenan muchas voces, las voces
de nuestros padres, de nuestros educadores, de nuestros vecinos, de nuestros
amigos y también las voces que llegan a nosotros a través de la radio, de la
televisión, de internet, etc. Muchas de esas voces intentan imponerse sobre las
demás para que nosotros les hagamos caso y vivamos según nos dicen.
La voz del Señor, en cambio, se caracteriza por la delicadeza y el
respeto con que nos habla: es una voz suave, apenas un murmullo, que
siempre nos invita, nos solicita, nos exhorta, nos llama… pero nunca “vocea”
pretendiendo imponerse. Por eso el profeta Elías reconoció la voz del Señor
no en el huracán, ni en le terremoto, ni en el fuego, sino en la “brisa suave” (1R
19, 1-13). La voz de Cristo, la voz del buen Pastor es la voz del Espíritu Santo
y, para escucharla, es necesario el silencio. El silencio es la oración, es el
tiempo en el que suspendemos la atención a todo lo que no sea Dios, para
intentar escuchar su voz.
La voz del Señor se caracteriza, también, porque habla a cada uno de
nosotros como si no hubiera nadie más en el mundo entero, porque nos habla
de una manera tan personal, que nos hace únicos. Y esto ocurre porque Él
conoce el nombre de sus ovejas y “las llama por su nombre”, es decir,
mantiene con cada una de ellas, con cada uno de nosotros, una relación
personal, que es única.
El nombre designa nuestra realidad más personal, expresa el misterio de
nuestro ser en su unicidad más singular. O lo intenta expresar. En realidad

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nuestro verdadero nombre no lo conocemos ni siquiera nosotros; tan sólo lo
conoce el Señor. Y Él nos lo revelará la final de nuestra vida aquí en la tierra, si
permanecemos fieles a su amor: “Al vencedor le daré maná escondido; y le
daré también una piedrecita blanca, y, grabado en la piedrecita, un nombre
nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe” (Ap 2,17).
Que Jesús me llama por mi nombre, significa que Él me dice cosas, a
mí, que sólo me dice a mí. Y que Él me pide, me propone, me sugiere también
cosas que sólo me las sugiere a mí, es decir, que él hace con cada uno de
nosotros una historia que es única e irrepetible, y que se inserta en la gran
historia de la salvación que él hace con toda la humanidad. El cristianismo,
hermanos, consiste en una relación personal y única de cada uno de nosotros
con Cristo. En la mañana de la resurrección María Magdalena se encontró con
Cristo resucitado, pero no lo reconoció y lo confundió con el jardinero. Sólo
cuando el Señor le dirigió la palabra y la llamó por su nombre fue cuando María
Magdalena le reconoció (Jn 20,11-16): “¡María! (…) ¡Rabbuni!”.
Nosotros venimos todos los domingos a misa a escuchar la voz del
Señor. Porque tenemos la experiencia de que esa voz pronuncia nuestro
nombre de tal manera que el corazón se nos llena de esperanza y sentimos
que, a pesar de todas nuestras limitaciones y fallos, es posible la alegría.

Rvdo. Fernando Colomer Ferrándiz

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