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P ERSONAJE Y ACCIÓN DR AMÁTICA

JOSÉ SANCHIS SINISTERRA

"... la cólera
de un español sentado no se templa
si no le representan en un día
hasta el Final Juicio desde el Génesis."
Lope de Vega

"Era maravilloso: no pasaba nada."


Bob Wilson

I.-El mito de la persona y la ilusión del personaje.

El teatro, desgajado del universo de los mitos, lanzado a la más radical empresa de

desacralización del mundo, comprometido incluso en la tarea de desvelar todas las

máscaras de la opresión y de la injusticia para devolver a la sociedad un rostro

humano, persiste sin embargo en perpetuar el más irreductible de los mitos: el

mito de la persona.

"Somos -dice Bataille- seres discontinuos, individuos que mueren aisladamente en

una aventura ininteligible, pero tenemos la nostalgia de la continuidad perdida."

Sobre esa nostalgia, cuyo origen sitúa Lacan en el estadio o fase del espejo, se

edifica la noción de persona, esa concienzuda y minuciosa construcción propiciada

por el Sistema, que asegura el máximo de control y aprovechamiento del individuo

humano en el seno de sus estructuras. Cuanto más sólida, compacta, única,

inconfundible e invariable se viva la identidad personal, más apto es el individuo

humano para asumir una función específica y un lugar inequívoco en la cada vez

más organizada y computadorizada máquina social. No en vano la historia de la


noción de persona en la cultura occidental revela una progresiva interiorización

hacia lo imaginario de los signos que, primitivamente, inscribían al sujeto en una

red de permanentes intercambios simbólicos (Vid. Marcel Gauss, 1960).

El teatro -y las artes figurativas en general- ha contribuido eficazmente a

perpetuar esa imagen personal que el hombre se forma de sí mismo en tanto que

realidad ontológica plena, indivisible, identificable bajo un nombre y un destino,

sujeto activo y pasivo de su aventura terrestre. El personaje es, efectivamente, ese

molde variable, sí, pero permanente; ese fantasma especular histórico, evolutivo,

pero a la vez duro y duradero, que alimenta en nosotros la nostalgia de aquella

ilusoria "continuidad perdida". Ahí radica, sin duda, la complicidad del teatro con lo

Sagrado y con el Poder. Revisar críticamente la noción de personaje, confrontarla

con los mecanismos ideológicos que la fundamentan, replantearla a la luz del

pensamiento contemporáneo -economía política, psicoanálisis, antropología,

lingüística...- son tareas urgentes que, de hecho, han sido ya emprendidas,

intuitiva o racionalmente, por todos los movimientos teatrales revolucionarios o,

simplemente, renovadores (Vid. Robert Abirached, 1978).

Investigadores y creadores deben aproximar sus trayectos en este sentido, ya que

la dilucidación de la noción de personaje es fundamental, tanto para el estudio

teórico del hecho teatral como para su praxis concreta. Las ambigüedades y

contradicciones en que se debate la -por otra parte, genial e insustituible- empresa

metodológica de Stanislavski, nacen precisamente de la debilidad teórica de sus

fundamentaciones psicológicas, lastradas por una imposible amalgama de

concepciones idealistas y positivistas de signo decimonónico. Recordemos, no


obstante, que el trabajo de sus últimos años, precisamente cuando no pocas de sus

brumosas especulaciones teóricas van dejando paso a unos precipitados

pragmáticos eminentemente funcionales, se centra en el llamado " Método de las

Acciones Físicas" (Vid. A. Vitez, 1953, y J. Eines, 1981).

II.- ¿Prioridad del personaje o de la acción?

Y es que, cuando se afronta una reflexión objetiva sobre la naturaleza concreta del

personaje teatral, manteniendo en un discreto segundo plano las tentaciones

sociologistas y psicologistas -prácticamente inevitables, dado el figurativismo

antropomórfico del teatro-, se advierte que resulta imposible desvincularlo de la

acción dramática, término vago que traduce la ancestral tendencia a representar

físicamente, corpóreamente, situaciones, conductas y actos humanos, y que

subyace incluso en la raíz etimológica del "drama". El personaje es el sujeto agente

o paciente de los acontecimientos figurados, representados en -o por medio de- la

obra, sí, pero podría asimismo invertirse la definición y afirmar que la acción

dramática es el resultado de los actos, conductas y situaciones atribuidos a esos

sujetos agentes o pacientes que denominamos personajes.

No otra cosa dice Aristóteles refiriéndose, en particular, a la tragedia:

La parte más importante de la tragedia es el encadenamiento de las acciones; la

tragedia es, no una imitación de los hombres, sino de la acción, de la vida, de la

felicidad y de la desgracia; pues la felicidad y la desgracia están en la acción, el


fin es actuar, no ser, y los hombres son lo que son por su carácter, pero son felices

o no por sus acciones. Los personajes, pues, no actúan para imitar unos

caracteres, sino que adquieren caracteres por medio de sus acciones; de modo

que las acciones y la fábula son el fin de la tragedia, y el fin es siempre lo más

importante.

Y añade más adelante:

La tragedia es imitación de una acción y, por medio de esta acción, es imitación

de los hombres que actúan. (Poética, VI)

Sin embargo, la clave del problema -prioridad conceptual del personaje o de la

acción- hay que situarla en otro terreno, también apuntado desde Aristóteles, y

que es el eje de toda reflexión y práctica sobre la especificidad del hecho teatral:

me refiero a los medios y a los modos de la mímesis, aspectos esbozados en los

capítulos I y III de la Poética. Para el estagirita resulta evidente que, dentro de las

artes que imitan por medio de la voz (y constata que "no existe un nombre" que

englobe lo que hoy conocemos por "literatura"), hay que diferenciar modos o

maneras distintas, "porque con unos mismos medios se puede imitar unas mismas

cosas de diverso modo; ya introduciendo quien cuente o se transforme en otra

cosa, según que Homero lo hace; ya hablando el mismo poeta sin mudar de

persona; ya fingiendo a los representantes, como que todos andan ocupados en sus

haciendas (o quehaceres)”. (Cito aquí por la curiosa versión de don José Goya y

Muniain, 1798.)
Esta tripartición de las artes del discurso, que hoy nos veríamos tentados a

conceptualizar bajo las categorías de lo épico, lo lírico y lo dramático, pone de

relieve la naturaleza concreta de la mímesis teatral, cuya doble pertenencia al

ámbito del Texto y al del Espectáculo ha sido y es fuente de fructíferas tensiones y

de estériles confrontaciones. Tensiones y confrontaciones que remiten a una

oposición más "profunda", más radical, de naturaleza antropológica e índole

dialéctica, como es la que se establece entre Escritura y Oralidad. (Vid. J. Derrida,

1967, y P. Zumthor, 1983.)

No resulta superfluo recordar, a este respecto, que la escritura dramática se

despliega a partir de una compleja red de determinaciones extratextuales: las

normas, códigos y convenciones de la práctica teatral vigente, esa "matriz o molde

escénico, preexistente al trabajo textual, en que se materializan las realidades y

fantasmas de un grupo social". (Vid. J. Sanchis Sinisterra, 1982.) Dicho con otras

palabras: "antes" y "después" de la configuración literaria que llamamos "obra

dramática" existe un dispositivo semiótico sólidamente codificado -la

representación-, cuya materia significante se caracteriza "por su similitud con lo

real, con la vida: el espacio, el tiempo, los objetos y materiales escénicos y,

fundamentalmente, los actores, presentan una "irritante" homología con las

circunstancias que configuran la existencia humana (...) la relativa identidad entre

los signos teatrales y sus referentes reales reduce el fenómeno dramático a una

práctica artística figurativa, cuyo máximo exponente es el naturalismo y sus

derivados, herederos todos del principio de la verosimilitud". (Id., id.)

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