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Semana 1

Ética y Práctica Profesional

Lectura
La ética, los derechos
y la justicia

De Zan, J. (2004). La ética, los derechos y la justicia.


Uruguay: Fundación Konrad-Adenauer

Material compilado con fines académicos, se prohíbe su


reproducción total o parcial sin la autorización de cada autor.
C a p í t u l o 1


Las palabras “ética” y “moral” tienen un significado etimológico semejante en


sus raíces griega y latina. En el uso común se emplean casi siempre indistintamente y,
a veces, conjuntamente, aunque quienes las usan así probablemente no serían capaces
de decirnos con precisión si significan lo mismo o se refieren a algo diferente. De todos
modos, quizás para dar mayor énfasis retórico al discurso, parece que suena bien refor-
zar a la “ética” con la “moral”, aun a riesgo de incurrir en una redundancia, como
ocurre si nos atenemos al significado etimológico de los términos.
En el lenguaje filosófico contemporáneo se han estipulado, sin embargo,
dos distinciones y dos clases de definiciones diferentes de estos términos. En un
primer sentido se comprende a lo moral como una dimensión que pertenece al
mundo vital, o al Lebenswelt, y que está compuesta de valoraciones, actitudes,
normas y costumbres que orientan o regulan el obrar humano. Se entiende a la
ética, en cambio, como la ciencia o disciplina filosófica que lleva a cabo el análisis
del lenguaje moral y que ha elaborado diferentes teorías y maneras de justificar o
de fundamentar y de revisar críticamente las pretensiones de validez de los enun-
ciados morales. Por eso, “coincidiendo con un uso lingüístico no del todo desacos-
tumbrado en filosofía, se puede usar el término Ética como sinónimo de “filosofía
de lo moral” (N. Hoerste, Texte zur Ethik). Conforme a este uso del lenguaje, la
ética puede considerarse entonces como una ciencia que pertenece al campo de la
filosofía, como la metafísica o la epistemología, mientras que “lo moral” es, en
general, el objeto de esta ciencia, es decir, lo que ella estudia.

  
Hay otra manera de definir y diferenciar los términos “ética” y “moral”, que
se ha planteado a partir de la crítica de Hegel a la ética de Kant, y de su fuerte




diferenciación entre “moralidad” y “eticidad”. Este otro uso de los términos se ha


generalizado recientemente fuera del contexto sistemático de la filosofía hegeliana.1
En los escritos de ética de los filósofos modernos y contemporáneos encon-
tramos planteadas dos clases de cuestiones: a) la cuestión de lo que es bueno para
mí como persona y para nosotros como comunidad; b) la cuestión de lo que es
correcto o de lo que es justo en las relaciones con los otros (incluso especialmente
con otros grupos humanos y culturas diferentes), cualesquiera sean los bienes que
cada uno se proponga alcanzar como fin. Los distintos autores se han ocupado
preferentemente de alguna de estas dos clases de cuestiones. Pero también puede
considerarse que ambas, tanto las preguntas y las discusiones acerca del bien,
como las que están centradas en el tema de la justicia, pertenecen al campo disci-
plinario de la ética, no obstante que se trata de cuestiones distintas, y que quizás
tengan que ser tratadas con métodos diferentes. Esta diferencia, que estaba implí-
cita en Kant, comienza a hacerse reflexiva a partir de Hegel.
En la filosofía de Hegel, esta distinción que él marca muy fuertemente no
tiene, sin embargo, la intención de oponer de manera excluyente la “ética” contra
la moral sino de eliminar la confusión, y de estudiar la relación dialéctica entre
ambas. Distinguir para unir. Al comienzo de su Filosofía del derecho introduce
Hegel esta distinción terminológica, en los siguientes términos:

Moralidad y eticidad, que corrientemente valen como sinónimos, están tomados


aquí como esencialmente diferentes entre sí. Por otra parte, incluso la representa-
ción [el lenguaje no filosófico] parece distinguirlas. El lenguaje kantiano usa con
preferencia la expresión moralidad y, en realidad, los principios prácticos de su
filosofía se limitan completamente a este concepto y hacen imposible el punto de
vista de la eticidad, a la que incluso expresamente aniquilan y subvierten. Aunque
moralidad y eticidad sean sinónimos según su etimología, esto no impide usar estas
dos palabras diferentes para conceptos diferentes.2

Mediante la introducción de esta convención terminológica quería marcar


Hegel la diferencia entre la “eticidad” concreta —realizada como una forma de
vida y como el ethos de una comunidad, que es lo que había sido tematizado en la
filosofía griega antigua de Platón y de Aristóteles—, y el concepto moderno de la
“moralidad” como un orden de principios universales, producto de la reflexión de
la conciencia sobre la ley moral y el deber de la voluntad autónoma, que es el

1
Retomo en este punto conceptos desarrollados en mis libros anteriores: J. De Zan, Panorama de la ética
continental contemporánea, Akal, Madrid, 2002, cap. 2 “Moralidad y eticidad. Una disputa contemporánea
entre Kant y Hegel”, pp. 17-28; cf. también, J. De Zan, La filosofía práctica de Hegel, ICALA, Río Cuarto,
2003.
2 GWF Hegel, Filosofía del derecho, “Introducción”, § 33


 

punto de vista de la ética kantiana. Hegel comprende la eticidad concreta como


esencialmente histórica y piensa que recién en el sistema de las instituciones del
Estado de derecho y de la sociedad civil moderna se ha alcanzado una eticidad que
respeta y realiza, en principio, las exigencias de la moralidad. Por eso para Hegel
no se pueden ya contraponer moralidad y eticidad.
El uso de los términos “moralidad” y “eticidad” en el lenguaje filosófico post-
hegeliano ha asociado algunas veces el punto de vista de la eticidad con el historicismo
y el relativismo ético, y por otro lado, en cuanto este punto de vista se remite a las
costumbres e instituciones de una tradición, presenta un sesgo que se ha considerado
también como conservador. El término “moralidad” se asocia en cambio con la preten-
sión de fundamentación filosófica de principios morales igualmente válidos para todos
los seres humanos, es decir, con una posición filosófica racionalista y universalista. El
punto de vista de la moralidad se ha considerado también como una orientación más
crítica y progresista. Es claro que los calificativos “conservador” o “progresista”, aso-
ciados a la ética de la eticidad y de la moralidad, respectivamente, son valoraciones
relativas y polémicas. Si se atiende a las orientaciones más recientes del pensamiento
posmoderno puede decirse que estas valoraciones tienden a invertirse.
Los ensayos de síntesis o de unificación de estas dos instancias de la “ética”
y la moral (como el que llevó a cabo Hegel en su sistema) así como el abandono de
alguna de ellas, o el reduccionismo de la una a la otra, se han mostrado, sin embar-
go, como operaciones inconsistentes en la teoría y de alto riesgo en la praxis.
Parece, por lo tanto, que en la situación posmoderna debiéramos mantener o acen-
tuar más bien esta diferencia y contar, al mismo tiempo, con Aristóteles y con Kant
como dos fuentes complementarias e irreductibles del pensamiento ético, renun-
ciando al proyecto de una teoría unificada.
Algunos filósofos contemporáneos (como Paul Ricoeur, Jürgen Habermas,
Ronald Dworkin, Richard Rorty, B. Williams, etc.) han retomado esta diferencia
independientemente de los presupuestos sistemáticos de la filosofía de Hegel, en-
tendiendo en general a la moral como la tematización de los principios universales
de la moralidad y a la “ética” como la tematización del ethos histórico particular de
cada comunidad. “Moralidad” alude a la forma incondicionada del deber, de la
obligación, de la rectitud, la justicia y la solidaridad en las relaciones con los de-
más; al respeto de la dignidad de la persona, de la pluralidad de las culturas, de las
formas de vida y de los derechos humanos fundamentales. (Esta es la dimensión
de lo moral que ha sido especialmente puesta de relieve y estudiada por Kant y por
las teorías éticas de orientación kantiana).
El ethos, en cambio, en cuanto tema de la “ética” en el sentido al que nos
estamos refiriendo, se puede describir como un conjunto de creencias, actitudes e
ideales que configuran un modo de ser de la persona, o la “personalidad cultural




básica” de un grupo humano, tal como la conciben los antropólogos. Por eso la
“ética” alude en este sentido a una concepción de la buena vida, a un modelo de la
vida virtuosa y a los valores vividos de una persona o de una comunidad, encarna-
dos en sus prácticas e instituciones. La “ética” así entendida se interesa ante todo
por el sentido o la finalidad de la vida humana en su totalidad, se interesa por el
bien o el ideal de la vida buena y de la felicidad. Estos otros son los temas en los
cuales se han centrado las teorías éticas de orientación aristotélica y hermenéutica.
En la “ética” se revelan o se encuentran ya dados incluso los fines más elevados
que orientan la existencia del hombre o de los miembros de una comunidad en
cuanto tales, y a través de los cuales ellos creen poder alcanzar la felicidad o el
bien supremo. Así entendida, la “ética” se vincula íntimamente, casi siempre, con
la religión.
Otros filósofos actuales han redescubierto por su propia cuenta esta diferen-
cia entre la “ética” y la moral, independientemente de la tradición del debate de la
moralidad y la eticidad en la filosofía continental. Michel Walzer alude a esta
diferencia con los términos thick y thin. Toma la idea de densidad (thickness) como
“un tipo de argumentación moral referencialmente rica, culturalmente resonante y
ligada a un sistema o red simbólica de significados locamente contextualizada”:
esto es la “ética” en el sentido en que se usa el término en este libro. “Thin, tenue,
es simplemente el término de contraste” (la moral).3 John Rawls trabaja en cambio
con la diferencia y el solapamiento de las “doctrinas comprensivas” de las diferen-
tes comunidades y los principios universalizables de la justicia como equidad que
conforman la estructura de una sociedad bien ordenada.4 Esta diferenciación, que
es tan importante en Rawls, es también básicamente equivalente. El núcleo de
unas “doctrinas comprensivas”, en la terminología rawlsiana, es una “ética”; y la
“teoría de la justicia” de este autor es una teoría sobre la moral pública de una
sociedad pluralista y democrática.
La ética que ha de regir las relaciones en el ámbito intercultural e internacio-
nal no puede tener un contenido mucho más rico que el de los principios de justicia
y de solidaridad humana; es una ética mínima,5 tenue o delgada, que carece de la
densidad sustantiva de las valoraciones fuertes y de los modelos de vida virtuosa
propios de cada comunidad. En este contexto, thin no quiere decir sin embargo
débil, aclara Walzer, sino que, por el contrario, es como la escueta y descarnada
estructura ósea del esqueleto que sostiene desde dentro las bellas formas del cuer-
po humano. La metáfora del esqueleto no es de Walzer, pero me parece útil para
representar las relaciones de la “ética” y la moral. La moralidad universalista se ha

3 Michel Walzer, Thick and Thin. Moral Arguments at home and Abroad, New York, 1994.
4
John Rawls, Political liberalism, New York, 1993.
5
Cf. Adela Cortina, Ética mínima, Madrid, 1986.


 

comprendido a veces como un corsé impuesto desde fuera a la vida “ética” por una
racionalidad abstracta que niega las diferencias. Pero este sesgo de la moralidad
universalista queda enteramente disuelto si se abandona el método kantiano del
construccionismo racional a priori y se lo reemplaza por un procedimiento
hermenéutico reconstructivo que busca explicitar y fundamentar los principios
básicos de la moral a partir de las experiencias de la vida buena y del ethos vivido,
como las condiciones normativas necesarias de su propia existencia, o como la
gramática universal de la interacción humana con sentido.
Esta es la diferencia que ha dado lugar a la formación de las teorías éticas
rivales que mencionábamos al comienzo: 1) ética deontológica, formal o de nor-
mas, o ética de la justicia; y 2) ética teleológica, material, de los valores y de las
virtudes, o ética del bien. Sin embargo, la aparente oposición de estas teorías éticas
que se presentan como alternativas, debería resolverse en alguna forma de integra-
ción o de complementariedad, por cuanto se trata en realidad de una diferencia que
no es meramente teórica, sino que pertenece al campo objetivo de los fenómenos
morales y, en consecuencia, tanto las teorías éticas como la educación deberían
trabajar con esta diferencia. La búsqueda de la integración y de la articulación de
la moralidad universalista con los valores e ideales de la vida buena de los grupos
y culturas históricas particulares y con la problemática de las identidades y de las
diferencias es uno de los temas más significativos de las reflexiones éticas con-
temporáneas. Esta distinción entre lo“ético” y lo moral se reencuentra en ambos
lados: tanto en el campo objetual, de los fenómenos morales, como en el campo
epistémico de la Ética como disciplina filosófica (que debería estudiar por separa-
do estos dos temas de la “ética” y la moral), o de las teorías éticas, que se concen-
tran muchas veces en uno solo de estos campos.
Atendiendo a la crítica que me ha hecho R. Maliandi,6 de que “convendría
tomar recaudos aclaratorios para evitar la confusiones originadas en la ambigüe-
dad del término”, o en los dos sentidos diferentes con los cuales se usa, escribiré la
palabra “ética” entre comillas siempre que se refiera a este concepto que se define
como diferente de la moral. Ética, sin comillas (y con mayúscula cuando es usada
como sustantivo) se refiere en cambio en este libro a la disciplina filosófica y a las
diferentes teorías éticas que han desarrollado los filósofos. La convención
terminológica enunciada, si bien es bastante corriente en el lenguaje filosófico
contemporáneo, puede ofrecer otra dificultad con el uso de la palabra “moral” en
el lenguaje cotidiano, porque con ella se alude por lo general a la subjetividad de la
conciencia y a la responsabilidad personal. La ética de Kant parece decir, en cam-
bio, lo contrario de este sentido usual cuando sostiene como tesis central que la ley

6 Ricardo Maliandi, Ética: conceptos y problemas, Biblos, 2004, p. 75.




moral es objetiva y universal, y que la moralidad implica reciprocidad en el trato


con los demás. Los filósofos contemporáneos en su mayoría apoyan de diferentes
maneras la idea de que la moralidad no puede entenderse como un asunto mera-
mente privado y subjetivo. Estos conceptos filosóficos no se oponen, sin embargo,
al uso común en la medida en que el sesgo intimista del sentido de la palabra
“moral” se interprete con referencia a las acciones de la persona en las circunstan-
cias concretas, y especialmente en situaciones difíciles, frente a las cuales solo el
propio sujeto puede tomar la decisión, después de haber deliberado en cada caso
sobre lo que debe hacer. Sobre este aspecto personal de la responsabilidad moral
volveré en el último capítulo (8).
Esta distinción, que aquí he introducido, no es, por cierto, una cuestión me-
ramente terminológica (una cuestión de palabras) sino que tiene en la actualidad
una importancia sistemática fundamental. Como se podrá comprobar a lo largo de
todo este libro, esta distinción juega un papel decisivo en el tratamiento de los
problemas teóricos y prácticos, que difícilmente se podrán solucionar si no se
trabaja reflexivamente con ella.

    
 
 

Las sociedades tradicionales premodernas han funcionado la mayoría de las


veces como unidades cohesionadas por un sistema monolítico de ideas, creencias
y valores homogéneos, profundamente arraigado en su propia historia, el cual fun-
da una manera unívoca de concebir “lo natural”, el bien y los ideales de vida del
hombre y de la comunidad, es decir, un ethos cultural que configura y define una
fuerte identidad colectiva.
En este contexto la educación, por ejemplo, no hace otra cosa que inculcar
directamente a los jóvenes el modo de ser propio de la comunidad en la que ingre-
san, como la forma de vida “ética”, los valores y costumbres que caracterizan o
identifican a los miembros de esa comunidad y que ellos comprenden como natu-
rales, de tal manera que no permiten ninguna libertad para elegir otra forma de
vida diferente. Este modelo de educación moral supone que la posible experiencia
de conflictos de valores ha de tener siempre una resolución ya dada en el ordena-
miento jerárquico de los valores mismos. El modelo no es cuestionado mientras la
homogeneidad cultural de la comunidad y su sistema de valores se mantiene
inalterado.
El comunitarismo es una posición filosófica que pretende restaurar de algu-
na manera aquel modelo. En su justificada crítica del individualismo y del atomismo


 

liberal, los comunitaristas ponen de relieve que el individuo no precede en realidad


a su comunidad, sino que, por el contrario, depende profundamente de ella. Los
valores y creencias, o la comprensión del mundo comunitaria, determinan su
autocomprensión y con ello también su identidad. Extremando esta línea de pensa-
miento, algunos llegan a decir que el individuo no elige libremente (aunque crea
hacerlo así) sus valores y los fines fundamentales, sino que los encuentra siempre
ya ahí en la tradición histórica de su comunidad. Uno de los comunitaristas promi-
nentes, que es Alasdair MacIntyre, expresa con el mayor vigor esta interpretación:
“Soy hijo o hija de alguien... ciudadano de esta o aquella ciudad, miembro de este
o aquel gremio o profesión... Como tal heredo del pasado de mi familia, mi ciudad,
mi tribu, mi nación, una variedad de deberes, herencias, expectativas correctas y
obligaciones. Ellas constituyen los datos previos de mi vida, mi punto de partida
moral”.7 El tipo de identidad en la que piensa este autor es la identidad convencio-
nal de las sociedades premodernas en las que la dinámica del cambio y la movili-
dad social eran casi inexistentes, y el individuo quedaba ya identificado de manera
“natural”, no por sus elecciones, sino por su nacimiento en determinada familia,
etnia, lugar y clase social o corporación, por los roles sociales y las funciones
profesionales que heredaba de sus antepasados.
El avance del proceso de modernización, la movilidad social, territorial y profe-
sional de amplios sectores sociales, la apertura al mundo, la globalización, etc., han
erosionado y puesto en crisis los restos de aquel tipo de cultura tradicional y las iden-
tidades estáticas, ligadas a las estructuras corporativas de las sociedades premodernas
que algunos comunitaristas quisieran restaurar o mantener, y han difundido otros valo-
res que tienen que ver con la vida privada y la libertad individual para elegir diferentes
planes de vida, para buscar otros horizontes fuera del lugar de origen, cambiando los
roles heredados y las posiciones sociales, etc. Se habla de la transición de un modelo
de identidad fuerte, estable y cerrada, a un nuevo tipo de identidades abiertas, menos
duras y más dinámicas. En la terminología de Paul Ricoeur8 se trata del paso de la
identidad “idem”, que forma parte de lo involuntario de nuestro ser y denota perma-
nencia inalterada del carácter, como herencia natural y cultural, a la identidad “ipse”,
entendida como fidelidad a las propias elecciones de la libertad y mantenimiento de la
palabra dada, como lealtad y cumplimiento de las promesas. Esta es la identidad pro-
piamente moral, que se ha desprendido ya de los presupuestos sustancialistas de un
núcleo inalterable de la personalidad. Este sentido de la identidad moral tiene su ancla-
je más profundo, según mi manera de ver,9 en la fidelidad a la verdad, no como algo ya
dado, sino como el horizonte o la meta de una búsqueda del sentido, que implica

7
A. MacIntyre, Tras la Virtud, Barcelona, 1984, pp. 271-272.
8 P. Ricoeur, Soi-même comme un autre, París, 1996.
9
Cf. J. De Zan, “Identidad y universalidad”, en Erasmus, nº 1, Río Cuarto, 1999.




apertura a la crítica y disponibilidad para la autocorrección y el cambio. La autonomía


llega hasta la definición de la propia identidad, que no se acepta como algo que se
recibe ya hecho, sino que se desea realizar como elección y libre construcción de sí
mismo.
Ahora bien, en una sociedad abierta, democrática y pluralista, en la que no
existe ya una única concepción del mundo y del hombre que sea reconocida por
todos, y especialmente en las grandes sociedades multiculturales, se da también un
pluralismo de las convicciones “éticas” acerca del bien o de los ideales y modelos
de vida, y bajo este aspecto podría decirse que la “ética”, en el sentido especial que
se ha definido aquí, en cuanto diferente de la moral, es vivida ahora como una
tradición cultural o como una opción individual o de grupo, que reclama respeto y
solidaridad de la sociedad global, pero que no puede pretender universalizarse, u
“oficializarse” en la esfera pública mediante el derecho, sino que tiene que apren-
der a convivir con otras tradiciones y con otras formas de vida.
Hay quienes experimentan estos cambios como una suerte de privatización
de la “ética”, como un empobrecimiento o una pérdida de la vida comunitaria;
otros ven en ello un progreso o la liberación de un modelo de sociedad cerrada,
premoderna y antiliberal. Esta es una presentación muy elemental de un debate
abierto que divide las opiniones en la sociedad y en la filosofía actual, no solamen-
te en América Latina, sino también en Europa y los EE. UU. El debate central en la
filosofía norteamericana de las últimas décadas del siglo XX ha sido esta confron-
tación de liberalismo y comunitarismo. No podría detenerme ahora a analizar aquí
los argumentos en pro y en contra de una y otra posición. Pero ya el planteamiento
de esta situación trae aparejado como consecuencia una pérdida de legitimidad de
los contenidos de los sistemas jurídicos que conservan resabios de aquellas “éti-
cas” tradicionales, y del mencionado modelo de educación “ética” de las comuni-
dades antiguas, el cual sería rechazado como autoritario en una sociedad moderna.
¿Esto quiere decir, entonces, que los aspectos morales de la educación que-
dan reservados a la familia y a las comunidades religiosas o a otros grupos priva-
dos; que la escuela pública debe abstenerse de incidir en esta dimensión porque
ello sería interferir en la libre elección de valores e ideales de los alumnos? ¿Cómo
establecer esta demarcación en el sistema jurídico?
Me parece que aquí, frente a estas preguntas, revela toda su significación la
distinción que he venido remarcando desde el comienzo entre el tema de las nor-
mas y los principios morales con pretensiones de validez universal, y el tema de
los ideales y modelos éticos de vida, que deben ser respetados en la medida en que
representan opciones que definen una identidad o un ethos particular y valioso,
pero que dependen de convicciones y de opciones de vida que no pueden
argumentarse como vinculantes para todos. El que se reconozca como fenómeno


 

sociológico la progresiva privatización de los ideales y modelos éticos no quiere


decir que pueda admitirse también la privatización y la relatividad de todos los
valores y de los principios morales, porque sin una moral pública no es posible el
orden político, el derecho, ni la sociedad misma.

    
 
Quiero proponer ahora esquemáticamente algunas aplicaciones de estos con-
ceptos de la “ética” y de la moral en el campo de la educación. Esta consideracio-
nes acerca de cómo se opera la diferencia que he explicado en este campo privile-
giado de su aplicación permitirá terminar de aclarar los conceptos y comprender la
importancia de trabajar con su diferencia.
Las dificultades e interrogantes globales que se han planteado sobre la edu-
cación “ética” y moral han sido diferentes en las distintas épocas de la historia.
Podríamos rememorar esos problemas de manera elemental a través de tres pre-
guntas.10 1) En la filosofía griega antigua se había planteado un tipo de preguntas
como éstas: ¿Puede enseñarse la ética?, ¿cómo es posible enseñar la virtud? o
¿cómo se lleva a cabo la educación del comportamiento moral? Este primer grupo
de preguntas alude a la cuestión pedagógica y metodológica de la formación ética
o moral de los jóvenes. 2) Aunque aquellos problemas clásicos sigan ocupando
todavía hoy a la pedagogía y a la psicología, en la época moderna se han planteado
otras preguntas nuevas y más álgidas: ¿Tiene derecho el maestro a inculcar a los
alumnos su concepción “ética” de la vida buena o su escala de valores? ¿Es com-
patible con el principio liberal de la tolerancia y de la neutralidad del Estado con-
cederle la atribución de diseñar planes de formación moral? ¿Cómo se puede legi-
timar la educación en determinados valores y principios morales sin violar la auto-
nomía y la libertad de conciencia, respetando las propias creencias y el modelo de
vida adoptado por el grupo social de pertenencia? ¿Quién está autorizado para
establecer fines y objetivos iguales para la educación que se imparte a grupos,
comunidades y culturas diferentes? Este segundo grupo de interrogantes alude al
problema de la legitimidad de la educación moral en la escuela pública.
3) Por otra parte, y no obstante la relevancia que han cobrado las cuestio-
nes de la Ética en la sociedad actual, este fenómeno no se refleja, sin embargo, en
un incremento de la demanda educativa en esta línea. Se ha llegado a decir incluso
que las preguntas centrales que se plantean ahora en nuestra época al respecto no
son ya las clásicas preguntas antiguas y modernas, citadas más arriba, sino pregun-
tas más pragmáticas como estas otras: ¿Vale la pena insistir hoy en la educación

10 Cf. Adela Cortina, “Moral dialógica y educación democrática”, en Ética aplicada y democracia radical,
Tecnos, Madrid, 1993, pp. 210 y ss.




moral? ¿Cómo es posible conciliar la educación en valores y principios ideales


con el desarrollo de las aptitudes y competencias para el éxito en las condiciones
reales de la sociedad moderna? ¿Qué resultado cabe esperar de una educación
“ética” y moral en contradicción o a contrapelo de las prácticas sociales y modelos
imperantes que el niño encuentra fuera de la escuela? El tercer grupo de preguntas
plantea los problemas pragmáticos de la utilidad y la eficacia de la educación
moral en la sociedad moderna. Ya en la época de la formación de esta sociedad
advertía I. Kant11 sobre el olvido (entrañado en la concepción pragmática de la
educación) de la formación del juicio acerca del valor de los fines, o de la cuestión
esencial del sentido, la racionalidad y la rectitud moral de las acciones humanas.
Esta tendencia se ha acentuado con la importancia creciente de la formación cien-
tífico-tecnológica y el predominio de una racionalidad puramente instrumental que
se impone cada vez más a través de la modernización de las sociedades.
En relación con este problema, la educación tiene que cuidarse de las dos
deformaciones o tendencias unilaterales opuestas que han desacreditado a veces la
idea misma de la formación moral: a) la orientación pragmatista que reduce la
educación a una función acrítica y meramente reproductiva de las pautas y de la
moralidad social de hecho vigentes, y fomenta actitudes adaptativas o de acomo-
damiento oportunista; b) la orientación puramente principista, normativista, abs-
tracta y utópica que, al no promover la reflexión sobre las condiciones históricas
de aplicación de los criterios morales, trasmite una moralidad descontextualizada
e imposible, que carece de toda factibilidad de inserción positiva en la dinámica de
la sociedad real. Frente a estos extremos es preciso cultivar el equilibrio reflexivo
de una ética de la responsabilidad que permita una inserción eficiente y a la vez
crítica en la trama de la interacción social.12
A los mencionados problemas pedagógicos hay que agregar los cuestionamientos
que provienen de las propias teorías éticas filosóficas. Algunas orientaciones del pen-
samiento contemporáneo, especialmente bajo la influencia del neopositivismo, y lue-
go del contextualismo posmoderno, han sostenido un relativismo o escepticismo ético
(ya sea bajo la forma del emotivismo o del neopragmatismo) que dejan sin sustento las
perspectivas de la educación. “Según el individualismo-relativismo ético, que ha sido
dominante en la ideología de las democracias liberales de Occidente, cada cual es
enteramente libre de elegir, conforme a sus propias convicciones, el sistema de valores
y el código moral que mejor le parezca, sin que estas decisiones íntimas de la concien-
cia de cada uno deban dar cuenta o puedan ser confrontadas, discutidas, criticadas o

11 I. Kant, Fundamentación de la Metafísica de las costumbres, (Ak. Ausg., IV, 415), edición española bilin-
güe, Ariel, Barcelona, 1996, p. 161.
12
Cf. K.-O. Apel, Diskurs und Verantwortung, Fráncfort, 1988.


 

justificadas conforme a algún criterio intersubjetivamente válido, más allá de la propia


conciencia individual o de grupo. Ahora bien, claro está que las decisiones de la con-
ciencia privada del individuo (o de los grupos sociales), así establecidas y fundadas
solamente en sus preferencias subjetivas o en las convenciones particulares ligadas al
contexto social y cultural, no pueden tener pretensiones de validez ni exigir reconoci-
miento más allá de la propia esfera privada de la vida individual o del grupo social de
pertenencia. Pero si se acepta esta reducción de la moralidad a la esfera de la vida
meramente privada, ¿cómo habrá de ser posible fundamentar entonces las condicio-
nes para que la libertad de cada uno pueda coexistir con la libertad de todos los otros,
en el marco de una ley general?”.13 La privatización de la moralidad le quita el piso al
propio Estado de derecho de las democracias liberales.
Se ha creído a veces que el rechazo del modelo autoritario de la educación
ética de las sociedades tradicionales premodernas, como “inculcación” de deter-
minados valores o como “indoctrinación” (que es el que practican todavía las so-
ciedades cerradas y las ideologías fundamentalistas) y que las condiciones desea-
bles de una sociedad abierta, pluralista y democrática tienen que llevar a prescindir
de la fundamentación de principios o de normas morales universales y a practicar
una educación moralmente neutra o aséptica. ¿Pero cómo se podrían fundar enton-
ces las exigencias de moralidad de la vida pública y de justicia y solidaridad so-
cial? Para responder hoy adecuadamente a estos problemas es preciso trabajar con
la diferencia conceptual enunciada al comienzo.
1) Retornando en primer lugar las preguntas antiguas clásicas sobre cómo
es posible la educación “ética” y moral, podría decirse ahora que la dificultad
mayor del problema ha estado precisamente en la no diferenciación de los campos
que la filosofía contemporánea distingue con estos dos términos, porque la res-
puesta es muy diferente para cada caso. El procedimiento pedagógico de la “ética”
es narrativo y hermenéutico. Como lo ha mostrado particularmente A. MacIntyre,
el método tradicional de la educación en la “ética” del bien y de la virtud ha sido el
de “contar historias” que presentan los modelos de vida y de identificación.14 Como
arquetipos del método narrativo de la “ética” pueden citarse la “paideia” griega
antigua, a partir de la historia de los héroes homéricos, y la “paideia” cristiana
primitiva centrada en el relato evangélico de la vida de Cristo. La liturgia de la
narración evoca y actualiza la memoria colectiva de la comunidad y reproduce la
identificación de sus miembros con el ethos trasmitido en el relato.15 También para

13
J. De Zan, Libertad, poder y discurso, Almagesto, Buenos Aires, 1993, p. 200.
14 Alasdair MacIntyre, Tras la virtud, (1984), Crítica, Barcelona, 1987, p. 155.
15
En este mismo sentido interpretamos la sentencia de L. Wittgenstein en las Conversaciones con F. Weismann,
según la cual lo ético (das ethische, o el ethos) no se puede enseñar sino que se muestra (es zeigt sich) como
se muestra la belleza de una obra de arte. Y lo que se aprende mediante el relato de vidas que han sabido
encontrar su sentido y realizarlo, o de una vida buena y feliz, es lo más significativo, no solamente para el




R. Rorty la ética “toma la forma de una narración [...] antes que la de una búsqueda
de principios generales”. Semejante búsqueda sería por lo demás inútil para este
autor.16 Algunos autores contemporáneos como los citados han reivindicado la
“ética”, pero contraponiéndola a la moral. Hay que decir, sin embargo, remedando
una fórmula de Kant, que una moral sin “ética” es una abstracción vacía, pero
una “ética” sin moral es ciega y puede ser peligrosa.
El desarrollo de la conciencia moral, en cambio, y la formación del concep-
to de justicia, según lo ha mostrado J. Piaget, se realizan como un aprendizaje que
los niños tienen que hacer por sí mismos en la interacción comunicativa con los
otros, entre pares. La educación moral desarrolla la aptitud para asumir los roles y
puntos de vista de los otros como sujetos morales. En sus investigaciones de psico-
logía moral ha estudiado Piaget los procesos de aprendizaje del respeto mutuo y de
la idea de justicia a partir de los juegos de interacción y de la cooperación entre los
niños.17 En esta relación y en los conflictos de sus egocentrismos naturales se
produce el descentramiento de la conciencia de sí, el aprendizaje del reconoci-
miento recíproco, la toma de conciencia de los límites propios y la aceptación de
los otros, así como el aprendizaje en cierto modo forzoso del respeto de sus dere-
chos.18 Se trata de un aprendizaje práctico, de un proceso de socialización que no
puede ser sustituido por la enseñanza de ningún catálogo de normas o valores. Este
proceso de la educación, o autoeducación moral, conlleva el aprendizaje de los
presupuestos actitudinales del comportamiento moral, como la actitud de diálogo,
la disponibilidad para escuchar a los otros, y no solamente para tolerar, sino para
apreciar positivamente las diferencias, porque lo que está en primer plano aquí no
es ya la propia identidad (como en la “ética”), sino el reconocimiento y el respeto
moral de la alteridad. Estos aprendizajes prácticos de las relaciones morales de
alteridad necesitan ser complementados y orientados, sin embargo, por el educa-
dor (pese a Piaget) mediante el ejercicio del discurso moral y la reflexión sobre sus
condiciones normativas, para que la formación de la conciencia moral pueda al-
canzar el nivel de un saber crítico y bien fundado. Porque el reconocimiento
intersubjetivo de los criterios morales de justicia y del juicio crítico solamente
puede estar fundamentado mediante buenos argumentos, cuyas pretensiones de
conocimiento de la “ética”, sino también, y sobre todo, en orden a la eficacia de la motivación “ética” para
vivir bien (cf. J. De Zan, “Wittgenstein y la ética”, en Tópicos, nº 7, Santa Fe, 1999, p. 79-96).
16 Cf. Richard Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991.
17
Cf. J. Piaget, El criterio moral en el niño, Martínez Roca, Barcelona, 1984; también los trabajos de Lawrence
Kohlberg. Cf. Kohlberg y otros, La educación moral, Barcelona, 1997.
18 Para Hegel los individuos naturales llegan a ser personas morales por mediación del reconocimiento recí-
proco, pero esta transformación solamente se logra a través de la experiencia dolorosa de la lucha por el
reconocimiento (Kampf um Anerkennung), que es el primer paso del proceso de la Bildung. Esta experien-
cia ya ganada para el género en la prehistoria de la humanidad tiene que reproducirse en forma abreviada e
incruenta, pero no exenta de negatividad y padecimiento, en la Bildung de cada uno de los individuos, cf. J.
De Zan, La filosofía práctica..., o.cit., pp. 271-292.


 

validez pueda sostenerse en la confrontación con las diferentes situaciones y los


puntos de vista de los demás.
2) Con respecto a las “preguntas de los modernos” sobre la legitimidad de la
educación “ética” y moral, y en particular sobre el derecho de la escuela como institu-
ción estatal a intervenir en este campo, la distinción entre “ética” y moral permite
delimitar las competencias: mientras la educación en el sentido de la rectitud y de la
honestidad, en los principios morales universales de justicia y solidaridad, y en el
respeto de los derechos humanos, es función irrenunciable (y deber moral) de la socie-
dad global y de la escuela pública, la trasmisión de un ethos o la formación “ética” en
un determinado sistema de valores y forma de vida; en cambio, es deber y derecho
reservado en principio a la familia, a los grupos o comunidades de pertenencia, o
libremente elegidos y a las escuelas confesionales que estos grupos puedan fundar para
sí mismos y para sus propios hijos. Las opciones “éticas” sobre valores, planes de vida,
modelos de identificación, etc., son elecciones profundamente personales o de grupos
libremente adheridos a una tradición y, en este terreno, la libertad de conciencia y las
diferencias de las identidades deben ser respetadas como algo sagrado. Los diferentes
grupos étnicos, culturales, religiosos, etc., tienen derecho a vivir conforme a sus pro-
pias concepciones del bien, siempre que éstas sean razonables, es decir: respetuosas
de este mismo derecho frente a todos los demás. Pero sin una moral pública, igualmen-
te vinculante para todos los miembros de la sociedad, sin el respeto universal de los
principios de justicia y solidaridad, toda convivencia humana civilizada se pone en
peligro. De ahí que la educación moral, que incluye los temas de la dignidad de la
persona, de los derechos humanos y del valor moral de la democracia como método
para legitimar las decisiones colectivas, es el fundamento y el núcleo esencial de la
educación moral y cívica.
La educación pública no debería adoptar, sin embargo, una orientación raciona-
lista y agnóstica, que desconoce o disuelve las valoraciones y creencias constitutivas
de la identidad de los grupos humanos de pertenencia de los alumnos, sino que tiene
que ayudarlos a crecer desde ellos mismos en su propia identidad; pero tampoco puede
adoptar e imponer las concepciones “éticas” de alguno de esos grupos, aunque sea el
grupo mayoritario.19 Esta neutralidad del sector público-estatal no puede significar,
sin embargo, dejar libradas las cuestiones axiológicas a la mera subjetividad, sin la

19
Al exponer estos criterios en un seminario para maestros de enseñanza primaria, algunos de ellos me señala-
ron que veían cierta dificultad en este punto porque ellos se encuentran muchas veces (y no sólo en los
barrios marginales) con chicos que no traen modelos valiosos de identificación, ni de la familia ni de los
lugares sociales de donde provienen. Ante esta dificultad cabe decir dos cosas: 1) que el docente tiene que
revisar su primera impresión e intentar un acercamiento más profundo al alumno que le permitirá quizás
descubrir esos valores; 2) que si bien la escuela difícilmente podrá remediar las carencias de la formación
“ética” de la familia y de la sociedad civil, el docente debe asumir una función supletoria con su propio
testimonio de vida.




confrontación y la orientación racional de los principios de la moralidad publica y no


significa reducir la “ética” a un asunto puramente privado, separado de la vida social y
del ejercicio de la ciudadanía política. La escuela tiene que promover la conexión y la
transferencia de los “valores fuertes” de la familia y de las comunidades de pertenencia
de los alumnos (culturales, religiosas, etc.), al orden de los principios universales de la
moralidad, los derechos humanos y las normas de la convivencia democrática, traba-
jando en la articulación o el posible “solapamiento” (para emplear la terminología de
Rawls) de estas dos instancias diferentes, pero complementarias, de la formación “éti-
ca” y moral.
3) El problema de la “ética” y la moral en la sociedad moderna y en la educa-
ción no se resuelve, sin embargo, con la separación de la formación “ética” y de la
educación moral a través de la demarcación de sus competencias en lo privado y en lo
público, respectivamente, como si se tratara de dos esferas autosuficientes que pueden
estar incomunicadas. El problema es bastante más complejo por cuanto, en primer
lugar, la “ética” no es asunto meramente privado, como se verá enseguida, en el apar-
tado siguiente de este mismo capítulo; y en segundo lugar, una educación eficaz en los
principios morales presupone siempre alguna formación “ética”, que ordene el sentido
de la propia existencia personal y le permita al individuo responderse a la cuestión
existencial última de “porqué ser en definitiva moral”. Sin valores fuertes (en el senti-
do de Charles Taylor), ideales y modelos éticos de identificación, es difícil y poco
realista esperar que el sujeto asuma en su conducta principios morales y mantenga
unas actitudes y unas prácticas consecuentes. En este sentido habría que recordar las
expresiones de Hegel cuando decía que la moralidad abstracta de los principios univer-
sales es impotente (Ohnmacht des Sollens) si no está injertada en un ethos vivido, que
le trasmita la fuerza de sus motivaciones histórico-culturales, y si no cuenta con el
respaldo institucional de una comunidad “ética” (un System der Sittlichkeit).
Pero por otro lado la “ética”, la idea del bien y los planes de vida de los
individuos y los grupos, así como las estructuras institucionales, deben estar abier-
tas y expuestas siempre, a su vez, a la confrontación racional crítica del discurso
moral. En los casos de conflicto o de cuestionamiento, la “ética” debe reconocer la
validez universal y la preeminencia de los principios morales, porque también hay
formas de eticidad que no son moralmente aceptables, o que no son aptas para la
convivencia plural en una sociedad moderna y democrática.20 Bajo este aspecto
debe hablarse de una jerarquización de la moral sobre la “ética”, o de “la prioridad
de la justicia sobre el bien”, según la conocida formula sustentada por J. Rawls.21
20
El punto de vista moral y de los derechos humanos permite discutir y reprobar por ejemplo el ethos del
nazismo, de la lucha marxista de clases, o de ciertas concepciones religiosas fundamentalistas actuales.
21
Cf. John Rawls, El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 1996, esp. 2ª parte: IV. “La idea de un consenso
entrecruzado” (o por solapamiento); V. “La primacía de lo justo y las ideas sobre el bien”; VI. “La idea de una
razón pública”.


 

    
Para una comprensión más adecuada del juego de los conceptos que estoy
explicando en el contexto de las sociedades multiculturales del mundo contempo-
ráneo, me parece necesario introducir todavía algunas precisiones de la teoría po-
lítica más reciente, que permitan evitar malentendidos. Ronald Dworkin ha reco-
nocido que la concepción liberal de la separación o de la “discontinuidad” de la
“ética” y la moral es insostenible. Si bien su pretensión de universalizar una “éti-
ca” liberal para la sociedad moderna es discutible, y no será aceptada por quienes
prefieren otra forma de vida y otros valores diferentes a los del liberalismo, tiene
razón este autor, sin embargo, al cuestionar la asimilación de esta distinción con la
diferencia de las esferas de lo público y lo privado, porque no se podría prescindir
de las normas universales de la moralidad en la vida privada, y tampoco podría
hacerse abstracción del ethos de las personas y de las comunidades, en el espacio
público de la sociedad. La concepción que reduce los valores fuertes y los conteni-
dos sustantivos de la “ética” a la esfera privada tiende a generar individualidades
esquizofrénicas, con una doble personalidad, las cuales vivirían en las pequeñas
comunidades privadas de la familia, de los amigos “éticos”, de las diferentes iden-
tidades culturales, de las congregaciones religiosas, etc., como personas motiva-
das por las convicciones y valores del propio ethos, pero al mismo tiempo debe-
rían actuar en el espacio público poniendo entre paréntesis aquellas vidas, como
ciudadanos sin identidad, miembros de un Estado neutral.

Aparentemente el liberalismo nos pide que ignoremos los instintos y los afec-
tos en ocasiones políticas que son centrales para el resto de nuestras vidas.
Insiste en que distribuyamos nuestra solicitud con exquisita igualdad, que no
nos ocupemos más de un hermano que de un extraño, que desterremos las
fidelidades especiales que todos sentimos respecto de la familia o de nuestras
particulares comunidades, vecindario e instituciones. Nos pide que anestesiemos
nuestras convicciones más profundas y potentes acerca de la fe religiosa, de la
virtud “ética” y de cómo vivir. El liberalismo parece en este sentido una políti-
ca de la esquizofrenia “ética” y moral; parece pedirnos que nos convirtamos,
en y para la política [o en y para la vida pública], en personas incapaces de
reconocernos como propias, en criaturas políticas especiales enteramente dife-
rentes de las personas ordinarias que deciden por sí mismas, en sus vidas coti-
dianas, qué quieren ser, qué hay que alabar y a quién hay que querer.22

Para resolver este problema que los propios filósofos liberales como Rawls
y Dworkin se han planteado es preciso revisar y corregir el modelo dicotómico de
lo público y lo privado, tal como había sido concebido por el liberalismo. Hemos

22
Ronald Dworkin, Ética privada e igualitarismo político, Barcelona, 1993, pp. 56-57.




dicho que la moral pertenece al espacio público; podría mostrarse incluso que el
reconocimiento recíproco, el respeto de la persona del otro, de los principios de la
moralidad y de los derechos humanos son presupuestos necesarios y constitutivos
de la intersubjetividad humana y de lo público. Pero esto no quiere significar, sin
embargo, que la “ética”, en cuanto diferente de la moral, deba quedar recluida
entonces en la esfera de lo privado. Así como ha mostrado L. Wittgenstein la
imposibilidad de un lenguaje privado, de la misma manera se podría mostrar tam-
bién la imposibilidad de una “ética” privada. La “ética” y la religión son experien-
cias y formas de vida comunitarias, articuladas en un lenguaje y, por lo tanto,
públicas. El problema de las teorías liberales, y también de muchos comunitaristas,
es que presuponen la identificación de lo público con el orden jurídico-político del
Estado. En la filosofía política más reciente se ha revisado, sin embargo, este pre-
supuesto que empobrece el concepto de lo público y que no se corresponde ya con
el descentramiento de la posición del Estado en la sociedad actual, mostrando en
cambio que la condición posmoderna de la cultura se caracteriza por la pluralidad
y la autonomía de los espacios públicos de la sociedad civil.23 No se puede hablar
ya de un espacio público unificado y centrado en el Estado. Lo público se expande
y se diversifica de manera autónoma en los espacios de la sociedad civil, y es allí
dónde cobra su mayor vitalidad y libertad de expresión. El orden jurídico-político
constituye solamente un sector particular de lo público.
La separación entre la “ética” y la moral ha llevado también en las socieda-
des modernas a una aproximación cada vez mayor del concepto de la moral públi-
ca y el orden normativo del Estado de derecho democrático. Diferentes autores
contemporáneos24 hablan de entrelazamiento (Verschränkung), complementariedad
y “solapamiento” de ambos campos; sostienen, por ejemplo, que el principio de la
democracia tiene una relevancia moral y que el derecho penal estatal debe coinci-
dir en sus contenidos normativos fundamentales con los principios universales de
la moral, y que por eso es posible un derecho penal intercultural o internacional.25
Bajo este punto de vista, la diferencia entre el derecho y la moral no radica tanto en
los contenidos sino en los procedimientos y en el tipo de sanción, porque la moral

23
La ruptura de la antigua dicotomía de lo público y lo privado presupone también una redefinición del concep-
to de sociedad civil que la tradición del pensamiento liberal (y en parte también el marxismo) había identifi-
cado con la esfera de lo privado y consideraba centrada en las relaciones económicas del mercado (Bürgerlische
Gesellschaft). Cf. Jürgen Habermas, Faktizität und Geltung, o. cit., 1992, cap. VIII, “Zur Rolle von
Zivilgeselschaft und politischer Öffentlichkeit”.
24
Cf. J. Habermas, Escritos de moralidad y eticidad, Barcelona, 1991, esp. pp. 159-172; E. Tugendhat, Lec-
ciones de ética, Barcelona, 1997; O. Höffe, Demokratie im Zeitalter der Globalisierung, München, 1999.
25 Cf. O. Höffe, “¿Hay un derecho penal intercultural? Ensayo filosófico”, en Erasmus, nº 1, Río Cuarto, 1999,
p. 65. Las violaciones de los principios morales básicos de la convivencia, o de los derechos humanos, son
delitos contra la humanidad y deben ser condenados de manera igual en todos los lugares, como sometidos a
una única jurisdicción global. Sobre esto volveré en el capítulo 4.


 

es una institución social que conlleva un tipo de sanción interna, a diferencia de la


sanción o penalidad externa del derecho, que impone coactivamente la reparación
de la injusticia o del daño cometido.
Por ahora me limito solamente a mencionar esa aproximación entre la moral
y el derecho como punto de contraste con la “ética”. Porque en las democracias
liberales y pluralistas contemporáneas la “ética” no está provista en cambio de
ninguna forma de sanción o de censura pública ni de penalidad jurídica. Si uno no
vive ya conforme al ethos y a las pautas de vida de su comunidad, eso significa
simplemente que uno no se identifica más con esa comunidad, o que se ha ido de
ella. Una comunidad “ética” se caracteriza, entre otras cosas, por la libertad de
adhesión, o la libertad de entrar y salir de ella, sin sufrir por eso ninguna clase de
sanción moral o penal, como ocurría en las comunidades premodernas. Estas li-
bertades son las que caracterizan precisamente a todas las comunidades o espacios
de la sociedad civil moderna.
Como ha escrito Benjamin Barber recientemente: “La sociedad civil, por su
propia naturaleza, es un espacio abierto y público (como el sector público del
Estado) pero no obstante, al mismo tiempo, está constituida por asociaciones vo-
luntarias y no coercitivas (como el ámbito de la vida privada) [...] En la sociedad
civil deberían existir lugares para todos. El pluralismo es la condición básica de la
sociedad civil moderna”.26 En esta perspectiva se mantiene la distinción, tan cara
al liberalismo, entre los ámbitos de lo público y lo privado (distinción caracteriza-
da por la existencia, por un lado, de un sector público estatal que engloba a los
órganos de gobierno y a las instituciones jurídico-políticas del Estado y, por otro
lado, el sector privado autónomo de la vida económica, laboral y profesional, cons-
tituido por relaciones y asociaciones contractuales entre los individuos, las cuales
se insertan en la lógica sistémica del mercado). Pero la teoría política hace cobrar
relieve ahora a la existencia de un tercer dominio que, en cierto modo, actúa como
mediador entre aquellos dos y que reúne algunas de las características de ambos.
Este tercer dominio intermedio o central es el de la sociedad civil, constituida por
el entramado de los espacios de la vida privada de los individuos, de las familias,
y otros agrupamientos, con los espacios públicos de las diversas comunidades
culturales, ético-religiosas, etc. Estas dimensiones de la vida social no están sepa-
radas del espacio público (como la vida monacal y de las corporaciones medieva-
les), pero constituyen espacios de la sociedad civil que se caracterizan por su liber-
tad interna, tanto frente a las regulaciones coactivas del ordenamiento jurídico
estatal, como frente a las coacciones sistémicas del mercado, puesto que la
interacción entre sus miembros no está orientada por intereses económicos (no
voy allí para vender algo, ni estoy expuesto a que me vendan nada). Estos son los
26 Benjamin Barber, Un lugar para todos, Barcelona, 2000, p. 44.




espacios de la interacción conforme a las tradiciones, regida por valores y animada


por el ethos propio de cada comunidad. En las sociedades premodernas estos espa-
cios de la “ética”, de la moral y el derecho, de la sociedad civil y del Estado se
encontraban fundidos de manera todavía no diferenciada. Pero la complejidad de
las sociedades modernas y posmodernas, multiculturales, pluralistas y democráti-
cas, nos exige trabajar cuidadosamente con estas diferencias, delimitar sus auto-
nomías y desplegar la riqueza de sus relaciones.

   
   
Una de las tareas de la ética como disciplina filosófica es la de delimitar su
propio campo y diferenciar los espacios dentro del mismo. Como este campo es
dinámico, está en movimiento y se ha reconfigurado de manera bastante significa-
tiva en las últimas décadas, debido a la incidencia de los importantes replanteos de
la teoría ética realizados por los filósofos contemporáneos, reina todavía una cierta
anarquía en la abundante literatura existente sobre el tema. La sistematización de
los manuales no da cuenta la mayoría de las veces del estado de avance de la
disciplina.
En la vida social nos encontramos permanentemente con un nivel
prerreflexivo de valoraciones “éticas” y de normatividad moral, no diferenciadas
ni cuestionadas, sino incorporadas en las costumbres y en las formas de la acción
social conforme a valores y normas, que son analizadas por los sociólogos; pero
también en la manera de reaccionar frente las acciones que se apartan de esta
normalidad de la acción tradicional, conforme a la costumbre, en la manera de
enjuiciarlas, etc. En las transgresiones y el enjuiciamiento de las mismas la mora-
lidad social espontánea comienza a hacerse reflexiva. Quiero citar la descripción
que realiza R. Maliandi de los diferentes niveles de la reflexión y el discurso explí-
cito sobre lo moral:

Casi insensiblemente se pasa del nivel prerreflexivo a un nivel de reflexión. Se


trata [en primera instancia] de una reflexión elemental, espontánea, que surge
a consecuencia de discrepancias morales. Es el tipo de reflexión que va adosado
a la toma de conciencia de que el otro no juzga exactamente como yo [...] La
actitud de pedir consejos, por ejemplo, porque, aunque se conocen las normas,
no se sabe cómo aplicarlas a tal situación concreta —o porque no se sabe cuál
norma habría que aplicar ahí— y, sobre todo, la actitud de brindar ese consejo
solicitado, son actitudes que van acompañadas necesariamente de un tipo de
reflexión que podemos llamar “reflexión moral”. Un segundo nivel está cons-
tituido por las reflexiones que es necesario desarrollar cuando no nos confor-
mamos con saber, o con decir qué es lo que se debe hacer, sino que nos plantea-
mos la pregunta “por qué” y tratamos de responderla. Ahí se toma conciencia


 

de que la reflexión no sólo es ineludible, sino también de que hay que desarro-
llarla racional y sistemáticamente. Ese desarrollo equivale ya a una
“tematización”. O sea, entramos ya en la ética. La búsqueda de fundamentos
de las normas, y la crítica de aquellas normas que no nos parecen suficiente-
mente fundamentadas, son las tareas características de este segundo nivel que
constituye la ética normativa.
La reflexión moral es practicada especialmente por el predicador moral, “el
moralista”. Aunque la prédica, como tal, no sea esencialmente reflexiva, el
moralista necesita de la reflexión para reforzar su poder persuasivo. No tene-
mos que pensar necesariamente al moralista como un predicador profesional,
o como alguien dedicado permanentemente a “moralizar”. Todo ser humano
puede ser moralista, al menos por momentos, cada vez que dice a los otros lo
que se debe, o no debe hacer. En nuestro tiempo, la imagen del moralista está
desacreditada, pues suele vinculársela a la ingenuidad, o bien a la hipocresía.
El “moralismo”, la “moralina”, etc., son efectivamente deformaciones que evo-
can cierto rigor moral artificial propio, por ejemplo, de la época victoriana y
referido particularmente a la regulación de las relaciones sexuales. [...]
La ética normativa [como disciplina filosófica] es la búsqueda de los funda-
mentos de las normas y de las valoraciones, y va indisolublemente asociada a
la crítica, es decir, al cuestionamiento de cada fundamentación. Tanto la
fundamentación como la crítica son tareas filosóficas [...] El pensamiento po-
sitivista, en sus diversas variantes, ha cuestionado siempre el derecho de la
ética normativa a constituirse en saber riguroso. El gran prejuicio positivista
consiste en suponer que sólo las ciencias “positivas” revisten ese carácter, y
que todo lo normativo, es una cuestión subjetiva, algo así como una cuestión
de gustos (y de gustibus non est disputandum). En este prejuicio reside la ra-
zón de por qué la filosofía analítica —que mantiene siempre algún lastre de
positivismo— suele ignorar la diferencia entre la mera reflexión moral y la
ética normativa”.27

Para una determinación más completa del campo disciplinario de las inves-
tigaciones éticas habría que distinguir y separar a la ética filosófica, especialmente
en cuanto ética normativa, de la ética descriptiva, que tiene por objeto las valora-
ciones y reglas sociales de la moral positiva, de hecho vigente en una sociedad, a
la cual se suele contraponer la moral crítica, o racional, que sería la ética filosófi-
ca.28 La ética descriptiva enuncia, analiza y explica los fenómenos y conflictos
morales, e incluso puede llegar a predecir las conductas posibles de los individuos
y los grupos en situaciones típicas, conformes a sus creencias y hábitos morales.
En este plano descriptivo-explicativo se pueden ubicar también, tanto los estudios

27
Ricardo Maliandi, o. cit., 2ª ed., 1994, pp. 43-44 y 49-51.
28
Sobre esta distinción cf. C. Nino, Ética y derechos humanos, Buenos Aires, Paidos, 1984, “Moral social y
moral crítica” y “Las funciones sociales de la mora”, pp. 79-87.




de psicología como de sociología moral, o de antropología social y cultural y de


historia de la moralidad social. Estos últimos tipos de estudios se refieren a fenó-
menos morales como las conductas sociales y los valores culturales, para describir
y analizar su característica, su evolución y su incidencia en los otros aspectos de la
dinámica de la sociedad y de la cultura. También puede hacerse un tratamiento
descriptivo de la ética de las profesiones, como la ética judicial. El artículo de
M. D. Farrell sobre “Ética de la función judicial”, por ejemplo, se mantiene en este
nivel descriptivo de cuáles son las exigencias que el sistema jurídico, tal como está
diseñado y como funciona de hecho en un determinado país, le plantea a la función
de los jueces.29 La ética descriptiva debería hacerse cargo del cuestionamiento
epistemológico de la pretensión de neutralidad de las ciencias sociales. El mencio-
nado artículo puede leerse como expresión de cierta cultura jurídica tradicional.
Este tipo de análisis puede limitarse en este campo al punto de vista jurídico for-
mal, y recomendar incluso cuáles son las conductas más funcionales desde este
punto de vista internalista del sistema, o puede avanzar hasta una teoría empírica
explicativa, como las que han desarrollado las diferentes orientaciones de la socio-
logía del derecho, en las que puede encontrarse también la descripción de los códi-
gos sobreentendidos a los que se atienen de hecho los jueces en su función, los
cuales conforman una cierta ética positiva de la conducta judicial. En el capítulo 3
me voy a referir todavía brevemente al tipo de análisis de una sociología crítica del
campo jurídico, como la que ha planteado P. Bourdieu.
La ética como ciencia del campo de la filosofía comprende a su vez: 1) una
ética ontológica, que trata el punto de vista de la “ética” en cuanto diferente a la
moral, y es desarrollada generalmente en la actualidad con un método
fenomenológico o hermenéutico. Esta es la parte sustantiva de la teoría ética, la
cual se orienta a explicitar el sentido de la vida buena, ya sea fundada en una
determinada concepción antropológica y metafísica o, de una manera contextualista
e historicista, en relación con los valores e ideales constitutivos de la identidad de
una cultura. Esta parte o este enfoque de la ética es el que se ha desarrollado sobre
todo en la tradición de la ética filosófica de la antigüedad griega y del medioevo,
pero no es extraña tampoco a la tradición moderna del empirismo. La filosofía
contemporánea más reciente ha recuperado esta dimensión de la reflexión sobre la
identidad del sujeto moral. Si bien la denominación “ética ontológica” que aquí
propongo no es usual, este tipo de teoría ética es el que disputa la primacía en la
filosofía más reciente con la que se enuncia a continuación.
2) La ética normativa, o ética del deber (deontológica) y de la justicia,
para la cual reservamos el nombre de moral, siguiendo una convención que se está

29 M. D. Farell, “La ética de la función judicial”, en: J. Malem y otros, La función judicial. Ética y democracia,
Gedisa, Barcelona, 2003, cf. esp. pp. 161-162.


 

imponiendo en los últimos años, ha sido la parte o el enfoque de la ética filosófíca


predominante en la modernidad, que se refiere a la fundamentación (y a la crítica)
racional de las normas y principios morales mediante diferentes vías independien-
tes de presupuestos ontológicos y metafísicos, como lo proponen de manera espe-
cialmente explícita las éticas procedimentales. La distinción corriente en la filoso-
fía analítica entre éticas deontológicas en sentido restringido y éticas conse-
cuencialistas, como el utilitarismo, representa dos orientaciones diferentes (riva-
les o complementarias, según los autores), las cuales se ubican ambas dentro de la
ética normativa. En cuanto a la posible relación entre 1) y 2), se plantean en dife-
rentes autores, ya sea como dos partes sistemáticamente conectadas, como dos
enfoques independientes, pero complementarios (este es el punto de vista que yo
he sostenido en otro lugar),30 o como dos concepciones rivales y excluyentes.
3) En las últimas décadas se han desarrollado en el campo de la ética algunas
nuevas especialidades con el nombre éticas aplicadas, como la bioética y, en especial,
la ética de las decisiones clínicas en medicina, la ética de la economía y de la empresa,
la ética de la investigación científica, etc. La denominación “ética aplicada” no es muy
feliz por cuanto reproduce la diferencia corriente entre ciencia teórica, o ciencia básica,
y ciencia aplicada, o tecnología. Aunque es corriente hablar hoy de “teorías éticas”, la
ética no es en ninguna de sus partes una ciencia teórica sino que, como ya lo había
determinado claramente Aristóteles, y lo reiteran los grandes filósofos modernos como
Kant y Hegel, es parte de la filosofía práctica. En tal sentido, toda ética es ya siempre
“aplicada” y tiene como fin la realización o la praxis de lo que ella estudia. La termino-
logía se halla de todos modos impuesta. “La ética aplicada debe ser vista como una
actividad interdisciplinaria en la que se procura resolver racionalmente problemas
profesionales” que se plantean en situaciones complejas, en las que intervienen dife-
rentes ciencias.31 Esta modalidad del trabajo interdisciplinario entre filósofos eticistas
y científicos es el que ha dado lugar a desarrollos interesantes en los campos especiales
mencionados y en algunos otros. En la llamada ética judicial, hasta donde llega mi
conocimiento, esta apertura a la cooperación interdisciplinaria entre las ciencias jurídi-
cas y la filosofía es menos frecuente. Cabe mencionar el Simposio sobre Ética de las
Profesiones Jurídicas de la Universidad de Comillas, del año 2001. A. Hortal Alonso,
editor de las ponencias, remarca en su conferencia inaugural el carácter interdisciplinario
del evento: “La justicia puede ser precisamente el punto de encuentro tanto de nuestros
quehaceres profesionales como de nuestras pesquisas intelectuales entre juristas y filó-
sofos. Será bueno que intentemos encontrar un lenguaje común capaz de hacer

30
Cf. J. De Zan, “Moralidad y eticidad, o Kant y Hegel”, en Cuadernos de Ética, nº 7, Buenos Aires, 1989;
“Etica y moral en J. Habermas”, en P. Britos, J. De Zan y otros, Éticas del siglo, Rosario, 1994, pp. 23-72, y
J. De Zan, Panorama de la ética continental contemporánea, Akal, Madrid, 2003.
31
R. Maliandi, Ética, conceptos y problemas, 3ª ed. Biblos, Buenos Aires, 2004, p. 73.




entender las diferencias y, al mismo tiempo, las estrechas relaciones entre la ética y el
derecho, entre la justicia [como idea] y la Justicia [como institución], entre lo que la
ética filosófica tiene que decir sobre la justicia, y su relación con el conjunto de las
instituciones y las prácticas jurídicas”.32
4) La metaética analiza el significado de los términos morales y el uso del
lenguaje que se hace en los enunciados valorativos y normativos, ya sea en el
lenguaje moral de la vida cotidiana, como en la propia filosofía moral, o ética
filosófica. En los clásicos de la filosofía moral encontramos siempre un nivel de
reflexión metaética, pero este se ha constituido recién en el siglo XX como una
disciplina diferente de la ética normativa. teoría de la argumentación moral. Como
los procedimientos de la argumentación moral, desde el punto de vista formal, se
identifican básicamente con los discursos que hacen en general un uso prescriptivo
o apelativo del lenguaje, también llamado discurso práctico, la teoría de la argu-
mentación moral está emparentada con la teoría de la argumentación jurídica.33

   


 
El terreno en el que se ubica fundamentalmente este libro no es el de la ética
descriptiva o el de la metaética, ni el de la ética ontológica del bien o de la vida
buena, sino el de los principios morales de la ética normativa del deber, y de la
ética aplicada a la función judicial. A fin de precisar las determinaciones expues-
tas en los puntos anteriores voy a enunciar algunas características definitorias del
discurso moral entendido en este preciso sentido.34
1) Lo moral tiene que ver, en primer lugar, con las elecciones libres entre
alternativas posibles y con la deliberación racional para la decisión. En tal sentido,
la racionalidad y la libertad son presupuestos de la moralidad. (Kant decía que nos
damos cuenta de que somos libres porque tenemos conciencia moral). “Moral” e

32
J. L. Fernández Fernández y A. Hortal Alonso (comp.), Ética de las profesiones jurídicas, Comillas, 2001. El
trabajo interdisciplinario entre juristas y filósofos es más frecuente en cambio en la filosofía del derecho.
Para mencionar dos ejemplos europeos puede recordarse el equipo interdisciplinario dirigido por Habermas
y financiado por la Deutsche Forschungsgemeinschaft, integrado por un importante grupo de juristas, que
trabajó durante cinco años en la Universidad de Fráncfort en un programa de investigación de Filosofía y
Teoría del derecho, y ha producido, además de muchas otras publicaciones, una serie de libros como: K.
Günther, Der Sinn für Angemessenheit, Fráncfort, 1988; B. Peters, Rationalität, Recht und Gesellschaft,
Fráncfort, 1991; I. Maus, Zur Aufklärung der Demokratietheorie, Fráncfort, 1992, B. Peters, Die Integration
moderner Gesellschaften, por aparecer; L. Wingert, Gemeinsinn und Moral, 1993; R. Forst, Kontexte der
Gerechtigkeit, 1994 y el libro del propio Habermas, Faktizitát und Geltung, Fráncfort, 1992; el otro ejemplo
es el seminario realizado en Trento, que dio lugar al volumen editado por G. Vattimo y J. Derrida, Diritto,
giustizia e interpretatione. Anuario filosofico europeo, Roma-Bari, Laterza, 1998.
33
Cf. Robert Alexy, Teoría de la argumentación jurídica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989.
34 Cf. J. Hierro Pescador, “Ética”, en Diccionario de Filosofía Contemporánea, Salamanca, 1979.


 

“inmoral” son calificaciones que solamente pueden merecer los actos humanos (y
sus producciones) en cuanto voluntarios o decidibles y, por lo tanto, imputables a
la responsabilidad del sujeto. Lo moral no es por lo tanto un ámbito de propieda-
des naturales, ni de entidades metafísicas (como los valores en sí). Y el discurso
moral no es un discurso teórico a acerca de lo que es, o no es, sino un discurso
práctico acerca de lo que se debe hacer.
2) Si se admite que la racionalidad de las expresiones y de las acciones
humanas está conectadas con (o dependen de) la existencia de buenas razones que
puedan justificarlas, y de la disponibilidad de los sujetos para exponerlas (en el
doble sentido de expresarlas y de arriesgarlas a la luz pública) y confrontar estas
razones mediante un diálogo argumentativo, o discurso, se puede decir que lo
moral constituye entonces la modalidad especial de la racionalidad que correspon-
de al campo de las acciones y de las máximas que las orientan, o de las normas que
las rigen, y que esta racionalidad moral se actualiza y se justifica mediante el
discurso práctico acerca de lo correcto y de la justicia. El discurso moral, que
tematiza lo que se debe o no se debe hacer, es constitutivo de la moralidad. Los
conceptos de justicia y de deber son centrales en el campo de lo moral, pero decir
que algo es justo, o se debe... equivale a decir que hay buenas razones que se
pueden sostener mediante argumentos en favor de una determinada conducta como
obligatoria. Uno puede tener buenos argumentos en contra de la justicia de una
norma jurídica y, sin embargo, la norma sigue vigente mientras no haya sido dero-
gada. En el campo moral en cambio no se concibe una situación semejante; si
existen argumentos válidos que fundamentan el juicio negativo sobre la
razonabilidad o moralidad de una conducta, de una costumbre o de una norma,
éstas quedan, eo ipso, determinadas como no morales o inmorales (y a la inversa).
Esto es lo que se significa al decir que el discurso es constitutivo de lo moral.
3) En conexión con la característica anterior de lo moral hay que decir
entonces que el deber implica la conciencia de una autoobligación, que el su-
jeto tiene que aceptar por sí mismo, porque se lo impone su propia razón y
conciencia moral, y cuya validez es independiente del hecho de que, además,
esté respaldada o no en una autoridad, o en alguna sanción externa, ya sea de
carácter social o metasocial. Esta propiedad es la que Kant definió con el con-
cepto de autonomía de la voluntad moral. No tendría sentido por lo tanto decir
que algo es un deber moral, pero yo no estoy de acuerdo. Sí es posible en
cambio que, de hecho, a pesar de todo, uno obre mal, contra las propias con-
vicciones de su conciencia moral. La diferencia y la tensión entre lo moral y la
facticidad de las prácticas (o entre el deber y los hechos) no es ningún argu-
mento contra la validez de los principios o de las normas. Esta diferencia, que
es característica y constitutiva de la moral, es lo que hace necesario explicitar
las normas para poder juzgar y corregir las prácticas.




4) El acuerdo y el desacuerdo en el campo de lo moral no es una cuestión


de preferencias subjetivas, sino que tiene que ver con el juicio reflexivo acerca de
la razonabilidad de una conducta o de una norma, y solamente puede fundamen-
tarse mediante argumentos racionales cuya pretensión de validez haya sido ex-
puesta a la crítica y pueda ser públicamente reconocida. Por lo tanto, la moralidad
implica apertura para escuchar a los otros y considerar los argumentos de todos
los demás. La moral no es un asunto privado sino esencialmente comunicable. La
distinción entre una moral pública y una moral privada es incorrecta porque, como
ha explicado L. Wittgenstein, “uno solo no puede seguir una regla”. Tampoco
puedo justificar algo como moralmente correcto sólo para mí.35 La moral implica
el trato igual y el reconocimiento recíproco de las personas: es esencialmente inter-
subjetiva. A la gramática de lo moral, como a la gramática de lo verdadero, perte-
nece una necesaria pretensión de validez universal. Más aún, desde Kant se consi-
dera que la universalizabilidad de una máxima de acción (o la posibilidad de acep-
tar que sea adoptada por todos los demás) es el criterio para juzgar su moralidad.
Mientras las normas jurídicas se aplican solamente dentro de los límites de una
determinada jurisdicción territorial, las normas morales no admiten semejantes
recortes de su validez.
5) Con respecto a lo que ordena una norma jurídica, o cualquier otra clase
de normas, aún puede preguntarse siempre si, además, es correcto, o si es justo
hacer eso. Esta pregunta, o esta duda ulterior, no cabe ya en cambio con respecto a
una norma moral o a una forma de obrar que se considera la moralmente correcta.
La moral aparece por lo tanto como una instancia última o final para la justifica-
ción de las conductas humanas, que no se subordina a ninguna otra instancia supe-
rior. Tampoco la religión puede justificar una acción moral diciendo que Dios la ha
ordenado. Esta situación es inaceptable, no sólo para la ética, sino también para la
teología. Pueden plantearse, sin embargo, todavía dos tipos de preguntas especial-
mente difíciles, que la filosofía moral tratará de dilucidar, una de carácter general
y absolutamente radical, y la otra de carácter puntual o excepcional: a) ¿por qué
ser en definitiva moral? b) ¿no es posible que nos enfrentemos con situaciones
límite en las que nos vemos forzados a obrar contra nuestras propias convicciones
y sentimientos morales?
No obstante que ya ha sido dicho en los apartados anteriores de este mismo
capítulo, y a modo de insistencia, quiero reiterar que la caracterización que acabo
de explicitar se refiere a la ética normativa, o moral, pero no es aplicable en cam-
bio directamente a la ética ontológica del bien, la cual, en las expresiones P. Ricoeur,

35 Sobre los niveles del razonamiento moral y el principio de universalización como principio de la ética,
véase O. Guariglia, Moralidad, Ética universal y sujeto moral, Buenos Aires, Fondo de Cultural Económica,
1996, caps. 2 y 3, pp. 21-61.


 

explica “la intencionalidad de una vida realizada” y no comienza con la obligación


y la norma, sino con el deseo y la búsqueda de la felicidad. A la “ética” pertenecen
los valores propios de una comunidad en particular, o de una profesión; por ejem-
plo, las concretas formas de vida y los modos de obrar que se conectan con la
identidad de las personas, de las culturas y de los diferentes grupos humanos. La
ética normativa, o la moral, pone el acento en la búsqueda de “la articulación de
aquella intencionalidad ‘ética’ dentro de normas caracterizadas a la vez por la
pretensión de universalidad y por un efecto de restricción” que tiene que ver con el
respeto y la solidaridad con los proyectos de los otros.36 En tal sentido, esta última,
la moral, se sitúa en la proximidad del derecho y se solapa con él, mientras que la
primera, la “ética”, se puede conectar en cambio con la estética, como lo había
mostrado el romanticismo y lo han vuelto a tematizar diversos autores contempo-
ráneos, desde Kierkegaard y Wittgenstein, hasta Foucault y Rorty. Esta aproxima-
ción tiene por otro lado antecedentes mucho más remotos en la tradición del pen-
samiento filosófico sobre lo bueno y lo bello.

36 P. Ricoeur, o. cit., 1996, p. 175.


Semana 1
Ética y Práctica Profesional

Lectura
Ética

Balmes, J. (2011). Ética. NoBooks Editorial, p. 2-19


Material compilado con fines académicos, se prohíbe su
reproducción total o parcial sin la autorización de cada autor.
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Ética. Jaime Balmes   

ÉTICA 
 
Jaime Balmes


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Ética. Jaime Balmes   

Prólogo 

Ética llamo a la ciencia que tiene por objeto la naturaleza y el origen de la moralidad. 
Cuál sea el verdadero sentido de la palabra moralidad, no se puede explicar aquí, pues que a 
ello se dedica una parte considerable de este volumen. Algunos han dado a la Ética el título de 
“arte de vivir bien”: lo cual no parece exacto, pues que, si se reuniesen todas las reglas de  
buena conducta, sin acompañarlas de examen, formarían un “arte” mas no una “ciencia”. 

Fácil  me  hubiera  sido  escribir  un  grueso  volumen  de  Ética,  o  filosofía  moral:  es 
materia en que las riquezas abundan, y se las puede tomar de otros, sin que se conozca el 
plagio; pero he preferido reducir el tratado a pocas páginas, ya porque lo requiere el género de 
la obra, ya también porque las ideas para germinar, conviene que no estén desleídas. Lo que 
importa es asentar los principios, e indicar con claridad y precisión el modo de aplicarlos: 
ciertos pormenores corresponden a una obra de moral pero no a una de filosofía moral. La 
palabra filosofía expresa aquí examen y análisis de los fundamentos de la moral y de sus 
conclusiones capitales: si se quisiese descender hasta las últimas consecuencias, sería preciso 
contar con más tiempo del que suele emplearse en esta enseñanza. 

Se notará que no trato separadamente ni del sentido ni del sentimiento moral: sólo 
hablo de ellos, cuando la materia respectiva va ofreciendo la ocasión. Si por sentido moral se 
entiende la percepción instintiva de ciertas relaciones morales, queda incluido en el sentido 
común, del cual forma un ramo: si se le quiere tomar en otra acepción, no la comprendo. El 
sentimiento moral  es  lo  que indica su nombre: el sentimiento, en sus  relaciones  morales. 
Como mero sentimiento, es una inclinación que nada significa en el orden moral, hasta que se 
subordina a la libertad, y se encamina a un objeto, con sujeción a las condiciones, en cuyo 
supuesto el criterio de su moralidad se halla en alguno de los capítulos que tratan de los 
deberes y derechos. Todo sentimiento se refiere al sujeto o al objeto: así están señaladas sus 
reglas, cuando se han fijado las de la moral en todas sus relaciones. 

En el orden de materias no he seguido el método común: no es necesario exponer aquí 
los  motivos, ni  lo consiente tampoco la brevedad  que me he propuesto. No obstante, para 
juzgar de si he acertado o no, hay un medio sencillo: leer el tomo con la mira de buscar un  
cuerpo de ciencia, resultado de un examen riguroso. Si el libro llena este objeto, el método es 
bueno; si no, errado. 

He procurado presentar las cuestiones bajo el aspecto reclamado por las necesidades 
de la época: si en algo conviene atender a esta circunstancia, es indudablemente en la moral. 
Fuera de las Academias, pocos hablan de ideología y psicología; pero las cuestiones sobre la 
sociedad, el poder público, la propiedad, el suicidio, se agitan en todas partes. Es preciso tener 
sobre ellas ideas fijas, para preservarse del extravío, y es indispensable saber tratarlas con el 
método y estilo de la época, so pena de dañar a la verdad, desluciéndola. 


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Ética. Jaime Balmes   

  

Capítulo I
Existencia de las ideas morales y su carácter práctico

1.  Hay en todos los hombres ideas morales. Bueno, malo, virtud, vicio, lícito, ilícito, 
derecho,  deber,  obligación,  culpa,  responsabilidad,  demérito,  son  palabras  que  emplea  el 
ignorante, como el sabio, en todos tiempos y países: éste es un lenguaje perfectamente enten­
dido por todo el linaje humano, sean cuales fueren las diferencias en cuanto a la ampliación 
del significado a casos especiales. 

2.  Las cuestiones de los filósofos sobre la naturaleza de las ideas morales confirman 
la existencia de las mismas; no se buscaría lo que son, si no se supiese que son. No cabe seña­
lar un hecho más general que éste; no cabe designar un orden de ideas de que nos sea mas 
imposible despojarnos: el hombre encuentra en sí propio tanta resistencia a prescindir de la 
existencia del orden moral, como de la del mundo que percibe con los sentidos. 
Imaginaos el ateo más corrompido; el que con mayor impudencia se mofe de lo más 
santo; que profese el principio de que la moral es una quimera y de que sólo hay que mirar la 
utilidad en todo, buscando el placer y huyendo del dolor; ese monstruo, tal como es, no llega 
todavía a ser tan perverso como él quisiera, pues no consigue el despojarse de las ideas mora­
les. Hágase la prueba: dígasele que un amigo a quien ha dispensado muchos favores, acaba de 
hacerle traición: “¡qué ingratitud!” exclamará, “¡qué iniquidad!”. Y no advierte que la ingrati­
tud y la iniquidad son cosas de orden puramente moral que él se empeña en negar. Figurémo­
nos que el amigo traidor se presenta y dice al ofendido: “es cierto, yo he hecho lo que usted  
llama una traición, usted me dispensaba favores; pero, como de la traición me resultaba una 
utilidad mayor que los beneficios de usted, he creído que era una puerilidad el reparar en la 
justicia y en el agradecimiento”. ¿Podrá el filósofo dejar de irritarse a la vista de tamaña 
impudencia? ¿No es probable que le llamará infame, malvado, monstruo, y otros epítetos que 
le sugiera la cólera? Y, no obstante, es el mismo filósofo que sostenía no haber orden moral, y 
que ahora le proclama con una contradicción tan elocuente. Quitad el interés propio; hacedle 
simple espectador de acciones morales o inmorales: y la contradicción será la misma. Se le 
refiere que un amigo expuso su vida, para salvar la de otro amigo: “¡qué acción más bella!” 
dirá el filósofo. Por algunas talegas de pesos fuertes, un militar entregó una fortaleza, lo que 
causó la ruina de su patria; “¡qué villanía, qué bajeza, qué infamia!” dirá también el filósofo. 

Esto, ¿qué prueba? Prueba que las ideas morales están profundamente arraigadas, 
en el espíritu, que son inseparables de él, que son hechos primitivos, condiciones impuestas a 
nuestra naturaleza, contra las que nada pueden las cavilaciones de la filosofía. 

3.  Las ideas morales no se nos han dado como objetos de pura contemplación, sino 
como reglas  de conducta;  no son especulativas, son eminentemente  prácticas;  por  esto  no 
necesitan del análisis científico para que puedan regir al individuo y a la sociedad. Antes de 
las escuelas filosóficas había moralidad en los individuos y en los pueblos, como antes de los  


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Ética. Jaime Balmes   

adelantos de las ciencias naturales la luz inundaba el mundo y los animales se aprovechaban 
de los fenómenos notados y explicados por la catóptrica y la dióptrica. 

4.  Así, pues, al entrar en el examen de la moral, es preciso considerar que se trata de 
un hecho; las teorías no serán verdaderas, si no están acordes con él. La filosofía debe expli­
carle, no alterarle: pues no se ocupa en un objeto que ella haya inventado y que pueda modifi­
car sino en un hecho que se le da para que lo examine. 

Por este motivo, los elementos constitutivos de las ideas morales es necesario buscar­
los en la razón, en la conciencia, en el sentido común. Siendo reguladores de la conducta del 
hombre, no pueden estar en contradicción con los medios preceptivos del humano linaje; y, 
debiendo dominar en la conciencia, han de encontrarse en la conciencia misma. 

5. La razón, el sentido común, la conciencia, no son exclusivo patrimonio de los filóso­
fos: pertenecen a todos los hombres; por lo que la filosofía moral debe comenzar interrogando 
al linaje humano para que de la respuesta pueda sacar qué es lo que se entiende por moral o  
inmoral, y cuáles son las condiciones constitutivas de estas propiedades. 


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Ética. Jaime Balmes   

Capítulo II
Condiciones indispensables para el orden moral 

6.  No hay moralidad ni inmoralidad cuando no hay conocimiento: nadie ha culpado 
jamás a una piedra, aunque con su caída haya producido un desastre; ni ha juzgado meritoria 
la influencia del agua, que da a las plantas verdor y lozanía. Este conocimiento, necesario 
para la moral, debe ser superior a la percepción puramente sensitiva: por cuya razón están 
exentos de responsabilidad los brutos. La moral exige un conocimiento de relaciones, capaz de 
comparar los medios con los fines: una percepción inteligente; cuando esto falta, hay acciones 
físicas, provechosas o nocivas, pero no morales o inmorales. 

7.  De esto inferiremos que la primera condición para que una acción pueda pertene­
cer al orden moral, es la "inteligencia" en el ser que la ejecuta. El orden moral corresponde,  
pues, únicamente al mundo intelectual, y de tal modo, que las criaturas racionales sólo están 
en él mientras usan de razón. En el sueño, u otra situación cualquiera en que el uso de la 
razón  esté  interrumpido, no hay  orden moral:  y,  si  se imputan  algunas  acciones, como al 
borracho el asesinato, es porque con su conocimiento anterior había podido prever la pertur­
bación mental y sus consecuencias. 

8.  El conocimiento de lo que se ejecuta no es suficiente, si el sujeto no obra con 
espontaneidad libre. Espontaneidad, porque si se procediese por violencia, como uno a quien 
se forzase la mano para escribir; no habría acción del sujeto, éste no sería más que un instru­
mento del agente principal. Libertad, porque, aun suponiendo que el acto se ejerce con espon­
taneidad y hasta con vivo placer, no hay orden moral, si el sujeto obra por un impulso irre­
sistible, si no puede evitar la acción que ejecute. El niño que no ha llegado a edad de la razón, 
el  demente,  el  delirante,  hacen  muchos  de  sus  actos  con  espontaneidad,  sin  violencia  de 
ninguna especie, tal vez con mucho gusto; y, sin embargo, sus acciones no son laudables ni 
vituperables; no pertenecen al mundo moral, porque el sujeto que obra no procede con liber­
tad de albedrío. 

9.  La inteligencia, o sea un conocimiento de relaciones, y la libertad, son necesarias 
para el orden moral pero es preciso notar que por relaciones se entiende algo más que la de los 
medios con los fines; y por la libertad, algo más también que la simple facultad de hacer o no 
hacer, o de hacer esto o aquello; se entiende cierto grado de conocimiento y de libertad, que no 
siempre  se  puede  fijar  con  absoluta  precisión,  pero  que  determinan  aproximadamente  la 
razón y el sentido común. Un ejemplo hará comprender lo que quiero decir. 

Un demente intenta escapar de su encierro, y dispone los medios de la manera más 
adecuada; suple la llave con algún hierro que tiene a la mano, sale callandito, evita el encuen­
tro de los vigilantes, arrima una escalera en la pared, se descuelga a la calle por una cuerda  
para evitar el daño de la caída, se dirige a la casa de su antiguo enemigo, y le asesina. No hay 


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Ética. Jaime Balmes   

duda que muchos dementes son capaces de proceder así, y, por consiguiente, hay en ellos un 
conocimiento de relación de los medios con el fin. Si al salir de la puerta de su encierro, hubie­
se visto a un vigilante, habría retrocedido, e indudablemente lo hubiera hecho, si a la vista se 
siguiera la amenaza: por donde se conoce que, al ejecutar su acción, no obraba con un impulso 
del todo irresistible, y podía dejar de obrar, en entendiendo que le tenía más cuenta para 
evitar el castigo: conservaba, pues, alguna libertad: no obraba por un impulso irresistible. Sin 
embargo, nadie dirá que el demente fuera responsable del asesinato; si algún día volviese a la 
razón,  el recuerdo del homicidio no le rebajaría a los ojos de los demás hombres; sería digno 
de lástima, mas no de vituperio. 

10. Para el orden moral, se necesita una capacidad de conocer la moralidad de las 
acciones, y de conocer libremente, conforme a este conocimiento; la criatura intelectual no 
está en el orden moral, sino cuando se halla completa, por decirlo así; cuando, aunque no 
reflexione actualmente, es al menos capaz de reflexionar sobre el orden moral. Esto es tan 
cierto, que no se culpa a quien comete con pleno conocimiento y libertad un acto, cuya malicia  
moral ignoraba invenciblemente. En el orden físico, los actos son lo que son, prescindiendo del 
conocimiento de quien los ejecuta; pero en el moral, todo depende del conocimiento y libertad 
del que obra; Y este conocimiento y libertad deben ser capaces de referirse al mismo orden 
moral; de lo contrario, no producen acciones que pertenezcan a él. 


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Ética. Jaime Balmes   

Capítulo III
Necesidad de una regla 

11.  Capacidad de conocer lo que se ejecuta en el orden físico y en el moral, y libertad  
para obrar o no obrar: he aquí las condiciones que se necesitan para que un acto pueda ser  
digno de alabanza o vituperio; así lo enseña la razón, lo juzga el sentido común y lo confirma 
la legislación de todos los pueblos. Pero hasta aquí hemos encontrado las condiciones nece­
sarias, mas no las constituyentes; sabemos que aquellas  son indispensables  para el orden 
moral, sin conocer, por eso, cuál es la esencia de la moralidad. Con conocimiento y libertad se 
hacen cosas buenas o malas, morales o inmorales; ¿en qué consiste esa bondad y malicia, esa 
moralidad e inmoralidad? ¿Cuál es la razón de que el mismo conocimiento y libertad produz­
can acciones buenas o malas, según los objetos a que se aplican? Y, ante todo, ¿hay alguna  
regla fija que distinga lo bueno de lo malo? 

12.  En el universo está todo en un orden, y no debían formar excepción de esta regla 
las criaturas racionales. Pero ese orden no podía ser en ellas el efecto de una ley necesaria, a  
no mutilar su naturaleza, despojándola del libre albedrío. Era preciso, pues, que en el ejercicio 
de sus facultades estuviesen sujetas a un orden que no las violentase y que les dejase lugar a 
la trasgresión. Por donde se ve que la ley moral no es para las criaturas racionales una in­
fluencia de fuerza, sino de atracción, de limitaciones en varios sentidos pero que siempre res­
peta su libertad de obrar. El que sabe la pena en que incurre si falta a sus deberes, tiene  
limitada su acción por la influencia del temor; el que espera una recompensa de su obra, está 
atraído por el deseo del premio; pero ambos motivos, así el repulsivo como el atractivo, aunque 
puedan ejercer más o menos influencia sobre la voluntad, la dejan siempre libre: el uno puede 
cometer el delito arrostrando la pena; y el otro puede omitir la buena acción renunciando al 
premio. 

13.  Por lo mismo que la criatura libre no tiene un principio determinante necesario 
de sus acciones, es preciso buscar alguna regla a que pueda atenerse, o bien dejarla abando­
nada a todos los impulsos de su naturaleza. Esto último equivaldría a degradar la criatura ra­
cional, haciéndola de condición inferior a la de los brutos y aun de los seres inanimados; pues 
que éstos tienen una regla a la cual se conforman por necesidad. Todo ser criado ejerce sus 
funciones en el orden del universo; y del ejercicio de ellas no puede estar abandonado al acaso, 
si se quiere que el ser pueda llenar el objeto de su destino. 

Así, pues, será necesario convenir en que las acciones libres han de tener alguna re­
gla; y en la conformidad a la misma debe consistir la moralidad. 

14.  Esta regla no depende del arbitrio de los hombres; las acciones no son morales o  
inmorales  porque se haya establecido así por un convenio, sino por su íntima  naturaleza, 
¿podrían los hombres haber hecho que la piedad filial, fuese un vicio y el parricidio una acción 


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Ética. Jaime Balmes   

virtuosa; que el agradecimiento fuese malo y la ingratitud buena; que fuera vituperable la 
lealtad  y laudable la perfidia; que la templanza mereciese castigo  y la embriaguez,  fuera 
digna de premio? Es evidente que no; las ideas de bien y de mal convienen naturalmente a  
ciertas acciones; nada puede contra eso la voluntad del hombre. Quien afirme que la diferen­
cia entre el bien y el mal es arbitraria, contradice a la razón, al grito de la conciencia, al senti­
do común, a los sentimientos más profundos del corazón, a la voz de la humanidad, manifiesta 
en la experiencia de cada día y en la historia de todos los tiempos y países. 


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Ética. Jaime Balmes   

Capítulo IV
La regla de la moral no es el interés privado 

15.  Supuestas la necesidad y existencia de una regla, y probado que no es arbitraria, 
sino natural, busquemos cuál es. 

16.  Entre los errores que se han vertido sobre la materia, merece un lugar preferente 
el que confunde la moralidad con la utilidad privada. Según esto, lo útil a un individuo es mo­
ral para él; lo nocivo, inmoral; lo que no daña ni aprovecha, es indiferente; el orden moral es el 
conjunto de las relaciones de utilidad: quien obra con arreglo a ellas, obra bien; quien las per­
turba, obra mal. Las facultades de un ser deben dirigirse a proporcionarle el mayor bienestar  
posible: la relación con el grado de este bienestar es la medida de la moralidad de las acciones. 

17.  Desde luego salta a los ojos que este sistema erige en base de la moralidad el 
egoísmo: así comienza por fundarla en lo que le repugna, en lo que la destruye, a no ser que se 
engañe la humanidad entera. “Este hombre es un egoísta; para él nada hay bueno, sino lo que 
le  ofrece  alguna  utilidad”:  he  aquí  una  terrible  acusación,  según  la  conciencia  de  todo  el 
género humano; y, no obstante, esta acusación se convierte en elogio en el sistema que comba­
timos. “Este hombre es egoísta: sólo atiende a su utilidad; sólo a ella respeta” significará ese 
absurdo:  “el  egoísta  es  altamente  moral,  pues  que  sólo  respeta  la  utilidad,  esencia  de  la 
moralidad”. 

Esta  observación  basta  y  sobra  para  destruir  tan  errónea  doctrina;  sin  embargo, 
bueno será examinarla y refutarla con más extensión y bajo todos sus aspectos. 

18.  ¿Qué es la utilidad? Es el valor de un medio para lograr un fin. Un caballo es  
útil, porque nos sirve para montar o conducir efectos; el dinero es útil, porque nos sirve para 
proveernos de lo que necesitamos; la pluma es útil, porque nos sirve para escribir. Cuando 
una cosa no conduce a otra, se llama inútil para ella. Así pues, las ideas de utilidad e inuti­
lidad son esencialmente relativas; lo que es útil para una cosa, es inútil para otra. Lo que no 
sólo no conduce al fin, sino que lleva a lo contrario, no se llama inútil, sino dañoso o nocivo. 
Para andar con desembarazo, sirve la ligereza del traje: será útil con relación al objeto de an­
dar; según la estación, puede ser cómoda: entonces será útil para la comodidad; en invierno 
pudiera acarrear un catarro: será, pues, dañosa a la salud. 

19.  Siendo la utilidad una cosa relativa, cuando se quiera cimentar la moral sobre la 
utilidad privada, es necesario comenzar por la definición de ésta, determinando el fin a que 
nos hemos de referir: según sea el fin, será la utilidad. Sardanápalo creía hacer una cosa que 
la era muy útil embriagándose de placeres, lo que consideraba como el sumo bien, supuesto 
que hacía poner en su busto la famosa inscripción, de la cual dijo con verdad Aristóteles que 
no era de un rey, sino de un buey:  “Tengo lo que comí, bebí y gocé; lo demás, ahí queda”. Pero,  


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Ética. Jaime Balmes   

si hubiésemos preguntado a Sócrates si miraba la frugalidad como dañosa o inútil, hubiera 
dicho que, además de juzgarla moral, la creía muy “útil” a la salud, y aun para ciertos goces. 
Así lo manifestó cuando, preguntando un día por qué daba un fuerte paseo, respondió: “estoy 
sazonando la cena con el mejor condimento, que es el hambre”. 

20.  Si se hace consistir el fin en el placer, es preciso expresar en cuál, si en los 
sensibles o en los intelectuales; que también tiene los suyos la inteligencia. 

21.  Poner el fin del hombre en los placeres es trastornar el orden de la naturaleza,  
tomando los medios por fines y los fines por medios. El placer de la comida se nos ha conce­
dido para impelernos a satisfacer esta necesidad y hacemos el alimento más saludable: no nos 
alimentamos  para sentir  placer;  sentimos  placer para que  nos  alimentemos. Lo  propio  se 
puede decir de los demás, y,  en sentido opuesto, de los dolores. 

22.  La prueba de que el fin no es el placer sensible, se ve en la limitación de las fa­
cultades para gozar; el gastrónomo más voraz está condenado a privarse de muchas cosas, si 
no quiere morir; y, para la inmensa mayoría de los hombres, los placeres de la mesa se redu­
cen a un círculo mucho más estrecho. Todos los demás goces algo vivos están sujetos a la mis­
ma ley: quien la infringe, sufre; si continúa, pierde la salud, y si se obstina muere. 

23. Los placeres a que se ha dado mayor latitud, y cuyo goce está únicamente limita­
do por las precisas necesidades del reposo de los órganos, son aquellos que acompañan al ejer­
cicio de la vista, del oído y del tacto, en sus relaciones ordinarias. Vemos, oímos, tocamos con­
tinuamente, sin experimentar ningún daño; al ejercicio de estos sentidos está unido cierto 
placer suave, que el autor de la naturaleza nos ha otorgado para amenizar las funciones de la  
vida. Pero, es de notar que las sensaciones que no nos destruyen ni fatigan, son las que nos 
ponen en comunicación con el mundo externo, las que sirven a la inteligencia: indicio seguro 
de que el hombre no entiende para gozar sensiblemente, sino que goza sensiblemente para 
entender. 

24.  No puede ser verdadera una doctrina cuyas aplicaciones no se atreve a sostener 
quien conserve un rastro de pudor. El epicúreo consecuente debiera hablar de este modo: “mi 
fin es el placer: ésta es la única regla de moral; gozo cuanto puedo; y sólo ceso cuando temo 
morir; sin este peligro no pondría ningún límite a la sensualidad; los festines, las orgías, los 
desórdenes de todas clases formarían el tejido de mi vida; y entonces sería yo el hombre moral 
por excelencia, porque me atendría con rigor al principio de la moralidad: el goce”. ¿Quién 
puede sufrir tamaña impudencia? ¿Quién se atreve a semejante lenguaje? 

25.  No siendo el placer sensible la regla de la moral, ¿lo será tal vez la salud, aquel 
estado en que se ejercen con orden y armonía todas las funciones de nuestra organización? 
¿Podremos  decir que es  moral lo que conduce a la conservación de la salud, y, por consi­
guiente, de la vida? 

26.  Desde luego salta a los ojos la extrañeza de confundir lo moral con lo saludable, y 
de poner lo principal de la moralidad en un lugar tan prosaico como es la cocina. El sentido 
común distingue entre la sanidad y la moralidad; reconoce acciones morales e inmorales con 
relación a los alimentos, a las habitaciones y a cuanto contribuye a la conservación de la salud 
y de la vida; pero cree que la moralidad es algo superior a estas cosas; que sólo se aplica a 
ellas cómo a un caso particular, por la unión del ser inteligente y libre a un cuerpo sujeto a 
esta especie de necesidades. 

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Ética. Jaime Balmes   

  27.  La salud y la vida no son para sí mismas, sino para el ejercicio de las facultades 
vitales: la armonía de la organización no es un fin; es un medio para que los órganos funcio­
nen bien; luego el tomar la salud y la vida como fines, es trasformar el orden. Suponed un  
individuo perfectamente sano: si la moralidad consiste en la salud, éste será el hombre moral 
por excelencia; recostadle, pues, en un blando sofá; conservadle bien, con sus ojos claros, su 
tez brillante, sus mejillas encarnadas; y mostradle a los demás diciendo: “he aquí la virtud en 
persona; he aquí el fin de toda moral: estar bien rollizo y fresco.” 

La salud y la vida son para ejercer las facultades; y, como ya hemos visto que el tér­
mino de éstas no es el placer sensible, lo hemos de buscar en otros superiores: en el entendi­
miento y la voluntad. 

28.  ¿La moralidad se fundará en la inteligencia, de suerte que sea moral todo lo que 
conduzca al desarrollo de las facultades intelectuales, e inmoral lo que a esto se oponga? 

No cabe duda en que esta opinión no ofrece la repugnante fealdad de las anteriores: 
el desenvolver las facultades intelectuales es una acción noble, digna del ser que las posee; el 
sentido moral no se subleva contra quien nos presenta el término del hombre en la esfera 
intelectual; la contemplación de la verdad es un acto noble, digno de uno, criatura racional. 
Sin embargo, esta idea, por sí sola, no nos explica el cimiento de la moralidad: nos agrada la 
acción de entender; pero todavía preguntamos en qué consiste ese carácter moral de que la 
inteligencia se reviste, en qué la inmoralidad que con frecuencia la afea y la degrada. Fingid 
una criatura racional, que conoce a su Autor, que por el estudio de su naturaleza halla cada 
día nuevas razones para admirar la sabiduría del Hacedor supremo, y que, sin embargo, se 
levanta contra Dios, le blasfema, y desea que no exista: esa criatura, aunque continúe desen­
volviendo y perfeccionando su inteligencia con el estudio y la contemplación de altas verdades, 
¿será moral? Claro es que no. Imaginad un filósofo que, dominado por la pasión del saber, no 
perdona medio ni fatiga para acrecentar sus conocimientos, y que, con el fin de proporcionarse 
lo que desea, olvida los deberes de su familia y sociedad, y es, además, injusto, reteniendo 
libros que no le pertenecen, usurpando propiedades de otros para acudir a los gastos de sus 
experimentos, viajes y demás que necesita y a que no alcanzan sus caudales; suponed que es 
orgulloso, insolente, inhumano; ¿será moral? ¿Le bastará para la moralidad su ardiente pa­
sión por la ciencia? Es evidente que no. 

Luego la inteligencia no es la moralidad; luego la perfección del entendimiento no es 
la única regla de la moral. Una alta inteligencia puede concebirse con profunda inmoralidad; 
en cuyo caso, lejos de que la elevación de la primera excuse a la segunda, la hace más culpa­
ble; la falta es tanto mayor, cuanto más claro es el conocimiento que de ella se tiene. 

29.  No hallamos, pues, en la utilidad privada el fundamento de la moralidad; ni aun 
refiriéndola a las facultades intelectuales, nos da la regla buscada; el ejercicio de éstas debe 
someterse a la regla, pero no son la regla misma. De lo cual se infiere que el egoísmo, ni aun 
en la acepción más elevada de esta palabra, no puede ser el fundamento de la moralidad. 
Sucede en esto como en las verdades del orden intelectual puro: si se quiere encontrar la 
razón de su verdad, necesidad y universalidad, es preciso salir del individuo y extender la 
vista por regiones más dilatadas. 

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Ética. Jaime Balmes   

Capítulo V
La moralidad no es la relación a la utilidad pública 

30.  Al desaparecer el interés privado, se ofrece desde luego el común: ¿será posible 
cimentar la moralidad, en la utilidad de todos; por manera que lo que conduzca al bien común 
sea moral, y lo que a él se oponga sea inmoral? 

31.  Desde  luego  ocurre  una  grave  dificultad  contra  esta  doctrina:  ella  rechaza  al 
egoísmo como base de la moral; pero, en cambio, exime de la moralidad al individuo en aque­
llas acciones que no tengan relación con la sociedad; de suerte que, para un individuo solo, 
aislado, no habría orden moral. La razón es evidente: si moralidad es la relación al bien co­
mún, cuando esta relación falta, no hay ni puede haber moralidad: la consecuencia es profun­
damente inmoral, pero legítima, necesaria; no hay medio de eludirla. 

Según esta doctrina, un ser inteligente, considerado en sus relaciones con Dios, no 
estaría sujeto a la moral por manera que si no hubiese sociedad, si hubiese un hombre solo en 
el mundo, este hombre podría hacer lo que quisiese con respecto a sí y a Dios, sin infringir 
leyes morales. Además, muchas de nuestras acciones exteriores e interiores no tienen ningu­
na relación con la sociedad; son actos puramente individuales que no favorecen ni dañan al 
bien común. Admito que la moralidad nace únicamente de sus relaciones con este bien, gran 
parte de nuestras acciones queda fuera del orden moral; lo que, a más de ser contrario a la 
razón y al sentido común, es un manantial de inmoralidad. No; no es necesaria la sociedad 
para que tengan existencia y aplicación las ideas morales; una criatura inteligente, que estu­
viese sola en el universo, tendría sus deberes, para consigo y con el Criador: desde el momento 
que hay inteligencia y libertad, hay el orden moral, que es su regla. 

32.  A más de estas dificultades, ocurre otra, que no es de menos gravedad. Si la nor­
ma de la moral fuese el bien común, sería preciso explicar en qué consiste este bien. ¿Será el 
desarrollo de la inteligencia, será el bienestar material, o ambas cosas a un tiempo? En todos 
los supuestos la moralidad quedará fluctuante. Porque, si la inteligencia es el fin, se podrá 
descuidar el bienestar material, y no será inmoral el dañarle ni el destruirle. Si se sobrepone 
el bienestar material, entonces la perfección de los pueblos consistirá en la mayor cantidad 
posible de goces; el epicureismo, condenado en el individuo, lo trasladaremos a la sociedad. Si  
son ambas cosas a un tiempo, falta saber en qué proporción se han de combinar: si se ha de 
sacrificar el uno al otro en ciertos casos; y en favor de cuál se ha de resolver el conflicto. Nada  
habrá constante; la moralidad flotará a merced de las pasiones y caprichos de los hombres; lo 
que unos llamaran moral, lo que éstos alabarán como virtud, aquellos lo condenarán como 
vicio. 

33. Esta incertidumbre afectará mucho más a los actos individuales que no se refie­
ran inmediatamente al bien común. El suicida dirá: “a la sociedad no le “conviene” un miem­

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Ética. Jaime Balmes   

bro que sufre tanto como yo; yo quiero hacerle un bien, apartando de su vista este cuadro 
aflictivo” y se matará. El ofendido por una palabra dirá: “a la sociedad  no le “convienen” 
hombres sin honra; yo debo lavar la mía con la sangre de mi enemigo, o morir”, y se batirá en 
duelo. El pródigo dirá: “a la sociedad le “conviene” el progreso de la industria y del comercio; 
yo lo fomento con mi lujo y disipación; la suerte de mis hijos, cuyo porvenir destruyo, no vale 
tanto como el bien de la sociedad”, y seguirá dilapidando. Y, como a estos insensatos no se les 
podría reconvenir con la ley moral, con ese conjunto de máximas fijas, eternas, que arreglan la 
conducta del individuo y de la sociedad, necesario sería calcularlo todo por el “resultado”; el 
cálculo fuera tan variable como las pasiones y caprichos, y, en vez de una moral social, no ten­
dríamos ninguna. 

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Ética. Jaime Balmes   

Capítulo VI
Razones contra el principio utilitario en todos sentidos 

34.  Los que confunden la moralidad con la utilidad, sea que hablen de la privada o  
de la pública, caen en el inconveniente de reducir la moral a una cuestión de cálculo, no dando 
a las acciones ningún valor intrínseco, y apreciándolas sólo por el resultado. Esto no es expli­
car el orden moral; es destruirle, es convertir las acciones en actos puramente físicos, hacien­
do del orden moral una palabra vacía. Hagámoslo sentir, poniendo en escena las varias doctri­
nas, y empezando por la del interés privado. 

Un hombre quiere matar a su enemigo: ¿qué le diréis  para hacerle desistir de su 
intento criminal? Veámoslo. 

­Esto es un acto injusto. 
­¿Por qué? ¿Qué es la injusticia? Yo no reconozco más justicia ni moralidad que lo que 
conviene a mis intereses; y ahora para mí no hay interés más vivo, más estimulante, 
que el de saciar mi venganza. 
­Pero de esto le puede resultar a usted un grave perjuicio, cayendo en seguida bajo el 
rigor de las leyes. 
­Procuraré evitarlo: además, estoy completamente seguro. 
­¿Está usted seguro de ello? 
­Sí, del todo; pero suponed que no lo estuviera; ¿esto qué importa? 
­Entonces se expone usted. 
­Ciertamente; pero el peligro es lejano, y la satisfacción es segura: opto por la segun­
da, y arrostro el primero. 
­Pero esto es reprensible... 
­No: porque, según usted, mi regla es mi interés: éste le debo conocer yo; lo más que 
puede suceder, es que yerre yo en mis cálculos; cometeré un error, no un delito. 
­Mas la acción no dejará de ser fea; pudierais calcular mejor. 
­Que tal vez pudiera calcular mejor, lo admito; pero niego que un error de cálculo sea 
una cosa fea. ¿Hay algo más que mi interés? ¿Sí o no? Si no hay más, y yo me lo juego, 
por decirlo así, ¿dónde está la fealdad? 
­En efecto, si se tratara sólo de usted; pero hay de por medio la vida de un hombre y 
la suerte de su familia. 
­Cierto; pero ni esa vida, ni la suerte de toda una familia son “mi interés”; y, supuesto 
que no hay otra regla que ésta, lo demás es inconducente. Con la venganza disfruto: 
con la muerte del enemigo, me quito de delante un objeto que me molesta; lo restante 
no significa nada. 

35.  Fácil sería extender la aplicación de la doctrina del interés privado a todos los 
actos de la vida, manifestando que, en último análisis, es la muerte de toda moral, pues erige 

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Ética. Jaime Balmes   

en única regla las pasiones y los caprichos. 

36. La doctrina del interés social o del bien común adolece de inconvenientes seme­
jantes. 

Ya hemos visto (33) cómo la podrían explotar todos los vicios y delirios de los hom­
bres; bajo la engañosa apariencia del desprendimiento encierra la más deforme inmoralidad. 
En nombre del bien común se han cometido los más horrendos crímenes, contra los que pro­
testa la conciencia del género humano; pero, si admitimos que la moralidad no tiene reglas in­
trínsecas, propias, independientes de sus resultados, esos crímenes se pueden justificar, redu­
ciéndolos, cuando menos, a simples errores de cálculo. 

Un tirano, para guardarse de un enemigo terrible, sacrifica centenares de personas 
inocentes: la humanidad  le execra, pero vuestra doctrina le justifica. “Así lo exige el bien 
común”, dirá él; no hay bien común que justifique la maldad: el fin no justifica los medios; 
“esto último no es exacto, responderéis vosotros; la cuestión no está en si el acto es moral o 
inmoral en sí mismo, sino en si conduce o no al bien común; según conduzca o no, será moral o 
inmoral;  pues  su  moralidad  o  inmoralidad  depende  de  sus  relaciones  con  el  bien  común. 
Tirano, calcula; y, si el resultado del cálculo es que la matanza de muchos inocentes es “útil” 
al bien común, sacrifícalos; y si no lo haces, serás inmoral. ”

37.  He aquí las horribles consecuencias a que conducen las doctrinas que aprecian la 
moralidad por los resultados. Todo se reduce a una cuestión de cálculo, que las pasiones cui­
darán de resolver a su modo; y por desastres que resulten, por más que lo que se creía favo­
rable al interés privado o al común, le sea muy dañoso, no hay inmoralidad intrínseca; hay un 
error de cálculo, no un delito. No hay, pues, nada digno de alabanza ni vituperio; no hay 
mérito ni demérito; no hay premio ni castigo. Cuando se aplique una pena, ésta no será más 
que un medio represivo semejante a los que se emplean contra los  brutos: el hombre que 
arrostre la multa, la prisión, el destierro, la muerte, por cometer un acto que las leyes repri­
men, será, si se quiere, un jugador, torpe o temerario; un hombre que habrá hecho un negocio 
desigual: nada más; y al verle morir en el patíbulo, no deberemos decir que satisface a la 
justicia, que paga su merecido, que expía sus crímenes, sino que liquida una cuenta de un 
negocio conducido erradamente, en cuyo término hay un cargo contra él, que es la pérdida de 
la vida. 

38.  La razón y el sentido común ven en la moralidad algo muy superior a una cues­
tión de cálculo; y de aquí dimana el desprecio que se acarrea el egoísmo, la necesidad que tie­
ne de ocultarse y de engalanarse con velos hipócritas: de aquí el aprecio que nos inspira el  
desinterés de quien cumple sus deberes sin atender a los resultados; y el que consideremos 
que no hay belleza moral en un acto, cuando su autor sólo se ha movido por una razón de 
utilidad. 

Dos hombres mueren por su patria; ambos ejecutan lo mismo; igual es el bien público 
que de su muerte dimana; igual el beneficio con que lo obtienen: el uno es ambicioso, y sólo se 
proponía conseguir un alto puesto; el otro es un sincero amante del bien público, y muere 
porque cree que morir es su deber: ¿de qué parte está la moralidad? La hallamos en el segun­
do, que prescinde de la utilidad propia; no en el primero, en quien sólo vemos un calculador, 
que juega su vida por la probabilidad de adquirir lo que ambiciona. 

Dos gobernantes que tienen en rehenes a individuos inocentes de las familias  del 
enemigo, se abstienen de matarlos y atropellarlos, y les dan libertad. La conducta del uno es 
motivada por miras de interés público, porque cree que de este modo contribuye al triunfo de 

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Ética. Jaime Balmes   

la causa, desarmando la cólera del enemigo, y adquiriendo su gobierno un buen nombre; la del 
otro es efecto de la idea del deber; les da libertad porque cree que así lo exigen la humanidad y 
la justicia: ¿en cuál de los dos vemos al hombre moral? En el segundo, no en el primero. 

La razón del bien común no nos basta para que hallemos moral la acción; ésta tiene 
en ambos el mismo resultado, pero la diferente intención de sus autores le da caracteres di­
versos: en el uno reconocemos moralidad; en el otro, habilidad. 

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Ética. Jaime Balmes   

Capítulo VII 
Relaciones entre la moralidad y la utilidad 

39.  Al distinguir entre la utilidad y la moralidad, no entiendo separar estas dos co­
sas, de suerte que la una excluya a la otra; por el contrario, las considero íntimamente unidas, 
ya que no en cada paso particular, al menos en su resultado final. Lo moral es también útil: 
un individuo que cumple fielmente con sus deberes, no sólo logrará la felicidad que está reser­
vada a los justos después de la muerte, sino que, con mucha frecuencia, será dichoso en esta 
vida, en cuanto es posible a la condición humana. Sus goces no serán tan vivos y variados 
como los del hombre inmoral, pero serán más dulces, más constantes: exentos de amargura no 
dejarán en el alma el roedor gusano del remordimiento. Su posición en la sociedad no será 
quizá tan elevada y brillante, pero tampoco le atormentará la idea de que sus iguales lo detes­
tan, sus inferiores le maldicen y sus superiores le desprecian; tampoco estará temiendo de 
continuo una caída que le precipita en la nada, y que le haga expiar las villanías y los delitos 
con que se levantara sobre los demás. La dicha del hombre inmoral es ruidosa; fastuosa; la del 
hombre de bien es modesta, tranquila; se desliza en el silencio y oscuridad de la vida privada 
como  aquellos  mansos  arroyos  que  murmullan  suavemente  en  un  valle  retirado,  sin  más 
testigos que la verde hierba que tapiza sus orillas, y la luz del cielo que refleja en su cristalina 
corriente. 

40.  Lo propio que en los individuos se verifica en la sociedad. Una nación corrompida 
deslumbra tal vez con el esplendor de sus letras y bellas artes; pero, bajo el manto de púrpura 
y de oro, abriga la llaga mortal que la conduce al sepulcro. La Roma de los Brutos, Camilos, 
Fabios, Manlios y Escipiones no brillaba tanto ciertamente como la de los Tiberios, Nerones y 
Calígulas; sin embargo, la Roma modesta marchaba a pasos agigantados a un grandor fabu­
loso, al imperio del mundo; y la Roma brillante iba a caer bajo el hierro de los bárbaros y a ser 
la irrisión de las naciones. Un Estado, por un acto de perfidia con que falta a los tratados, 
adquirirá tal vez una posición importante, una ventaja del momento; pero esto no compensa 
su descrédito a los ojos del mundo, y los perjuicios que le ha de acarrear su reputación de 
perfidia. Un gobierno que para administración del Estado promueve la corrupción y fomenta 
la venalidad, conseguirá resultados momentáneos, que le conducirán quizás con brevedad al 
fin que se propone; pero dejad pasar el tiempo: la venalidad se extenderá de tal modo, que 
bien pronto faltarán medios para comprar a los que quieran venderse; se presentarán, por 
decirlo así, mejores postores en esa subasta de hombres; y el mismo gobierno que había toma­
do por base la corrupción, se hundirá bien pronto en el inmundo lodazal, obra de sus manos. 

41.  La utilidad bien entendida, no sólo está hermanada con la moralidad, sino que 
puede también ser objeto “intentado” en la acción moral, sin que ésta se afee y pierda su 
carácter. El honrado padre de familia que con su trabajo sustenta a sus hijos, se propone la 
utilidad que gane con el sudor de su frente; el soldado que muere por su patria, se propone el  
bien público que de su sacrificio resulta; la persona caritativa que socorre al pobre, intenta la 

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Ética. Jaime Balmes   

utilidad  del  socorrido;  el  individuo  laborioso  que  se  desvela  por  aprender  un  arte  o  una 
ciencia, o por procurarse una posición decente, intenta su utilidad privada; en los medios que 
empleamos  para  conservar  o  restablecer  la  salud,  intentamos  nuestra  utilidad  propia;  ¿y 
quién dirá que semejantes acciones dejan, por esto, de ser morales? ¿No sería bien extraña 
una moralidad que prescribe al padre el trabajar por el sustento de su familia, sin intentar 
esa utilidad; al soldado el morir por su patria, sin intentar el fruto de su muerte; al mise­
ricordioso el socorrer al pobre, sin intentar la utilidad del infeliz; al individuo perfeccionar sus 
facultades o labrar su fortuna sin intentarlo; a todos conservar la salud, sin proponernos su 
conservación? No se entiende de este modo el desinterés moral: se entiende, sí, que la razón 
constitutiva de la moralidad no es la utilidad; se afirma que la una no es la otra, pero no que 
estén reñidas; por el contrario, se hallan íntimamente enlazadas. La utilidad no constituye la 
moralidad, pero muchas veces es una “condición” necesaria para ella; ¿cómo se concibe un 
conjunto de relaciones morales en un hombre cuyas acciones no sean útiles a nadie? La bene­
ficencia, uno de los más bellos florones de la corona de las virtudes, ¿en qué se convierte, si no 
se dirige a la utilidad de los demás? El heroísmo con que el hombre se sacrifica por el bien de  
sus semejantes, ¿a qué se reduce, si se le separa de este bien, de esa utilidad para los otros? El 
hombre puede y debe intentar los resultados que corresponden a cada acción moral; sin esta 
intención, sucedería muchas  veces  que sus obras carecerían de objeto, y que la moralidad 
sería una cosa vana, o una contradicción. 

42.  La combinación de la utilidad con la moralidad nos la indica nuestro deseo in­
nato de ser felices. Respetamos, amamos la belleza moral: éste es un impulso de la natura­
leza; pero también esa misma naturaleza nos inspira un irresistible deseo de la felicidad: el 
hombre no puede desear ser infeliz; los mismos males que se acarrea, los dirige a procurarse 
bienes o a libertarse de otros males mayores; es decir, a disminuir su infelicidad. Así, la moral 
no está  reñida  con  la  dicha; aun cuando  la  razón  no  nos  lo  enseñara,  nos  lo  indicaría  la 
naturaleza, que nos inspira a un mismo tiempo el amor de la felicidad y el de la moral. 

43.  ¡Cosa singular es la moralidad! Su belleza la vemos, la sentimos en unas accio­
nes, y nos atrae y cautiva; la fealdad de lo inmoral la vemos, la sentimos, y nos repugna, nos 
repele, nos inspira aversión; el orden moral se liga con el provecho y el daño, pero no es ni el 
daño ni el provecho; se dirige a los resultados, pero es independiente de ellos; se consuma en  
la conciencia con el acto libre de la voluntad, y allí merece su alabanza o vituperio, sean 
cuales fueren los efectos imprevistos que causó en el exterior. Tan íntima es la relación de la 
moral con el bien del individuo, de la sociedad y de linaje humano, que a primera vista, parece 
confundirse con esos bienes; donde se halla una utilidad individual o general, allí hay ciertas 
ideas  morales  que moderan, que dirigen; y, al propio tiempo, es tal su independencia con 
respecto a esas mismas cosas, con las cuales está ligada; conserva de tal modo inalterable su 
carácter en medio de la variedad de los objetos, que parece no tener ninguna relación con 
ellos,  y ser una especie de divinidad a la que no afectan las vicisitudes del mundo. 

44.  Hagámoslo sentir con ejemplos. Hay un hombre que viendo en peligro a su pa­
tria, resuelve dar su vida para salvarla: no se propone ni hacer fortuna en caso de sobrevivir  
al riesgo, ni mejorar la suerte de su familia, ni siquiera adquirir celebridad: él sólo tiene 
noticia del peligro de su patria, y no le es posible comunicar la noticia a nadie: solo, sin más 
testigo que Dios y su conciencia, sin más deseo que el bien de sus compatricios, marcha al 
peligro y muere: esto es lo sublime moral; no sabemos cómo expresar el interés, la admiración, 
el entusiasmo que nos inspira tan heroico desprendimiento, un amor tan puro de la patria, un 
corazón tan grande, una voluntad tan firme. Muere, pero, ¡ay! ha sido víctima de un engaño 
que no ha podido prever ni sospechar. Su muerte, lejos de salvar la patria, la ha perdido para  
siempre. El resultado es desastroso; ¿se disminuye la moralidad y el heroísmo de la acción? 
No; ha producido una catástrofe, es verdad; pero “él no lo podía prever, diremos; el mérito es el 

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Ética. Jaime Balmes   

mismo”; y, ¿por qué? Porque la raíz de este mérito estaba en la voluntad, en la conciencia; 
procedía del amor puro a su patria, en cuyas aras se inmolaba, sin más testigos que Dios y su 
conciencia; y guiado por la idea del bien, por la prescripción del deber, por el amor de la 
virtud. El heroísmo no deja de serlo por haber sido desgraciado; sobre la tumba de la patria 
debería levantarse la estatua del héroe. 

Hágase  la  contraprueba.  Un  hombre  vil  ocupa  una  posición  importante,  de  cuya 
conservación depende la suerte de su patria. El enemigo le ofrece una cantidad, y se presta a  
venderla, conociendo todo el daño que resulta de su acción infame. Entretanto, el gobierno a 
quien sirve, deseoso de asegurarse la fidelidad del traidor, le promete un premio mayor que la 
cantidad de la venta; el infame calcula, y conociendo que le es más ventajoso el permanecer 
fiel, conserva la posición; la defiende con obstinación invencible, y salva a su patria. El resul­
tado es feliz; pero, ¿qué os parece del hombre? Su acción es felicísima, pero no moral: por el 
contrario, es negra como sus bajos cálculos: todo el brillo de los resultados no es capaz de 
ennoblecerla: el triunfo que a ella es  debido se liga  con el recuerdo de una sórdida espe­
culación; la patria fue salvada porque fue el mejor postor en la conciencia venal, en los trofeos 
de la victoria desearíamos ver escrita con caracteres indelebles la infamia del vencedor. 

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