El refranero español está repleto de dichos y comparaciones utilizando la
figura del "santo", dado el bagaje católico de este país nuestro. En otras expresiones, encontramos que quitar algo para ponerlo en un sitio dónde no es tan preciso, es " desnudar a un santo para vestir a otro", que a menudo " se nos va el santo al cielo", cuando nos olvidamos de lo que ibamos a decir o hacer. Y cuántas veces no habremos dicho de tal o cual persona con la que no tenemos cierta sintonía, que "no es santo de nuestra devoción", o que cuando algo no conjunta de forma clara en cuestiones de ropa o decoración, "es como un santo con dos pistolas". Pero más allá de estos retazos de sabiduría popular, en esta tarde quería hablar acerca de lo que se refiere a nosotros como santos bajo la consagración de nuestro Dios tres veces santo. Para conocer la altura de la demanda de Dios en este pasaje, primero hemos de empaparnos de la noción básica de la santidad de Dios. ¿Qué quiere decir que Dios es un Dios santo? ¿Qué implicación tiene en Su carácter y atributos? Y lo que es más, ¿cómo podemos ser santos? La palabra hebrea más utilizada en el Antiguo Testamento es qadosh y tiene que ver con la naturaleza perfecta, majestuosa y justa de Dios. Dios por lo tanto es perfecto, glorioso y se opone por completo a la injusticia, y por ende al pecado. El Señor es puro, totalmente irreprochable manifestando Su gloria inefable y eterna a todas las criaturas que surgen del poder de Su Palabra. La santidad de Dios también demuestra que Él es el Único, el Incomparable, absolutamente distinto de todas Sus criaturas y exaltado sobre ellas en majestad infinita: "Sea alabado su nombre grandioso e imponente: ¡él es santo!" (Sal. 99:3); "Y se decían el uno al otro: «Santo, santo, santo es el SEÑOR Todopoderoso; toda la tierra está llena de su gloria.»(Is. 6:3); "Nuestro Redentor es el Santo de Israel; su nombre es el SEÑOR Todopoderoso." (Is. 47:4); "Nadie es santo como el SEÑOR; no hay roca como nuestro Dios. ¡No hay nadie como él!" (1 Sam. 2:2). Ningún pecador puede acercársele a Él debido a Su santidad, y por ello Él en Su amor entrañable comunica al ser humano de esa santidad en el acto que todos conocemos como santificación. Esta santificación es la máxima expresión de Su santidad que se plasma definitivamente en la muerte vicaria de Cristo en el Calvario: "Y en virtud de esa voluntad somos santificados mediante el sacrificio del cuerpo de Jesucristo, ofrecido una vez y para siempre." (Heb. 10:10); "Pero ya han sido lavados, ya han sido santificados, ya han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios." (1 Co. 6:11). Esta santidad divina se manifiesta poderosa en Su justicia y en Su amor. Su justicia le obliga a castigar el pecado, pero Su inseparable amor le hace desear salvar al pecador. En virtud de ello, Dios ni es implacable como un tribunal, ni débil y sin severidad como una madre que deja pasar la desobediencia de su hijo díscolo: "Cuando los padres son malvados y me odian, yo castigo a sus hijos hasta la tercera y cuarta generación. Por el contrario, cuando me aman y cumplen mis mandamientos, les muestro mi amor por mil generaciones." (Ex. 20:5,6). Este divino atributo nos lleva de contínuo a expresarle nuestra reverencia y adoración por lo que Él es de un modo exclusivo: "Alégrense en el SEÑOR, ustedes los justos, y alaben su santo nombre." (Sal. 97:12). Es a través de Su carácter santo que contemplamos en nosotros la bendición de Su santificación: "La religión pura y sin mancha delante de Dios nuestro Padre es ésta: atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y conservarse limpio de la corrupción del mundo." (Stgo. 1:27). Este versículo retrata fielmente la trascendencia y la inmanencia de nuestro Dios y cómo debemos buscar ser émulos de este Señor glorioso y santo.
¿Qué, pues, diremos de nuestro camino santificador? Nuestra santidad deriva
de Dios, y por tanto, ni la conseguimos ni la adquirimos. Toda ella, proviene del Dios santo. La idea de la palabra qadosh en términos humanos, tiene que ver con "cortados o separados", es decir, separados para Dios, y por tanto somos santificados. En la Palabra de Dios encontramos varios casos elocuentes de este acto divino: "y el SEÑOR le dijo: —Ve y consagra al pueblo hoy y mañana." (Ex. 19:10); "«Conságrame el primogénito de todo vientre. Míos son todos los primogénitos israelitas y todos los primeros machos de sus animales.» (Ex. 13:2); " Una vez que hayas vestido a tu hermano Aarón y a sus hijos, los ungirás para conferirles autoridad y consagrarlos como mis sacerdotes." (Ex. 28:41); "Porque para el SEÑOR tu Dios tú eres un pueblo santo; él te eligió para que fueras su posesión exclusiva entre todos los pueblos de la tierra." (Deut. 7:6). Somos apartados para dedicarnos a la persona y servicio de Dios con el fin de proclamar que le pertenecemos exclusivamente a Él: "Si alguien se mantiene limpio, llegará a ser un vaso noble, santificado, útil para el Señor y preparado para toda obra buena." (2 Tim. 2:21); "purifiquémonos de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el temor de Dios la obra de nuestra santificación."(2 Co. 7:1); "Busquen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor." (Heb. 12:14). La clase de santidad que Dios demanda de nosotros tiene que ver con la unión con Dios y la separación de lo mundano: "Nosotros, en cambio, siempre debemos dar gracias a Dios por ustedes, hermanos amados por el Señor, porque desde el principio Dios los escogió para ser salvos, mediante la obra santificadora del Espíritu y la fe que tienen en la verdad." (2 Tes. 2:13). De todo ello podemos colegir que la santificación es el camino que todo verdadero creyente debe transitar en aras de una progresiva conformación a la imagen de Cristo, comenzando por la regeneración o nuevo nacimiento en Cristo y siendo nuestra meta última el comparecer en el Tribunal de Cristo en los cielos. Es un proceso que comprende la salvación, la conversión, la nueva criatura, la justificación, la adopción y la glorificación eterna de la que seremos objeto.
CONCLUSIÓN.
Tras esta breve revisión de la santidad de Dios y su influencia en nosotros,
podemos decir que somos santos pero que andan el trecho de santificación que nos queda hasta nuestro encuentro definitivo con nuestro Señor. Mientras ese día llega, hemos de practicar la santidad de las siguientes formas:
1. Contemplando la gloria de Dios en el poder del Espíritu Santo: "Así,
todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu." (2 Co. 3:18). 2. Escudriñando las Sagradas Escrituras: "Santifícalos en la verdad; tu palabra es la verdad." (Jn. 17:17). 3. Separándonos efectivamente de lo mundanal: "No formen yunta con los incrédulos. ¿Qué tienen en común la justicia y la maldad? ¿O qué comunión puede tener la luz con la oscuridad? ¿Qué armonía tiene Cristo con el diablo? ¿Qué tiene en común un creyente con un incrédulo? ¿En qué concuerdan el templo de Dios y los ídolos? Porque nosotros somos templo del Dios viviente. Como él ha dicho: «Viviré con ellos y caminaré entre ellos. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.» Por tanto, el Señor añade: «Salgan de en medio de ellos y apártense. No toquen nada impuro, y yo los recibiré.» «Yo seré un padre para ustedes, y ustedes serán mis hijos y mis hijas, dice el Señor Todopoderoso.» (2 Co. 6:14-18). 4. Siendo diligentes en cumplir la voluntad divina: "purifiquémonos de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el temor de Dios la obra de nuestra santificación." (2 Co. 7:1). 5. Orando en el Espíritu Santo: "Ustedes, en cambio, queridos hermanos, manténganse en el amor de Dios, edificándose sobre la base de su santísima fe y orando en el Espíritu Santo." (Judas 20).