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CONSAGRADOS A UN DIOS SANTO.

Levítico 19:1,2.

INTRODUCCIÓN.

El refranero español está repleto de dichos y comparaciones utilizando la


figura del "santo", dado el bagaje católico de este país nuestro. En otras
expresiones, encontramos que quitar algo para ponerlo en un sitio dónde no
es tan preciso, es " desnudar a un santo para vestir a otro", que a
menudo " se nos va el santo al cielo", cuando nos olvidamos de lo que
ibamos a decir o hacer. Y cuántas veces no habremos dicho de tal o cual
persona con la que no tenemos cierta sintonía, que "no es santo de
nuestra devoción", o que cuando algo no conjunta de forma clara en
cuestiones de ropa o decoración, "es como un santo con dos pistolas".
Pero más allá de estos retazos de sabiduría popular, en esta tarde quería
hablar acerca de lo que se refiere a nosotros como santos bajo la consagración
de nuestro Dios tres veces santo.
Para conocer la altura de la demanda de Dios en este pasaje, primero hemos
de empaparnos de la noción básica de la santidad de Dios. ¿Qué quiere decir
que Dios es un Dios santo? ¿Qué implicación tiene en Su carácter y atributos?
Y lo que es más, ¿cómo podemos ser santos?
La palabra hebrea más utilizada en el Antiguo Testamento es qadosh y
tiene que ver con la naturaleza perfecta, majestuosa y justa de Dios. Dios por
lo tanto es perfecto, glorioso y se opone por completo a la injusticia, y por
ende al pecado. El Señor es puro, totalmente irreprochable manifestando Su
gloria inefable y eterna a todas las criaturas que surgen del poder de Su
Palabra. La santidad de Dios también demuestra que Él es el Único, el
Incomparable, absolutamente distinto de todas Sus criaturas y exaltado sobre
ellas en majestad infinita: "Sea alabado su nombre grandioso e
imponente: ¡él es santo!" (Sal. 99:3); "Y se decían el uno al otro:
«Santo, santo, santo es el SEÑOR Todopoderoso; toda la tierra está
llena de su gloria.»(Is. 6:3); "Nuestro Redentor es el Santo de
Israel; su nombre es el SEÑOR Todopoderoso." (Is. 47:4); "Nadie
es santo como el SEÑOR; no hay roca como nuestro Dios. ¡No hay
nadie como él!" (1 Sam. 2:2).
Ningún pecador puede acercársele a Él debido a Su santidad, y por ello Él en
Su amor entrañable comunica al ser humano de esa santidad en el acto que
todos conocemos como santificación. Esta santificación es la máxima
expresión de Su santidad que se plasma definitivamente en la muerte vicaria
de Cristo en el Calvario: "Y en virtud de esa voluntad somos
santificados mediante el sacrificio del cuerpo de Jesucristo,
ofrecido una vez y para siempre." (Heb. 10:10); "Pero ya han sido
lavados, ya han sido santificados, ya han sido justificados en el
nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios."
(1 Co. 6:11).
Esta santidad divina se manifiesta poderosa en Su justicia y en Su amor. Su
justicia le obliga a castigar el pecado, pero Su inseparable amor le hace desear
salvar al pecador. En virtud de ello, Dios ni es implacable como un tribunal, ni
débil y sin severidad como una madre que deja pasar la desobediencia de su
hijo díscolo: "Cuando los padres son malvados y me odian, yo castigo
a sus hijos hasta la tercera y cuarta generación. Por el contrario,
cuando me aman y cumplen mis mandamientos, les muestro mi
amor por mil generaciones." (Ex. 20:5,6).
Este divino atributo nos lleva de contínuo a expresarle nuestra reverencia y
adoración por lo que Él es de un modo exclusivo: "Alégrense en el
SEÑOR, ustedes los justos, y alaben su santo nombre." (Sal. 97:12).
Es a través de Su carácter santo que contemplamos en nosotros la bendición
de Su santificación: "La religión pura y sin mancha delante de Dios
nuestro Padre es ésta: atender a los huérfanos y a las viudas en sus
aflicciones, y conservarse limpio de la corrupción del mundo."
(Stgo. 1:27). Este versículo retrata fielmente la trascendencia y la
inmanencia de nuestro Dios y cómo debemos buscar ser émulos de este Señor
glorioso y santo.

¿Qué, pues, diremos de nuestro camino santificador? Nuestra santidad deriva


de Dios, y por tanto, ni la conseguimos ni la adquirimos. Toda ella, proviene
del Dios santo. La idea de la palabra qadosh en términos humanos, tiene que
ver con "cortados o separados", es decir, separados para Dios, y por tanto
somos santificados. En la Palabra de Dios encontramos varios casos
elocuentes de este acto divino: "y el SEÑOR le dijo: —Ve y consagra al
pueblo hoy y mañana." (Ex. 19:10); "«Conságrame el primogénito
de todo vientre. Míos son todos los primogénitos israelitas y todos
los primeros machos de sus animales.» (Ex. 13:2); " Una vez que
hayas vestido a tu hermano Aarón y a sus hijos, los ungirás para
conferirles autoridad y consagrarlos como mis sacerdotes." (Ex.
28:41); "Porque para el SEÑOR tu Dios tú eres un pueblo santo; él
te eligió para que fueras su posesión exclusiva entre todos los
pueblos de la tierra." (Deut. 7:6).
Somos apartados para dedicarnos a la persona y servicio de Dios con el fin
de proclamar que le pertenecemos exclusivamente a Él: "Si alguien se
mantiene limpio, llegará a ser un vaso noble, santificado, útil para
el Señor y preparado para toda obra buena." (2 Tim. 2:21);
"purifiquémonos de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu,
para completar en el temor de Dios la obra de nuestra
santificación."(2 Co. 7:1); "Busquen la paz con todos, y la santidad,
sin la cual nadie verá al Señor." (Heb. 12:14).
La clase de santidad que Dios demanda de nosotros tiene que ver con la
unión con Dios y la separación de lo mundano: "Nosotros, en cambio,
siempre debemos dar gracias a Dios por ustedes, hermanos
amados por el Señor, porque desde el principio Dios los escogió
para ser salvos, mediante la obra santificadora del Espíritu y la fe
que tienen en la verdad." (2 Tes. 2:13).
De todo ello podemos colegir que la santificación es el camino que todo
verdadero creyente debe transitar en aras de una progresiva conformación a
la imagen de Cristo, comenzando por la regeneración o nuevo nacimiento en
Cristo y siendo nuestra meta última el comparecer en el Tribunal de Cristo en
los cielos. Es un proceso que comprende la salvación, la conversión, la nueva
criatura, la justificación, la adopción y la glorificación eterna de la que
seremos objeto.

CONCLUSIÓN.

Tras esta breve revisión de la santidad de Dios y su influencia en nosotros,


podemos decir que somos santos pero que andan el trecho de santificación
que nos queda hasta nuestro encuentro definitivo con nuestro Señor.
Mientras ese día llega, hemos de practicar la santidad de las siguientes
formas:

1. Contemplando la gloria de Dios en el poder del Espíritu Santo: "Así,


todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en
un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza
con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu." (2
Co. 3:18).
2. Escudriñando las Sagradas Escrituras: "Santifícalos en la verdad; tu
palabra es la verdad." (Jn. 17:17).
3. Separándonos efectivamente de lo mundanal: "No formen yunta con
los incrédulos. ¿Qué tienen en común la justicia y la maldad? ¿O
qué comunión puede tener la luz con la oscuridad? ¿Qué armonía
tiene Cristo con el diablo? ¿Qué tiene en común un creyente con un
incrédulo? ¿En qué concuerdan el templo de Dios y los ídolos?
Porque nosotros somos templo del Dios viviente. Como él ha
dicho: «Viviré con ellos y caminaré entre ellos. Yo seré su Dios, y
ellos serán mi pueblo.» Por tanto, el Señor añade: «Salgan de en
medio de ellos y apártense. No toquen nada impuro, y yo los
recibiré.» «Yo seré un padre para ustedes, y ustedes serán mis
hijos y mis hijas, dice el Señor Todopoderoso.» (2 Co. 6:14-18).
4. Siendo diligentes en cumplir la voluntad divina: "purifiquémonos de
todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el
temor de Dios la obra de nuestra santificación." (2 Co. 7:1).
5. Orando en el Espíritu Santo: "Ustedes, en cambio, queridos
hermanos, manténganse en el amor de Dios, edificándose sobre la
base de su santísima fe y orando en el Espíritu Santo." (Judas 20).

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