Está en la página 1de 4

DANIEL DEFOE (1660-1731)

Vida y obra de un caballero del domingo


A casi tres siglos de haber sido publicada en su lengua, acaba de aparecer la primera
traducción al castellano de “Roxana, la amante afortunada”, del inglés Daniel Defoe.
Tal vez haya pasado demasiado tiempo, pese a ser la última obra importante que
faltaba traducir del renombrado autor de “Robinson Crusoe”. ¿O quizá deberíamos
decir, mejor, del ignorado autor de la renombrada “Robinson Crusoe”?
Por Marcos Mayer

Escapista y espia. Pasó gran parte de su vida huyendo de los acreedores. Se lo considera el
fundador del servicio de informaciones británico.
La aparición en edición argentina de Roxana, la amante afortunada (ver recuadro), una novela de
Daniel Defoe que no circulaba en español desde hace poco menos que una eternidad, tiene, entre
algunos de sus méritos, el de hacer regresar a uno de esos autores que, como Poe, Melville o
Balzac (con quien lo une, como se verá, alguna penosa circunstancia), son tan fundamentales que
pareciera no ser necesario nombrarlos. Se dan por leídos, se acepta de antemano que sin ellos no
hubiera habido futuro literario posible. Y como homenaje paradójico se los condena al silencio o a
las rispideces de muchos estudios académicos, que suelen ser infiernos más contundentes que un
olvido que no termina de decirse.
Ni siquiera haría falta decir que fue Defoe el autor de una novela que lleva un nombre que ha
logrado volverse más célebre, bastante más célebre podría decirse, que su propio autor: Robinson
Crusoe. Al punto que incluso Marx le dedica un párrafo en El capital, retomando una idea que
anticipaba de este modo en Contribución a la crítica de la economía política: “Las robinsonadas no
expresan en ningún modo [...] una simple reacción contra un excesivo refinamiento y el retorno a
una vida primitiva mal comprendida. Como tampoco El contrato social de Rousseau [...] Esa es la
apariencia, y la apariencia estética solamente, de las pequeñas y grandes robinsonadas. Estas
anticipan más bien la sociedad burguesa que se preparaba en el siglo XVI y que en el siglo XVIII
marchaba a pasos agigantados hacia su madurez. En esta sociedad de libre competencia, el
individuo aparece como desprendido de los lazos de la naturaleza, que en épocas anteriores de la
historia hacen de él una parte integrante de un conglomerado humano determinado, delimitado”.
Esta interpretación sociológica marxista ha terminado por achatar la lectura del clásico de Defoe.
Porque si bien se puede leer el relato del náufrago que reconstruye a solas el esqueleto maquínico
como el cumplimiento de la utopía del triunfo definitivo e inevitable del Homo faber capitalista, el
que conoce, para decirlo también en términos marxistas, el secreto del funcionamiento de las
fuerzas productivas de su tiempo, son muchas y tal vez más interesantes las preguntas que este
enfoque no responde.
Una de ellas es por la persistencia del náufrago como figura, una construcción seguramente más
ideal que real. En ese sentido, puede tal vez resultar útil comparar a Defoe con un contemporáneo
suyo, que escribía en su mismo idioma, pero que habitaba una comarca distante y casi enemiga: el
irlandés Johnatan Swift. El paralelo Gulliver-Robinson muestra que mientras uno encuentra tierras
siempre habitadas, aunque sea por personajes de fábulas (liliputienses, gigantes, caballos
parlantes), el otro recala en un paraje desierto, aunque después se le aparezca Viernes. Tal vez la
diferencia se establezca entre la crítica –aun las más feroces esconden el deseo optimista de que
la transformación es posible– y la desolación. Aquí entra en juego el perfil autobiográfico del autor
de Diario del año de la peste.
Circunstancias y atenuantes. Borges, al prologar Moll Flanders, decía que Defoe había sido el
inventor de los rasgos circunstanciales a la hora de armar una novela. Aquí uno de ellos, que es
toda una pista. “Crusoe se queda en la isla veintiocho años, dos meses y diecinueve días”, escribió
Daniel Defoe fingiendo precisión. Que un náufrago, desprovisto de todo –incluso y, sobre todo, de
compañía humana– pueda llevar con tanta exactitud los números, contados en tiempo, de su
lejanía de la civilización es más que un abuso de la verosimilitud, es un síntoma certero e infalible
de algo que oscila entre ser una afición o una pena: la obsesión.
Para las personas cuyo ánimo tiende a preferir la soledad, la obsesión es la “enfermedad” perfecta:
por un lado garantiza que siempre haya algo fuera de uno con lo que ocuparse –los obsesivos no
se aburren nunca, ni siquiera de sí mismos– y, por otro, asegura que uno se volverá insoportable a
los demás, con lo cual no habrá interferencias al libre ejercicio de la obsesividad. Nadie
interrumpirá esa relación entre placentera y obligatoria del obsesivo con el objeto que elija para
obsesionarse. Está allí, a solas con él, tratando de cambiar algo que insiste en ser igual a sí
mismo. Es más, si cambiara dejaría de ser objeto de obsesión.
El caballero del domingo. ¿Quién podía escribir Robinson Crusoe? Por más que fueron muchos los
intentos de llevar a la ficción o a la crónica las desventuras del soldado británico Alejandro Selkirk
en la isla Juan Fernández, lo de Defoe tiene algo de único. Se necesitaban varias cosas: una
disposición a calzarse el uniforme del naciente capitalismo, pero también adivinar sus males o,
para decirlo de otro modo, adecuarse a vivir de acuerdo a ellos. Porque Defoe elige una profesión
en la que el utilitarismo capitalista no termina de hacer pie: la literatura. De hecho, una parte
importante de Roxana... se dedica a discutir entre el beneficio de ciertas acciones y su moral. Y
para practicar la literatura y debatirse entre la soledad, la moral y la búsqueda de horizontes, debía
tratarse no sólo de un novelista sino de alguien que estuviera tremendamente asediado por la
obsesión propia y la ajena, un náufrago vocacional.
Ya nos ocuparemos de las obsesiones del Defoe ciudadano. Pero sepamos por ahora que durante
una larga estadía en Brighton sus contemporáneos lo bautizaron como The Sunday Gentleman (el
caballero del domingo) por ser el único día en que suponía que sus acreedores –ocupados en la
religión y el ocio– lo dejarían en paz, por lo que se atrevía a asomarse a la calle.
Pero Daniel Defoe, nacido en 1660, hijo de un baptista que primero se dedicó a la fabricación de
velas de cera y luego fue carnicero, conoció su primer castigo no por su mal manejo del dinero sino
por excederse en sus opiniones. Un libelo satírico contra la Iglesia Anglicana, El camino más corto
hacia la oposición le valió ser llevado a la picota. Ya por entonces había modificado su plebeyo
apellido paterno (Foe) por el más aristocrático Defoe. Incluso jugaba con su nombre, diciendo que
descendía de la noble familia de los De Beau Faux (una sutileza del seudónimo: su traducción del
francés sería “De los bellos falsos”).
Lo habitual era que a quienes eran sometidos al castigo de la picota, que incluía la exhibición
pública para pasar por la burla y el escarnio de los conciudadanos del reo, se los azotara y se les
cortaran las orejas. Defoe zafó al menos de la segunda de las condenas, pero no de la prisión,
donde permaneció entre 1702 y 1704, antes de ser liberado por un ministro de la corte de la reina
Ana. De todos modos, se dio espacio para ganarse una nueva popularidad: la publicación de su
poema Himno a la picota convocaba gente alrededor de su lugar de castigo, que le lanzaba flores
en lugar de cascotes, y que bebía a su salud.
De todas formas, la fama ganada con su estilo zumbón y directo le valió ser contratado por el
gobierno inglés como agente secreto. Sus informes eran tan exactos y minuciosos que se lo
considera como el padre fundador del moderno servicio de informaciones británico. Esa precisión
no le impedía convertir el espionaje en un trabajo que aprovechó para dedicarse al contrabando. El
delito es una de las maldiciones de quienes no pueden parar, el otro es la literatura. Es obvio que
Defoe no se conformaba con una sola de las dos. Al mismo tiempo que se dedicaba a sus
negocios oficiales y privados, sacaba un periódico (The Review) que redactaba él solo, desde la
primera hasta la última página, convirtiéndose, sin saberlo aún, en el precursor de Robinson
Crusoe, que recién se escribiría en 1719.
Disfraces y simulaciones. En su periódico, Defoe descubrió otra forma menor de la inmoralidad –
esa que algunos llaman periodismo. Después de aquellos primeros arrebatos antioficialistas, Defoe
puso su pluma al servicio del mejor postor. Lo que no le impedía escribir textos como éste: “Aquí se
instará al lector mal encaminado a que cambie y a hacerle comprender que el mejor y único buen
final que tiene una vida que se ha malgastado en maldades es el arrepentimiento”. Lo llamativo es
que escribe su obra más famosa con más de cincuenta años y que sus bibliografías más
exhaustivas registran más de cuatrocientas obras, entre panfletos, intervenciones en controversias
de la más variada índole, poemas satíricos, libros de ocultismo, tratados de historia y geografía. La
mayoría de estos trabajos se editaron sin mención de su autor, lo mismo que ocurrió con Robinson
Crusoe, cuyo extenso título dice lo siguiente: La vida y las extrañas, sorprendentes aventuras de
Robinson Crusoe, marinero de York, que vivió veintiocho años completamente solo en una isla
desierta en las costas de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco, arrojado a la
orilla en un naufragio en el que todos perecieron salvo él, con una relación de la forma en que fue
al fin liberado de un modo igualmente extraño por los piratas; escrito por él mismo. Otra vez el
juego de las identidades cambiadas y los engaños, historias ajenas que se cuentan como propias,
tramas inventadas que se narran como reales. De algún modo hay que escapar.
Esa doble moral y el cambio de patrones no dejaban de ocasionarle inconvenientes. Cuando era
perseguido por quienes pagaban sus servicios, a los que cambiaba cuando alguien le mejoraba la
oferta, Defoe apelaba a dos recursos: o bien fingirse enfermo o al borde de la muerte para inspirar
piedad o si no enfundarse en algún disfraz. La simulación y el enmascaramiento –que fueron las
bestias negras de los criminólogos de finales del siglo diecinueve y principios del XX– le abrieron el
camino a la literatura. Otra vez prefiguraba su obra con su biografía. Sin una buena memoria, no
hay obsesión que funcione.
Héroes criminales. Luego del éxito rotundo de Robinson Crusoe, Defoe se metió con el submundo
del delito. Primero –y siempre por encargo– fueron historias de piratas, luego una de un ratero que
descubre en la política una extraña forma de regenerarse (La historia del coronel Jack) hasta que
logró su segundo éxito, La fortuna y desventuras de la famosa Moll Flanders (su novela más
famosa después de Robinson Crusoe), la autobiografía de una prostituta y ladrona. Ese mundo
ejercía fascinación sobre Defoe, al punto que luego de haber escrito en 1724 la biografía de Jack
Sheppard –un verdadero rey de la fuga, que huyó de cuatro prisiones antes de ser condenado a
muerte, a los 22 años– se acercó hasta el lugar donde iba a ser ejecutado a que le firmara un
ejemplar del libro.
También practicó otras osadías literarias: en 1720, un año después de la aparición de Robinson
Crusoe, publica Las aventuras del capitán Singleton (en inglés The Life, Adventures and Piracies of
the Famous Captain Singleton), en la que describe de manera reivindicatoria el amor entre dos
hombres, Quaker William y el capitán Singleton del título. Entre ambos se establece un voto
solemne para vivir juntos en Londres, disfrazados con túnicas griegas, sin hablar inglés en público
y con Singleton casado con la hermana de William para guardar las apariencias.
Todo el dinero conseguido con sus escritos se evaporaba con la misma rapidez con que lo había
conseguido. (Este parece ser un mal de los escritores de su tiempo, con lo cual habría que revisar
tanta acusación endilgada a los agentes: lo sufrió Charles Dickens –probablemente el escritor más
exitoso de la primera mitad del siglo diecinueve– y en la casa de Honoré de Balzac, conservada
como museo en París, se muestra una puerta trasera que el autor de La comedia humana usaba
para huir cuando oía llegar a sus acreedores o a los esposos de sus amantes.) Defoe pasó los
últimos años de su vida disfrutando los días domingo y temiendo la prisión los restantes días de la
semana.
Defoe se movió siempre en ese lugar intermedio –que actualmente tiende a embarrarse cada vez
más– entre la inmoralidad y el crimen. Allí se empantanó, y la única solución posible era la isla
desierta, un sueño recurrente en los tiempos de hoy, pero que su época aún no había inventado
hasta que se escribió la historia de Robinson Crusoe. Los mitos, y Robinson lo es, nacen de la
necesidad, y ese hombre que imaginó tantos años, meses y días de soledad en una isla, había
elegido la necesidad como la forma más perfecta de la obsesión.
La otra cuestión que de algún modo se plantea en Defoe es la transformación del material real, la
historia del marinero, en texto realista, la incorporación, diría Borges, del rasgo circunstancial (algo
que le ocurre también en la escritura del Diario del año de la peste). Lo que aporta la ficción a la
historia levemente retocada del Crusoe verdadero es la figura de Viernes (otra vez la obsesión del
transcurrir de los días de la semana). Algo que percibió con mucha sutileza el francés Michel
Tournier en su Viernes o los limbos del Pacífico. Aunque el libro de Tournier paga cierto tributo al
anticolonialismo que hacía furor en los sesenta, cuando lo escribió, el imaginar al blanco y al nativo
en pie de igualdad simplemente sigue una línea posible de la novela de Defoe y seguramente la
única de sus invenciones que escapa al flujo imparable de la obsesión. Lo dice de manera explícita
el libro francés: “La libertad de Viernes [...] no era más que la negación del orden, borrado de la
superficie de la isla a causa de la explosión”.
Las tramas capitalistas. Viernes está como una posibilidad narrativa abierta (Defoe lo reduce
básicamente a educando del civilizado Robinson) pero también apunta al futuro de la obra, que
demuestra que el capitalismo –y tal vez aún no el socialismo– es una trama que puede narrarse
porque contiene todos los tiempos posibles. Como capitalista fracasado, Defoe descubre en el
capitalismo –ese que Marx, con justicia, le adjudicó como fantasía– una dimensión que sólo puede
llegar por medio de la ficción: la posibilidad de su destrucción, de su antagonismo o de su
incapacidad de resolución, que ése es el lugar de Viernes.
Dice el escritor italiano Italo Calvino en un luminoso ensayo que le dedica en el libro Por qué leer a
los clásicos: “La conducta de Defoe en el Robinson y en las novelas posteriores es bastante
parecida a la del hombre de negocios respetuoso con las normas, que a la hora de los oficios va a
la iglesia y se golpea el pecho, y después se apresura a salir para no perder el tiempo de trabajo”.
Calvino rechaza el adjetivo hipócrita para calificar esta conducta. Tal vez alcance con decir que
algunos de los mejores novelistas son los que lo falsifican todo, incluso sus propias obsesiones. n

http://anlisisdeobrasliterarias.blogspot.com/2008/05/daniel-defoe-y-robinson-crusoe.html

También podría gustarte