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EL CÓDIGO DE LAS

EMOCIONES

Gay Rita
Editorial Sal Terrae
España, 2002
ÍNDICE

11. Duelos y separaciones ...................................................................................................... 3

12. Elogios y recompensas ..................................................................................................... 6

13. Emociones ....................................................................................................................... 9

14. Empatía ........................................................................................................................... 12

15. Empeño ............................................................................................................................ 15

16. Felicidad y sufrimiento .................................................................................................... 18

17. Frustraciones .................................................................................................................... 21

18. Imaginación y verdad ....................................................................................................... 24

19. Mentiras y secretos........................................................................................................... 27

20. Miedos .............................................................................................................................. 31

21. Normas ............................................................................................................................. 34

22. Obediencia ....................................................................................................................... 37

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DUELOS Y SEPARACIONES

Hay situaciones en las que es difícil para un padre saber comprender, acoger o resolver el
sufrimiento del niño. Y quiero hablar aquí de ello, porque pienso que también los problemas
relacionados con situaciones especiales o excepcionales, o tal vez solamente vividas a través de los
relatos de los demás, pueden ser muy importantes desde el punto de vista educativo.

El niño y la enfermedad, el niño y la hospitalización, el niño y la muerte… El niño implicado en


el conflicto entre los padres, dividido en su interior por la fractura del vínculo entre las figuras más
amadas… Aunque sean muchas, especialmente hoy, las imágenes del niño que nos llegan en relación
con su dolor (el niño maltratado, abandonado, violentado), aquí me limitaré a considerar brevemente
dos de los aspectos que más frecuentemente proponen los padres en sus encuentros conmigo: el niño
y la muerte (preguntas, experiencias, problemas planteados) y el niño con los padres que se separan
(¿cuáles son las repercusiones?).

Preguntas sobre la muerte

En nuestra sociedad, la conexión entre la vida y muerte se niega abiertamente, se hace lo posible
para que permanezca en el olvido el máximo tiempo posible. Y cuando el niño nos hace preguntas
sobre la muerte, por ejemplo con ocasión de la defunción de un familiar, de un amigo o,
simplemente, de un animalito al que quería, nos sentimos tal vez más desconcertados que cuando nos
pregunta sobre el sexo o sobre Dios. Se trata de temas que, cuando se plantean, nos encuentran poco
preparados, sencillamente porque nosotros mismos, los adultos, no hemos madurado nuestra
reflexión al respecto. ¿Qué es para nosotros la muerte y cómo la enlazamos con la vida? Mientras no
nos demos una respuesta referida a nosotros mismos, y no una verdad meramente “objetiva”, no
podremos ni siquiera encontrar las palabras con que responder a nuestros hijos.

Oigo hoy muchas veces a los padres expresar su ansiedad, y hasta un cierto estupor, porque los
niños comienzan a hacer este tipo de preguntas a una edad que les parece un tanto precoz. En
realidad, desde los dos-tres años de vida la presencia de la muerte se impone al niño como problema
que, naturalmente, puede estar influido por experiencias personales y familiares, pero también por
frases oídas o por escenas vistas en la televisión.

El niño no consigue al principio ver la muerte como un acontecimiento irreversible y universal.


En esta visión incompleta actúan tanto las características de su modo de pensar como las narraciones
fantásticas (cuentos, tebeos), donde la muerte no es casi nunca un acontecimiento definitivo y puede
describirse como un largo sueño del que nos despertamos transformados.

Hacia los tres-cuatro años, el niño comienza a contraponer la muerte a la vida y a verla como una
larga separación de personas y cosas queridas. Comienza a referir el fenómeno a sus padres y a sí
mismo, y trata de defenderse de la ansiedad que de ello se deriva y que incluso se manifiesta en el

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llanto. En un niño que tenga ya otros motivos para sentirse inseguro, el control de la ansiedad puede
manifestarse a través de pequeños trastornos somáticos (tics, rituales obsesivos, etc.).

Hacia los cinco años, el niño comprende que la muerte es irreversible y que antes o después nos
llega a todos, aunque algunos fallecimientos le parecen evitables (por ejemplo, si se trata de
accidentes debidos a una distracción…). Conforme va creciendo, advierte que el cese completo de
las funciones vitales es el desenlace final de todo organismo vivo. Si la ansiedad es muy fuerte para
que pueda ser canalizada en las preguntas dirigidas al adulto, el niño, para defenderse, puede llegar a
negar la realidad de la muerte o a imaginar que la derrota.

En los encuentros de grupo, los padres discuten a menudo entre sí sobre la oportunidad de dar al
niño respuestas realistas o bien respuestas espiritualistas, poéticas, consoladoras, aunque ilusorias.
Recuerdo a una madre, muy comprometida en la educación de su hijo, que en uno de estos debates
dijo “No se trata de dar respuestas bonitas y bien preparadas (especialmente sobre lo que viene
después de la muerte), sino de acompañar al niño en su itinerario de búsqueda de respuestas. Hay
que hacer con él un recorrido común”. Esta intervención me pareció muy sabia, pues abre una
perspectiva diferente: crecer junto al niño y acompañarle en una búsqueda en la que no esté solo,
sino con un adulto que también busca.

El niño y su muerte

¿Y qué se puede hacer cuando, después de cualquier acontecimiento (enfermedad, secuelas de un


accidente), es el propio niño quien “debe morir”?

Quienes hayan trabajado en algún departamento de oncología pediátrica sabe que los niños y los
adolescentes hospitalizados comprenden pronto que deben hacer frente a su final. Y a menudo nos
sorprenden con su lucidez, con una conciencia increíble que se expresa fácilmente en signos, escritos
y confesiones personales. ¿Y qué nos piden, aún sin decirlo, en una situación tan dramática?

En un precioso libro de G. Raimbault, titulado Il bambino e la sua morte, esta autora dice:

“Estar juntos, no permanecer solos, implica ser reconocidos en los propios actos, pensamientos,
deseos, creencias. Para el niño próximo a la muerte, ser reconocido significa poder oír: “También
yo, como tú, estoy preocupado; sé que tienes miedo… pero lo que vives y sientes no te separa de
mí”. Más para que el estar juntos sea una realidad, debe verse apoyado por un deseo capaz de hacer
frente a la angustia y sus efectos destructivos”.

Creo que ésta es una de las mejores descripciones de lo que se entiende por figura de referencia:
un adulto que, incluso en los momentos más terribles resiste y acompaña, superando su propia
fragilidad, para transmitir fuerza al niño.

Padres siempre

Aludía anteriormente a la situación, hoy cada vez más frecuente, del niño dividido, es decir, del
niño cuyos padres deciden separarse o se han separado ya.
¿Cómo acompañar en estos casos, cómo estar juntos cuando la fractura se refiere justamente a la
unión de las dos figuras que constituyen un único objeto de amor para el niño?

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En primer lugar, obviamente, evitando con el máximo empeño que el conflicto pase a través del
niño. No es preciso hacer hincapié en lo demoledor que es hacer del niño un instrumento del propio
sufrimiento o de la propia rabia en relación con la persona de la que uno se separa o de la vida
conyugal en general…

Pero hay algo más que se debe hacer. Acompañar al niño como padres también cuando se
produce la separación conyugal, no sólo es posible, sino indispensable para la supervivencia
psicológica del propio niño en su identidad y en su historia. Sea cual sea su edad, los padres deben
saber encontrar las palabras adecuadas, sencillas y auténticas para convencerle de que cada uno de
ellos le seguirá queriendo como antes. Y hacer que los hechos confirmen las palabras.

Y aquí es también necesario que el acompañamiento se vea apoyado con un deseo “capaz de
resistir la angustia y sus defectos destructivos”. También aquí, por consiguiente, a pesar del
sufrimiento que la crisis conyugal comporta, es preciso seguir siendo las figuras de referencia, unas
figuras capaces de reconocerse recíprocamente, en relación con el niño, todavía padres, padres
siempre.

DINÁMICA

• Los padres pueden poner en común sus propias experiencias sobre las preguntas que
muchos niños hacen sobre la muerte. Habitualmente emergen muchas más cosas que las
que uno se espera. Se analiza el propio malestar, las propias respuestas, los problemas
que han quedado abiertos. Se dan consejos…

• Según la famosa psicoanalista Francoise Dolto, a los niños, incluidos los más pequeños,
se les puede (se les debe) decir todo, aunque se trate de acontecimientos dolorosos en los
que están implicados: por ejemplo, una enfermedad, un duelo o la separación de los
padres. El niño capta el sentido de lo que le decimos, sobre todo a través del tono de voz,
la mirada y el contacto que acompañan a lo que le decimos. ¿Estamos de acuerdo con
esta observación? ¿Hemos experimentado algo parecido?

• ¿Qué significa “acompañar” al niño en su dolor lo mismo que en su alegría? ¿Se


necesitan palabras, gestos, otros medios?

Nota bibliográfica

Sobre el modo de ayudar al niño a afrontar duelos, separaciones y otras experiencias difíciles,
véase:
ZATTONI, M. – GILLINI, G., Proteggere il bambino, Ancora, Milano 2000 (trad. Cast.:
Proteger al niño, Sal Terrae, Santander 2002).
En relación con el tema “Padres siempre”, veáse: Bernardini, I., Genitori ancora, Editori Riuniti,
Roma 1994.

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ELOGIOS Y RECOMPENSAS
Nunca como hoy se han mostrado los adultos tan increíblemente entusiastas de los “productos”
de sus hijos: dibujos, construcciones, imitaciones… No se ahorran los elogios desmesurados. Y todo
porque han entendido que el niño necesita contar con una buena autoestima. ¿Tan útil es para contar
con una autoestima recibir elogios incondicionales (a menudo no del todo sinceros)? ¿Necesita
realmente el niño sentirse alabado por el adulto para creer en sí mismo y en sus capacidades?

Muchas veces el niño, cuando trata de realizar algo –un dibujo o una figura de cartón-, topa con
sus propios límites y se enfurece. Entonces acude al adulto, tal vez lloriqueando, para manifestarle
su desencanto. Si el adulto, en lugar de comprender su estado de ánimo, le dice para tratar de
consolarle “¡Pero, bueno, si es precioso, si eres un artista…!”, el niño (¡si será ingrato!) se enfurecerá
aún más y lo tirará todo. O puede suceder que esos trabajos, por los que tan admirado es en su casa,
sean criticados por otros interlocutores menos benévolos, o convertidos en objeto de burla por sus
compañeros. Y entonces, ¿a quién creerá para construir su autoestima?

En los confines de la realidad

Ante un niño de tres a cinco años que llega corriendo para enseñar el dibujito que ha hecho en el
colegio, hay padres que sienten incluso la necesidad de enfatizar su ya bien visible admiración:
“¡Qué maravilla! ¿De verdad lo has hecho tú? ¡Eres un genio!”.
Este mensaje, aparentemente positivo, en realidad no ayuda al niño, ¿por qué?

Primero: porque le ofrece una imagen de sí mismo no realista, que le obliga a mantenerse “a la
altura de la situación”, y esto puede crearle ansiedad (no siempre es posible ser geniales) o hacerle
esperar que todo el mundo diga que es estupendo.

Segundo: porque la admiración enfáticamente expresada da a entender que de un niño tan


pequeño no se puede esperar nada particularmente bueno y que, por tanto, también lo que él hace
normalmente y con gusto se convierte en fuente de admiración.

Tercero: porque el adulto, aunque esté convencido de que de este modo se pone “a la altura del
niño”, en realidad se pone en la situación de quien ejerce el poder de juzgar sin ser sometido a juicio,
y esta situación le es negada al niño, ya que ningún niño, ni siquiera en nuestra sociedad permisiva,
podría sentirse autorizado a decir a su padre: “¡Fantástico, hoy te has comportado fenomenal!”, sin
que este juicio sea considerado una mera gracia, una caricatura.

De la autonomía a la autoevaluación

Entonces, ¿cómo armonizar esto con la necesidad tantas veces proclamada de valorar
positivamente los esfuerzos de los niños?

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Sencillamente, hay que valorar positivamente lo que el niño consigue o intenta realizar. Y esto
significa reconocer el esfuerzo y su resultado referidos a una labor concreta, a un comportamiento, a
un acto, a un resultado, y no a la personalidad del niño en su conjunto:
“Me gusta tu dibujo”.
“Esta página la has escrito muy bien”.
“¡Esa cabriola ha estado muy bien!”

Elogiar con sobriedad significa también hacerse creíbles para el niño y dejarle la posibilidad de
no tener que estar siempre a la altura de sus mejores momentos. Y significa, además, saber notar y
valorar sus éxitos, sus progresos y sus pequeñas conquistas. De esto se deriva una reflexión
importante: la autoestima no puede ser separada de la capacidad de autovalorarse. A nosotros nos
corresponde la tarea de hacer notar al niño que sus progresos son “visibles”, de señalar su presencia.
A él, sólo a él, corresponde sacar de nuestros comentarios una valoración de sí mismo.

No somos nosotros quienes debemos construirle su imagen; es él quien debe conseguirla con los
ladrillos que nosotros le ofrecemos. Y estos ladrillos deben ser sólidos, fiables, de primera calidad.

Negociar, pero no demasiado

Cuando el niño se hace grandecito, puede ocurrir que los padres dejen de sentirse motivados para
repartir elogios, porque el niño ya va al colegio, tiene hermanos más pequeños y debe entender que
hay cosas que constituyen un deber, y basta. Y entonces sucede que no sólo no les hacemos ningún
elogio, sino que no damos la menor importancia a sus progresos, a sus tareas, a sus esfuerzos.

Pero, después, siempre hay momentos en los que un padre siente la necesidad de hacer examen
de conciencia, y surge entonces un sentimiento de culpa, con la consiguiente instauración de un
ritmo deletéreo en el que se alternan gratificaciones y mortificaciones, reconocimientos y
disconformidades, lo que de ningún modo favorece el desarrollo de la capacidad de autovaloración.
Ante la aparición de momentos de disgusto en la “negociación” de derechos y deberes, puede
suceder que se recurra al ofrecimiento de “compensaciones” materiales para conseguir que el hijo se
comporte responsablemente o para pedirle que haga algún pequeño servicio útil en casa.

Considero poco educativo este sistema, entre otras cosas porque, normalmente, hoy los hijos
reciben una “propina” periódica (que pueden gastar como quieran). Me parece poco educativo
ofrecerles otras compensaciones por alguna razón especial.

Primero, porque del contrato al chantaje la distancia puede ser poca, de tal modo que entre padre
e hijo se corre el riesgo de establecer una relación de contabilidad dañina para ambos. En esta clase
de relación emerge la mentalidad mercantil de nuestro mundo, con lo que los recursos materiales
sustituyen a las relaciones de afecto.

Segundo, porque, si las recompensas tratan de incentivar las prestaciones escolares, se anula
totalmente la función de la motivación intrínseca representada por el deseo y el gusto de aprender,
que es lo que debería ser estimulado en todas sus formas, tanto en casa como en el colegio.

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Tercero, porque, si la familia es un contexto comunitario, el valor del intercambio que se
encuentra en su propia raíz debe referirse no solamente a lo que se recibe, sino también a lo que se
da, recíprocamente.

Lamentablemente, se ha perdido en buena medida el gusto de cooperar, de participar, de


contribuir al servicio común; es decir, de ser corresponsables, de ser parte de un todo, de tener un
cometido y de “contar”. El caso es que los niños no son nada reacios a compartir este gusto. Lo
vemos claramente cuando son pequeños y parecen llevados por una fuerte motivación interna a
participar en la vida de los adultos, a ayudarlos, a imitarlos.

Desgraciadamente, nuestra cultura, al contrario de otras que durante mucho tiempo hemos
llamado primitivas, no ha sabido aprovechar en sentido educativo esta predisposición de los niños a
dedicarse responsablemente y con gusto al cuidado del propio contexto de vida, según sus fuerzas y
capacidades, pero con la certeza de realizar un trabajo necesario.

El gusto de estar presentes

Entonces, ¿tampoco es necesario “premiar”? A mi modo de ver, lo que no se debe es adoptar el


premio como criterio o estrategia de intervención. Es perfectamente comprensible que, por ejemplo,
si ha obtenido buenas calificaciones al terminar el curso, los padres hagan a su hijo un regalo
especialmente deseado. Pero esto no puede convertirse en un modo de comportarse para empujar a
un hijo recalcitrante en la rampa de la carrera escolar, como si fuera al patíbulo teniendo ante los
ojos el paraíso.

He visto a niños con ojos llenos de alegría por haber sabido controlar sus reacciones ante el
dolor de una intervención del médico. Un padre no necesita en este caso llamar “valiente” al niño, y
quizá por dentro se sienta asombrado y feliz al descubrir cómo es su hijo.

Rigurosamente hablando, quizá no sea necesario alabar, recompensar y premiar. Sí lo es, en


cambio, saber percibir en la capacidad del niño un motivo más para conocerlo y valorarlo. El elogio
es como un alfabeto que se toma prestado de los manuales; pero la comunicación con el niño –y a
veces basta sólo con una mirada o con una sonrisa- es un alfabeto maravilloso, verdadero, natural.

DINÁMICA

• Aprendamos a estimar los valores del niño. Muchos de nosotros siempre dispuestos a
elogiar al niño por lo que hace en casa (dibujos, construcciones, etcétera), descuidamos
los pequeños progresos que, especialmente en el colegio, caracterizan el avance de su
aprendizaje; pensamos sencillamente que “su deber” es aprender. En cambio, es
importante valorarlo, interesarse, seguir su itinerario.

• ¿Qué es preferible decir a un niño cuando lo elogiamos: “Eres genial” o “Me gusta lo
que has hecho”? Tratemos de explicar la diferencia entre ambos modos de elogiar.
Pensemos también en el caso contrario, el de la desaprobación. ¿Es mejor decir: “Eres
malo” o “Lo que has hecho no me gusta”?

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EMOCIONES
Apenas habrá entre nosotros ningún adulto que haya tenido la posibilidad de crecer serenamente
con todas sus emociones, es decir, de aceptarse como persona completa, en la que los sentimientos
positivos y negativos tengan el mismo derecho de ciudadanía Casi todos hemos crecido cultivando
sentimientos de culpa, y más en relación con las emociones que nos embargaban que en relación con
nuestro comportamiento concreto. Emociones como ira, agresividad, hostilidad, celos, rivalidad,
envidia… Sentimientos ambivalentes como amor/odio, ternura/arrogancia… Estados de ánimo
problemático, como ansiedad, miedo, tristeza, depresión…

Este patrimonio emotivo nos estaba vedado cuando éramos niños, y sólo el hecho de sentirlo
bullir por dentro nos lo hacía vivir como maldad y culpa. El resultado era que nos sentíamos
culpables de ser personas humanas completas y nos veíamos obligados a mutilar nuestra imagen
eliminando los rasgos considerados “malos”, que, pese a todo, seguían presentes en lo profundo de
nuestro ser, con la amenaza constante de volver a aparecer en el horizonte, parecidos a esos
“zombies” de ciertas películas de terror.

Realidad y fantasmas

Afortunadamente, las cosas están hoy bastante mejor. Se ha comprendido que las emociones
“negativas” forman parte de la naturaleza humana del mismo modo que las “positivas”, y que son
manifestaciones vitales de la realidad del hombre. Por consiguiente, deben ser reconocidas,
aceptadas también en sus aspectos menos gratos, modificadas y encauzadas en comportamientos
positivos.

Ha sido importante reconocer que sólo los comportamientos concretos pueden ser considerados
negativos o positivos y, por ende, prohibidos o estimulados, y que las emociones, los estados de
ánimo, los sentimientos y los deseos subyacentes no pueden ser negados o censurados, ni tampoco
impuestos, porque brotan del interior, de lo profundo del ser. Sin embargo, todos ellos pueden y
hasta deben ser reconocidos en su realidad y, en cierto modo, “ser mirados cara a cara”, para evitar
que se conviertan en fantasmas acuciantes y poderosos, más que en realidades limitadas y
controlables.

Valga este ejemplo. Una agresividad reprimida y no aceptada puede agigantarse en la


profundidad de la psique como un fantasma amenazador y destructivo que lleve al individuo a tener
miedo de sí mismo. Una agresividad reconocida y encauzada adquiere límites que la hacen
aceptable de manera realista incluso para quien la lleva dentro, sin sentirse por ello un individuo
peligroso y siempre culpable.

Educar las emociones

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Partiendo de la distinción entre emociones y comportamientos, es posible trazar un elemental
itinerario educativo, al menos en sus líneas esenciales. Imaginemos una esquematización de tres
zonas distintas y llamémoslas:

Zona A = de legitimidad
Zona B = de prohibición
Zona C = de transformación.

Podemos encasillar en ellas algunas experiencias recurrentes en la vida del niño. Por ejemplo:
Zona A. En ciertos momentos:
- es lícito sentir celos hacia el hermanito que ha venido a usurpar todos los privilegios.
- Es lícito sentir hostilidad hacia el padre o la madre que han pronunciado un “no” difícil de
aceptar;
- Es lícito sentir envidia de un compañero que es más desenvuelto y sabe hacerse escuchar.

Zona B. Sin embargo:


- está prohibido maltratar al hermanito pellizcándolo, maltratándolo…
- Está prohibido dar patadas a papá o a mamá para desfogar la propia rabia;
- Está prohibido hacer una “jugarreta” al compañero para desacreditarlo.

Zona C. Y en cualquier caso:


- Es posible expresar verbalmente los propios sentimientos y aclararlos con alguien que sepa
escuchar;
- Es posible desfogar la rabia con armas inofensivas: dibujos, juegos simbólicos…
- Es posible modificar el modo de sentir con la ayuda de alguien que inspira confianza.

Es evidente que en estas tres zonas la presencia educativa del adulto es fundamental.

El espejo emotivo

Un conocido psicólogo que se ha dedicado especialmente a la educación afectiva y emotiva ha


escrito:

“La educación emotiva puede ayudar a los niños a conocer sus sentimientos. ¿Cómo ayudarles?
Siendo un espejo de sus emociones. El niño, del mismo modo que aprende a conocer su
aspecto físico viendo su imagen reflejada en el espejo, aprende también a conocer su aspecto
emotivo “escuchando” sus sentimientos reflejados en nuestras palabras. Un espejo refleja una
imagen tal como es, sin halagos ni falsedades. La función de un espejo emotivo consiste en
reflejar los sentimientos tal como son, sin distorsiones. Y la claridad de la imagen es
fundamental, porque se parte de ella para rectificar o modificar el propio comportamiento”.

El adulto debe, pues, saber dejar a un lado la actitud de censor, ya que a un espejo se le pide
“una imagen, no un sermón”. Debemos, por tanto, estar atentos a no menospreciar la imagen del
niño; hay que ayudarle a que se conozca a sí mismo y obtenga una autoimagen realista y plenamente
humana. Esta ayuda excluye la censura y las peores formas de reproche, como, por ejemplo, el
sarcasmo, las amenazas y la ofensa a la persona. He aquí algunos ejemplos:

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“¿Estás enfadado con tu hermanito porque te parece que le queremos más a él que a ti? Tienes
razón, porque él necesita muchas cosas. Pero siempre que estés triste por esto, ven a decírmelo”.

“Estás furioso porque papá no te ha dejado ir a jugar al jardín. Te comprendo, pero a papá no
hay que darle patadas, ya sabes que eso no está bien. Podemos pensar juntos en otro juego”.

Cuando la persona con la que tratamos no es un niño pequeño, sino un preadolescente o un


adolescente, el esquema fundamental no cambia; cambian más bien las situaciones y los modos de
comunicación con que se afrontan. Pero si en los años de la infancia las cosas se han hecho como se
ha indicado, al muchacho le resulta más fácil encontrar los caminos que llevan al recorrido de la
zona C, que es también la zona de la responsabilidad y la autonomía.

Una mejor calidad de vida

Los adultos que hacen este tipo de experiencias de “mediación” con los niños afirman que casi
siempre la rabia o la tristeza que los niños han acumulado después de alguna frustración o
prohibición tiende a resolverse espontáneamente, a “desmontarse”. En algunos cursos de educación
infantil las profesoras han tratado de adoptar estas intervenciones del espejo emotivo en los
momentos en que notaban agresividad recíproca entre dos niños, y el diario fielmente redactado de
sus experiencias confirma los resultados positivos. A menudo los niños, cuando perciben que se
comprenden sus sentimientos, “se olvidan” de sus proyectos re revancha y se ponen a jugar.

Poner nombre a las propias emociones, reconocer su existencia, comprenderlas y mirarlas cara a
cara parece el camino más recto para convertirlas en punto de partida en busca de una mejor calidad
de relaciones y de vida.

DINÁMICA

• Basándonos en el esquema descrito en el apartado “Educar las emociones”, tratemos de


volver a escribir, pensando en nuestros niños, las reflexiones pertenecientes a las tres
zonas: A, B y C (legitimidad, prohibición y transformación). Para ello se puede usar un
cartel. El “ejercicio” ayuda a aprender a separar las emociones de los comportamientos.

• Servir de espejo a las emociones de los niños significa también reflejarse en la propia
infancia y no verla tan lejana. En casa o en el trabajo, ¿no sentimos alguna vez
hostilidad ante quien se pone a criticar lo que sentimos, además de lo que hacemos?

• Tratemos de establecer un pequeño diálogo que parta de una situación de emergencia


(un ama de casa agobiada mientras da de comer a sus hijos, el teléfono que suena, el
niño pequeño que grita). Algo se está quemando en el horno, y en ese momento llega el
marido y dice: … o bien… ¿Qué tipo de situación os enfurece y cuál, en cambio, os
ayuda a salir a flote felizmente?

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EMPATÍA
Este término, que puede parecernos ligeramente “técnico”, pero que nos resulta ya bastante
familiar, hace referencia a otros muchos términos bien conocidos en el lenguaje común: altruismo,
solidaridad, ayuda, generosidad, etcétera. No obstante, el término empatía es más eficaz y
comprensible, ya que, por encima de los compartimentos en que se le suele traducir, expresa
especialmente un modo de sentir o, mejor, se sentirse: nos sentimos “en la piel del otro”, o “en
sintonía” con el otro, como indica el propio significado de la palabra.

En sintonía con el otro podemos sentirnos en las ocasiones más diversas, y también cuando el
otro es feliz, está satisfecho, entusiasmado, conmovido, etc. Pero desde el punto de vista educativo
el mayor interés que la empatía encierra tiene que ver con las situaciones en que el estado de ánimo
del otro implica una petición (consciente o no) de ayuda, y está en conexión con situaciones
dolorosas o de algún modo distantes de nuestra experiencia del momento. En este caso, en algunos
individuos se pone en marcha un fuerte mecanismo que lleva a la identificación con el otro y, por
ende, a un comportamiento de “cuidado del otro” que a veces puede incluso implicar renuncia al
propio bienestar, exposición a riesgos, desafío de convenciones adoptadas habitualmente…

Pero un niño… ¿cómo puede tener cabida en este discurso? Un niño, que es objeto de
cuidados, ¿puede “cuidar” de otro? ¿Puede ser educado para la empatía?

Maravillosas potencialidades

Claro que puede. Si un niño que todavía no ha cumplido dos años ve cómo sus padres lloran o
esconden su cabeza entre las manos en actitud depresiva, puede correr a buscar su biberón y
ofrecérselo al adulto como forma de consuelo. Si ve llorar a un niño de su edad, tal vez quiera llevar
a su mamá junto a él para que lo consuele.

En el bebé ya están presentes –así nos lo dicen los especialistas que estudian al hombre- los
gérmenes maravillosos de la empatía, que, lamentablemente, muchas veces no son reconocidos ni
valorados; unos gérmenes que podrían constituir la mejor arma para hacer frente a las semillas de la
agresividad destructiva y el egocentrismo, que tantas veces campan por sus respectos y son
estimulados.

Se ha constatado que, mientras los recién nacidos se quedan muy tranquilos si se les hace oír un
llanto artificial mecanizado, responden de forma inmediata e intensa al llanto real de otros niños y
lloran a su vez, lo cual quiere decir que son muy sensibles a la llamada de otro ser semejante a ellos
que se encuentra angustiado.

Si permanecemos durante una o más horas en una guardería, nos daremos cuenta de lo falso que
es el tópico que dice que los niños pequeños no hacen otra cosa que pelearse. Un adulto que sepa
observar directa y atentamente a estos niños comprobará que son numerosos los momentos en que

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los pequeños se ayudan espontáneamente, se consuelan entre sí y se ofrecen mutuamente los
juguetes preferidos, con el fin de animarse en los momentos de dificultad emotiva.

A medida que el niño va creciendo, esta capacidad de cuidar al otro ensancha sus límites, y del
consuelo que ofrece a sus seres queridos y a sus compañeros pasa a un círculo cada vez mayor de
objetos de amor y de cuidado. Hacia los nueve-diez años puede estar dispuesto a ayudar “a quien lo
necesite”, y hacia los diez-doce comprende que esto equivale a ayudar a cualquiera, porque todos,
antes o después, pueden necesitar ayuda. Esta posibilidad se percibe en la adolescencia como
indispensable, aunque quien recibe la ayuda parezca no “merecerla” o tenga ideas muy diferentes de
las propias. La empatía es, pues, considerada como un puente tendido sin tener en cuenta las
diferencias personales.

El síndrome del espectador

Ahora bien, ¿cómo poner todo esto en relación con lo que sucede hoy alrededor de nosotros en
el mundo adulto y también en el de los adolescentes, e incluso en el infantil?

No es preciso recordar cuántos hechos acaecidos en estos últimos tiempos parecen confirmar la
tesis de quienes afirman que estamos a punto de ser arrollados por la “marea creciente de la
barbarie”. Además, ocurre muchas veces que, ante un episodio de violencia evidente, los transeúntes
o los testigos oculares se guardan mucho de intervenir e incluso de llamar a la policía. ¿Con buenas
razones? Tal vez, pero siempre razones reconducibles a lo que se ha llamado síndrome del
espectador, del que todos estamos contagiados, pues vivimos en la civilización de la imagen. En
esta civilización, el primer mandamiento que se impone es éste: ámate a ti mismo con todas tus
fuerzas y mira a tu prójimo a través de la pantalla.

Enemigos de la empatía

Vayamos al terreno de la práctica. ¿Quiénes son en la educación los enemigos de la empatía,


del altruismo, del cuidado del otro, de la aceptación de lo diferente?

Hemos dado con el modo de culpar al niño por no ver nuestras deficiencias. Con frecuencia se
dice: “Los niños son posesivos, egocéntricos por naturaleza”. Hemos visto que esto no siempre es
verdad, porque también se puede defender, como viene ya a decirnos la investigación psicológica,
que los niños son fundamentalmente socio-céntricos, es decir, están predispuestos desde el
nacimiento a establecer relaciones satisfactorias. En cuanto al afán de posesión demostrado en
relación con sus cosas, con sus juguetes, etcétera, hay que decir que está relacionado con un período
particular de su desarrollo, en el que comienza a estructurarse el sentido de identidad, una conquista
que el niño no puede, evidentemente, organizar en el plano mental sin pasar antes a través de las
manifestaciones concretas del sentido de pertenencia de lo que es propio.

Los verdaderos enemigos del desarrollo de la empatía son otros:

- una educación que se apoya en el consumismo egocéntrico del tipo “para mí lo mejor, y
enseguida”; en este sentido me parece deletéreo el gran énfasis que se pone hoy en el
cuidado narcisista del propio cuerpo, del propio aspecto, del propio vestido, de los propios
bienes… Se educa al niño para que tenga todo lo mejor, y en esto entra también la idea de

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buscarle el mejor colegio, los mejores profesores (si un profesor no parece bueno, se le
cambia de colegio), las mejores ocasiones para un empleo organizado del tiempo libre, el
estilo de vida económicamente más protegido de la crisis circundante…

- una predicación abstracta sobre el deber de ayudar al prójimo, que no encuentra en el


comportamiento adulto ejemplos coherentes. El niño al que el adulto regaña porque no
presta su cochecito a su amigo sabe, sin embargo, que su padre jamás prestaría su coche, ni
otras cosas de menos valor, a un amigo. Preguntémonos si la solidaridad de la que damos
testimonio ante el niño expresa de veras el cuidado de una relación con el otro o si consiste
sólo en dar lo superfluo, lo no esencial o no concreto que nos libra de participar
emotivamente en la vida del otro.

Recibir cuidados y darlos

La educación para el desarrollo de la empatía no procede sólo del adulto hacia el niño, sino
también del niño hacia el adulto.

Sólo el niño que ha tenido la experiencia de ser objeto de amor en los momentos de dificultad,
de ansiedad, de dolor físico o moral, puede a su vez donar lo que ha recibido, porque conoce el valor
de este don. Sólo el adolescente y el joven que han sido respetados por el adulto incluso cuando
tenían ideas diferentes de las suyas, pueden a su vez comprender y apoyar a los padres en sus
ansiedades y dificultades, a menudo distantes de las propias.

Todo esto es lo contrario de la protección ciega que hace del propio hijo el centro del mundo: en
primer lugar, porque implica reciprocidad, es decir, dar y recibir cuidados. En segundo lugar, porque
la empatía implica siempre sentido de independencia y de iniciativa personal, valentía, y, en ciertas
circunstancias, capacidad de desafío: desafío a muchos conformismos que nos rodean, desafío a los
riesgos que decimos afrontar. Es una educación para la valentía, de la que seria importante,
conforme van creciendo nuestros niños, hablar con ellos. Hablar sobre cómo las motivaciones guían
los comportamientos y cómo los comportamientos producen siempre consecuencias Una educación,
pues, para el sentido de la responsabilidad no sólo personal y moral, sino también social, civil y, en
último análisis, simplemente humana.

DINÁMICA

• “Ponerse en la piel del otro”. Existe la posibilidad de aprender a “descentrarse”


también a través del juego. Ejercitémonos en defender, frente a un oponente, una tesis
que en realidad no compartimos pero cuyos aspectos válidos debemos demostrar en el
juego. El auditorio hará después sus comentarios. Es un ejercicio muy útil para los
padres de adolescentes….

• “Cuidado del otro”. Todos los adultos que tengan niños pequeños tienen la posibilidad
de escribir los comportamientos del cuidado del otro (coetáneo o adulto) notados en sus
hijos. Tratemos de recordar y presentar algunos de ellos. S i hay en el grupo alguna
educadora de guardería o de educación infantil, podrá enriquecer la muestra.

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EMPEÑO
Me ha resultado difícil escoger el título de este capítulo. No sabía si decidirme por fuerza de
voluntad, tenacidad u otro…, lo que demuestra la escasa familiaridad que tenemos hoy con los
contenidos de este tipo en el campo de la educación.

Y, sin embargo, el tema reaparece en el escenario después de un período en que parecía haber
desaparecido de los manuales de psicopedagogía. Y reaparece justamente porque todos los que
tienen una profesión educativa perciben que los niños, los preadolescentes y los adolescentes de hoy
manifiestan una incapacidad evidente para llevar a término cualquier tarea comenzada, para
mantener el esfuerzo necesario para la realización de algo que ellos mismos pueden haber decidido
emprender, como si la motivación inicial no fuera suficiente para mantener vivo e proyecto y
movilizar las energías necesarias para realizarlo. Y esto sucede no sólo cuando hay que llevar hasta
el final tareas más o menos fatigosas, sino incluso en el juego, cuando éste exige una cierta
continuidad.

Algunos han procurado descubrir las razones de tan difundida labilidad del empeño. ¿Acaso las
motivaciones no son lo bastante válidas? ¿Quizá los niños y los jóvenes están poco acostumbrados a
cualquier clase de esfuerzo? ¿O será que no están dotados de lo que comúnmente llamamos fuerza de
voluntad?

¿Y no podría suceder que, en un mundo que todos consideran “complejo” y tan distinto del de
ayer, nos contentáramos con llamar perezoso al muchacho que evita cualquier esfuerzo? Esto me
recuerda una vieja cantinela que mi madre me repetía irónicamente de vez en cuando:
“Pereza, ¿quieres un caldo?”
“Sí, mamá”.
“Acércame la taza”.
“¡Ya no lo quiero!”.

Niños distraídos y “transportados”

Considero que puede haber al menos dos factores en el fondo de esta huída del esfuerzo y la
fatiga necesarios para conseguir un objetivo.

El primer factor debemos buscarlo en esa especie de entrenamiento televisivo a que están
sometidos nuestros hijos. La televisión, como tantas veces se ha dicho, adiestra en el desarrollo de
ciertas habilidades, a la vez que permite que se atrofien otras. Si se está mucho tiempo ante e
televisor, se ejercitan las habilidades perceptivas, sobre todo las audiovisuales, para sentir estímulos
que se suceden con rapidez, para unir a ellos significados en continuo cambio. Sin embargo, la
televisión no ayuda a prestar atención de forma prolongada, a ejercitar una escucha gradual y
paciente, a elaborar estímulos, a reflexionar y profundizar en las situaciones.

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Esta es una de las razones principales por las que los alumnos en nuestros días parecen en
general muy hábiles para intuir y captar con rapidez propuestas y provocaciones cognoscitivas, pero
mucho menos hábiles y dispuestos para detenerse en ellas y desentrañarlas, explicitarlas y usarlas
por medio de la reflexión y el esfuerzo de la aplicación.

Un segundo factor se añade al anterior, aunque está más relacionado con aspectos de tipo
emotivo y afectivo. Nuestros hijos son objeto, desde la más tierna edad, de una oferta de bienes de
consumo tan abundante y anticipadora, tan en armonía con su egocentrismo infantil, que les hace
incapaces de concebir metas que no estén al alcance de la mano o no pueden ser conseguidas
enseguida y sin ningún esfuerzo.

Esta facilidad no se extiende sólo a los bienes de consumo, sino también a los medios de
transporte con que los niños se trasladan de un sitio a otro para disfrutar de una variedad de
ocasiones definidas como formativas. Niños perennemente “transportados”, introducidos en un
esquema de vida que, por exigencias de horarios y de trabajo de los adultos, tiende a hacerles pasivos
y no estimula la iniciativa autónoma. Y entonces…
“¡Uf! ¡Estoy agotado!”.
“¡No tengo ganas!”
“Ya no me gusta este juego”.
“No quiero asistir más a ese curso”.

¿Crecer o no crecer?

Según un famoso psicólogo, el ser humano se encuentra desde el momento de su nacimiento,


ante dos clases de metas, ante dos direcciones o dimensiones igualmente atractivas que poco a poco
orientarán sus opciones. Por una parte, están las atracciones de la seguridad, de la regresión, de la
dependencia de figuras protectoras; por otra, los placeres del crecimiento, del funcionamiento de
todas las capacidades propias, de la apertura al mundo externo, con sus retos y sus aventuras.

El proceso de desarrollo coincide con una serie infinita de situaciones para optar entre las
atracciones de la seguridad, la dependencia y la regresión, y las del crecimiento, la autonomía y la
madurez. Pero cada una de estas dos dimensiones comporta, además de una serie de atracciones,
también una serie de angustias, límites y riesgos.

Veamos, pues, cuáles son los riesgos principales inherentes a la opción de la dependencia y las
consecuencias que de ella se derivan.

Los niños hiperprotegidos, que consideran la vida como un medio de conseguir lo que quieren,
al centrar su atención en los propios deseos no saben afrontar la frustración, no saben aceptar un
“no” sin sentirse destruidos, negados en su identidad. Se encuentran desde el principio en una
situación de desventaja, lo que hará que sea más difícil aprender a “maniobrar” cuando lleguen las
desilusiones. Si no se pone ningún límite a sus necesidades y deseos, la misma valoración completa
de la realidad de la vida se verá distorsionada, pues difícilmente conseguirán elaborar una percepción
de sí mismos que se adecue a las concretas situaciones cotidianas.

En cambio, los riesgos relacionados con la aventura del crecimiento contienen un potencial
positivo, pues consisten en aceptar las propias limitaciones, afrontar las frustraciones que de ello se

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derivan, librarse del egocentrismo del propio deseo e interiorizar las normas que revelan los valores
vitales. Se trata, por consiguiente, de límites y vínculos que promueven la maduración de la
identidad personal.

Examen de conciencia

¿Cuál será, pues, el deber de los padres ante estas posibilidades del niño?
Los padres que deseen que el niño se sienta espoleado constantemente hacia la dimensión de la
autonomía y la madurez, deben intentar que las ventajas del crecimiento sean siempre superiores a
las de la regresión, y que los vínculos y los límites del proceso de desarrollo hacia la madurez se
conviertan en condiciones e incentivos para el logro de esas ventajas.

Evidentemente, para hacer esto los propios adultos deben a su vez haberlo realizado, es decir,
tienen que haberse convertido en personas maduras, capaces de asumir los propios límites y de
esforzarse constantemente en crecer como personas.

Esto debe llevarnos a hacer un examen de conciencia y preguntarnos por nuestra capacidad para
ser modelos de referencias; es decir, adultos fiables, no infantilizados ni apergaminados, sino vivos,
capaces de dialogar con nuestros hijos mediante un intercambio de experiencias comunes de
crecimiento humano.

DINÁMICA

• Preguntémonos cómo es posible desarrollar en los niños la capacidad de concentración y


de reflexión. Por ejemplo, ¿hemos intentado hablar con el niño sobre una escena vista en
la televisión? ¿Hemos tratado de conversar sobre los personajes de un relato?

• Hablemos sobre la oportunidad o no de exigir al niño el esfuerzo de asistir a diversas


actividades extraescolares. ¿No se podría pensar en un uso del tiempo libre más
relajado, pero también más rico en experiencias que contar y sobre las que reflexionar?

• También los padres deberían asumir un tipo de compromiso que, por lo general, tratan
de evitar. Además de educar a los hijos con espontaneidad en la vida cotidiana,
deberían encontrar el momento apropiado para reflexionar acerca de sus modos
concretos y espontáneos de educar. ¿No será posible tener en cuenta estas dos
vertientes?

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FELICIDAD Y SUFRIMIENTO
Hablamos de alegrías y de penas, pero… ¿de quién? ¿Del niño o de sus padres? La distinción
resulta bastante difícil, pues parece inevitable que los padres y el niño, especialmente en los años de
la infancia, compartan emociones. Es la madre la que suele estar especialmente implicada en las
emociones –dolorosas o gozosas- de su hijo, pero también el niño es profundamente sensible a las
emociones de su madre.

La madre, por otra parte, se sentiría realmente feliz si su hijo pudiera verse siempre libre del
dolor, el sufrimiento y la angustia. Y esto, como bien sabemos, es un sueño absurdo de
omnipotencia.

El sueño instrumentalizado

Con todo, este sueño, por más absurdo que sea, ha sido promovido muchas veces por corrientes
de pensamiento que trataban de protestar contra un tipo de educación excesivamente centrado en
intervenir de manera represiva y en suministrar sistemáticamente frustraciones y mortificaciones.

Por ejemplo, el autor del célebre libro Summerhill, que en los años setenta provocó tantos
debates, afirmaba que “el camino de la felicidad” que los padres podían abrir a sus hijos consistía en
permitirles “vivir según sus impulsos más profundos”; y escribía:

“¿Cómo puede darse la felicidad? Mi respuesta personal es: abolid la autoridad. Dejad que el
niño sea él mismo. No lo empujéis. No le deis lecciones. No le sermoneéis. No lo elevéis. No
lo obliguéis a hacer nada… Sólo así aprenderá a ser una persona libre, feliz en el trabajo, feliz
en la amistad y en el amor…”.

Hoy estas expresiones nos hacen sonreír un tanto por su ingenuo optimismo, pero no debemos
olvidar dos cosas:
En primer lugar, que el estilo educativo general ha cambiado hasta tal punto en los últimos
decenios que actualmente estamos buscando nuevos modos de recuperar una función de autoridad,
una capacidad para dar normas, para promover en los niños y en los adolescentes el esfuerzo, la
resistencia a las frustraciones y al cansancio.

En segundo lugar, no debemos olvidar que ahora son los medios de comunicación social los que
recuperan repetidamente el mito del niño feliz, y que la publicidad lo instrumentaliza en clave
consumista. “Esos niños son una ficción”, ha escrito acertadamente la periodista Natalia Aspesi al
hablar del estereotipo de los “niños televisivos”, unos niños que se nos presentan “cada vez más
preciosos en una sociedad que no quiere saber nada de ellos, que cada día trae menos niños al mundo
y que al mismo tiempo lo glorifica, los pone en el centro de todo, les impone la tarea de hacer felices
a los adultos, de garantizarles su seguridad y de dar un sentido al futuro, hoy tan incierto y oscuro”.

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Y crea en los adultos, más o menos conscientemente, la idea de que al menos la infancia debe
ser una edad serena e inocente que ha de ser protegida y gratificada, “porque la vida será después tan
dura con ellos como lo es con nosotros..”. Y todo esto se confunde con la sacrosanta guerra contra la
violencia infligida al niño, violencia que la misma televisión pone ante los ojos, pero en la que
preferimos no pensar, como si se tratara de cosas terribles que sólo les suceden a los demás.

¿Felices para siempre?

Ya vimos en el capítulo 2, dedicado a la “Afectividad”, que la posibilidad de sufrir forma parte


de la experiencia y de la vida humana desde sus primeros instantes. Es un hecho que no debe ser
infravalorado ni borrado. Puede parecernos obvio, pero no está muy de acuerdo con la visión
fundamental que nuestra sociedad parece tener de la vida. Se hace un esfuerzo enorme para poner
todos los recursos científicos existentes al servicio de la extinción del dolor en todas sus formas. No
hablo del legítimo esfuerzo por atenuar los sufrimientos relacionados con las enfermedades graves,
sino de la infinidad de inventos que deberíamos desear porque están orientados a eliminar molestias
o fastidios mínimos, a evitar el menor esfuerzo físico o psíquico. Una amiga pediatra me decía a este
respecto que los pañales que evitan que el niño sienta la incomodidad de la orina pueden llevarle
también a estar menos atento y vigilante en sus necesidades. ¡Es algo que no me parece muy
improbable!

Aceptar la presencia del dolor, físico o moral, significa para nosotros y para nuestros hijos
reconocer nuestro límite, nuestra finitud y nuestra vulnerabilidad. La infancia de nuestros hijos no
puede ser un tiempo alejado de lo humano, sin ninguna experiencia del dolor. Pero ello no debe
desasosegarnos; más bien debería ayudarnos, gracias a nuestras vivencias, a madurar una mayor
capacidad de acogida y acompañamiento del niño en todas sus experiencias dolorosas, desde las más
sencillas e “infantiles” hasta las que consideramos pesadas y crueles para su fragilidad.
No felices para siempre, sino acompañados siempre.

Acoger los sentimientos

Quiero hablar ni más ni menos que de un “derecho al propio dolor” del niño y del adolescente
cuando el adulto tiende a minimizar sus emociones o a sobrevalorarlas y asustarse. Se necesita
tiempo para “lamerse las heridas”, para recuperar al aliento y entender lo que ha sucedido.

Acompañar al niño en sus momentos de dolor significa especialmente sintonizar con sus
sentimientos sin invadir con prepotencia su territorio íntimo. Significa renunciar a valorar el
problema que tiene desde nuestro punto de vista, y respetar el suyo. Y, si es posible, tratar con él los
modos de cambiar las cosas y su visión de ellas. No se le hace un buen servicio si se reacciona
diciendo: “¡No te tomes tan a pecho una tontería como ésta!”. O bien, “¡Pobrecito mío, luego
salimos y te compro bombones!”.

En el fondo de los lamentos del niño puede haber algo muy importante. Aunque, en la práctica,
se trate de una disputa con un compañero, o de los celos de un hermanito, o de un contratiempo
escolar, o de una mortificación injustamente padecida, en el fondo se encuentra la sensación de una
herida en la propia intimidad, que comporta asimismo miedo a perder amor. Y los padres, si
intervienen de forma inadecuada, pueden agudizar ese miedo. En cambio, si acogen el dolor del

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niño sin infravalorarlo ni dejarse contagiar por él, se ponen ante él como un espejo, lo cual hace
visible y comprensible, y por tanto dominable, lo que al niño le parece confuso y turbador.

¿No nos comportamos así cuando el niño nos parece feliz? ¿No somos nosotros mismos el
espejo de su alegría?

DINÁMICA

• ¿Después de qué experiencias veis a vuestro hijo triste, desanimado o afligido? ¿Qué
formas de intervención consideráis que podéis adoptar en esos momentos? ¿U os parece
más bien que debéis quedaros al margen y esperar a que se serene?

• ¿Recordáis algún momento en que vuestro hijo os haya parecido feliz “por una tontería”,
por algo que a vuestro juicio no tenía ningún valor? ¿Conseguís participar también en
esta forma de felicidad?

• Ante ciertas reacciones de tristeza o de alegría de vuestro hijo, ¿no se os ocurre pensar
por un instante que todavía no le conocéis bien porque teníais otras expectativas? ¿Os
parece esto un defecto o una ventaja?

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FRUSTRACIONES
Pocas palabras del lenguaje psicológico se han hecho tan populares como el término
frustraciones. Aunque puede parecer difícil definirlo correctamente, casi todo el mundo intuye su
contenido en forma inmediata y precisa.

Quien está interesado en la educación de los niños sabe perfectamente –y no sólo porque lo haya
leído en algún manual, sino por experiencia directa- que las frustraciones colaboran en la formación
de la personalidad. Y esto, traducido en términos muy prácticos, significa que nadie se hace
“mayor” consiguiendo siempre lo que desea del mismo modo que no se aprende a vivir en un mundo
real, de luces y sombras, de victorias y derrotas, permaneciendo en un mundo ideal, hecho sólo de
gratificaciones.

Por consiguiente, el niño debe aprender a afrontar también la “derrota del deseo”, lo que
llamamos frustración. Y probablemente el adulto tiene también algo que aprender en este sentido.

Efectivamente, aunque el modo de educar al niño para que sea emprendedor, autónomo y activo
pueda parecer bastante claro –al menos en teoría-, pues se trata sencillamente de animar una
tendencia espontánea que le acompaña, es más difícil entender de qué modo se le puede ayudar a
aceptar las situaciones en las que esa tendencia se adentra en un camino equivocado, pues la
frustración tiene lugar ante una especie de “barrera” que se interpone entre él y la meta a la que
quiere llegar.

Deseos omnipotentes

Cualquier niño, especialmente en el período de la primera infancia, se caracteriza por una forma
de pensamiento llamada omnipotente, que le hace creer que puede controlar con su deseo toda la
realidad. Por ejemplo, cree que puede ejercer este control mediante rituales de tipo mágico que pone
en marcha él solo o con los de su edad (para conseguir que el mal tiempo sea bueno, para que un
objeto roto se recomponga solo, para que por la noche no tenga malos sueños…). La falta de
distinción entre realidad e irrealidad, típica del niño en edad preescolar, mantiene durante mucho
tiempo viva esta omnipotencia del pensamiento y del deseo, y ello impide una confrontación racional
entre medios y resultados. De hecho, lo que cuenta para el niño no es criterio de la verdad de los
hechos, como sucede con el adulto, sino el criterio de gratificación emotiva y afectiva: un ritual
mágico puede consolar, apoyar, guiar…

Sería un gran error valorar desde un punto de vista moralista esta omnipotencia del pensamiento
infantil y tratar de mortificarla. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando el adulto, más que ayudar al
niño a aceptar los límites impuestos por la realidad circundante, trata ni más ni menos que de
“entrenarlo” para las frustraciones suministrándole intencionalmente alguna dosis de las mismas,
como si no bastara la que ya la realidad cotidiana infunde en él inevitablemente. Es algo que puede
suceder de muchos modos, incluso meramente verbales, como cuando a una adversidad sufrida por

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el niño se añade un comentario malévolo del adulto: “¿No querías ir por libre? ¡Pues te aguantas! La
próxima vez me harás caso”. O bien: “¿No te dije que tú solo no lo conseguirías?”.

De este modo, lo único que hacemos es incrementar en el niño esa reacción tan espontánea y
natural ante la frustración como es la agresividad, reacción que en el propio adulto constituye la
salida más inmediata a todo sentido de frustración. Basta con recordar lo que sucede entre los
automovilistas cuando, con razón o sin ella, uno se siente de alguna manera humillado por la
prepotencia de otro.

Participar en las emociones del niño

La estrategia correcta no consiste en someter al niño a un proceso de frustraciones o en


agravarlas con comentarios duros, sino más bien en ayudarle a aprovecharlas de manera
constructiva.

A esto únicamente se puede llegar si se permite que el niño exprese su tristeza o su rabia por lo
que le ha sucedido, y si se acogen con simpatía sus sentimientos.
“Me parece que estás enfadado porque no has conseguido dibujar lo que querías. ¡Qué rabia da
cuando se piensa en algo bonito…!”
“He visto que estabas furioso cuando la vecina vino a interrumpir nuestro juego. ¡Qué ganas
tenía de que se fuera…!”
“Estás triste porque tu amigo debe cambiar la casa, y no podréis jugar juntos; claro que es triste
tener que dejar a un amigo…”

Después de expresar esta participación en los sentimientos del niño que le puede ayudar a
elaborar la frustración padecida, sugiriéndole alguna salida positiva: ir con frecuencia a ver al amigo,
dibujar la rabia o la tristeza, compartir otro juego, etc.

Cuando el niño es mayor, las frustraciones pueden proceder del colegio, de los compañeros, de
las situaciones más diversas. Pero el método correcto es el mismo: ayudarle a expresar lo que siente
y a formular un nuevo plan de acción. Es lo que hace el adulto inteligente cuando, si no logra
realizar un proyecto, vuelve a examinarlo y trata de reformularlo de manera más adecuada teniendo
en cuenta los límites que la realidad le impone.

Confiados en el mundo

El pensamiento omnipotente con que el niño pequeño pretende controlar el mundo circundante
desaparece gradualmente, para dar cabida a un sentido de la realidad más eficaz. Es algo que se
verifica poco a poco, porque la adquisición del principio de realidad no significa que el niño
abandone de repente sus rituales mágicos, sus necesidades de recluirse en lo fantástico, sus
regresiones y compensaciones.

Esta evolución hacia el sentido de la realidad sólo tiene lugar de manera sana y equilibrada si el
niño ha podido adquirir desde la infancia una confianza básica en el mundo que le rodea. Entonces
sabrá afrontar las frustraciones de manera constructiva y fuerte, pues habrá tenido la experiencia de
ser amado, entendido y ayudado; habrá conocido, a través de la familia, un mundo que no le da

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miedo y que, a pesar de establecer límites y vínculos, no le es hostil; más aún, querrá acogerlo y
hacerle sitio.

DINÁMICA

• Frustración y agresividad están íntimamente relacionadas. ¿No reaccionamos también los


padres cuando algo no funciona debidamente? Esto debería facilitar nuestra comprensión
de los desahogos del niño ante sus frustraciones, aunque “la culpa sea suya”.
Recordemos alguna situación vivida y cómo podríamos reaccionar si se presentara de
nuevo.

• Reorganizar las propias metas es fundamental para evitar ciertas frustraciones repetidas.
Podríamos también ayudar al niño a hacer este trabajo, no en el momento en que se
encuentra a merced de la rabia, sino aprovechando un momento de calma. ¿No sería
posible acordar con él un “plan” de mediación con la realidad? Reflexionemos y
propongamos.

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IMAGINACIÓN Y VERDAD
Imaginación, fantasía, creatividad… son términos que fueron muy usados en un tiempo no tan
lejano, cuando la explosión tecnológica no había invadido aún la esfera de la educación infantil.
Hoy son muchos los padres que se lamentan de que los niños hayan dejado de tener imaginación,
carezcan de fantasía para inventar juegos, no les gusten los cuentos ni se inspiren en ellos para
dibujar y soñar. Y la culpa de todo la tiene la televisión, porque todo lo que los niños ven en ella
(bien sea en los dibujos animados o en los telediarios) está impregnado de un realismo brutal, que
repercute luego en sus juegos, en sus dibujos y hasta en sus mismas fantasías.

¿Están así las cosas en realidad? ¿Es verdad que los niños de hoy no son “creativos” como los
de la generación pasada, y que se limitan a copiar o calcar los aspectos de la realidad que ofrecen los
medios de comunicación? Si nos fijamos atentamente en los juegos de los niños y nos limitamos a lo
más evidente (como los gestos caricaturescos de agresividad, el lenguaje de los tebeos, las actitudes
de omnipotencia, etc.), podemos constatar la presencia de otros aspectos que revelan que los niños
nunca son imitadores pasivos, sino reelaboradotes inteligentes. En esos juegos se “cuelan” casi
siempre elementos mágicos, ritualistas, o bien elementos emocionales (transfigurados pero
reconocibles), sacados de la experiencia cotidiana, y también juegos de palabras basados en lo
absurdo, lo posible, lo fantástico.

Todo esto confirma la verdad de la afirmación de muchos especialistas que dicen que todo
producto de la imaginación infantil está compuesto de elementos tomados de la realidad e integrados
ya en la experiencia del niño, a partir de los cuales puede éste realizar combinaciones nuevas. Es
indudable que, cuanto más rica y variada es la experiencia del niño, tanto más abundante es el
material con que puede contar en todas las expresiones de su “creatividad”. En este sentido, tienen
razón quienes no desean encasillar al niño únicamente dentro de la definición del niño tecnológico.
La tecnología está muy bien si no sustituye a todo lo demás.

Magia para todos

El niño cuenta con una preciosa reserva para no acartonarse y convertirse en un niño
unidimensional. Esta reserva está constituida por el llamado pensamiento mágico. Alguien dirá:
“¡El pensamiento mágico tiene que ver solamente con un tiempo de la vida del niño, el del período
pre-escolar!”. Por el contrario, el pensamiento mágico está reconocido actualmente como un
componente y un recurso reconocido actualmente como un componente y un recurso constante del
ser humano en su adaptación a la realidad. Pero ¿cuáles son sus características?

Generalmente, nosotros razonamos por distinciones y contraposiciones. Por una parte está la
realidad, y por otra la fantasía; por un lado está el pensamiento lógico, y por otro el irracional;
contamos con una verdad objetiva, relacionada con los hechos, y con una versión inventada, que
suele ser falsa. El criterio verdadero/falso, objetivo/subjetivo, real/fantástico, domina toda nuestra
vida y hasta nuestro modo de educar a los niños. En estas contraposiciones, el segundo término se
considera siempre negativo, es decir, falso, fingido, irracional… Y, sin embargo, el mundo mágico

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del niño nos fascina, y tememos su pérdida. Percibimos oscuramente que ese mundo constituye un
recurso indispensable para comprender la realidad y no para alejarla. Es evidente que en el niño el
pensamiento mágico tiene características bastante diferentes de las que asumirá cuando sea adulto,
excepto si se trata de un adulto ligado al materialismo de las formas mágicas, que en este caso se
vuelven verdaderamente faltas de toda creatividad, como sucede con los comportamientos y objetos
relacionados con formas de superstición. La dimensión mágica en el adulto, que asume formas de
gran fascinación en las creaciones de los narradores, de los artistas e incluso de los hombres de
ciencia (cuyo discurso es rico en metáforas y elementos simbólicos), se manifiesta como capacidad
de tener un pensamiento no rígido y unidimensional, sino flexible, abierto a los reclamos no
racionales, a la lectura de las imágenes y de las metáforas, a las soluciones fantásticas de problemas
reales. Y podemos ejercitarnos en todo esto, como nos ha enseñado Gianni Rodari en su Gramática
de la fantasía.

Ficción y realidad

Pero volvamos al niño. Es verdad que de pensamiento mágico se habla especialmente en


relación con el período de crecimiento que va, aproximadamente, desde los tres hasta los seis años.
Se trata de un período en el que todavía no hay límites claros y estables entre el mundo emotivo
interior del niño y el mundo real exterior. La realidad más intensamente vivida y conocida por el
niño es la de sus emociones, deseos y necesidades, y esta realidad está siempre contaminada y
provocada por los elementos del mundo exterior. Por consiguiente, interior y exterior son dos
mundos que forman uno solo, pues la realidad adquiere la configuración de las propias necesidades
emotivas y cambia con ellas, y el yo está “difuso” en el mundo y en las cosas, a las que transmite
emociones, vibraciones y estados de ánimo.

Esta compenetración entre realidad externa y realidad interna está en el fono de muchísimas
manifestaciones del comportamiento infantil. Es evidente en el juego, en las actividades expresivas,
en el uso del lenguaje, pero también en los rituales que el niño inventa para protegerse del miedo o
de la ansiedad, en ciertos tipos de mentiras, en el placer que siente al escuchar cuentos, en la
creación de explicaciones fantásticas ante ciertos acontecimientos externos.

En el plano del juego de ficción, de manera especial, los niños tienen la posibilidad de tejer
formas de imitación de la realidad que los rodea con el componente emotivo de sus deseos: por
ejemplo, el juego de la niña que finge ser una maestra poderosa y aterradora, o el del niño que con
una fórmula mágica consigue destruir a una multitud de enemigos imaginarios. Es cierto que en
estos juegos podemos reconocer la presencia de elementos que provienen de experiencias de los
niños como telespectadores, pero no por ello será correcto decir que los niños no tienen fantasía o
que se limitan a reproducir de forma chata una aventura de dibujos animados.

Además, sería reduccionista ver todo esto simplemente en clave de juego, porque, aunque éste
tenga una función, parece dejar las cosas como están. Entre imaginación y realidad hay una continua
posibilidad de transformación recíproca que enriquece a ambas. Y es que si, por una parte, las
experiencias de la realidad suscitan emociones que se traducen en imágenes, por otra las expresiones
de la imaginación así obtenidas influyen a su vez en la realidad, la modifican. ¿De qué modo? De
modo evidente en lo que tiene que ver con las producciones del mundo adulto. La imagen creativa
que, inspirándose en la realidad, produce algo (una pintura, una música, una poesía) hace que ese
algo se convierta en parte de la realidad humana y la enriquezca. Ahora bien, manteniéndonos en el

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mundo de la infancia, ¿no es verdad que justamente al observar las creaciones de los niños (desde las
más efímeras de los juegos de ficción hasta las más significativas, como el dibujo, la narración, etc.)
se ha hecho necesario modificar aspectos importantes de la realidad que les rodean, para hacer que
correspondan a la nueva imagen que los niños dan de sí mismos a través de estas expresiones
espontáneas? ¿No son los niños los verdaderos constructores de la guardería o del centro de
educación infantil?

A su vez, estas modificaciones, estos modos nuevos de acercarse al mundo del niño,
contribuyen a enriquecer su experiencia, como en un “círculo virtuoso” de intercambio recíproco.
Evidentemente, de este círculo no se pueden extraer los instrumentos y los lenguajes típicos de
nuestra civilización tecnológica. Cabe incluso esperar que sabremos convertirlo en una fuente de
experiencia y de emociones positivas, de tal modo que los niños puedan elaborar los contenidos y los
estímulos, transformándolos y enriqueciéndolos a su vez.

Lenguajes que hay que salvar

En este punto podemos preguntarnos cómo enriquecer las experiencias del niño, que vienen a
ser algo así como los ladrillos, los elementos de partida para su interpretación de la realidad. Para
responder a esta pregunta debemos ponernos enseguida en guardia, a fin de no creer que “enriquecer
las experiencias” significa “regalar muchas cosas”. Nunca se insistirá bastante en que la calidad de
las relaciones (con los padres, con los educadores, con los demás niños) es la condición esencial para
una calidad de vida capaz de facilitar al niño experiencias ricas y variadas.

Sin embargo, en un plano más específico, esto significa que se debe permitir que el niño se
exprese usando todos los lenguajes de los que normalmente está dotado. Especialmente entre los dos
y los cinco años de edad, el niño tiene una enorme necesidad de comunicar de acuerdo con los que
han sido llamados vehículos simbólicos básicos: el lenguaje, la recitación… Luego, entre los cinco y
los siete años, sus posibilidades se amplían notablemente con la posesión de instrumentos que le
permiten expresarse “por escrito”, es decir, produciendo algo que permanece. Con todos estos
lenguajes e instrumentos, los niños transmiten significados, recurriendo muchas veces a las
imágenes, a la reelaboración fantástica de las experiencias vividas.

Pero para que todo esto suceda se necesitan adultos (padres, y también maestros) que estén
abiertos a las llamadas de la fantasía, que no teman secundarla y que incluso deseen “regresar” para
gustar los mágicos placeres infantiles que hay en el fondo de todo tipo de creatividad. Como dice
Rodari, el adulto que educa niños debería ser ante todo un “promotor de creatividad”.

DINÁMICA
• En la piel del niño. En un libro así titulado, el autor nos invita a aprender a “regresar”
para identificarnos con las necesidades reales de un niño típicas de su edad. Uno de los
ejercicios que propone cosiste en tratar de inventar una breve historia propia de un niño
de cuatro años y entender cuáles son los elementos y los contenidos que la diferencian
de una historia propia de niños de ocho a diez años. Pueden idearse variantes sobre este
tipo de ejercicio.

• ¿Son supersticiosos los adultos? Tratemos de decir, sin pudor, cuáles son las “magias”
en las que creemos. ¿Hay algo en común entre estas creencias y las de los niños?

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MENTIRAS Y SECRETOS
En un hermoso libro dedicado a los padres leo estas afirmaciones: “Ser capaz de decir mentiras
forma parte del desarrollo normal de un niño”; “Ser capaz de tener secretos es una parte importante
del desarrollo personal y social”.

Considero que afirmaciones como éstas –ampliamente motivadas y demostradas en el libro-


pueden ser útiles para los adultos que piensan que decir mentiras es el defecto más grave de sus hijos
o el preludio de comportamientos “descaminados”, pero también para los padres que pretenden
establecer con sus hijos una relación de total transparencia e intimidad, especialmente para poder
controlarlos mejor y tranquilizar su ansiedad.

Siempre hay una primera vez

Contar mentiras es, pues, una “capacidad”. Cuando ésta se manifiesta, podemos alegrarnos de
que nuestro hijo haya madurado los instrumentos imaginativos y lingüísticos necesarios para
construirla. Esto no tiene nada que ver con juicios de tipo moral, y es algo que experimentamos
también en otros casos. Por ejemplo, la primer pelea entre niños es síntoma de una maduración de
sus capacidades sociales y de su sentido de la identidad. El primer capricho es el anuncio de una
necesidad de explorar el ámbito donde moverse. Se trata siempre de conquistas evolutivas, de
señales de una salud psicológica excelente y de la que los padres pueden atribuirse un cierto mérito.

La cual no significa que a partir de ese momento se le vaya a permitir al niño mentir
alegremente (o pelearse, o ser caprichoso), sino, al contrario, que se dispondrá de instrumentos más
eficaces (mejores que el reproche, la represión o el castigo) para intervenir en sentido educativo
sobre este aspecto del comportamiento, aprovechando precisamente los instrumentos imaginativos y
lingüísticos y la madurez de autonomía implicados en la aparición de un “defecto”.

Pero, ante todo, debemos entender al menos algunos motivos por los que el niño dice una
mentira. ¿Por qué recurre a ella aún cuando dice una mentira. ¿Por qué recurre a ella aún cuando no
consiga con ello ninguna ventaja evidente? La pregunta es más compleja de lo que parece, pues está
íntimamente relacionada con la edad de los niños y, por consiguiente, con las necesidades a ésta
inherentes, así como con la trama de sus experiencias familiares y sociales. En cualquier caso,
podemos hacer algunas consideraciones generales.

“Mi gato sabe leer y escribir”

Una afirmación tan descabellada como ésta ¿es un juego o pretende ser verdadera?
Cuando los niños son todavía pequeños, sabemos lo difícil que les resulta distinguir claramente
entre lo que sucede en la realidad y lo que se produce en su imaginación. Esta distinción entre
realidad e imaginación es válida únicamente para los adultos, que basan en ella la distinción
verdadero/falso. La verdadera realidad para el niño es a menudo la que tiene lugar en el escenario de

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sus deseos, de sus emociones y de sus juegos de fantasía. Aquí no vale la oposición verdadero/falso,
porque la verdad es mágica; lo que para nosotros es real puede ser para el niño sólo aparente y, por
consiguiente, falso. El proceso mental por el que el niño llegará a madurar un criterio de la realidad
semejante al del adulto es generalmente muy largo, y cuenta también con las incidencias del
recorrido, es decir, con regresiones. En cualquier caso, está claro que, si este criterio no le acompaña
todavía (especialmente entre los tres y los cinco años de edad), es absurdo creer que se le puede
imponer al niño desde fuera, como un deber que a nosotros nos parece de una sencillez casi
mecánica: “¡Basta decir qué ha sucedido realmente!” Pero ¿qué ha sucedido realmente?

“¡Yo no he sido!”
“¿Y quién te parece que ha sido?”
“¡Yo no!”.

A veces el niño niega que ha cometido una acción que sabe que es reprobable, porque necesita
separar la mala acción de su personalidad. Es como si dijera: “¡Aunque yo haya hecho eso, no por
ello soy malo!”. También puede querer decir. “¡He fallado, no quería hacerlo!”

Es costumbre muy difundida entre los adultos la de llamar “malo” al niño que hace alguna cosa
que no es buena, mientras que deberíamos ser siempre capaces de lamentar la mala acción sin
implicar en el reproche la personalidad del niño que la hace, porque corremos el riesgo de darle una
imagen negativa de sí mismo. También aquí, como en muchos otros campos, el adulto debe aprender
a manifestar su desaprobación sin debilitar el yo del niño, que está creciendo fatigosamente.

“Mis padres me encontraron en un bosque”

Muchos niños entre los seis y los siete años sienten la fascinación de decir mentiras (que a
menudo creen que son incontrolables para los adultos, o esperan que así sea) sobre su historia, sobre
su pertenencia familiar. ¿Por qué? Porque sienten la necesidad de llamar la atención, de seguir
experimentando la eficacia mágica de su fantasía ante las duras pruebas del principio de realidad, y
también para satisfacer necesidades o deseos relacionados de alguna forma con la esfera afectiva.

Algunos especialistas hablan de la fantasía del niño abandonado como de una modalidad
bastante difundida. El niño fantasea con la idea de que ha sido “encontrado” y, por tanto, tiene
padres mucho más deseables (más importantes, más inteligentes, más ricos…) que aquellos con los
que vive cotidianamente. Esto no quiere decir que el niño no quiera a sus padres o que no sea amado
por ellos. Es el juego del “qué bonito sería si…”: una especie de juego de ficción que apaga ese
deseo, tan frecuente en el niño, de transformar la realidad y de tener poder sobre ella.

“¡Habría sido mejor si te hubiera dicho una mentira!”

Cuando el niño dice la verdad y no se le cree, sufre enormemente, pues no se trata tan sólo,
como en el caso del adulto, de un desagradable equívoco producido en el terreno de lo verdadero y lo
falso, sino de una herida infligida tanto a la persona del niño, considerada no fiable, como a su
sentido de la justicia, que está siempre bastante desarrollado.

Cuando el niño confiesa la verdad y es castigado por lo que confiesa, sin tener en cuenta el
esfuerzo que ha hecho, se siente llevado a pensar que no merece la pena decir la verdad.

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Y cuando se le promete que no será castigado si dice la verdad y, después de haberla dicho,, se
le castiga irremisiblemente, se convence de que no hay que fiarse del adulto y se comportará en
consecuencia.

Tener secretos

Además de las mentiras están los secretos: los secretos personales, que protegen la necesidad
del niño de tener espacios propios de intimidad que lo defiendan de la injerencia de los adultos y,
sobre todo, los secretos compartidos con sus hermanos o sus amigos, con quienes, transformar una
alianza, consigue establecer una especie de espacio encantado en el que los adultos, aún siendo tan
poderosos, no pueden entrar. Los secretos pueden referirse a las más diversas intenciones, desde las
de los llamados compañeros imaginarios, de las que a menudo se rodea el niño, hasta las de
verdaderas sociedades secretas dotadas de lenguajes codificados; desde la acumulación de “tesoros”
preciosos hasta la búsqueda de un lugar secreto misterioso y estimulante.

Los niños exploran y experimentan de este modo su independencia del mundo del adulto y
confrontan su condición en un plano paritario. De alguna manera, recuerdan a los adolescentes que,
justamente a través de la participación en el grupo de sus iguales, aprenden a emanciparse y a
establecer una distancia del control del adulto que les hace sentirse dependientes e insignificantes.

El adulto teme a menudo que estas invenciones infantiles alejen aún más al niño de la
adaptación a la realidad que parecen esperar, por poco atractiva que la consideren. Pero más bien es
verdad lo contrario, es decir, que a través de estas invenciones y estas construcciones fantásticas,
aunque edificadas con elementos reales, los niños aprenden a acercarse gradualmente a la realidad, a
aceptar los límites y las normas de ésta; a planificar tareas, a compartir lenguajes y a formular
proyectos. Y éstas son precisamente las características que necesitan los seres humanos para vivir en
contextos comunitarios.

Si el adulto descubre los indicios de un mundo secreto infantil relacionado con un lugar, un
ritual, un conjunto de claves o un gesto de acuerdo, hará bien en no entrometerse ni intentar
conseguir que el niño le cuente esas cosas tan extrañas para él. Y es que la mayor parte de los niños
no están dispuestos a ceder en esto. Los padres parecen omnipotentes, pero el niño descubre ahora
que tiene el poder de callar y, por tanto, de conservar el control sobre su mundo secreto, que le
parece un bien precioso.

Respetémosle, pues estamos ante el nacimiento de un sentido de la responsabilidad, personal y


social, relacionado con la percepción de una capacidad de compartir cuyas bases anidan en lo íntimo
de la conciencia.

En la piel del niño

¿Cuáles son, pues, las actitudes que los adultos deben adoptar ante el problema de las mentiras
y los secretos infantiles? Las resumimos del siguiente modo:

- dar ejemplo personal de sinceridad, manifestando una transparencia que deje el mínimo
espacio posible a las pequeñas hipocresías tan difundidas entre los adultos por motivos de
conveniencia social;

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- ayudar al niño a “remediar” la mentira que dice para esconder alguna fechoría, ofreciéndole
la posibilidad de una mediación y mostrándole confianza;

- no temer que las mentiras de la fantasía de los más pequeños puedan impedirles la
adquisición del sentido de la realidad; con mucho, esforzarse por entender si en la raíz de las
mismas hay alguna necesidad afectiva fácilmente colmable;

- guardarse de hacer al niño promesas que luego no se cumplen, pues de este modo se le daría
una prueba concreta de comportamiento no sincero;

- facilitar la expresión de todo sentimiento que el niño experimenta, tanto si se trata de


sentimientos positivos como si entran en juego los celos, la hostilidad, la ira, la tristeza, etc.
Saber que todas las motivaciones profundas pueden ser expresadas sin miedo, mueve al niño
a la confidencia y a la sinceridad.

Quiero concluir con un pensamiento que sirva de ayuda. A menudo las mentiras dicen la
verdad: nos dicen qué siente el niño, qué problema tiene, qué deseos conserva en su interior. En
suma, nos ayudan a entenderle mejor. Un niño que no es feliz miente a menudo, pero sus mentiras
son el lenguaje que le permite transmitir mensajes. Tratemos de acoger estos mensajes y de
descifrarlos. Raramente miente un niño sereno, pero nos llama la atención a veces con sus mentiras
paradójicas, que pueden ser un signo de salud, de una fantasía desbordante que necesita
expansionarse, provocar, jugar al escondite con el adulto. Y es importante responder al juego
poniéndose “en la piel del niño”.

DINÁMICA

• Hagamos el inventario de las mentiras más grandes e inverosímiles dichas por nuestros
hijos y tratemos de descifrarlas juntos.
• De niños tuvimos sin duda la posibilidad de compartir con los de nuestra edad algunos
espacios secretos, tesoros escondidos, alfabetos cifrados, etcétera. Tratemos de
recuperar algún recuerdo volviendo la infancia… para estar más cercanos a nuestros
hijos.
• Pensando en los juegos “de ficción” que tanto gustan a los niños, tratemos de identificar
los elementos de realidad que se pueden encontrar en los guiones más fantásticos.

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MIEDOS
Los adultos solemos pensar que tenemos las ideas muy claras acerca del espacio que hay que
conceder a los miedos. Sabemos que no hay que ser miedosos, pero tampoco temerarios. El
principio de la realidad es la gran brújula que nos permite razonar y de la que disponemos para
navegar en el vasto mar de los posibles miedos.

Por eso nos parece lógico que el niño tenga miedo ante peligros reales, o al menos posibles, de
los que, por otra parte, tratamos de protegerle. En este caso el miedo es útil, porque evita problemas.
Y hasta hay ocasiones en que nos vemos obligados a “infundir miedo” al niño excesivamente
alocado o temerario, porque todavía no percibe algunos riesgos presentes en el ambiente doméstico o
fuera de casa.

En cambio, somos menos comprensivos con los miedos que, a nuestro parecer, no tienen
fundamento, que son inverosímiles o imposibles, como cuando el niño dice llorando que tiene miedo
a la oscuridad, a los fantasmas, a algún animal feroz, a los sueños. Nosotros decimos que esos
miedos son irreales, es decir, que no están basados en un sano sentido de la realidad y que, por tanto,
son injustificados. Decimos incluso que son miedos imaginarios. Y, sin embargo, son realísimos.

Sucede así porque, desde nuestro punto de vista de adultos, nos inclinamos a pensar que el
proceso de crecimiento del niño debería comportar una trayectoria gradual que va de los miedos
irracionales a los racionales. En cambio, el proceso evolutivo sigue otras leyes, menos simples pero
más ricas en imprevistos, y relacionadas con una serie de factores que tienen que ver con la
maduración del niño y las características de los contextos donde éste crece.

Las aventuras del desarrollo

Vamos a tratar de ofrecer un cuadro muy sintético de los llamados miedos evolutivos, es decir,
relacionados con determinadas fases del desarrollo.

Si partimos del recién nacido, no creo que se pueda hablar de miedos en relación con las
reacciones innatas de sobresalto y llanto que los lactantes manifiestan como respuesta a estímulos
violentos (ruidos estridentes y fuertes, movimientos con pérdida de equilibrio, aproximación
repentina de objetos…). Sucede más bien que el lactante manifiesta, mediante reacciones como el
llanto, enriquecidas poco a poco con otros comportamientos, lo que es el miedo más antiguo en la
historia de la especie humana: el miedo al abandono, que significa fundamentalmente imposibilidad
de sobrevivir, aniquilación. Este miedo profundo y primitivo se convierte después en formas como
el temor a la separación de las figuras conocidas y la angustia ante el extraño.

En el segundo año de vida los miedos infantiles aparecen relacionados con dinámicas típicas de
un período en que el niño comienza a adquirir la conciencia de ser alguien entre los demás y a
ejercer sus competencias para autoafirmarse. Comienzan los primeros choques con el adulto, se

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establecen las primeras normas y se afirman los primeros retos y transgresiones. Esto genera en el
niño intensos sentimientos de culpa, que actúan en la dinámica afectiva y pueden manifestarse
también a través de recrudecimientos de las fantasías/miedos de abandono y separación, con carácter
autopunitivo.

Entre los tres y los seis años, el niño puede perder algunos miedos específicos de carácter
realista y “sano”, en virtud de sus nuevas capacidades, mientras que desarrolla, gracias a la rica vida
de fantasía que caracteriza este período (llamado precisamente del pensamiento mágico o animista),
un repertorio de miedos fundados en la actividad de la imaginación: miedo a la oscuridad, a los
ruidos extraños, a la penumbra que difumina el perfil de las cosas, a una tela agitada por el viento, a
los fantasmas… A éstos se añaden a veces los miedos que tienen que ver con la propia integridad
corporal, que se expresan con frecuencia a través de los sueños: miedo a ser devorado, a ser herido, a
ser agredido por animales feroces, a morir, a caerse o ahogarse.

Miedos viejos, capacidades nuevas

Entre los seis y los ocho años se abre camino la adecuación al principio de realidad. Pero en el
comienzo de este período perduran aún los miedos de tipo mágico y los relacionados con los propios
sentidos de impotencia e inadecuación. Una buena relación entre familia y colegio puede ser muy
útil para ayudar al niño a trazar una línea divisoria entre fantasía y realidad, capaz de salvaguardar la
autoestima y dar cabida a su mundo emotivo mediante la expresión verbal y simbólica.

A medida que el desarrollo avanza, los miedos que lo habitan se interiorizan y, en cierto modo,
se afinan: se muestran con más claridad los miedos al fracaso, a la desaprobación y al rechazo, que
ponen en primer plano el viejo miedo al abandono, acompañado de sentimientos de culpa.

Durante la adolescencia, el abanico de miedos tiene que ver, por una parte, con la propia
identidad y por otra, con las relaciones interpersonales. El proceso de la pubertad azuza miedos
relacionados con la propia “normalidad”, con la propia imagen, con el sentido de la propia persona, y
paralelamente se teme no ser aceptado, no ser escuchado, no ser comprendido y no ser amado. De
ahí también las formas, a menudo difíciles y contradictorias, con que el adolescente se esconde y se
exhibe al mismo tiempo.

¿Tener miedo de los miedos?

Muchas veces el adulto tiene miedo… de los miedos del niño. Esto es evidente cuando piensa
que puede encontrar la causa precisa que ha provocado en su hijo un miedo que antes no tenía. Se
grata casi siempre de una ilusión. Sólo un trauma grave puede hacer que de un día para otro un niño
manifieste pánico en relación con un objeto o con una situación anteriormente no temida. En
cambio, si el miedo aparece después de que el niño se haya visto expuesto a un estímulo que en sí
mismo no es de temer, y no lo es para otros niños, quiere decir que el objeto o la situación ha sido
simplemente la ocasión para que apareciera lo que ya estaba aflorando y que, de todos modos, habría
aflorado visiblemente.

En cualquier caso, no debemos temer la entrada en escena de estos miedos, que, aún cuando
puedan turbar la marcha de la vida familiar, sirven para que el niño madure. Son miedos que salen a
la luz inevitablemente. ¿Por qué? Porque pertenecen a la especie humana, y los humanos nos

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singularizamos por un largo proceso de adaptación del que ninguna otra especie puede jactarse.
Justamente por ser tan largo y fatigoso, este proceso exige una profundización continua, pero
también produce un enorme repertorio de competencias.

Por lo demás, reflexionemos sobre el hecho de que la lista de miedos contenidos en este
capítulo es, por una parte, muy incompleta (nada se dice de los miedos más comunes, incluso a
muchos adultos) y, por otra, excesiva, porque no debe darse por descontado que todos los niños
manifiestan todos los miedos a los que se alude. Sólo se ha ofrecido un abanico de posibilidades,
sobre las que hemos reflexionado para que cada cual deduzca lo que le parezca más útil para
comprender a su hijo.

Qué hacer (y no hacer)

Si es difícil decir con precisión por qué un determinado niño, en una situación dada, manifiesta
ciertos miedos, seguramente sí es posible señalar las actitudes correctas y las actitudes erróneas que
adoptan los adultos en relación con los niños.

Pues bien, es un error reírse del niño o reprenderle cuando expresa miedos que a nuestro parecer
no tienen sentido o no aparecen en los de su edad; es un error obligarle a afrontar directamente una
situación que le asusta (por ejemplo, arrojarle al agua si tiene miedo); es un error evidenciar delante
de otros niños sus miedos, humillándolo delante de todos. Este modo de comportarse agravará el
problema. Pero también es un error que los padres mostremos nuestros posibles miedos propios,
pues eso hará que el niño se sienta más inseguro; al contrario, la presencia del niño debería
ayudarnos a superarlos.

Es muy importante dar al niño la confianza tranquila en que él mismo irá superando el miedo,
crearle un clima adecuado para reforzar su autoestima y su autonomía, ayudarle a expresar
verbalmente las sensaciones de miedo que experimenta, ofrecerle la posibilidad de afrontar muy
gradualmente la situación o el objeto que le atemoriza.

Sobre todo, es preciso que el niño, con todos sus miedos, sienta que sus padres le quieren
igualmente y le respetan.

DINÁMICA

• ¿Cuáles son los miedos del adulto? Hagamos un inventario sincero y rápido y
valorémoslos a la luz del principio de realidad. ¿Son miedos racionales o irracionales?
Quizá este examen nos sirva para entender mejor lo que siente el niño.

• Observemos cómo nuestro hijo trata de protegerse de sus miedos. ¿Busca rituales y
modos de autoconsuelo, o bien llora y pide protección al adulto? ¿No podrán los padres
enseñar a su niño algunas formas de protegerse y consolarse, en lugar de criticar sus
miedos?

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NORMAS
Tratemos de jugar a un juego muy sencillo. Pronunciemos la palabra normas, y que un grupo
de amigos asocie a ella, en rápida secuencia, la primera palabra que a cada uno se le ocurra.
Tendremos material suficiente para darnos cuenta de que las palabras pronunciadas se pueden
colocar a lo largo de una línea continua, pero que tiene dos polos: uno positivo y otro negativo. El
primero atrae vocablos que expresan protección, contención, apoyo; el segundo, vocablos que
expresan constricción, encerramiento, obligación. Pues bien, estas diversas percepciones de
significado son las que ha suscitado también el término normas en la reflexión psicológica; hay que
tenerlas en cuenta, porque expresan exigencias humanas profundas.

¿Semáforos o jaulas?

Aquí merece la pena citar dos opiniones autorizadas sobre la necesidad o no de tener normas en
el campo educativo.

Según un conocido educador inglés, los niños necesitan una definición clara de lo que se
entiende por comportamiento aceptable y comportamiento no aceptable. Se sienten más seguros
cuando conocen los límites de una acción permitida. Es como si el comportamiento del niño pudiera
encajar en una de las tres zonas: verde, amarilla y roja. La zona verde corresponde a un
comportamiento deseado y aprobado; la zona amarilla, a un comportamiento que puede ser tolerado
por razones especiales (inexperiencia del niño, situación de ansiedad…); la zona roja, a un
comportamiento inadmisible, que hay que impedir a toda costa. Prohibir el comportamiento de la
zona roja es tan importante como aprobar el de la zona verde.

Para los niños es realmente difícil controlar ciertos impulsos, y por eso los padres ser sus
aliados en la lucha por dominarlos. Al ponerles límites, es como si les dijeran: “No debes tener
miedo a tus impulsos; tranquilo, que yo no consentiré que superen la señal”.

Otra famosa educadora, ésta americana y madre de familia numerosa (hijos propios y
adoptivos), dice que durante los períodos de turbación social o política, en un mundo caótico como el
nuestro, en el que predominan los conflictos internacionales, los desastres ecológicos y los cambios
rápidos, fácilmente puede suceder que los niños se conviertan en un cómodo chivo expiatorio para
los adultos, que desean recuperar el control y la estabilidad al menos de una parte de su propio
mundo. De este modo, los padres pueden tener la sensación de que las normas y la disciplina son
fuentes de seguridad para sus hijos. En realidad, este discurso sobre límites, normas, modelos y
criterios de comportamiento expresa un claro deseo de crear un mundo cerrado y protegido para el
niño, equivalente psicológico de las “fajas” con que se envolvía e inmovilizaba a los bebés, so
pretexto de seguridad, o de las “jaulas” para protegerles de los peligros provenientes del exterior o de
sí mismos. Este tipo de intervención es aún más grave cuando se alía con la necesidad del adulto de
ejercer su poder sobre el niño.

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Normas de convivencia

Llegados aquí, seguramente es inevitable que muchos lectores hagan el habitual comentario
sobre la falta de normas de los psicólogos, que nunca terminan de ponerse de acuerdo entre sí, sino
que cada cual mantiene su propia idea.

Esta, sin embargo, es una riqueza, no una limitación. ¿Por qué? Porque nos ayuda a
comprender que en el fondo de toda posición hay algo verdadero relacionado con un tipo de
experiencia humana, una resonancia emotiva, una mirada sobre la realidad, diferentes pero vividas, y
sobre las que debemos reflexionar. Y esto excluye, una vez más, la posibilidad de abastecerse de
“recetas”. Y también excluye la convicción de tener razón de manera absoluta y de que tengamos
que adoptar ante quien no piense como nosotros una actitud hostil.

Por lo demás, cuando los especialistas a quienes he citado comienzan a concretar, a poner
ejemplos prácticos, a citar episodios, ¿qué descubrimos? Que el desacuerdo entre ellos se refiere
sustancialmente a su “filosofía” de fondo, pero que existe un acuerdo casi total en los “modos” de
fijar las normas y de hacer que se observen. No se trata de incoherencia. Es obvio que incluso quien
dice que considera las normas como “fajas” o “jaulas” tiene que vivir en una comunidad familiar con
otras personas, donde se imponen algunas normas fundamentales de convivencia para poder
sobrevivir. Naturalmente, debemos comportarnos de tal modo que el niño pueda convencerse de que
se trata de normas adecuadas y establecidas para el bien común por las personas que le quieren.

Como acertadamente subraya un psicólogo italiano, cuando quien dicta estas normas es la
voluntad de poder del adulto, y no el efecto, sucede que la obediencia se transforma en sumisión al
más fuerte, por lo que no puede ser educativa. En cambio, cuando la obediencia es adhesión
espontánea a los comportamientos sugeridos por una persona a la que se recibe como punto de
apoyo, su efecto es más profundo y duradero.

Requisitos fundamentales

¿Cuáles son los requisitos fundamentales que hacen que estas formas sean practicables para los
niños? Cuanto más pequeño es el niño, con tanta mayor razón las normas deberían ser:
- pocas, claras, constantes;
- motivadas por razones “objetivas” (evitar un peligro, no hacer daño a los demás…);
- impuestas con firmeza, pero sin rabia o resentimiento;
- observadas también por los adultos;
- si es posible, expresadas de forma positiva (en vez de decir: “no hagas eso”, es mejor
indicar una alternativa);
- destinadas a modificar el comportamiento del niño, no sus sentimientos o deseos
(“comprendo que esta norma no te guste, pero es la norma”).

Las normas de convivencia, en efecto, son necesariamente fruto de un compromiso, pues hay
mucha distancia entre las necesidades del niño y los condicionamientos del adulto. Y el niño tiene
pleno derecho a no “recibir bien” ciertas exigencias expresadas por quien no considera la casa un
lugar de juegos o de peleas, sino de descanso. Contentémonos, pues, aún cuando los niños observen
ciertas normas sin excesivo entusiasmo. Es algo que muchas veces nos sucede también a los adultos,
que incluso nos reservamos el derecho a refunfuñar cuando se nos obliga a comportarnos de un

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modo que no nos gusta. Las normas no deben reprimir los deseos de los niños, sino ayudarles a
encarnarlas y expresarlas en un contexto comprensible y aceptable.

La transgresión

¿Qué hay que hacer, entonces, cuando el niño no sólo viola una norma claramente establecida,
sino que se obstina hasta el punto de exasperarnos?
Hay situaciones en las que es preciso entender qué sucede y por qué, como también hay otras en
las que, además de ser comprensivos, es útil ser normativos. El padre no puede dejar de reaccionar
ante la transgresión de una norma establecida, pues ello equivaldría a negar su necesidad y validez.
Así pues, debe reaccionar. Pero ¿de qué modo? También aquí hay normas que observar (por el
padre), es decir:

- La norma de la duración breve: la reacción, el reproche, al igual que el desahogo emotivo


cuando es necesario, deben ser algo así como una “polvareda” que permita la vuelta rápida a
la normalidad. Incluso se ha escrito un libro sobre la oportunidad de que el reproche dure
“un minuto”, de tal modo que no hiera el entendimiento afectivo entre padre y niño ni la
propia credibilidad del padre.

- La norma de la no mortificación del yo: se reprende al niño por la acción que ha cometido,
sin que resulte afectada la imagen de sí mismo, la autoestima y la confianza en que se podrá
comportar mejor (es mejor decir: “Esta vez has hecho algo feo” que: “Eres incorregible”,
“Terminarás mal”, etc.)

- La norma de la no amenaza afectiva: si se ha establecido precedentemente alguna sanción o


castigo para quien viola la norma, lo acertado es limitarse a aplicarla sin acompañarla con
amenazas de este tenor: “Te envío a un internado”; “No quiero volver a hablarte”…

Por consiguiente, también el adulto tiene normas que observar en relación con el niño. Y de
este modo serán felices los dos.

DINÁMICA

• Se puede jugar el pequeño juego propuesto al comienzo de este capítulo: asociar a la


palabra normas una o más palabras (sustantivo, adjetivo o verbo), sin pensar mucho en
ello. Se puede escribir las palabras en etiquetas adhesivas independientes, que cada
participante pega luego en un cartel para poder razonar sobre el tema, anotar
convergencias y divergencias y favorecer reflexiones.

• Tratemos de responder libremente a estas preguntas o a algunas de ellas:


- ¿De qué modo afectan las normas a la vida?
- ¿Cómo me siento cuando violo una norma?
- ¿Qué es lo que caracteriza a una buena norma?
- ¿Hay un criterio para distinguir una buena norma de otra mala o ineficaz?

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OBEDIENCIA
La obediencia, ¿es o no una virtud?
Espero que ninguno de mis lectores se apresure a dar a esta pregunta una respuesta precipitada,
un sí o un no incondicional. En realidad, para responder hay que entender a qué contexto nos
estamos refiriendo.

¿Recuerdan a don Milani? L’obbedienza non è più una virtù (La obediencia ya no es una
virtud). Así rezaba el título de un famoso librito que hacía pública su respuesta a los capellanes
militares que en 1965 habían definido la objeción de conciencia como “un insulto a la patria”, como
una “expresión de vileza”, como “extraña al mandamiento cristiano del amor”.

El título del librito se tomó de una carta a los jueces escrita por el propio don Milani por el
proceso penal incoado contra él, en la que recordaba la matanza de Hiroshima, junto a las
perpetradas por el régimen hitleriano, como crímenes en los que estaba implicada la responsabilidad
de cada uno de nosotros. Y hacía hincapié en la necesidad de “tener la valentía de decir a los
jóvenes que todos ellos son soberanos, por lo que la obediencia ya no es una virtud, sino la tentación
más taimada; que no crean que pueden escudarse en ella ni ante los hombres ni ante Dios; que cada
uno debe sentirse único responsable de todo”.

Así pues, la costumbre de obedecer puede ser una cómoda coartada que nos permita renunciar
al deber de nuestras responsabilidades.

¡Ser “soberanos”!

Llegados a este punto, alguien dirá: “¡Bajemos de las nubes! Estamos hablando del crecimiento
de los niños, no de los grandes sistemas”.

Es verdad. Pero justamente porque queremos educar a nuestros hijos para que sean
responsables (algo que todos los padres desean), en modo alguno podemos pensar que el discurso de
don Milani no tiene nada que decirnos. Sí tiene algo que decirnos; por ejemplo, que deberíamos
proponernos ayudar a nuestros hijos a ser “soberanos”, es decir, capaces de tomar decisiones
conscientes, y capaces también de desobedecer a los poderosos, aún a costa del precio personal que
pueda requerir.

El camino es largo y nada sencillo, pero el problema, especialmente hoy, existe realmente. Los
educadores ponen de manifiesto que la clásica pregunta de los padres: “¿Cómo conseguir que los
niños obedezcan?”, se está transformando cada vez más frecuentemente en esta otra: “¿Cómo
conseguir que los niños opongan resistencia a quienes les ordenan cosas injustas?”. Y es que el
miedo a los riesgos a que pueden verse expuestos los hijos fuera de casa se ha intensificado y avanza
al mismo ritmo que el temor a los daños que el disfrute de la televisión puede provocar con la
presentación cruda y repetitiva de lo que sucede en el mundo.

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Pues bien, justamente para que los hijos aprendan a afrontar estos riesgos con capacidad para
decir “no” y para elegir acertadamente, es preciso que hayan adquirido confianza en su capacidad de
juicio y hayan tenido la experiencia de conversar abiertamente con los suyos sobre cualquier
problema. De este modo encontrarán ayuda para desarrollar su espíritu crítico y su capacidad de
argumentación, así como para ser al mismo tiempo más tolerantes con quienes no piensan como ellos
y más decididos en sus opciones.

Dependencia y responsabilidad

“¿Qué va a saber ese mocoso?”: he ahí la objeción que suelen poner algunos adultos que no
consiguen relacionar lo que sucede en la infancia con lo que se verifica en la edad adulta. “¿Qué
puede entender un niño de cuestiones morales? La moralidad se inculca, sin más, y luego se razona
sobre ella”.

Yo respondo diciendo que, en primer lugar, en el niño está muy vivo el sentido de la justicia y
el sentido de la transparencia y que, si los modelos de que dispone son buenos, no será preciso
“inculcar” nada; él mismo será capaz de coger al vuelo lo positivo o lo negativo de ciertos
comportamientos y de ciertas declaraciones.

Por tanto, no digamos: “Tú, a callar, que no lo puedes entender”, ni tampoco: “Tú no eres quién
para criticar a los mayores”. Al contrario, debemos aceptar serenamente la crisis cuando un niño
descubre nuestros manejos, es decir, nuestras incoherencias o nuestra doble moral. Muchas veces,
una crisis de este tipo nos vendrá estupendamente.

Y con los adolescentes es de vital importancia que no se apele nunca a la obediencia, pues la
viven como una característica infantil precisamente en un momento en que están tratando de
separarse de su infancia. Por tanto, prohibidas las “regañinas” o afirmaciones de este tipo: “Mientras
estés en mi casa, tendrás que hacer lo que yo diga”. Y cuando discutimos con ellos, en lugar de
“inculcar” valores (que, por definición, no pueden imponerse, sino que deben brotar de lo íntimo de
la conciencia), debemos ayudarles a reflexionar sobre cuáles pueden ser los resultados de sus
opiniones, a desarrollar la capacidad de descubrir las cuestiones morales subyacentes, a ser
respetuosos con los modos de pensar diferentes y a saber afrontar experiencias en las que tendrán
que ejercitar su capacidad de elección y de juicio.

Entonces la cuestión de cómo hacer que nuestros hijos sean obedientes no será ya tan crucial y
dará paso a otra bastante más importante: cómo hacer que sean responsables.

Una lógica diferente

Antaño se decía: “Hay que aprender a obedecer para poder aprender a mandar”. Y es verdad, si
nos quedamos meramente en la lógica de “vencedores y vencidos”, donde siempre hay alguien que
debe mandar y alguien que debe ser mandado. Sabemos que las personas consideradas autoritarias
son aquellas que en sus años mozos fueron gregarias. La represión genera agresividad; los adultos
que de niños fueron maltratados son los que más fácilmente maltratan a sus hijos.

Sólo liberándose de la lógica de “vencer o ser vencido” se puede organizar una educación para
la responsabilidad. Porque esto presupone el reconocimiento de la igual dignidad de todas las

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personas, de su derecho a convertirse, como dice don Milani, en soberanas. Entremos, pues, en la
lógica de la responsabilización, que implica igualdad.

Quede claro que no estoy diciendo que hay que educar para la desobediencia.
Pero si la finalidad de la llamada a la obediencia fuera realmente la de animar a la
responsabilidad, deberíamos preocuparnos como padres sólo de dos cosas para las que no existen
recetas:
Primera: cuidar una buena relación afectiva con nuestro hijo, porque es la que promueva la
confianza que él alimenta en las opciones de sus padres. Por consiguiente, no jugar con el
sentimiento de culpa, con el miedo (a perder el afecto, a ser castigado), con el chantaje o la
vergüenza por observar un determinado comportamiento. Debemos basarnos, en cambio, en
expectativas positivas, en el estímulo, en el apoyo.

Segunda: ser para el niño un ejemplo convincente, porque esto facilita la identificación con el
modelo adulto. Por tanto, encarnar en la propia experiencia cotidiana, y del modo más sencillo y
espontáneo, los valores básicos con los que querríamos que la vida del niño se regulara,
especialmente en los años futuros.

Son dos requisitos que el padre encuentra en lo profundo de sí mismo con bastante naturalidad,
pero hay que cultivarlos con esmero, pues son los que garantizan el “cuidado” del niño.

DINÁMICA

• Ayudar al niño a adquirir confianza en sí mismo, en sus opciones, en su capacidad de


juicio, no es una empresa fácil. Pongamos en común con los demás padres el tipo de
“clima” o estilo educativo existente en nuestra familia: ¿autoritario o democrático? ¿O
una mezcla de ambos?

• Naturalmente, nos encantaría tener hijos obedientes. Este objetivo es menos difícil de
conseguir si se cuidan algunos aspectos de la vida familiar, que son los siguientes:

- Diálogo
- Aceptación recíproca
- Autenticidad
- Participación emotiva

Tratemos de entender qué significan estos cuatro aspectos y aduzcamos ejemplos concretos ante
un caso de desobediencia.

“El Código de las Emociones” Gay Rita, Ed. Sal Terrae, 2002, España.

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