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El hilo del viento

Teobaldi, Daniel
El hilo del viento / Daniel Teobaldi. -1a ed.-
Villa María: Apócrifa, 2019. 146 p.; 22 x 14 cm.

ISBN 978-987-46207-7-4

1. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.


CDD A863

© Daniel Teobaldi, 2019


danielteobaldi@hotmail.com

© Apócrifa, 2019
www.facebook.com/apocrifaeditorial
www.instagram.com/apocrifaeditorial
apocrifaeditorial@gmail.com

Texto de contratapa . Miguel Herráez


Fotografía de portada . Darío Falconi
Logo editorial . Julieta Karaman
Equipo editorial . Virginia Ventura | Darío Falconi

Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723

1ra. edición en Apócrifa Editorial, noviembre de 2019


Hecho e impreso en Argentina
Gráfica del Sur, Juan B. Justo 5951, Córdoba
Made and Printed in Argentine

ISBN 978–987–46207–7–4

No se permite un uso comercial de la obra original


ni de las posibles obras derivadas, la distribución de las cuales
se debe hacer con una licencia igual a la que regula la obra original.
Se ruega citar correctamente las fuentes.
El hilo del viento

Daniel Teobaldi
Es mejor la inercia consciente.
Fiodor Dostoyevski

Lo importante es que la verdad


se deje vislumbrar.
Juan José Saer
El destino

Es difícil empezar de nuevo. Me lo digo sin convic-


ción, pero con frecuencia, para no creer que todo ha
terminado, y porque sigo en medio de una conjetura
impaciente, que me impide tener claridad en lo que
pienso. Especialmente ahora, que ha pasado el tiempo
y que puedo ver con otra luz. La metáfora de la luz
siempre me sedujo, acaso porque me costaba aceptar
que yo había permanecido durante mucho tiempo
en medio de las tinieblas. Y salir de las tinieblas es
casi tan complicado como atravesar un laberinto sin
perderse en el centro. Por eso decidí irme. Irme del
lugar en donde estaba y buscar otro, que me ofreciera
algo mejor. Las promesas de una fe inventada y cuyo
único sustento era el deseo, fueron suficiente motivo
para dejar el espacio que suponía como definitiva-
mente propio.
En la estación terminal de ómnibus miro cómo
una mujer arrastra una valija con rueditas, casi sin
hacer el menor esfuerzo. El rostro de la mujer me parece
conocido. Las asociaciones de la memoria empiezan a
hacer las conexiones necesarias, para descubrir que se
trata de alguien a quien no veo hace mucho, pero que
tampoco hace tanto tiempo que no veo. En realidad, se
trata de Lena, la mujer de César. Con César habíamos
cursado juntos la carrera universitaria, sólo que yo me
recibí antes que César porque a él se le había puesto en
la cabeza que, para tener una mujer y casarse, debía

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construir su propia casa. Por eso, entró a trabajar en
el Correo, como cartero, labor que le insumía todas
las mañanas, desde muy temprano. Regresaba a su
casa, almorzaba y se acostaba a dormir un rato. Este
sencillo hábito le granjeaba la fuerza suficiente como
para poder ir a la universidad y cursar durante la
tarde. Pero la carrera se le fue alargando. La terminó,
pero César siguió en el Correo, ahora, en las oficinas,
haciendo la sedentaria tarea de ordenar la correspon-
dencia que va rumbo a los distintos países de Europa.
Pero la historia de Lena es otra.
Ha, entonces, la mujer llegado hasta las cercanías
de un ómnibus que está por salir. El vehículo perma-
nece en una de las plataformas, la que indican a los
pasajeros antes de entregarles el boleto, con el motor
encendido, pero sin los choferes esperando al pasaje
fuera del ómnibus. Esto significaba que los choferes
estaban en el bar de la estación de ómnibus, tomando
el café previo a lo que se avecinaba: la partida. Y en
efecto que era así, pues siempre llegaban sonrientes
y distendidos, para subirse a la cabina de conducción,
hacer subir a los pasajeros, cargar equipaje, enco-
miendas y envíos en la bodega del ómnibus, cerrar la
puerta y salir rumbo al destino fijado.
Pero la mujer ha mirado su reloj. Tiene un
pequeño reloj en su muñeca izquierda. Ha mirado
el cartel luminoso que hay en el ángulo superior
izquierdo de la luneta delantera del ómnibus, comparó,
cotejó y miró en torno. Vio que la puerta del ómnibus
estaba cerrada; que no había, en las inmediaciones,
otras gentes sospechosas de ser pasajeros de ese viaje;
que los choferes no aparecían por ninguna parte.
Entonces piensa que se ha equivocado de horario y
que el ómnibus va a salir después. La mujer espera, de

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pie, en el andén, en el sector en el que siempre esperan
los pasajeros, verdaderos trashumantes de una idea.
Ahora, pueden considerarse –una vez adentro del
ómnibus– como el verdadero futuro del hombre,
que pretende proyectarse hacia adelante viajando,
por obligación, por negocios, por placer, para visitar
familiares, por un trabajo. Todo era posible, especial-
mente para la mujer que viene y se ubica en el andén,
sabiendo que espera sin esperar nada.
La mujer que está, ahora, en el andén, cerca de
un ómnibus que permanece con el motor encendido,
pero sin salir todavía, para llegar a su destino fijado,
la mujer, digo, ha tenido que salir un poco temprano
de su casa para llegar a horario. Los ómnibus y los
aviones no pueden demorarse ni un segundo. Esto
pensaba Lena, la mujer que había llegado hasta el
andén, arrastrando la valija con rueditas, y que se
había dado cuenta de que era demasiado temprano, de
que ese ómnibus iba a salir un poco –no sabía cuánto–
más tarde. Lena, entonces, mira hacia los costados,
deja escapar una especie de bufido de decepción, no
por el ómnibus que todavía no va a salir, sino por ella,
porque por no fijarse adecuadamente, no salió con el
tiempo necesario pero suficiente, como para no perder
el ómnibus, pero tampoco, como para tener que espe-
rarlo tanto.
Lena, pues, ha tenido que levantarse temprano
y darse una ducha, porque la noche anterior había
sido muy activa: mucho calor, muchos mosquitos,
como una sustancia gelatinosa que no se despegaba
de los cuerpos, a pesar del ventilador de techo que
hacía girar sus aspas, que lograban, apenas, espantar
esa verdadera plaga bíblica que era un enjambre de
mosquitos que se había adueñado de la casa. Por eso,

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Lena ha tenido que darse una ducha y vestirse con ropa
liviana, antes de desayunar. Mientras el agua se calen-
taba en la pava eléctrica, Lena controlaba que nada
faltara en su equipaje. Javier, su pareja, lo había hecho,
ya, la noche anterior, cuando le prestó ayuda mientras
ella iba ubicando cada prenda y cada elemento en el
interior de la valija con rueditas que Lena, solamente,
debía arrastrar sin el menor esfuerzo. Javier le había
comprado la valija, para que Lena solamente tuviera
que arrastrar, tirando de una manija telescópica, cuyo
largo se ajustaba según la necesidad de quien la usara,
apretando un pequeño botón que había en la empuña-
dura de la manija. Entre ambos, Lena y Javier, habían
terminado de revisar la valija y Javier la había cerrado,
en el momento que Lena estaba desayunando.
Lena, pues, ha preparado su desayuno: café con
leche y dos tostadas de pan negro untadas con miel.
De todos modos, pensó, no habría de necesitar dema-
siadas energías, porque iba a pasarse varias horas
sentada en el ómnibus. Lena no se siente ni bien ni mal:
mientras muerde una de las tostadas, dejando que el
sonido crujiente complete, con la unión de los aromas
del café y del pan dorado, los perfumes estrictamente
propios de la mañana, piensa que todo lo que le ha
pasado en los últimos meses tiene una explicación,
que nada se ha dado por el mero azar, y que habrá de
emplear el tiempo del viaje para analizar las razones
de su presente. Eso es lo que ella, como psicóloga,
siempre indica a sus pacientes: tratar de objetivar el
pasado inmediato, para poder explicarse el presente.
Lena, pues, ha resuelto lo que habrá de hacer
durante su viaje. Pero no todo iba a terminar en esa
decisión. Lena piensa: “La reconstrucción de mi pasado,
puede ser la respuesta.” Para esto debería de hacer un

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fuerte ejercicio de la memoria, recordándolo todo o
casi todo, sin excepción, porque esa era la forma de ir
barriendo con las cicatrices que va dejando el paso de
los días. Porque ella sabía que no habría de regresar.
Porque Lena sabía que había comprado un pasaje, uno
solo: un pasaje de ida. Y que el retorno no estaba en
sus planes. Quería reconstruir su pasado, porque esa
habría de ser la única respuesta. Y necesitaba hacer
ese recorrido sola, sin ningún compañero de camino.
Sola.
Lena, pues, ha entrado en el bar de la estación,
para esperar, para que los minutos no pasen con
tanta lentitud, para poder entretenerse con un café y
alguna revista o algún libro que llevaba en su cartera.
En realidad, la estación terminal tiene varios bares,
algún restaurante, pero Lena ha entrado en el bar que
está cerca de los andenes, donde paran los ómnibus. Y
eligió una mesa, a pocos metros de la mesa en la que
yo estaba sentado, frente a un pocillo de café, vacío ya,
también esperando, pero no que saliera un ómnibus,
sino que esperaba a una persona, alguien que debía
llegar en breve. Así, tuve el tiempo suficiente como
para observar los pasos que daba Lena, sin percibir mi
presencia. A decir verdad, Lena y yo nos conocíamos
desde hacía varios años. Nos habían presentado en un
cumpleaños de Javier, su pareja, y desde ahí mantu-
vimos una buena relación, sin que Javier tuviera la
obligación de saber qué relación llevábamos con Lena,
pero sólo habíamos llegado a algunas confidencias y
nada más. Esa misma noche, mientras ayudaba a Lena
a llevar a Javier, que se había emborrachado absoluta-
mente, al dormitorio, hubo un cambio de palabras que
nos pusieron en sintonía. Digo: pudimos comprobar
que, entre ella y yo, había otro tipo de enlace. Antes

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de irme, en la puerta, Lena me preguntó si íbamos a
volver a vernos. Me tomó totalmente desprevenido.
Le respondía que sí, que seguramente nos íbamos ver
de nuevo. Y me fui. Mientras caminaba hasta donde
había dejado el auto, me acordaba de que estas últimas
palabras las dije balbuceando, como un adolescente
inexperto que tiene su primera cita.
De todos modos, ahora, Lena ha entrado al bar y
se ha sentado en una mesa cerca de la mesa en la que
estoy yo, frente a un pocillo vacío de café. Ella no me
ha visto, pero yo sí la he visto y he tenido la oportu-
nidad de observarla, de estudiar sus movimientos, de
adivinar lo que piensa, mientras se mueve. Lena podía
ser previsible en todo esto, porque así me lo había
demostrado cada vez que nos hemos encontrado.
Insisto: sólo fueron encuentros que tuvieron como
objetivo el desahogo, porque Lena ya no podía seguir
junto a Javier. No podía por muchas cosas, por ejemplo,
porque Javier se emborrachaba con frecuencia. Sin
embargo, Javier era de esos borrachos tranquilos, de
los que no buscan ser violentos ni agresivos. Era de los
borrachos que se ponen a hablar, con la lengua que
les pesa media tonelada, que se les entiende la mitad
de las cosas y que si no comprendés lo que dicen se
ponen melancólicos y se largan a llorar. Javier hacía
eso: lloraba, lloraba y gritaba hasta que empezaba a
caerse de la silla en la que estaba sentado. Y Lena tenía
que ir y asistirlo. No podía dejarlo solo mientras atra-
vesaba semejante trance. De modo que, antes de que
se quedara dormido, lo llevaba hasta la habitación,
lo desvestía y lo acomodaba en la cama. Permanecía
junto a él unos pocos minutos, hasta que se quedaba
dormido. Todo esto me contaba Lena, una tarde, en la
que nos habíamos metido en un bar alejado del centro,
para que nadie que nos conociera pudiera encon-

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trarnos, y desatar una cadena de malentendidos, que
perjudicara a Lena, a Javier y a mí.
Las borracheras de Javier eran la punta del
ovillo. Después, venían otras muchas consecuencias
que fueron desgastando, en poco tiempo, la rela-
ción. Cada vez que Lena me contaba, lo único que yo
atinaba a hacer era lamentarme de lo que les estaba
ocurriendo. Como consideraba una imprudencia
hacer cualquier tipo de indicaciones, sólo me animé a
preguntarle si no habían pensado en recurrir a alguna
ayuda terapéutica, un médico. Pero Lena me contestó
que no, porque para Javier todo estaba muy bien,
porque cuando se despertaba al otro día, se levan-
taba, se daba una ducha, tomaba el desayuno y no se
acordaba absolutamente de nada. Mi exclamación fue
rotunda. ¡Cómo podía ser que no recordara nada de lo
que le había pasado la noche anterior! Lena no sabía
cómo hacer para encontrar un documento probatorio
del bochorno, hasta que una vez ocurrió algo, que
derramó la gota en el vaso, si esta metáfora vale para
la ocasión. Una vez declarada la borrachera de Javier,
Lena cumplió con todos los pasos del protocolo: antes
de que se durmiera, llevó a Javier caminando hasta la
habitación, lo desvistió y lo acostó. Apagó la luz, pero
antes había levantado su almohada y una manta,
porque cuando Javier se ponía así, Lena iba a dormir
a la otra habitación. No toleraba ni los ronquidos ni la
halitosis alcohólica que emanaba Javier cada vez que
exhalaba aire por la boca. Al día siguiente, Javier debía
ir su trabajo. Lena se despertó, fue al baño. Vio que no
había signos de haber sido usado previamente; era
una hora en la que Javier hacía rato que debía estar en
su trabajo. Lo primero que hizo fue revisar el dormi-
torio. Cuando abrió la puerta, el espectáculo era verda-

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deramente lamentable y altamente nauseabundo:
Javier permanecía acostado, dormido, pero flotando
en un verdadero lago rosado –la noche anterior había
tomado un vino malbec–, maloliente, fétido, producto
del vómito recurrente que le había dado un alivio al
estómago y al hígado, tan castigados y tan mortifi-
cados, por los excesos, aunque esporádicos, a los que
Javier los sometía. Lena estuvo una semana sin hablar
a Javier. Por más que Javier sacaba el colchón al patio y
lo limpiaba una y otra vez, nunca pudo deshacerse del
olor del vómito. Tuvo, finalmente, que comprar uno
nuevo. Desde esa noche, Lena durmió en la otra habi-
tación, hasta la noche anterior a que viajara, porque,
dentro de todo, ella sentía compasión por su pareja:
no era un mal tipo, sino que tenía ese hábito, y parecía
sostenerlo, a pesar de algunas advertencias que había
recibido de Lena. Pero el sabor del alcohol era más
fuerte. Después, nos habríamos de enterar de que
Javier tomaba porque necesitaba darse fuerzas para
luchar contra un monstruo que llevaba dentro. Acaso
ese monstruo era él mismo. Escribió esto en la nota
que dejó en su mesa de luz, junto a una foto, en la que
estaban Lena y él, luego de haber ingerido un veneno
poderosísimo. Pero esto iba a ser después.
Ahora, Lena ha dejado la valija a un costado
de la mesa, en la que se había sentado, en el bar que
estaba cerca del andén, en el que esperaba el ómnibus
que habría de llevarla a un destino fijado. Miró a su
alrededor. El ángulo de giro de su cabeza no alcanzó a
llegar hasta donde yo estaba. En el bar, en ese momento,
había muy poca gente. Lena esperó hasta que llegara
el mozo. Miró en dirección al andén: no quería perder
el ómnibus. Un joven esmirriado, con camisa blanca
y pantalones negros, con una bandeja plateada en

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la mano derecha, se acercó hasta la mesa en la que
estaba Lena y le preguntó si quería ver la carta. Lena le
pidió un café. El mozo se retiró en dirección a la barra
y le gritó a uno que estaba del otro lado de la barra
que preparara un café. Casi de inmediato, se escuchó
el ruido característico de la máquina de hacer café, la
moledora, el vapor, el agua caliente. Sonidos incon-
fundibles. Aromas que llegaban hasta cada mesa, y
que se renovaban con cada pedido. Vi cómo el mozo
esmirriado iba hasta la mesa en la que estaba sentada
Lena, le dejaba el café y Lena le pagaba. El mozo, como
es costumbre, iría hasta la caja, junto a la barra, entre-
garía el pago a una mujer gruesa y con el pelo teñido,
y regresaría hasta la mesa con el vuelto. Lena dejaría
el vuelto debajo del pocillo vacío, como propina para
le mozo, y esperaría que el ómnibus saliera.
En un momento, sentí el impulso de acercarme
hasta la mesa y saludarla, sólo por saludar a alguien
a quien conocía y que había tenido la oportunidad
de confiarme algunos secretos, algunas situaciones
bastante complejas, que se daban en el centro de la
pareja. Pero me contuve. Dejé que pasara algo que iba
a ocurrir, casi de inmediato. Lena se dio vuelta hasta
que se encontró con mi rostro. Levanté la mano. La
saludé simultáneamente con la mano y una semison-
risa en mi cara. Me incorporé y fui hasta la mesa en la
que estaba sentada Lena. Sin preámbulos me lo dijo.
Me dijo que se iba a tomar un tiempo. Que iba a llamar
a Javier para avisarle, pero que lo iba a hacer cuando
llegara al lugar y estuviera establecida. Iba a Santa Fe,
a la casa de una hermana. Javier no sabía dónde vivía
esa hermana. Tampoco Lena se lo iba a decir. En ese
momento, Lena miraba en dirección al ómnibus: los

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choferes y otros pasajeros se iban congregando en la
puerta. El ómnibus estaba a punto de salir.
Lena se ha levantado. Ha buscado su cartera
y la valija. Me saludó con un beso en la mejilla.
Perdoname, me dijo. Me costó comprender por qué
me lo dijo. Después esa y otras cosas se habrían de
aclarar. Mientras, me quedé mirando cómo Lena se
alejaba, salía del bar, llegaba hasta el andén, entre-
gaba el boleto al chofer, subía al ómnibus, se cerraba
la puerta, y el ómnibus se perdía con su destino fijado.
Ahora, pues, lo recuerdo. Ahora, que Lena está
con César, y que esa mañana, la persona que debía
encontrarse conmigo, en el bar de la estación terminal
de ómnibus, nunca llegó.

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El inicio

Habían pasado unos cinco años. O tal vez más. Da lo


mismo. La falta de precisiones cronológicas no inte-
resa. Pongamos que han pasado cinco años. En esta
situación lo importante es la reconstrucción de los
hechos. ¿Acaso es posible recordar los hechos, tal
como han ocurrido, tal como se han producido en el
devenir de los momentos? Todavía no lo sé. Necesito,
para responder a este dilema, escribir todo lo que la
memoria traiga a mi presente. De otra forma, el olvido
es capaz de hacer polvo cada uno de los recuerdos.
Y el viento del tiempo, que no absuelve, se llevará
todo. Después de haber dicho esto, hice un silencio.
El tipo que tenía en frente, no dejaba de mirarme.
Seguramente, pensaba que la distancia que mediaba
entre la locura y mis palabras era nula.
Lo que anidaba en mi memoria, tenía que ver con
la experiencia que me quedaba de un pasado remoto,
vivido, no evadido, porque siempre pensé que quien
se evadía de una situación, no servía para vivir. Pero,
habían pasado unos cinco años. ¿Qué más daba que
hubiera transcurrido semejante cantidad? Nada.
Acaso no había podido recordar con tanta precisión
cada uno de los detalles de lo que había ocurrido, si no
me hubiesen avisado que todo iba a acabar en tan poco
tiempo. Porque tratar de mirar el pasado para descu-
brir que los momentos transcurridos son, apenas, una
brizna de todo el Tiempo, es una verdadera empresa

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del intelecto. No digo esto con ninguna clase de ironía,
sino que pretendo recuperar algo que a mí me parece
fundamental: el respeto por lo que ocurrió. Sólo me
resulta necesaria la estricta manera de ejercer lo que
siempre me habían pedido, y que se concentraba en
la atención al proceso que consumía cada momento.
Pero no todo se ceñía a ese proceso ni a esa atención.
“Era para distraerme un poco”, había dicho la mujer
de la blusa estampada, que se llevaba otro diario de la
barra a su mesa. Al dueño del bar se lo dijo, y como
respuesta, la mujer de la blusa estampada recibió del
dueño del bar una amplia sonrisa.
El bar que está frente al Colegio Monserrat me
devuelve ese sabor antiguo y secreto de una forma
de transcurrir en la ciudad. Acaso la palabra exacta
es “transcurrir”: seguir un camino, sin perderse en él
y no pasar a otra cosa que no sea lo que debe ser. El
bar y la vida. Transcurso. Camino. Andar. Dormir. Tal
vez vivir. Total, después vendrían otros atributos de la
vida. Todos, a menos que no recuerde lo que verdadera-
mente debo hacer. Es probable que el adverbio termi-
nado en “mente” me esté haciendo un guiño, o acaso
esté produciendo una presión en mí, porque aquí, ese
“verdaderamente”, se ha desplazado de toda inquisi-
ción filosófica, para dejarse caer en la maraña de la
vida, en el barro irredento del vivir. Vivir. Transcurrir.
Caminar. Andar. Tal vez soñar.
La mujer que se había llevado el diario, ahora,
miraba hacia la calle un punto inexistente que parecía
permanecer fijo en algún lugar. Pero la mujer que se
había llevado el diario a su mesa y que había fijado la
mirada en un punto inexistente, ahora, había vuelto
los ojos al diario. No era la mirada de la lectura; eran
ojos escrutadores, como si estuviesen buscando algo

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que no hallaban. Como si estuviesen en la tarea de
pesquisar quién sabe qué, sin dejar atrás ningún
avatar. Como si se le fuera la vida buscando aquello
que sabe, de antemano, que no va a encontrar jamás.
Ahora, la mujer había cerrado el diario y lo había
dejado sobre la mesa, porque en el bar habían encen-
dido el televisor, una pantalla gigantesca que, desde
una altura, visible para todos, emitía las imágenes de
un brutal incendio que se estaba produciendo, en ese
mismo momento, en un lugar que no era Córdoba.
Hasta que otros fijamos la mirada en la base de la
pantalla, nadie sabía dónde tenía lugar semejante
incendio, que se llevaba la vida de muchos y la espe-
ranza de otros muchos.
Eugenio suspiró profundamente. Más que una
primavera era un verano prematuro lo que había
en esa Ciudad. Suspiró Eugenio un aire húmedo con
perfume a jazmines del Cabo, que provenía de un
ramillete que había en una mesa vecina, y que lo había
dejado una joven que estaba sentada con un vaso que
había tenido alguna bebida fresca, antes, bastante
antes, y que ahora miraba una y otra vez el reloj,
haciendo evidente una cierta ansiedad. Seguramente
esperaba a alguien. Eugenio pensó que todo seguía en
su lugar, hasta que ese otro viniera y pusiera las cosas
en otro lugar. Mientras tanto, todo estaba así: la mujer
con el diario, la joven que esperaba con el ramillete de
jazmines del Cabo, yo, que miraba desde mi lugar el
lugar que los otros estaban ocupando. Acaso pensando
que todo lo que habría de venir sólo justificaba que la
posibilidad de reencontrarme con lo que había dejado
en otra parte tuviera alguna forma de reordenarse.
Pero todo era así.

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Era una forma de entender que el mundo tenía
sus propias leyes, pero que había otras leyes que no
parecían ser de este mundo y que coincidían con
lo que Eugenio recordaba de sueños antiguos y de
algunos olvidos marchitos, que ya no tenían fuerza
como para sostener un espacio en su memoria, acaso
porque comprendía que el olvido es una manera de
recordar que no siempre nos acordamos de todo, ni
que podemos acordarnos de todo. De que nuestra
memoria es la muestra más concluyente de nuestra
finitud, de nuestra fragilidad, de nuestra necesidad
de otro para seguir creyendo que, paradójicamente,
estamos a salvo de lo último que nos puede ocurrir: el
olvido definitivo, la nada concluyente. Porque necesi-
tamos contar a otro lo que acontece día a día, para que
nada de eso se perdiera. Todo lo que Eugenio pensó
tuvo una respuesta, que devino de las posibilidades
encadenadas, como gustaba llamar a la suma de acon-
tecimientos que hace que las cosas sean así y no de
otra manera. Posibilidades encadenadas.
Todavía Eugenio estaba con el libro en la mano.
Lo había comprado esa misma tarde, y había entrado
al bar con la expresa voluntad de sentarse y leer lo
que pudiera. Mientras tomaba su primer café, leyó
bastantes páginas, pero la mujer del diario lo distrajo,
y empezó a seguir el discurrir de esta mujer, y de la
joven con el ramillete de jazmines del Cabo, y volvía
los ojos al libro y ya no seguía el hilo de la trama,
solamente se dejaba llevar por las palabras. Y ahora
menos, porque la mujer del diario se había levantado
de su mesa y había ido a buscar otro diario distinto del
que había estado leyendo. A estas alturas, le costaba
regresar a la novela. No tenía demasiada motivación
para seguir con la lectura. Pero se dejaba llevar por las

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páginas que ya no tenían párrafos, oraciones, letras,
todos articulados en un conjunto con un sentido. No.
Ahora, las páginas estaban en blanco, y nada le decían,
como si estuvieran mudas. Como si nunca hubieran
estado impresas. Como si la novela no hubiera sido
escrita. Pero no. Todo estaba allí. Lo que debía hacer era
volver a leer y a concentrarme en lo que leía, y hacer
el ejercicio de ir escribiendo la novela, como si la estu-
viera creando en ese mismo momento. Entonces leyó,
y, mientras leía, tenía la sensación de ir escribiendo el
libro con las líneas que iba leyendo: “... es el supremo
poder de acuerdo con el cual tiene lugar toda cosa de
este mundo.”, y cerró el libro, tratando de que ninguna
palabra se le escapara de entre las hojas.
El mundo, este mundo, era extraño para Eugenio,
por lo que le había ocurrido: en un accidente domés-
tico, cayó por la escalera y golpeó su cabeza con los esca-
lones hasta dar con el vidrio de la puerta de entrada,
y perdió el conocimiento. Permaneció durante cinco
días en un sanatorio, durmiendo, como si fuera el
testimonio concreto de un milagro, pues no sólo había
perdido el conocimiento, sino que también había
tenido un paro cardíaco, del que había salido por la
asistencia inmediata de los paramédicos del servicio
de emergencias, que actuaron en el momento, gracias
a que estaba uno de sus hermanos de visita en su casa.
Cinco días durmiendo, como si hubieran pasado los
nueve meses de gestación y, cuando abrió los ojos,
parecía que estaba naciendo, que estaba asomán-
dose del útero de una madre que en ese momento no
existía; que estaba descubriendo que la vida se le había
dado, pero sin tener demasiada noción de que esa vida
se le había dado una vez más. Era una segunda opor-
tunidad. Después, todo habría de ser distinto para

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Eugenio, tanto que veía las cosas de otra manera, con
ojos diferentes, porque debió de reconstruir parte de
su propia historia, que había perdido en ese estado
de inconsciencia. A partir de ese momento, Eugenio
perdió parte de su memoria, parte de los recuerdos
personales, de los más caros recuerdos, de aquellos
que lo conectaban con su pasado más querido. Y fue
un tiempo de esfuerzos y de ejercicios por recobrar
recuerdos. Sin embargo, no permaneció durante
mucho tiempo en esta tarea, porque pudo comprender
que su pasado no se podía recuperar, sino que lo que
se podía hacer era construir su historia hacia adelante,
e ir poblándola de nuevos recuerdos, los generados
por lo que iba viviendo. Cuando lo pensó así, se dio
cuenta de que se trataba de una tarea compleja, pero
no imposible para ser realizada. Los desafíos de este
tipo siempre entusiasmaron a Eugenio. Veía en ellos
una forma de superación. Inclusive, admiraba a aque-
llos que enfrentaban estos desafíos. Pero ahora, quien
debía llevar a cabo la tarea era él.
La mujer de la blusa estampada había dejado los
diarios sobre la mesa, la mesa que estuvo ocupando
mientras leía.
La mujer de la blusa estampada, ahora, no estaba.
La mesa permanecía vacía. Siempre estuvo vacía.
Han pasado cinco años. Y ahora, que he regresado
al bar que está al frente del Monserrat, no volví a ver a
Eugenio. Su mesa está vacía.
Apagué la computadora y dejé que la historia
corriera sola.

26
La memoria

Sin embargo, cuando Lena había dejado el equipaje


en la puerta de su departamento, pocos eran los que
sospechaban que regresaba a un mundo diferente al
que había, por decirlo así, dejado antes de irse, para
hacer, lo que ella misma denominaba, su experiencia
mística en un lugar lejano de su casa. Porque Lena
había regresado de Santa Fe pero tuvo esa experiencia
en otra parte.
La verdad sea dicha: la experiencia mística se
hizo en un pequeño hotel, ubicado en Capilla del
Monte, en las cercanías del Cerro Uritorco. Ese cerro
sagrado tuvo, como se suele decir, a Lena como una
protagonista excluyente, durante los diez días que
duró la experiencia. Pero, al margen de todo lo que nos
pudiera parecer, lo que hizo Lena tuvo, como marco
general, según lo que cuentan los que saben y los que
la vieron, una especie de revelación, revelación que
la llevó por caminos que ella no habría de imaginar.
Porque ¿quién puede imaginar algo que no sabe si le va
a ocurrir? Hasta aquí, lo que se ha establecido, respecto
de Lena, y de acuerdo con las versiones que pude reunir,
porque, como aseveran los que saben, poco podemos
llegar a saber del hombre y de su entorno, si la única
información que tenemos es el conjunto de versiones
que circulan. Y nada más. No obstante todo lo que les
puedo decir sobre la experiencia de Lena, no es dema-
siado, sino todo lo contrario: poco es y prefiero, por lo

27
tanto, ponerme en el noble intento de reconstruir lo
que le ocurrió en el tiempo que regresó desde Capilla
del Monte, antes de hacer lo que hizo, lo que la llevó
a lo que todos los que la conocemos sabemos, ya, que
hizo. Abominable por donde se lo quiera ver. Pero acto
humano y, como tal, pleno de imperfección. Y ahora,
que todo parece haberse acallado, asoman los deta-
lles odiosos, esos que nadie se atreve a cuestionar ni a
desdecir, porque sabe que no tienen el sustento nece-
sario para llevar adelante una argumentación convin-
cente. Porque, en lugar de pensar, digo, en lugar de
establecer ciertas formas válidas de atención de lo que
puede el ser humano hacer, efectivamente, en pro de
los otros, en el caso de Lena, todo, lo que se dice todo,
terminó en la necedad. Tal vez le faltó un poco de vida
a su experiencia. Acaso no tuvo la necesaria influencia
exterior como para dejar que la experiencia fluyera sin
solución de continuidad, como si estuviéramos viendo
una película muda en la que nosotros somos los princi-
pales actores, o mejor dicho: somos los protagonistas,
tratando de hacernos entender por quienes nos están
mirando en ese momento, que es siempre. A estas
alturas, lo que importaba, lo único que importaba, era
la posibilidad de recuperar a Lena, en medio de, como
dicen unos especialistas, tanto caos. Como si con sólo
mencionar la palabra “caos”, ya estuvieras hablando
de desorden, error, fracaso, pánico y todos los signifi-
cados no escritos en esta página. No obstante, todavía
no he entrado en la narración propiamente dicha, así
que puedo dejar todo aquí y empezar con algo más
llevadero que el percance por el que debió de atravesar
Lena. Pero, seguramente, ustedes están esperando que
lo cuente todo, que diga todo lo que sé de este infor-
tunio, que les narre lo que he aprendido siguiendo a

28
los locos que ya no tenían otra cosa para decir más que
ciertas palabras tomadas del Paraíso y arrebatadas a
un ángel que pasaba y que debía de quedarse quieto
en mitad de su vuelo de regreso al padre, antes de que
lo hicieran caer los otros ángeles que ya estaban sojuz-
gados, y que no tuvieron otra mediación que no fuera
otra cosa que su propio parecer, su propia palabra
dicha en medio de tanta confusión.
Lena parecía uno de esos personajes dostoyevs-
kianos, por su natural complejidad y por su preten-
dida tragicidad, pero pertenecía a una especie de
sampetersburguesa posmodernosa, que no alcanzaba
a cubrir la expectativa de una sola página del novelista
ruso. Y yo me empeñaba en darle rango de persona,
por el sólo hecho de que Lena era mi amiga, y porque
me había causado una profunda impresión lo que le
había ocurrido. Sin embargo, sobre esto, volveremos
más adelante, porque quiero indagar en algo que fue
una simulación. Un verdadero acto de ficción.
Pero, ¿cómo contar la historia de un engaño?,
si todos los que participaron de él ya no están o, los
que quedan, carecen de memoria. Acaso porque la
memoria, o lo que comúnmente se llama memoria,
se resuelve en un mero acopio de datos y de informa-
ciones que no tienen otro cauce que el olvido. Guardar
información es una de las cualidades puramente
humanas. Tenía que volver sobre esta idea, que me
tenía verdaderamente enclaustrado y no me dejaba
seguir. ¿Cómo regresar sobre la historia de un gesto
que se hizo con el rostro que no resistió más que dos
palabras de César, ahora, la nueva pareja de Lena, que
estaba en frente y que no hizo más que desaprobar lo
que había visto en mi rostro, ese mohín de seriedad
malquerida y nunca aceptada del todo? Lo que le

29
ocurrió a Lena en Capilla del Monte, no sale de acá,
dijo César tajante como nunca antes lo había visto.
Me llamó la atención semejante sentencia. Ocurre que
la experiencia que tuvo Lena significó algo bastante
complejo para la pareja. Digo: después de ese episodio,
nada entre ellos fue igual. Y nada fue igual para mí,
porque, al conocer lo que había ocurrido, empecé a
replantearme algunas cosas que habían estado como
tapadas, ocultadas, por no sé qué mecanismos de mi
conciencia, que no permitía sacar esas cosas afuera.
No quiero decir que la experiencia de Lena haya
logrado en mí un cambio tan importante como para
modificar de manera sustancial lo que pensaba, pero
sí me permitió hacer un recuento de mi propia expe-
riencia hasta ese momento. Debo reconocer que se
trataba de una especie de epifanía que alumbró esos
sectores oscuros de mi alma. Una manifestación lumi-
nosa. Fue entonces cuando decidí asumir otra vida.
Una vida anterior. Tal como si me hubiera puesto a
nacer de nuevo, en una tentativa oblicua no de reen-
carnarme en otro; sí, en volver a ser entre los que fui,
pero una vez más, como si el destino o no sé qué avatar
me hubiera dado la posibilidad de estar, una vez más.
Por eso, esta experiencia, pensaba, podía formar
parte de ese territorio invisible, que solamente
podemos rellenar con la experiencia de contar una
historia. Una historia como esta: una historia de vida,
historia que merece ser contada. Como si estuviera esa
misma noche, en la casa de César y de Lena, cenando
con ellos. En medio de un territorio invisible y a punto
de preguntar hasta dónde podía tolerar la cadencia de
quienes no acababan de sortear el último escalón antes
de caer derrotados. Era algo muy abstracto, lo sé, pero
así eran nuestras conversaciones desde siempre. Pensé

30
que tanto César como Lena tenían la respuesta, dado
que conocía a ambos desde que éramos estudiantes en
la facultad, y ellos eran de las pocas verdaderas amis-
tades que conservaba de esa época. Sin embargo, no
demoré demasiado en recuperar el presente, cuando
a Lena, que estaba muy entretenida en hacer que el
caramelo que acompañaba al flan casero que estaba
sirviendo, fuera lo suficientemente líquido como para
que se derramara con absoluta destreza y prolijidad en
toda la porción que había depositado en un pequeño
plato blanco, de porcelana, discreto y liviano. Y en
medio de ese malabarismo pastelero, sin responder
a lo que les había preguntado, Lena me dijo si podía
recordar cuántos años habían pasado de la última vez
que vimos a Jorge Noll. Podía, apenas, conjeturar una
cifra, lejana y amplia, en un tiempo que se disolvía
lento, como el caramelo sobre la porción de flan. Le dije
que suponía que hacía, fácilmente, unos diez años que
no veía a Jorge Noll. Es la misma cantidad de años que
nosotros, entonces, me dijo César, porque la última vez,
fue en casa de Jorge, cuando Nora, su mujer, cumplía
años. Sí: los cuarenta, agregó Lena. ¿Por qué será que
para las mujeres los treinta son más trascendentes
y problemáticos que los cuarenta?, preguntó Lena,
como poniendo la cuestión en el aire, por si alguno de
nosotros queríamos o podíamos tomarla como punto
de arranque de alguna discusión. César bostezó y le
pidió una porción más de flan. Lleva ocho huevos, le
previno Lena. César titubeó un poco, no más de dos
segundos, y le arrimó el platito, señal de que le cortara
otra porción y se la dejara allí. Agregá caramelo, le dijo
César. Y, mientras Lena repetía la operación, traté de
responderle, diciendo que, en una de esas, las mujeres
se adelantan al hombre porque se ven venir la crisis

31
de los cuarenta que, psíquica, biológica y hormonal-
mente, es mucho más problemática. Mientras tanto,
como el hombre mantiene todas sus cualidades
vitales intactas, sigue con los treinta adelante, sin
pensarlo demasiado. Nosotros no pensamos tanto
en el climaterio. Digo: no es tan insoportable, les dije.
Lena mantuvo la cucharita entre sus labios exactos, y
sacándola con cuidado de que no se derramara ni una
gota de líquido, me dijo como siempre, ustedes, los
hombres, sin pensar en nada. El tono que utilizó hacía
gala de la más absoluta y profunda ironía. Lo tomé
como lo que venía: como una broma feminista, frente
a una acotación mía, transparente y sin afán de pole-
mizar. Le dije que ella sabía que discutir estas cosas
era totalmente inútil, porque nunca se llega a nada.
Generaciones enteras hablando de lo mismo, y no se
concluye nada. Eso: NADA. Porque cuando volvía a
mi casa, caminando lentamente, asumiendo el riesgo
que eso implicaba, más en estos tiempos de tanta
violencia en las calles y a esa hora de la madrugada,
pensaba que la única forma de comprender lo que
significaba ser alguien, era partiendo de quien no se
era. Y, si se iba más profundo todavía, había que hacer
venir la reflexión, desde lo que no se era, o sea, desde
la Nada. Sin embargo, uno podía hacer un ejercicio de
memoria, para justificar que aún las posibilidades no
estaban agotadas. Pensé en una noche de primavera.
La recordé en sus detalles. La ubiqué en mi calen-
dario personal, porque todo habría de remitirme a un
pasado que no quería abolir, especialmente después
de lo que me dijo Lena, en la puerta de su departa-
mento, antes de que yo me fuera a mi casa, cuando con
un rostro atravesado por el cansancio y por el día, me
preguntó si Jorge Noll todavía permanecía atormen-

32
tado por lo que había hecho. Y, de inmediato, Lena
hizo un profundo silencio. No dejaba de mirarme,
de mirarme directamente a los ojos, como si tuviera
la estricta voluntad de extraer de mí una respuesta
que yo no estaba del todo seguro si iba a dársela. Pero
Lena no dijo una sola palabra, por un momento. Pensé
en César, lo que podía pensar César, si Lena se demo-
raba en la puerta conmigo. Pero recordé que César se
había ido a acostar, porque no pudo evitar una segui-
dilla de bostezos, indicadores de la inminente caída en
un sueño profundo. Así que se me despejó ese sesgo
de pudor que había nublado ese momento con Lena.
Además, yo estaba lejos de nada, por la amistad que
nos unía a los tres, pero ni César ni yo olvidábamos la
fugaz relación sentimental que tuve con Lena, antes de
que ellos se conocieran, y, como Lena había quedado
muy deprimida cuando nos dejamos, y me produjo
una pena enorme verla así, le presenté a César, en una
reunión que habíamos hecho para un cumpleaños
de Lena. Por eso, ella me conocía y conocía casi cada
uno de mis gestos. De ahí que, cuando Lena volvió a
mirarme, me dijo que yo sabía muy bien lo que había
hecho Jorge, y que yo lo aceptaba sin poner ningún
tipo de condicionamiento a la relación de amistad que
mantenía con Jorge desde tantos años. Hice honor a la
verdad, y le respondí con una afirmación de cabeza y
un cierre de los ojos, que denotaban mi conocimiento,
con mínimos detalles. No lo abandonaste, me dijo, lo
que también es un signo. Es un pobre tipo, dije. Lo dije
mientras me daba vuelta y buscaba la escalera para
bajar e irme. Tres pisos bajé. Lo prefería así, porque si
en ese momento le daba vuelta la cara, Jorge era capaz
de cualquier cosa. Después me largaría por la calle
solitaria, a esa hora de la madrugada.

33
La oscuridad y el silencio de la calle, todavía
húmeda y fría, al cabo de una tenue llovizna, me
indujeron a una especie de autoconfesión, porque,
a decir verdad, yo había tenido un encuentro con
Jorge después de aquel que recordábamos con Lena y
César, a propósito del cumpleaños de Nora, la silen-
ciosa mujer de Jorge. No me costó demasiado hacerme
un lugar en la memoria y recordar la situación en
la que nos habíamos encontrado, no hacía mucho.
Fue una experiencia extraña, porque, después de un
lapso prolongado sin vernos, en lugar de hablar de él,
de Jorge, o de mí, hablamos de otras cosas y de otra
gente. Me acuerdo muy bien la situación: Jorge me
había invitado a cenar. Nos refugiábamos en una
extensa amistad, en un sinnúmero de experiencias
compartidas y en una cena pendiente, como para
justificar algo que, a estas alturas, no necesitaba ser
justificado. Pero la cena, en esta oportunidad, habría
de funcionar como una excusa de Jorge para confe-
sarme algo que le preocupaba. Y así se reveló. Así me
lo había puntualizado cuando me habló por teléfono,
para invitarme: tengo algo que me viene zumbando en
la cabeza y quiero decírtelo. Después de la cena, Jorge
me preguntó si podía quedarme un momento, porque
ahí quería decirme algo. Siempre habíamos sido confi-
dentes, pero en esa situación, en la que nos habíamos
visto motivados para encontrarnos y darle conti-
nuidad a una relación que se había ido haciendo con
los años y con el compartir partes de nuestras vidas,
Jorge había hallado, en lo que yo pudiera compren-
derle, una forma de pensar sus propios dilemas. Así
me lo dijo, porque, cuando Nora, su mujer fue a la

34
cocina a preparar alguna infusión para que tomá-
ramos después de la cena, y nos quedamos solos,
arrancó con una pregunta: ¿te acordás de Arévalo?
Y Arévalo, para mí, era una figura familiar: era otro
escritor que había participado con nosotros de nume-
rosos encuentros y presentaciones. Por cierto que me
acordaba de Arévalo, y no puede menos que traer a mi
memoria lo que había sido para nosotros esa relación.
Pero, ¿qué pasa con Arévalo?, le pregunté, como si estu-
viera esperando la peor de las noticias. Jorge me miró
con los ojos muy abiertos, sin parecer alucinado, y me
dijo con voz apenas audible: Y, de una vez por todas,
Arévalo me lo dijo. Me lo dijo sin guardarse nada y
sin perderse nada de lo que pudiera servirle para el
futuro, porque el futuro, me dijo Arévalo, el futuro
está hecho de retazos de la memoria desparramada de
los que quieren aniquilar la historia. Y Arévalo estaba
seguro de lo que me decía, porque cuando le tocó a él
ser el que diera la última palabra de los hechos que
voy a narrar, cuando no pudo reservarse nada porque
ya nada tenía secretos para él, entonces Arévalo me
lo dijo: Acabo de matar a Martini. Fue una especie de
confesión hueca, sin estamento ni carácter. Tenía para
mí que, por esa época, Arévalo ya formaba parte de un
Olimpo sucedáneo de un geriátrico para delirantes.
Porque a los geriátricos no sólo van los ancianos que
ya no quieren ser un estorbo en las casas, las propias
y las de sus hijos, sino que un geriátrico también es
un lugar al que pueden llegar algunos delirantes que
todavía mantienen instantes de lucidez en algún
momento del día. Y Arévalo era –acaso es, todavía– un
delirante que tiene en el día un momento de lucidez
y que puede mantener una conversación coherente.
Me dolía no pensarlo. Me dolía más, aún, no decírselo,

35
por una mera cuestión de timidez o indecisión, que no
terminaba de cerrarme al cabo de semejante confe-
sión. ¿Arévalo tenía, en el medio de tales revelaciones,
algo de memoria como para generar un recuerdo
lineal, lo que ya era mucho pedir? Creo que no. Y esa
era la prioridad: pensar que Arévalo era lo suficiente-
mente cuerdo como para establecer una cronología
coherente, porque toda cronología tenía que tener una
especie de coherencia, de lo contrario, no era crono-
logía. Pero, ¿qué significaba una cronología coherente,
en toda esta maraña de aconteceres? ¿Acaso todo no
habría de acabar en una muestra de honor para las
aspiraciones de Arévalo, que, ya en estos momentos,
buscaba retirarse de todo, sin apagar alguna de sus
antorchas? Pensarlo así, podía sonar como un discurso
grandilocuente, que albergaba la intención de entro-
nizar a un asesino. Pero Arévalo era algo más que un
simple asesino. Y, a estas alturas, pedir una cronología
coherente ya no tenía demasiado significado.
Jorge lo sabía. Y lo sabía porque conocía a Arévalo
y porque ya nada le parecía extraño. En este punto de
su vida, la experiencia lo había acribillado y lo había
dejado abandonado en un estado de absoluta indefen-
sión y de tristeza. Los que lo conocíamos, teníamos esta
imagen de Jorge, porque, a la hora de definir su posi-
ción frente a lo que me estaba contando de Arévalo,
manifestaba una especie de confusa melancolía por
el tiempo que no había sabido aprovechar. Me explico
mejor: cuando Jorge deja su casa, la casa en la que
vivía con Susana, su primera mujer, experimenta un
primer corte: la mujer con la que había mantenido un
vínculo relativamente estable y duradero, se deshace
como imagen fuerte e importante. Y la casa, que había
sido el espacio en el que fundó su primera existencia

36
madura, ya no tenía ninguna entidad. Estaba, como
se dice, en el aire, y este tipo cosas golpean y golpean
muy duro, porque con el tiempo borran todo vestigio
de estabilidad emocional. Y el tiempo, que nada
perdona, no perdonó a Jorge, y lo presionó hasta verlo
destruido. Pero Jorge, con verdadero juicio, en medio
del dolor, hace algo concreto, se aferra a algo concreto,
como si se tratara de un verdadero talismán: se lleva
consigo un cuaderno que le había entregado Arévalo.
Un grueso cuaderno de tapas duras, de color azul.
Esto es lo único que dejaré de mí, dijo Arévalo antes
de desaparecer. Y Jorge custodiando tanto tiempo un
testimonio como ese.
No podía seguir guardando semejante confe-
sión, me dijo Jorge. Y algo me pasó después, algo que
me llenó de tristeza. Como sabrás, Macarena, la mujer
de Arévalo, trabaja en el aeropuerto. Allí la encontré,
limpiando el umbral de la puerta del baño de hombres.
Al principio me miraba como se mira a alguien que
habita en lo profundo de un recuerdo brumoso,
porque con ella nos habíamos visto apenas dos o tres
veces. Después, casi se atrevió a saludarme, pero hubo
algo, seguramente, que le impidió acomodar sus ojos
en línea con los míos, de modo que se sintió doblegada
por la duda, y volvió a su quehacer. Permanecí, lejano,
observando sus movimientos, tratando de que supiera
que seguía allí, como a la espera de algún signo suyo,
que me indicara que la memoria ya había hecho su
trabajo de clasificación de los datos que yacían en su
archivo personal. Macarena se acercó hasta donde
estaba, y sólo me dijo quiero que me devuelva el
cuaderno. Hacía ya bastante tiempo que Arévalo me
había entregado el cuaderno, y yo lo había escondido
en la biblioteca, tan bien lo había escondido, que me

37
había olvidado de que ese cuaderno existía. Además,
pensá: si me encontraban eso en casa, no sabía cuál
habría de ser mi destino. Pero Macarena me lo exigió
y recordé, en medio de una bruma, que lo tenía, pero
no sabía dónde estaba. Le prometí que iba a buscarlo,
apenas regresara a mi casa. Y así lo hice: cuando esa la
noche busqué entre mis cosas, pude encontrar lo que
Macarena me había reclamado: un grueso cuaderno
de tapas azules. Sus hojas estaban escritas con una
letra bastante pareja, y con tintas que alternaban el
azul y el negro, según los momentos o la primera lapi-
cera que el autor encontrara a mano en el instante en
el que quería escribir. Siempre ocurre así: cuando uno
quiere escribir, nunca está la lapicera que se necesita.
O nunca está en el lugar indicado. Nunca antes lo había
abierto ni leído. Pero esa noche, intentando descifrar
una letra bastante clara, pude recorrer ese fragmento
de vida, fragmento bastante duro y complejo, con idas
y vueltas, y como Arévalo ya no estaba entre nosotros,
me eximía de cualquier otra observación. Porque lo
que contaba ese cuaderno era verdaderamente desga-
rrador, sobre todo, la experiencia que había tenido
Arévalo antes y después de haber asesinado a Martini.
Y cuando cerré el cuaderno, pude explicarme las
razones por las cuales Arévalo hizo lo que hizo, sin
justificarlo, pero lo que hizo lo hizo porque era el único
que sabía quién era Martini y qué era Martini. Por
cierto, la policía nunca pudo dilucidar ese crimen, y
Arévalo se lo llevó consigo, y ahora descansa a ochenta
centímetros por debajo del nivel del pasto.
La semana siguiente fui al aeropuerto para llevar
el cuaderno a Macarena. Cuando la encontré, ella, en
silencio, tomó el cuaderno entre sus manos, lo abrió y
leyó el primer párrafo: “Me resulta difícil no olvidar,

38
sobre todo si se trata de un viaje. El viaje me remonta a
un pasado y el pasado a la percepción de un tiempo que
no se ha agotado todavía. Sin embargo, antes de poner
una fecha, de escribirla en esta hoja blanca, el pulso
me tiembla, porque tengo la feroz conciencia de que
sin memoria el hombre no es, o, al menos, ha muerto
sin dejar rastros. Y los otros y lo otro ha muerto junto
con él. Una actitud inquietante me persigue desde que
tomé la decisión de salir a este campo, a este llano infi-
nito y dorado, en busca de mi libertad. Después de todo,
esto es un viaje, y uno es, solamente, un extraño pere-
grino que vagabundea por los bordes de una ciudad
desconocida.” Allí estamos los que, en algún momento
compartimos algo con Arévalo, me dijo Jorge, en ese
cuaderno. Espero que nadie encuentre ese testimonio
de no sé qué. De todos modos, ahora nada importa de
ese pasado, dijo Jorge, bajando gradualmente el tono
de su voz.
Después de que Jorge me refirió esta historia,
Nora, la silenciosa esposa de Jorge, me trajo una taza
de té y tuve la inocente creencia de que ya nada habría
de ocurrirme, acaso por el simple hecho de que era de
noche, y estaba en su casa, a resguardo del frío y de la
lluvia que se había desatado en ese momento. Parecía
la idea de un niño, pero no resumía otra cosa más que
mis propios temores frente a lo que me había ocurrido.
Y a lo que me ocurría ahora: estar en un territorio
invisible. Pero es lícito, creo, preguntarse qué tenía
que ver Lena y su hecho reprobable, en todo este acto
narrativo que acabo de desarrollar. Es importante
aclarar que no se trataba de una ficción: una ficción
es la representación imaginaria de la realidad. Lo que
acabo de narrar es lo que me contó Jorge. Pero lo más
sorprendente fue lo que me dijo Jorge, mientras tomá-

39
bamos el té que nos había traído Nora: la mayoría de
los que quieren modificar algo en este mundo, pierden
el sentido de las cosas. Así le había ocurrido a Arévalo
cuando tomó la oscura decisión de eliminar a Martini,
compañero suyo en el Banco de la Provincia, al saber
de ciertas prácticas aberrantes en las que Martini
incurría a menudo, como si se tratara de rituales puri-
ficadores, y que no hacían más que revelarlo como
un ser absolutamente despreciable e ignominioso. Y
cuando Arévalo me confesó lo que habría de hacer, no
tuve la reacción para decirle que no lo hiciera, que la
justicia por mano propia no era la mejor, porque yo
también conocía a Martini, y sabía qué clase de tipo
era. Después, pasó todo lo que pasó. Y lo que Lena me
dice, utilizando más los silencios elusivos que las pala-
bras transparentes, revelan que ella también encubre
un hecho reprobable, del que fue protagonista en
Capilla del Monte, con el argumento de tratarse de
una experiencia mística, pero que involucraba a
otras personas, y Lena, por esa infinita confianza que
me tiene, me contó con absoluta minucia, con todo
detalle, y me hizo jurar que no habría de decirle nada
a César, porque cuando ella hizo lo que hizo, ya estaba
casada con César.
Cuando llegué a mi casa y encendí la luz del
living, miré mi cuerpo, mis brazos, mis manos. Estaba
entero y salvo. Y con las dos historias cruzadas en la
cabeza. Las había verbalizado, para recordarlas y no
olvidarlas. Pero esa, ya es otra historia. Porque está
intuida como una prueba que se hace en un labora-
torio y a la que hay que esperar que decante, con
todos los detalles, para corroborar los resultados.
Porque la memoria no opera de otra manera: deja
las estructuras y los detalles se pierden, son caniba-

40
lizados por el olvido, y se transforman en materia
de nuestra imaginación. No dejaba de sorprenderme
este mecanismo, porque en el momento de regresar
a los hechos, siempre volvíamos a ellos pero con los
cambios naturales que había aportado la imaginación,
y en el momento en que me senté a escribir todo lo
que venía pensando, permanecí varias horas frente a
la pantalla de mi computadora, sin encontrar la forma
adecuada para hacerlo. Entonces, me limité a escribir,
solamente, algunas notas.

Jorge, que ya había terminado de tomar su taza de


té, la taza que Nora, la silenciosa y diligente esposa de
Jorge, le había traído, me preguntó si podía quedarme
un momento más, porque tenía algunos otros detalles
para contarme. Detalles que habrían de completar la
historia de Arévalo, nuestro amigo común. Además,
afuera, seguía lloviendo, y habría de ser un verdadero
despropósito salir con semejante diluvio, a esta hora
de la noche, aunque te vayas en el auto, me dijo Jorge,
podés encontrarte con las calles anegadas, algún cable
caído o algún árbol a punto de desplomarse, y vos
pasando por debajo. Así.
—¿Sabés qué le pasó a Arévalo?, –me preguntó
después de una pausa. —Apenas le bastó darse cuenta
de que había llegado a un límite. A esta altura de su
vida, las cosas habían empezado a tener otras formas.
El límite era una excusa para mirase hacia atrás y para
pensar en lo que habría de venir. Pero todo límite es una
línea. Una línea divisoria, que le impediría regresar. ¿El
límite es la posibilidad que tenemos para trascender?
¿Acaso para dar un paso que no nos animábamos a
dar? Un paso que ella no se animaba a dar. Ella: Julia.
Julia, como su madre. Dos Julias en una misma familia

41
era demasiado. Y más si ambas eran tan parecidas,
en sus físicos y en sus caracteres. Era una forma de
duplicidad. Sí: algo que le costaba terminar de digerir
a Arévalo, porque, si bien él estaba totalmente enamo-
rado de Julia hija, Julia madre empezó a gustarle una
tarde en la que Julia hija estaba en la facultad y él fue a
la casa. En realidad, no sabía que Julia hija no estaba y
fue a visitarla, y lo atendió Julia madre. La mujer, con
sus cincuenta, mantenía una belleza realmente envi-
diable. Y bien podía pasar por hermana de Julia hija.
Lo invitó a pasar, le preguntó si quería tomar una taza
de café, y hablaron bastante, porque Julia hija estaba
en clase y demoraba en llegar.
—Pero Julia madre estaba casada, en ese
momento.
—Viuda. Su estado la habilitaba para cualquier
tipo de relación, mi amigo, y era de las mujeres que
sabían a dónde apuntar para que la presa cayera de la
mejor manera…, para ella: la cazadora.
—Arévalo salía con la hija. ¿Cómo podía hacer
algo así?
—Porque sabía que Arévalo también escondía
algo. Se dio cuenta en el momento. Fijate: con unos
minutos de diálogo, vio por dónde venía todo. La
madre era una mina muy sagaz. Muy sagaz. Me gusta
usar la palabra “sagaz” para estos casos. Creo que la
pinta de la mejor manera. Entonces, empezó el juego
de la seducción, y Arévalo que no era ningún impro-
visado, se metió en el juego. O sea: pescó en el aire
lo que la madre le estaba proponiendo. Una vez me
dijo: Si una mina me muestra cartas, juego a lo que
sea. Así de arriesgado es, o era, el tipo. Ya no sé qué
pensar, si está o no entre nosotros, o qué. Pero lo mejor

42
de todo vino cuando la hija se dio cuenta de lo que
estaba ocurriendo. Bueno, no hizo demasiada falta un
trabajo de detectives, porque fue en una de esas tardes
en las que Julia hija cursaba en la facultad, y en las que
Arévalo y la madre tenían encuentros muy cercanos.
Bueno, Julia hija una tarde volvió de la facultad porque
no tuvo clases, había faltado el profesor, y volvió a su
casa, sin avisar nada. ¿Qué iba a avisar? No tenía nada
para avisar. Y, cuando abrió la puerta, los encontró
a los dos. En el living lo estaban haciendo. Pero mirá
cómo son las mujeres: la primera reacción fue de
enojo. Arévalo intentó irse. Sin embargo, Julia hija lo
instó a que se quedara para que aclarara el asunto, con
la madre presente. Todo esto lo hizo, porque conocía
a su madre, y sabía que la madre tenía una debilidad
muy especial por los hombres como Arévalo: tram-
posos y mujeriegos, un poco como había sido su padre,
que se murió de un ataque al corazón en la cama de
un hotel alojamiento, encima de una mujer que era
compañera de trabajo en Tribunales, porque el viejo
era abogado y trabajaba en Tribunales, y ahí tenía
para elegir, porque, además, era pintón. La Julia madre
parecía que los buscaba así: pintones y tramposos. Y
mujeriegos. Y así era, o es, Arévalo. Entonces, fijate
que entre los tres llegan a un acuerdo, luego de una
larga conversación: como Julia madre ama a Arévalo,
Julia hija ama a Arévalo, y Arévalo ama a Julia madre
y a Julia hija, las mujeres, luego de unos momentos
de deliberación, con la ausencia de Arévalo, claro, las
mujeres, digo, deciden compartirlo. Me imagino la
cara de Arévalo: ojos abiertos, frente arrugada, gesto
de desconcierto, boca entreabierta. Como eran madre
e hija, no tuvieron ningún problema para dosificar los

43
momentos en los que habrían de disfrutar de los servi-
cios sementales de Arévalo.
—Y Macarena, ¿qué tiene que ver en todo esto?
—Macarena se dio cuenta tarde de lo que estaba
ocurriendo. Porque Arévalo lo estaba pasando muy
bien con las dos Julias: la madre y la hija, y Macarena,
trabajando en el aeropuerto… Entonces, Macarena
le dice que se vaya, que se vaya de la casa, porque no
quería verlo más, pero que le dejara el cuaderno que
ella le había pedido durante tanto tiempo. Y ahí es
cuando entro yo en escena. Arévalo, antes de desapa-
recer, me pide que le dé el cuaderno a Macarena. Por
eso digo que Arévalo se dio cuenta del límite. Por eso,
también me preguntaba si el límite era la posibilidad
que teníamos para trascender. Y vos me preguntarás
¿trascender de qué? Trascender de nuestra propia
condición. Procurar darnos una respuesta a lo que
pretendemos de nosotros, en un momento determi-
nado de nuestras vidas, porque imagino, que, con
semejante forma de existir, si es que no bastardeamos
la palabra “existir” aplicada a un tipo como Arévalo,
con semejante forma de existir Arévalo se estaba redu-
ciendo a algo menos que una lacra. Y él lo sabía bien.
Porque es, o era, un tipo inteligente. Para jugar a tantas
puntas tenés que ser inteligente o, al menos, hábil. Y,
por más que digamos que Arévalo es un pícaro, para
ser pícaro tenés que tener algo de inteligencia. Y
mucha habilidad. Por eso pienso que todo su manejo
lo estaba dejando bastante mal. Hay algo que se llama
conciencia, y de esa nadie escapa.
—De acuerdo. Ahora, ¿qué pasa con Macarena?
—Bien. Ella entra en este juego de la mejor
manera, porque puede exigir. Pensá que, ante tal
engaño, tiene el derecho a exigir, y de la peor forma

44
posible. Tuvo todo tan claro que, al día siguiente, le
había preparado a Arévalo una valija grande con
toda la ropa, que no era mucha, pero la valija era la
más grande que tenían. Era parte de un juego de tres
valijas, de distintos tamaños, que habían comprado,
para un viaje que hicieron por Centroamérica, apenas
se habían ido a vivir juntos. La valija más grande era
el único equipaje que llevaron. Y fue el único equipaje
que le permitió Macarena que Arévalo se llevara. No
discutieron. Arévalo no dijo nada: tomó la valija tal
como se la había preparado Macarena, y, en absoluto
silencio, se fue. Según lo que me dijo Macarena, ella
lloró durante toda la noche, pero al otro día se sentía
liberada. Liberada de un engaño, de una mentira, que
la tenía en el medio, y de la que ella era la primera
víctima.
—Entonces, Arévalo sigue vivo pero viviendo
con las dos Julias.
Jorge, antes de decir nada, mira el fondo de su
taza de té. Mira a Nora, y ella toma la gran tetera y
sirve té en la taza de Jorge. Todo parece muy maquinal.
Ambos me recuerdan a esos autómatas que llevan a
cabo acciones que responden a una especie de orden
que no cuestionan ni contradicen. Cumplen con ella
porque no piensan en lo que hacen. Pero todo forma
parte de una especie de visión que tengo de ese
conjunto.
A Jorge le costaba creer que Macarena hubiera
reaparecido en medio de tanto dolor. Imaginaba que
la desaparición de Arévalo no tenía para ella otro
remedio que esperar el consuelo natural que situa-
ciones como estas imponían. Y más si había esperado
que Arévalo regresara hasta el último momento.

45
Macarena le habló por teléfono. Su llamado había
tenido el carácter de angustiosa urgencia ante la duda.
Ella no sabía si a Arévalo lo han matado. Después, su
voz se quebró y su garganta se cerró, en medio de
sonidos guturales, que trataban de emular una segui-
dilla de palabras incomprensibles. Jorge le pidió que
se serenara, que procurara regularizar la respiración,
porque no podía entender lo que le decía, y si no le
entendía no podía ayudarla. Entonces, Macarena hizo
una pausa. De este lado del teléfono, Jorge escuchaba
cómo limpiaba su nariz, e imaginaba cómo secaba
sus lágrimas que caían por los costados de su rostro
ovalado y blanco.

46
El sentido del mundo

Un relato que esté construido con pequeños frag-


mentos que la memoria deja para que intentemos
una inconsolable reconstrucción. Un tipo de relato
que indague una comunicación imposible, una inde-
terminación constante. Anhela algo, sin saber muy
bien cómo se llegará a destino. Construir un texto que
siempre está presto a desaparecer y convertirse en
otra cosa. Este es el carácter provisional de la narra-
ción: siempre se está haciendo. Para que cada relato
constituya un fragmento de esa gran narración que
espera lector para ser abierta.

Siempre hay un margen para escribir un relato que


contenga a los otros relatos. Ayer hablé en la facultad a
mis alumnos sobre la importancia de conocer a fondo
el funcionamiento de la narración, de ese proceso
que se denomina narratividad. Una alumna levantó
la mano y me preguntó cómo podía hacer para llegar
a ese punto. Solamente leyendo a los narradores que
hayan logrado un desarrollo óptimo en su arte. Hay
muchos, le dije. Yo empezaría con los grandes cuen-
tistas: Poe, Chejov, Cortázar…

47
3

Otra vez, como hace poco, porque hace poco que me


encontré con Bonomi en la puerta del Teatro y me dijo
que hacía mucho que no veía a Tucho. Tucho se ha
encerrado en un hospital para enfermos mentales, le
dije, en una colonia para desequilibrados del mundo,
como le dicen. Otra vez, como hace poco, me dijo
Picard, porque alguien me lo había dicho, y yo no
quería creer lo que me decían. Todos tienen mucho
para decir, pensé, y poco para pensar. Entonces quise
ser coherente conmigo mismo y apenas le respondí lo
que sabía, lo que todos le habían informado –¡pobre
Picard!–, porque el problema es que si se deja llevar
por lo que todos le dicen, se vuelve loco.

Construir un texto que siempre está presto a desapa-


recer y convertirse en otra cosa. Porque cada vez que
contamos una historia, estamos haciendo de nuestra
vida una narración. Pensaba en esto, mientras Marita
se levantaba de la cama y buscaba entre mis discos
compactos uno de Pat Metheny. A ella y a mí nos gusta
mucho un tema que se titula “Follow me”. Está en
Imaginary day. Los temas de Pat Metheny tienen eso:
son una continuidad de historias que nacen en medio
de la imaginación musical, como un buen relato. Y
mientras dejábamos pasar los minutos escuchando
“Follow me”, en medio de un silencio casi místico,
pensaba que la música era eso: un camino que me
invitaba a seguirlo. Y en medio de las cadencias de

48
ese tema que se repetía, desaparecíamos y nos conver-
tíamos en otra cosa, como si estuviésemos contando
nuestra historia, como si estuviésemos haciendo de
nuestro amor, un relato amoroso.

“Ya no hay más mundo: ni más mundus, ni más cosmos,


ni más ordenación compuesta y completa en el inte-
rior o desde el interior de la cual encontrar lugar,
abrigo y las señales de una orientación. Más aún, ya
no contamos más con el ‘aquí abajo’ de un mundo que
daría paso hacia un más allá del mundo o hacia un otro
mundo. No hay más Espíritu del mundo, ni historia
para conducir delante de su tribunal. Dicho de otro
modo, no hay más sentido del mundo.” Permanecí en
silencio, luego de haber leído en voz alta el fragmento
anterior. En realidad, primero lo había leído sin emitir
sonido, como lo hago habitualmente. Pero, en razón de
la complejidad de lo que el autor estaba planteando,
lo volví a leer, pero esta vez haciendo que las pala-
bras resonaran con claridad en la habitación. Cuando
terminé, quedé en silencio, dejando que las palabras
fueran haciendo su camino por unas sendas oscuras
y limitadas, hasta llegar a un espacio atiborrado de
materia que ya no concedía ni un minúsculo rincón,
para que esas palabras encontraran dónde ubicarse.
Pero, finalmente, todas hallaban un lugar, y allí se
quedaban.

49
6

No era difícil pensar en lo que podría haber ocurrido.


Tenía cerca de mi escritorio el teléfono para comuni-
carme con los demás, con los otros, con los que me
habían dicho que habría de salvarme. Pero no todo fue
así. Porque sólo bastó que entrara el primer rayo de
luz a la habitación, para que las cosas tuvieran otro
color, otras tonalidades, según lo que había soñado esa
noche. Porque ahora estaba saliendo de ese sueño que
me había tenido muy tensionado, mientras lo soñaba.
Me explico mejor: siempre hay una posibilidad más,
cuando el relato parece terminado. Porque la narra-
tividad es un proceso infinito, que se inició con el
primer chamán que contó el primer mito del origen
del hombre.

“Pensó, también, que cada departamento del edificio


tenía sus habitantes. Cada departamento poseía su
vida interior, gente que los recorría, que hablaba,
que dormía, que disfrutaba o que sufría. Cada depar-
tamento era un mundo pequeño, con sus códigos y
con sus lenguajes. Acaso ese sonido venía del depar-
tamento contiguo, en el que vivían dos ancianos, y
que solamente ellos podían hacer esa clase de ruidos.
Entonces, trató de imaginar un día de ese matrimonio
de ancianos. Los dos en silencio, sentados uno junto al
otro, moviéndose para lo estrictamente necesario: ir
al baño, hacer la comida, acostarse a dormir. Por las
tardes, solía verlos salir a caminar. Seguro que iban

50
a la plaza, permanecían ahí, disfrutando del sol, en el
invierno, o, durante el verano, del aire fresco, bajo la
sombra de un inmenso jacarandá que había en uno
de los costados de la plaza, y después regresaban.
Siempre sonriendo. Ambos. Siempre de buen humor,
nunca demostrando el hastío de haber llegado hasta
ese momento de la vida, tan juntos y tan felices. Ojalá
yo hubiera podido llegar a eso, pensó, recordando los
modales caballerescos del anciano, todavía intactos,
para con su dama de siempre.” ¿Cuántos son los planos
en los que nos podemos mover, cuando contamos una
historia? Múltiples, porque la vida es múltiple, no una
sola.

Cada mañana, cuando me miro en el espejo, pienso


que el día recién está empezando, y que ese rostro
que me devuelve el espejo, es la garantía de que nada
ha cambiado. Y, también, es la garantía de que puedo
iniciar una historia con estas dos líneas.

¿Para qué puede servir un boleto de ómnibus al


escritor? Un boleto puede encerrar todo un plan narra-
tivo, una estructura completa de un cuento.
Solamente con mirarlo, alcanza para recuperar
una memoria ficcional de algo que nos ha ocurrido
en nuestra imaginación. O que nos ocurrió verdade-
ramente. Hasta en el ómnibus es escritor hace lo que
sabe hacer: observar. A esto lo aprendí de un amigo

51
escritor. Una vez, tomando un café, sentados en un bar
de Buenos Aires, me dijo el escritor no mira; observa.
La mirada, aunque no nos demos cuenta,
queda asociada al boleto, y recuperamos la historia.
Solamente debemos narrarla.

10

Escribir es tentar al pasado para que no acalle sus


voces.
Después de leer–me, fui al bar con mi cuaderno.
La luz que entraba de afuera no tenía ese color ámbar
de la mañana. Aunque era la mañana, no parecía la
mañana.
Cuando Nancy me trajo el café, le pedí que bajara
el volumen a la vocinglería de la gente. Así lo hizo. El
rumor sordo y espeso, pero lejano, me dio el aire nece-
sario para empezar a escribir estas notas.
Después, llegaría al bar Picard junto con sus
historias sobre Tucho Milani, que decidió enloquecer
para ausentarse. Y el profesor Bonomi, para narrarnos
el sentido del mundo.
Y yo, que trato de ser Daniel Ferrari, miro por la
gran ventana del bar, y me descubro caminando entre
la gente que pasa, como un río incesante, haciendo
un camino infinito. Como son infinitos los relatos del
mundo.

52
En la niebla

Un joven me detiene en el medio de la peatonal, poco


antes de llegar a la Iglesia de la Compañía de Jesús. Me
detiene y, con ese gesto, provoca una doble interrup-
ción: el continuo en un espacio y en un tiempo que
no eran los que venía sosteniendo en ese momento.
Era otro espacio y otro tiempo. Eran mi espacio y mi
tiempo. A pesar de que estaba rodeado de gente, esas
personas eran para mí, en ese momento, seres trans-
parentes, entelequias, acaso versiones irregulares del
mundo de las ideas, porque mis ojos los estaban viendo
así. Y, de golpe, este joven que me detiene, tocando mi
hombro y mirándome directamente a los ojos, a mi
cara. No se acuerda de mí, fue la afirmación. No fue
una pregunta. Siempre me ocurre lo mismo: cuando un
joven me encuentra en la calle y no sé quién es, derivo
el mecanismo de intuición hacia el grupo de miles de
alumnos que han tenido que tolerar mis clases de lite-
ratura. Y, efectivamente, se identifica y se revela como
un alumno que había cursado hacía algunos años
conmigo. Por cierto, sus facciones se perdían entre
tantas otras que formaban parte de extenso arsenal
que guardaba después de tantos años de docencia. Me
dijo su nombre y su apellido. Seguía en la nebulosa.
Seguían en mi nebulosa memorial ese nombre y ese
apellido. Pero no tenía importancia, porque el rostro,
las facciones de ese joven, empezaban a asomar a la
luz. Asomaban entre los rostros que se agolpaban, en

53
ese momento, en busca de un reconocimiento. Me
contó que ya había terminado su carrera universi-
taria, que había viajado a México, que se había casado
con una mexicana, y que se había divorciado.
Le dije que iba a la facultad, porque tenía horario
de atención de alumnos. No tuvo ningún inconve-
niente en acompañarme, subiendo por Obispo Trejo,
hasta la puerta de la facultad. Y fue informándome
de toda su historia, de lo vivido en México, y de sus
desventuras amorosas. Y a propósito de esto me dijo
con un tono sombrío: Me enteré de que Guadalupe iba
a venir a buscar la carta que su madre le había enviado
conmigo desde España. Cuando Laura, la madre de
Guadalupe me entregó el sobre, me dijo que la cuidara,
que viera que estuviera bien, que no le faltara nada,
que ante cualquier dificultad, le avisara. Ella ha tenido
que luchar contra sus propios demonios, y ahora tiene
al demonio en su propia casa, me dijo Laura. Si bien
Laura sabía que Guadalupe y yo estábamos separados,
mi relación con Laura había quedado intacta, inclu-
sive, manteníamos el mismo afecto de siempre de
manera recíproca.
Transparente. Translúcido. Claro. Transparente.
Es una visión inalcanzable. Acaso, a través de lo
transparente se puedan ver las cosas de la manera
más clara y precisa. Transparente. Es una forma de
entender que lo que está más allá, permanece en una
inercia apenas descriptible, y sujeta a ninguna modi-
ficación. Como por ejemplo ese cuadro que tengo en
frente, justo ahí: en línea con mis ojos. Permanece
en ese lugar y no muta, no cambia. Tengo la percep-
ción de que el cuadro siempre ha estado ahí, aunque
sé que lo colgué hace dos años, cuando me lo regaló
Guadalupe para uno de mis cumpleaños. Después,

54
todo entró es una especie de nebulosa, porque perdí la
noción de los hechos. Cuándo había llegado el cuadro
hasta ese lugar, quién lo había traído, en qué condi-
ciones estaba cuando llegó. Transparente. La transpa-
rencia vino ahora, cuando ha pasado un tiempo (que
ya no sé cuánto tiempo es), y he podido mirar el cuadro
desde otro ángulo. Ahora sí que puedo decir que no es
nebuloso, porque he podido recordar lo que rodeó al
cuadro, cuando llegó a esta casa, y se instaló en ese
lugar. Después de todo, ya no quedaban otros límites
que los puestos por quienes nos rodean. Una vez que
las personas se arriesgan y dicen algo de uno, siempre
hay un margen para desmentirlo. Eso me ocurrió con
Guadalupe, cuando me la presentaron en una exposi-
ción de pinturas, el día de su inauguración.
—Sos alguien que tiene muchas facetas en la
vida. Te veo capaz de adaptarte a cualquier situa-
ción. Te gusta ayudar a los demás y también sentir y
admitir que de vez en cuando sos vos quien necesita
ayuda. Encontrás en algunas personas algo espe-
cial, y normalmente la gente no sabe valorar eso. El
problema es que muchos te van a dejar pasar en la
vida, y después se van a arrepentir por eso el resto
de sus días, porque personas como vos es muy difícil
hallar. Digo: hallar fácilmente.
Dejé que Guadalupe me dijera todo esto de un
solo tirón. Era como si lo hubiera estudiado para
exponerlo a la manera de una lección académica, o
cual esos vendedores que pretenden inyectarle a uno
el producto que tienen que vender, por mandato de su
jefe. Pensaba que había algo detrás de todas las senten-
cias que me había dicho, en unos pocos segundos.
Podía reconocerme en algunos de sus dichos, no en
todos. En otros, realmente quería que describieran

55
parte de mí. Pero todo terminaba en que se trataba
de una mera observación subjetiva, una descripción
que tenía algún indicio de lo que la ciencia de la psico-
logía pudiera aportar. Tal vez se trataba de una forma
de comprender o de intentar de comprender al otro,
o sea a mí, que ya no tenía otra expectativa ni interés
de lo que pudieran decir desde afuera. Guadalupe era
dueña de unos ojos muy verdes y unos cabellos muy
oscuros. Si se hubiera puesto un pañuelo en la cabeza,
bien podría haber pasado por una gitana, una de esas
gitanas que, durante la juventud, son poseedoras
de una belleza que hipnotiza, pero que en la vejez
adquieren un rostro apto para cualquier pesadilla.
Pero no se trataba de una gitana: apenas era una inci-
piente psicóloga, que pretendía tener un poco más de
vuelo en su labor, comparada con otros profesionales,
cuyo ejercicio continuado y rutinario de la terapia
los había transformado en proveedores mecánicos de
angustias.
Cuando llegamos a la puerta de la facultad, mi ex
alumno, cuyo nombre no recuerdo, se despidió y me
dijo que esta breve conversación le había sido mucho
más liberadora que cualquier sesión de terapia.
No le contesté nada, porque no me dio tiempo
para hacerlo: giró sobre sí mismo y se fue.

56
Un territorio invisible

Lo que transcribo a continuación son las notas que


fui tomando a lo largo de un seminario que di sobre
Crimen y castigo de Dostoyevski. Más que las notas
eruditas y académicas, me interesaba registrar cuáles
habían sido las vivencias que había tenido a lo largo
del seminario. Más que la literatura, me interesaba la
vida que había en torno a la literatura y qué hacía yo
con esa vida vivida. Pero también me interesaba regis-
trar lo que ocurría en una interacción entre ambas.
Cómo se amalgamaban, y cómo esa amalgama me
ayudaba a comprender mejor la vida. Porque, ¿de
qué sirve tanta literatura, si no nos ofrece una luz en
medio de las tinieblas?
Aquí van las notas:

Miro el reloj. Falta poco para llegar. Advierto que


todo fue breve. Seguramente esto es así porque dormí
durante el viaje. Me doy cuenta de esto, en medio de
una somnolencia que todavía me aturde. Que todavía
persiste.
Trato de salir lentamente.
Veo el paisaje a través de la ventanilla. Es el mismo
por el que transité la semana anterior. Pero parece
diferente. El ronroneo del ómnibus, también es el
mismo. Pero los pasajeros, son otros. Me hago la idea
de que no todo se reitera de manera idéntica. Pienso
que el eterno retorno no existe. Que fue un invento de

57
los griegos para no hacer frente al infinito. Para tener
un control exclusivo sobre todas las cosas, en un orden
justo, tal como el que habían logrado después de tantas
batallas olímpicas y titánicas. Era una forma de reco-
nocer que la mitología había terminado de doblegar a
la razón. Pero se sumaban a la lógica del silencio.
Un territorio invisible. Una manera de buscar
un espacio que no sea una causa para desaparecer.
Pensaba en esto mientras miraba por la ventanilla
del ómnibus que me trasladaba, una vez más, hasta la
universidad, el lugar en el que debía dar mi clase de
literatura. Y miraba pasar los campos extensos, como
si fueran grandes masas planas de color verde en movi-
miento. Y miraba pasar los árboles, como si fueran
eslabones verticales de un tren que no se detenía, y
que seguía hasta que el tiempo se oscureciera.
Siempre es la misma sensación: voy hacia un vacío
gris. Cuando entra el ómnibus a la ciudad, trato de
recuperarme, de reencontrarme para ponerme en una
situación nueva, la misma situación que se repite cada
vez que llego a la ciudad cuya universidad me espera,
con los alumnos reunidos en un lugar, y una clase
de literatura que se confunde porque se superpone
con los otros discursos que se despliegan en espacios
cuadrangulares adyacentes, profusamente ilumi-
nados, y que reciben el abstruso nombre de aula.
A estas alturas, sigo teniendo las mismas impre-
siones: cuando entro al edificio de la universidad,
solamente atino a mirar hacia adelante, hasta que
llego al pasillo que me lleva al aula, un pasillo blanco y
extenso, con los pisos claros, con un murmullo sordo,
y las aulas a los costados, con puertas de madera y
vidrio, que dejan ver algo de lo que ocurre adentro.
Pero todo es tan difícil de comprender que continúo

58
con mi camino, hasta llegar a una luz final, el final
del pasillo en el que hay una luz que distingo especial-
mente, no sé por qué, pero sí sé que es el aula en la que
tengo que dar mi clase de literatura.
Y cuando entro, dejo de ser todo lo que venía siendo
para ser lo que debo ser: el profesor que da su clase
de literatura y que se encuentra con sus alumnos; o
mejor: un lugar, un territorio invisible, llamado lite-
ratura que permite el encuentro del profesor con sus
alumnos, en torno a un tema común. El tema que los
convoca, y que deja que se comprendan unos y otro.
Los alumnos y el profesor. El profesor comprendiendo
a los alumnos, y el profesor tratando de comprenderse
a sí mismo. Como si fuera una cadena cuyos eslabones
ya no se enlazan entre sí, sino que, desligados, perma-
necen unidos por una fuerza oblicua, que impide que
se separen, pero que no deja que se unan.
Acaso porque la literatura es ese territorio invisible,
entre un eslabón y el otro, es una fórmula espacial que
no se resuelve desde un mero contrato entre partes,
sino que se parece más a una modalidad de existencia
compartida.
Pero en el centro de esa existencia, está la palabra
que se dice, está lo que puedo y debo decir, en mi clase.
Está mi palabra.
He llegado a la puerta de la oficina que tiene la
cátedra en la universidad. Antes de dejar mi porta-
folio sobre el escritorio, escucho el sonido del teléfono
móvil. Es Marcia que me pregunta en dónde estoy.
Advierto un sincero tono de preocupación en su voz.
Siento la voz de Marcia que está cansada. Su voz suena
cansada. Marcia está cansada. Me había dicho unos
días antes de irse que se sentía en el límite, que todo
la agobiaba y que no sabía qué podía hacer. Traté de

59
escucharla y de comprenderla. Es difícil comprender
a una persona que no se deja comprender. Marcia era
una persona que no se dejaba comprender. Tal vez yo
no la había entendido cuando me decía que todo la
agobiaba, porque yo también estaba cansado de todo,
y necesitaba una vida diferente. Ahora que lo pienso,
podríamos –deberíamos– haber iniciado una vida dife-
rente los dos juntos, acompañándonos. Lo habíamos
hecho en tantas situaciones, que ese momento podría
haber sido el adecuado, también. Pero no tuvimos la
suficiente claridad como para plantearlo, ni ella ni yo.
Y aquí estamos: Marcia llamando a mi teléfono y yo
si saber qué responderle. Le conté brevemente lo de
la casa, que me había mudado a la casa que me había
heredado el amigo de mi madre, y que, sin saberlo ni
quererlo, estaba empezando una nueva vida. Así se lo
dije. Lo dije sin pensarlo demasiado, porque fueron
palabras que asomaron de improviso en el cuenco
oscuro de mi boca, y no pude más que dejarlas salir,
antes de que explotaran dentro y todo fuera peor. Lo
curioso seguía siendo que con Marcia manteníamos
esa conversación, como si nada hubiera pasado, como
si siguiéramos viviendo juntos, ocupándonos el uno
del otro, preocupándonos el uno por el otro. Le dije
que estaba bien, que estaba en la universidad, que
había tenido unos días de licencia, por el traslado, por
la mudanza. Le pregunté cómo estaba. Marcia demoró
antes de responderme. En la lejanía, pude percibir el
nudo que tenía en la garganta y que le impedía decir
una sola palabra. Nudo que se desató con el primer
sollozo que pudo soltar, como si fuera un suspiro
atenazado durante vaya uno a saber cuánto tiempo.
Me dijo con una voz irreconocible que no estaba bien,
que estaba tratando de recuperar algo de normalidad

60
en su vida, y que le costaba asumir esa nueva forma
de enfrentar cada día. No pienses que te digo esto para
que me tengas lástima, pero al único que se lo puedo
decir sos vos, porque sos el único que puede enten-
derme. Me dijo todo esto en medio de un tono sombrío
y enmarañado. Hubo un silencio oscuro en el interior
del teléfono. La oficina estaba vacía. El pasillo estaba
vacío. Podía ver por la ventana el campus de la univer-
sidad. Había alumnos dispersos, algunos en grupos,
otros, haciendo culto a la soledad. Otros, sentados,
leyendo algún libro con el que los profesores solemos
sobresaltar la vida apasionante de los jóvenes que se
acercan a estos edificios para buscar ser aturdidos con
libros hechos de palabras escritas por individuos, que
lo mejor que podrían haber hecho es haberse arrepen-
tido de lo que escribieron. Marcia me interpela con
un adiós opaco y mudo, y no espera que le responda.
Corta. Y yo quedo con el teléfono en mi mano, espe-
rando no sé qué, mirando no sé qué, tratando de expli-
carme no sé qué.
Regreso al mundo y me doy cuenta de que tengo
que ir a dar mi clase. Recorro un largo pasillo blanco
e impersonal. Me cruzo con gente que apenas reco-
nozco, no porque las ignore, sino porque permanezco
en una especie de estado de suspensión que no alcanzo
a dominar. Sé por dónde tengo que ir. Sé qué tengo
que hacer. Entro al aula para dar mi clase, e inicio una
perorata automática, como si me hubieran puesto un
dispositivo en el que estaba grabada la clase corres-
pondiente a ese día.
Si tuviera que decir ahora lo que puedo decir,
cada palabra saldría de mi boca como una especie de
cartel de luces multicolores, que sólo adquiere signifi-
cado para quien busca lo que el cartel le ofrece. Pero

61
siempre es así: casa, árbol, amor, mujer, sol, muerte.
Cada palabra tiene una especie de función primordial
que se busca entre el follaje de la existencia. El signi-
ficado que se busca en la existencia. Buena sentencia
para una novela de Sartre. O de Camus. Revistiendo
el santo de la angustia, y para dar cuenta de que la
existencia y el lenguaje tienen un vínculo común,
un punto que oficia de encrucijada material. La boca
del hombre. Pero no tengo más posibilidad que hacer
silencio. El silencio que se motiva desde el momento
en que la palabra silencio me dice lo que debo hacer.
Tratando de recuperar mi voz, mi propia voz, como si
estuviera en plena tarea fonoaudiológica, y nadie me
permite ir más allá, porque el más acá ya no existe.
Es una forma organizada de entelequias encade-
nadas, como un simulacro de la realidad que soporta,
todavía, las diferentes maneras de nombrar las cosas,
tal y como podrían haber sido. Tal como la humanidad
podría haberlas esgrimido, para su propio bien.
Pero no.
De todos modos, los que hacen algo por la huma-
nidad, muchas veces, pierden la noción de las cosas.
Y lo hacen en beneficio de la humanidad que están
honrando, y por la que están actuando. Y lo hacen
bregando por algo que no saben si, algún día, verán
los frutos.
Todo esto, hasta que una alumna me hace una
pregunta. Y yo le respondo, iniciando, de esta manera,
mi clase del día. Porque habíamos empezado con
Crimen y castigo, y con las ilusiones de hacer algo en
beneficio de la humanidad, y hasta qué punto podía
el hombre hacer algo por los otros, pero los otros
en masa, en conjunto social, si se entiende. Hasta se
podría decir, algo que quedaría marcado en la línea

62
del tiempo de la Historia, así: con mayúsculas y sin
otra dilación. Porque ese era el enigma que les había
propuesto, al entrar al aula. Lo que pretendía Rodion
Raskólnikov, era la cuestión que les había planteado,
como disparador de lo que habrían de ser las clases
siguientes de la asignatura.
Pensar un territorio invisible era algo así como
hacerlo visible. Como ponerlo frente a nuestros ojos,
para que no pasáramos junto a él y no lo advirtié-
ramos, y no advirtiéramos que, efectivamente, existía.
Dostoyevski era, al menos para mí, un territorio
visible. Tanto que, cada vez que emprendía la relectura
de una de sus novelas, me sentía como si estuviera en
mi propia casa, a pesar de los nombres de los perso-
najes, tan numerosos y tan complejos. Tan rusos. Pero
estábamos ahí, como sentados en el comedor, junto a
viejos conocidos, en medio de una conversación que
nos convocaba porque todos íbamos a lo mismo.
Con pocos escritores me pasa lo mismo. Con pocos
escritores en los que veo con certeza lo que es ese terri-
torio invisible, que descubro con cada relectura.
Cuando la clase termina, quedo solo en el aula. Los
alumnos se han retirado; mis ayudantes en la cátedra
se han retirado; el bullicio se ha retirado. Quedo en
silencio, como cumpliendo lo que la palabra silencio
me ha dicho que debo hacer.
Un silencio en medio de la claridad blanca del aula.
Un silencio en medio de un territorio invisible.

De todos modos, había, hace un momento, dicho


que la mayoría de los que quieren modificar algo en
este mundo, pierden el sentido de las cosas. Pierden la
dimensión de todo lo que intentan abarcar. Como me
ocurrió esa tarde, en la que había recalado en el bar
de la facultad, buscando un café. Esa tarde, cuando

63
terminé mi clase, que pretendía ser la primera clase
sobre Dostoyevski, fui, lentamente, caminando hasta
el bar de la facultad, con la intención de aclarar algo
mi cabeza con la ayuda de un café. Digo “lentamente”,
porque quería despejarme, quería pensar en algo
distinto. Y esa fue la velocidad: lenta. Pretendía no
hacer otra cosa que aspirar un poco de aire, si no puro,
diferente. Que mis pulmones y mis pensamientos
tuvieran la posibilidad de recuperar algo de lo que
había dejado en medio de tanta reflexión que había
compartido con mis alumnos. Sin embargo, tenía la
plena intención de permanecer en esa atmósfera, en
la que Crimen y castigo estaba presente desde antes
de que empezara a tratar de deslindar los límites de
la novela, y de la que formaba parte efectiva, porque
todo lo que pensaba y todo lo que decía estaba en esa
atmósfera.
Mis esfuerzos se centraban en no perder el real
sentido de las cosas, dejándome abstraer por lo que
me prometía una novela que ya había leído no sabía
cuántas veces. Recordé que la había leído tantas veces
como había leído el Quijote. Siempre me atrajo la idea
de pensar en estos dos tipos, Don Quijote y Raskólnikov,
como excepciones de la humanidad. Seguramente
habrá muchas otras excepciones comparables. Pero
Don Quijote y Raskólnikov son esos tipos que, desde
su humanidad, encaran el mundo a pesar de que ellos
son hombres y a pesar de que el mundo es mundo.
Un alumno, sentado en el fondo del aula, me
preguntó si el mundo y los personajes formaban parte
de un mismo universo. Los personajes y el mundo
de Dostoyevski, sí, le respondí. Fue una respuesta
casi automática. No me asustaba el hecho de que
así fuera, pues se trataba de algo sobre lo que había
estado reflexionando durante mucho tiempo. La idea

64
de un territorio invisible me dejaba la posibilidad
para pensar en la forma en que los personajes de
una historia se insertaban en ese universo creado, a
la manera de las personas que se van adaptando a su
mundo, según las exigencias de ese mundo.
No obstante, también había otra idea que estaba circu-
lando. Pensaba que acaso ese territorio invisible no es
otra cosa que el mundo que nos estamos haciendo. Pero
en todo ese mundo que está en proceso de construcción, se
pueden advertir las voces que lo hacen. Digo: estamos en
un mundo elaborado en base a los relatos que contamos y
que escuchamos. Más allá de la evidencia de la existencia
concreta, somos lo que narramos de nosotros y de los otros.
Porque cada vez que inicio la lectura de un relato, novela
o cuento, me cautiva la forma en la que el narrador va
delineando trama y personajes, hasta hacerlos vivir en
mi imaginario. Son seres que cobran existencia propia
y que se asimilan a mi vida, hasta el punto de convivir
conmigo, a la hora de hacer el balance obligado, al dar
vuelta la última página y cerrar el libro. Este es un acto
que se produce incesantemente, desde el momento en que
me dejo subyugar por un libro. Si bien el narrador cuenta
historias de vida, pero ficcionales, esto no evita que me
identifique con ellas. Estas historias de vidas pueden ser
biográficas o autobiográficas. Son biográficas cuando un
narrador externo toma la palabra y cuenta la historia; y
son autobiográficas cuando es el mismo personaje quien
asume el rol del narrador. Pero todo esto se desvanece
cuando pienso en los cambios, en los desplazamientos
de los roles. Ocurre que muchas veces nos proponemos
contar historias que tienen que ver con nosotros, cuando,
en realidad, se trata de simples ficciones que no nos dicen
otra cosa más que los movimientos de nuestra imagina-
ción. La imaginación de quien narra. Pero nada más.

65
Por eso, cuando uno pretende contar una historia, debe
hacerlo sin autocitarse, y arrancar diciendo la verdad
de lo que pretende narrar. Después de todo, lo que forma
parte de semejante relato es, apenas, un recuerdo tenue
de lo que intenta ser verosímil. Y Dostoyevski tenía clara
noción de la idea de verosimilitud, y de los alcances de
esa verosimilitud. Mientras explicaba esto, el alumno
tomaba notas en su cuaderno, acaso porque sabía que
iban a ser la únicas notas que iba a poder tomar; acaso
porque quería retener la mayor cantidad posible de
información que yo le pudiera dar, aparte de la biblio-
grafía que figuraba en el programa y a la que yo había
insistido que consultaran.
El alumno, una vez que terminó de escribir en su
cuaderno, levantó la cabeza y me miró. Había en su
rostro un gesto que denotaba una determinación por
seguir con la lectura de la novela, más allá de lo que le
explicara. Digo esto porque el gesto fue acompañado
por varias preguntas más, que transformó la clase en
un diálogo exigente entre el alumno y yo.
—¿Cómo puedo descubrir que Dostoyevski es
un gran novelista?, me preguntó, como si estuviera
probando desde dónde podía encarar su próxima
relectura.
Le dije que sería importante que empezara regis-
trando el recorrido que hacían algunos personajes en
la novela. Si evolucionaban o no, y si lo hacían, hasta
dónde llegaban.
—Es un dato concluyente las ideas que tienen y que
sostienen los personajes. Sería algo muy útil hacer
una especie de síntesis de las ideas que predominan
en esos personajes, y no sólo que predominan sino
cómo esas ideas dominan a los personajes, si usted me
permite el juego de palabras, le previne.

66
El alumno sonreía mientras tomaba notas en su
cuaderno. El resto de los alumnos, seguía azorado el
intercambio que veníamos haciendo con el joven que
se había interesado tanto en la obra del maestro ruso.
Desde el fondo del aula, se levantó un brazo oscuro,
de textura leñosa, que se completaba con la figura de
otro alumno.
—Profesor, si las novelas de Dostoyevski tienen
tantas ideas, ¿por qué no leerlas como novelas filosó-
ficas?, fue la respetuosa pregunta.
Cuando identifiqué el rostro, pude reconocer a
un alumno con el que había tenido, antes, un inter-
cambio de palabras algo rudo. Pero esto no había
dejado huella en su actitud respetuosa. Bajé los ojos,
pensé bastante antes de responderle, porque quería
brindarle la respuesta adecuada a una pregunta que,
en ese contexto, era pertinente. Tomé suficiente aire, y
lo fui expulsando progresivamente, a medida que iba
respondiéndole.
—Si quisiéramos podríamos leer la novela como
una novela filosófica. Pero también podemos leerla
como una novela psicológica, como una novela teoló-
gica, hasta como una novela policial. En realidad,
es la que más se presta para este tipo de lectura. Sin
embargo, casi todas las novelas de Dostoyevski tienen
ese suspenso que provoca el asesinato de alguien. Y en
sus novelas, siempre hay un asesinato.
El alumno me miraba atento a cada palabra que le
decía.
—No me va a decir que la novela resiste un análisis
teológico, dijo el alumno usando un tono que revelaba
su escepticismo frente a lo que veníamos analizando.
—Por los planteos que podemos encontrar en
ella, yo le diría que sí, le respondí utilizando mi más

67
extremo gesto de humildad, como contrarrestando su
actitud.
En ese momento, miré el reloj y me di cuenta de
que el tiempo de mi clase se había extendido más de
la cuenta.
Me despedí de los alumnos y fui hasta el bar de la
facultad. Necesitaba tomar un café, como para recu-
perar alguna energía de toda la que había dejado
durante la clase. Además, tenía que descansar un poco,
antes de entrar en la clase siguiente.
Cuando estaba sentado a una de las mesas, pude
observar que el alumno del brazo leñoso, se aproxi-
maba hasta donde estaba. Ahora, su actitud parecía
ser otra.
Se sentó a mi lado, y me dijo que quería seguir con
la clase ahí, en el bar, porque le había parecido una
clase que hacía mucho que no escuchaba.
—Eso es abrir una novela hasta el fondo, dijo utili-
zando una leve metáfora.
Entonces, traté de ser concreto con lo que me estaba
planteando.

Durante mucho tiempo me costó distinguir algunos


matices de la personalidad de Rodion Románovich
Raskólnikov. Me perseguía la idea de que Raskólnikov
era un farsante oportunista, que prefería pasarla bien
con ese discurso lloriqueante de adolescente, que no
acababa de salir de ese estado etario o de la natural
evolución del hombre. Digo bien: evolución natural, si
bien se ve, a que se remonta sin más alternativa que el
tolerarla tratando de dejar que los años y los meses y
los días pasasen, hasta que ese estafo maldito acabara.
Pero, con el tiempo y las lecturas, me di cuenta de
que no era del todo así: la historia de Raskólnikov se

68
concentraba en algo que habría de proyectarse mucho
más allá de todo lo imaginable: un pacto casi fáustico
con su propia conciencia. No era difícil pensarlo de
este modo: todo lo que él va urdiendo, no es otra cosa
que una trama que pretende impresionar al mundo
de algo que él, realmente, no es. Sin embargo, seme-
jante escenificación de una tragedia habría de tener
un límite: todo dura hasta que aparece Sonia.
Me preguntaba si la melancolía no formaba parte
de esa manera de ser de Raskólnikov, fuera del ser, tan
cerca de una química degradante, que no conducía
sino hasta una derrota. O manifestarse como tal,
porque ya nada tenía sentido, y lo mejor era reser-
varse para lo que habría de venir. O no.
“Todo lo que se instala en la conciencia como
unidad es algo enormemente complejo, y lo único que
logramos es una apariencia de unidad.” (Nietzsche)

Cuando levanté mis ojos de la novela de Dostoyevski,


y miré por la ventana de mi escritorio, una especie de
nube, húmeda y espesa, me ahogaba, me aprisionaba y
me dejaba, progresivamente, sin aire. Experimentaba
esa falta desesperante, que terminaba llevándome
hasta la ventana, a abrirla, y aspirar la mayor cantidad
posible de aire, aunque afuera el invierno hiciera que
la calle tuviera un manto sutil de escarcha blanca. Si el
aire era frío, mejor. Los pulmones se abrían del todo, y
parecía que se quedaban con la brisa helada que venía
de afuera.

Esta narración bien podría titularse El lector de


Crimen y castigo, como un homenaje a Dostoyevski,
pero también como una forma de comprender cuáles
son los mecanismos que acercan la literatura a la

69
vida. O cómo la literatura y la vida se imbrican hasta
terminar siendo un continuo una de la otra. Porque,
en última instancia, todo lo que vine contando hasta
aquí, es un proceso, el proceso de la lectura que fui
haciendo a medida que releía la novela de Dostoyevski.
Sin mengua de otros autores. Pero me preguntaba: ¿por
qué Dostoyevski siempre estaba en el primer plano
de mis elecciones? ¿Por qué volvía a Dostoyevski, si
había tantos otros escritores tan valiosos como él?
Las respuestas eran tan vagas como profusas, porque
siempre me había limitado a leerlo, a reflexionarlo, a
tomar notas en las páginas de sus novelas, a preparar
clases de las asignaturas y seminarios en los que
Dostoyevski era tema central y no dejaba de reco-
mendar su lectura. Y, si bien había leído varias de sus
novelas más relevantes, siempre terminaba recupe-
rando unas pocas, entre ellas Crimen y castigo.

Hoy di mi última clase sobre Crimen y castigo.


Un alumno me preguntó por qué Dostoyevski no
siguió la historia de Raskólnikov.
—Creo que Dostoyevski lo dice en el desarrollo
de la novela: escribió lo que quería mostrar: cómo
un hombre que había matado, que había violado un
orden natural, podía redimirse, apelando a la justicia
divina, obviamente, reconociendo, a conciencia, el mal
que había hecho, y sometiéndose a la justicia humana,
apenas un pálido reflejo de la divina. La vida del otro
Raskólnikov, el redimido, el repuesto en la sociedad,
es otra historia, como dice el narrador de la novela, al
final.

Permanecer como en una alucinación, pero que no


es tal, porque de ser así no tendría control sobre las

70
cosas. Eso no es lo que me ocurre. Es una sensación
como si estuviera viviendo una apariencia, la fantas-
magoría de una vida anterior. Una vida poblada de
seres que tienen sus propias vidas y que las cuentan o
las viven. Y todo llega hasta mí. Y no son seres litera-
rios. Se trata de personas que han llegado a este lugar y
que me cuentan. Sin embargo, no soy yo quien escribe
esas historias, sino que es otro el que las narra.

“Todo era tan inútil como echar paladas de sombra


contra la oscuridad.” Había leído algo parecido a
eso, en una novela que pretendía serlo, o mejor: que
pretendía dejar de ser una novela definitivamente
balzaciana, para ser una novela que arremetía contra
la novela definitivamente balzaciana.

Son las cinco y media de la mañana que está empe-


zando. Aunque no vamos a tener sol. El sol ya perte-
nece a un recuerdo. Tengo solamente una hora para
despertarme y salir. Salir para que nadie advierta que
estoy en este lugar y pueda atravesar el río del Olvido.
Después, alguien me encontrará del otro lado y me
llevará a donde debo ir. Pero primero debo salir de este
lugar, que me tiene impedido de hacer lo que tuve que
hacer desde hace un tiempo. El tiempo. Esa materia
inerte de la que estamos hechos y de la que nadie
puede escapar. Pues bien: ese tiempo es el que me
alejó de lo que me deparaba la Palabra estricta que el
Oráculo me había dicho, y de lo que no podía, en modo
alguno, ir en contra. ¿Solamente debía permanecer un
lapso, para justificar cada hazaña que no había hecho?

¿De qué me sirvió la libertad, si estoy condenado


por el destino? ¿Acaso pasaré el resto de mi vida en

71
semejante estado de oscuridad, mientras la verdadera
vida ya no la viviré más?

Cuando terminé de leer el fragmento de la novela,


levanté los ojos y miré a Ravena. Su rostro revelaba
esa fuerte expectativa del que aguarda algo imprescin-
dible, para poder continuar camino. Tuve esa percep-
ción, desde el momento en que Ravena esperó, en
silencio recoleto, mi opinión. Esta simple acción de
leer un relato y de emitir un parecer me provocaba una
tensión especial, porque Ravena había puesto toda la
atención en el movimiento de mis labios. Era curioso:
no miraba tanto mi rostro, sino que había fijado sus
ojos en mi boca.
Reconozco que en ese momento titubeé un poco,
casi alcancé a tartamudear algunas palabras que, por
cierto, no salían como yo hubiera querido, con la cons-
trucción que hiciera coincidir palabra y pensamiento.
Palabras directas que fuesen a lo concreto y que
dieran una idea clara de lo que quería decir. Fueron
rodeos indecisos, en torno a lo que la narración era
en realidad. Acaso porque me sentía presionado por
la actitud de Ravena. Hasta que pensé que eso, así,
no podía ser. El fragmento de Crimen y castigo había
terminado de emocionar a Ravena. Tipo duro, este
Ravena, pero no podía ser de otra manera.
Parece que sigo en un territorio invisible. Supongo
que ese territorio no tiene otro sentido más que la
banalidad de seguir existiendo.

72
El otro lado

Había tenido suficiente lucidez como para suponer


lo que habría de ocurrirme, pensando en todo lo que
supuse desde que salí de ese lugar ameno. Y la memoria
me fue jugando de manera viscosa y gris. Lena, ya lo
sabías. Ya sabías el resto de mi historia, cuando fuimos
al otro lado del mar, y quisimos dejar de ser nosotros
para ser otros. Porque allá todo es otro, y acá somos
nosotros mismos. Es como habernos dejado en el mar,
para que las ondas lleven lo que fuimos por lugares que
desconocemos. Y ahora, la memoria que se acerca con
su forma irregular, para traerme el recuerdo que nece-
sito para no dejar de ser yo mismo, nosotros mismos.
Siempre me gustaron los alfajores bañados con
chocolate. Sin embargo, cuando los comía, después de
disfrutar de esa masa oscura, dulce y esponjosa, antes
de llegar al estómago, en el fondo del esófago, sentía
como si estuviera pasando algo duro, pesado, como si se
tratara de cubículos con aristas puntiagudas y afiladas.
Entonces, se quedaban ahí, en ese lugar, clavando sus
puntas en las paredes del esófago, y dejándome una
sensación de que en algún momento iban a terminar
cayendo en el abismo del estómago y que todo se iba
a aliviar. Algo similar me ocurría con otros alfajores
que, a pesar del exquisito sabor a chocolate aromati-
zado a la vainilla, trataba de evitarlos, para no tener
que pasar por lo mismo, siempre. Porque en el avión,
cuando regresaba, fui hasta uno de los espacios en los

73
que las azafatas dejan a los pasajeros alguna bebida y
algún bocadito, y me encontré con una bandeja en la
que había barritas de cereales y alfajores bañados con
chocolate. Podíamos tomar y dejar lo que quisiéramos.
Para eso estaban. Y, en lugar de tomar una barrita
de cereales, tomé un alfajor. En rigor de verdad, no
tenía hambre. Sin embargo, el único impulso que me
llevó a sacar al alfajor de la bandeja, fue mi poderosa
afición por ese alimento compuesto por dos galletas
esponjosas, unidas con una gruesa capa de dulce de
leche. Sólo por eso. Además, mi primera intención
había sido pedir agua, porque en ese momento tenía
sed. No obstante, no me hizo falta pedir agua, porque
junto a la bandeja con los alfajores y las barritas de
cereales, las azafatas habían dejado servidos varios
vasitos con agua y gaseosa, para que los tomáramos,
según los gustos y las necesidades que tuviéramos. El
impulso primero llevó mi mano a sacar el alfajor, al
que deglutí en dos bocados, para después atacar uno
de los vasitos con agua. Desde antes, venía con la boca
algo pastosa, al cabo de tantas horas de vuelo, después
de haber cenado algo tan liviano y frugal como una
ración de fideos hervidos, con manteca y aceite. Cena
tan ascética, como siempre ocurre en los aviones. A
esto había que sumar que había dormido bastante,
con breves intervalos de lecturas, cuya única excusa
consistía en alcanzar, nuevamente, las condiciones de
sopor para seguir durmiendo. Pero cuando acabé el
alfajor, la sed y las condiciones de mi boca se habían
magnificado. Necesitaba hidratar para no caer en la
desesperación. Primero, traté de barrer con la lengua
los restos del alfajor que me habían quedado entre las
encías y los pliegues internos de la boca. Después, dejé

74
que el regusto, amargo y dulce a la vez, del chocolate
y la vainilla permaneciera un momento, en la zona de
la epiglotis: era en ese lugar donde me interesaba que
quedara, porque allí se concentraban las esencias de
los sabores. Por último, dejé que el gusto pasara un
instante, para no experimentar ninguna nostalgia por
los sabores que ya no estaban. Entonces, me decidí
y empujé todo con un trago de agua, y otro después,
poniendo fin al contenido del vasito. Una azafata que
permanecía en el lugar, atendiendo a lo que necesitá-
ramos los pasajeros, me preguntó si quería más agua.
Le contesté que no, que con lo que había tomado era
suficiente. Y regresé a mi butaca, adonde me esperaba
el desorden de estos casos: una almohada pequeña;
una manta que ni siquiera había sacado de su envol-
torio de plástico; las revistas que provee la compañía
aérea, puestas en el bolsillo de la butaca que estaba
delante de la mía; el libro que llevaba, y del que apenas
había leído las primeras páginas; mi portafolios con la
computadora portátil, que me había servido durante
el viaje; y los auriculares. En ese momento, cuando
regresaba a mi asiento, tuve la idea de encender la
computadora, y abrir alguno de los archivos en los que
había estado trabajando en esos días. Porque todavía
faltaba bastante tiempo para llegar.
La mujer que venía a mi lado, se desplazó hasta
la butaca junto a la ventanilla, porque estaba libre, y
siguió durmiendo en medio del zumbido prolongado
de los motores del avión. Esta noble y estoica actitud
de la mujer, me permitió ordenar mis cosas, apoyar el
portafolio con la computadora portátil en la butaca de
al lado, sacar la computadora y encenderla. Mientras
la pantalla desprendía todos los destellos habituales,

75
imaginaba la situación de quien venía, al cabo de un
viaje extremo, después de varias horas de espera en
distintos aeropuertos.
Y en medio de un momento en el que creo
haberme quedado dormido, tuve una mezcla de sueño
y de recuerdo, medio medroso, de un episodio que
había tenido en ese viaje que había hecho, y del que
venía de regreso. Porque había ido de Valencia a San
Sebastián en tren, justo el día de San Fermín, y antes
de llegar a Pamplona, me di cuenta de que delante,
en el asiento de adelante, venía viajando una joven
gitana. Una adolescente, que se ponía de pie, cami-
naba entre por el pasillo, entre los asientos, miraba
por el ventanal los campos verdes y extendidos, hasta
que volvía a su lugar y permanecía un tiempo allí, sin
moverse, hasta que en momento, la gitana se asomó
por encima del respaldo de su butaca y me dijo ¿te leo
las manos? El movimiento continuo y acompasado del
tren me había llevado a una especie de sopor liviano
que no me impedía estar atento a lo que ocurriera en
torno. Debo reconocer que demoré antes de responder
a la joven gitana, cuando le dije no creo demasiado
en esas cosas, pero respeto a quienes las hacen. Creo
que no dejan de ser un arte. No sé si ella, en su liviana
juventud, comprendió lo que le había dicho. Sin
embargo, insistió. Mi madre y mi abuela me lo han
enseñado, desde pequeña, me dijo. Pensé que recha-
zarla nuevamente iba a resultar tan pesado como la
insistencia de la gitana. Está bien, dije, y extendí las
dos manos, en un gesto de entrega engañosa. Entiendo
que en este tipo de prácticas debe haber un convenci-
miento compartido por las dos partes. Convencimiento
y convicción. Y esto era lo que, decididamente, a mí
me faltaba.

76
Me bajo aquí, dijo la joven gitana, apurada,
porque ya había llegado el tren a Pamplona. Allí
se subieron varias personas, predominantemente
jóvenes extranjeros, cuya indumentaria revelaba de
dónde venían. Entre ellos subió un joven que se desta-
caba del resto. Se diría que el tipo era algo desprolijo
en su forma de vestir, pues no guardaba demasiado
cuidado en los detalles; es más: ni siquiera los tenía en
cuenta. Seguramente, en algún momento de su vida,
le había ocurrido algo que le había hecho olvidarse
de sí mismo, para seguir viviendo según lo que el día
le iba dictando, sin tanta pulcritud ni tantos porme-
nores. De todos modos, cada vez que se ponía de pie
para ir a alguna parte, sea el baño, sea el bar del tren, a
pesar de este descuido, caminaba como quien pudiera
decir, con dignidad: llevaba su natural falta de aplica-
ción con total decoro, lo que colaboraba a que todo lo
anterior se viera atenuado. Tampoco daba la impre-
sión de que la falta de higiene fuera su característica
personal, sino que, por el contrario: cuando pasó por
el costado de mi butaca, hasta emanaba un suave
aroma a perfume, lo que lo eximía de cualquier otra
observación. El tipo que se había subido en Pamplona
contrastaba notablemente con los otros personajes
que, según parecía, aguardaban el tren en medio del
cansancio y del alcohol que la fiesta de San Fermín
les había prodigado. Me explico: estábamos en plena
semana de esa fiesta popularizada por Hemingway;
el tren pasaba, obligatoriamente, por Pamplona, y
debía levantar a aquellos que seguían camino, quién
sabe hasta dónde, o bien regresaban a sus hogares,
en otras ciudades o poblaciones del norte de España,
porque el tren que había tomado llegaba hasta Bilbao.
Un prodigio probado de la ingeniería y de la concep-

77
ción tecnológica de la máquina al servicio del hombre,
como le corresponde a la máquina.
Pero, en ese momento, me desperté, me encontré
en el avión y, con estupor, se me contrajo el estómago,
porque recordé algo que me había ocurrido el día ante-
rior, antes de subirme al avión para volver. ¿Había
comprendido el mensaje que me había enviado mi
mujer desde el otro lado del mar, cuando me decía que
allá las cosas estaban por explotar y que todos buscaban
refugios seguros en lugares alejados de la ciudad? Aún
podía escuchar el sonido agradable de la mañana en el
hotel que se levantaba en lo alto del Monte Igueldo, y
desde el que tenía una vista muy amplia de la ciudad
de San Sebastián. Pero todo ya se parece a un sueño,
que ha tenido lugar hace mucho tiempo, y que se ha
perdido en el olvido. Y con el olvido, ya he dejado de
ser ese que vivió del otro lado del mar.

78
El olvido

Habían acordado encontrarse en la esquina de Buenos


Aires y San Jerónimo. Era un sábado por la mañana.
Una de esas mañanas soleadas del inverno que se
dejan disfrutar como pocos días en el año: fría y
seca. Decía que pocos son los días así, porque, como
dicen acá, ya no hay inviernos como los de antes. Esa
mañana era una ejemplar mañana de invierno. Pero
digamos que el encuentro fue a principios de julio, en
una mañana en la que había un movimiento parti-
cular en el centro de la ciudad. Esteban y Ariel –ellos se
encontraron–, hacía veinte años que no se veían. Para
reconocerse, se habían enviado mensajes por correo
electrónico, con fotos más o menos actualizadas. Las
fotos revelaban el paso del tiempo, los avances y retro-
cesos, el crecimiento de sendas familias. Las marcas
que la vida había dejado en sus rostros. Todo había
tenido un punto de partida: una reunión convocada
para participar de los veinticinco años de egreso de la
escuela secundaria, en la que ambos, Esteban y Ariel,
habían cursado. Sin embargo, a ellos los unía algo más
profundo: habían hecho, juntos, el servicio militar, y
habían participado, activamente, durante la Guerra
de Malvinas. Es una guerra que nunca terminó, me
dijo Esteban, una vez, con un nudo en la garganta
que le impedía hablar con claridad. Y se habían reen-
contrado en esa fiesta, la del aniversario de egreso, y
allí pensaron que podían volver a verse, porque había

79
quedado algo en dudas, después de que regresaron
de Malvinas, con el alma hecha trizas y sin el cuerpo.
Eso decían cuando estaban en la trinchera: Esteban
le decía a Ariel: ya el cuerpo no nos pertenece, es de
otros, nosotros tenemos que cuidar de nuestras almas,
y Ariel le respondía con el gesto adusto de la cabeza
que subía y bajaba, como lo habían acordado dos días
antes, cuando salieron del refugio y llegaron hasta la
zona de combate. Pero todo se mezclaba en una música
ensordecedora, que mixturaba sonidos de registros y
de estilos diversos con las estridencias sordas de un
bombardeo que jamás habría de acabar para ninguno.
Todo eso se guardaba en una memoria que perma-
necía fiel y que ambos compartían. Sin embargo, lo
primero que les llamó la atención fue la poca memoria
que les quedaba de la fiesta de aniversario del egreso
del secundario. Ninguno recordaba con exactitud lo
que había ocurrido, si solamente se habían reunido
en un salón, habían cenado un menú preparado para
la ocasión, y, en el momento del brindis, alguno de
los compañeros que habían concurrido, con alguna
habilidad para la oratoria, había dedicado unas pala-
bras alusivas a tal ocasión. En realidad, pensaban
en esto, porque es el esquema habitual de cualquier
reunión de esta naturaleza, pero no tenían certeza
de que hubiera ocurrido todo tal como suponían que
había ocurrido. Esteban, me lo decía, había descar-
gado omisiones en el momento del año, casi a fines de
noviembre, cuando uno ya tiene la cabeza con todo
lo que viene arrastrando de once meses de trabajo y
de responsabilidades, y ya queda poco espacio para
los recuerdos, especialmente aquellos recuerdos que
no son absolutamente necesarios, porque lo urgente,
eso sí que es lo necesario y lo importante, y es lo que

80
termina supliendo algo que es más importante aún:
la memoria. Me lo decía con un gesto de desidia y de
resignación, rictus que, según empecé a advertir, se
trasladaba a toda una actitud que había adoptado últi-
mamente Esteban frente a cada hecho de su existencia.
De todos modos, cuando se encontraron, se saludaron
con una cortesía no exenta de afabilidad. Si bien no
hacía mucho tiempo que se habían visto, por detrás
había un abismo de años entre uno y otro, difícil de
morigerar con apenas un encuentro en el que parti-
cipaban otros. Por eso habían acordado reunirse para
hablar a solas y sin interrupciones sobre lo que a ellos
los convocaba. Sin saber bien qué decir para iniciar el
diálogo, ambos acordaron ir a tomar un café. El frío
dulce de la mañana invitaba a algo así. Por eso, no titu-
bearon en pensar en un bar que estaba en la esquina
de Obispo Trejo y Duarte Quirós, al frente del Colegio
Monserrat. Cruzaron la plaza San Martín, que a esa
hora bullía de gente, caminaron por San Jerónimo
y doblaron por Obispo Trejo. Desde lejos se podía
ver el eterno bar que estaba en la esquina. Siempre
tenía dispuestas las mesas afuera, y ese día invitaba
a disfrutar el sol sentado en una de esas sillas, frente
a un buen café. Ariel, aunque un poco más reticente,
se lo propuso a Esteban, que accedió sin demasiadas
insistencias.

—A la Brigada de Infantería Aerotransportada 4.


Ahí fuimos a parar. Recuerdo que yo había pedido ir
ahí en octubre del año anterior, cuando nos hicieron la
revisación médica, y nos hacían completar un formu-
lario. Una de las preguntas finales era si preferíamos
algún destino en particular. Yo había solicitado ir a la
escuela de paracaidistas, porque quería saltar, sola-

81
mente por eso. Porque quería tirarme en paracaídas
y volar, aunque fuera por un momento. Eso quería, y
por eso elegí ese lugar. Pero después, todo habría de
quedar en una especie de nebulosa, a la que regresaría
involuntariamente, una vez que todo hubiera sido
parte del pasado, porque allí debía quedar todo: en el
pasado y no regresar. No regresar nunca más.

—¿Y te pensabas que todo eso era un juego?, le


preguntó Ariel. Esteban demoró antes de responder.
Recorrió una parte de su memoria. Los recuerdos se
agolpaban en su cabeza, como una franja celeste que
pasaba, cual una cinta, que no era la vulgar y rema-
nida película, como se suele decir, sino una ráfaga
nebulosa, celeste y gris y presurosa, que, a veces, de
tanto vértigo, dejaba a Esteban sin aire.
—En realidad, no –empezó explicando Esteban,
que debió aspirar profundamente, para ir decantando
las palabras, casi como si las estuviera eligiendo, una
por una. —Creo que la mayoría de los que estábamos
ahí, tan lejos, tan en otra parte, no teníamos una
noción acabada de lo que hacíamos en ese lugar. No
sé si te pasó, lo mismo, pero comentado con otros, nos
parecía que estábamos en otro mundo. Por ejemplo,
chicos que venían del norte, donde nunca habían
visto nevar, cuando cayó la primera nevada impor-
tante, creían que estaban en una de esas viejas pelí-
culas norteamericanas que pasaban por la televisión
los domingos a la tarde.
—Estaban en una película.
—Formábamos parte de una ficción.
—Fijate qué curioso. Eso era no tener claros los
contenidos de la realidad.

82
—En absoluto. Todavía lo recuerdo. Como
sabían que yo había cursado primer año de psicología,
pensaban que estaba cerca de poder hacer terapia,
y pasábamos momentos enteros en una actitud de
confesión y de escucha, de mi parte. Y allí empecé
a descubrir esa escisión de la realidad. Ellos me lo
decían y permanecían en un estado de inercia frente
a una realidad cada vez más complicada, en la que se
mezclaba fervor patrio, impulsado por las arengas de
los oficiales, con sinsentido de la razón, por la desubi-
cación espacial, y con miedo y bronca, todo junto y en
un único acto.
—¿Cómo podés acordarte de tantos detalles,
después de tantos años? –preguntó Ariel.
Esteban acomodó el segundo pocillo de café,
dejando el asa en línea con uno de los bordes de la
mesa.
—Fui tomando algunas notas, cuando volví. Por
momentos, eran notas desarticuladas, dos líneas, lo
primero que se me venía a la cabeza. Pero con los días,
en mi pieza, solo, aislado, empecé a escribir y escribir
y escribir, hasta que se transformó en una obsesión.
No podía dejar de escribir lo que recordaba de lo que
me había tocado vivir en esas islas. No había día que
no escribiera. Completé casi diez cuadernos, con una
escritura febril pero legible. Cuando el gobierno nos
asignó asistencia psicológica, por la gran cantidad
de suicidios de ex combatientes que se estaba regis-
trando, en la segunda sesión le dije al psiquiatra que
había anotado mi memoria de la guerra, ¿y sabés lo
que me dijo? Me dijo que esa acción había funcionado
como una terapia, que me había salvado de una segura
depresión, con consecuencias imprevisibles.

83
Ariel tomó un sorbo de café. Estaba compren-
diendo la habilidad que había demostrado Esteban en
el ejercicio de la memoria.
—Pero, ¿cómo hiciste para fijar tantos recuerdos,
con tantos detalles? –le preguntó Ariel.
Esteban miró el centro de la mesa.
—Lo que puede parecer una simple relectura de
lo escrito para corregir o para revisar si faltan deta-
lles o si sobra información, en realidad es una forma
de revivir la experiencia. Eso fue lo que me ocurrió,
cada día que releía los cuadernos. Y es lo que me pasa
cada día que vuelvo a leer los cuadernos, no como
una obsesión, sino como una forma de mantener
viva la memoria. Por eso puedo referir todo lo que fui
recuperando a través de la escritura. Pero después,
seguí escribiendo en otros cuadernos, narraciones
que tenían relación directa con mi experiencia en
la guerra. Con consecuencias de la guerra, también.
Lo que le ocurrió a algunos compañeros de campo,
con los que nos seguimos viendo, después, cuando
volvimos. Todo parece una pesadilla. A veces, releo
esas páginas, y parecen una pesadilla. Pero responden
a la más profunda realidad. Te lo aseguro.
Ariel no dejaba pasar una sola palabra de todas
las que le iba diciendo Esteban.

—La armonía. Eso era lo que faltaba. Armonía.


Prevalecían otras formas de lo monstruoso. Ruidos
y explosiones. Como si fueran las únicas maneras
que tiene el hombre de expresar su parecer sobre el
mundo. Cuando miro el cielo, pienso que el hombre ha
sido y es bastante ingrato con la creación, con la natu-
raleza. Frente a tanta belleza, él solamente se ocupa de
devolverle basura.

84
Se interrumpió en este punto. Sabía que genera-
lizar no era lo mejor, pero también sabía que en lo que
estaba diciendo había una buena cuota de razón.
—La belleza –dijo. —No puedo negar que hay
quienes aportan belleza, y que son una especie de
contrapeso a tanta horrible brutalidad. Horrible bruta-
lidad. Lo remarco porque los atributos que el hombre
no puede sostener son esos: lo horrible y lo brutal.
Esteban dejó que terminara de decir lo que estaba
exponiendo. Quería que Ariel llegara hasta el fondo de
lo que tenía para decir. Quería que Ariel sacara todo lo
que había en lo profundo de él, porque de esta manera
iba a poder seguir el diálogo, una vez aliviado de tanto
dolor y de tanta angustia acumulados durante tanto
tiempo.
—¿Sabés lo que es la guerra? –le preguntó Ariel.
Esteban le respondió:
—Es una pregunta que me hice los últimos treinta
años, y no pude encontrar nada que me lo explicara.
Casi sin dar tregua, Ariel le dijo:
—La guerra es la derrota del hombre. A mí
no me van a venir a convencer con que la guerra es
legítima cuando se quiere defender lo que es propio,
porque es cuando el hombre, en su racionalidad, ha
sido derrotado por una pasión inútil. Se podrán ganar
territorios, posesiones, lo que quieras, pero el hombre
lo ha perdido todo, y cuando digo todo, me refiero a
sí mismo, porque ya no es el que era antes, sino que
ahora ha pasado a ser un asesino, por más que lo
manden a la fuerza. Ha dejado de ser él, y se ha trans-
formado en un monigote de la historia, para que lo
que vienen atrás digan que fue él quien les ha dado la
independencia, porque ha vencido a tal o a cual adver-
sario. Y lo peor de todo esto, es la pérdida de sí, para

85
ser otro: un violento que ha traspasado un umbral,
y que ha recorrido una senda tenebrosa, por la cual
ya no podrá regresar jamás, nunca más. Pero, ¿tenés
noción de lo que es perderse a sí mismo? –interpeló a
Esteban, como para cerciorarse de que atendía lo que
estaba diciendo.
Esteban, como saliendo de una especie de
ensueño, le respondió:
—Estoy tratando de comprender todo lo que me
estás diciendo. Infiero que nosotros hemos traspasado
una línea que no nos permitirá volver nunca más,
entonces.
—Sí –respondió Ariel, taxativamente–. Nadie
vuelve de ahí. O mejor: todos salen con los magullones
bien profundos, como para no olvidar. Por eso pienso
en esos detalles que me llevaron hasta donde había
una pequeña luz. Ahí. Y no puedo dejar de pensar en
eso.

—Alguna vez pensé en las Islas como un terri-


torio invisible, que sólo tiene existencia en la imagi-
nación de la gente. Que las conocemos porque hubo
quienes se ocuparon de hacernos creer que están allí,
pero que en realidad no existen.

Cuando terminó de leer el relato, Lena levantó


los ojos del papel. Permaneció con la mirada perdida
en el centro del aire.
Después, aspiró profundamente y me preguntó:
—¿Pensaste en un título?
—Sí.
—¿Cuál?
—“El olvido”.

86
Los acontecimientos imborrables

Mientras miro la foto de portada del libro que tengo


en frente, la brisa del verano llega hasta donde
estoy. La brisa que movía el aire ese día, en el lugar
que retrata la foto, acaricia mi rostro, y me devuelve
la dulce sensación de que todavía puedo recuperar,
a través de mi memoria, ese momento. Soy lo que
recuerdo. Puedo contemplar lo que la memoria trae a
mi presente, como el relato fiel de lo que se continúa.
Y aquí estoy: de pie, frente a esa pradera verde, en esa
pradera verde. Aquí estoy.
La noche es una llovizna que persiste. La veo a
través del vidrio de la ventana. Tal vez sólo baste una
gota para brillar en la hora sin luz. Después, nada será
diferente.
Tenía la casi plena seguridad de que cuando
terminara con mis días de reclusión, habría de modi-
ficarse toda esta atmósfera que me envolvía desde
hacía mucho. Estaba seguro de que cada mañana,
cuando abría los ojos y miraba a mi alrededor, podía
empezar ese día como si fuera a empezar, una vez más,
mi existencia. No me cabían dudas de que la mayoría
de las personas podían sobreponerse de sus cuestio-
namientos a la vida y a los otros. En este momento, yo
era una de esas personas y estaba tratando de superar
el momento, con una reclusión autoimpuesta, como
una especie de retiro a una situación que me resul-
taba ajena. No era una reclusión física: ahí el esfuerzo

87
interior iba a ser mínimo. Lo que estaba haciendo, en
ese momento, era un aislamiento al que podría llamar
ambulatorio, porque transcurría en las afueras de
cualquier lugar cerrado.
No dejaba de contemplar lo que me rodeaba.
No dejaba de meditar sobre lo que me rodeaba. Acaso
tenía una mínima seguridad de lo que estaba pasando
fuera de mí. Lo inequívoco era lo que transitaba por
mi interior.
Buscaba lugares abiertos, calles, plazas. Cami-
naba por el amplio parque que estaba cerca de mi casa,
dejando que las innúmeras imágenes de las personas
con las cuales me cruzaba, dejaran su impronta en
mi memoria involuntaria, ahí, donde se plasman las
imágenes que nunca nos abandonan. Otras veces,
otras mañanas, me quedaba en un bar, en alguna mesa
que estaba fuera del bar, solamente mirando.
Y de golpe, entre tanta gente que pasa por la
vereda a esa hora de la mañana, veo a mi padre. Veo
cómo va caminando, solo, con paso lento. Es él. Es su
traza, es su silueta. No puedo ver su rostro, pero es él.
Sigo con los ojos el camino que hace este hombre. Hay
en mí una especie de tensión, porque veo a mi padre
y sé que él ni o puede ser, porque mi padre hace ocho
años que ha fallecido. Entonces, me levanto y busco
al ocasional caminante, al paseante que mira hacia
los costados, que va vestido como vestía mi padre,
que tiene el talle y la silueta de mi padre, que tiene
los cabellos entrecanos y los gestos de mi padre. Salgo
y quiero alcanzarlo, pero no puedo. Es como una de
esas pesadillas en las que uno corre detrás de algo
y, por más esfuerzo que hace, no logra alcanzarlo.
Y así me ocurre, solo que no estoy en una pesadilla:
estoy en medio de una absurda vigilia, y veo cómo ese

88
hombre que se aleja y se aleja y se aleja, acaso no es
mi padre. Los psicoterapeutas dicen que después del
fallecimiento de un ser querido, uno lo sigue viendo,
al menos, durante un año.
Ya han pasado ocho años, y yo sigo viendo a mi
padre.
Regreso a la mesa del bar. Creo que todo sigue
igual. Que la gente no se ha movido de sus lugares; que
el mozo permanece en la barra, quieto, esperando que
salga la orden de cafés y de bebidas con la que debe
cumplir; que el hombre que leía el diario en la mesa de
al lado ni siquiera haya cambiado la página en la que
estaba.

Mira de reojo hacia uno de los costados. Había


dejado una jarra con agua fría sobre la mesa de luz.
Algunas gotas evanescentes han empezado a rodar
por los lados de la jarra. Piensa que de todo lo que le
ha ocurrido ese día, acaso lo más interesante era eso:
haber comprobado que lo inevitable tenía esa especie
de capacidad para anunciarse sin riesgo de que nadie
pudiera descubrir lo que habría de pasar ineluctable-
mente.
Ahora permanece echado en la cama. Ha puesto
la atención en un detalle de un pequeño cuadro que
está colgado en la pared de en frente. Mira el detalle
casi como llevado por una apacible obsesión. Deja que
los minutos transcurran, sin siquiera experimentar
la menor de las ansiedades. Era domingo y no tenía
ningún compromiso. Afuera hacía frío, estaba lloviz-
nando, en la televisión no había nada interesante
y había estado escuchando música durante toda la
mañana. Le quedaba sentarse a leer un libro o el diario
que le habían traído al mediodía. La vecina del depar-

89
tamento de al lado, se lo había traído, porque lo había
encontrado en la puerta de su casa, y porque ella acos-
tumbra a recibir el diario. Sin embargo, se advertía
que alguien lo había abierto, al menos para hojearlo,
mirarlo, leer alguna noticia importante. Y nada más. Y
después de haber hecho esto, se lo trajo.

La mañana es una luz celeste. Fuera de ella,


parece no haber otra cosa.
Ayer desperté y todavía no puedo comprender
dónde estoy. Aún percibo una especie de sonido armó-
nico que llega a todas partes, y va por todas partes
por donde yo voy. Camino, me desplazo. Trato de no
quedarme quieto en un solo lugar. Es como estar
presenciando el inicio del mundo. Una vez más. Digo
esto pensando que ya asistí varias veces a algo pare-
cido, pero que no era lo mismo. Una suerte de natu-
raleza que se despliega una y otra vez, para quedar
como distendida, en medio de un mundo que pretende
acogerla, sin menoscabo de lo que pudiera ocurrir.
¿Qué puede ocurrir, si todo está dicho, y todo
sigue siendo?

Debo pensar que ha transcurrido mucho tiempo,


desde que dejé la casa de mis padres hasta que me
instalé en este lugar. Supongo que las cosas que han
ocurrido tienen esa fresca memoria que ya no alcanzan
a tener otros acontecimientos, ahora sumidos en el
olvido.

90
La condición

Siempre tuve la idea de que todos tenemos un doble.


Un Otro que comparte con nosotros aspectos de
nuestra vida, empezando por la cara. Pero las cosas
empezaron a complicarse una tarde en la que fuimos
con Lucía a un centro de comercial, para hacer
algunas compras. Era sábado por la tarde y, al cabo de
toda una semana de trabajo, necesitaba descansar un
poco. Distraerme de la rutina que se me imponía cada
día. Para mí, escuchar buena música es sinónimo de
descanso, así que entramos a un local especializado,
para buscar un disco. Cuando levanté la cabeza por
encima del anaquel, me vi del otro lado escrutando la
contratapa de un disco de un conjunto de rock. Hasta
ese momento, sabía que a mí el rock no me gustaba,
pero esto no era lo que me preocupaba. En realidad,
me preocupaba que hubiera ido al shopping a buscar
un disco de música clásica, esa tarde fresca y lluviosa
de junio, y que me hubiera encontrado con uno que
era igual a mí. O yo era igual a él, según desde donde se
viera, o se viviera. Lo cierto era que esa tarde, cuando
regresé a mi casa, luego de todo un día de tensión en
mi trabajo, Lucía, me dijo que podíamos ir al shopping,
para despejarme un momento y oxigenar mi cerebro.
Y, de paso, hacíamos algunas compras necesarias.
Pero nada habría de prever que iría a un lugar en el
que habría de encontrarme con uno que era igual que
yo y que estaba haciendo lo mismo que yo. Al verlo, lo

91
primero que hice, casi como un impulso, fue buscarlo.
Pero, ¿cómo iba a hacer para seguirlo por toda la exten-
sión del local, tan inmenso, casi infinito?
Le dije a Lucía que mirara en la dirección que le
estaba indicando. Se lo dije sigilosamente, sin hacer
ninguna clase de escándalo, de modo que ella también
pudiera corroborar lo que me estaba pasando. Pero
Lucía permanecía abstraída, mirando el argumento de
no sé qué película, y no me escuchó. Además, cuando
la busqué, ya no estaba a mi costado, sino del otro lado
del anaquel, de espaldas al tipo idéntico a mí, pero a
una distancia que no podía entender lo que le decía.
Tengamos en cuenta que Lucía no es de las personas
más perspicaces, que nos puedan acompañar en una
situación tan delicada como esta. A ella había que
repetirle las cosas al menos dos veces para que empe-
zara a comprenderlas. Yo no sabía si tenía algunos
problemas auditivos o lingüísticos, de comprensión
de lo que se le decía. Pero su hábito consistía en hacer
repetir toda oración que pasara las cinco palabras. Y,
en la situación en la que estábamos, no podía hacer
semejante esfuerzo vano.
No podía salir de semejante estado de extraña-
miento, ocasionado por la presencia de ese otro que
supuestamente era yo, pero que no era yo, sino otro.
Yo era otro, y ese otro era yo.
Después, Lucía tendría que explicarme las
razones por las que me había llevado hasta el centro
comercial, para comprar algo que yo no quería ni tenía
previsto comprar, como si se tratara de algo preme-
ditado por ella para que fuéramos, casi por un impe-
rativo de una voluntad superior que pretendía que
nosotros estuviéramos en ese lugar en ese momento,

92
para comprobar que ciertas existencias pueden estar
vulneradas.
Cuando regresé a mi casa sentía esa ansiedad que
me proporcionaba la incertidumbre. El hecho de haber
visto a otro idéntico a mí, era la evidencia más palpable
de lo que siempre me había atormentado: los que
están, siempre son dos. Dos que son iguales. A esto me
lo había dicho, una vez, alguien que tenía la certeza de
que muchas cosas de esta vida pasan por registros que
no alcanzamos a visualizar. Registros que están más
allá de los meros sentidos, y que, por ende, no pueden
ser evaluados en una primera apreciación, sino que
requieren de mecanismos por demás complejos para
ser reconocidos. Pero se trata de una complejidad que
se explica desde una forma distinta de ver las cosas.
Precisamente, yo tenía la clara percepción de que mi
doble formaba parte de una modalidad específica para
aceptar las cosas de este mundo, y no me conformaba
con eso, solamente, sino que, en medio de este análisis,
me importaba más tener claridad en lo que me estaba
pasando, antes de que me viera proyectado en una
incertidumbre cierta. Incertidumbre cierta. Aunque
pareciera un contrasentido, la incertidumbre era la
única certeza que no me había abandonado, después
de haber visto a semejante personaje, o bien que seme-
jante personaje se hubiera cruzado por mi vida.
Necesitaba salir de todo ese trance tan inesperado
para mí. La mayoría de las veces en las que me había
visto envuelto en medio de una situación semejante,
digo semejante en cuanto a la tensión que producía,
pude salvarla saliendo unos días de la ciudad. Siempre
se ha dicho que la ciudad es asfixiante. Y que esa asfixia
termina alienando a cualquiera. Eso: alienación. Eso
era lo que estaba experimentando. El estado mental

93
que se caracteriza por la pérdida del sentimiento de
la propia identidad. Y allá iba yo: perdiendo mi iden-
tidad con cada paso que daba. Pero en un momento
me pregunté: ¿por qué estaba perdiendo mi identidad:
por los efectos devastadores de la ciudad, o porque el
otro igual a mí me la estaba absorbiendo, como si estu-
viera llevando a cabo un trabajo vampírico?
Tanta elucubración había empezado a provocar
una especie de estado alterado, que no terminaba
cuando cerraba los ojos, durante la noche, sino que se
prolongaba hasta el día siguiente, y el siguiente, sin
solución de continuidad.
Una posibilidad que empecé a contemplar
consistió en consultar a un psicólogo o un psiquiatra.
Un buen terapeuta que me diera una pauta certera
de lo que me estaba ocurriendo. Pero lo primero que
pensé: nunca había consultado a un psicólogo o a un
psiquiatra. No tenía ninguna referencia de nadie que
hubiera consultado a uno. Por las características de mi
trabajo –soy ingeniero en sistemas– no conocía a nadie
y no quería caer en un consultorio sin tener una refe-
rencia concreta del profesional con el que habría de
realizar tan delicado tratamiento. Lo que ocurría era
lo de siempre: se tiene el criterio de que un terapeuta
es un profesional como cualquier otro: médicos, inge-
nieros, abogados, todos allí para solucionar problemas
cotidianos a la gente, pero sin respuestas para mi caso,
por no conocer a uno en el que pudiera depositar mi
confianza. Y eso era fundamental: la confianza. Debía
tener confianza en el terapeuta. Eso garantizaba una
buena parte de mi mejora inmediata. Pero no tenía a
nadie cerca que estuviera haciendo terapia, y que me
dijera este tipo es muy bueno. Te saca del pozo y andás

94
hecho un violín. No: no tenía a nadie así, y eso algo en
contra.
Por momentos pensaba que había una provi-
dencia actuando en nosotros, guiando cada uno de
nuestros actos, para que trabajáramos a favor de la
humanidad, y no en otro sentido.
Entonces, con Lucía decidimos hacer un viaje.
Eso era algo interesante, porque ambos estábamos un
poco agotados por nuestros trabajos, y porque habría
de tenerme un buen tiempo abocado a otra tarea, dife-
rente a la de pensar quién había sido el tipo ese tan
parecido a mí que me había encontrado en el centro
comercial.
Pero en este momento sobreviene mi desespera-
ción al tratar de describir lo que me ocurrió, mientras
estábamos con Lucía en el Museo del Prado, en Madrid.
Luego de haber recorrido varias de las salas del Museo,
llegamos a la que exhibía ni más ni menos el cuadro
de Velázquez titulado “Las Meninas”. Permanecimos
con Lucía admirando tan enigmática obra de arte,
cuando, en un momento en que busqué un asiento
para descansar, me di vuelta y vi que, detrás de noso-
tros había una pareja, un hombre y una mujer, idén-
ticos a nosotros, a Lucía y a mí, vestidos de la misma
manera, con el mismo catálogo en la mano y mirando
el cuadro de Velázquez.
Lo peor de todo esto era que yo ya había empe-
zado a hacer y a pensar de la misma forma que el otro.
En principio, debo confesar que me asustaba toda esta
situación, porque advertía que había ido perdiendo mi
propia identidad para transferirla al otro. Y sin querer
hacerlo. Por momentos pensaba que el otro era una
especie de vampiro que iba absorbiendo todo lo que

95
de mi tenía a su alcance, sin que yo pudiera encontrar
la forma de detenerlo. Pero mi identidad se diluía con
cada minuto que pasaba. Casi hasta podría decir que
me negaba a eso, desde el momento en que Lucía me
preguntó si quería decir algo al médico que me atendía,
que, por otra parte, ya nos habíamos hecho amigos
después de tanta confidencia. Esto es un decir: porque
quien se confesaba en todo lo que podía y en todo lo
que le ocurría era yo, no el médico. De igual modo, no
importaba: la única excusa que tenía el médico para
no verme ni escucharme era su impostergable partido
de golf los jueves por la tarde.
Pero lo más doloroso de todo esto es que había
padecido un déjà vu, un adelanto de los tiempos que
habrían de venir. Era la única forma de explicarme lo
que me había estado ocurriendo en los últimos diez
meses de mi desdichada vida.
Mi médico, sin dejar de ver cómo su pequeña
pelota de golf entraba en un artificial hoyo 18 que
había improvisado en su consultorio, me explicaba
que el déjà vu es lo que comúnmente se denomina
paramnesia, es decir la experiencia de sentir que había
sido testigo o que había experimentado previamente
una situación nueva, y que ahora me desesperaba el
haber tenido esa experiencia. Me dijo que no me afli-
giera, que era común, y que no le diera importancia.
Me lo dijo mirando el hoyo artificial y la hipotética
trayectoria de la pelotita. Mi médico me dijo: “Todo
es doble; todo tiene dos polos; todo, su par de opuestos: los
semejantes y los antagónicos son lo mismo; los opuestos
son idénticos en naturaleza, pero diferentes en grado; los
extremos se tocan; todas las verdades son semi–verdades;
todas las paradojas pueden reconciliarse”.

96
Salí del consultorio envuelto en la más profunda
de las angustias, porque sabía de antemano todo lo
que habría de ocurrirme.
Y lo que iba a ocurrirme estaba más cerca del
infierno. Porque cuando salí del consultorio y miré a
mi alrededor los rostros de los otros, me di cuenta de
algo: iba a moverme en un territorio invisible, poblado
de otros iguales a mí.

97
El origen de la lluvia

Lena tenía todo el tiempo del mundo para contar


esta historia que, acaso y desde el momento en que
empezó a escribirla, sabía que no habría de terminar.
Pero lo más elogioso de todo esto no se agotaba en la
mera acción de narrar, porque la específica actitud
del narrador consistía en hacer que su historia fuese
creíble y entretenida. No. Lo que trataba de reconocer
entre las diversas posibilidades, estaba más bien rela-
cionado con lo que todos sabían de antemano: su
capacidad para transformar cualquier acto de vida
humana en ficción. Era una narradora nata, y esta
cualidad la hacía definitivamente distinta del resto.
Del resto de nosotros. Nosotros que, puestos a contar
la vida de otro, se nos agotaban las palabras en la
segunda o tercera línea.
La historia se iniciaba con el personaje que salía
de la cárcel.
En ese momento, dejó de llover. De golpe. Casi
como se había iniciado. Esa era la duda: el origen de
la lluvia. A estas alturas, después de tanto tiempo, no
alcanzaba la memoria para recordar cuándo había
empezado a caer la lluvia. Ni siquiera los viejos más
memoriosos podían evocar el instante en el que habían
visto las primeras gotas, que derivaron en la lluvia
persistente. Pero ahora, al cabo de mucho tiempo, la
lluvia había cesado. Eso ocurrió mientras esperaba
el colectivo en la avenida, una noche en la que no

99
tenía otro programa más que regresar a mi casa, al
final de un día completo de trabajo. El cansancio se
hacía sentir a esa hora del día y en ese momento de la
semana: era jueves y la perspectiva para el viernes no
era alentadora, porque no había variantes.
Cuando me desperté en la habitación del hotel,
tuve la extraña percepción de que alguien había
estado dentro. Lo primero que hice fue buscar el
velador en la mesita de noche, o algún interruptor
que me permitiera ver mejor dónde me hallaba. Sin
embargo, no encontré nada que pudiera proveerme
de la luz necesaria. Tampoco tenía la plena seguridad
de que haber escuchado algún ruido. Solamente me
desperté con esa sensación: la de que alguien estuvo
en la habitación, husmeando, revisándola, acaso sin
la menor intención de llevarse nada que no le perte-
neciera. Pero todo eran meras intuiciones infundadas,
que no hacían más que promover la incertidumbre
y el desasosiego. Me di vuelta en la cama y traté de
seguir durmiendo.
Era la madrugada.
Lena me dijo: Ahora me doy cuenta de que mis
ideas están cada vez más lejos de la realidad. Acaso
porque no puedo ordenarlas como quisiera; acaso
porque nadie escucha lo que hay dentro de mí.
Tampoco pretendo eso: lo dejo para mis momentos de
incertidumbre de cara a un espejo que me mira fijo y
me acusa, desde la pared del frente, mientras dejo que
el tiempo se lleve sus horas y haga con ellas lo que le
dé la gana. Porque así paso cada día, desde que pude
salir de ese estado que me había sumido durante tanto
tiempo, y que, al final, resultó ser una prueba inexcu-
sable de las posibilidades para seguir subsistiendo.

100
Cuando se ha perdido todo o casi todo, la conciencia te
persigue hasta que logra atraparte, porque es lo único
que queda en pie. Y lo hace como lo hizo conmigo: con
persistencia y continuidad.
Lena había dejado sobre la mesa del comedor la
novela que estaba leyendo mientras tomaba sol. En ese
momento se estaba dando una ducha. Había hecho
bastante calor durante la tarde, y ella había aprove-
chado que no había habido nubes. Me dijo que no
podía dejar pasar un solo día sin tomar sol. Era lo que
la conectaba con el mundo.
Había dejado sobre la mesa el libro y la factura
con la cuenta que debía pagar. La factura oficiaba de
señalador de la página donde había dejado de leer la
noche anterior. Esa era la importancia que daba Lena
a las cuentas.
Lena me dice: Algunos dicen que soy un concepto.
Otros, que soy una idea. Son dos cosas diferentes. Hay
quienes se aventuran a afirmar que soy una imagen
fugaz.
¿Y vos, quién decís que sos?
Lena hizo un silencio. Prolongado silencio.
Había que ordenar algunas cuestiones dentro de cada
uno: dentro de ella y dentro de mí. En todo caso, debía
ajustar mis ideas, ponerlas en línea para poder seguir
pensando. El silencio de Lena fue una especie de
oxígeno, una pausa necesaria y oportuna para recu-
perar la fuerza de lo que veníamos tratando de dilu-
cidar.
El silencio era un ejercicio para recuperar la
memoria.
Tenía clara noción de que la memoria era
un cristal frágil y efímero. Después de semejante
tormenta, todo fue más simple. Era para reconocerlo

101
de esta manera: todo fue más simple. La lluvia parecía
cambiar las cosas para bien. Todo más fresco y libre.
Lena me reconoció.
Supe quién era yo.

102
El hilo del viento

Sin embargo, después todo habría de ser distinto.


Porque hace un tiempo, ya, que estoy tratando de recu-
perar la memoria de Lena. El tiempo que permanecí
recluido, su imagen me siguió con persistencia. Digo:
la tuve muy presente hasta en los momentos más
complejos de ese período. Puesto a recordar, el miste-
rioso olvido me había desdibujado todo lo que sabía
de Lena. Acaso si pudiera recuperar algo de lo que
fuimos aprendiendo de ella, tal vez encontraría lo que
me estaba faltando. Ahora, todo era irremediable caos,
a la espera de lo que no se me aparecía con fluidez.
Sin embargo, estaba convencido de que después todo
habría de ser distinto. Me lo repetía sabiendo que
la verdad no estaba en ese simple axioma, sino que
debería buscarla en otra parte, en otro horizonte,
como si me perdiera en un campo extenso y no tuviera
ninguna otra posibilidad de hallar nada que no fuera
lo que pretendía hallar. Eso. Acaso era lo que buscaba
Lena cada vez que salía a la calle y caminaba sin un
rumbo fijo, tratando de no mirar hacia atrás, para no
arrepentirse y sentir que estaba inaugurando algo
nuevo, algo diferente. Algo que no tuviera que rendirle
cuentas a nadie. Pero el de Lena era un caso particular.
No estaba fuera de sus límites cuando pensaba que la
mayoría habría de salir y caminar hacia adelante y

103
no mirar atrás, para no arrepentirse. No. De alguna
manera, todos lo hacemos. Y cuando lo hacemos,
tenemos noción de que la vida nos está esperando, y
de que vamos en dirección a ese encuentro para no
poder sacrificar nada de lo que llevamos dentro. Nada.
Así lo habíamos establecido con los muchachos, con
los que nos encontramos en el bar, y que conocemos a
Lena, y que conocemos sus hábitos y formas de pensar.
Porque Gustavo, una cálida tarde de octubre, en la
que nos habíamos reunido para tomar algo fresco,
me preguntó hasta dónde podíamos comprender lo
que Lena nos decía o hacía. Para mí siempre fue una
mujer enigmática y difícil. Poco comunicativa y de
maneras extravagantes. Todo lo que dijo Gustavo,
tenía su sentido y su alcance. Efectivamente: nadie
podía terminar de aceptar que Lena se comportara de
esa manera, en medio de una reunión, en la que está-
bamos todos, o casi todos. Digo, no había forma de
justificar que ella no hiciera lo que se le pedía, que era
responder a algunas preguntas que se le habían hecho,
a propósito de un familiar que había tenido por esos
días una aparición –fugaz aparición– en las pantallas
de la televisión, para quejarse de lo desordenada que
era su familia –la familia de Lena– y que estaba defini-
tivamente cansada de tolerar semejantes desarreglos
a los que no terminaban de acostumbrarse. A nosotros
no nos interesaba demasiado lo que pudiera ocurrir
en el seno de la familia de alguien; siempre que no
fuera una tragedia que involucrara a ese alguien, que
podía ser amigo.
Gustavo había conocido a Lena en la facultad.
Habían sido compañeros y, si bien Lena no había
terminado la carrera, con Gustavo seguían frecuentán-
dose. Entonces, Gustavo se entusiasma con el relato.

104
¿Volviste?, me pregunta sin asombrarse. O, al menos,
sin demostrarme asombro, tal como lo dice Gustavo
con el rostro inflamado. Y prosigue: Dejé la mochila
junto a la mesa, me senté en el sillón que estaba a un
costado, frente al televisor. Lena sigue con lo que está
haciendo: cose el ruedo de un pantalón, en medio de
una expresión de total impasibilidad. No le contesto
de inmediato. Quiero dejar pasar un momento, el
necesario como para que en mí se aquiete la ansiedad.
Siento que el corazón va a saltar de mi pecho, que la
respiración se entrecorta y que la memoria adopta un
color blanco, sin otros matices ni modos.
Espero.
No sé cómo. Llegan hasta mí los sonidos de un
cello, con una melodía incomparable y lejana. La
“Elegía” de Fauré en el cello de Jacqueline du Pré me
lleva a un horizonte crepuscular, justo al espacio en
donde se acumula la luz del día que declina. Es una
especie de epifanía la forma cómo el piano sostiene
al cello y marca el camino sin vacilación. La exal-
tación de la tristeza hace la serenidad, en un ida y
vuelta, como si se tratara de un eterno retorno, sella
la admonición de toda la melodía. Me hace sentir una
profunda expresión del dolor que, solo sublimado, es
fuente de vida y de renovación.
Lena lleva la jarra con agua fría de la heladera
hasta la mesa del comedor. La jarra parece sudada, por
el contraste de las temperaturas del agua y del calor
que hace. A pesar de que es otoño, pero es uno de esos
días en que parece que el tiempo ha olvidado que es
otoño, y que ha recordado sus épocas del verano. Un
verano tibio, pero con una temperatura que hace que
la jarra sude, por ese contraste de temperaturas. La
jarra es un objeto de vidrio esmerilado, que se demora

105
frente a los ojos de César, que no deja de mirarla, hasta
el punto de que solamente existe la jarra de vidrio con
agua helada en su interior. La mano que la trae, el
brazo que se extiende en la mano y el cuerpo de Lena,
son apenas una manera más de pensar que la jarra
tiene un asa y que la lleva alguien. Que no se trans-
porta sola, como parece, de un lugar a otro. Pero el
agua de la jarra no es agua solamente: lleva, adentro,
unas rodajas de limón amarillo, mezcladas con trozos
de hielo transparente, que se han agrupado en la parte
superior de la jarra, formando una especie de costra
amarillenta, con algunos intervalos transparentes y
frescos.
Me sirve un poco de esa agua fresca en un vaso
transparente, grande. Para ese momento, es un alivio
ver, escuchar, el agua que cae en el interior del vaso, y
después albergar en la mano el vidrio frío y húmedo
antes de que el líquido llegara al interior de la boca.
Digo que es un alivio, porque afuera, en la calle, de
donde vengo, hace mucho calor. Y el contraste con ese
vaso y con el agua que, ahora, se derrama en un abismo
amplio, oscuro, insondable, hace que ese momento,
real y silencioso, sea un momento que se prolonga en
el tiempo, que se ilumina con el paso de cada segundo,
que se detiene en la mirada de Lena, que está ahí: de
pie, a la espera de que le pida más de esa agua fresca,
dulce, con ese sabor apenas ácido que le ha dan las
rodajas de limón cortadas y que, junto con el hielo
transparente, quedan flotando en la superficie, como
una costra fragmentada.

106
2

Continuación del azar. Voz que se detiene en medio de


un caos que no se resuelve. Suculencia y más allá, de un
acá que trata de volver y de volver, pero no. Tendencia
hasta la caída y después, para preguntarse una y otra
vez si los demás no existían o si hacían como si yo no
existiera. Porque tuve la tentación, y cuando supuse
haberla vencido, me di cuenta de que el golpe ya
había acabado conmigo. Escapaba de algo que no era
tangible, en medio de la noche que, acaso, se tornaba
cada vez más clara. Pero no podía dejar de pensar que
la materia de mi identidad, ya había dejado de pertene-
cerme y que ahora yo formaba parte de un todo mayor,
o de una nada celeste y moderada, antes de caer demo-
lida y sobrante en un margen oscuro del universo.
Tantear la culpa; ignorar la realidad que ya no sabía de
límites; tomar la determinación funesta de seguir un
azar perecedero, sin conquistar las respuestas que, a
estas alturas, ya estaba necesitando. Porque en medio
de tanta angustia, el deber de asumir la realidad, se
había transformado en una búsqueda sin fronteras.
La suspensión de la culpa aparente. La obsesión por
los plazos posibles, y un juego que se escondía en la
noche inesperada, como llamándome con impotencia,
para no ahogarse en un mar frío y cristalino, como
el hielo oscuro y gomoso de un infierno imaginario.
Y otra vez persiguiendo un ritmo continuo, un ritmo
que retrasa los momentos a los que no me expongo,
porque nada tiene de diferente, sino esto que me toca
padecer: la voz de otro que intenta decir mis palabras.
Y saber que era un bienvenido al Abismo, que era
un minusválido de futuro, y que el argumento impo-

107
sible tendría una mayor demora, antes de llegar a mis
cuadernos. Después, la mentira sería la verdad y la
luz un mero recuerdo de la impotencia por no saber.
Total, tendría tiempo para recuperar la memoria.
Porque me había quedado en la memoria la figura de
Lena sirviendo el agua que había en la jarra sudada.
Pero después, Lena se ha ido, para continuar con lo
que estaba haciendo, y César, que a estas alturas, tiene
un libro en la mano, se apresta a leerme un fragmento.
Es la novela Glosa, de Saer, y César me dice que la está
releyendo por cuarta vez en dos años. Que ya no sabe
cuántas veces la ha leído, desde que salió su primera
edición. Y me lee fragmentos, como si se tratara de
poemas, uno tras otro, fragmentos que ha ido indi-
cando en el libro, con papelitos sobresalientes de color
amarillo, para tener identificadas las páginas.
Lena me trae más agua. Le trae agua a César, y
le dice que tome un poco, que se moje la garganta,
porque ya la tiene seca de tanto hablar. Los tres nos
reímos, menos Gustavo, que está leyendo con los auri-
culares puestos y conectados a un reproductor de
música. Dejalo, dice César. Es chico y no entiende a
Saer. Pensaba que tampoco entendía a Dostoyevski,
porque en ese momento recordaba una conversación
que había tenido con Gustavo sobre Los hermanos
Karamázov, y específicamente sobre la “Leyenda del
Gran Inquisidor”, y me había dicho que le parecía
pesada, aburrida, llena de discursos que mezclaban
historia y teología, y que no podía comprender cómo,
en el momento en el que había aparecido la novela, la
gente la había leído tanto. Su réplica me sorprendió y
me dispuse a tratar un comentario, pero Gustavo ya
se había ido: se había puesto los auriculares, como lo
hacía habitualmente, y la música que llevaba en su

108
reproductor lo había trasladado a otra parte. Siempre
estaba en otra parte.
Lena me mira. No entiende nada, me dice, como
una forma serena de consuelo. Como si se tratara del
cierre melancólico de una diatriba que dejó a todos en
medio de la nada. Nada. Sólo por eso: porque Gustavo
no entendía nada. Y lo peor de todo: Gustavo siempre se
estaba debatiendo entre la angustia y la abominación.
Por eso no llegamos a nada, me dice Lena. Tenemos
formas distintas de comprender ciertas cosas que para
nosotros son fundamentales.
Pienso en un momento, que puede ser lumi-
noso, para que las personas como Gustavo pudieran
comprender que el mundo no funciona como a
ellos les parece, o como ellos se han imaginado que
funciona. Pienso en un momento de sus vidas. Hasta
podría pensar en una noche abominable. La noche de
fin de año. La última noche. La Nochevieja, como la
llaman en Europa. Noche en la que uno procura hacer
una especie de balance y se da cuenta de lo poco que,
una vez más, el año que se acaba le ha dejado. No
tanto porque uno sea un tipo exigente consigo y con
los demás, sino porque se da cuenta de que, llegada
una cierta edad, la vida empieza a ser un poco más
mezquina: pasados los cincuenta, se inicia un reco-
rrido que está marcado por lo que podría ser la cuenta
regresiva. Algunos ingenuos entusiastas piensan que
les queda por vivir la otra mitad de la vida. Pero no nos
engañemos: lo que hayamos hecho y vivido hasta aquí
es lo que podemos hacer y vivir. Lo demás, es apenas
un regalo. Nada de lo que hagamos en adelante habrá
de modificar un ápice de todo lo anterior.
Todo había ocurrido en el momento preciso, me
decía César, mientras vaciaba el líquido frío y trans-

109
parente adentro de su boca. Todo tenía esa monotonía
cruel que se desplaza lentamente, acaso como pidiendo
una especie de permiso para pasar, para seguir, para
estar. Para quedarse en ese mismo lugar. Acevedo
había dejado la pistola en la cama antes de entrar a
darse una ducha. Lo que estuvo a punto de hacer, lo
había dejado exhausto: no era nada sencillo tomar la
decisión de apoyarse el caño de la pistola en la sien
derecha. Solamente eso. Si había llegado hasta allí, ya
era suficiente. Así lo entendía y así me lo decía César.
Lo que hubiera hecho después, ya era otra historia.
Pero había que llegar hasta ese momento, en medio de
la soledad y del desengaño. Había que seguir el hilo
de un destino que lo llevaba hasta un punto y allí lo
abandonaba. Había que tener el aire suficiente como
para poder respirar sin que la garganta se cerrara, sin
que el corazón empezara de detenerse, sin empezar
a experimentar esos ahogos, tan cercanos a la oscu-
ridad definitiva. Pero todo había sido así: una pistola
en la mano derecha, cuyo caño se apoyaba en la sien
derecha, como para que no hubiera ninguna clase de
dudas, cuando tuvieran que trabajar los de la policía
forense y los del fiscal a cargo del caso. Todo habría de
terminar ahí: un sumario, un informe y el expediente
que se cerraba en el juzgado de turno, adentro de una
carpeta de cartulina, color celeste, adentro de un cajón
metálico, que se no abriría por mucho tiempo. Todo
así: monótono y cruel, como lo había soñado, porque
Acevedo tuvo eso: tuvo un sueño que lo despertó y
que le impidió seguir durmiendo. Y lo más extraño:
recordó el sueño con detalles durante todo el día, cosa
que no sucede habitualmente.
Todo había ocurrido en el momento preciso, me
decía César. Antes del amanecer. Como si Acevedo

110
hubiera tenido una especie de sexto sentido que le
permitiera conocer de antemano lo que habría de
pasar. Pero no. Como si se detuviera el reloj, como un
testigo impasible, antes de recuperar la marcha de las
horas, y pedir que lo dejaran escapar, en medio de las
tinieblas. Eso tenía Acevedo: una forma casi demo-
níaca de pensar cada cosa, y dejarla caer en el centro
de lo que parecía ser su vida, para que no quedaran
dudas, para que nadie viniera a hacer un reclamo de
lo que no pudo ser. Como lo que se le ocurrió. Hay, en
el centro de la mesa, un cacharro de cerámica pintado
con colores vivos. Nadie puede suponer lo que hay
en el interior de ese inocente cacharro de cerámica.
Nadie. Sin embargo, Acevedo sabe lo que hay, y sabe
que, tarde o temprano, lo que hay en el interior de ese
cacharro habrá de ser utilizado. Porque el cacharro
está repleto de balas. Y Acevedo sabe que esas balas,
en algún momento, serán usadas, y que tendrán un
destino, el destino de oscurecer la vida de alguien. Tal
como el filo del hacha que utilizó Raskólnikov, instru-
mento que iba a tener un destino de muerte. Así con
las balas del interior del cacharro que está en el centro
de la mesa.
Todo había ocurrido en el momento preciso,
me repetía César, con el vaso de agua fría en la mano
derecha, a punto de ser vaciado en la boca. Y si algo
le faltaba a Acevedo, era una especie de sutil encanto.
Sí: sutil encanto para andar por el mundo, sin que el
mundo se riera de él. Porque divertirse a costa de otro
siempre es muy fácil. La cuestión es poder hacer otras
cosas que fueran igualmente divertidas, pero que no
tomaran a nadie como centro de foco para apuntar
todas las invectivas. No. Por eso, Acevedo miró una
vez más la ventana y pidió un vaso con agua. Tenía

111
sed. No sabía en dónde estaba. Apenas pudo mirar a
su alrededor y reconoció una habitación aséptica,
una cama de hospital, una bata blanca que lo cubría,
y una pesadez en el cuerpo que no lo dejaba levan-
tarse. Porque Acevedo estaba allí. Porque todo había
ocurrido en el momento preciso. En el momento
de la Nochevieja, como la llaman en Europa. En ese
momento de la última noche del año, la noche antes
de que se inicie el nuevo año. En ese momento cuando
el año se va y no sabemos qué va a venir.
César dejó el vaso sobre la mesa. Me miraba obsti-
nado en hacer que la historia perforara mi cabeza.
Porque Acevedo era César.
Y Lena que permanecía sentada en el sillón del
living, mirando la escena. Tomando agua de la jarra
sudada.

3
Cuando abrieron la puerta de la celda, Arévalo sintió
que el aire que venía de afuera era diferente, algo más
fresco. Vio a su abogado, que se asomaba por detrás
del guardia. Déjeme hablar con él un momento, dijo
del abogado. Es mi cliente. El guardia lo miró de reojo,
y se apartó para que pudiera pasar. El abogado entró
a la celda y vio que todo estaba preparado: unos libros
y dos gruesos cuadernos. Era todo lo que había sobre
una de las camas de la celda. Ya hablé con el director
de la cárcel, le dijo el abogado. Ahora vas a salir por
el pasillo y te van a entregar tus cosas. No las quiero,
dijo con desdén. Esto es lo único que voy a llevarme,
dijo mientras señalaba los libros y los cuadernos. Está
bien, pero vamos a tener que pasar lo mismo por el

112
registro, porque tenés que firmar tu salida. Es una
formalidad. Entiendo, respondió con resignación.
Esa mañana, Arévalo regresó caminando a
su casa. Debió hacer un extenso recorrido desde la
inmensa construcción que era la cárcel hasta su casa.
En el camino, se detuvo en frente del edificio en el que
trabajaba. Permaneció inmóvil, en la vereda que estaba
del otro lado de la avenida, mirando semejante cons-
trucción. Pensó que hacía mucho tiempo que estaba
en ese mismo trabajo, y pensó, también, en lo que él
había cambiado, sin que su trabajo cambiara en nada.
En todo caso, se dio cuenta de todo lo que tuvo que
cambiar él, para adecuarse a una estructura rígida,
que lo había visto transitar por sus pasillos, siempre
iguales.
Ahora, que han pasado cinco años, Lena tiene
una historia para contar. Es la historia de Martín
Arévalo. Lena está escribiendo una novela que es, en
realidad, una biografía de Martín. Me ha mostrado
las notas y algunos borradores. Puede acceder a leer
algunos capítulos. Lena corrige todo minuciosamente.
No quiere que nada quede presa de las contingencias
del azar.
Arévalo es un asesino a sueldo, pero elige muy
bien los trabajos que va a hacer. Nunca toma un asunto
sin haberlo deliberado con detalle. Tiene la habilidad
de fijar el punto adonde quiere llegar, para hacerlo
lo más directo y limpio posible. Ya lo conocíamos. Ya
sabíamos de él, sólo que ahora, Lena, quería llevar
su biografía a una ficción. Ficción documentada, por
cierto, porque no quería caer en errores. Pero: ¿se
podía hablar de ficción sin afiliarla a la mentira y, por
lo tanto, al error? Esa era la pregunta que atormentaba
a Lena, en el momento de escribir su novela.

113
Y le atormentaba más, porque sabía que Martín
Arévalo había pasado por una experiencia muy parti-
cular. Luego de haber cometido un crimen, perfecto
por donde se lo viera, había emprendido el regreso a su
casa, en el sur del país. Había elegido como transporte
un ómnibus, aún sabiendo la cantidad de horas que
habría de extenderse el viaje. En una de las paradas
que hace el ómnibus, Martín, que había dormido
durante un buen trayecto, se da cuenta de que él no
era quien decía ser. Se bajó del ómnibus, fue hasta el
baño de la terminal, se mojó el rostro y se miró en el
espejo. Y no pudo reconocerse. Era el mismo Arévalo,
pero su identidad había cambiado. Llevaba un docu-
mento que, si bien exhibía su foto, nombre y apellido
no coincidían.
Con cada palabra que decía de la historia de
Arévalo, Lena se entusiasmaba más y más. Y quería
seguir avanzando, pero le dije que anotara todo lo que
me había dicho. Y que después fuera completando con
todos los detalles que hicieran de la historia una novela
completa. Pero la novela ¿tiene que tener un inicio y
un final?, me preguntó Lena. Pensé un momento antes
de responder, porque ese era un asunto que me había
interesado durante mucho tiempo. Le dije que creía
que no era necesario. Que, contra lo que yo mismo
había practicado, al escribir mis propias novelas, creía
que la novela podía carecer de principio y de final.
Y que no se trataba de una pose vanguardista o que
revelaba una moda. No. Era parte de una poética que
podía llevar a cabo, integrando otras narraciones,
que formaran, en un conjunto final, una gran novela.
¿Acaso no es ese el proyecto de Proust con la saga de
En busca del tiempo perdido, o de Saer con las narra-
ciones que había escrito?

114
Lena sonreía. Ahora, sonreía. Seguramente, había
resuelto algo que le había impedido estar contenta.

Preparación para la novela.


Un camino de letras y de tiempo. Un territorio
invisible para explorar.
Tengo frente a los ojos, sobre mi escritorio, un
cuaderno que pertenece a Martín Arévalo. Eso dice
en la primera hoja, que está en blanco, y que tiene
escrito un título y, abajo, un nombre: Martín Arévalo.
Es un cuaderno grueso, de tapas azules, duras, todas
escritas con una letra pareja. El color usado varía,
según parece, los momentos, las épocas. Pero predo-
minan el azul –en diversas tonalidades, por las
distintas lapiceras empleadas– y el negro, en menor
medida. Parece, también, que quien lo ha escrito, ha
pensado previamente cada página, cada párrafo, cada
palabra, porque prácticamente no hay tachaduras,
ni enmiendas, ni agregados. Es una escritura defini-
tivamente pulcra. El trazo es amplio, absolutamente
legible, aunque, por momentos, apurado. Este detalle
no impide, repito, que el texto se pueda leer de corrido,
casi sin necesidad de volver la mirada en las palabras
para poder interpretar y comprender lo escrito.
Lena miraba la página una y otra vez, intentando
corregir lo que ya había escrito. Tenía la capacidad
de ir corrigiendo a medida que avanzaba en la escri-
tura. Y avanzaba cuando se entusiasmaba, cuando
encontraba el camino llano para seguir sin dema-
siados obstáculos. Era realmente maravilloso mirarla
mientras trabajaba en su novela, porque lo primero

115
que hacía era desplegar su cuaderno, si había tomado
notas, revisar esas notas, pulirlas hasta que quedaran
ya como el texto que iba a transcribir como parte de
su novela.
Una tarde, en la que Lena estaba terminando de
corregir las notas de su cuaderno, le pregunté por la
trama de la novela. Primero dudó antes de respon-
derme. Tenía que guardar silencio para que las ideas no
fluyeran por vías que no correspondían. Así proceden
muchos escritores: por lo general no quieren revelar
nada de lo que están escribiendo, porque dicen que
después les cuesta trasladar eso mismo a la novela.
Pero Lena no atendía demasiado a esos prejui-
cios del folclore de literatos obsolescentes y, a veces,
me comentaba cómo iba avanzando su narración.
Justamente: ella prefería llamarla “narración”. Esa
convicción tenía un sentido muy proustiano, porque
Lena asociaba el hecho narrativo con un cierto devenir
temporal, lo que no impedía que su novela estuviera
salpicada de otros componentes, aunque no fueran
narrativos. ¿Existía la narración pura? Esa era la
pregunta que se hacía Lena. Que me hacía Lena.
Lena buscaba en algunos autores, como
Cervantes, Flaubert y Dostoyevski, Henry James, Kafka
y Proust, la culminación de lo que ella denominaba “la
narración pura”, como una amalgama precisa, equili-
brada, de narración y especulación, de novela experi-
mental y novela convencional. Entre estos escritores se
debatían las angustias creativas de Lena. Y, sin querer,
sin pretender, escribir la novela ejemplar, trataba de
asumir, cada día, cuando se sentaba frente a su compu-
tadora, la construcción de su proyecto novelístico.
¿Le servía tanta meditación previa? Esa fue la
pregunta que me hizo, cuando me dijo que estaba

116
estancada y que no sabía por dónde seguir. Intenté
una respuesta. Creo que tenés dos caminos, le dije:
uno, preguntarle a tus dioses tutelares, a tus maestros,
releyendo sus novelas y viendo cómo ellos también
tuvieron que salir del estancamiento; y dos, dejando
todo, que el tiempo te vaya dando la orientación que
necesitás y las respuestas que necesitás. Cualquiera de
las dos posibilidades te va a servir. Y de inmediato, me
preguntó cuándo empezaba con el seminario sobre
Crimen y castigo en la facultad.
La semana que viene, le respondí.
Me preguntó si no me molestaban los alumnos
vocacionales. Le dije que no. Que entrara conmigo al
aula, cada vez que iniciara cada clase del seminario,
así nadie habría de decirle nada.
¿En qué punto estaba su historia?
Lena me dijo que estaba en el momento en que
yo iba a dar un seminario sobre Crimen y castigo, y
alguien le preguntaba si podía cursarlo como oyente.
Preparación para la novela. Esa era la premisa
para empezar a imaginar una forma insumisa de
contar el mundo. Porque, en definitiva, eso era la
“narración pura”: contar el mundo e ir poblando ese
territorio invisible con imágenes cargadas de vida.
Por la noche, mientras revisaba mi seminario,
me preguntaba si los esfuerzos novelísticos de Lena no
estaban cubriendo otras preguntas, otras inquietudes,
menos literarias, más existenciales, hasta el punto de
concebir una realidad duplicada, una realidad que
copie a esta, pero que no sea la misma.
Dejé sobre el escritorio mi taza de café humeante.
Miré lo que tenía a mi alrededor. Miré mi biblioteca en
frente.

117
¿Cuántos escritorios y bibliotecas iguales, dupli-
caciones exactas, podrá haber?, me pregunté.
Sabiendo que yo era otro, me fui a dormir algo
inquieto.

Es cierto: cada vez que la memoria me cerca, los


recuerdos terminan siendo la única fuente de infor-
mación a la que puedo acceder con tranquilidad.
¿Cómo hacer para lograr que la memoria no sea una
simple forma del olvido? ¿Cómo pensar las cosas, para
que no terminen siendo un mero suceder, y para que
no acaben perdidas en el tiempo? A veces me imagino
el tiempo como una Gran Boca, oscura y profunda, en
la que converge todo lo que existe, lo traga y lo hace
desaparecer. ¿Y el recuerdo de lo que fue? ¿Y lo que
pudimos ser o lo que hicimos, pensamos, amamos? ¿A
dónde está? En ese gran túnel oscuro y profundo. A
esa Boca Magna, que todo lo traga. Todo parece provi-
sorio y la cantidad exacerbada de recuerdos sólo sirve
para engrosar las paredes de la confusión. La confu-
sión como una cárcel sin escrúpulos, que se extrema
cuando la cordura ya no tiene límites.
¿La cordura o la locura?
Todo parece una especie de confesión imprecisa,
que divaga en medio de palabras que no se dicen, pero
que se resuelven hasta la medianía de una entelequia
que ya no me reclama. Es cierto: esa Boca Magna que
está a punto de tragarme, no tiene impedimentos,
porque yo no se los pongo, no distingo obstáculos, no
hago un acto de fe para detener el tiempo y sufragar
en la memoria.

118
Y pensaba que lo mejor era recordar hasta que
los hechos me hablasen por ellos mismos, sin media-
ción de otro motivador. Por ahí se me ocurrió pensar
hasta dónde la mujer no tendría la culpa, porque, visto
desde esta ladera, el asunto se tornaba cada vez más
complejo. Complejo e intrincado, desde el momento
en que todo iba a parar al engaño y la infidelidad.
El marido, que no actuó de ninguna manera, sino
que dejó que las cosas ocurrieran, todo para ponerle
una trampa a su mujer, porque él ya venía sabiendo
la verdad de lo que estaba pasando, el marido, digo,
se había tornado un observador cuasi pasivo. Tanto
sabía lo que estaba ocurriendo, que su mujer, un día,
se lo dijo, sin querer se lo dijo, y todo quedó así: en
medio del silencio, y como si las partes dieran cuenta
de lo que se ha admitido, tácitamente, por ambas. En
concreto, el marido sabía y la mujer calló desde ese
día, desde el día en el que admitió lo que había hecho.
Lo hizo porque ya había habido un acto de autodela-
ción, como si se tratara de un acto fallido, de esos que
siempre van en contra de uno mismo. Como todos
los actos fallidos. Pero ella ya lo había hecho: le dijo
que esa tarde había ido a la casa de Nora, cuando, en
realidad, Nora estaba con él en un bar, tomando un
café y hablando de muchas cosas, entre ellas, de su
mujer. Porque él llamó a Nora para preguntarle por su
mujer, y ella aceptó presta, no porque quisiera aprove-
charse de la situación, sino porque apreciaba a los dos
y le preocupaba verlos así.

La mañana era una luz celeste. Fuera de ella,


parecía no haber otra cosa.
Había despertado y todavía no podía comprender
dónde estaba. Aún percibía una especie de sonido

119
armónico que llegaba a todas partes, y que iba por
los lugares por donde iba. Caminaba, se desplazaba,
trataba de no quedarse quieto en un solo lugar. Era
como estar presenciando el inicio del mundo. Una vez
más. Digo esto pensando que ya había asistido varias
veces a algo parecido, pero que no era lo mismo. Una
suerte de naturaleza que se desplegaba una y otra vez,
para quedar como distendida, en medio de un mundo
que pretendía acogerla, sin menoscabo de lo que
pudiera ocurrir.
¿Qué podía ocurrir? Si todo estaba dicho, y todo
seguía siendo.
Debía pensar que había transcurrido mucho
tiempo, desde que dejó la casa, hasta llegar a este lugar.
Suponía que las cosas que le habían ocurrido tenían
esa fresca memoria que ya no alcanzaban a tener otros
acontecimientos, ahora sumidos en el olvido.

Lena ha comprendido. Mira de reojo hacia uno


de los costados. Había dejado una jarra con agua fría
sobre la mesa de la cocina. Algunas gotas evanes-
centes habían empezado a rodar por los lados de la
jarra. Piensa que de todo lo que le ha ocurrido ese día,
acaso lo más interesante era eso: haber comprobado
que lo inevitable tenía esa especie de capacidad para
anunciarse sin riesgo de que nadie pudiera descubrir
lo que habría de pasar ineluctablemente.

Ahora permanece echado en la cama. Ha puesto


la atención en un detalle de un pequeño cuadro que
está colgado en la pared de en frente. Mira el detalle
casi como llevado por una apacible obsesión. Deja que
los minutos transcurran, sin siquiera experimentar
la menor de las ansiedades. Era domingo y no tenía

120
ningún compromiso. Afuera hacía frío, estaba lloviz-
nando, en la televisión no había nada interesante
y había estado escuchando música durante toda la
mañana. Le quedaba sentarse a leer un libro o el diario
que le habían traído al mediodía. La vecina del depar-
tamento de al lado, se lo había traído, porque lo había
encontrado en la puerta de su casa, y porque ella acos-
tumbra a recibir el diario. Sin embargo, se advertía
que alguien lo había abierto, al menos para hojearlo,
mirarlo, leer alguna noticia importante. Y nada más. Y
después de haber hecho esto, se lo trajo.

Me ubico en frente de mí y me miro, como si


viera al otro que soy, para tratar de comprender lo que
verdaderamente soy. Para ser, después, el cronista de
su historia, porque nada podía, desde ese momento,
interponerse entre Martín Arévalo y el otro que procu-
raba ser.
Esa mañana, Martín tuvo un episodio bastante
extraño, que lo dejó marcado para siempre, porque
desde ese momento, empezó a percibir la realidad de
otra manera, tanto que sostenía que nada fue igual
después. Porque nunca supo cómo se encontró en un
cementerio, en una soleada mañana de otoño, cami-
nando entre las tumbas, dejándose llevar por la belleza
de las lápidas que ornaban ese espacio tan sereno
y tan silencioso. Hasta que se detuvo frente a una
lápida. Sobresalía de la tierra. Era una piedra gastada
por el viento y el sol y la lluvia. Apenas podía reco-
nocer algunas de las letras que formaban el nombre
y el apellido de quien descansaba bajo esa piedra. De
inmediato pensó en la posible historia que se desataba
debajo de esa piedra, con todo lo que hubiera podido

121
ocurrir a quien era dueño legítimo de ese nombre y
de ese apellido. De todos modos, suponía que, quien
había sido en vida esa persona que nombraban esas
palabras, había llevado una vida y un honor tan
común como cualquiera de nosotros, solo que nunca
había tenido la posibilidad, al menos ahora, de mani-
festar qué fue lo que le ocurrió, y que fue lo que lo
llevó hasta ese lugar. Sólo tenía una única seguridad:
la persona que estaba debajo de esa lápida tenía un
nombre y un apellido que le resultaban absolutamente
familiares, tanto que, al releerlos por enésima vez, no
podía sustraerse de un sentimiento de extrañamiento,
algo que lo dejaba descolocado y pensando en lo que
estaba contemplando, en lo que tenía en frente y no
sabía cómo definir: duplicidad, sosías, coincidencia,
avatar. Todo lo que la lápida le sugería con esas pala-
bras, no terminaba de agotarse en una visión de lo que
tenía en frente, sino en lo que nadie había reparado,
hasta que él se detuvo, porque la piedra, esa lápida, le
estaba revelando un detalle que la vida, muchas veces,
descarta, porque considera que pasa por la mera
casualidad, porque encontrarse frente a una lápida
que exhibe, ni más ni menos, el propio nombre y el
propio apellido, el nombre y el apellido de la persona
que está en frente, y que está contemplando esa lápida
funeraria, en el centro de un cementerio antiguo, en
una luminosa mañana de otoño, el cementerio, siento
visitado por los deudos de quienes están dirimiéndose
entre el cielo y el infierno, ese cementerio que tiene una
lápida funeraria, que exhibe su nombre y su apellido,
el mismo nombre, el mismo apellido, el mismo año de
nacimiento, y un año borroso de muerte, en el cemen-
terio, con la muerte borrada por la memoria, y vagando

122
entre las parcelas que esconden tantas historias. Ahí
mismo, donde está verdeciendo el césped, como deno-
tando que el tiempo ha pasado, pero no, ya, para dejar
pasar los minutos que estaban corriendo, sino para
caer en la cuenta de que el dueño de ese nombre y de
ese apellido, Martín Arévalo, que coincidían con los
propios, junto con el año de nacimiento, ese nombre
y ese apellido grabados en la piedra añosa y gastada
por el viento y el agua y el sol implacable, el dueño de
ese nombre y de ese apellido, era él, Martín Arévalo. Él,
que no atinó a hacer otra cosa que mirarse las manos,
los dedos de las manos, las líneas de las palmas de las
manos, para descubrir, sin dejar de sentirse desconcer-
tado, que las manos, los dedos, las líneas de las manos,
estaban manchado con tierra reseca, como si hubiera
hecho algún trabajo para excavar esa tierra y para que
esa tierra saliera de su camino. En medio de semejante
estado, Martín, el bien nacido, trató de hacer memoria
de lo que le había ocurrido. Cerró los ojos y procuró
recordar algún hecho que lo vinculara con ese pasado
que estaba descubriendo de sí mismo. Pero, por más
que el esfuerzo lograba imágenes que eran apenas una
idea deslucida de algo que no tenía cabida en su expe-
riencia, Martín no alcanzaba a encontrar un signo de
su pasado inmediato.

No sabía durante cuánto tiempo había perma-


necido en ese estado entre el letargo y el semisueño.
Le costaba darse cuenta de que todo lo que había a su
alrededor no era suyo, y de que estaba en un lugar que
no era su casa. Le costaba darse cuenta de esto que
parecía algo tan elemental, porque no podía mirar con
claridad: abrir los ojos era un acto casi desmesurado

123
para ese momento, en el que nada parecía lo que en
realidad era. Mirar: mirar había sido una especie de
trabajo inusitado que había acabado en un desierto
de imágenes. Era todo lo que recordaba. Y era lo
que tenía a mano ahora, en este momento, en el que
estaba en esa suerte de pesadilla militante, que no
lo abandonaba. Buscó una mano, la derecha. Todo lo
que podía recordar era que había tenido un cuerpo y
ahora quería empezar a reconocerlo. Pero apenas lo
intentaba, se daba cuenta de que el esfuerzo era vano:
la falta de luz en el lugar le imposibilitaba mirar. Una
vez más: mirar. Mirar que era recordar.
Por la tarde, Martín me diría:
—Hoy descubrí que no soy nada. Que apenas soy
una sombra entre otras sombras, que se desplazan en
medio de una bruma gris, y que no tienen una ruta
marcada. Me parece que con descubrir que somos seres
creados, con una misión para cumplir, es suficiente,
mi amigo. De todos modos, vas por buen camino,
porque es el camino de la ascesis: primero descubrir
que no somos nada, significa vaciarnos de lo que nos
sobra, para seguir caminando. Vaciarnos de nosotros
mismos. Para después ir colmándonos del verdadero
significado. Tocar la nada es abismarse en el ser. Has
dado un paso –le dije con una cierta convicción.
—No hay nada que esperar, ya.
—Ese es el problema de los que esconden la espe-
ranza detrás de un juego de palabras, y creen que la
nada y el ser son lo único, porque han logrado ence-
rrar la nada y el ser en signos lingüísticos, cuando
detrás de la nada y del ser hay más. Hay Luz. ¿Qué es
lo que trasciende al ser?
—La Luz.

124
Esta fue la historia que me contó Lena.
Esta era la historia que tenía Lena para contarme.
Ahora, esta es la historia que Lena está escri-
biendo.

Y siempre empezar por donde no había terminado,


porque describir un círculo, a esta altura de la Historia
significaba un anacronismo del que todos ya habían
claudicado, tal vez por no tener la paciencia suficiente
como para esperar y reiniciar por donde se había
terminado. Y esto era una tensión absoluta, una pola-
ridad incuestionable, a la hora de evaluar cómo le
había ido a Occidente con sus formas de ver la realidad.
Acaso porque nunca supo abandonar ese concepto tan
estricto de realidad. Acaso porque nadie pudo desci-
frar los vaivenes de una forma de escrutar el universo,
tan unidireccional, que los otros quedaban atónitos
mirando un transcurrir tan absurdo como severo.
Severamente absurdo.
Sin embargo, los justificativos que pretendía dar
ya eran una anomalía, un rejunte de palabras que
apenas alcanzaban un sentido mediocrizado por una
actitud que no podía, en modo alguno, terminar de
comprender. Con cada palabra nueva que agregaba a
la frase, no lograba otra cosa que oscurecer aún más
un sentido que no terminaba de cerrar en mis propias
comprensiones. Así, buscaba entender para justificar,
y sólo me alcanzaba para seguir en el camino de las
tinieblas.
Pero todo ya pertenecía a un pasado lejano e
inamovible. Un pasado que no resistía otra expli-

125
cación, sólo la que podía darle desde un presente
ilusorio, que se escapaba entre los dedos, como lo que,
en realidad, es el tiempo: eso tan fugaz, tan efímero
e inasible que no permanece en la palabra Tiempo,
porque cuando la leí ya no está, porque ya se fue. El
destino que había hecho que Lena se perdiera entre
los desechos de la nada, en medio de una niebla, que
no era otra cosa que un trasunto de sus propias tinie-
blas interiores. Todos lo entendimos así, y no pudimos
comprender cuál era el sentimiento que albergaba esa
forma de ser y de asumir las cosas. De repente, nos
dimos cuenta de que habíamos perdido el contacto
con Lena, y habíamos perdido, también, el contacto
con César. Sabíamos que no estaban juntos. Acaso ese
motivo era suficiente para aclarar y aclararnos lo que
estaba ocurriendo. Digo “aclararnos”, porque todo iba
en ese sentido: era una búsqueda en la que todos está-
bamos involucrados, inclusive los que habían tenido
alguna diferencia con Lena o con César.
Mientras escribía esto, miraba por el televisor las
catastróficas imágenes de Bariloche, consumida por el
fuego. Más que una catástrofe, esto parece otra cosa,
pensé. Me imaginé un momento, sólo un momento, en
ese lugar. ¿Qué hubiese pensado si hubiera estado allí?
Una catástrofe. No. El apocalipsis. Tenía una visión
unívoca y grandilocuente de los acontecimientos,
especialmente, de los acontecimientos que venían de
la mano de la naturaleza.
Tenía delante de mí la imagen de un hombre
derrotado. Era la imagen que iba tomando una consis-
tencia casi carnal, conforme pasaban los minutos. Y
lo más preocupante era que esa corporalidad empe-
zaba a coincidir con mi propio cuerpo. Y encontrarme
así, frente al espejo, midiendo mi cuerpo, tratando

126
de interpretar lo que hay detrás de esa mirada que se
pierde en el centro de una nada imperante.
Al despertarse, Lena parecía confundida, porque
no sabía dónde estaba, en qué lugar se encontraba su
cuerpo. La sensación era la inconfundible desorien-
tación que se tiene cuando uno duerme muy profun-
damente durante varias horas y, por más que está en
su propia cama, en su habitación, en su dormitorio,
demora antes de reconocer el lugar en el mundo en
el que se halla. Por eso, en ese momento, Lena, que ya
había empezado a recuperar la capacidad de ubica-
ción, de su ubicación en el mundo, miró a su alrededor,
y apenas pudo ver un bulto que, con el paso de los
minutos, iba tomando una consistencia antropomór-
fica, que iba coincidiendo, progresivamente, con la
forma del cuerpo de César. Nunca imaginó que César
iba a estar allí en ese momento. Acaso Lena no era
consciente de lo que, en realidad, le estaba ocurriendo.
Pero ella siguió pensando que lo que tenía a su lado
era el cuerpo de César. Y que no era otro que él. Porque
no podía reconocer al otro que había pasado la noche
con ella.
De todos modos, se levantó, fue al baño y se
lavó la cara. Necesitaba refrescar la noche que había
pasado. Cuando regresó a la habitación, se dio cuenta
de que estaba sola. De que estaba en el hotel que había
elegido para pasar sus días escribiendo su novela.
Miró a su alrededor. Solamente encontró una
mesa, y, sobre la mesa, la computadora portátil en
la que estaba escribiendo su novela. No dudó en
encender la computadora para abrir el documento
único que tenía en todo ese monstruoso disco duro. Y
se encontró con el primer capítulo terminado.
Había trabajado durante toda la noche.

127
7

Lena se había quedado dormida sobre el teclado.


Apenas pude apagar la computadora sin molestar su
sueño. Apagué, también la luz del lugar, para que Lena
pudiera seguir descansando. Ese capítulo había sido
muy intenso.
En la puerta, miré el rostro de Lena.
Quería llevarme ese recuerdo antes de salir y de
perderme en la calle oscura.

Creo que han pasado unos cinco años, y supongo


que algunas cosas han cambiado. Experimento una
especie de turbación, por el hecho de estar aquí, nueva-
mente, y no poder articular, como corresponde, lo que
quisiera decir. No sé si se trata de decir algo específico.
Sino decir lo que está pasando dentro de mí, ahora,
que siento cómo galopa el corazón en el interior de mi
pecho, casi como si fuera a salirse de ahí para esca-
parse y seguir su rumbo solo, tal como siempre quiso.
Pero no. Sigue en ese mismo lugar, como si estuviera
aprisionado y sin demasiadas posibilidades de esca-
patoria. Digo: mi corazón, ahora, no puede hacer otra
cosa más que galopar en el espacio cerrado de mi
pecho. Y nada más. Pero todo esto me ocurre porque
han pasado cinco años y porque he regresado a este
lugar. Sin habérmelo propuesto. Sin quererlo, porque
en ningún momento me dije: tenés que regresar. Lo
mismo estoy aquí, y con eso basta.

128
Entonces, digamos que, durante todo este tiempo
transcurrido, hubo algunos hechos que me dejaron
aparte de la vida, que me tuvieron preso de otra vida,
de una manera de entender que no todo era así ni tenía
por qué ser así. Porque es necesario que lo escriba,
ahora que me he propuesto recuperar la memoria
que había perdido durante tanto tiempo, ahora, que
puedo extraer de un pasado que me negó todo, algo de
todo lo que me había negado, para poder explicarme
lo que ocurrió durante esos cinco años que, creo, han
pasado. Cinco años, los suficientes como para que la
memoria pueda reconstruir algo del pasado, de lo
vivido. Después de los cinco años, no tenemos otra
alternativa que cubrir los espacios del olvido con el
continuado ejercicio de la imaginación.
De todos modos, contar la realidad consiste en
demorarse reconstruyendo datos con la memoria,
para que estos datos resulten, al final, ilusorios, y
terminemos creando una obra de ficción, una exce-
lente narración. Y eso es todo. Era difícil no dejarse
llevar por lo que me estaba diciendo. Él, tan pronto él,
que se había dedicado a reconstruir la historia de su
propia familia a partir, solamente, de los testimonios
de quienes todavía estaban con vida, que eran muy
pocos. Siempre terminaba extenuado, porque era tal
el esfuerzo mental que debía hacer, para no caer en
el sentimentalismo fácil y barato de los que llegaron
acá hicieron la patria grande, y que todos, de alguna
manera, deberíamos estar agradecidos a cuantos de
bajaron de los barcos, e hicieron lo que debían hacer, es
decir, lo que no concretaron nunca los que ya estaban
acá desde que se habían levantado los bosques y las
montañas, desde que ríos y mares ya estaban modi-

129
ficando la superficie de esta bendita tierra. Desde ese
momento, en el que decidí pensar en otra cosa, los
hechos tuvieron un matiz diferente.
Uno cree que lo puede ver todo. Apenas una suge-
rencia que termina devastada cuando se da cuenta de
que las cosas no son tan sencillas como parecen. O
como se nos aparecen a los ojos, simples testigos de
lo que pasa allá afuera. Como si tuviéramos la nece-
sidad de conocer todo o de saberlo todo. Porque esa
era la pregunta. Y de no poder, quedábamos fuera de
la línea, y éramos pasibles de abandono. Había que
pensarlo así, y no de otra manera, porque todo apun-
taba a algo cuyo sustento era, sin dudas, precisamente,
la duda. Por eso, en el principio estaba la imagen, lo
que podíamos percibir, lo que estábamos en condi-
ciones de ver, escuchar, oler, gustar, sentir. Después,
seguía todo lo que formaba parte de otras operaciones
intelectuales, que ya significaban un paso más en
la comprensión del mundo. Algunas elaboraciones
disquisitorias sobre lo que Lena estaba escribiendo.
Cuestiones que me concernían directamente.
Una tarde en la que estuvimos viendo aspectos
de la novela, Lena me anunció que ya tenía el título,
pero que no me lo iba a revelar hasta que no hubiera
acabado con su trabajo.

Pero estás aquí para que te hable de Lucero. Ese era su


apellido: Lucero. Jonás Lucero. A Lucero las cosas no
le habían salido tan bien, como se las había augurado
Samantha, una joven bruja que Lucero consultó, no
tanto por sus dotes para la profecía, sino porque se la

130
presentaron una noche en un restaurante, y después
de ahí fueron al departamento de Samantha, donde se
reveló como una tarotista experimentada. Luego de la
sesión de cartas y del futuro venturoso que Samantha
vio en Lucero, terminaron en otra sesión, no con
cartas, esta vez, y más en el presente. Lucero, ahora,
en el rincón más oscuro de su celda, se acordaba de
Samantha. Se acordaba no tanto de los momentos en
los que había sido objeto de una profecía incumplida,
sino de los ojos negros e inmensos de Samantha, que
habían logrado en él una especie de hechizo lunar.
Hechizo lunar, porque en la habitación oscura, por la
ventana que permanecía abierta, entraba, además del
fresco húmedo de la noche, un poderoso cilindro blan-
quiceleste de luz de una luna, que inundaba todo ese
cielo de verano. La luz daba en la espalda de Samantha
y, mientras ella dormía, Lucero miraba cómo la luz de
la luna activaba las dos mariposas tatuadas en cada
hombro de la joven. Digo activaba, porque, cuando la
luz iluminaba los tatuajes, las mariposas movían lenta-
mente sus alas. Lucero no le preguntó a Samantha
sobre esos movimientos. Y ahora quería tenerla en
frente para saber por qué esas mariposas batían sus
alas. Seguramente ella habría tenido la respuesta. O
no. Pero ya era tarde: Lucero, en su celda, debía esperar
que algo ocurriera para poder pensar en otra cosa que
no fuera su libertad.

10

Lo primero que sintió, fue el miedo.


Habían pasado muchas horas después de que se
escuchó ese graznido desgarrador, y seguía sintiendo

131
el miedo. Acaso únicamente se trataba de un paja-
rraco que sobrevolaba la casa, buscando algo para
llevar al nido, donde lo esperaban los polluelos, tan
hambrientos como el mismo pájaro. Pero no lo sabía.
Por las dudas, había cerrado la ventana, los postigos
externos de madera, y los vidrios internos. Además,
había corrido la cortina, para que no pasara ningún
relente de nada de lo que ocurriera afuera.
Cuando se aseguró de que todo estaba bajo su
control, pudo tranquilizarse. Aunque esa tranquilidad
fue parcial, logró dormir hasta que su madre la llamó
para ir a la escuela. En la cocina la esperaba la taza
con leche y dos rodajas de pan con mermelada. Estaba
sola. Su madre le había dejado preparado el desa-
yuno y había regresado a la cama. Su padre pasaría a
buscarla y la llevaría a la escuela. Esa era la rutina de
Emma, cada mañana, apenas abría los ojos.
Experimentaba un sentimiento extraño: era
como escuchar una voz entre las ruinas, tan acorde
con las ruinas que la voz se perdía entre tanta desazón.

¿Cómo nombrar el mal? ¿Cómo describirlo, al


menos, sin que se desdibuje de su realidad? ¿Hasta
dónde podemos percibirlo, sin que se nos escape?

11

Logré despertarme de un sueño que se prolongó varias


horas. Ya era de noche. Sólo había una luz encendida:
la que llegaba desde el comedor, se difundía por el
pasillo y rozaba la puerta de mi dormitorio. Cuando
despertaba y miraba esa luz, recordaba la caverna

132
de Platón, las sombras, la luz difusa. Esta era una luz
grisácea que daba en la pared blanca y no se proyec-
taba más allá.
Cuando abrí los ojos, tuve un leve sobresalto.
Sentí que algo oprimía mi pecho. En realidad, sentía
que mi cuerpo estaba hundido en una especie de
cuenco acolchado. La sensación no me abandonaba
y me sumía, aún más, en un estado incipiente de
ansiedad. Cada párpado me pesaba una tonelada, y la
respiración había empezado a entrecortarse. Después,
habría de darme cuenta de que una pesadilla me había
condenado a padecer esas disfunciones.
Todo esto duró hasta que encendí el velador de
mi mesa de luz. El dormitorio descubrió sus formas y
sus colores. A pesar de que afuera la noche oscurecía
los cuerpos, con la luz, adentro, todo parecía mejor.
Era mejor.

Pero esa apariencia engañosa que se ubicaba


cerca de mí, no lograba otra cosa que desfigurar el
pasado, apenas retenido por una memoria voluntaria,
que procuraba detener un tiempo que se entendía a
sí mismo como una forma de tenerme cautivo y sin
poder decidir más allá que lo que los minutos me
permitían. Fuera de semejante entelequia, la mano
que pude reconocer era la mía. La palma surcada por
esas líneas que el vulgo llama las “líneas de la vida”,
sin saber que realmente tienen mucho más que lo que
ese mismo vulgo cree que tiene. Porque mirar la palma
de una mano y pensar que las líneas que la atraviesan
son nuestro destino, no es otra cosa que la marca de
una progresiva y decadente ignorancia. Para buscar
en ellas, en las líneas un significado, no hay que ir muy

133
lejos, no hay que preguntar a ningún ser especial ni
dotado ni mago ni brujo. No. Solamente hay que tener
el temple suficiente como aceptar que la materia de la
que estamos hechos es el tiempo. Me dirás que no es
así. Que la materia de la que estamos hechos son nues-
tros sueños. Yo, en todo caso, te digo que la materia es
la sombra de nuestros sueños, que es el tiempo. Pero
no se trata de un tiempo calendario, u tiempo reloj.
Un tiempo indicado. Mejor: se trata de un tiempo que
solamente los que logran percibirlo, lo están haciendo
de manera plena. Digo: lo están comprendiendo. Por
eso pensaba, al principio que esa apariencia engañosa,
que estaba cerca, sólo lograba desfigurar el pasado,
mi propio pasado. Por eso mi memoria intuitiva y
voluntaria se empeñaba en reconocer que ese pasado
no empañaba este presente, como podría pasarle a
algunos. La tenacidad del tiempo por atravesarnos,
como si fuéramos apenas unos muñecos de ese tiempo
que se pretende Cronos, y que procura devorarnos.

—Ejercer la cirugía paródica. Hacer de una


medida la contramedida y no dejar pasar otras formas
de ser. ¿Eso se pretendía un cambio fundamental?

12

La verdad tiene una apariencia viscosa. Los días se


derraman lentos, como si los tiempos fueran otros.
El verano se empeña en no dejar que el aire sea más
leve. Todo debe pasar, junto con el calor y la humedad.
Todo debe tener ese color translúcido y platinado por
un sol metálico, que no conoce la clemencia. Salgo de

134
la pequeña casa, pensando que el aire habría de estar
más fresco. Sin embargo, noto que el piso hierve y que
las paredes transmiten la calidez de un día dominado
por la luz.
Anoche me costó dormir. El calor hace que todo
sea pegajoso. Después, en la madrugada, una tormenta
anunciada, que venía descargando poderosos truenos,
acompañados por fogonazos que iluminaban el cielo
entero. Cuando la tormenta parecía haber cesado,
nuevamente el calor, ese calor bituminoso. Di vueltas
en la cama hasta quedar livianamente dormido,
porque el agua de la lluvia que caía había empe-
zado con su efecto refrescante y sedante a mis oídos.
Pensaba que era enero. Que este tipo de tormentas era
algo habitual para la época y que había que poner la
mejor disposición para tolerarlas.
Porque pensar en algo diferente implicaría
no poder dormir, pues todo sería insomnio y noche
oscura. Porque pensar en algo diferente era pensar
en el cambio. Y si pienso en el cambio pienso en una
metamorfosis. ¿Qué diferencia hay entre una meta-
morfosis y una mutación? Los cambios son los que
inquietan.
Para no seguir dando vueltas inútiles en la cama,
que se había transformado en una maraña de espinas
y de arena, me levanté y me vestí.
Busqué la calle. Era como si estuviera introdu-
ciéndome en una caverna, oscura y húmeda. No sé
por qué ni cómo, me aventuré a seguir caminando por
esa calle sin más iluminación que mis propios ojos.
Sólo algunas hojas secas que cayeron en mis manos,
me hablan del viento que ya pasó. Miro esos retazos
del tiempo, marrones, grises, ocres, tentaciones de

135
la deriva y del sol ausente. El otoño llegó con una
excesiva humedad y muchas nubes. Y ahora, que los
límites ya no son reales; ahora, que la mayoría de
quienes debían estar, no están; ahora, la imposición
del ayer se hace cada vez más ostensible, más impo-
luta, más atrabiliaria. Más violenta. Con cada segundo
que corre, corre también la conciencia indomeñable
del pasado, una culpa viviente que merodea cada vida,
hasta lograr el impasible dolor por lo que no tiene
resolución. Cada vez que camino por estos parques
abandonados, una sustancia celeste recorre lo que
me deja en medio de un abismo. ¿No se imagina una
vía hecha, enteramente, de cielo y de luna? Todavía,
lo entiendo, su imaginación puede negarse a seme-
jante provocación a la razón. Pero es así: nadie tiene
la última palabra, si no ha terminado de recorrer los
senderos de su propia vida, mi amigo. Nadie. Y menos
aquellos que se tienen el mal hábito de andar de atajo
por atajo. Porque el atajo, mi amigo, termina siendo
una trampa. Trampa en la que caen más de uno, de
esos que supusieron que conociendo los atajos, cono-
cían los caminos. Y el procedimiento es exactamente
al revés.
Cuando me encontré con ellos, con los que andan
por los atajos, sentí el natural alivio que me daba el
saber que todavía estaban allí, sin que se hubiera
modificado la situación en la que los había dejado.
Esa era la imagen que me devolvía el cuadro, en cada
momento de mi vida, siempre que lo miraba, una y
otra vez. Con el silencio y el sueño, el corazón había
dejado de galopar. Ahora, sobrevolaba un lago azul y
sereno.
No quedaba otra opción más que seguir.

136
¿Era yo el narrador de esta historia? ¿O había
dejado en manos del azar la imponderable tarea de
contar nuestro destino, de narrar los pormenores de
ese territorio invisible que tanto me había atormen-
tado?

137
Coda
¿Por qué me trajiste acá, Lena? Te lo pregunté sabiendo
que no ibas a responderme. Lo sabía porque estabas
así: quieta, callada, con el rostro blanco y los ojos
mustios, definitivamente abiertos. Estabas así: como
una hoja que ya había abandonado la rama y que sólo
esperaba que el viento la arrastrara hasta donde nadie
pudiera encontrarla, para ir dejando en el camino
todo el verdor y toda la frescura.
Volveremos de noche intercalando bloques de
silencio y breves diálogos que no han quedado regis-
trados. Hemos sido y somos buenos amigos, nos hemos
amado, no hay nada que reclamar.
Volvemos para volver a ser escritos en un relato
que compartiré en tus sueños, Lena, en la novela que
has terminado de escribir, en la novela que se titula El
hilo del viento. Y cuando vi mi nombre impreso en la
tapa, Daniel Ferrari, supe que lo que había adentro del
libro era pura realidad, porque todo en esa historia era
vida entera.
Para seguir siendo eso: verdadera materia de un
sueño.
Tu historia, Lena.
Nuestras vidas.

139
Nota

El hilo del viento es la quinta entrega


de Los Mundos Posibles, ese libro de
cuentos que estoy escribiendo, y que
tiene los siguientes tomos que le han
precedido: Los oficios inciertos, La otra
mirada, Escrito en el aire y El ejercicio
del estilo.

DT
El hilo del viento
Daniel Teobaldi

11 El destino
21 El inicio
27 La memoria
47 El sentido del mundo
53 En la niebla
57 Un territorio invisible
73 El otro lado
79 El olvido
87 Los acontecimientos imborrables
91 La condición
99 El origen de la lluvia
103 El hilo del viento
139 Coda
Títulos

8. El hilo del viento


Daniel Teobaldi / cuento

7. 13 casas para morir


Virginia Ventura / cuento

6. Bajo la lluvia
Miguel Herráez / novela

5. Los exilios del cuerpo


Anamaría Mayol / poesía

4. Un sillazo al oscuro en la cara


Hernán Ninio Cuello / cuento

3. Sangre
Virginia Ventura / cuento

2. Los espejos vacíos


Daniel Teobaldi / novela

1. Una rosa en las garras del jaguar


Hugo Francisco Rivella / poesía

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