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La Caída del Dragón y del Águila
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La Caída del Dragón y del Águila

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Este libro ha sido escrito en tiempos en los que el tiempo suele ser imaginado como una línea que transcurre hacia adelante y en sentido infinito. El punto de inicio de la línea es siempre el momento escurridizo del presente. Increíblemente, la secuencia elimina de inmediato la vigencia de toda vivencia inmediatamente anterior, como si una tinta invisible borrara la actualidad de lo que sucede, dejando sin embargo trazos firmes en nuestra memoria.

Pero aunque en este tiempo ya se sabe que el tiempo no es esa linealidad escolar y abstracta, este conocimiento no adquirirá vigencia plena hasta tanto no halle su justo lugar en los anaqueles de creencias que sustentan a cada época.

Por ello, para ajustar este libro a las normas del período en que fue elaborado, fijaremos la fecha en que encontró su punto final. De esta manera, disiparemos toda bruma que pudiera eximirnos de los errores que ciertamente cometeremos en el intento de anticipar hechos que aún no sucedieron.

En todo caso, aceptamos con gesto alegre el reto de transportarnos a través del tiempo libremente.
LanguageEspañol
Release dateJun 1, 2020
ISBN9789567483785
La Caída del Dragón y del Águila

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    La Caída del Dragón y del Águila - Javier Tolcachier

    2012

    Primera Parte:

    EN ALGUNOS MILES DE PRIMAVERAS Y OTOÑOS

    Sobre el rumbo de las nubes

    Este es un libro que estudia posibles futuros, algo similar a poder decir algo sobre el rumbo de las nubes. Curiosamente, o no tanto, los sabios abocados a anticipar los destinos intentaban develarlos en el cielo, observando movimientos estelares que tradujeran verdades cósmicas a previsiones sobre el estado futuro de las cosas.

    Claro que en sociedades agrícolas, anticipar los climas se convertía en una ayuda inestimable al proceso productivo. Y por supuesto reyes y otras gentes de poder acudían a los videntes a por consejo sobre las mejores condiciones para sus planes.

    Pero astrólogos, magos, luego astrónomos y astrofísicos, pretendieron desde siempre descubrir en los cielos los signos de lo Sagrado, unir lo por venir con las preguntas sobre el origen y significado del Universo, dar significación y fundamento unívoco y permanente enlazando futuros y pasados en una inmanencia totalizadora.

    Ésta no será la amplitud de la presente obra, aunque compartamos la atracción que seguramente muchos habrán sentido por descifrar lo hasta allí incognoscible.

    Predecir es algo osado y ciertamente atrevido en épocas de gran inestabilidad. Resulta más escandaloso aún querer hacerlo con respecto a China, cultura con gran prestigio en este campo y una de cuyas principales obras es precisamente un libro metódico para avizorar futuro como es el I Ching o libro de las Transformaciones.

    Pero tal transgresión de antecedentes, absolutamente impropia y alejada de los parámetros culturales que se pretende indagar, lejos de coartar el impulso, lo estimula, cual viento que en su intento por apagar el fuego, termina avivándolo.

    A la inversa, estos juegos paradojales con los conceptos a los que habitualmente recurrimos para afectar la razonabilidad lógica de opuestos excluyentes a las que nos ha acostumbrado cierta ciencia positivista y cierta visión del mundo maniquea, además de hacer la lectura más amena, sí nos trasladan al interior de un clima cultural donde principios contrapuestos no sólo no antagonizan sino que son útiles en su complemento, resolviendo su contradicción en armonías que los exceden y a la vez contienen.

    Aún en la dificultad de poder afirmar con valor absoluto verdades que aún no ocurrieron, nos consuela el hecho de que –en el caso de China– es idénticamente fortuito también establecer verdades absolutas sobre lo ya ocurrido, dada la distancia que ponen las fuentes idiomáticas, la extensión de tiempo en su desarrollo civilizatorio, la distorsión de la propia mirada que pretende asimilar lo desconocido a lo poco o mal conocido para reconocerlo y la imposibilidad del análisis completo de recursos que impone tamaña tarea.

    Definido entonces de algún modo el propósito del texto –y sus inocultables limitaciones– diremos que este estudio podría clasificarse en un tipo de futurología intencional, que no cree en la simple mecánica de los acontecimientos o lo ineludible de condiciones en desarrollo. Así como admitimos la posible imponderabilidad de factores múltiples y en veloz desarrollo, así como ponderamos el inapresable azar posibilitado por la elección humana, así también consideramos que los pueblos son los artífices definitivos de la Historia, desde sus más profundas aspiraciones y creencias. En este sentido, como parte de esa producción humana, este trabajo pretende también ser un manifiesto que ayude a los cambios citados, con lo cual la hipótesis se hará plena por el poder de la intencionalidad y la obra en sí no hará sino interpretar dicha fuerza, la más poderosa de las existentes.

    Por último, según veremos más adelante, el interés no sólo se centra en lo que ocurrirá en China, sino en que este hecho, absolutamente entroncado estructuralmente con el resto del mundo, estará incluido en transformaciones sistémicas planetarias.

    Acaso entonces varíe el objetivo del trabajo y nos aboquemos a predecir la caída de un sistema depredador, imbuido de competencia, avaricia y destrucción, un monstruo de varias cabezas, en cuyo coletazo final podremos señalizar el surgimiento de un nuevo momento de la Historia Humana.

    En todo caso, y anteponiéndonos a la celebración de nuestros errores, citemos las palabras del matemático chino Liu Hui, quien en el año 263 del calendario vulgar, y comentando el intento en un texto clásico de exponer una fórmula –no del todo exacta– para el cálculo del volumen de una esfera, compasivamente escribió: Dejemos el problema para quien pueda decir la verdad.

    Una bola china en cada columna del ábaco

    El territorio que ocupa China alberga hacia el año 2010 un número cercano a los 1300 millones de personas, es decir, algo así como un quinto de la población mundial. Ese dato escolar y ampliamente conocido basta para denotar la importancia de todo fenómeno que allí ocurra y es una proporción que ningún estudio de geopolítica puede obviar.

    El hecho de que cada quinto habitante de la Tierra sea chino –la quinta bola del ábaco en la parábola con la que intitulamos el presente capítulo– nos llevó a indagar cómo se llegó a desarrollar semejante masa poblacional. Procedimos desandando diversas posibilidades y estableciendo relaciones entre distintos indicadores demográficos.

    Según un corte por regiones geográficas, la comparación arrojó que efectivamente 6 (o 7, dependiendo de cómo se clasifique a Rusia) de los 10 países más poblados son asiáticos. Así, China, India, Indonesia, Pakistán, Bangladesh y Japón, albergan a más de 3 billones de seres humanos. Si se agrega Rusia, esto da aproximadamente la mitad de la población mundial.

    Sin embargo, la ubicación de China en el lugar número 77 en la tabla de densidad poblacional o número de habitantes por kilómetro cuadrado, relativizaba de algún modo la contundencia de los números absolutos. Está claro, China es un territorio muy grande –el cuarto en superficie en el mundo, apenas detrás de Canadá y Estados Unidos– (según estadísticas chinas acaso el tercero) y por ello, pese a su enorme población, al ser comparada con territorios más pequeños o minúsculos, descendía velozmente en ese tipo de ordenamiento.

    Por lo demás, estamos sin duda ante una población eminentemente rural, la cual –como es sabido– impulsa fuertemente la natalidad, decreciendo en la medida en que se producen los éxodos del campo a la ciudad. Pero comparando los porcentajes de crecimiento demográfico encontramos a China en la actualidad en el lugar 146. Seguramente esto se debe en parte al fuerte control que el gobierno ejerce allí desde hace unos años, impulsando una rigurosa política de hijo único. Sin embargo, tal política y control es mucho menos rígido en zonas rurales, lo cual, sumado al corto período en que el dirigismo demográfico ha tenido lugar, no logra detener del todo la dinámica mecánica de crecimiento poblacional en el interior. Y una natalidad a la baja, mucho menos explicaba la imponencia del fenómeno numérico poblacional.

    Así las cosas, hasta aquí, nada nos resultaba peculiar o específicamente chino, salvo constatar que en un territorio tan grande y de población mayoritariamente campesina, vivía mucha gente.

    Se nos ocurrió entonces, que tal acumulación podría tener relación con algún factor histórico lejano o cercano. Por ejemplo, seguimos el hilo para ver si existía en la historia china, algún factor peculiar que hubiera reducido la mortalidad, lo cual explicaría al menos en parte el fuerte aumento poblacional.

    No sin cierta desolación, comprobamos que también en la historia de esta civilización se habían sucedido innumerables y atroces guerras, feroces hambrunas y terribles pestes que costaron millones de vidas humanas y diezmaron en su tiempo aldeas y ciudades. 

    Tampoco aquella imagen estereotípica acerca de cierta ancestral paciencia y sabiduría, que confiriendo una mayor calidad de vida conducía a la longevidad, llevaba a indicadores concluyentes, habida cuenta de la comparación en términos de expectativa de vida con otras naciones. Si bien Macau –una isla con mayoría de pobladores chinos colonizada por portugueses desde hacia varios siglos y recientemente incorporada a China en calidad de zona de administración especial– aparece aquí al tope de la estadística (con interesantes 84 primaveras y otoños como expectativa media de vida), reforzando el mito, pronto tal presunción se desmorona, rankeando China en el lugar 105 y prometiendo a cada uno de sus habitantes que podría, si se comportaba según parámetros estadísticos, llegar a vivir algo más de 73 años. Nada mal, comparado con los terribles e inhumanos números de la mayoría de los países del África Subsahariana, cuyas estadísticas nos remiten al inaceptable drama de nacer en un lugar donde la expectativa estadística baja a sólo 50 y en algunos casos, por debajo de los 40 años de vida.

    Dicha estadística, si bien habla de un aumento cierto en las condiciones sanitarias y sociales de buena parte de la población china, de ninguna manera permite inferir, sobre todo dado lo reciente de estas mejoras, que este hecho por sí sólo (y menos históricamente) sea el causante de la inmensa población de China.

    A tal confusión arribamos que –algo risueñamente– llegamos a evaluar la posibilidad de que los chinos hubieran producido un gran salto adelante anticipadamente, festejando con sus parejas el triunfo revolucionario de 1949, disparando así la natalidad en los subsiguientes años pletóricos de esperanza –que como bien se sabe– es habitualmente un componente de fertilidad y de ampliación familiar.

    Y de pronto, vagando entre posibilidades como habitualmente, mirando sin ver o ensoñando en vez de percibir, una obviedad tremenda se fijó ante nuestros ojos y ya no pudimos sino verla. Esta obviedad nos dio una clave para desentrañar muchas cosas sobre China y su proceso y acaso para resolver uno de los acertijos que nos hemos planteado con este libro.

    Lo que estábamos comparando con otros no era un país, es un imperio. Sólo que un imperio puertas adentro, un imperio de límites relativamente definidos y no aquel tipo de imperio extendido hacia lugares bien lejanos de la matriz cultural en donde surgió el pueblo conquistador. Por lo menos, hasta hace algunos años y en términos de dominación administrativa directa…

    Al tratarse entonces de un imperio, las cifras de población, si bien importantes como al inicio, ahora se proporcionaban mucho más en la comparación con otras regiones reguladas bajo una égida imperial, ya sea en la actualidad o en cualquiera de los imperios anteriores.

    De quienes se dice que nueve de cada diez son iguales y el décimo, cincuenta y seis veces distinto

    En múltiples fuentes –como en el sitio web del gobierno de China– aparece como hecho indudable un dato increíble. Se dice que más del 90 % de la gigantesca población china pertenece a la misma etnia, a la etnia Han. Y que el restante 10% (en cifras aproximadas) está compuesto por un mosaico de 56 etnias distintas.

    Esto equivale –según las proporciones que venimos manejando– a decir que nueve décimos de un quinto de la Humanidad es Han.

    Esto no tendría nada de sospechoso si no viviéramos en una época donde la diversidad de pueblos y culturas nos asombra día a día, rescatándose no sólo identidades antiguas sino además asistiendo al espectáculo y a la comprensión de que el progresivo contacto entre ellas ha producido a su vez, una multiplicación de matices cuya heterogeneidad es manifiesta.

    Tal homogeneidad en semejante masa poblacional resulta cuanto mínimo interesante de ser observada. Rápidamente surge en nuestra memoria aquella famosa ciudadanía romana, que era otorgada no sólo de manera hereditaria, sino también a esclavos liberados o súbditos no romanos que prestaban servicios útiles al engrandecimiento de aquel vasto imperio, lo cual nos lleva a fortalecer nuevamente nuestro postulado recién descubierto.

    Roma garantizaba la ciudadanía gradualmente en todas las provincias. A partir del siglo III, con la Constitutio Antoniana permitía ser ciudadanos romanos a todos los hombres libres que vivían en el Imperio.

    Esta carta de ciudadanía otorgaba amplios derechos, como el de votar, realizar contratos, desposarse legalmente, derecho a no ser torturado, ni vendido ni maltratado como en el caso de los esclavos y la falta de la misma vedaba posibilidades, como por ejemplo la de enrolarse en el ejército. De este modo, ser ciudadano romano era un bien codiciado. Situándonos en el contexto histórico, es fácilmente imaginable el orgullo que podían haber sentido muchos de pertenecer a esa construcción victoriosa, pero también llena de nuevos ordenamientos en el campo del derecho y la civilización.

    De este modo el Imperio producía la asimilación de diversos pueblos conquistados, tratando de evitar así enconos, venganzas y posibles rebeliones futuras, pero también forjando esa necesaria identidad superadora que todo proyecto nacional o imperial exigía, haciendo a los pueblos parte de una visión y un sentir convergente.

    Dicha tendencia a la mezcla y la cohesión también fue parte de la estrategia imperial de Alejandro Magno, siendo luego abandonada por sus sucesores.

    En el caso de China, éste ha sido un elemento fundamental de toda su historia, la presión ejercida hacia la homogeneidad.

    Destacable es por ejemplo el hecho de que aún cuando invasores extranjeros lograban establecer su dominio y fundar una dinastía, como en el caso de la dinastía Yuan de origen Mongol (1234–1305 CE) o la última dinastía, Qing, de raíz manchú –y que gobernó China durante casi 3 siglos, entre 1644 y 1911–, estos gobernantes foráneos no lograban imponer su costumbre, cultura, lengua o sistema legal, sino que adoptaban la mayoría de las normas vigentes en el imperio conquistado.

    Investiguemos un poco más este tema, estableciendo algunas relaciones, ya que nos llevará a más conclusiones.

    Según la misma explicación oficial gubernamental, las minorías étnicas viven en vastas regiones, pudiendo encontrarlas en un 64% del territorio, pero especialmente concentradas en los límites nordeste, norte, noroeste y sureste de China. Si consultamos el mapa administrativo, veremos que precisamente 4 regiones autónomas (de un total de 5) son fronterizas: Mongolia Interior, Guangxi Zhuang, Xinjiang Uigur y Tibet., completándose el tablero con Ningxia Hui, de pequeña superficie y marcada composición musulmana (Hui es el término genérico en chino para esa religión). En el mapa siguiente, las regiones autónomas están en tono claro.

    División política administrativa de China (Fuente: Wikimedia Commons)

    Muy relevante es que las áreas habitadas por las minorías étnicas representan aproximadamente la mitad del territorio, son escasamente pobladas, pero poseen abundantes recursos naturales, lo que evidencia una de las principales aristas del tremendo interés del gobierno central en ellas, junto al hecho de constituir –según veremos en capítulos posteriores– una importante defensa geoestratégica.

    Este punto fue de vital importancia a través de toda la historia de China para las distintas dinastías, constituyendo en realidad parte del amurallamiento, que no sólo servía a la protección del corazón imperial, sino que ha tenido mucho que ver en cierto relativo aislamiento de estos puntos y en consecuencia con el fortalecimiento de sus procesos endógenos.

    Desde el punto de vista orográfico, digamos además que la mayor parte de estas regiones autónomas cuenta con muy poca extensión de terreno fértil o cultivable, lo cual al par de revelar uno de los grandes problemas de la China de hoy – un gran número de bocas para alimentar y a pesar de su extenso territorio, contar con una predominante geografía montañosa (más del 60% del área total)

    Regiones agrícolas de China (fuente: Wikimedia Commons)

    La cuestión étnica ha sido tremendamente relevante en el proceso expansionista de la cultura Han y por supuesto, como se irá develando en el transcurso de este escrito, absolutamente inherente a su desarrollo imperial. Dicho de otro modo, el proceso de incorporación o asimilación de los distintos pueblos en el imperio chino, es la clave para comprender esa tendencia a la homogeneidad que da como resultado esa identidad colectiva de la mayoría del pueblo como parte de la etnia Han (‘han-ren’, gente de Han).

    Muchas han sido las discusiones sobre cuál ha sido la razón por la que esta cultura terminaba siendo adoptada en gran medida y con la interacción del caso por los conquistados (y aún por áreas contiguas y hoy independientes) quienes se fundían con los códigos y usanzas de los conquistadores, haciéndolos finalmente propios. Tediosa y estéril podría ser para nosotros dilucidar cuál nos parece la mejor de las explicaciones.

    Intentaremos acaso salir airosos del desafío, acudiendo a cierto modo chino de elaborar disyuntivas, asentado en la filosofía taoísta. Según esa lógica, a cada proposición corresponderían tres posibles respuestas. Una de carácter positivo, reafirmando lo expresado. La segunda, contrapuesta, negando el postulado. Y una tercera, en cierto modo relativa o superior, proponiendo puertas abiertas a otras salidas que resuelven la aparente contradicción. Esta última representaría al Tao y no a sus manifestaciones contrapuestas y complementarias conocidas como Yang y Yin. Esta modalidad triple está bien alejada de los modelos de pensamiento dual enraizados en el Occidente, fuertemente influenciados por la antigua lucha babilónica entre Ormuz y Ahrimán, dioses de la luz y la oscuridad, contienda de la cual son fácilmente derivables las influencias zoroastristas y maniqueas que luego fluyeron en posteriores religiones que extendieron aquella influencia muy lejos de su lugar de origen. Esa forma triple de respuesta, también nos recuerda aquella anécdota sobre el Rey Salomón, quien, en una oportunidad, al emitir un fallo, daba la razón a cada uno de los contendientes. Al ser el sabio interpelado por un tercero presente respecto a la justeza de tal proceder, le respondió: Tú también tienes razón. Seguramente tal historia pretendía más bien educar acerca de los múltiples puntos de vista y sobre cuán absurdo o relativo puede ser un absoluto.

    De interés nos parece entonces simplemente describir algunos de los factores que seguramente incidieron en la innegable fuerza civilizadora de aquella cultura imperial. Seguramente esa descripción nos acerque a la comprensión de asuntos que han sido pilares de esa histórica construcción, pero también nos muestre aquello que siempre resultó preocupación y problema.

    La fuerza de la huella del pájaro

    Un factor importante sin duda ha sido el particular sistema de escritura desarrollado, cuya influencia no sólo fue central en cuanto a la estandarización de un modo de comunicación entre los diversos lugares e instancias en el transcurso de la historia imperial china, sino que incluso fue adoptado por lenguas de áreas contiguas como el japonés, el vietnamita o el coreano. Éstas dos últimas abandonaron la modalidad de escritura logográfica recién en el transcurso del siglo XX, mientras que Japón aún la mantiene.

    Es motivo de controversia quién fue el creador de la escritura china. Según una leyenda tradicional ésta fue inventada por Cang Jie, ministro del Emperador Amarillo, (figura mitológica reinante hacia mitad del tercer milenio antes de la era corriente) inspirándose en la huella que dejó un ave al caer a tierra abatida por un Fénix. Otra tradición prefiere atribuirla a una derivación de los 64 hexagramas del libro de las Transmutaciones o I-Ching, del también mítico sabio Fu-Hsi, ubicado cronológicamente con cierta aproximación por la misma época.

    La escritura china es un sistema compuesto por tres tipos de gráficos distintos, pictográficos, ideográficos y fonético-semánticos.

    Los pictogramas –que constituyen los trazos más antiguos– son similares a aquellas inscripciones cuneiformes o jeroglíficas, desarrolladas por las culturas sumero-acadio-babilónica, la egipcia o la maya. Con ellos se intenta retratar el fenómeno, reduciendo la manifestación a símbolo. Así por ejemplo (rén) simboliza a una persona y  [nǚ] quiere decir mujer.

    Los ideogramas por su parte son una estructura gráfica que podríamos colocar más en el campo de la alegorización, ya que contiene significaciones que están dadas por asociación. Un ejemplo sería 森林 [sēnlín] (bosque) o 木材 [mùcái] (madera) como derivaciones del símbolo que en la escritura antigua pictografiaba un árbol, con su copa, ramas y raíces. O la palabra bien (hǎo), como síntesis de los símbolos (mujer) y (niño).

    Por último, los fonogramas, que terminan constituyendo hoy la gran mayoría de los caracteres chinos, pueden ser considerados signos, que fijan convencionalmente contenidos auditivos, basados en un pictograma o ideograma anterior, con el agregado de radicales semánticos. Por ejemplo: naranja (jú zi) se escribe橘子 incluyendo al ya conocido signo de niño, pero en este caso, no es que se signifique una fruta nutritiva para la alimentación infantil, sino que se toma al signo por la expresión fonética zi. Lo mismo ocurre con la palabra león (shī zi), que se escribe 狮子, incluyendo el ya familiar signo por coincidencia fonética.

    Por supuesto que los distintos pueblos que habitaban China conservaron sus diferentes lenguas y en realidad el chino hablado es un macroidioma con 13 sublenguas con el mandarín como predominante. Aunque los chinos mayoritariamente se refieren a los demás idiomas como dialectos –asunto más que coherente con la dirección homogeneizante– esta opinión no sólo no es compartida por estudiosos, sino que en términos generales, esa diversidad idiomática, aún perteneciendo a la misma familia lingüística, es mutuamente ininteligible. Presentado de manera extrema, es como pensar que un armenio podría entablar sin más una conversación con un alemán o un iraní con un griego, por pertenecer todos ellos a la familia de lenguajes indoeuropeos.

    Aún el mandarín no es el mismo en todos los lugares, basándose el idioma oficial de la República Popular China en el dialecto particular de la zona de su capital Beijing. En todo caso, la gran mayoría de los habitantes de China, cerca de 885 millones, habla Mandarín, seguido en orden de importancia por el Wu (unos 77 millones), el Cantonés (55 millones), el Jin (45 millones), el Xiāng (36 millones), el Hakka (34 millones), el Gàn (31 millones) y otros menores como el Huī o el Ping.

    Entonces, aún cuando el mandarín es hablado por más de dos tercios de la población china, no es en absoluto una proporción menor el tercio restante que prioriza su modo de hablar distintivo.

    El siguiente mapa nos muestra una distribución lingüística aproximada (sin incluir a las regiones tibetana, uyghur y mongola). Si lo comparamos con el mapa agrícola, que nos refleja con claridad la ubicación de los suelos fértiles, veremos una de las direcciones principales de la expansión Han, desde el Centro Norte en la zona comprendida aproximadamente entre Xián y Luoyang, hacia el Sur y hacia el mar.

    Distribución linguística aproximada de China;

    (no incluye Tibet, Mongolia interior, Xinjiang)

    Fuente: Wikimedia Commons.

    Autor: Wu Yue (original); Gohu1er (formato SVG)

    Por ello mismo, en medio de la diversidad lingüística de la zona, la escritura emergió –aún cuando restringida a la clase dominante o culta– como un poderoso factor unificante y civilizador entre los distintos reinos del Imperio, al tiempo que la cultura Han avanzaba sobre las demás.

    Esto ha sido así en todos los imperios, donde esa clase más culta (o más servil, depende cómo se vea), aprendía y manejaba desde una lengua imperial –en este caso escrita– los asuntos de Estado. En el caso chino, desde la época de Confucio, el Supremo Maestro, la construcción de ese funcionariado constituyó la columna vertebral del Imperio, lo cual nos lleva a otro factor de sustancial importancia en el desarrollo civilizatorio-imperial que venimos estudiando.

    El Maestro nunca habló de milagros, violencia, desórdenes o espíritus

    Analectas, 7:21

    Las enseñanzas de Kǒngzǐ, o Kong Fu Tse, (literalmente maestro Kong), más conocido en Occidente por Confucio, tuvieron una influencia decisiva en China.

    No es posible (ni tampoco es nuestro interés aquí) realizar una ponderación siquiera aproximada acerca de la doctrina confuciana. Tal imposibilidad guarda relación no sólo con la distancia en el tiempo y los contextos culturales, que suponen sin duda modificaciones severas de los contenidos conceptuales, sino también con la barrera idiomática –sólo franqueable parcialmente a través de múltiples y diversas traducciones desde una lengua que también ha mutado–. Además, como es el caso de todos aquellos antiguos sabios, lo que ha llegado hasta nosotros es absolutamente fragmentario, debido no sólo a las variaciones que impone la tradición y transmisión oral,

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