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De la ultraizquierda se habla mucho y poco se sabe. Parece una entelequia, una amenaza
fantasma que, en cada elección, asoma para amenazar al votante de derecha. Investigadores
e intelectuales como Gabriel Salazar y Manuel Antonio Garretón, en otros, sostienen que
esa posición política, que está a la izquierda de la izquierda, sí existe y ha existido siempre
desde posiciones marginales que se subsumen en ese enorme porcentaje de chilenos y
chilenas que no va a votar, y que ve en la democracia "burguesa” y liberal una pantomima
que legitima al Estado opresor, además de los privilegios de cuna para la oligarquía. Los
llamados "ultrones" no se sienten representados por el PC ni votan por Boric. Se les puede
encontrar en los movimientos estudiantiles secundarios, universitarios, así como en grupos
de pobladores, cuya ideología está centrada en un anticapitalismo antisistémico, que
renuncia a “la participación electoral, a la democracia 'burguesa’, y no cree en estructuras
partidarias, pero sí en colectivos que funcionan bajo un esquema de democracia directa y
deliberativa".
Es un grupo de magnitud imprecisa y perfil difuso, controvertible por la cantidad de
definiciones que intentan explicar a su membresía. Se trata de un sector que es fácilmente
proclive a ser caricaturizado con el discurso flamígero, marginal y la acción violenta.
Pertenecen a este sector, en definitiva, quienes ven en el candidato Gabriel Boric a un
“usurpador”, una especie de intruso que, apoyado estratégicamente por sectores de la ex
Concertación y la derecha, ha intervenido en representación de un lugar del arco político
que no le corresponde.
“Ese es el pensamiento de ultraizquierda”, dice Manuel Antonio Garretón, aunque riñe con
este término, al considerarlo excesivamente rígido. “El concepto nunca me gustó, porque
sirve para decir que todo lo que es izquierda es ultra”, agrega el sociólogo y académico de
la Universidad de Chile.
Pese a existen opiniones divergentes, lo claro es que los “ultraizquierdistas” –a juzgar por
lo que dice la investigadora y académica de la Universidad de Santiago, Cristina Moyano–
nunca votarían, ya que es un mundo que renuncia a “la participación electoral, la
democracia 'burguesa’ y limitada, y nunca van a participar en esa dinámica política”,
sostiene. “Tampoco creen en estructuras partidarias, pero sí en colectivos que funcionan
bajo un esquema de democracia directa y deliberativa”, puntualiza.
“Me explico: se califica de ‘centroderecha’, o incluso de ‘centro’, cosas que son de derecha
a secas; y en ese esquema, entonces, algo de izquierda es visto de ultraizquierda”, añade.
“En Chile los presos de la revuelta van saliendo uno a uno sin juicio, mientras que sectores
de la derecha promueven la libertad de los presos de Punta Peuco, que llegaron ahí por
crímenes de lesa humanidad cometidos con las armas y recursos del Estado. ¡Y nadie dice
que son de ultraderecha!”, señala.
Las definiciones divergentes tienden a intersectar en una zona donde podemos encontrar
grupos como el MIR Militar y el Grupo Lautaro, o bien la Vanguardia Organizada del
Pueblo, la VOP, movimiento que, a fines de los 60 y comienzos de los 70 reivindicó la
incorporación de delincuentes a sus filas y protagonizó asaltos bancarios y atentados como
el que le costó la vida a Edmundo Pérez Zujovic, exministro del Interior de Eduardo Frei
Montalva; o bien el grupo anarquista que saltó a la fama a raíz del “caso Bombas”. Dos de
sus integrantes, Francisco Javier Solar y Mónica Caballero, hoy se encuentran en prisión
por el envío de aparatos explosivos a una comisaría de Huechuraba y a la oficina del
exministro de Sebastián Piñera, Rodrigo Hinzpeter, acto que habrían cometido tras llegar
expulsados desde España, donde permanecieron en prisión a raíz de un atentado explosivo
en la Basílica del Pilar de Zaragoza, en 2013. Por cierto, ambos se encontraban en Europa
tras ser precisamente absueltos en el “caso Bombas”.
También es posible incorporar al grupo anarquista que, en 2012, dejó gravemente herido al
profesor Kamal Cumsille, del Centro de Estudios Árabes de la Universidad de Chile. De
hecho, puede ser considerado de ultraizquierda Juan Flores Riquelme, un lobo
solitario condenado a 23 años de cárcel por el atentado en el Subcentro de Escuela Militar
en 2014.
Para estos grupos y personas, opina Moyano, “la violencia es una figura legítima cuando el
monopolio lo tiene un Estado opresor”.
Pero estos son casos extremos. Es, en suma, un universo más diverso y colorido que
“normalmente aparece a la luz pública cuando tenemos ciclos de protesta social
importantes. Ahí aparecen vinculados a los encapuchados o, como dice la derecha, al
terrorismo, que son conceptos de caricatura”, indica la académica de la Usach.
Moyano, por su parte, señala a ciertos usos y costumbres como rasgos de la ultraizquierda,
y que bien se sintetizan en una manida frase que aflora de quienes se oponen a participar en
los procesos electorales: “Yo no voto, me organizo”. Otra frase clásica en el sector: “Si
votar sirviera de algo, no existiría el voto universal”.
“Son grupos que, por su configuración ideológica, no apuntan a las alianzas que busquen
copar espacios de poder, sino que actúan bajo las dinámicas territoriales en una lógica de
ciudadanía distinta a la republicana”, agrega Moyano. “Las alianzas duran poco por su
cultura antijerárquica, antipiramidal, y por eso tienden a la fragmentación muy
rápidamente”, acota.
No obstante, estos usos y costumbres, al menos desde un punto de vista discursivo, sí son
posibles de encontrar en ciertos momentos dentro de un solo espacio institucional: la
Convención Constitucional, lo que, sin embargo, se revela de una manera muy marginal.
“Y ahí es distinto al poder constituido del Estado”, subraya Cristina Moyano, “porque ahí
se construyen las bases de un nuevo pacto social, y algunos grupos probablemente hayan
decidido participar en esa instancia. Y ello mismo explica que, por ejemplo, se haya
fracturado la Lista del Pueblo cuando quiso llevar una lista parlamentaria. Eso fue un
fracaso absoluto”, complementa.
Según varios investigadores, el Partido Comunista (PC) es el origen de una extraña y larga
obsesión que afecta a las derechas chilenas. Señalado con sorna y desprecio como un
partido “totalitario”, los referentes del conservadurismo parecieran temer y odiar, a partes
iguales, a una organización de izquierda que ha mostrado capacidad de organización,
disciplina a lo largo del tiempo y una obstinación doctrinaria a la hora de empujar cambios
dentro del marco de la ley.
“El PC chileno, en los hechos, se ciñe más a la tesis de Karl Kautsky. Es un partido
socialdemócrata”, puntualiza el investigador Mario Sobarzo, de la Universidad de Santiago.
En simple, nada muy distinto a la línea “eurocomunista” asumida por entidades como los
partidos comunistas de Italia, Francia y España.
Manuel Antonio Garretón no tiene dudas: “No calificaría la estrategia del Partido
Comunista como de ultraizquierda, aun cuando cambió en algún minuto por la existencia de
una dictadura militar que, respecto del PC, actuó con una violencia brutal: asesinando,
torturando, haciendo desaparecer, deteniendo liderazgos importantes para descabezarlo”.
Sin embargo, esa posición insurreccional, si bien era del todo legítima ante el terrorismo de
Estado, dio pie –cree Garretón– a una estrategia “equivocada” que contribuyó a modelar la
caricatura que se hace de dicha colectividad.
“Es un partido de izquierda, pero nada más que eso. Puede que en su interior haya personas
con posiciones más extremas y puedan ser más de ‘ultraizquierda’, pero eso no basta para
convertir a todo un partido en uno de ultraizquierda. No veo por dónde puede ser de
ultraizquierda al PC que vimos con Salvador Allende y Michelle Bachelet”, sostiene.
¿Y el mundo de Eduardo Artés? Cristina Moyano toma la posta en cuanto al referente del
Partido Comunista Chileno Acción Proletaria y abanderado presidencial de Unión
Patriótica: “(Eduardo) Artés dice que el socialismo se acabó el 56 cuando comenzó la
desestanilización, y el socialismo bajo Stalin es una desviación autoritaria de la izquierda
que pensó Lenin”.
Lo jabonoso del término “ultraizquierda” no solo se explica por su carga peyorativa, sino
porque –a juicio de Gabriel Salazar– los análisis políticos suelen carecer de perspectiva
histórica. Y ante todo, la “ultraizquierda” es más que una cultura de organización marginal
que va contra el sistema, sino que es un sentimiento que brota en el pueblo mestizo
producto de un dolor transgeneracional que –según el Premio Nacional de Historia–
atraviesa inconscientemente a la sociedad chilena después de siglos de exclusión absoluta.
“Y tenemos a dos huasos mestizos armando la ‘collera’; y si son cuatro los que van a robar
ganado, entonces hablamos de ‘cuatreros’; y si eran más de 300, una ‘montonera’. Y luego
que realizaban su cometido, se separaban”, afirma Salazar, quien recuerda que todo ese
mundo excluido recibe el nombre de “vandalaje”, o lo que el Presidente Sebastián Piñera
Echeñique llamó el “enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie”.
Ese sentimiento atávico de exclusión –explica Salazar– aún permanece latiendo en gran
parte del pueblo de Chile, y la élite nunca ha sabido comprender este fenómeno que anima
a la ruptura con el Estado de derecho imperante. “La policía nunca ha logrado derrotar al
vandalaje. En Chile destruyó todas las estructuras leninistas, las estructuras de hierro, de
cuadros... Con el asesinato y la tortura fueron desarmando todo, pero ha fracasado
profundamente ante el vandalaje”, señala.
“Ahora partieron al sur con Carabineros, el Ejército… ¡la Marina!, y siguen los incendios y
los ataques. La lucha del recurso continúa. (Sebastián) Piñera ha sido Presidente dos veces
con el mismo discurso de guerra contra la delincuencia y el problema sigue sin arreglarse.
Y el arreglo no está en la policía ni la represión, sino en el oficio, la profesión, el trabajo
con rentabilidad mayor que el robo”, comenta.
Salinas complementa el punto, en cuanto a una memoria histórica que se demostró viva a
raíz del estallido. “En el mundo hubo tres frentes populares, y solo el de Chile terminó bien.
Las experiencias de España y Francia terminaron mal. ¿Y qué hizo el Frente Popular en
Chile? Pues hizo cosas que hoy nos parecen normales: leyes laborales, salud, educación…
y si alguien quiere eliminar eso, entonces habrá reacción”.
Sin embargo, fueron ciertamente las posiciones más extremas las que empujaron las
transformaciones sociales en Chile. La ultraizquierda –de acuerdo a Cristina Moyano, no
son movimientos testimoniales. “El testimonio es (Eduardo) Artés. Él sabía que no iba a
ganar. Puso una idea sabiendo que lo iban a arrasar. La ultraizquierda no debe ser
observada con la lógica de la cultura institucional, porque ellos más bien trabajan en la
transformación de la vida cotidiana en los territorios donde actúan, que son espacios de
micropolítica. En el mundo poblacional logran transformar a través de espacios de
sociabilidad popular como las ollas comunes, los talleres para pobladores, etc. Dejan
huellas experienciales frente a la opresión patriarcal, extractivista y neoliberal”, sostiene
Moyano.
Ese trabajo silencioso, incluso de hormiga –apunta– tiene un enorme poder gravitatorio, ya
que permite ir corriendo cercos en la eterna batalla de los significados, lo que permea a la
izquierda institucional. Curiosamente, en la Convención Constitucional la cultura
ultraizquierdista se anotó un triunfo importante al desterrar conceptos vinculados a la
actividad política institucional: ya nadie habla de bancadas, sino de “colectivos”; ya nadie
habla de presidentes de comisión, sino de “coordinadores”.
“Ya es un logro romper con los conceptos, que no son neutros”, concluye Moyano