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Cristo envía a sus apóstoles a predicar con autoridad y confirma su obra con el envío del
Espíritu Santo. De este modo la Iglesia se convierte en sacramento de la acción de
Cristo y dispensadora de los misterios de Dios. Los sacramentos, a su vez, constituyen a
la Iglesia y ésta actúa en los sacramentos como comunidad sacerdotal orgánicamente
estructurada. El ministro ordenado es el vínculo sacramental que une la acción litúrgica
con lo realizado por los apóstoles. El sacerdocio ministerial, al servicio del sacerdocio
bautismal, garantiza que en los sacramentos sea Cristo quién actúe por el Espíritu Santo
a favor de la Iglesia.
La Iglesia cree como ora (Lex orandi-Lex credendi), pues el Espíritu de adopción
deifica (2 P,1-4) a los fieles uniéndolos vitalmente al Hijo único, el salvador. Para los
creyentes los sacramentos de la nueva alianza son prendas de la vida futura, necesarios
para la salvación. La Iglesia celebra el misterio del Señor y participa ya en la vida
eterna “aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y
salvador Jesucristo” (Tt 2, 13) hasta que “Dios sea todo en todos” (1 Cor 11, 26.15,28).
Según Santo Tomás de Aquino “el sacramento es un signo que rememora lo que
sucedió, es decir, la pasión de Cristo; es un signo que demuestra lo que se realiza en
nosotros en virtud de la pasión de Cristo, es decir, la gracia; y es un signo que anticipa,
es decir, que preanuncia la gloria venidera” (Summa theologiae 3, q.60, a.3)
Síntesis:
Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados
a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina. Cada rito realiza su
gracia. La Iglesia es comunidad sacerdotal estructurada. El Espíritu Santo prepara los
sacramentos que expresan la fe. El fruto de la vida sacramental es la vida en Cristo
Jesús y en la Iglesia.
La liturgia es acción de Cristo total y participación en la liturgia del cielo tal como
describe el apocalipsis de San Juan. El trono sobre el que se encuentra el cordero
inmolado y de pie es alegoría de Cristo crucificado-resucitado y el río de agua que brota
del trono se identifica con el Espíritu. En esta visión toda la creación participa de la
recapitulación en Cristo.
Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia en las
que participa toda la comunidad. El Cuerpo de Cristo unido a su cabeza, es decir, el
pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos. La asamblea que
celebra es la comunidad de los bautizados consagrados como casa espiritual y
sacerdocio santo que ofrece a través de sus obras sacrificios espirituales. Esta es la
verdadera participación plena, consciente y activa.
Puesto que el hombre expresa y percibe las realidades espirituales a través de signos y
símbolos, la celebración sacramental se vale de ellos, siguiendo una pedagogía divina
que emana del A.T y de la persona y obra de Jesucristo. En el A.T encontramos signos
de la alianza, signos de las grandes acciones de Dios en favor de su pueblo como la
circunsición, la unción, la consagración o la imposición de manos que se convierten en
prefiguraciones de los sacramentos de la nueva alianza. En el N.T estos signos son
asumidos por Cristo para dar a conocer los misterios del Reino de Dios como las
curaciones, la predicación con gestos simbólicos. Sin embargo algunos son
trasformados dándoles un nuevo sentido o cambiándoselo; “se dijo…pero yo os digo”.
El número 1152 nos dice que “Desde Pentecostés, el Espíritu Santo realiza la
santificación a través de los signos sacramentales de su Iglesia…éstos cumplen los
tipos y las figuras de la Antigua Alianza, significan y realizan la salvación obrada por
Cristo y prefiguran y anticipan la gloria del cielo”.