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Las circunstancias adecuadas

(…)
Al mirar la débil luz que brillaba en la estropeada ventana, el muchacho recordó
con aprensión que su propia mano había contribuido a destruirla. Su
arrepentimiento era tan grande como tardío e ineficaz. En cierto modo, esperaba
que sobre él recayera la venganza de los espíritus sobrenaturales e incorpóreos
cuyas ventanas y paz destrozó. Pero este muchacho testarudo, aun temblando de
pies a cabeza, no iba a ceder. Por sus venas corría la sangre impetuosa de los
colonizadores. Nada lo detendría.
Al pasar junto a la casa, vio por el hueco de la ventana la extraña silueta de un
hombre. El hombre estaba sentado en medio del cuarto, ante una mesa cubierta
de papeles; apoyando los codos en la mesa y la cabeza en las manos, hundía sus
dedos en el pelo. Un poco al costado, una vela colocada sobre la mesa daba a la
mitad de su cara un resplandor amarillento y cadavérico. El hombre tenía los ojos
clavados en el hueco negro de la ventana. Un observador de más años y sangre
fría hubiese discernido en aquella mirada cierto recelo, pero al muchacho le
pareció inánime. Creyó que el hombre estaba muerto.
Aunque horrible, la situación no dejaba de ser fascinante. El muchacho se detuvo
para verlo todo. Conteniendo el aliento, por poco sofocado, logró apaciguar los
latidos de su corazón. Temblaba, estaba a punto de desmayarse, sentía la sangre
helarse en sus venas. Sin embargo, apretando los dientes, avanzó resueltamente
hasta la casa. No lo llevaba ningún propósito consciente, sino el mero coraje que
nace del miedo. Introdujo se cara pálida en el hueco iluminado, y en ese instante
un grito áspero, un chillido, rompió el silencio de la noche. Era una lechuza. El
hombre se puso bruscamente de pie, volteó la mesa y apagó la vela. (…)
Ambrose Bierce, (fragmento)

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