Pocas palabras han sido tan maltratadas como Utopía, ese
concepto de un mundo idealizado opuesto a las miserias del presente. Probablemente se lo merezca.
La expresión fue inventada por Tomás Moro en el siglo XVI, pero
el diseño virtual de mundos perfectos viene del fondo de los tiempos y ha sido la tentación de filósofos y novelistas. También abundan quienes disimulan los disparates cometidos en el pasado bajo la edulcorada coartada de la “utopía”.
Las utopías pueden ser inocuas y hasta esperanzadoras siempre
y cuando no pasen del papel. Karl Popper argumenta, con sobrada razón, que el gran problema de las utopías reside en su tentación totalitaria al pretender el imposible diseño de un ser humano nuevo y perfecto para una sociedad perfecta. Las únicas ingenierías sociales eventualmente virtuosas son aquellas que reposan sobre el principio de la libertad y la democracia, las que se apoyan “en el hombre como es”, dice Popper: libre para el acierto y el error, para la virtud y el vicio, para el bien y para el mal. Sin embargo, los mayores experimentos han sido fruto de las mentes alucinadas de los tiranos.
El historiador inglés Paul Johnson reclama para el conde Alekséi
Arakchéyev (1769-1834) “el sólido derecho de ser considerado [como creador] del primer experimento moderno de ingeniería social”.
Arakchéyev fue el principal consejero militar del zar Alejandro I
durante las Guerras Napoleónicas.
Un contemporáneo lo describió como un individuo de labios
apretados, “ojos incoloros, pequeños y terriblemente fríos”. Nadie podía afirmar que alguna vez rió, ni siquiera curvó sus labios para sonreír. Su educación fue escasa, aunque llegó a tener una biblioteca de 11.000 libros que no se sabe que leyera, aunque sí ordenaba meticulosamente.
Hacia 1810 decidió crear una Utopía en su propiedad de Gruzino,
a uno 120 kilómetros de San Petersburgo, donde disponía de unos dos mil siervos.
Destruyó todos los viejos edificios de madera y encargó a Vasily
Stasov, un célebre arquitecto, nuevas aldeas de ladrillo y piedra, pavimentó los caminos e incluso creó un lago artificial con una isla, sobre la cual Stasov construyó un Pabellón Chino.
Preocupado por la educación, introdujo en sus escuelas el
método lancasteriano, la última novedad de la época. Cada aldea tenía una biblioteca
Para cada problema, para cada asunto, Arakchéyev, tenía lo que
hoy llamaríamos un resumen ejecutivo, una solución y un reglamento que podría ordenar como debían disponerse los muebles en las casas, y el diseño de los jardines, o las frecuencias de parto de las mujeres. En “Breves normas para las madres campesinas del distrito de Gruzino” decretó que cada mujer debía producir un hijo por año; cuándo no cumplían las reprendía personalmente.
Todos los campesinos trabajaban diez horas diarias, excepto los
domingos, para los cuales determinó también como debía de usarse el tiempo libre. Multiplicó los relojes, algo inaudito en la desordenada Rusia de entonces, e hizo talar los bosques y montes para evitar que los campesinos se escondieran en ellos para haraganear.
La limpieza era su obsesión. Prohibió la cría de cerdos, y todo
debía estar tan limpio al punto que la gente temía pisar los edificios públicos, por miedo al castigo por ensuciarlos.
La ingeniería social de Arakchéyev funcionaba, lógicamente, a
palos. Los encargados del orden usaban unos garrotes, llamados varas de Arakchéyev. Todas las flagelaciones se anotaban en un Libro, y el conde inspeccionaba las espaldas para comprobar la correcta aplicación del castigo. Incluso las ejecuciones se realizaban mediante flagelación. Todos los campesinos llevaban una libreta donde se registraba su prontuario.
En la utopía de Arakchéyev las aves tenían un lugar destacado,
en especial los ruiseñores. Por eso ordenó ahorcar a todos los gatos.
Cuando el zar Alejandro I visitó Gruzino, quedó fascinado por la
experiencia: “El orden que prevalece aquí es único”, le escribió a la zarina.
En 1816, finalizadas las guerras napoleónicas, el zar propuso su
versión de la utopía de Gruzino: complejos agrícolas y militares, que permitieran mantener un ejército poderoso y autosustentable. Un millón de hombres mujeres y niños fueron incorporados. Lógicamente, Arakchéyev fue el encargado de llevarla a cabo.
Los visitantes extranjeros ilustres eran invitados a conocer la
experiencia. El Mariscal francés Auguste Marmont escribió: “No hay otro país donde uno pueda encontrar una apariencia de bienestar material superior a la de los campesinos de las colonias, pese a que hace veinte años su pobreza era extrema.”
Esta enorme ingeniería social tenía muchas, o todas, las
características de los emprendimientos similares del siglo XX: ineficiencia, engaño, propaganda, corrupción y crueldad.
Los balances eran complicados ejercicios de engaño, cubiertos
con grandes subsidios y fondos estatales disimulados.
Como Arakchéyev talaba los bosques, no había leña suficiente ni
madera para construcción, por lo que era necesario importarla, con los consiguientes costos, mercado negro y corrupción generalizada entre los funcionarios. El ganado estaba limpio como una porcelana, pero el forraje debía traerse desde enormes distancias. Muchas instalaciones no eran usadas, para estar siempre disponibles “para la inspección”.
A medida que aumentaban las pérdidas y la ineficiencia, se
multiplicaban el rigor, los castigos, las exigencias y las multas.
La estrella de Alekséi Arakchéyev se apagó con la muerte de su
protector, el zar Alejandro I, en 1825. Hasta ese momento acumuló más poder personal que nadie, a tal punto que se acuñó el epíteto “Arakcheyevshchina”, sinónimo de voluntarismo militar y despotismo.
Cuando, un siglo más tarde los soviéticos diseñaron sus propias
ingenierías sociales de colectivización forzosa, los liberales y mencheviques trajeron a la memoria la utopía del conde Arakchéyev. León Trotsky replicó que tales referencias constituían “el argumento clásico que emplea la reacción contra todas las innovaciones del progreso histórico.”