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Alegoría escatológica.

Los dos gemelos gateaban torpes alrededor del libro, divididos en un inconsciente
espejeo milimétrico, uno a cada lado, se sentaron a jugar con las páginas de frágil papiro. Las
de las izquierda eran de albo impoluto y las de la derecha un pastiche marronesco. Pasó el
tiempo y aprendieron los niños, idioticamente a descifrar los símbolos que el libro regalaba.
Pasada la tierna juventud, los hermanos se veían, comunicándose silentes, sin retar la pared
invisible que los encaraba desde que hubo una primera conciencia. Era increíble lo mucho que
habían cambiado, la niñez era el tiempo de juego, el mimetismo puro, la gota que cae,
persiguendo su reflejo antes de estrellarse en la infinitud traslúcida. De ese espectáculo ya
quedaban solo los ademanes, gestos y manerismos de lectura: los parpadeos largos, la
costumbre de presionar la hoja entre el dedo medio y el anular, los ojos que lagrimeaban
cansados exactamente después de la sexta hora. Eran para motivos en apariencia poco más
que medio hermanos.

Un día aquel que leía blanco se levantó e invitó al hermano a su lado. El otro,
sorprendido pero solicito, hizo lo propio. Se sentaron nuevamente, en otro polo de su cuadrado
mundo, y dieron inicio a las lecturas ajenas con dificultades. En un tiempo que se hizo absoluto
redescubrieron la novedad juvenil. Viéronse similares, reflejados en el punto medio del eje una
vez más. Contentos de haberse visto desde fuera, dieron vuelta al cambio y prosiguieron la
quieta cogitación que era existir en torno al libro. Y fue periódica, la dislocación final que los
dos hombres reflejados experimentarían. El que leía blanco, luego de volver sintió como su
cuerpo se ensuciaba, con la piel cuarteada y un leve hedor que salía de sí, lo hacía pesado y
líquido. El que leía marrón se vio envejecido al levantar el rostro, su cuerpo entero parecía
desvanecerse en una luz que emanaba intensa. Intrigados, se miraron sin verse, y volvieron a la
lectura, ese último o primer día de un tiempo bifronte.

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